12

Catarsis

—Lo hemos localizado —le informó el copiloto.

—Por fin —dijo acercándose a la cabina del minisubmarino—. ¿Estamos seguros?

—Sí, tenemos una coincidencia del cien por cien. —El hombre le señaló la pantalla que tenía delante, donde aparecían dos gráficas de diferentes colores que mostraban los mismos datos.

Neon la estudió antes de asentir. No cabía duda, se trataba de Rayo Negro. Cogió los auriculares del aparato de radio y llamó a Absalom.

—¿Y bien?

—Lo hemos encontrado.

—Ya era hora.

—Señor, ha sido como buscar una aguja en un pajar. Perdimos la señal del GPS principal durante las primeras horas, como usted predijo, y el secundario no duró mucho más. Hemos tenido que rastrear un área de cientos de kilómetros. Al final hemos captado débiles ondas de la energía del Omega que nos han revelado su ubicación.

—No me interesan tus excusas, Joshua. Estabas advertido de que esto podía pasar —le reprochó Absalom molesto.

Su nombre en clave pronunciado con tono autoritario le hizo callar. Por mucho que sus razones fueran de peso, de nada le servirían contra Absalom. Para él solo contaban los hechos, y era un hecho que no había cumplido su misión.

—Lo reconozco y lo lamento, señor.

—Tráeme al Omega ya.

—Sí, estamos a punto de infiltrarnos en su base.

—Seguramente, lo habrán metido en una cámara de contención. Corta el suministro de energía, así crearás una distracción, pero estate preparado… —le advirtió—. Es posible que al hacerlo desates el caos.

Neon tragó saliva.

—¿Algo más, señor?

—Cumple con tu objetivo.

—Se lo prometo. —Tras cortar la comunicación, Neon se dirigió a la mujer que controlaba el submarino—. ¿Cuánto podemos acercarnos sin ser detectados?

—El armazón de este submarino no se puede detectar y es extremadamente silencioso —contestó la piloto—, puedo acercarme tanto como usted necesite.

—De acuerdo, hágalo —ordenó. Acto seguido, se giró hacia el grupo de cuatro hombres que permanecían apiñados en los pequeños asientos, a la espera de sus indicaciones—. Preparaos, nos toca.

Se había encargado personalmente de escoger a aquellos hombres por su experiencia en incursiones militares. Todos habían pertenecido a cuerpos de fuerzas especiales de distintos países, y todos habían colgado su antiguo uniforme para dedicarse a trabajos más lucrativos. En resumen, eran mercenarios como él.

—Recordad, usad la munición especial para el objetivo. Es prioritario que no sufra daños, ¿de acuerdo?

Los mercenarios asintieron mientras terminaban de revisar su equipo de buceo y sus armas. Se habían preparado para hacer frente a diferentes contingencias, pero ninguno sabía realmente a lo que se iban a enfrentar. Por el bien de Rayo Negro, no les había prevenido de su extrema peligrosidad.

Pensó en la advertencia de Absalom y sintió un escalofrío. Un débil recuerdo vagaba por su mente. Unos ojos negros y aterradores que le observaban desde un rostro familiar carente de toda emoción. La sensación de una mano en su garganta asfixiándole, la presión a punto de romperle el cuello. Eran piezas de un puzle perdido que su memoria iba poco a poco recuperando, trozos de una historia enterrada por las drogas que le suministraron en el Nueva Esperanza y que, por alguna razón, Absalom tenía tanto interés en sacar a la luz que le estaba sometiendo a un tratamiento específico para ello.

De todo lo que había recordado hasta ahora, aquella imagen en concreto era la más difícil de digerir. La única que le suscitaba diferentes sentimientos. Por un lado sentía decepción; por otro, rencor, pero el que se imponía a todos era el miedo. Auténtico temor hacia un suceso que no permanecía en el pasado, sino que vaticinaba una posible y atroz realidad…

Que Rayo Negro era capaz de asesinarle.

simbolo

Summer se giró hacia el italiano en busca de apoyo, pero se encontró con que este seguía abanicándose de esa forma tan ridícula, lo que la exasperó todavía más.

—Tío, déjate de chorradas —masculló, y le arrancó el abanico de las manos.

—Cálmate, solo estoy representando mi papel —susurró el Domine.

Los porteadores depositaron el palanquín de Kylie a un lado del altar. La mujer se levantó y caminó hasta la caja, la cogió y la alzó frente al público. Todos los presentes se arrodillaron en una silenciosa reverencia. Gio los imitó al tiempo que tiraba del brazo de la joven hacia abajo para recordarle que debían seguir con aquella farsa si no querían ser descubiertos.

—¿Para qué? —preguntó Summer mientras se resistía a obedecer—. Si antes estábamos jodidos, ahora ni te cuento.

—No des las cosas por sentadas. No sabemos qué está haciendo Rayo aquí. Lo mismo está fingiendo como nosotros.

Finalmente, ella cedió. Se agachó hasta posar una rodilla en el suelo sin quitarle el ojo de encima a esa versión obediente de Rayo Negro.

—Sí, tiene toda la pinta —susurró con sarcasmo.

—Confía en mí —le dijo el Domine—. Todavía tenemos una oportunidad. Les robaremos la caja en las narices, pero hay que esperar al momento perfecto.

La líder de los atávicos dejó la caja en su sitio y los asistentes volvieron a incorporarse. Los imitaron.

—Lo dices como si fuera muy fácil, pero como la cosa empiece a degenerar en algo chungo… —contestó Summer, que esperaba que, en cualquier instante, aquella gente empezara a hacer algún ritual que exigiera el sacrificio de seres indefensos.

Las expectativas del Domine, en cambio, iban por otro camino.

—Si lo dices por lo de la orgía, yo te cubro.

Summer lo miró tratando de descifrar a qué tipo de ayuda se refería concretamente… Pero no pudo.

—Antes prefiero estamparme contra el muro azul de fuera.

—Qué radical.

La sala permanecía expectante, con los ojos puestos en Kylie. La mujer se acercó a Rayo, que tomó una de sus manos, y juntos bajaron las escaleras del altar para adentrarse en la sala. Se colocaron el uno frente al otro. Rayo apoyó su mano libre en la espalda de la periodista, ella puso la suya sobre el hombro de él.

Y, entonces, comenzaron a bailar.

Una reconocida música clásica resonó por toda la estancia y, acto seguido, la mayoría de los pasajeros se unieron al baile. Summer y el Domine se miraron entre la incredulidad y la decepción. Ni orgía ni sacrificio, simplemente un vals.

—¡Oh, venga ya! —protestó Summer—. Esto no tiene sentido.

—Podía ser peor. —El Domine hizo una reverencia femenina y se ofreció a Summer con los brazos abiertos, pero ella no sabía ni cómo debía cogerle—. No tienes ni la más remota idea, ¿verdad? No te preocupes, yo te guiaré —dijo cuando notó su indecisión.

—No, paso. —Summer retrocedió y casi choca contra una de las parejas de bailarines.

Esta vez, no hizo falta que el Domine le recordara que no debían llamar la atención, bastó con mirar en derredor y comprobar que las miradas de los pasajeros más cercanos se posaban sobre ella. Sus ojos, ocultos tras las máscaras, parecían huecos. El panorama era lo suficientemente inquietante como para empujarla a los brazos del italiano.

—¿Qué tengo qué hacer?

—Tranquila, es fácil. —Gio la ayudó a colocar sus manos en los sitios correctos—. Empiezas hacia atrás con el pie derecho, son tres pasos, y mientras vamos girando, como hacen la Artemisa y la Atenea de ahí.

Cerca de ellos, dos mujeres engalanadas con túnicas griegas bailaban con una soltura envidiable.

—Vale, creo que lo tengo. —Summer se alegró de tener memoria fotográfica y de que el bailecito no fuera muy complicado.

Un paso tras otro, se lanzaron a la pista con la intención de acercarse a la caja.

—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —El Domine rompió el silencio y también parte de su concentración en la coreografía.

Summer contestó con un gesto tan cargado de indignación que cualquier persona sensata se hubiese callado y limitado a seguir bailando. Por supuesto, no funcionó con él.

—¿Tú y culito prieto os habéis enrollado ya?

Aquello le hizo tropezarse con sus propios pies y, de no ser por los poderes telequinéticos de su compañero, casi terminan los dos en el suelo. Durante una milésima de segundo, ambos levitaron en el aire antes de recuperar el equilibrio. Al menos, nadie les vio.

—Cierra esa bocaza —le exigió Summer en un susurro tan fuerte como el vapor de una olla a presión.

—Lástima, tenía ganas de despotricar sobre lo mal que besa… —Se interrumpió al sentir que la joven estaba a punto de convertir en papilla los huesos de su mano—. Va bene, va bene. Me callo.

Gio desvió la mirada para evitar aquellos dos ojos como ascuas sobre unos pómulos igual de encendidos. No quería arriesgarse a incomodarla más, ya había obtenido la respuesta a su pregunta.

El resto del vals transcurrió en el más absoluto silencio, y cuando llegó a su fin, observaron que ninguno de los pasajeros abandonaba la pista, sino que se recolocaban, preparándose para un nuevo baile que incorporaba una desafortunada variación: intercambio de parejas. Summer se aferró al Domine cuando una pareja se les acercó con tal propósito. Era consciente de que si hasta ahora había evitado dar el mismo espectáculo que un elefante en una cristalería, había sido gracias a sus indicaciones.

Se hicieron los despistados y, cuando comenzó la siguiente melodía, seguían juntos. Pero no les duró demasiado.

Los continuos cambios se sucedieron y, esta vez, les fue imposible de eludir la coreografía. Summer acabó siendo secuestrada por la pasajera disfrazada de Atenea. Un pequeño golpe de suerte, porque habían sido los pasos de su anterior pareja los que había memorizado para aprender el vals y no le costó adaptarse a su ritmo. Pero eso tampoco duró, y acabó arrastrada muy lejos del Domine; aquella situación escapaba a su control. Si estaban obligados a seguir unos pasos tan marcados, era imposible moverse con libertad para acercarse al altar sin levantar sospechas. Ahora le tocaba ingeniárselas si quería escapar de aquella espiral de pasitos para adelante, pasitos para atrás, giros y el desfile de señores y señoras que pasaban por sus manos.

En el fondo, lo del ritual de sacrificio no habría estado tan mal.

Se fijó en que el Domine le hacía señas que iban repitiéndose con más rapidez, pero entre la distancia y la multitud de bailarines que cruzaban continuamente por delante rompiendo su línea de visión, no llegó a entenderle. A este paso, acabarían uno en cada punta de la sala y sin siquiera oler la maldita caja.

Tocaba otro cambio de pareja. Había perdido la cuenta de los que llevaba. Suspiró, armándose de paciencia para no partirle los metacarpos al infeliz que le tocara bailar con ella. Se giró y no encontró el rostro de su nuevo compañero a la altura que esperaba, sino un par de pectorales tremendamente familiares. Un destello brotó del exótico collar que se posaba sobre ellos, desorientándola.

Para colmo, en ese mismo momento, el vals llegó a su fin y la música que lo sustituyó conllevó un cambio completo de registro. Un tímido piano rompió el silencio, y Summer contempló con estupor cómo los pasajeros se arrimaban a sus respectivas parejas. No supo cómo reaccionar, pues jamás había bailado una canción lenta. Se quedó inmóvil, sin poder más que tragar saliva, cuando sintió aquella mano envolviendo la suya y el contacto de la otra sobre su espalda.

Sus enormes manos… ¿Cómo olvidarlas?

No se atrevió a mirarlo a la cara. Si quedaba alguna posibilidad de que él no la hubiera reconocido, debía aprovecharla. Así que, cabizbaja, empezó a bailar rogando por que aquella canción no durara mucho y por que su corazón dejara de intentar salírsele por la boca. Pero solo uno de esos deseos se cumplió, cuando se le congeló el latido al escuchar su nombre.

14

—Summer.

Subió la vista hasta dar con sus ojos. Su máscara proyectaba una marcada sombra sobre la parte superior de su rostro, pero pudo distinguir el color verde de su mirada debajo. Aun así, era pronto para relajarse.

—¿Rayo? —preguntó con cautela.

—¿Quién si no…? —se extrañó él—. ¿Qué hacéis aquí? Os dije que yo me encargaba.

Summer suspiró aliviada. Podía descartar la idea de que estuviera adoctrinado. Era el imbécil quisquilloso y cargante de siempre.

—No podemos irnos. El muro azul lo cubre todo. Tenemos que destruir la caja —le informó.

—Mierda.

—Ah, y además el muro se contrae poco a poco mientras hablamos, o puede que mucho a mucho, no sé.

—No… —El rostro de Rayo se llenó de preocupación.

—Sí… —Lo miró con detenimiento hasta que no pudo contenerse más—. Oye, ¿por qué vas disfrazado de perro?

—¿Qué? —Él titubeó un segundo, desconcertado—. Es Anubis, el dios egipcio. Pero ¿qué importa eso?

—No quería morirme sin saberlo —contestó.

—Centrémonos —dijo Rayo, meneando la cabeza—. ¿Qué habéis planeado?

—Básicamente, intentar no armarla muy gorda, coger la caja, huir… Ya sabes —sonrió con resignación.

—Veo que lo tenéis todo pensado.

—Desde luego, no nos lo hemos sabido montar tan bien como tú, que tienes a la niña de El exorcista comiendo de tu mano. O más bien al revés. —Y el gesto de Summer cambió por completo. Frunció el ceño al recordar cómo se había arrodillado ante la periodista.

—Me ha costado ganarme el favor de Kylie para que ahora aparezcáis y me echéis todo por tierra. De hecho, estoy corriendo un gran riesgo hablando contigo.

—Por mí, vuélvete con tu ama. Nadie te retiene. —Ella quiso soltarlo, pero Rayo se lo impidió.

—Solo si me prometes que os mantendréis al margen y esperaréis a que yo consiga la caja.

Aunque su orgullo la empujaba a mandarlo a la mierda, Summer sabía que su plan estaba condenado al fracaso. Si Rayo tocaba aquella caja, los sentenciaría a todos. Esta vez no podía evitar el tema. Debía advertirle.

—No puedo dejar que lo hagas —le dijo con una expresión tan seria que Rayo supo que no se trataba de ninguna broma.

—Vamos, no es momento para un duelo de egos.

—No es eso. Ni tú ni yo podemos tocar la caja.

—¿De qué estás hablando? Si tú ya la has tocado.

—Sí, pero cuando se activó fue… —Apretó los dientes, en un acto reflejo provocado por el recuerdo del intenso dolor.

—Summer, ¿qué es lo que pasa? —preguntó preocupado.

—¿Recuerdas la sala bajo la estación de esquí? —dijo ella y, tras una pausa, añadió—: ¿Las instalaciones de Kimantics?

El recuerdo era vago, pero no fue eso lo que le llenó de inquietud, sino el hecho de que finalmente el nombre del diablo había salido a la palestra.

Kimantics.

—¿Lo recuerdas o no? —insistió ella.

—Sí, recuerdo que tenía algo que nos afectó a los dos y me desmayé. ¿Adónde quieres llegar?

—Pues que lo que sentí al tocar la caja fue igual: como si algo me robara la vida.

—En ese caso, no hace falta que la cojamos. Podemos destruirla, lo haremos juntos —propuso él.

Summer negó con la cabeza.

—Aquel día no te desmayaste. Tú solo te cargaste el mecanismo de la sala, pero las consecuencias fueron… —Dudó. Lo que estaba a punto de decir podía hacerle mucho daño en el mejor de los casos y, en el peor, podía ser ignorada. Aun así, él debía saber la verdad. Y por eso se veía en esa situación casi anecdótica en la que, por primera vez, tenía que medir sus palabras para amortiguar el golpe—. Rayo, aquella sala te… cambió. Peleamos, ¿no lo recuerdas?

Él detuvo sus pasos mientras trataba de asimilar aquella información. Por fin, los recuerdos rotos que flotaban en su memoria comenzaron a cobrar sentido. No eran retazos de un sueño, sucedieron de verdad.

De modo que eso era, en eso se convertía, en una máquina sin voluntad propia, sin más fin que matar.

Abrumado, soltó la mano de Summer, pero ella la atrapó de nuevo, igual que captó su atención con la determinación que brillaba en su mirada.

—Los dos estamos metidos en este marrón. No voy a dejar que te vengas abajo.

Aquello le retumbó por dentro, formando un nudo en su garganta. Por un instante, todas sus preocupaciones, sus inseguridades, el tremendo miedo que le causaba su propia naturaleza, todo parecía menos terrible si Summer estaba de su lado.

—Tú me detuviste, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz—. Y también lo hiciste en las Madrigueras. En realidad, fuiste tú quien me salvaste a mí, y no al revés.

—Lo que hice fue intentar sobrevivir —le corrigió, aunque no era del todo cierto. Era verdad que lo que ocurrió en las Madrigueras no tuvo nada de heroico, era luchar o morir, aunque lo de la estación de esquí fue muy diferente. Pudo haber huido en varias ocasiones y no lo hizo. Pero era más cómodo negarlo todo. No tendría que verse expuesta a preguntas incómodas.

Él la miró a los ojos, necesitaba encontrar en ellos una respuesta distinta. Al cabo de un instante, se rindió.

—Aun así. Gracias.

Summer no contestó, y llegó el silencio. Y entonces fue consciente de que llevaban un buen rato bailando juntos, tan cerca el uno del otro que casi podía considerarse un abrazo. Aunque no lo era. Seguía siendo un teatro para no llamar la atención. Algo que jamás ocurriría de estar en otra situación, ya que ella misma se encargaría de evitarlo. Para eso estaba el muro que tanto se esforzaba en construir. Aquel tras el cual se refugiaba cada vez que sentía que sus sentimientos hacia él empezaban a ganar la batalla. Un muro hecho de mentiras que se repetía a sí misma y de recelos que se alimentaban de ellas.

Y, sin embargo, ahí estaba, su corazón acelerándose, decidido a saltar cualquier obstáculo y llevarse por delante todas las normas que se había impuesto.

—Sé por qué me afectó la sala —confesó él de pronto, bajando la mirada. En su expresión se apreciaba cierta vergüenza—. Resulta que le debo mi vida a Kimantics. ¿No es irónico?

Summer tensó la mandíbula. Aunque agradeció que volviera a salir Kimantics en la conversación, era como un jarro de agua fría que le devolvió a la realidad. A esa realidad en la que ambos estaban de mierda hasta el cuello.

—¿Cómo?

—Mi abuelo recurrió a ellos cuando tuve el accidente. Fue un acto desesperado.

—¿Y dónde está lo irónico?

Rayo volvió a mirarla. Su vergüenza se mostró como lo que en realidad era: la tremenda carga que pesaba sobre su conciencia.

—Porque fui tan hipócrita de llamarte monstruo, cuando yo era exactamente lo mismo.

Un resoplido escapó de entre los labios de Summer.

—Vamos, lo que ya sabíamos todos menos tú.

—Puede… Pero lo que no sabes, porque nunca he tenido el valor de decírtelo, es lo mucho que me arrepiento —dijo al tiempo que el remordimiento arrugaba su frente—. Summer, lo siento tanto.

Ella aguantó aquellos ojos verdes fijos en los suyos. Puede que la disculpa llegara tarde, pero era sincera. Y, lo más importante, la ansiaba. La ansiaba tanto que al escucharla una peligrosa grieta se abrió en su muro protector.

—Tenías razón. Yo lo empecé. Te odiaba tanto que solo pensaba en hacerte daño… Y lo peor de todo es que ni siquiera recuerdo qué me llevó a odiarte así. —Se interrumpió un instante. Cada palabra suponía un esfuerzo por mantener la entereza—. No pido que me perdones, sé que no puedo borrar lo que hice, pero sí intentar compensártelo.

—¿Qué quieres decir?

—Si soy un desastre a punto de ocurrir, por lo menos lo usaremos a nuestro favor.

—Rayo, ni de coña…

—Summer, no hay otra salida. No puedes confiar en el Domine para esto y lo sabes —dijo mirándola seriamente—. Tú misma lo has dicho, yo puedo destruir la caja. Si pierdo el control y me transformo, prométeme que escaparás.

—No, no te lo prometo —exclamó, sujetándole con fuerza.

—No te preocupes, todo irá bien.

Era inevitable, el muro se desmoronaba. La argamasa de orgullo y complejos se deshacía, y los recelos caían bloque a bloque. Summer trató de recurrir al sarcasmo, su mejor máscara, pero la sonrisa le quedó más triste que mordaz y la voz casi se le quebró al decir:

—Te estás pasando de intensito, ¿no crees?

Él la contempló, apreciando cada detalle como si quisiera retener la imagen de aquel rostro para siempre. No había miedo en sus ojos, no había vacilación, solo amor. De repente, se quitó la máscara y se acercó a Summer para dejar un suave beso en sus labios.

—Ojalá algún día puedas perdonarme. —Fue su despedida.

Summer vio aquella espalda alejarse, directa a un destino del que no había vuelta atrás. Y supo con toda certeza que no estaba dispuesta a perderlo.

Cruzó la pista y lo alcanzó delante del altar. A la vista de todos los pasajeros que ahora los miraban con recelo, atrapó una de sus muñecas antes de que él llegara a tocar la caja.

Rayo se giró. Su sorpresa inicial se convirtió en preocupación al instante.

—Por favor, déjame hacerlo.

—No.

Puede que fuera la gravedad de la situación, el saber que estaban perdidos ante decenas de enemigos a punto de saltarles al cuello, o quizá el motivo tuviese que ver con algo mucho más profundo y oculto, reprimido pero tenaz. En realidad, la razón no importaba. El problema no era la causa de sus impulsos, sino que ya no podía contenerlos más.

Se rindió.

Sus manos se movieron solas en busca de su objetivo. Ascendieron hasta entrelazarse detrás de su nuca. No necesitó obligarle, ya que él ni siquiera quería luchar en esa guerra que de antemano tenía perdida. Rayo se inclinó para unirse a esa boca que le esperaba anhelante, tan ávida como lo estaba la suya por reencontrarse.

Nada importaba a esas alturas, ni las dudas del pasado, ni los resentimientos, ni la desconfianza… Ni siquiera la probabilidad de que estuvieran a punto de morir.

Pero aún quedaba el miedo. El miedo a que se repitiera lo del callejón, el miedo a verse sumida en un vacío inmenso y oscuro.

«Así que esto es lo que tanto temes».

La voz resonó en su cabeza, punzante como un filo que le atravesaba la carne, tan doloroso que le sacó de sus pensamientos, del beso…

Incluso de sí misma.

Sintió que algo tiraba de ella hacia atrás y, de repente, se encontró fuera de su cuerpo. Ante sus ojos, una visión que le heló la sangre: su viva imagen seguía besando a Rayo Negro como si nada hubiera pasado, movida por una mente que ya no estaba ahí.

—¿Qué coño está pasando?

—Ya lo sabes —le dijo la voz al tiempo que una sombra tomaba forma a su derecha. Unos rasgos comenzaron a dibujarse en lo que parecía ser la cabeza; unos ojos se abrieron en aquel rostro, refulgían en llamas de un azul tan intenso como la barrera que los mantenía atrapados en el barco.

A pesar de ser una versión distorsionada y siniestra, no cabía duda de que se trataba de la periodista.

—Hija de puta —le soltó para intentar disimular su espanto.

—No la tomes conmigo. Yo solo soy tu deseo —le sonrió la sombra, y señaló a la Summer que seguía besando a Rayo.

Aquella Summer había perdido el control y, en su frenesí, tenía a Rayo de rodillas, totalmente dominado ante ella. Se apretaba contra él con ansia, sin despegar la boca de la suya. Por los movimientos de su mandíbula y garganta daba la impresión de estar tragando algo.

Si aquello era una treta para desarmarla psicológicamente, o si querían avergonzarla, no lo iban a conseguir.

—Esa no soy yo.

—Claro, porque eres demasiado orgullosa para reconocer tu parte de culpa. —La misma voz sonó de nuevo, pero esta vez surgió a su izquierda, donde otra sombra se materializaba para adoptar la apariencia del ser al que había derrotado en la zona de las piscinas. El atávico que se había presentado como su orgullo.

—Vaya putada, ¿verdad? —Otro oscuro ser apareció al lado de la periodista. Al escuchar hablar por primera vez a aquella espeluznante boca de cocodrilo que casi acaba con ella, Summer dedujo lo que representaba. Uno de sus más arraigados medios de defensa y, a la vez, el defecto con el que a veces había herido sin querer a los que la rodeaban: el sarcasmo.

Sarcasmo no venía solo. Otro atávico surgió reptando por su espalda hasta colocarse en su cabeza. Era la masa informe llena de ojos que había poseído a Rayo en la pista de hielo. Summer sintió una punzada de inseguridad que le resultó muy familiar, la había sentido varias veces a lo largo del día.

«Celos».

Un chasquido atrajo de nuevo su atención hacia la escena que tenía delante. A ese chasquido lo siguió otro y después otro, y así fueron aumentando en número e intensidad. Era el reconocible sonido de la energía de Rayo Negro, de los relámpagos que surgían de él. Lo había visto mil veces, pero nunca de esa forma. Rayo no estaba haciendo aparecer su energía a su alrededor, se estaba transformando en ella. Cada relámpago le arrebataba una pequeña parte de su cuerpo como si fuera una figura de arcilla, algo que ya no era humano.

Sin embargo, eso no era lo más sobrecogedor, sino que todos esos relámpagos iban a parar al interior de la otra Summer, cuya boca ya había liberado la de Rayo y se mantenía abierta, absorbiendo toda aquella fuerza.

Ya no era una mera impresión. Estaba ocurriendo. Rayo se iba desintegrando y ella… lo estaba devorando.

Se le revolvieron las tripas. Una náusea hizo que se encogiera sobre sí misma, y se tapó la boca para contener el vómito. Pero era solo un acto reflejo. Se dio cuenta de que no tenía estómago con el que vomitar. Su verdadero cuerpo era eso que tenía delante, ese monstruo sin conciencia al que no le importaba nada más que satisfacer su voracidad.

—Debes aceptarlo… —Un nuevo atávico apareció. Adoptó la forma de su hermano, un Yade que le daba la espalda. Aquel ser tenía el poder de dañarla de una forma diferente a los demás, pues no era un dolor físico, sino aquel nacido de la tristeza.

Y, sin embargo, no era el peor. Faltaba la representación de su mayor miedo.

No se hizo esperar. El ser que tomaba la forma de Absalom apareció ocupando su sitio junto a Yade y dijo unas palabras que se le clavaron en el alma:

—Va a ocurrir y no puedes hacer nada.

Estaba paralizada, aterrada; aun así, se obligó a mirar. Contempló impotente cómo Rayo se consumía, lo consumían… Cuando no quedó nada más que la parte superior de su rostro, sus ojos se abrieron en una mirada de pánico un segundo antes de desaparecer convertidos en un último relámpago que la otra Summer engulló.

Después se irguió con un cuerpo totalmente ennegrecido y se dio la vuelta, quedando cara a cara ante ella. Sus ojos eran llamas de un azul eléctrico como las de los atávicos, como las del muro. Y las llamas que bullían en su interior y pugnaban por escapar empezaron a quebrar aquella negra piel.

El cuerpo de la otra Summer se rompió como el cristal en un estallido de inconmensurable energía. La luz cegadora lo inundó todo, retorciéndose en un torbellino azulado. Pudo sentir su abrumadora fuerza y supo que no había escapatoria.

La inmensidad la succionó.

Al instante, no era más que una mota insignificante en medio de aquellas llamas, atravesando una especie de túnel a una velocidad vertiginosa. La sensación era extenuante, hasta el punto de dejarla sin aliento, sin aire… Una vez más, no podía respirar.

Se resistió. Luchó por puro instinto, consciente de que no había enemigo contra el que dirigir los ataques. Recurrió a su poder lanzando una onda de energía. Oyó un golpe metálico y, de repente, todo cambió. La sensación de vértigo se detuvo, el azul pasó a ser negro, la luz se volvió oscuridad.

simbolo

Cuando abrió los ojos, se encontraba en una sala medio a oscuras, tumbada dentro de una especie de bañera llena de un líquido más denso que el agua. Al tocarse la cara descubrió la causa de que no pudiera respirar: tenía algo metido en la boca. Se incorporó y se lo quitó. Era una máscara respiratoria conectada a un tubo que le llegaba hasta la tráquea. Sacarlo todo le dio arcadas, pero se impuso la tos. Un ataque de tos que le obligó a expulsar el líquido que había llegado a tragar.

Se apoyó con dificultad sobre el borde de uno de los lados de la bañera mientras recobraba la respiración y rogaba por que la cabeza dejase de darle vueltas. Mareada y confusa, no reconocía el lugar donde había despertado. Se dio cuenta de que estaba llena de cables conectados a su cuerpo, algunos por ventosas, otros se le inyectaban directamente bajo la piel de las muñecas. Se lo arrancó todo a tirones y, movida por su aprensión, trató salir de la bañera. Pero lo máximo que consiguió fue dejarse caer pesadamente al suelo, ya que sus piernas no tenían fuerzas para sostenerla.

Se quedó tumbada, con los ojos cerrados pero el oído atento. Solo un leve pitido rompía cada ciertos segundos el silencio abrumador que la rodeaba y, a juzgar por su sonido amortiguado, su origen debía encontrarse a cierta distancia de allí.

Cuando logró enfocar la vista, miró a su alrededor. Estaba en un cuarto diáfano, sin muebles, sin objetos ni adornos de ningún tipo; tampoco tenía ventanas y solo había un acceso, una sólida puerta que se encontraba entreabierta y por la que entraba algo de luz.

Aquella habitación difería de la ostentosa decoración del crucero. Y, por otro lado, estaba limpia y nueva, construida con materiales de alta calidad que se alejaban de las estancias desvencijadas y llenas de moho del barco en su versión pesadilla.

Entonces se fijó en un bulto que había cerca de la puerta. Era una robusta plancha de acero y, a pesar de eso, estaba abollada, con indicios de haber recibido de lleno una de sus llamaradas. Comprendió que se trataba de una cubierta, y tenía el tamaño exacto de la bañera. Al girarse hacia esta, la revelación vino de la mano de un estremecimiento, pues lo que había creído una bañera no era tal cosa. En realidad, se trataba una cápsula muy similar a aquella en la que se hallaba su hermano cuando lo encontraron por primera vez.

De modo que aquella pesadilla se había tornado por fin en su peor aversión y había transformado el absurdo barco en Kimantics, o algo muy similar y terriblemente realista.

De hecho, demasiado realista…

Poco a poco, fue tomando consciencia de la sustancial diferencia entre ese momento y los vividos en el barco. No era solo el lugar, sino también la forma de percibirlo. Hasta que fue capaz de discernir entre ambos mundos con claridad, como quien despierta de un sueño muy vívido y tarda unos segundos en volver a la realidad.

Y de repente lo supo. 

Nada de aquello había llegado a ocurrir.

Pero…, si el crucero no había existido, ¿dónde demonios estaba?