Mi momento más vergonzoso
[NOTA DE LA AUTORA PARA SUS PADRES: Lamento que se enteren de esto al mismo tiempo que todo el mundo. Nunca se lo dije a nadie.]
Estudiante con diploma de excelencia, jugadora en el equipo de tenis, presidenta del club de idiomas. Maestra adjunta en la escuela dominical, pianista acompañante del coro de swing. Aunque estos logros públicos en mis años de adolescente influyeron en mi vida en muchas formas, hubo una actividad en particular en la que participé y que tuvo un gran impacto en mí: miembro de la Pandilla Mostaza.
El otoño de 1977 llegó cuando yo me inscribía en la preparatoria de la escuela en la que había estado desde el jardín de niños. Mi expediente de estudios de los diez años anteriores podría resumirse con comentarios positivos como “calificaciones superiores al promedio”, “disfruta actividades extracurriculares” y “coopera con alumnos y maestros.” Sin suspensiones. Sin expulsiones. Básicamente, una estudiante modelo. Sin embargo, durante un periodo total de casi una hora, este comportamiento ejemplar pudo haber salido volando por la ventana (a la velocidad del sonido).
Una tarde de viernes, después de la escuela, tres de mis amigas de toda la vida —a quienes les corresponde una descripción bastante similar a la mía— fueron a buscarme. Una de ellas acababa de recibir su permiso para conducir y pensaban ir a un poblado cercano para celebrar. Ella me preguntó si quería acompañarlas (una pregunta cuya respuesta era obvia). La campanada final de la escuela de esa semana sonaba mientras nosotras nos subíamos al viejo Dodge Charger que ya estaba en el ocaso de su existencia. A pesar de su estado, tenía lleno el tanque de gasolina, así como la capacidad para transportarnos del punto A al punto B.
Minutos después de abandonar el estacionamiento de la escuela nos encontrábamos ya en la carretera despoblada. Al recordarlo ahora, esa carretera es bastante importante. No sólo separaba dos poblados, sino que también nos separaba a nosotras en el auto de las personas que nos conocían y de las que no. Nos sentimos más osadas.
Cuando la novedad de sólo pasear en auto dejó de serlo, alguien sugirió que sería divertido echar mostaza en los autos estacionados conforme pasábamos junto a ellos. (Reacción lógica de la autora veinte años después: ¿Qué?) Debe de haber seguido una aceptación general porque las cuatro terminamos formadas en la fila para pagar la botella de mostaza que finalmente compramos.
Al subir al auto cada uno de nuestros rostros se veía como si no pudiéramos creer lo que estábamos haciendo. Era imposible. Cuatro chicas, cuatro estudiantes ejemplares. Parecía como si quisiéramos recuperar el tiempo perdido.
Decidimos que la persona que estuviera sentada junto al conductor sería la Vertedora Oficial, mientras que las demás serían responsables de seleccionar el objetivo que se acercaba. Como yo me estaba acomodando, cobardemente, en una esquina del asiento trasero, me pareció una excelente idea. Pensé que me sentiría menos culpable si no tocaba la botella de mostaza. Así no me sentiría enganchada al problema. Un nervioso respiro de alivio escapaba de mí hasta que alguien dijo: “Nos detenemos cada dos calles para cambiar asientos y que sea parejo.” Enganchada de nuevo.
En el auto quedó demostrado que es más fácil “decir” que “hacer” cuando las dos primeras chicas tuvieron su turno en el asiento del copiloto y se acobardaron en el último segundo, gimoteando:
—¡No puedo hacerlo! ¡No puedo!
Antes de darme cuenta, el auto se había detenido y era mi turno para estar en el asiento junto a la conductora. Yo tocaba nerviosamente los lados de la botella con mis sudorosas palmas cuando me señalaron el objetivo: en voz alta y exigiendo valor. El ataque debía perpetrarse contra un pequeño Volkswagen rojo que estaba al frente y que se acercaba con rapidez.
—¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo! —coreaban mis compañeras… Y casi lo hice. Pero, al igual que con las chicas anteriores, el nerviosismo se apoderó de mí y pronto dejamos atrás el automóvil elegido, dejándolo de un color rojo tan inmaculado como estaba cuando lo vimos por primera vez.
Como la conductora no podía cambiarse al asiento de la artillera, nos encaminamos a casa, suponíamos que la travesura había terminado. Justo cuando estábamos cerca de la carretera, pasamos junto a dos chicas que trotaban, con sus manos moviéndose arriba y abajo frente a ellas. Aún sedientas de problemas, le dimos otra interpretación a sus inocentes actos.
—¡Miren! ¡Nos hicieron una seña con la mano!
Por supuesto, si nos habían insultado innecesariamente, ellas tendrían que pagar su error. Tan simple como eso.
Poco después ellas llegaron trotando al estacionamiento de un centro comercial… y nosotras íbamos justo detrás de ellas. Saltamos del auto y corrimos hacia nuestras despreocupadas presas gritando: “¡Sobre ellas!” Y lo hicimos. Bueno, yo lo hice. Después de todo, sólo había una botella de mostaza y era mi turno. Ellas sólo se quedaron ahí, en total silencio.
El oído debe haber sido el último de mis sentidos en fallar porque, junto con el sonido de la puerta que se cerraba, escuché las palabras que provenían de una de las desconocidas cubiertas de mostaza:
—¡Eso no fue gracioso, Rochelle!
Palabras claras. Resonantes y repetitivas. Rochelle. Rochelle. Rochelle. No sólo había dejado atrás a dos personas cubiertas de mostaza en un estacionamiento, sino que cuando menos una de ellas no era una desconocida.
Aunque no reconocimos físicamente a ninguna de las víctimas, no teníamos ninguna duda de que la voz que habíamos escuchado nos parecía familiar. ¿Pero de quién era la voz? Los minutos más largos de mi vida siguieron hasta que lo deduje:
—¡La señorita Greatens, MI NUEVA MAESTRA DE MECANO-GRAFÍA!
A la señorita Greatens, recién egresada de la universidad, le habían encargado causar una fuerte impresión profesional ante a los estudiantes de la clase de administración que ella impartía. Llevaba siempre el cabello recogido en la parte alta de la cabeza, unos anteojos grandes le cubrían los ojos y un traje sastre muy formal era su atuendo usual. Pero afuera de su ambiente de trabajo cambiaba por completo, era irreconocible. Su cabello parecía haber crecido treinta o cuarenta centímetros (desde que me dio clase esa misma tarde), se había encogido cinco centímetros (al quitarse los zapatos de tacón alto), unos lentes de contacto reemplazaban sus anteojos, y a su traje sastre lo sustituía ahora un conjunto deportivo. Así ya no parecía la señorita Greatens; era más bien como… ¡como nosotras!
Evaluación de la situación: TENEMOS UN PROBLEMA. El Dodge Charger regresó de inmediato a la cacería en el estacionamiento, pero las corredoras ya no estaban a la vista. Nos abocamos al plan B. En el directorio de una caseta telefónica podríamos encontrar su dirección. Lo logramos. Ella vivía justo detrás del centro comercial en un conjunto habitacional.
No nos imaginábamos que la señorita Greatens también hacía sus propias investigaciones telefónicas mientras nosotras intentábamos localizarla. Primero llamó a la casa del director de la escuela, después llamó a mis padres. (Cuando me enteré, supe que mi vida había terminado.) Sin embargo, ella colgó el teléfono casi de inmediato, antes de que tomaran la llamada, había decidido hablar primero con nosotras.
Y ahí estábamos.
La señorita Greatens abrió la puerta con gracia, estaba frente a nosotras con la ropa manchada de mostaza y las mejillas sucias por las lágrimas, esperando escuchar cuál sería la posible explicación que justificara su dolor. No había explicación posible. Absolutamente ninguna. Lo que habíamos hecho no tenía excusa ni nombre. Nuestras conciencias lo dejaron bien claro cuando derramaron un mar de lágrimas y remordimiento que superaban las suyas.
Entonces pasó algo de verdad extraordinario: nos perdonó. Totalmente. Justo ahí en su casa. Ella podía haber hablado con los padres de nosotras cuatro; pero no lo hizo. Podía haberse puesto en contacto con las autoridades de la escuela para solicitar un escarmiento severo; pero no lo hizo; y podía haber mantenido nuestros actos como una espada que pendiera sobre nosotras durante mucho tiempo; pero no lo hizo.
¿Volveríamos a hacer algo como eso otra vez? NUNCA JAMÁS. Verán, esa es la gran fuerza del perdón.
Rochelle M. Pennington