Amor y pertenencia

Al descender los escalones del edificio de psicología, veo a mi amigo Walter y a su novia Anna. Walt y yo nos conocemos de casi toda la vida. Crecimos siendo vecinos en casas aledañas, y peleamos y jugamos durante nuestro paso por la escuela primaria, la adolescencia, la secundaria y la preparatoria. Nuestros padres han sido muy buenos amigos, y la vida, hasta hace algo así como un año, parecía algo simple, segura.

Pero, ahora, mientras yo me enfrento al divorcio de mis padres, el mundo de Walter permanece intacto: sus padres siguen juntos y aún viven en la misma casa en la que él pasó su infancia. Ahora, mi mamá vive sola en nuestra casa, mientras que papá vive como recién casado con su segunda esposa en un departamento del otro lado del pueblo. Siento que el estómago se me retuerce cuando pienso en eso, y me incomoda un poco cuando Walter rodea con su brazo a Anna.

—Oye, Jesse —me dice al verme con un cierto gesto de autoconciencia—. ¿Cómo estuvo el examen?

—Ah, bien, yo creo.

Me gustaría que Anna desapareciera. La aparente felicidad de Walter me irrita y, de pronto, me siento muy cansado.

—Y tú, ¿qué tal? —No me importa si parezco descortés al ignorar a Anna.

—Bien —dice Walter mientras abraza a Anna con más fuerza—, vamos a buscar algunos discos compactos en la tienda nueva que está más adelante. ¿Vienes con nosotros?

—No, creo que dormiré una siesta antes de la siguiente clase.

Anna interviene.

—¿Cómo has estado, Jesse?

Puedo sentir compasión en sus ojos y la odio.

—Estoy bien, muy bien. La vida no podría ser mejor.

—Y… —ella se esfuerza por saber qué añadir. Descubro que disfruto su obvia incomodidad— lamento que no puedas venir con nosotros.

Pero percibo un alivio en su voz mientras lo dice. Walter toma la mano de Anna y juntos cruzan la calle.

¿Por qué tienen que verse tan felices y seguros de sí mismos? No tienen ni la menor idea de lo que pasa en el mundo real.

Me volteo, camino por la acera y cruzo la plaza. Tal vez sea verdad lo que dice el entrenador Carter, que tengo las antenas más receptivas estos días. Parece como si todas las parejas me recordaran el fracaso de mi familia.

—¿Cómo pudo pasarle esto a mi familia, señor Carter? ¿Por qué no me di cuenta de que algo estaba pasando? ¡Tal vez hubiera podido hacer algo!

En ese momento Carter tomó un pisapapeles de cristal del escritorio y me lo aventó. Yo lo caché por puro reflejo.

—¿Por qué lo hizo? —le pregunté entre serio y enojado.

Él miró alrededor de la habitación y dijo:

—Sabías que debías tener cuidado con ese pisapapeles, ¿verdad, Jesse?

—Claro. Se puede romper —y lo regresé al escritorio.

—Las personas cuidan las cosas que parecen frágiles. Piénsalo. Cuando compras una casa, no esperas que ella misma se dé mantenimiento. O si compras un auto, tienes cuidado de hacer cosas como cambiarle el aceite cada determinados kilómetros y le cambias las llantas cuando ya están gastadas.

“Jesse, son muchas las cosas en la vida con las que se debe tener cuidado, no perderlas de vista, nutrirlas. A veces somos más cuidadosos con un insignificante pisapapeles que con nuestras relaciones personales más cercanas.”

—¿Me quiere decir que a mamá y a papá no les interesaba su matrimonio? —escuché mi voz con un tono inusualmente alto y sentí que mis dedos se clavaban en las palmas de mis manos.

—No es que no les interesara, Jesse. Tal vez sólo pensaron que crecería y se cuidaría por sí mismo. Pero el matrimonio, así como todas las cosas, no florece en un ambiente de abandono. Nadie debe dar por hecho que una buena relación se mantendrá por sí sola.

—¿Pero qué debo hacer? Me pide que acepte todo lo que pasa: que mamá y papá se separen; que papá se case con alguien que ni conozco. Esa mujer no podría tomar el lugar de mamá. ¡Nunca!

—Lo que sugiero es que intentes aceptarlo —añadió amablemente Carter—, porque, en tu caso, es lo único que puedes hacer. No puedes cambiar a tus padres ni lo que pasa. Tampoco tienes que amar a tu madrastra como amas a tu madre, nadie espera que lo hagas. Pero, para que logres superar la situación y seas capaz de adaptarte a la nueva y más compleja relación de tus padres, así como a tus futuras relaciones con mujeres, tendrás que aprender a aceptar lo sucedido.

—¿Sabe qué? No entiendo cómo puede pedirme que haga eso. ¡No soporto verlos separados!

Mientras me levantaba para salir de su estudio, él me dijo:

—Sé que por ahora te sientes muy solo. Pero, créeme, te sorprendería saber cuántos jóvenes se han sentado en esta oficina y me han preguntado por qué tenía que haber un divorcio en su familia. Tal vez te ayude recordar que hay muchas personas que, como tú, se sienten lastimadas. Recuerda: este divorcio no es tu culpa. Nunca olvides eso.

Mientras camino por la acera, veo un autobús que va a la ciudad y que disminuye su marcha y se detiene en la esquina. Por impulso, me subo en él.

Le pago al chofer y empiezo a buscar un asiento.

Una pareja de ancianos está sentada en la parte posterior del autobús. Me siento junto a ellos.

Viajamos en silencio hacia la ciudad. Miro de reojo a la pareja y observo que están tomados de la mano. El anillo de bodas en el dedo de la anciana es de oro deslustrado y tiene un pequeño diamante en el centro del aro.

Observo que el anciano posa su mano izquierda sobre las de ella y noto que su anillo de bodas hace juego con el de ella. El de él también está rayado y desgastado por el tiempo.

Mientras permanecen sentados en un afable silencio, yo observo el parecido de sus aspectos. Ambos llevan anteojos, ambos tienen el cabello corto, totalmente blanco y tieso. Incluso llevan puesta una camisa de estilo similar: de algodón, blanca y de manga corta.

Ocasionalmente la mujer señala algo conforme viajamos por el camino, y el hombre inclina la cabeza en señal de aceptación. Me siento desconcertado, no obstante, me embarga una sensación de paz al estar junto a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que llegáramos al lugar en que descenderían del autobús. Una fila de casas blancas y cuidadas delineaba la tranquila calle lateral.

El anciano se levanta con lentitud y toma su bastón del asiento contiguo. Espera pacientemente a que su esposa se levante antes de empezar a caminar hacia el frente del autobús. La mujer se levanta con la misma lentitud y pone una chaqueta azul sobre sus delgados brazos, él la toma de la mano y, mientras giran para encaminarse hacia el frente, nuestras miradas se cruzan. No puedo dejarlos ir sin preguntarles:

—¿Cuánto tiempo llevan casados?

Él la mira con curiosidad. Ella sonríe con amabilidad y se encoge de hombros. Parece que no importa. Parece como si hace mucho tiempo que dejó de ser importante.

Finalmente, él dice con una voz áspera:

—No lo sé con certeza, muchos años —después añade—: la mayor parte de nuestras vidas.

Se alejan por el pasillo del autobús y desaparecen de mi vista.

Me recuesto en el asiento. Pasa un poco de tiempo antes de que note que la sensación fría y apretada del estómago ya no parece ser tan tensa. El rostro que veo reflejado en las ventanas del autobús me parece también un poco menos tenso.

Mientras observo los colores de los árboles que pasamos, mi mente regresa a la pareja de ancianos y, al final, me lleva a la imagen de mis padres. Poco a poco comprendo que he estado buscando respuestas cuando, tal vez, no tengo ni por qué hacer las preguntas. No tengo por qué padecer por ellos, ni por mí. No debo tener todas las respuestas sobre el amor y la vida y el porqué las cosas pasan en la forma en que algunas veces suceden. Es posible que nadie conozca dichas respuestas.

—Oye, amigo —me dice el chofer del autobús. Levanto la vista y descubro que soy el único pasajero. Ya estamos en la terminal—. Ya llegamos al final del trayecto. Puedes bajarte aquí o regresar.

Lo pienso por un minuto.

—¿Pasa cerca de la nueva tienda de discos que está cerca de la universidad?

—Sí, claro.

—Bueno, ahí me quedaré —le dije—. Ahí está alguien, un amigo, y necesito hablar con él.

T. J. Lacey