Cambio de papel
Un viernes por la noche yo acababa de regresar de escalar una de las Rocas Rojas de Sedona. La noche era fría, la luna ya estaba en lo alto y lo que yo deseaba era llegar para meterme en mi tibia cama. Mi asesora de la facultad, Bunny, se acercó a mí cuando yo cruzaba los arcos que flanquean la puerta de mi dormitorio, me llevó a su casa y ahí me informó que mi madre había sufrido un terrible accidente automovilístico y que la habían llevado a la unidad de cuidado intensivo de un hospital cercano, que su estado era crítico.
Cuando llegué al hospital mi abuela me jaló a un lado y me dijo que, sin importar qué hiciera, no debía llorar frente a mi madre.
Una enfermera abrió la puerta que llevaba a un amplio salón con máquinas alrededor. Un fuerte olor a medicina hizo que mi estómago, ya trastornado, sintiera náuseas. La habitación de mi madre estaba junto al cuarto de enfermeras. Al entrar en el cuarto, la vi recostada de lado, con su delgada espalda hacia mí y con una mullida almohada entre sus piernas vendadas. Se esforzó por voltearse, pero no pudo. Caminé con cuidado para acercarme lentamente hasta el otro lado de la cama y con voz calmada e intentando sofocar mi necesidad de llorar, le dije:
—Hola.
El cadavérico estado de su cuerpo me aturdió. Su rostro, hinchado, parecía haber sido inflado y pateado como un balón de futbol; sus ojos estaban rodeados por unos grandes círculos oscuros y tenía unos tubos conectados a la garganta y los brazos.
Intenté guardar la compostura mientras sostenía con suavidad las hinchadas manos de mi madre. Ella me miraba y giraba los ojos hacia atrás mientras golpeaba la cama con su mano. Intentaba decirme todo el dolor que sentía. Yo volteé la cara para que no viera las lágrimas que rodaron por mis mejillas. Finalmente tuve que dejarla por un momento porque ya no pude contener por más tiempo mi angustia. Ahí fue cuando sentí un impacto al comprender que podía perder a mi madre.
Estuve a su lado durante todo el día, en algún momento los médicos le quitaron el respirador de la garganta durante un rato. Ella pudo murmurar algunas palabras, pero no supe qué responderle. Yo tenía ganas de gritar, pero sabía que no debía hacerlo. Me fui a casa y estuve llorando hasta quedarme dormida.
Mi vida cambió por completo desde esa noche. Hasta ese momento yo tenía el lujo de no ser más que una chica, y sólo tenía que preocuparme de mis exagerados melodramas de adolescente. Mi concepto de lo que era una crisis varió para siempre. El sentido de las prioridades en mi vida cambió en forma drástica mientras ella luchaba, primero, por conservar la vida y, después, por volver a aprender a caminar. Mi madre me necesitaba. Los problemas y preocupaciones de mi vida cotidiana en la escuela, que antes creía muy importantes, ahora me parecían insignificantes. Mi madre y yo tuvimos que luchar juntas contra la muerte, y la vida adquirió un nuevo significado para ambas.
Después de una semana de aferrarse a la vida en la sala de cuidado intensivo, la condición de mi madre mejoró lo suficiente para que pudieran retirarla del respirador y trasladarla a una habitación normal. Por fin estaba fuera de peligro, pero, como sus piernas se habían aplastado, existía la duda de que pudiera caminar de nuevo. Yo me sentía agradecida de que estuviera con vida. Durante los siguientes dos meses visité a mi madre en el hospital tan seguido como pude. Finalmente, se instaló una especie de cuarto de hospital en la estancia y, para mi felicidad y alivio, le permitieron ir a casa.
El regreso de mi madre a casa fue una bendición para todos nosotros, pero para mí significó algunas responsabilidades que antes no tenía. Había una enfermera que le hacía visitas, pero yo la cuidaba la mayor parte del tiempo. Le daba sus alimentos, la bañaba y, con el tiempo, cuando ya pudo levantarse, la ayudaba a ir al baño. Me impresionó que yo estaba haciendo el papel de madre de mi mamá. No siempre era divertido, pero me sentía bien de poder estar ahí cuando ella me necesitaba. La parte difícil para mí fue estar siempre animosa y ayudarla a conservar el optimismo cuando se sentía frustrada por el dolor y por su incapacidad de hacer las cosas más simples. Siempre tenía una sonrisa en mi rostro cuando, en realidad, estaba conteniendo las lágrimas que brotaban de mi corazón.
La confianza que mi madre tenía en mí cambió nuestra relación madre-hija, que en el pasado había sido un poco más tensa de lo normal. El accidente nos obligó a tener un nuevo vínculo de interdependencia. Para recuperar a mi madre yo tenía que ayudarla a recobrar la fuerza y la habilidad necesarias para que pudiera volver a tener una vida independiente. Ella tuvo que aprender a aceptar mi ayuda así como el hecho de que yo ya no era una niña. Nos hicimos amigas íntimas. Realmente nos escuchábamos la una a la otra y en verdad disfrutábamos de nuestra compañía.
Ya han pasado dos años desde el accidente de mi madre. Aunque ha sido devastador ver a mi madre padecer el dolor físico y las emociones de las que aún no se libera por completo, yo he madurado más en este tiempo que en todos los años anteriores. Representar una figura materna para mi propia madre me he enseñado mucho sobre la paternidad: las preocupaciones, el sentido de protección y, sobre todo, la dulzura de un amor y una devoción incondicional.
Adi Amar