¿Cuánto cuesta?
Los seis adolescentes se hundieron en sus asientos en el salón de asesoría. Hoy no había nada de los usuales intercambios amistosos de empujones y bromas. Yo sabía que ellos no deseaban estar en la escuela esta semana, así como yo, su consejera, tampoco deseaba hacerlo.
Ellos habían recibido consejo, apoyo, comprensión y pláticas durante tres días. Sacerdotes y psicólogos habían venido a la escuela en un momento en que parecía que el mundo de los chicos había terminado. Y en verdad había terminado para cuatro de sus compañeros, quienes habían fallecido en un accidente automovilístico al regresar a sus casas después de una fiesta campestre en la que celebraban su graduación.
¿Qué podría decirles? Solamente que ellos seis podrían seguir con sus vidas, afrontando una tragedia como esa: una que no tenía que haber sucedido.
Buscaba en mi mente las palabras que llenaran ese silencio. Finalmente, les dije:
—Recuerdo un día en que tenía más o menos su edad, y vi en el escaparate de una tienda una chamarra Levi’s y un pantalón de montar. Como yo iba a competir en un rodeo femenino el mes siguiente, se me hizo fácil creer que no podría sobrevivir sin tener ese atuendo. Entré a la tienda, busqué las prendas de mi talla y las compré sin siquiera preguntar cuánto costaban. Casi me dio un ataque cardiaco cuando el empleado me dijo el precio. Tenía que invertir lo que había ahorrado en las mesadas de toda mi vida. En realidad, tuve que ir a casa para vaciar mi alcancía y después regresar a la tienda para recoger lo que había comprado.
En ese momento de mi relato hice una pausa suficientemente larga como para percatarme de que los miembros del grupo me observaban con dudas en sus rostros. Después de todo, ¿qué tenía que ver un estúpido atuendo de rodeo con su tristeza?
Así que continué con mi relato:
—¿El traje de montar valía realmente todo ese dinero? No, de ningún modo, y lo confirmé durante los meses siguientes cuando tuve que aguantarme sin muchas cosas que necesitaba o deseaba, incluyendo un anillo de graduación.
Los chicos no dejaban de observarme con una expresión de “¿y eso qué?”
—Aprendí de esa experiencia —les dije finalmente—. Aprendí a preguntar “¿cuánto cuesta?” antes de comprar. En los años siguientes he aprendido que también es buena idea ver la etiqueta con el precio en lo referente a las acciones.
Les relaté sobre la ocasión en que salí a una excursión con mis amigos sin decirle a mis padres dónde estaríamos. El precio fue muy alto. Mis compañeros de excursión y yo nos perdimos, y pasaron muchas horas llenas de terror antes de que encontráramos el camino de regreso al pueblo para afrontar a nuestros frenéticos padres y el drástico castigo que nos tenían deparado.
Había llegado el turno de que los chicos hablaran, y lo hicieron, relatando algunas de las veces en que sus malas decisiones no habían valido el precio de las consecuencias.
En ese momento les recordé a los estudiantes que había sido demasiado alto el precio que pagaron sus amigos por celebrar su graduación. Hice mención a la frecuencia con que se presentan las tragedias entre adolescentes, muchas veces provocadas por el alcohol y otras drogas. Después les leí partes de un editorial sobre un accidente que había ocurrido meses antes. El artículo fue escrito por el jefe de policía del pueblo:
Ese día se reunieron cerca de mil personas: todos sentados frente a un pulido ataúd con la parte superior cubierta de flores y una chamarra escolar con las siglas de la escuela. Jason era presidente de grupo —ese año terminaba sus estudios—, un atleta destacado, amigo querido de cientos de compañeros, hijo único de padres exitosos; pero, una hermosa tarde de domingo, cerca del centro del pueblo, se incrustó con su auto en la parte lateral de un veloz tren de carga y murió en forma instantánea. Tenía dieciocho años. Había bebido demasiado.
Uno nunca puede acostumbrarse ni olvidar el horror en los rostros de los padres cuando se les informa la mala noticia de que sus hijos se han ido para siempre de este planeta.
Sabemos que habrá tanto padres como jóvenes a quienes no les guste nuestra rigurosa postura. Que se presentarán agresiones verbales y hasta físicas contra los oficiales. Que algunos padres se quejarán de nuestros esfuerzos para hacer respetar las leyes que impiden que los menores de edad consuman bebidas alcohólicas. Pero es mucho más sencillo poder vivir con todo eso que teniendo que informar a los padres que su hijo o hija ha muerto en un accidente.
Cuatro de los seis estudiantes lloraban cuando terminé de leer el editorial. Lloraban por Jason, por sus compañeros de clase y por sus familias; lloraban por su propia pérdida.
Después hablamos sobre los cuatro amigos que ellos acababan de perder.
—¿Puede sacarse algo positivo de esta tragedia? —les pregunté—. ¿O permitiremos que simplemente termine como una película triste?
Fue Mindy, la más tímida del grupo, la que sugirió con voz trémula:
—Tal vez podríamos decir una oración o algo así.
En otras circunstancias, sería muy probable que los tres chicos ridiculizaran la propuesta, pero este día era diferente.
—¡Oye! —dijo Jonathan—. No es mala idea.
—O algo como imaginar que tienen un precio las cosas que los adultos no quieren que hagamos y nosotros deberemos decidir si estamos dispuestos a pagarlo —añadió Laurel.
Paul intervino:
—El problema con eso es que no podemos estar seguros de cuál será el precio. Es posible que no pase nada malo aun si decidimos hacerlo.
—Ese es el punto —admití—. Supongamos que en lugar de preguntarnos ¿cuánto costará?, nos preguntamos ¿cuánto podría costar? Así, al menos pensaríamos en las posibles consecuencias.
—Me gusta eso —dijo Kent.
Hace una semana estos chicos habrían ignorado tales sugerencias; pero, ahora, bueno, ahora ellos son muy diferentes a lo que eran la semana pasada.
Margaret Hill