El poder de una sonrisa
Hay mucho en el mundo en lo que podemos interesarnos.
Laura Dern
Casi no podía controlar la sensación de nerviosismo que sentía dentro de mí mientras esperaba tensamente en la pequeña y sencilla habitación de la Casa Portland Blanchet. Era la primera vez que yo acompañaba al grupo juvenil de la iglesia para ayudar a alimentar a los desamparados, y me había tocado el trabajo más difícil de todos. Diecinueve mesas acomodadas en hileras abarrotaban la habitación, y mi trabajo era permanecer en el centro, donde podía ver todas las mesas, e invitar a las personas que iban llegando para que pasaran a los asientos conforme se desocupaban.
Me sentía emocionada y ansiosa de poder hacer algo práctico para ayudar a las personas de la comunidad, pero también sentía curiosidad y estaba muy nerviosa. ¿Cómo serían estas personas? Sabía que estaba haciendo algo positivo y que podría aprender mucho al realizar ese trabajo, pero, junto con ese entusiasmo ávido de ampliar mi perspectiva, sentía también en mi interior la voz de una joven chica suburbana y sobreprotegida que me instaba a esconderme.
Pero ya no podía dar marcha atrás: el momento había llegado. La gente empezó a caminar con lentitud hacia el interior, casi parecía una hilera de bultos y paquetes. Trozos de piel, azules o rojos, casi congelados, se apreciaban bajo bufandas y abrigos rotos, ojos tristes y apagados escudriñaban la habitación con un aire de desconcierto.
Las personas mayores, a las que siempre se les servía primero, ocuparon rápidamente los asientos más alejados de la multitud que entraba por la puerta. De inmediato tomaron las bolsas de plástico que se les obsequiaban y empezaron a llenarlas con alimentos que podían guardarse, como galletas y panecillos. Yo observaba con una especie de temor inocente y buscaba una respuesta en sus rostros mientras me preguntaba qué los habría llevado a vivir de esa forma, tratando de imaginarme cómo sería vivir en las calles de la ciudad las veinticuatro horas del día.
Me sentía inquieta, en ese momento no tenía casi nada que hacer, excepto esperar a que la primera ronda de personas terminara sus alimentos, por lo que me concentré en lo que me había aconsejado el director de la casa: “Muchas de las personas que llegan aquí lo hacen tanto por ver una cara amigable como para recibir alimentos, así que no tengas miedo de sonreír.”
Eso era algo que sí podía hacer. Sonreí en la forma más sincera y cálida que pude, crucé mi mirada con cuantas personas me fue posible y, aunque fueron pocos los rostros que respondieron con otra sonrisa, yo me sentí bien al hacerlo.
Un anciano con mechones despeinados de cabello blanco no dejaba de mirarme con una expresión de insistente curiosidad. Unos ojos de un vago color azul-gris brillaban en medio de su rostro arrugado con textura de papel de lija y con una insinuada sonrisa de inocencia infantil que casi intentaba ocultarse. Me sentí totalmente conmovida por su evidente placer de alternar una cucharada de helado y una mirada a mi rostro. Me inquieté sólo un poco cuando él me hizo una seña para que me acercara. Su forma de hablar era pastosa y amable, y me pareció ligeramente senil. Lo veía como un abuelo y no me sentí amenazada cuando él acercó su mano de piel áspera para tomar la mía.
—Solamente quisiera preguntarle algo —murmuró dulcemente—, ¿cuánto le debo por su sonrisa?
Casi reí desconcertada y le respondí
—Nada.
Y aquella sonrisa añeja se hizo más amplia y sorprendida.
—Bueno, en ese caso, ¿podría obsequiarme otra?
Satisfice su petición junto con un inevitable rubor en mi rostro. Me dijo que él estaría bien mientras pudiera recordar esa sonrisa.
Yo pensé: “Y yo también.” En ocasiones eso es todo lo que se necesita.
Susan Record
Enviado por Mac Markstaller