4. EL FINAL DEL TORNEO: EL PARAGONE ENTRE PINTURA Y FOTOGRAFÍA

 

 

 

El arte pictórico ha muerto, pues esto es la vida misma, o algo incluso más elevado.

 

CHRISTIAN HUYGENS, al mirar

por una camera obscura en 1622

 

El paragone —voz italiana que significa «comparación»— se utilizó en el Renacimiento para proclamar la superioridad de una de las artes sobre las demás. Leonardo, por ejemplo, elaboró un paragone entre la pintura y otras artes, como la poesía, la música, la escultura y la arquitectura. El resultado fue que la pintura mostraba su supremacía ante todas los demás. El objetivo de este ejercicio era mejorar las circunstancias sociales y materiales de pintores como él mismo. En cierto modo, la pintura era el arte dominante en Nueva York cuando florecieron los expresionistas abstractos, y aunque no conozco que en su lugar de reunión habitual, el Cedar Bar, se diera ningún paragone —de pintores frente a escultores, por ejemplo—, existía cierto consenso innegable sobre que las mujeres no servían para la práctica de este arte. Las mujeres se tomaron esto muy a pecho, y cuando empezaron a estudiar arte de una manera seria, la pregunta era qué artes parecían adecuadas para su sexo. Ni que decir tiene que las mujeres y tal vez sus partidarios masculinos aborrecían la pintura, tanto que en los años setenta la escultura y la fotografía eran aceptables para las mujeres, y la pintura para los hombres, aunque para entonces la pintura había perdido el glamour que tuvo antes. Hoy, por supuesto, el arte no está claramente dividido, y es difícil imaginar que la instalación supere al collage, y que la performance supere a ambos. Pero en los siglos XIX y XX se dio un paragone bastante largo entre fotografía y pintura.

Nadie podría aseverar que haya sido el último paragone de la historia del arte, sobre todo cuando esa historia se entreteje con la historia de la política, pero sí difería del típico paragone en que los términos de la comparación eran dos formas de arte, pero sin embargo había una cierta resistencia algo persistente a clasificar la fotografía como arte. Esto parece haberse resuelto con bastante rapidez en Francia, donde las fotografías se exhibieron por primera vez en el Salón de 1857, junto con la pintura y la escultura —el daguerrotipo se había inventado en 1839— mientras que en Estados Unidos Alfred Stieglitz todavía se sentía rechazado como artista en 1917. No hay ningún registro de las fotografías que se rechazaron para la exposición de Artistas Independientes, celebrada en Nueva York en 1917, hoy famosa principalmente por haber rechazado el Orinal de Marcel Duchamp (véase Capítulo 1). La exposición se inspiraba en la Sociedad Francesa de Artistas Independientes, que tenía la política de carecer de jurados y no dar premios para prevenir sucesos como el del Salon des Refuses de 1863 y su exigente y feroz jurado. Así que en Estados Unidos todavía se discutía si la fotografía era o no una de las bellas artes cuando estalló la Primera Guerra Mundial y cuando Stieglitz cerró su galería. Creo que aquello que los filósofos consideraban discutible ya había sido resuelto por los museos de arte: en 1930 la Galería de Arte Albright-Knox de Búfalo, Nueva York, adquirió una colección de fotografías de Stieglitz y en 1940 el Museo de Arte Moderno proclamó su modernidad al crear un departamento de fotografía, comisariado por Edward Steichen. Sin embargo, incluso en fecha tan tardía como en 1958 William Kennick podía seguir sugiriendo a sus lectores que las fotografías eran en realidad un caso límite filosófico de obras de arte. Esto es, sin duda, porque el alcance de la fotografía va desde una instantánea de color amarillenta de tus tíos en su luna de miel en Cedar Point, a Cent.99 II, Diptychon de Andreas Gursky, que se vendió en Sotheby’s por 3.340.456 dólares en 2008. Así que tal vez dicha dificultad no se dio de inmediato en Francia, pues la fotografía en cuestión habría sido uno de los primeros daguerrotipos, probablemente más caro que el típico retrato en miniatura pintado a mano por algún artesano, aunque sobre marfil.

El paragone terminó de inmediato cuando, al tener noticia de la invención de Louis Daguerre, el pintor Paul Delaroche supuestamente certificó: «A partir de hoy, la pintura ha muerto». Nadie, hasta donde he podido saber, ha podido asegurar que Delaroche afirmara esto en realidad, y se desconoce cuáles fueron sus palabras exactas. Delaroche era un pintor histórico en un tiempo en que la pintura histórica todavía era considerada el género más prestigioso de la pintura por las diversas academias de arte. Además, su práctica apenas se podía ver amenazada por la fotografía, ya que la mayor parte de los eventos que él representaba habían tenido lugar en el pasado, y él estaba más interesado en contar una buena historia que en reproducir el pasado wie est eigentlich gewesen —«en la forma en que realmente tuvo lugar»—, por utilizar la famosa definición de Von Ranke. Así, en 1833 Delaroche representa la ejecución de Lady Jane Grey como algo que tuvo lugar en un calabozo, lo cual contradice de plano la verdad histórica. Esta apuesta por la pintura iba a ser central en el paragone entre pintura y fotografía desde 1839 hasta aproximadamente 1930, cuando terminó el paragone y a la fotografía se le concedió de mala gana la categoría de arte. Seguramente que Delaroche pensaba en lo irracional que puede resultar para un ser humano aprender a utilizar instrumentos como lápices y pinceles con los que crear imágenes del mundo cuando con un mero clic del obturador —algo para lo que no se requiere ninguna habilidad— podía hacerse un retrato o un paisaje que excediera en fidelidad realista lo que la mayoría de los artistas podía conseguir. Tal fue la actitud de William Henry Fox Talbot, el coinventor de la fotografía, que simplemente quería capturar recuerdos de sitios sin tenerlos que dibujar él mismo, por lo que inventó algo con lo que la naturaleza se retratara a sí misma, y de ahí la expresión «el lápiz de la naturaleza», que era como él llamaba a la fotografía. Es obvio que no todo consiste en pulsar el disparador. Un daguerrotipo es una placa metálica recubierta de partículas de haluro de plata depositadas por medio de vapor de yodo. Se proyecta una imagen, lo que establece un proceso químico, y dicha imagen queda fijada en unos segundos de exposición. Por otra parte, hay algo extraño en la forma en que una semejanza completa podía perfilarse en una placa de metal en un daguerrotipo. Esta técnica es mágica, en el sentido de que captura detalles invisibles a simple vista, a diferencia de la fotografía de Talbot Fox, que utiliza negativos de papel.

En este sentido, la superioridad de la cámara sobre el método de representación anterior de usar mano y ojos nos conecta con una tradición que había desaparecido en el Renacimiento, más o menos. En su obra maestra, Bild und Kult, Hans Belting expone con brillantez cómo era dicha tradición, en la que las personas no estaban interesadas en imágenes logradas por la mano de un artista, sino por intervención mística, como en el caso del Velo de Verónica, en el que el sudor de la cara de Cristo aparecía por transferencia mágica, al igual que como se creía sucedía en el caso de la Sábana Santa de Turín. Lo mismo sucedía también con el retrato de la Virgen que san Lucas —cuyas habilidades no estaban a la altura del encargo, como bien sabía la Virgen— se dispuso a pintar, por lo que ésta, a través de un milagro de ternura, permitió que su semejanza empezase a dibujarse sola en el panel, creando una imagen que por supuesto se le parecía en todo. Eso es lo que a mi entender san Lucas está demostrando en el maravilloso cuadro de Guercino: no es el cuadro en sí, sino algo que la Virgen ha provocado y que es tan real que en la pintura el ángel tiene la ilusión de hallarse ante algo tangible. La imagen está internamente relacionada con la Virgen, del modo en que lo haría una imagen especular. La Virgen está presente en la imagen, por lo que cuando uno está orando ante esa imagen, le reza directamente a la Virgen y, en consecuencia, existe la posibilidad de que sus deseos le puedan ser concedidos. Posiblemente el «retrato» es en sí una plegaria atendida a la oración de san Lucas. En cualquier caso, decir que uno habría pensado que estaba hecho con una cámara equivale, en efecto, a decir que parece como si la naturaleza lo hubiera pintado, como si el artista no hubiese tenido nada que ver con eso. Se necesita una gran habilidad para hacer que un cuadro parezca una fotografía.

Delaroche ayudó generosamente a lograr que a Daguerre le dieran una pensión del gobierno. (Por cierto, Daguerre pensaba que su verdadero logro era su otro invento, el diorama, y se dedicó a la fotografía sólo porque pensó que podría ayudar en la creación de mejores dioramas.) En 1839 Delaroche escribió una recomendación al gobierno en apoyo de Daguerre en la que afirmaba que «el proceso de Daguerre satisface completamente todas las exigencias del arte, llevando los principios esenciales del arte a una perfección tal que debe convertirse en un tema de observación y estudio incluso para los pintores más destacados». Con esto, podemos empezar a montar el paragone, que consistía en que la fotografía se jactaba de ser capaz de mostrar —más aún que la pintura— cómo son las cosas en realidad cuando se produce de un modo que no puede ser mejorado. William Mason Brown y John William Hill, dos pintores prerrafaelitas estadounidenses no muy conocidos, son buenos ejemplos de esto. Me interesé por ellos porque Russell Sturgis, crítico de arte de Nation y uno de los fundadores de la crítica de arte profesional en Estados Unidos, opinaba que el futuro de la pintura americana tendría que ver con ellos y no con el arte que hacían los miembros de la American Academy of Design. Al igual que la hermandad británica prerrafaelita, que había obtenido el respaldo de John Ruskin, el crítico de arte más famoso en Inglaterra, creían en lo que denominaban «verdad visual». En 1851 Ruskin escribió en el Times de Londres que si bien desde Raphael los artistas habían intentado «pintar en sus cuadros algo bonito en vez de algo probado», estos pintores estaban ahora decididos a pintar sólo lo que veían «con independencia de las reglas convencionales de la pintura del momento». El mayor cumplido que los American Pre-Rafs —como se hacían llamar— podían hacerse unos a otros era que al ver su trabajo uno hubiera pensado que había sido hecho por una cámara, lo que plantea la pregunta —supongo— de por qué no usaban simplemente la cámara en lugar de pintar cuidadosamente lo que la cámara logra sin mayor esfuerzo. La cámara, presumiblemente, sólo muestra lo que el ojo ve y nada más. Por lo tanto, servía para establecer el criterio de verdad visual. Su importancia para el arte radicaba en su capacidad de mostrar la verdad visual en un caso concreto.

Se me ocurrió hace poco que los pintores del siglo XIX debieron de creer que, por muy lejano que esté lo que a menudo reproduce la cámara de lo que advierte la visión humana, la fotografía definía la verdad visual. Las fotografías de caballos en movimiento de Eadweard Muybridge habrían sido un buen ejemplo de esto. Los pintores decidieron que las imágenes de Muybridge demostraban el aspecto real de los caballos al trote, y en efecto copiaron las fotografías de Muybridge en sus cuadros de caballos, a pesar de que ésa no es en absoluto la forma en la que vemos trotar a los caballos. En verdad no vemos a los animales moverse como nos muestran las fotografías de Muybridge; de lo contrario jamás habríamos tenido la menor necesidad de contar con dichas fotografías: Muybridge realizó estos experimentos algo torpes aunque aparentemente veraces que había diseñado realmente para responder a preguntas tales como si las cuatro patas de un caballo llegaban a tocar el suelo a la vez. Dicho en dos palabras, para probar fenómenos que el ojo humano no llega a percibir. Y una vez publicadas, las imágenes de Muybridge tuvieron un gran impacto en artistas como Thomas Eakins y los futuristas, y especialmente en Edgar Degas, quien retrataba a veces un caballo en movimiento con las patas rígidas sobre el prado, exactamente de la manera que se advierte en las fotografías de Muybridge, pero jamás en la vida real. Degas, él mismo amante de la fotografía, habría argumentado que incluso cuando son imágenes con un aspecto poco natural, las fotografías nos enseñan cómo debemos ver las cosas. En esto confundía verdad óptica con verdad visual. Muybridge se burlaba de los pintores victorianos, cuyas representaciones de las carreras de caballos eran visualmente mucho más convincentes de lo que sus ópticamente correctas fotografías podrían haber sido jamás. Mostraban estereotipos de caballos.

Tenemos otro ejemplo en los retratos. La mayor parte de lo que muestra el rostro humano no es tanto el tipo de expresiones fisonómicas —pena, alegría, ira...— que los artistas académicos tenían que dominar para mostrar en los cuadros narrativos cómo se sentían las personas, como transiciones entre dos expresiones. Con una velocidad de la película de ASA 160 y una velocidad de obturación de un sexagésimo de segundo, ahora se puede capturar el rostro que aparece en modos que el ojo nunca advierte: el rostro «entre expresiones», por decirlo de algún modo. Por eso rechazamos muchas de las imágenes en una hoja de contactos como si no nos pertenecieran, pues no se parecen a lo que vemos en el espejo. El resultado es que la cámara ha desfamiliarizado los rostros, como sucede con el típico retrato de Richard Avedon. Esto significa que, valiéndose de la cámara moderna, el fotógrafo detiene el movimiento, por lo tanto, hace instantáneas (stills), con resultados que ni se encuentran ni podrían haber surgido en los retratos pintados. (El caballo de Degas es una instantánea tridimensional.) La instantánea muestra una «verdad óptica», pero que no se corresponde a la verdad perceptual, es decir, que no corresponde a cómo vemos el mundo estereotipado. Me di cuenta de esto cuando vi una fotografía que le hizo Avedon a mi amigo el filósofo Isaiah Berlin. La imagen no capta en modo alguno el aspecto que conocíamos todos los que tratamos a Isaiah, sino en su lugar nos muestra a un amargado irreconocible e invisible. Es, además, falso decir que «a veces» tenía esa pinta. No, jamás le vieron los ojos de ese modo. De ese aspecto sólo lo vio una cámara en ASA 160, F22 y en un sexagésimo de segundo, lo cual, por supuesto, uno no ve. Desde esta perspectiva la cámara delata las limitaciones del ojo. Nos muestra cómo se verían realmente las cosas si pudiéramos verlas como lo hace la lente. Así que uno puede tomar una foto de una hoja de contactos con la confianza de que muestra la realidad tal como es, mucho mejor que la falsa imagen de un sujeto sonriente al que se pide que se quede «Así, justo así, no te muevas».

Recordé todo esto al pensar en las pinturas de Édouard Manet de la ejecución de Maximiliano: cinco versiones realizadas de 1867 a 1869, que fueron exhibidas juntas en la gran exposición didáctica que John Elderfield preparó en el Museo de Arte Moderno en mayo de 2006. No había habido ninguna fotografía del suceso, ya que lo prohibieron las autoridades mexicanas. Por lo tanto, Manet dependía de relatos de los periódicos, y los detalles fueron cambiando a medida que llegaban nuevas noticias. Al principio, Manet supuso que la ejecución se había llevado a cabo por las guerrillas mexicanas, y pintó el pelotón de fusilamiento con el típico sombrero mexicano. Al poco se supo que el pelotón de fusilamiento estaba formado por soldados mexicanos de uniforme, aunque mucho más andrajosos, como sabemos hoy gracias a una fotografía de la época, a como los muestra Manet en su versión final. Al ver las versiones se me ocurrió que Manet estaba tratando de mostrar el caso tal y como se vería de haberse fotografiado. Lo pintó justo en el momento en que se disparaban los mosquetes: el humo sale de los cañones, y una de las víctimas a la que están ejecutando con Maximiliano cae al suelo, herido de muerte. La fotografía aún no era capaz de registrar acontecimientos con tanta rapidez, pues la Leica no se inventaría hasta un siglo más tarde. El proceso era demasiado lento, los tiempos de exposición eran largos. Pero ciertas cosas relativas a la fotografía se observan en la forma en que se dispone la pintura.

El crítico Clement Greenberg escribió en 1954 un brillante ensayo titulado «Abstract and Representational», una semblanza de la historia de lo que denominó la pintura moderna donde decía:

 

De Giotto a Courbet, la primera tarea del pintor había sido crear una ilusión de espacio tridimensional. Esta ilusión estaba concebida más o menos como un escenario, animado por un incidente visual, y la superficie del cuadro como la ventana por donde se divisaba el escenario. Pero Manet empezó a tirar del telón de fondo del escenario hacia delante, y los que vinieron después de él [...] siguieron tirando hacia delante, hasta hoy, en que ha llegado justo a dar contra la ventana, bloqueándola y ocultando el escenario. Todo lo que el pintor ha dejado ahora para trabajar es, por decirlo de algún modo, un cristal más o menos opaco.

 

Nadie, hasta donde yo sé, describió jamás en estos términos la transición de la representación tradicional a la moderna, ni nadie ha ensalzado a Manet como el impulsor del programa moderno con semejante estrategia, y a pesar de que en muchos otros puntos no estoy de acuerdo con Greenberg, éste me parece un enfoque muy clarificador. En mi opinión explica esta nueva concepción trascendental del espacio pictórico por parte de Manet, y lo que quiero hacer es proponer, o conjeturar, que esto se debió a la fotografía, que como muchos admitirán, es el invento verdaderamente revolucionario de la historia de la tecnología de representación en tiempos modernos.

Greenberg es famoso por su afirmación de que la esencia por definición del medio pictórico es lo plano, lo que implica en efecto la negación del espacio ilusorio que era condición necesaria para el gran logro creativo de la pintura «de Giotto a Courbet». Con independencia de todos los problemas que pueda suscitar, fue esta observación la que animó a Greenberg a proponer que la pintura moderna comenzó en Manet. Lo que se necesita para poner estas dos ideas juntas en una narración causal es el reconocimiento de que la fotografía juega un papel operativo en la transformación del arte tradicional en arte moderno. ¿Y qué, en definitiva, podría haber sido más moderno que la cámara fotográfica, con esa capacidad para fijar imágenes hasta entonces efímeras y fugaces, como sucedía en la cámara oscura? La cámara acortaba la profundidad y traía «el fondo del escenario hacia adelante» aplanando las formas, en gran parte, creo yo, porque las lentes de la época eran a menudo telescópicas y mostraban los objetos más cerca de lo que se verían con la vista, casi uno encima del otro. En cierto modo, los miembros del pelotón de fusilamiento parecen haber colocado los cañones de sus fusiles mucho más cerca de las víctimas de lo que están. Esto se observa hoy en la televisión en los partidos de béisbol, en los que por necesidad la cámara se encuentra a tal distancia que se precisa el uso de lentes telescópicas que nos parecen mostrar al lanzador y al bateador uno encima del otro. El Maximiliano de Manet se inspiraba en Los fusilamientos del 3 de mayo de Francisco de Goya, que también muestra una ejecución y que Manet vio en un viaje a Madrid. Pero en 1808, cuando Goya pintó su escena de la ejecución, la cámara no existía. Las distancias no están distorsionadas en nombre de la verdad visual.

Asimismo, Manet tendía a suprimir los tonos de transición, con lo que emula la forma en que el objeto frontalmente iluminado en una fotografía impulsa las sombras hacia los bordes, e inevitablemente se aplanan las formas, un efecto que Manet usó en sus retratos. Greenberg escribe que «en aras de la luminosidad Manet estaba dispuesto a aceptar lidiar con figuras planas» (The Collected Essays and Criticism, Clement Greenberg, vol. 4, pág. 242). Una verdad adicional es que las lentes tendían a impulsar la imagen hacia adelante, como en Gare de Saint Lazare de Manet, donde todo está en primer plano. Yo tiendo a creer que la pintura de Manet debe mucho a sus charlas con el fotógrafo Nadar, en cuyo taller tuvo lugar la primera exposición impresionista en 1874. La cámara hizo que pudiera darse el arte moderno.

Honoré Daumier realizó una maravillosa caricatura de Nadar en globo sobre París. Nadar fue el primero en hacer fotografía aérea, utilizando globos, y tenía una idea clara de lo que sucede con la telefotografía. Daumier tituló su obra Nadar elevant la photographie à la hauteur de l’art, lo que es una broma: «Nadar eleva la fotografía a la categoría de arte». Yo sugeriría sustituir el nombre de Nadar por el de Manet e invertir los términos. La ironía de la teoría de Greenberg sobre lo plano —que establece en su ensayo de 1960 titulado «La pintura moderna»— es que se suponía que debía reducir el medio pictórico a su esencia, que resultó haber sido algo basado en otro medio muy distinto, la fotografía. Esto cuestiona esa pretendida pureza de los medios que estaba destinada a ser el fundamento de su teoría crítica. Mi conjetura es que Manet imitó a la cámara pintando como si la realidad visual fuera un artefacto de los procesos fotográficos de la época.

Al mismo tiempo, el Museo de Arte Moderno montó simultáneamente dos exposiciones: una de El fusilamiento de Maximiliano de Manet, en la que podemos rastrear los inicios de la modernidad en pintura; y otra de Brice Marden, que empezaba con sus monocromos de gris en gris, que yo al menos entendí como el fin del arte moderno como un estilo que marcó una época. Están hechos exactamente en gris sobre color gris, con manchas de color gris oscuro que habían servido a otros pintores, como Jasper Johns o Alberto Giacometti, como fondos contra los que pintaron los objetos o figuras que representaban el interés principal en sus obras. Marden parece haberlos traído hacia adelante para coincidir con las superficies de sus cuadros, haciendo de esas superficies sus temas, convirtiendo sus cuadros en objetos. Como dice Greenberg, la historia de la pintura moderna es la historia de estrechamiento del espacio entre el fondo y el primer plano, un progreso en el que las etapas importantes son Cézanne, que inclina la superficie de sus mesas hacia el espectador, creando el tipo de espacio que explotaron los cubistas, especialmente en sus collages; los trompe l’oeil americanos, trampantojos en los que objetos planos como recortes de periódicos o billetes están prendidos o pegados sobre superficies planas, permitiendo a los pintores eliminar las sombras y por lo tanto cargarse la profundidad. Luego viene el inevitable aplastamiento con Paul Gauguin y los nabis, que priorizaron la decoración y adoptaron el formato altamente decorativo del art nouveau, como en el caso de Vincent van Gogh, cuya obra tomó prestado, además, el aplanamiento de las formas de los grabados en madera japoneses. Los pre-rafs, en un intento de emular a la cámara, habían eliminado también la profundidad, casi a la manera de lo que sucede cuando uno mira un objeto a través de un microscopio.

Así que de Manet a Marden uno puede rastrear la narrativa de la modernidad greenbergiana, entendida como el triunfo de lo plano en el espacio ilusionista que culmina con el triunfo de la bidimensionalidad sobre la tridimensionalidad. Pero el paragone siguió un camino más enrevesado. El pintor puede admitir la superioridad de la cámara a la hora de captar la verdad visual. Pero Delaroche podría haber argumentado que la superioridad de la pintura reside en su no estar atada a la verdad vieja y aburrida. La pintura podía crear su propia verdad. El «lápiz de la naturaleza» simplemente rastrea lo que existe delante del objetivo, sin mayor imaginación creativa. El fotógrafo puede representar sólo lo que está ahí, mientras que el pintor es libre de utilizar su imaginación y mostrar las cosas de manera distinta a como son o fueron. Así, Delaroche se tomaba libertades con la verdad histórica. El pintor elige el momento justo en que desea representar un acontecimiento, como en La ejecución de Lady Jane Grey, donde la víctima tiene los ojos vendados y presa del pánico intenta palpar dónde queda el tajo del verdugo. Es una pintura muy cruel. Ella quiere una muerte rápida y limpia, y suplica al verdugo que se la dé. Delaroche pinta la paja que absorberá la sangre de lady Jane y recibirá su cabeza. Sin embargo, para mayor efecto dramático la escena se muestra en un calabozo y no sobre un andamio al aire libre. En otra pintura nos muestra a un soldado de Cromwell soplándole el humo de su pipa en la cara al rey Carlos. Trata sus cuadros como ficción. Los fotógrafos no tardaron en demostrar que eran capaces de hacer lo mismo con la lente de la cámara y por lo tanto debían ser considerados también artistas, si es que ése era el criterio que seguir. El fotógrafo victoriano Henry Peach Robinson contrató a actores, montó una escena emotiva y la fotografió, como es el caso de Fading Away, que retrata los últimos momentos de la vida de una joven. Las composiciones de Peach Robinson han influido en las grandes fotografías retroiluminadas de Jeff Wall, para las que la pregunta de si son arte o no tiene poca importancia. Con el advenimiento del impresionismo, los fotógrafos encontraron medios para lograr algunos de sus efectos a través de enfoques suaves, lentes con filtros y papeles de gran gramaje. Pero Stieglitz seguía aún atrapado en su negativa de considerar la fotografía como arte, a pesar de que Delaroche le había concedido esa condición en su carta de apoyo para la pensión de Daguerre. Afortunadamente, la controversia se tornó irrelevante cuando la modernidad la tornó irrelevante: cuando dejó de ser importante ganar concursos con cámaras. Wall exhibe la tesis posmodernista —posGreenberg— de que todo lo que funcione está bien. Y es curioso, para usar retroiluminación Wall se inspiró en las paradas de autobús.

Mientras tanto, está claro por qué a la fotografía se le negó el estatus de arte, sobre todo porque todo lo que parecía hacer de la pintura un arte había desaparecido en lo que podemos llamar pictografía: toda la habilidad manual requerida era la necesaria para apretar un botón o un pulsador. Eso significaba que pictográficamente la mano era tan irrelevante como el pie. Todo lo que se necesitaba ahora era hacer que el ojo fuera también irrelevante, lo que nos lleva de nuevo a Duchamp, que reinventó el concepto de arte, por lo que la mano y el ojo, así como la estética, eran ahora irrelevantes para la definición del arte. Y es en el espíritu que nos permite hacer arte de los anuncios de la parada del autobús, que quiero acabar de hablar de un uso más de la cámara, es decir, de la serigrafía en la década de 1960.

La serigrafía casa muy bien con lo que se podría considerar la filosofía personal de Warhol. «Creo que sería genial que más gente se dedicara a la serigrafía, hasta que nadie supiera si mi cuadro es mío o de alguien más», confesó en 1963. Así, según los autores del catálogo razonado de Warhol, «[Warhol] no sólo enredó a aquellos que intentaban conocer su trabajo o discernir su mano en una pieza concreta, sino que cuestionó el papel del artista como autor de una obra de arte». También «cuestionó el conocimiento del arte como forma de conocer los objetos a través de sus características visuales» (Danto, Warhol). Dado que no existe un «toque» por el que alguien pueda afirmar si una serigrafía es suya o de, por ejemplo, Gerard Malanga, la mano del artista, al igual que el ojo del artista, no desempeña ningún papel en el trabajo de Factory. Warhol literalmente dejó de dibujar desde 1963 hasta 1972.

El primer gran proyecto de los años de la Silver Factory fue fabricar facsímiles de las cajas Brillo para la exposición de abril de 1964 en la galería Stable, que me causó una enorme impresión. Esa exposición hubiera sido impensable sin la serigrafía: las cajas se imprimieron con plantillas sacadas de fotografías de la tapa y los cuatro lados de la caja Brillo: la tinta se aplicó a los lados de las cajas de contrachapado, convirtiéndolas en réplicas de las de cartón.

Mi preocupación filosófica con el arte contemporáneo comenzó cuando visité aquella exposición. No tenía mayor problema en aceptar que aquellas cajas fueran arte, pero inmediatamente me pregunté qué diferencia podría haber entre ellas y las cajas reales de la marca Brillo del supermercado, a las que se parecían visualmente. La cuestión no era si se podía notar la diferencia —ésa era en realidad una cuestión epistemológica—, sino qué las hacía diferentes, que es algo a lo que los filósofos denominan una cuestión ontológica y exige una definición del arte.

Lo bueno de los años sesenta fue el incipiente reconocimiento de que cualquier cosa podía ser una obra de arte, algo que queda patente en todos los movimientos importantes de la época: arte pop, minimalismo, fluxus, arte conceptual y así sucesivamente. ¿Y qué explicaba la diferencia? El gran mantra del mundo del arte era una hosca afirmación de Frank Stella que rezaba así: «Lo que ves es lo que ves». Pero no había mucha diferencia entre lo que ves cuando ves una Brillo Box de Warhol y las cajas Brillo diseñadas por James Harvey para que la gente pueda llevarse sus productos a casa. Así pues, ¿por qué no eran obras de arte, si las de Andy producidas en Factory sí lo eran? He respondido a esto en mi primer capítulo, así que lo que quiero hacer ahora es pararme a admirar la forma en que la cámara ayudó a dar forma a la pregunta filosófica que había estado dando vueltas durante unos cuantos milenios: «¿Qué es el arte?». Y para explicar por qué el paragone entre fotografía y pintura tenía que ser el último paragone. Para cuando pasaron de largo Duchamp y Warhol todo había cambiado en el concepto de arte. Habíamos entrado en lo que se puede denominar la segunda fase de la historia del arte.