Y ser nadie no es más que otra fantasía
He notado que cuando mi amigo Carlos Manuel consigue un papel —pobres actores: siempre pensando que su nuevo personaje será el último— lo primero que hace es buscarle una apariencia y una voz. Mi amigo estudió el Método en la academia de Lee Strasberg. Y luego, cuando pasó por Goldsmiths, en Londres, desaprendió aquella búsqueda de sí mismo para dedicarse a la caracterización. Y entonces se prueba bigotes y dientes falsos y lunares cuando tiene un papel. Y ensaya acentos con su oído de músico y de dramaturgo. Y no es un hombre recordándose despiadadamente e investigándose como su propia rata de laboratorio, sino un niño imaginándose en las peores y las mejores situaciones como cualquier niño que juega. Claro que vive hallazgos. Claro que descubre voces adentro de su voz. Pero no se pregunta quién y qué sería yo si fuera este personaje, sino que actúa: es él y es otro, y el resto está en las manos de los espectadores.
Cuando un niño está jugando, por ejemplo, a ser un caballero Jedi, y se ha puesto un saco con capucha para verse grave y sabio con su espada láser, prefiere no tropezarse con su padre en el corredor del apartamento, pero, si lo hace, saldrá del papel y volverá a él sin ningún problema. Lo que importa es que el drama siga avanzando. Lo que importa es que el espectador —él, el niño que juega, en ese caso— tenga fe en lo que está viendo. Puede un actor cargarse a sí mismo de todos los gestos y todas las voces, y verse torturado y cejijunto para hacer evidente el dolor de su personaje, pero al auditorio suele bastarle lo que está sucediendo en la historia para comprender la procesión que va por dentro.
No es necesario que Cecilia caiga de rodillas para que entendamos su desilusión devastadora en el final de La rosa púrpura del Cairo. Es suficiente una lágrima para que sepamos que al protagonista de Las confesiones del Sr. Schmidt por fin se le ha desatado el nudo de la garganta. El sheriff Little Bill Daggett no tiene que arrastrarse por el bar, ni tiene que gritar “¡nooooo!”, para que entendamos que lo que más le duele de que le hayan disparado a quemarropa es que justo estaba construyendo una casa. Norma Desmond gesticula como cualquier estrella del cine mudo, se acerca a la cámara como una enajenada en blanco y negro, porque más que una estrella es una persona que sobreactúa.
Suele repetirse que en plena filmación de Maratón de la muerte, la absurda obra maestra del inglés John Schlesinger, Dustin Hoffman tomó la decisión de pasar en vela la noche anterior para ser capaz de encarnar los nervios de punta de su personaje: un estudiante perseguido por un nazi. Su coprotagonista inglés Laurence Olivier, famoso por llevar al extremo sus personajes shakesperianos, le dijo “¿por qué no tratas de actuar?” cuando lo vio hecho una maraña de nervios. No era una agresión, pues Hoffman y Olivier fueron buenos amigos, sino una ironía contra los extremos a los que puede llegarse en la aspiración de hacer arte.
Por supuesto, todos los métodos pueden dar lugar a obras maravillosas, a interpretaciones inesperadas. Pero ni un gran investigador, ni una persona que lo ha experimentado todo, ni un tipo contenido, ni un marginal liberado, ni un conservador, ni un liberal, ni un filósofo, ni un payaso, ni un esotérico, ni un pragmático, ni un sobrio, ni un borracho, ni un gringo, ni un inglés tienen garantizada una buena actuación. Toda obra de arte es, eso sí, la voluntad de un disciplinado ficcionador que va al trabajo dispuesto a improvisar. Carlos Manuel prepara hasta la madrugada su papel: sabe bien lo que quiere y lo que necesita. Siente compasión, pues es la forma más efectiva a la hora de lidiar con los demás, así el personaje de esta vez sea un psicópata. Y llega puntual al set de grabación listo a que por el camino le aparezcan al personaje los tics y las muletillas que aprendemos de los otros.
Cada personaje es Frankenstein, cada personaje es Pinocho: monstruos de retazos que sueñan con ser personas de verdad. Si cada uno de nosotros es, de cierto modo, una ficción, una puesta en escena, una caricatura del caos que somos —una máscara que hace lo mejor que puede para ser una cara y para probar que no somos sólo un cuerpo, sino una originalidad invisible—, un personaje es parte del desahogo, de la digestión, de la catarsis de una persona, de la búsqueda de una esencia, de la resta de todo lo ajeno en nuestra personalidad —se dice en La inmortalidad— en procura de un resultado que sea quienes somos. Una persona es un montaje. Un personaje es el desterrado de un ficcionador que goza y padece la invasión de tantas voces.
No hay que ser un artista, por supuesto, para verse convertido en personajes. Muchos que no tienen la pericia del arte entre sus talentos, y que padecen un giro dramático que se les ha escapado a sus cerebros, se dejan ocupar por personajes: un loco es incapaz de contar su historia porque es un personaje consistente y literal atrapado en una trama escrita por quién sabe quién; un fanático es un hombre de bajas defensas que se deja poseer por una ficción moralista —se venga del mundo creyéndose el vengador de una causa— que le da sentido a su vida; un hombre común y corriente, desesperado por cargar su vida de sentido dramático, de propósito, puede llegar a viejo lejos de la autocrítica y convencido de que todos sus errores fueron una conspiración.
Habría que escribir una novela sobre el actor inglés Peter Sellers. Que, lejos de los métodos, desde muy temprano supo convertirse en otro. Hizo voces. Inventó personajes delirantes. Se puso pelucas y bigotes y dejó de voltearse cuando lo llamaron por su nombre. Participó en varias obras maestras del cine: El quinteto de la muerte, Dr. Insólito, Un disparo en la sombra, La fiesta inolvidable y Desde el jardín. Y pasó por los platós del mundo entero y se codeó con las grandes estrellas y, según dicen sus biógrafos, consiguió que nadie en el mundo —sólo su madre— supiera bien quién era. De tanto ser otro, de tanto asumir personajes por completo para lavarse las manos sobre su propia personalidad, logró ser nadie, nada.
Roger Lewis rescata, en The Life and Death of Peter Sellers, una de sus respuestas usuales a la pregunta por su extrañeza: “Yo no tengo personalidad propia, verá, jamás podría ser una estrella por culpa de esta condición: no sería capaz de interpretar a Peter Sellers del mismo modo en que Cary Grant interpreta a Cary Grant, por ejemplo, porque no tengo una imagen concreta de mí mismo. Me miro en el espejo y lo que veo es a alguien que nunca creció: un sentimentalista que va de grandes alturas a abismos negrísimos. Es extraño, sí, pero cuando estoy interpretando un rol siento que es un rol interpretando un rol. Cuando alguien me dice ‘estuviste genial como fulano o como mengano’ pienso que debería decírselo a fulano o a mengano, y cuando termino una película siento una terrible y repentina pérdida de identidad”.
Peter Sellers bordeaba la locura, por supuesto, aunque sobre todo fuera un genio, pues insistía e insistía en que cuando no estaba actuando era el fantasma de nadie (“Hubo una vez un yo, pero pedí que me lo removieran quirúrgicamente”, dijo en El show de los Muppets) porque le convenía que nadie tuviera que asumir la responsabilidad sobre su violencia y su crueldad, pero también porque ser nadie era un verdadero alivio para un espíritu torturado y asaltado por el horror y la autodestrucción, y ser nadie —ser un misterio imposible de resolver, ser nada y además ser invisible— es lo mejor que puede pasarle a un artista si pretende que su personalidad no interfiera con su obra. “Trato de asumir una nueva personalidad siempre que puedo”, dijo. Y no hablaba solamente de las películas, sino de su propia vida.
Si uno ve a Sellers de película en película, sin embargo, si por ejemplo ve seguidas las cinco obras citadas, descubre que algo queda de esa personalidad inasible de rol en rol, algo se ve, algo se escapa. Quizás sea su mirada, que quiso tapar con gafas gruesas y gafas oscuras tantas veces, la que delata la tristeza del hombre que prefiere perseguir la originalidad a resignarse a sí mismo, que ha llegado a la conclusión de que es mejor actuar a ser y es mejor la ficción que todo lo demás porque a todos nos ha sido negada la realidad, y fracasamos y caemos en el ridículo cuando tratamos de poner los pies sobre ella.
Sellers, como tantos protagonistas de este mundo, entendió el poder y la fama como un camino para permitirse ser un niño, para librarse de las responsabilidades, para desapegarse de las miserias y de las rutinas de la vida. Sellers —cuenta Lewis— se resistió a lo prosaico, y no puso a calentar el agua para el té ni tendió su cama, y más desde que se convirtió en una celebridad. Se dejaba poseer, como un médium, como un Leonard Zelig capaz de transformarse en cualquier cosa que lo salvara de responder por sus gestos, por todas las personas que podía ser, por todas las personas que se encontraba por el camino, y entonces podía ser un tipo gris o un optimista de carcajada limpia o un suicida incapaz de quitarse la vida, nublado y quieto.
Ciertos artistas corren ese riesgo: el de tratar de ser nadie. No quieren ser lienzos en blanco sobre los que se pinten retratos borrables ni pretenden ser cajas vacías que se ocupen mientras dura el drama siguiente ni investigadores que se muden a otro mundo mientras estén trabajando, sino mujeres y hombres sin personalidad: ceros. Están dispuestos, por supuesto, a desligarse de los lugares comunes de la vida: el amor y la muerte, los padres y los hijos. Y suelen perder esa apuesta estrepitosamente. Sellers es Sellers, aunque sea otro todo el tiempo, pues sus ojos —y su nombre y su genio, que lo delata— se asoman detrás de sus máscaras maravillosas. Y sus hijos hablan de él con la misma extrañeza con la que todos los hijos hablan de sus padres.
Y es una decepción para los unos y una fascinación para los otros como cualquier hombre cuando se le mira con cuidado.
También los actores que pasan meses y semanas convertidos en otros y que se pierden de verdad perdidos en todos sus personajes —Johnny Depp, Daniel Day-Lewis y Tom Hardy, entre tantos— piden que sus nombres aparezcan en los créditos de sus películas. Son otros y son ellos: Day-Lewis es Lincoln, por supuesto, con esa voz aguda y nasal que escuchó entre los sueños, pero todos sabemos que es él —empezando por él— así acordemos perdernos también en la trama. Los actores son sus cuerpos y son sus nombres como los pintores que firman sus lienzos en las esquinas o como los músicos que —igual que Paul Simon y Peter Gabriel— cantan canciones experimentales y completamente desligadas de sus últimos estilos, pero con sus voces de siempre: “Hello darkness, my old friend…”.
Y es ese fracaso en el empeño de ser otro, ese intento fallido y magistral de no repetirse, lo que está sucediendo en las obras que nos fascinan.
Cuando Carlos Manuel encarna a un personaje, y busca su disfraz y prueba su nueva voz y sus nuevas cejas, se dedica por completo a él, y trata de que su personalidad no interfiera con la historia: trata de que los espectadores le crean para que no rompan el pacto secreto de olvidar por un rato que ese drama es sólo una ficción. Pero sigue siendo él a pesar de todo. No deja de ser un misterio, “el hombre que hace todos esos papeles”, pero sigue siendo él. Y es en ese pulso entre su persona y su personaje, en ese pulso entre su rol de la vida y su rol del drama en cuestión, un pie en la realidad y un pie en la ficción, en donde está el juego y está el arte. De lo contrario es locura.