El poeta descubre una clase de belleza
Cuando se habla de poesía se habla de un lente para ver el mundo. Quizás, también, de un estado en el que las cosas adquieren sentido de pronto, como cayendo en cuenta de la vida, como encontrando, entre nada, la pieza del rompecabezas que faltaba. Quien se dedica a la vocación de la ficción se dedica a los hallazgos, a articular las palabras y las ideas sueltas, a filmar puestas en escena de este mundo que nadie había visto antes, a pintar paisajes y ventiscas que nadie sabía que existían, a pronunciar lo que todos tenemos en la punta de la lengua, pero ninguno de nosotros ha podido pronunciar: se dedica, en fin, a la poesía. Y su segundo pago, el que no cobra, es el agradecimiento de quienes leen en busca de que alguien ate los cabos.
Podría llamársele poeta a cualquier artista, tal como se le llama miope a cualquiera que padezca de miopía, o chistoso a cualquiera que sufra de humor, pues es claro que la poesía no está en el mundo sino en la mirada y que es un estado que comparten quienes escuchan el llamado entrecortado —y hoy en día la señal es tan débil— de los futuros mitos.
Es fácil imaginarse a un poeta contemplativo, sonriente y resignado por dentro, capaz de recobrar el aliento justo a tiempo entre el mundanal ruido. Por qué no: también hay corredores de bolsa zen, también hay hombres que hoy en día cruzan las campiñas bucólicas que en la teoría cruzaban ciertos poetas de aquellas eras que no ocurrían en vivo y en directo. Y sin embargo, lo más probable, tal como dice Kayser, es que el poeta sea un hombre en pugna con el presente, un niño que se la pasa viviendo y sólo tiene tiempo para lo breve, un descubridor de noticias de última hora que tiene el buen oído que se requiere para que nada falte y nada sobre a la hora de poner al día a sus lectores.
Cuando me he hecho amigo de alguien, creo, me ha derrotado su buen oído para el humor: si algo se parece a la poesía ese algo es el humor, y si algo se parece al verso y al poema ese algo es el chiste. El mundo está lleno, y alguna universidad gringa habrá de emprender el estudio que lo compruebe, de poemas cojos que tienen palabras de más y de bromas flojas que fallan por una frase innecesaria que se parece demasiado a reírse del propio ingenio. El humorista ve el mundo como lo ve el poeta, a la espera de una sorpresa, pero se le resiste decididamente a la trascendencia. Y también está condenado, felizmente, al presente, a las victorias y las miserias y las carcajadas y los silencios incómodos de lo que está pasando ahora.
El ficcionador puede ir de menos a más, en zoom out, como Paul Auster, en su ilusión de parodiar y documentar el mundo, y puede irse abriendo como un puño: poema, poema en prosa, cuento, relato largo, drama, novela corta, novela. Pero el ficcionador, que es quien predice los mitos, puede también quedarse para siempre en el poema. Finalmente, el poema es la esencia de la literatura: deja completamente en claro que lo literario se teje mientras se está leyendo, que es la puesta en escena del lector y es una especie de pentagrama esperando a ser notado por los virtuosos y los competentes y los improvisadores y los que apenas están aprendiendo a leer notas.
Un relato es poético si es el descubrimiento que hace una mirada y es más literario entre más requiera de la competencia y el oficio del lector. Y quizás sea el poema, en ese sentido, el más literario de los textos. Y tal vez sea el poeta, entonces, el ficcionador que más pende de un hilo.
Si el drama es la esencia de la ficción, si es cierto que detrás de cualquier puesta en escena humana hay un drama (“No hay objeto de estudio al que la dramatización, histórica o de cualquier clase, no ilumine”, dijo el botánico Patrick Geddes, y quería decir que todo lo del mundo y todo lo humano es una sucesión de accidentes que empujan a la búsqueda de un clímax), es sensato suponer que también el poema es un pequeño relato en tres actos, que incluso el poema es una pregunta por el verso final y comparte con todas las obras la vocación humana de ir desde el principio hasta el final. Tiene sentido asimismo pensar en el poeta como un arqueólogo del presente, un descubridor de suvenires de lo que está ocurriendo en este preciso momento, un investigador y un fabricante de recuerdos.
El ficcionador que se dedica al poema comparte con sus colegas, pues, la intuición del drama, el propósito de llevar al lector a ese último verso como una sentencia o un silencio o una lápida. Pero no pierde su tiempo en el futuro, ni se deja atrapar por el pasado aunque su memoria le interrumpa el presente. Corre, más que cualquiera, más que el pintor, más que el novelista, el riesgo temible de amar sin ser correspondido: ¿quién va a encontrar esa botella en el mar?, ¿quién va a estar, hoy, a la altura de la tarea de descifrar ese enigma verso por verso?, ¿a quién se le ocurre lanzar al mundo un texto entre la filosofía y la derrota, entre la imagen y el ritmo, que depende tanto de la pericia de los desconocidos?
Habría podido escribir mi tesis sobre Paul Simon. Habría querido quejarme de que la literatura haya tomado el camino de la especialización, como la podología o la psicología, en vez de haberse apropiado —sin desdenes, sin desmemorias— de las obras de los compositores de canciones, de los guionistas de cine, de los libretistas de televisión. Habría querido repetirles lo obvio a quienes aún no lo ven: que Paul Simon es un escritor, como Dickens o Cervantes, y nada tiene de extraño que se valga de la música y que dé la cara como lo hicieron los primeros autores de la historia. Habría probado que sus canciones no han podido ser reducidas a acompañamiento y que siempre consiguen ser oídas por medio de pequeños cambios en sus estructuras que resultan sorprendentes a quienes se han acostumbrado ya a dejar de oír hacia la mitad de la grabación.
Habría puesto estos ejemplos para demostrar que su estado es el de la poesía y que su auditorio está obligado a trabajar con él para que sus canciones puedan ser todo lo que pueden ser. Habría contado que dos veces, ante la pregunta de “¿y ahora qué…?”, dejó el drama como recurso, como eje, para dedicarse al drama como género, y en 1980 presentó una buena y ninguneada película titulada One-Trick Pony, que escribió y protagonizó, y en 1998 estrenó un musical llamado The Capeman, que compuso y redactó con Derek Walcott, pero que siempre ha vuelto a la canción —o al poema cantado o al pequeño drama— porque es un artista que se siente mucho más cómodo en su propia voz, porque lo suyo es sugerir novelas, pinturas, películas, vidas, descubrimientos, teorías en apenas cuatro minutos.
Si hubiera hecho la tesis sobre la poesía de Simon, si en aquella oficina de la facultad no me hubieran atemorizado con la exigencia de “un marco teórico que pruebe que la canción hace parte de la literatura”, habría puesto estos versos como ejemplo: “And these streets / Quiet as a sleeping army / Send their battered dreams to heaven, to heaven”; “Oh, we come on the ship they call the Mayflower / We come on the ship that sailed the moon / We come in the age’s most uncertain hour / And sing an American tune”; “Hurry on and remember me, as I’ll remember you / Far above the golden clouds, the darkness vibrates / The earth is blue”; “God only knows / God makes his plan / The information’s unavailable / To the mortal man / We’re working our jobs/ Collect our pay / Believe we’re gliding down the highway / When in fact we’re slip slidin’ away”. Habría sido una lista infinita.
Y habría sido claro que lo suyo es escribir canciones dramáticas hechas de versos a los que suele no sobrarles ni una sola palabra, que siempre siempre alcanzan su clímax. Pero que se vuelven todo lo que pueden, sátiras de estas vidas, profecías escalofriantes, reivindicaciones justo a tiempo, en los oídos de sus oyentes.
“Somewhere in a burst of glory / Sound becomes a song / I’m bound to tell a story / That’s where I belong”, canta Simon. Y es una declaración de principios, y un ars poetica, y una tarjeta de presentación de hace diecisiete años, pero es también una pista de lo que puede esperarse de un poeta: una revelación en el silencio, una voz suya que se va volviendo un poema y un drama que consigue su clímax antes de que sea demasiado tarde. Podrá el poeta perfilar personajes de novela en un par de versos: Eleanor Rigby, Mrs. Robinson, Prufrock, decíamos, viven imaginados y en el mundo como cualquier Ana Karenina gracias a sus oyentes. Pero lo suyo es echar a andar a los demás por el mundo, pronunciar impronunciables secretos a voces, y ya, y empujar levemente, como un giro dramático, las vidas ajenas que se le acerquen: “Que el verso sea como una llave / que abra mil puertas”, escribió Huidobro hace cien años, “sólo para nosotros / viven todas las cosas bajo el Sol. / El poeta es un pequeño Dios”.
Por supuesto, cada poeta es cada poeta, cada poeta es un dios de una esquina: una mirada, una distorsión, una suma propia de pequeños descubrimientos. Pero los mejores suelen compartir el buen oído que sirve al humor y sirve al poema y sirve a la sabiduría; tienden a descubrirse incapaces de deshacerse de su propia voz y de lanzarse a la escritura de textos maratónicos —para qué si en “Los dados eternos” o en “Amor constante más allá de la muerte” o en “Tengo estos huesos hechos a las penas” está dicho todo—, y sospechan que es lo justo resignarse a revelar los breves pliegues de la realidad, que es una inútil conspiración, y resignarse a lanzar al aire un poema “palpable y mudo”—dice Archibald MacLeish en 1926—, “sin palabras como el vuelo de los pájaros”, “estático en el tiempo mientras la luna asciende”, “que no signifique, sino sea”.
Dijo Borges de la poesía, el terco oficio de presagiar tradiciones, que se empeña en “ver en el día o en el año un símbolo”, que se trata de “convertir el ultraje de los años en una música…”. Dijo Blake: “Ver un Mundo en un Grano de Arena y un Cielo en una Flor Silvestre”. Podría decirse del poeta, entonces, que ata los cabos e interpreta, que traduce el mundo y juega, y apenas lo confiesa.