La Volkswagen Westfalia no es una furgoneta para madres que tienen que llevar a los niños a clase de fútbol, ni una furgoneta de carga y tampoco una furgoneta familiar. Es única en su género.
La nuestra (por el momento seguiré llamándola «nuestra») es una Vanagon Syncro color gris plomo de 1987. Tiene techo elevable, lo que da más espacio para una cama, y un toldo integrado que va genial para tomar el fresco en verano. Tiene una estufa de dos quemadores que funciona con un tanque de gas propano y un fregadero con bomba conectado a un enorme contenedor de agua, de modo que puedes cocinar y lavar los platos. Tiene un minibar y una mesa plegable que puedes bajar para comer o para jugar. El asiento trasero es abatible y se convierte en una cama muy grande. Si levantas el techo, puedes abrir otra cama en la parte de arriba.
También tiene pequeños compartimientos para guardar cosas en cada hueco y en cada rincón. Está diseñada para aprovechar al máximo cada centímetro cúbico.
En pocas palabras, la Westfalia es una obra maestra.
No obstante, estoy seguro de que está pensada para ser habitada de manera temporal, como para pasar unas vacaciones. Y, en un principio, era lo que Astrid y yo teníamos en mente.
—Debemos llevar solo lo esencial —dijo después de la primera de dos noches de insomnio que pasamos en el sótano de Soleil.
Empezamos a revisar nuestras pertenencias para decidir qué llevar y qué dejar. No fue fácil, pues, aunque la Westfalia hace un buen uso de cada centímetro cúbico, no tiene demasiados centímetros cuadrados.
Así que Astrid y yo ideamos dos preguntas importantes: «¿Es algo que uso todos los días?». Si la respuesta era sí, la metíamos en la furgoneta. Cosas como:
Platos, cuencos, cubiertos, vasos y tazas: dos juegos de cada.
Una olla, una sartén y algunos utensilios de cocina.
Jabón y estropajo.
Champú, desodorante, cepillos y pasta de dientes.
Botiquín de primeros auxilios.
Linternas de cabeza y de mano.
Dos juegos de sábanas, almohadas, sacos de dormir y toallas.
Ropa: la necesaria para una semana.
Una vez que reunimos lo esencial, nos planteamos la segunda pregunta: «¿Es algo sin lo cual no podría vivir?». Astrid eligió una pequeña pila de libros, nuestro juego Trivial Pursuit y sus herramientas para pintar: lápices, pinturas, un caballete y unos cuadernos de bocetos. Yo elegí a Horacio, unos cuantos libros de la serie DK Eyewitness, mi maltratado ejemplar de La niña invisible y otros cuentos y a Mel.
Astrid arrugó la nariz al ver a mi tomte.
—¿Es necesario que venga con nosotros?
A mi madre nunca le ha gustado Mel; dice que su mirada le parece inquietante.
—Sí —respondí. Si la Westfalia iba a ser nuestro hogar temporal, pensé que necesitaríamos toda la protección que pudiéramos conseguir.
Después le pedimos a Soleil algunos utensilios de limpieza y lavamos a fondo la furgoneta. Abelard dejó algunas cosas, entre ellas un juego de herramientas, un impermeable Patagonia, un calentador y una bolsita para sándwiches llena de marihuana. Astrid se quedó con las herramientas y el calentador, y me dio el impermeable. No sé qué fue de la bolsa de marihuana, palabra de honor.
Después de nuestra segunda noche en el sótano de Soleil, metimos nuestras cosas en la Westfalia. Los mellizos de Soleil salieron a vernos; luego, su padre, Arpad, los acompañó a su curso de verano de ingeniería mecatrónica.
Cuando terminamos, fuimos a buscar a Soleil al garaje, que había convertido en su estudio. Estaba trabajando en otra pintura de rosas, en esta ocasión de color rosado.
—Bueno, debemos ponernos en marcha —dijo Astrid.
—¿Y el resto de vuestras cosas?
—Si no te molesta, las dejaremos aquí. Solo hasta fin de mes. —Astrid puso una mano sobre mi cabeza y supe que era la señal para que le lanzara a Soleil una gran sonrisa.
Soleil frunció el ceño.
—Está bien, pero solo hasta entonces.
—Gracias por acogernos —dije, pues me dio la impresión de que mi madre no lo iba a decir.
Soleil dejó a un lado su pincel y me abrazó.
—Me ha gustado verte de nuevo, Felix. Cuídate.
No miró a Astrid. Simplemente dio media vuelta y siguió pintando.