Todos los artistas son actores
Tiendo a pensar que el gran artista —el gran artesano, mejor— es el actor. Quizás sea porque con el paso de los años he ido haciéndome amigo de varios. Tal vez sea porque he sospechado que, luego de pararse en ágoras y en plazas de mercado a contar sus pueblos por los siglos y los siglos, el escritor hoy es un actor que no da la cara. Va a festivales. Firma sus libros en los supermercados: “Señor: ¿dónde está la góndola de los lácteos?”, le preguntan. Responde interrogantes en encuentros con sus lectores. Pero, a no ser que esté presente en las redes sociales y entregue allí su trabajo, vive lejos de lo que llamamos “la gente” con menosprecio y fascinación, y corre el riesgo de preferir su mundo al mundo, y puede caer en la trampa de pensar y ejecutar libros solamente para sus críticos y para sus fantasmas y para sus ambiciones.
Decía, en fin, que el oficio del actor es un buen resumen del oficio del artista. Que su cuerpo es una escultura dentro de una pintura que avanza en el tiempo. Y que todo lo demás —sus máscaras y sus palabras y sus gestos— lo convierten en un enigma por descifrar.
La palabra griega para actor era hypokrites: “el que interpreta”, “el que pretende”, “el que finge”, “el que hace ficción”. Así que todo artista es, a fin de cuentas, un actor. Quizás su herramienta principal y su lenguaje no sea siempre su cuerpo, quizás no encarne los personajes plagados de tics ni las tramas repletas de gestos sobre un escenario —quizás pinte, mejor dicho, quizás componga misas—, pero se dedica exactamente al mismo oficio: actor es sinónimo de dramaturgo, que es sinónimo de pintor, que es sinónimo de ilusionista. Cuando el escritor trabaja, cuando se pone en blanco y cierra los ojos a la habitación en donde está para que las frases no se tropiecen con nada, están en juego sus dedos, su espalda, sus ojos, su sistema nervioso, su desazón: cuesta ver su cuerpo en acción, claro que sí, pues el escritor es falsamente invisible, como los fantasmas, y hoy en día es un actor cobarde, pero como cualquier artista puede ser señalado por la calle como “el que se inventa mitos que consiguen convertirse en ritos”.
Fue el dramaturgo y actor griego Tespis, seis siglos antes de los ojos arrancados y de la crucifixión, uno de los primeros hombres que se paró enfrente de un auditorio a recrear un mito y a desenvolver una tragedia. Tespis, que es el origen de la palabra inglesa thespians y es el espectro que ven los agoreros del teatro, puso a mover al coro como a una marcha de remedos de dioses y se inventó las giras por ciudades diferentes. Y, según se dice en ciertas artes poéticas, fue quien tuvo la idea de que un actor usara diferentes máscaras —para encarnar diferentes personas de un mismo drama, para darles la vida a los diferentes personajes— cuando las historias eran escritas por los poetas pero sólo eran cantadas por los coros.
Por los siglos de los siglos, de la caída del Imperio romano a la Restauración, los actores fueron la certidumbre entre la incertidumbre: fueron bufones, mimos, bandas de sospechosos, payasos, demonios, recreadores de las escenas litúrgicas, hacedores de sátiras y de fábulas, farsantes, recitadores como niños jugando “a que eran otros” enfrente de pequeños públicos. Después, cuando la religión fue la cultura en el principio de la Edad Media, además fueron paganos inmorales usurpando a unos pasos de los templos la sagrada potestad de ofrecer ritos que, como si fuera poco, no sólo no conducían al silencio sino que convertían a los fieles en monstruos sensuales sometidos por sus propias muecas: “¡Atrás…!”. Se iban al infierno de los traidores los pobres actores.
Y peor si eran mujeres, sueltas por ahí como mujeres perdidas, pues los actores tenían que ser hombres.
En la Inglaterra de Ricardo III, antes de Shakespeare, el reino sostuvo pequeñas compañías teatrales para la entretención de la corte y el alivio del pueblo: eran tan comunes las escenas cómicas y las sátiras de la vida diaria como los retablos bíblicos que celebraban el mito del Dios encarnado. Habría que decir, sin embargo, que es en la llamada comedia del arte —a mediados del siglo XVI— que los actores comienzan a ser los protagonistas de lo teatral. Tal vez “protagonistas” sea confuso: tal vez sea mejor decir que “en la comedia del arte, en Italia, es el trabajo de los actores lo que de verdad ocurre en el teatro”.
Quien era testigo de la comedia del arte veía, sobre todo, a un grupo de actores inventar caricaturas, caricaturizar arquetipos por el camino. De cierto modo, veía una especie de espectáculo de vodevil, una suerte de programa de televisión de sketches o de Decamerón espontáneo frente a su auditorio. El género se llamó, en un principio, “comedia de la improvisación”, pues contrastaba con la comedia escrita por los teóricos de 1555, pero sirvió de refugio a los actores profesionales, y fue en esas escenas creadas enfrente del espectador en donde siguieron desarrollando su lenguaje, su arte. Desde que hubo ditirambos para Dionisio, poemas cantados por un coro en la Grecia antigua, hubo ensambles de intérpretes que se dedicaban a ello en sus vidas, pero la comedia del arte dio lugar a un oficio y abrió el camino de la actuación a las mujeres.
Resulta curioso que no se haya escrito más —una novela gráfica o una canción o una ópera— sobre aquella estrella de la comedia del arte: la paduana Isabella Andreini. Hay, eso sí, algunos retratos. Y en ellos, por supuesto, sigue siendo el misterio que tendrían que ser los actores. Andreini dominó el arte de interpretar a la protagonista enamorada, y la volvió compleja y hasta perversa en ocasiones, pero también fue una dramaturga y una poeta reconocida que Torquato Tasso consideró su igual, y fue recibida por los círculos de autores como una presencia brillante. Tuvo siete hijos. Lidió un tiempo en el que los ingleses llamaban “putas tambaleantes” a las actrices.
La comedia del arte fue vigilada por las autoridades católicas como “negativa poetica” y por los críticos del siglo siguiente y del siguiente como un arte profesionalizado, pero todo ello, la persecución y la reflexión seria desde Italia hasta Francia, ocurrió por el formidable éxito que tuvo entre los espectadores napoleónicos a fuerza de presentar sobre los escenarios —como un tarot en broma— las clases de personas de sus tiempos, los tipos de máscaras de aquellas épocas: el enorme retrato del triste Pierrot pintado por Watteau a principios del siglo XVIII, y que está en el Museo del Louvre desde finales del XIX, no sólo recrea al payaso de ropas grandes y pantalones algo cortos, sino que revive a los amantes y al doctor sobre su burro y al capitán que solían aparecer en las comedias.
En la comedia del arte, cada actor sobre el escenario —y cada máscara— encarnaba una emoción, un estado de ánimo reconocible, pero también alguna región y alguna clase de persona que podía uno tropezarse en la calle. Era común que como en las zarzuelas, como en Luisa Fernanda o en La leyenda del beso, los personajes pertenecieran a los viejos que advertían los peligros de la vida, a los enamorados que ponían en marcha la trama, y a los siervos que eran los primeros testigos de la historia. Casi todos llevaban máscaras y muecas que los caracterizaban. Tanto las enamoradas como las siervas mostraban sus rostros. Y era impensable salir al escenario sin los personajes más populares: sin el poderoso Pantaleone, sin el sirviente astuto Arlequín, sin el mimo triste Pierrot, sin la amante pérfida Colombina, por ejemplo.
La historia podía ser la misma, la de una pareja de jóvenes que aprenden de los viejos todos los abismos del matrimonio —por supuesto, el amor, el sexo, los celos—, pero siempre estaba atravesada por las coyunturas y los chismes de la sociedad. Y verla era sacarse de adentro esos personajes que uno era y uno odiaba y uno perseguía porque algo hay que hacer con esta vida.
Todos los escenarios de los actores, de los dramas de misterio a los retablos litúrgicos, de las tragedias atenienses a las mascaradas de la comedia del arte, fueron a dar al teatro isabelino. La Reina Isabel I, que tuvo el mundo en su pulso y mientras tanto supo para qué era el drama, estimuló a las compañías de actores que pusieron en escena las comedias y las tragedias de William Shakespeare, por poner el ejemplo que hay que poner: la compañía de Shakespeare, llamada Los hombres del rey, solía tomarse el teatro The Globe en los veranos.
Tanto las estructuras como las puestas en escena del teatro isabelino sobrevivieron, aumentadas y corregidas, en los cientos de años que siguieron. Luego del revés puritano que convirtió a los actores ingleses, a comienzos del XVII, en posesos del demonio, la comedia de la Restauración se la jugó por sátiras sexuales y por cuadros libertarios tal como las películas españolas reflejaron la rabia y el alivio después de los años dictatoriales de Franco. Puede decirse, sin embargo, que desde tiempos isabelinos el actor empezó a conseguir que sus sociedades lo vieran como un profesional tan serio como los demás, pero que sólo hasta el siglo XX consiguió —y en ciertos países nomás— que sus derechos de trabajador fueran respetados como los de cualquiera.
En el siglo XVIII fue tan común ver actrices interpretando personajes en los escenarios, Antígonas y Ofelias y Medeas perdidas en sus dramas, que se convirtieron —comenzaba a celebrarse aún más al individuo— en celebridades como las de ahora. Y así, con las mujeres incorporadas a los elencos, vieron la luz las farsas sobre las diferencias entre los sexos, y ciertos giros inesperados del amor encontraron su lugar en las obras de Molière, de Goethe, de Schiller, de Gilbert y Sullivan, de Wilde, de Strindberg. Henrik Ibsen, víctima e inventor del realismo, creó verdaderas mujeres atrapadas en sus roles de mujeres: Casa de muñecas, El pato salvaje y Hedda Gabler consiguen heroínas complejas, y particulares, de pie entre la espada de sus maridos y la pared de sus padres.
El actor, hombre y mujer, fue necesitado, alcanzado, celebrado e irrespetado como un artista destinado al olvido y al mero entretenimiento de las cortes y los carnavales. Pero un día de 1895 llegó el cine a las calles. Y las actuaciones quedaron grabadas por siempre y para siempre hasta que la Tierra se encoja y se pierda en el espacio. Y actuar dejó de ser hacer reír como cualquier payaso en cualquier fiesta de cualquier mundo, y, si no ha quedado claro del todo que un intérprete es tan serio como un político y merece una vida segura, si no ha sido obvio que su oficio no es el de la celebridad y la opulencia, al menos se ha reconocido que lo que hace frente a los demás es arte: y que aquellas escenas dichas a su modo, ese esculpirse y pintarse y narrarse, se llaman ficción.
Cómo hace un actor todo lo que hace, cómo hace un ficcionador todo lo que hace, cómo llega al refugio de su propio lenguaje: que usted y yo nos hagamos preguntas como esas significa que al menos sabemos que los intérpretes son un buen resumen del arte.