Duramen
Una tarde de otoño me senté en la línea cerca de la tercera base en el estadio Pro-Player de Miami para observar un juego determinante entre los Marlins de Florida y los Mets de Nueva York. Un adolescente y su padre que estaban sentados en la fila frente a mí distraían mi atención. De acuerdo con la gorra del padre, era fanático de los Mets; su hijo tenía el logotipo de los Marlins.
Algo que dijo el muchacho provocó a su padre, quien empezó a molestar a su hijo con los Marlins. Cuando fue evidente que los Marlins perderían el juego, las respuestas del muchacho ante los comentarios del padre se volvieron mordaces y petulantes. Casi al terminar el juego, el muchacho —con ganas de molestar— dijo algo rudo que hizo que el padre volteara el rostro para enfrentar a su hi-jo. En un gesto adolescente de total desafío, él se quedó viendo al padre. Sus ojos se entrecerraron, su piel joven se enrojeció. La ira lo consumía cuando dijo:
—¡Te odio!, lo sabes ¿verdad?
Escupió las palabras como si a su boca le supieran tan mal como sonaron al producirlas. Después corrió buscando la protección de la gradería. Un momento después, el hombre se levantó y siguió al muchacho.
Al verlos, me identifiqué tanto con el padre como con el hijo porque yo también alguna vez acometí contra el hombre de quien era hijo. Fue una época en la que pensé que nunca sería grande, que nunca me sentiría bien conmigo mismo, que nunca haría bien las cosas. Una época que no puedo olvidar.
Un día de junio, durante el verano de mi primer año en la secundaria, tuve una desagradable discusión con mi padre. Él era un médico rural que tenía una granja en el sur de Indiana, donde criaba ganado Hereford y tenía algunos caballos. Ese verano decidió ampliar el cerco para pastar en la parte sur del campo. Ahí fue donde empezaron los problemas.
Estábamos sentados bajo un sicomoro en los límites del pastizal. Mi padre tallaba pensativo un trozo de madera. Señaló un grupo de abetos que se encontraban como a doscientos cincuenta metros y dijo:
—De aquí hasta allá: allá es donde queremos que quede nuestra cerca. Serán unos ciento diez hoyos. Un metro de profundidad. No tardará demasiado.
Con voz firme le dije:
—¿Por qué no conseguimos una barrena motorizada?
—Porque las barrenas motorizadas no enseñan nada del trabajo, nosotros queremos que nuestra cerca nos instru-ya en un par de cosas.
Lo que me molestó fue la forma en que lo dijo: “nosotros queremos que nuestra cerca…” No se trataba de nosotros. El proyecto era de él. A mí me obligaba a trabajar y sentí que no era justo.
Admiraba muchas cosas de papá y procuraba recordarlo cuando me enojaba con él, pero ese verano me molesté con facilidad. Una tarde, mientras revisábamos el ganado, la atención de mi padre se fijó en un abedul de río que crecía en la parte este de la laguna de la granja. El árbol se bifurcaba al nivel de la tierra y era mi refugio. Yo recargaba la espalda contra la oscura corteza de uno de los troncos y los pies contra el otro para así quedar firmemente apoyado. Entonces podía ver el cielo, leer o simplemente estar ahí.
—Recuerdo que jugueteabas en ese árbol cuando eras pequeño —dijo mi padre—. Ya no te he visto por ahí.
Sorprendido, escuché que dije:
—¡Y desde cuándo te importa!
Corrí al granero, me metí al cuarto de los fierros, me senté en un barril de clavos y me esforcé por no llorar. No pasó mucho tiempo antes de que él abriera la puerta. Se sentó frente a mí en el taburete que siempre utilizaba. No obstante que yo miraba mis manos fuertemente apretadas, pude sentir que él me estaba mirando. Al fin, enfrenté su mirada.
—No es buena idea ser el doctor de la propia familia —me dijo—, pero creo que tendré que hacerlo contigo en este momento…
Se concentró en mí como si quisiera ver mi interior.
—… Veamos. Te sientes como un extraño en tu propio cuerpo. Como si no funcionara como siempre lo ha hecho. Estás un poco lento. Crees que nadie es como tú. Piensas que yo vivo en una tierra aburrida. Piensas que soy demasiado duro contigo y te preguntas por qué perteneces a una familia tan torpe como la nuestra.
Yo estaba sorprendido. No comprendía cómo podía conocer mis pensamientos nocturnos más traicioneros. Continuó:
—El asunto es este, tu cuerpo está cambiando. Tienes muchas más hormonas masculinas en tu sangre. Además, hijo, déjame que te diga algo: no hay ningún hombre adulto en este mundo que pueda controlar lo que eso te hace cuando tienes catorce años. Pero tienes que aprender a sobrellevarlo. Es lo que está haciendo que te crezcan los músculos y el vello, y hace que tu voz cambie. Hará que seas un hombre maduro antes de lo que te imaginas. Al menos, que luzcas como tal. Ser uno es otra cosa. En este momento piensas que no puedes. En este momento piensas que eres un joven incomprendido.
Él tenía razón. En los últimos meses había empezado a pensar que nadie sabía realmente nada de mí. Me sentía irritable, intranquilo y triste sin motivo aparente. Como era algo de lo que no podía hablar, empecé a sentirme muy aislado. Ya no era un niño y tampoco era un hombre. Sentía que estaba en medio de ninguna parte.
—Así que —continuó mi papá después de un rato—, una de las cosas que te ayudarán es el trabajo. Trabajo pesado.
Tan pronto como dijo esto, sospeché que todo este asunto de ayudarme era una treta para que yo pasara el verano haciendo cosas por aquí y por allá. Pero no había forma de darle la vuelta a mi padre. Cuando él decía algo, ya estaba decidido. Así era con él.
Inicié el verano cavando hoyos a mano para los postes a lo largo de la pradera del norte, donde iba a estar la nueva cerca. Lo hice todas las mañanas, todos los días. Azoté la excavadora en la tierra hasta que me salieron gruesos callos en las manos. Pero, cierto día, cuando salía de darme un baño, observé que mis hombros parecían ser más grandes. Odiaba el trabajo, pero el enojo que sentía se desvaneció y, de alguna forma, me hizo sentir mejor.
Una mañana de sábado ayudé a mi padre a parchar el techo del granero. Trabajamos en silencio durante un largo rato. De repente, me miró a los ojos y, como si leyera mis pensamientos, me dijo:
—¿Sabes?, no estás solo.
Levanté la vista para mirarlo, estaba en cuclillas cerca de mí con una cubeta de brea en la mano. Y continuó:
—Piensa en esto. Si trazaras una línea desde tus pies, bajando por el granero hacia la tierra, y siguieras en cualquier dirección que quisieras, la línea tocaría a todos los seres vivientes que existen en el mundo. Eso es lo que hace la tierra. Nos conecta a todos. Cualquier ser vivo. Nunca estás solo. Nadie lo está.
Empecé a debatir con esa idea en mi mente, pero el concepto de estar conectado con toda forma de vida que existiera sobre la tierra me hacía sentir tan bien que dejé de cuestionarme y no dije nada.
Poco a poco, ese verano empecé a poner mayor atención para que mis tareas estuvieran mejor hechas. Comencé a interesarme en la granja y, de manera paulatina, empecé a sentir que, de alguna forma, podría salir adelante de esta desagradable temporada. Mi cuerpo se hizo más grande, me salió vello en el rostro y en todo el cuerpo, y mis pies crecieron un número completo. Tal vez había esperanza.
Cerca del final de aquel verano, bajé a la laguna para sentarme en mi árbol. Era una especie de última visita al mundo de mi infancia.
Pero ya no cupe en la bifurcación del árbol y tuve que subirme casi tres metros para tener espacio suficiente para mi cuerpo. Conforme me estiraba, pude sentir que el tronco en que se apoyaban mis pies era débil. Con facilidad podía separarlo con mis piernas. Empecé a empujar con más fuerza hasta que, finalmente, el tronco cedió y calló lentamente hacia la tierra, levantando el polvo de entre la hierba. Entonces regresé al granero, tomé la sierra de motor y corté mi árbol para utilizarlo como leña.
El día que terminé el trabajo en la cerca de mi padre, lo vi sentado sobre una roca de granito que había en la parte sur del pastizal. Tenía los codos sobre las rodillas, con las manos entrelazadas. Lo que quedaba de su viejo sombrero estaba echado hacia atrás de la cabeza. Al irme acercando a él, supe que estaba pensando.
Me senté a su lado sobre la roca plana.
—¿Estás pensando en cuánto tiempo va a aguantar el pastizal sin que caiga algo de lluvia?
—Sí —me dijo—. ¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
—Otra semana. Sin problema.
El volteó y me miró profundamente a los ojos, en la forma en que lo hacía cuando quería estar seguro de que entendía el motivo verdadero de lo que se le estaba preguntando. Por supuesto que yo no hablaba en realidad sobre el estado del pastizal, me interesaba más saber si mi opinión le importaba. Después de lo que me pareció un lapso muy largo me dijo:
—Puede ser. Tal vez tengas razón.
Después añadió:
—Hiciste un buen trabajo en nuestra cerca. Un trabajo de primera. De primera.
—Gracias —le dije.
Casi me abrumó la intensidad de su aprobación. Sonreí con la que estoy seguro fue la mayor sonrisa de mi vida.
—¿Sabes? —me dijo—, te vas a convertir en todo un hombre. Pero, el hecho de que madures no quiere decir que tienes que olvidar todo lo que te gustaba cuando eras un niño.
Sabía que él estaba pensando en por qué había cortado mi árbol. Miré su rostro lleno de líneas. Ahora me parecía mucho mayor. Buscó en el bolsillo de su chamarra y sacó un trozo de madera. Era como del tamaño de un mazo de naipes.
—Esto lo hice para ti —me dijo.
Me dio un trozo de duramen del abedul del río. Le había dado forma y había tallado una de sus caras para que en la superficie se viera el árbol del que provenía: alto, robusto y sin hojas. Debajo había grabado las palabras “Nuestro árbol.” Y fue la primera vez que me sentí verdaderamente bien con esas palabras.
Aquella tarde de septiembre, cuando abandonaba el campo de juego, después de que los Marlins perdieron la oportunidad de ganar un juego decisivo frente a los aficionados de casa, vi al hombre y al muchacho que habían estado sentados frente a mí en las gradas. Caminaban hacia el estacionamiento entre la ruidosa multitud. El brazo del hombre se apoyó unos momentos sobre el hombro de su hijo. Se veían relajados, cómodos el uno con el otro, con sus problemas inmediatos resueltos.
Me pregunté cómo habrían hecho las paces ese día. Pero, cualquiera que haya sido la forma, lo hicieron en la manera correcta, eso me pareció, y valía la pena reconocerlo. Así que, al pasar cerca de ellos, toqué la visera de mi gorra como un pequeño tributo personal, tanto a su presente como a mis propios recuerdos.
W. W. Meade