Introducción a The Idea of History in Felipe Guaman Poma de Ayala, 1970
Una de las mayores limitaciones en el estudio de la sociedad andina antes de la Conquista es que, por haber carecido de escritura, esta no nos ha dejado testimonios escritos. Toda nuestra información deriva de fuentes de segunda mano y está empañada por el bagaje cultural de aquellos que las compusieron. «Los acontecimientos indígenas ocurren a la española o quizá a la romana o a la griega», decía Marcos Jiménez de la Espada a fines del siglo XIX acerca de las descripciones pasadas de los indígenas incluidas en las crónicas de los siglos dieciséis y diecisiete. Esta situación fue admitida por muchos de los historiadores y sociólogos que lo siguieron a lo largo del siglo XX, pero que olvidaron lo que sus palabras implicaban. La crítica histórica de las fuentes se desarrolló a través de preguntas que recibieron el estímulo de una tradición cultural diferente de aquella que trataban de entender. Estas preguntas podían ser válidas para su propio contexto occidental, pero no para aquel del Nuevo Mundo.
Un historiador moderno tiene más valores en común con un español del siglo XVI que con un indígena peruano. Si está interesado en describir las hazañas de los conquistadores, existen muchos rasgos culturales que pueden ser tomados como dados, en vista de que los valores que se les adhieren están más cercanos a él. Si el cronista narra que tal evento ocurrió en el año 1532 o si una persona tenía 56 años de edad, el historiador moderno no necesita dudar del valor dado a la noción de año. El uso de esta unidad temporal para datar eventos es algo que pertenece a la tradición cristiana común a los cronistas del siglo XVI y a los modernos historiadores. Pero debemos ser cautelosos cuando esta forma de fechar los acontecimientos se asume como operativa para el contexto andino. En este caso debemos primero preguntar por el significado de «año» y por el valor otorgado a los números en aquella sociedad. Dudas también pueden suscitarse sobre la autenticidad de los individuos o eventos vinculados a dichos años ya que no podemos asumir que las tradiciones indígenas compartían nuestras mismas preocupaciones por la realidad objetiva o que dichas unidades temporales hubiesen sido puestas al servicio de datar eventos.
La ausencia de este tipo de dudas ha sido una constante en la historiografía construida alrededor de los incas desde el siglo dieciséis. Así, ninguno de los primeros cronistas alguna vez llegó a dudar acerca de la existencia real de los reyes Incas presentada en las listas dinásticas. Algunas veces se sorprendían de la variedad de opiniones sobre su número o sobre los hechos que se les atribuían a cada uno de ellos, pero entonces el criterio para dirimirlos era tomar partido por el relato «más a la mano» o evadir «conflictos corriendo traslado a un cronista anterior… Ni faltó, por último, quien atenuara los contrastes, como el conciliador jesuita Bernabé Cobo, buscando una media aritmética entre testimonios dispares…» (Araníbar 1967: lxviii). Cuatro siglos después, esta es aún la política «oficial» de muchos de los historiadores modernos y sus escritos siguen campeando en el imaginario que todavía reina sobre la historia de los incas. O, como dice el mismo Araníbar, «…acogen algunas historias al uso que se recitan en los bancos de escuela y que sobreviven en los compendios menores. Hojarasca y maleza que corre riesgo de no dejar, al menor soplo crítico, brizna de seguridad» (Araníbar 1967: lxviii-lxix).
Las listas dinásticas de Incas han permitido a los modernos historiadores conjeturar que la sociedad inca duró 400, 500 o 600 años; que tuvo un origen aimara; que su expansión se inició con el IX Inca Pachacuti; que su historia sigue un desarrollo de una etapa de confederaciones hasta una imperial; que dos dinastías de reyes Incas se sucedieron una después de la otra. Apoyándose en la arqueología, algunos intentos han sido hechos para seguir la ruta de los hermanos Ayar quienes, de acuerdo a las tradiciones indígenas, eran los ancestros de los reyes Incas; y, desde luego, también ha existido gran preocupación por escribir biografías de los reyes Incas tales como las de Pachacuti, Tupa Inca Yupanqui, Huayna Capac y así sucesivamente. La actitud común en todos estos intentos era asumir que los informes de los indígenas, tal como habían sido suministrados a los cronistas, podían ser utilizados de la misma manera que los escritos confeccionados bajo la tradición historiográfica occidental. Desde este punto de vista podríamos decir que todavía existe una gran afinidad entre muchos historiadores modernos y los cronistas de los siglos dieciséis y diecisiete.
Sin embargo, algunos investigadores más familiarizados con las variedades de fenómenos culturales, y más particularmente conscientes de la transmisión cultural y mecanismos sociales en las sociedades ágrafas, ofrecieron serias dudas a tal aproximación. Ya desde 1894 el investigador alemán Eduard Seler planteó la cuestión de que la dinastía de los Incas presentada repetidamente en los textos históricos podía ser meramente ficticia. Sus dudas surgieron de su análisis de las categorías de los grupos sociales que eran significativos para la organización del Cuzco (Seler 1915). Max Uhle, en «Los orígenes de los Incas», negó la existencia de una dinastía de reyes Incas y la consideró solamente como una expresión de meras jefaturas de las distintas panacas. Sin embargo, el material que recogió sobre los grupos sociales del Cuzco lo usó para su reconstrucción histórica (Uhle 1912). José Imbelloni fue el primero en abordar específicamente el problema de la «historia» entre los incas en su libro Pachakuti IX: el Inkario Crítico. Este estudio se mantiene como uno de los más serios intentos por establecer una crítica histórica de los documentos que recogieron las tradiciones indígenas. Como uno de los primeros requerimientos para entender las tradiciones indígenas sostuvo que debemos «despojarnos de las teorías, sistemas y conceptos propios del momento en que vivimos, y luego, con infinita paciencia, sentido de orden y elasticidad de la mente, penetrar en el contorno espiritual del pueblo que las produjo, en el momento respectivo, hasta que nuestro ser interior quede impregnado de esa específica forma mental y afectiva» (Imbelloni 1946: 262).
Este autor ofreció uno de los mejores análisis sobre la representación del tiempo entre los incas e indagó sobre el simbolismo del número «10» y sobre el significado de la división dual de la lista dinástica. En su análisis combinó su conocimiento en el campo de la antropología, historia y lingüística. Pero al intentar rescatar lo que de información positiva contenían las tradiciones indígenas, cometió el error de sustentar sus argumentos solo por referencia a situaciones análogas en otros contextos culturales, sin mayor apoyo crítico. Veamos, por ejemplo, cómo manejó el tema de la cronología andina. Al referirse a la tradición de las cinco edades registrada por el cronista Fernando de Montesinos señala: «Estimo —sin embargo— que también en este asunto debe existir una medida y un límite prudencial, y todo me inclina a pensar que en lo que concierne a la época del Cuzco, o V Milenio, nadie está rigurosamente obligado a denegar que el Hamautta pudiese llevar con cierta exactitud la cuenta de los años del reinado de sus soberanos» (Imbelloni 1946: 265).
Sin embargo, se podría impugnar aquella «cierta exactitud» sobre la base de que los «años» —en aquella tradición— son presentados en un orden simétrico que obviamente parece descartar cualquier interés por la «exactitud». Es interesante notar que de un lado Imbelloni rechaza como míticos los cuatro mil años de duración de las cuatro primeras edades pero, por otro, como obligado a tener que establecer la duración real del Imperio de los Incas, acepta como «reales» los quinientos años de la quinta edad a los cuales suma los cien años que, según sus cálculos, debieron durar los gobernantes que siguieron a Pachacuti. Como conclusión de estos malabares termina afirmando que seiscientos años debió ser el total de la duración hasta la muerte de Huayna Capac. A modo de constatación se apoya además en Blas Valera, Anello Oliva, Gutiérrez de Santa Clara, Cabello Valboa, quienes señalan que la fundación del Imperio inca ocurrió 600 años antes de la Conquista. Siguiendo con estos cálculos deducirá que si el último Inca murió en el año 1525 d.C. entonces el Imperio inca debió iniciarse en el año 925 d.C. (1525 - 600 = 925). Además, apoyándose comparativamente en Egipto y Asiria, donde algunos estudiosos suponían que un siglo abarcaba lo que tres reyes alcanzaban a reinar, nuestro estudioso argentino sostiene que el número de reyes Incas no debió ser de once hasta Huayna Capac, como generalmente los historiadores suponían, sino de dieciocho.
Haciendo un balance de su argumentación, lo más importante que se deriva de ella es haber estimulado una nueva manera de aproximarse a las fuentes haciendo notar la presencia de elementos rítmicos y simétricos enraizados en las tradiciones indígenas bastante distantes a una visión objetiva de la historia. Pero, por otro lado, su mayor error fue no poder sustraerse a las exigencias de un mundo académico que no se contentaba con explicaciones de orden simbólico, sino que quería apreciaciones históricas concretas cayendo en especulaciones muy semejantes a las que criticaba.
Finalmente, tenemos que aludir al revolucionario intento de entender el significado de la «historia Inca» realizado por R. T. Zuidema en El sistema de ceques del Cuzco. La organización social de la capital de los Incas. Su aproximación al tema se alinea muy estrechamente con las tendencias modernas de la antropología social que, en vez de inducirlo a buscar solo datos positivos en las crónicas para reconstruir el pasado «real» de los incas, lo llevan como paso previo a utilizar la «historia Inca» para explicar algunos aspectos de la organización social. Como consecuencia, su perspectiva es más de carácter sincrónico que diacrónico. Conocedor de aquellos elementos «rítmicos» y «simétricos» que las tradiciones indígenas manifiestan, Zuidema intenta desentrañar sus principios subyacentes y relacionarlos a otros aspectos de la organización social inca. Su punto de partida es el sistema de los ceques del Cuzco, que consistía en un conjunto de líneas imaginarias que se radiaban del Coricancha o Templo del Sol hacia los cuatro puntos cardinales. El total que sumaban era de cuarenta y uno, y se ordenaban bajo un patrón de tres grupos de tres líneas en cada una de las cuatro divisiones o suyus del espacio inca. Exceptuando el Contisuyu, que aglutinaba catorce de las cuarenta y un líneas, los otros tres contaban con nueve líneas. Cada línea a su vez tenía un promedio de diez huacas o adoratorios, aunque con muchas variaciones completando un total de 328. Estas huacas eran objetos de veneración y diferentes grupos sociales como las panacas y los ayllus cuidaban de ellas. Las panacas eran consideradas como el grupo de descendientes de cada gobernante Inca y los ayllus como los grupos que aglutinaban a los nobles de condición periférica. Ambos tipos de grupos sumaban un total de diez cada uno y, al igual que las huacas, también se distribuían simétricamente en cada uno de los suyus. Consecuentemente, si las panacas se acomodaban a este patrón simétrico, lo mismo ocurría con los progenitores, es decir cada nombre de los reyes Incas. Sobre esta base, Zuidema sugiere que la imagen de sucesión de los supuestos personajes que encarnaban estos nombres debería ser revisada. Como explícitamente lo señala: «No se puede suponer fácilmente que los gobernantes sucesivos fundaron su propia panaca y que, por lo tanto, la organización del Cuzco era incompleta e inoperativa hasta que terminara el reinado del décimo gobernante» (Zuidema 1995: 224).
Para él, «los gobernantes incas no constituían realmente una dinastía, sino que eran más bien representantes y líderes de grupos sociales […] es posible que en algunas instancias los nombres de los gobernantes no hayan sido nombres propios sino derivados de los grupos a que pertenecían» (Zuidema 1995: 223).
Y más tarde concluye: «Probablemente, esta historia inca era del todo mítica. En la visión inca, los objetivos de su historia no eran tanto dar una imagen del pasado cuanto reflejar el sistema de la organización social del Cuzco» (Zuidema 1995: 363).
La idea de usar el sistema de los ceques como un punto de partida para este tipo de análisis fue en sí misma muy original. De lo que sabemos, Paul Kirchhoff fue el primero en reconocer la importancia de este sistema para la comprensión de la organización social inca, aunque no llevó más allá sus investigaciones (Kirchhoff 1949: 949). Para Zuidema ha sido el tema central para su argumentación. Su análisis lo llevó a sostener un punto de vista con el cual estamos plenamente de acuerdo, como cuando dice: «La única posibilidad de lograr una evaluación bien fundamentada de la imagen histórica proyectada por Rowe y Rostworowski sería aclarando la naturaleza real de la organización del Cuzco y determinando en qué medida se puede interpretar de otra manera el material utilizado por ellos en sus reconstrucciones históricas» (Zuidema 1995: 87).
A través de la interpretación de la organización del Cuzco, Zuidema sugiere ideas muy útiles (para entender la actitud andina hacia el pasado) que debo reconocer han influido en mí. Esto se podrá comprobar a través de los dos últimos capítulos de este libro.
Resumiendo, con referencia a las diferentes aproximaciones a la historia inca, podemos decir, en primer lugar, que la tendencia general ha sido aplicar —ajenos a toda crítica— los modelos occidentales con prescindencia total de los valores inherentes y particulares de aquella sociedad; en segundo lugar, que algunas aproximaciones, aunque conscientes de las diferencias, dejaron de lado el significado de los elementos simbólicos de las tradiciones dentro del contexto social de la sociedad andina e hicieron un uso arbitrario de las sugerencias propuestas por el material comparativo; y, en tercer lugar, que el intento de Zuidema de vincular la historia inca con la organización social provee una base excelente para entender las categorías indígenas del pensamiento y la actitud andina hacia el pasado, sugiriendo una perspectiva sincrónica para evaluar las fuentes.
Habiendo presentado las distintas aproximaciones en torno al problema de la «historia» en el contexto andino, ahora pasaremos a explicar el propósito de nuestra investigación. Nuestra preocupación es entender la representación andina del pasado y contribuir, por lo tanto, a la crítica histórica sugiriendo una perspectiva diferente a la vigente en la actualidad desde donde evaluar los informes indígenas que fueron incorporados en las crónicas de los siglos XVI y XVII. Nuestras miras coinciden con aquellas de Zuidema, pero nuestra aproximación difiere en que como punto de partida usamos un individuo, un representante de la sociedad andina, que puede ser localizado en el tiempo y en el espacio permitiéndonos tomar en cuenta las contingencias históricas que pudieron influir en su manera de ver el pasado. Su nombre es Felipe Guaman Poma de Ayala y al escogerlo nuestro propósito ha sido usarlo como un informante —tal como sus paisanos o él mismo pudieron ser para los españoles, o como los nativos de sociedades de pequeña escala lo son para los modernos antropólogos— e interrogarlo sobre su actitud hacia el pasado.
Huelga decir que nuestras limitaciones serán mayores que aquellas de los antropólogos sociales ya que estamos tratando con una persona fallecida y de quien se sabe muy poco. Todas las referencias sobre su vida son las que él mismo provee y, como veremos, no son muy confiables. De modo que, en cierta manera, debemos tratarlo como un escritor anónimo. No obstante, a través de referencias indirectas que desliza, es posible ubicarlo en el tiempo, en el espacio y en su contexto social, aunque desafortunadamente la información disponible impida ingresar en mayores especificidades. En verdad es algo arbitrario ubicarlo junto con los informantes disponibles que tuvieron los primeros cronistas porque, a diferencia de la mayor parte de ellos, Guaman Poma sabía leer y escribir, gozaba de un cierto manejo del español y su principal testimonio, El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno fue escrito varios años después de la Conquista (entre fines del XVI y principios del XVII), mientras que los informantes estándar de la mayor parte de los primeros cronistas españoles fueron analfabetos, monolingües en sus dialectos nativos y en muchos casos hasta testigos presenciales del período prehispánico. A pesar de estas desventajas el testimonio de Guaman Poma, junto con aquellos de Santa Cruz Pachacuti (1950) y Francisco de Ávila (1966), son nuestras fuentes más cercanas al pensamiento indígena prehispánico. Sin embargo, escogimos la obra de Guaman Poma por sus grandes dimensiones. El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno tiene 1189 páginas de las cuales 399 cuentan con dibujos y su contenido abarca hasta comienzos del siglo XVII. Además de ofrecer una descripción del período prehispánico, la Nueva Corónica también alude a eventos de la primera etapa de la dominación e incluso ofrece un dictamen de la sociedad que le es contemporánea, y critica muy enfáticamente la administración española. Se podría decir que la crónica de Guaman Poma está dividida en tres partes: la primera cubre todo el período prehispánico e incluye tanto las secuencias cronológicas como las instituciones sociales; la segunda, los eventos de la Conquista y las Guerras Civiles entre los españoles hasta los comienzos de la administración del segundo virrey del Perú; y la tercera es una descripción y crítica de la administración colonial. Por consiguiente, la nota más sobresaliente de la Nueva Corónica es que describe eventos que fueron atestiguados tanto por indios, como el mismo Guaman Poma, así como por españoles. Aquí yace, pues, la mayor ventaja de haber seleccionado el testimonio de Guaman Poma: sus apreciaciones sobre una misma realidad, como era el mundo colonial, pueden ser comparadas con las de los españoles. A mi modo de ver esto último tiene la ventaja de resaltar mejor su ideología indígena e identificar más claramente las contingencias que afectaron su obra.
Desde que Richard Pietchmann descubrió la Nueva Corónica en la Biblioteca Real de Copenhague en 1908, este manuscrito atrajo la atención de numerosos investigadores y aún más desde que el insigne antropólogo francés Paul Rivet promovió su publicación, en versión facsímilar, en 1936 a través del «Institut d’Ethnologie» de la Universidad de París. Sin embargo, desde aquel entonces, no existe ni el más mínimo intento que haya tratado de explicar el conjunto del documento en base a la ideología indígena que sus páginas podrían esconder. En realidad, se podría decir que el único análisis sistemático emprendido hasta la fecha ha sido El cronista indio Felipe Huaman Poma de Ayala, escrito por el afamado historiador peruano Raúl Porras Barrenechea (1948). Pero, desafortunadamente, no fue más allá de describir algunos rasgos externos e internos de la crónica sin vincularlos al contexto socio-cultural indígena. Esta carencia de profundidad lo llevó a juzgar a la Nueva Corónica como «pura behetría mental» lo cual, a mi modo de ver, no hace plena justicia del pensamiento de Guaman Poma cuyo único «delito» fue usar categorías de pensamiento un tanto diferentes de aquellas que Porras utilizaba. Otros intentos solo se han ocupado de temas parciales tratados en la Nueva Corónica como son la medicina (Lastres 1941), la ley (Varallanos 1943), la explotación indígena (Lavallé 1968), las cinco edades míticas (Tello 1939; Imbelloni 1944), el estilo de los dibujos (Mendizábal 1961) y, no menos, la vida de Guaman Poma (Lobsiger 1960; Padilla 1979; Baudizzone 1943). Sobre los intentos por abordar este último tema, debemos llamar la atención al hecho de que, en líneas generales, todos los que lo han intentado no han sabido aquilatar los datos que ofrece el cronista ubicándose en la perspectiva ideológica que hereda del pasado prehispánico.
Habiéndonos referido a nuestro propósito, pasaremos a explicar las maneras en que hemos hecho uso del término «historia». Para empezar, diremos que hemos encontrado tres significados para este término que corresponden a tres niveles de nuestro análisis. El primero, que se refiere a nuestra actitud contemporánea hacia el pasado, es lo que nos permite abordar esta investigación. Según este nivel, «historia» alude a la disciplina que se vale de la razón para entender los hechos humanos que ocurrieron en el pasado; esto es, a un proceso intelectual que, como la ciencia, «requiere imaginación, creatividad y empatía así como observación tan precisa como la que un estudioso puede realizar. La historia, como la ciencia, ha crecido tanto intelectualmente en los últimos trescientos años en las sociedades occidentales que ya no se reconoce en su antiguo yo» (Plumb 1969: 12; la traducción es nuestra).
Es con una postura de esta naturaleza que los historiadores evalúan la actitud hacia el pasado de otros como, por ejemplo, el profesor Moses Finley cuando concluye que el término «historia» —que fue inventado por los griegos— careció del significado que ahora le otorgamos. Para ellos solo tuvo el sentido amplio de enquirement («indagación») (Finley 1965: 300). De manera semejante, el profesor Plumb habla sobre «la muerte del pasado», pues aquel pasado que fue usado «para explicar el origen y el objetivo de la vida humana, santificar instituciones gubernamentales, dar validez a estructuras de clase, proporcionar ejemplo moral, vivificar su proceso cultural y educacional, interpretar el futuro, conferir un sentido de destino tanto a la vida humana individual como a la nación» (Plumb 1969: 11), ya dejó de servir a estos propósitos. «El proceso crítico ha ayudado a debilitar el pasado, que por su propia naturaleza disuelve aquellas simples y estructurales generalizaciones con las cuales nuestros antepasados interpretaban el propósito de la vida en términos históricos» (Plumb 1969: 14; la traducción es nuestra).
Pero si para evaluar las ideas indígenas de Guaman Poma hacia el pasado utilizáramos solamente el primer nivel de análisis, estas aparecerían como indistinguibles de las que pudo heredar de la actitud hacia el pasado occidental que dominaba en los siglos XVI y XVII. Las crónicas españolas pertenecientes a estos siglos también participaban de la tradición que Plumb considera como moribunda, al igual que los mitos del contexto andino. Sin embargo, como señalamos anteriormente, los cronistas españoles tenían más nociones históricas en común con nosotros que con aquellas de los indígenas prehispánicos. Con nosotros compartían el mismo modo de registrar el tiempo, la misma preocupación por los hechos individuales y también aplicaron la razón para entender el pasado. Este es entonces nuestro segundo nivel y aquí el sentido que le damos al término «historia» enfatiza la preocupación por situar los eventos en el tiempo, a diferencia del mito que trata principalmente con acontecimientos atemporales y arquetípicos. Es nuestra impresión que es este segundo nivel de nuestro análisis el que con mayor claridad muestra la actitud indígena de Guaman Poma.
Finalmente, en nuestro tercer nivel el término «historia» es usado en su aspecto más genérico para referirse tan solo a una preocupación por el pasado. Es en este sentido que debe entenderse el título de nuestro trabajo. Específicamente como «idea del pasado en Guaman Poma de Ayala», o «el sentido del pasado de Guaman Poma». Hacemos hincapié en este punto porque nuestro propio concepto de historia no corresponde con el que está en la Nueva Corónica. Este nivel nos permite vincular a Guaman Poma con su contexto andino y aquí confrontaremos sus testimonios con aquellos de otros indígenas volcados en las diferentes crónicas.
De lo expuesto podemos decir que mientras el primer nivel de significado permea toda nuestra investigación sobre la crónica de Guaman Poma, en el segundo capítulo el segundo nivel se hará evidente donde nos referimos a la Nueva Corónica con relación a las tendencias historiográficas introducidas por los españoles. Los capítulos tercero y cuarto deben considerarse como una expresión concreta de nuestro tercer nivel y el primer capítulo como una demostración empírica de cómo ha marchado nuestra búsqueda de datos positivos.
El procedimiento seguido ha sido principalmente dejar hablar al mismo Guaman Poma sobre su actitud hacia el pasado. Esta tarea no ha sido nada fácil, pues el español usado por Guaman Poma, además de tener un estilo coloquial y arcaico, es muy confuso pues, como parece, Guaman Poma tradujo las expresiones que plasma directamente del quechua, que era su lengua materna. La oscuridad de sus expresiones es notoria para cualquiera que lee su crónica. Por ejemplo, frecuentemente después de empezar una frase parece perder el hilo saltando a temas diferentes del que viene tratando; los pronombres son usados indiscriminadamente y muchas veces se hace difícil establecer a qué se están refiriendo; los verbos muchas veces no se usan en el tiempo correcto; el género y el número muchas veces no concuerdan; y en ocasiones los significados son dados fuera de contexto. Todo esto revela que un verdadero dominio del español le quedó lejano a Guaman Poma. Desafortunadamente, carecemos del suficiente conocimiento del quechua para verificar cuánto de la sintaxis de este idioma se preserva en el español que usa, como también reconocer el significado de algunas de las palabras quechua que Guaman Poma incorpora en su texto.1
1 Este vacío que tuve en aquel momento ahora ha sido suplido por Rosario Navarro Gala en su libro Lengua y cultura en la Nueua Corónica y Buen Gobierno: aproximación al español de los indígenas del Perú en los siglos XVI y XVII (2003).