El puente entre los versos
Las cosas no cambian. Nosotros cambiamos.
Henry David Thoreau
Mi hermano es el chico con los grandes ojos negros. Tiene un aura que lo rodea y que lo hace parecer nervioso y extraño. Mi hermano es diferente. No entiende cuando alguien cuenta un chiste. Le lleva mucho tiempo aprender las cosas básicas. Con frecuencia ríe sin motivo.
Él era bastante normal hasta primer año. Ahí fue cuando su maestra se quejó de que se reía en clase. Como castigo, lo hizo sentarse en el pasillo. Pasó todo el tiempo sentado sobre la losa imitación mosaico afuera del salón. El siguiente año le hicieron un examen en el que resultó que necesitaba estar en un grupo de educación especial.
Con el paso del tiempo empecé a sentirme incómoda con mi hermano. La gente se quedaba viéndonos cuando caminaba con él. No es que tuviera algo mal físicamente; es simplemente que algo irradia de él que llama la atención. Algunas veces yo apretaba los dientes con fuerza por el coraje, y deseaba que fuera como las demás personas, deseaba que fuera normal.
Me quedaba viéndolo hasta hacerlo sentirse incómodo. Cada vez que sus ojos, vidriosos y muy brillantes, se encontraban con los míos le decía en voz alta: “¿Qué?.” Él volteaba su cara rápidamente y murmuraba: “Nada.” Rara vez lo llamaba por su nombre.
Mis amigas me decían que era mala con él. Las ignoraba pensando que ellas también eran horribles con sus hermanos. No tomaba en cuenta que sus hermanos y hermanas podían desquitarse. Algunas veces podía ser amable con mi hermano sólo porque ellas estaban cerca, pero volvía a ser mala en cuanto se alejaban.
Mi crueldad y vergüenza continuaron hasta un día del verano pasado. Era día festivo, pero mis papás estaban trabajando. Yo tenía una cita con el ortodoncista y debía llevar a mi hermano. El clima era caluroso como suele ser una tarde de julio. Como la primavera ya había pasado, no se sentía esa sensación de frescura ni de humedad en el aire, sólo la vacía sensación del verano. Tuve el impulso de empezar a hablar con él cuando caminábamos por la acera.
Le pregunté cómo la pasaba este verano, cuál era su marca favorita de autos, qué pensaba hacer en el futuro. Sus respuestas fueron bastante aburridas, pero yo no estaba aburrida. Resulta ser que tengo un hermano que adora los Cadillacs, que quiere ser hombre de negocios o ingeniero, y que le encanta escuchar lo que él llama música “rap” (el ejemplo que me dio fue Aerosmith). Mi hermano tiene también una sonrisa inocente que puede iluminar una habitación o, incluso, un día soleado. Tengo un hermano que es ambicioso, amable, amistoso, abierto y comunicativo.
La conversación que tuvimos ese día fue especial. Fue un nuevo comienzo para mí.
Una semana después íbamos en un viaje familiar a Boston, yo iba sentada en la parte trasera de nuestra camioneta leyendo la novela Ira de Stephen King, mientras que mi papá y mi hermano estaban platicando en la parte delantera. Algunas de sus palabras atrajeron mi atención y me puse a escuchar su conversación mientras simulaba estar absorta en mi libro. Mi hermano dijo:
—La semana pasada fuimos caminando a la parada del autobús. Tuvimos una buena plática y ella fue amable conmigo.
Fue todo lo que él dijo. Unas palabras tan simples como sinceras. Él no me detestaba. Simplemente aceptó que finalmente me volviera la hermana que debí haber sido desde el principio. Cerré el libro y vi la contraportada. El rostro del autor se veía nublado y comprendí que yo estaba llorando.
No puedo fingir que ya todo es perfecto y maravilloso. Como los cambios en los episodios de Los años maravillosos, nada es perfecto y nada es permanente. Lo que sí puedo decir es que ya no miro con enojo a mi hermano. Camino con él en público. Lo ayudo a usar la computadora. Lo llamo por su nombre. Pero lo mejor de todo es que seguimos teniendo conversaciones. Conversaciones aburridas, en el buen sentido.
Shashi Bhat