IX

Quica Amores

1

Liz se topó con Quica, una mujer difícil, porque así estaba preestablecido, como un insoslayable corpúsculo en su carrera que debía sobrellevar. Era mayor que ella, unos tres años, a lo sumo. La recordaba desde la Escuela de Periodismo, donde siempre intentó destacar por asuntos de vanidad, por considerarse experta en moda más que por sus dotes de comunicadora. Si había alguien bien informado sobre los colores, cortes y modelos de pantalón, de jeans, sobre los estampados, las texturas, las rayas y demás de la temporada, no era otra que la Amores. Tal parecía que su especialidad consistía en acicalarse para ir a un desfile diario de alfombra que empezaba en el vestíbulo de la Facultad de Comunicación Social hasta recorrer todos los pasillos. Y, además de vestir a la moda, llevaba el novio de moda.

Quica Amores no representaba una amenaza para ella, puesto que, de moda y pasarelas, ella no sabía casi nada. Quica era bastante curvilínea, con cuerpo de triángulo, mientras que ella era un pequeño reloj de arena (y eso lo supo tiempo después, gracias a su amiga Lupe, quien le realizó una asesoría de imagen). Se había convertido en especialista en armar y rearmar preguntas, en indagar el porqué de algunas cosas y no descansar hasta llegar al punto medular, pero, en especial, en estar muy consciente del ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿por qué? se generaba la información para redactar un gran encabezado.

¡Qué iba a saber de moda, colores, diseñadores y de ese mundo glamuroso! Creció con cinco hombres en casa y las novias de sus hermanos pasaban de moda muy rápido, más veloces que un mal pensamiento, por eso nunca se encariñaba con ellas, a excepción de con Julia, que llegó para quedarse. Lo único que tenía era amor propio, un espejo que no le mentía y unas ganas inmensas de ser la mejor periodista del país.

Nunca le importó en realidad el comportamiento de Amores y tampoco le prestaba atención a la amenaza de si la llamaba por su nombre de pila o por su alias. Los buenos compañeros comunicadores le advirtieron que, si la llamaban Francisca, Quica, de inmediato los colocaba en su lista negra y lo que venía después era un verdadero calvario. Ella iba a formarse en el arte del periodismo, no estaba en la facultad para compararse con los demás, pero siempre le llegaban rumores de que Quica le tenía mala voluntad. Al final, la Amores se graduó y pronto consiguió empleo en un canal de televisión como reportera mientras ella continuó con sus estudios. Tiempo después se graduó con la más alta distinción que confería la facultad de Comunicación Social y pronto se volcó a enviar hojas de vida a todos los medios de comunicación. Le llovieron ofertas, era desenvuelta, desinhibida, poseedora de una gran empatía, aquellas cualidades la llevaron muy pronto al Canal 59, el sueño de cualquier periodista. Para entonces, ya Quica había sentado un precedente y era la presentadora del noticiero estelar.

Al principio, se mostró como su apellido, de mil amores, y Liz hasta llegó a pensar que lo que hablaban en los corredores de la facultad sobre Quica eran patrañas, aceptando lo que parecía ser una bonita amistad. Quica le proporcionó ayuda y apoyo desinteresados.

En ocasiones, salían juntas a eventos, a fiestas e incluso al cine, pero, con el correr del tiempo, ella fue destacando de una manera impresionante en el canal y hasta se hablaba de pasarla primero al set matutino y luego al noticiero estelar, y Amores, al verse en situación de desventaja, sacó las garras y mostró sus verdaderas intenciones. A partir de entonces le hizo la vida de cuadritos, por lo que era mejor estar en las calles, no solo porque le gustaba y lo disfrutaba, sino porque el ambiente era menos tóxico que en el canal, pese al ruido y al humo de los autos.

Los acontecimientos llegaron al límite cuando una noche olvidó su memoria externa USB, regresó a buscarla y encontró a Quica en una situación muy comprometedora en la sala de juntas con uno de los altos directivos. Necesitaba llevarse sí o sí su dispositivo de almacenamiento, por lo que interrumpió aquellos jadeos y gemidos provocados por la fornicación que se llevaba a cabo sobre la gran mesa, aquella mesa color caoba de extremos redondeados. Su mente se inundó de recuerdos en los que había acariciado la bendita mesa hasta casi sacarle brillo, incluso varias ocasiones en que recostó una mejilla para tomar una siesta cuando volvía exhausta de la calle. Se le erizó la piel y sintió algo de repulsión de solo imaginar que fue capaz de poner su mejilla quizás donde en estos momentos Quica posaba su desnudo trasero, pues hoy la fiesta era en su extremo izquierdo, sabrá Dios por dónde ocurrió antes, por el centro, por el extremo derecho o si el festín recorría la gran mesa de extremo a extremo. Solo sabía que, al día siguiente, antes de cualquier otra cosa, le pediría a Juanita que desinfectara con cloro, Lysol y lo que fuera la gran mesa donde todos colocarían sus manos, excepto ella. Quica quiso ocultar el rostro detrás del dorso de Norberto Campos, pero ya era tarde.

Norberto la siguió impaciente, tratando de abotonarse el pantalón.

—No he visto nada, tampoco diré nada, si es lo que les preocupa, solo necesitaba esto —dijo mientras les mostraba la memoria USB.

Aquella noche fue como si la maldad hubiese tomado forma de mujer y desatado un suplicio sobre Liz, nunca más hubo paz mientras aquellas mujeres estuviesen bajo el mismo techo, o en el mismo canal. Quica no desaprovechó un minuto para dedicarse a destruirla. Es más, juró que desde esa noche la periodista, a quien siempre consideró su rival, no alcanzaría el sosiego hasta que saliera del Canal 59.

2

Las redacciones magistrales y brillantes de Liz no pasaban la prueba, eran refutadas una y otra vez, aunque siempre había sido alabada por su forma de redactar, era asidua lectora de las novelas de escritores hispanoamericanos como Gabriel García Márquez (lo admiraba con profunda devoción, más aún cuando se enteró de que había sido periodista antes de convertirse en un escritor famoso), aunque no era el único, estaban Cortázar, Vargas Llosa, Galeano y Allende, entre otros. De casa admiraba a Tristán Solarte, Joaquín Beleño y otros. Pero no estaba dispuesta a marcharse solo por el capricho de aquella mujer. En definitiva, no le interesaba la vida personal de Amores, o con quién se revolcaba o retozaba, o si la mesa en que lo hacía era redonda o cóncava, de caoba o mármol, o cómo escaló hasta llegar a ser jefe de redacción. Lo que no le permitiría a Quica era que pusiera en entredicho su trabajo. ¡Eso jamás!

La batalla campal entre las dos continuó hasta que el diputado Ramírez llegó para darle la estocada final a Liz.

La sonrisa sarcástica de Quica inundaba el salón. Ella misma redactó la carta de despido y disfrutó cuando Norberto Campos, director ejecutivo y yerno de Eustaquio Mondragón, dueño del canal y de Panamá entero, le comunicó que la empresa había decidido prescindir de sus servicios. Ella sabía de sobra los motivos, no siempre la vida es justa. Salió con la frente en alto caminando erguida y orgullosa de la gran profesional en que se había convertido. Luego de recoger sus pertenencias, al pasar, sus compañeros la ovacionaron de pie mientras le expresaban sus buenos deseos.

Antes de marcharse, hizo un alto para despedirse de Juanita, la adorable y querida mujer encargada del aseo, a quien el ser buena persona no le quitaba el defecto de contarlo todo, incluso su propia vida, como un libro abierto. Al abrazarla le susurró al oído las actividades extracurriculares que tenían lugar en la sala de juntas y quiénes eran sus protagonistas, y le hizo énfasis en por qué había que desinfectar muy bien la enorme mesa. Conque Juana Ortega conociera estos hechos, bastaba para que la noticia corriera como pólvora por el Canal 59. No lo consideraba un golpe bajo, sino una forma de pago al cariño de su exjefe.

Dondequiera que metía la cabeza, la corrupción dictaba las pautas. Justo como ese día, ese maldito flagelo le arrebató muchas cosas. Abandonó con pesar aquel sitio con el que tanto había soñado, pero, al mismo tiempo, sentía una sensación liberadora, ya que allí adentro se estaba ahogando en la energía negativa que irradiaba Quica. No obstante, lo peor estaba por venir, pues todas las puertas se cerraron. Así, sin más, desapareció de la pantalla, le entró una depresión tenaz, sucumbió al hastío y la soledad, lloraba a moco tendido, se abandonó a su suerte. Si no hubiera sido por Julia y los mensajes de aliento que recibía en las redes sociales, no quería ni pensar qué habría sido de ella.

La presencia de Quica, los últimos encuentros que se habían suscitado, volver a verla en persona, aspirar su perfume —cuyo aroma la abrumaba desde siempre— había avivado los recuerdos dormidos en su memoria. La mujer actuaba como si escondiera algo, o como si anduviera de caza. Ella la conocía muy, pero que muy bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

X

Sospechosos

 

La lista que había sobre su escritorio la encabezaba Liz Michelle, seguida de Lupe y Federico Contreras; Selene Riverol, viuda de Ramírez; Ambrosina, la mujer encargada del servicio de la familia Ramírez-Riverol; María Fernanda, viuda de Bermúdez; Amada Perea, exfuncionaria de la Asamblea Legislativa y Horacio Pereira, hijo de Venancio y Agripina.

Durante días enteros estuvo siguiéndole el rastro a Liz, montaba guardia frente a su apartamento en diversos horarios al punto de saber cada uno de los pasos y movimientos de la periodista. Uno de esos días vio a la mujer más hermosa que jamás imaginó que sus ojos verían: estaba lejos de sospechar que se trataba de Lupe.

1

La viuda de Ramírez también era sospechosa, y por qué no: la viuda de Bermúdez había mencionado que Ramírez le había puesto la mano encima a su mujer y que por ello le había aconsejado divorciarse. Se dispuso aquel sábado muy temprano a interrogarla, previa cita, pero, al llegar a la casa de los Ramírez, que quedaba por los lados de Condado del Rey, descubrió en los ojos de aquella mujer que estaba más enamorada de su marido de lo que cualquiera podría imaginarse. La encontró con los ojos enrojecidos de llanto, devastada, como si los años le hubieran caído de golpe. Entregó sin objeción los documentos de los bienes de su marido y solo pidió que, si existía la posibilidad de conservar la casa donde estaba en ese momento, donde había sido feliz alguna vez con él, le permitieran hacerlo.

—Qué pena, fiscal. ¿Le apetece algo? Un juguito, té, café.

Lucía una palidez como si estuviera enferma.

—Una taza de café estaría bien —dijo.

La viuda llamó a la mujer de servicio para que prepara café.

La casa de Condado del Rey era de dos plantas, tan lujosa como el apartamento, en tonos blancos, acabados de madera fina en las puertas, piso de porcelanato y columnas de mármol, con patio grande en la parte trasera. Estaba en una esquina, en una barriada de clase alta. Para entrar, le hicieron dejar sus datos en la garita y, tras la confirmación telefónica de la viuda, pudo ingresar.

—Cuénteme, ¿cómo conoció a Ramírez?

Guardó silencio un rato y luego le contó su historia de amor con el político que había iniciado en su natal Chile, cuando un amigo en común los presentó. Ella era una mujer cuya familia gozaba de prestigio y buena reputación en su país. De hecho, le confesó que su padre, un eminente ingeniero y escritor muy respetado, detestaba a su marido por la misma causa que lo hacían los demás.

Arrué pudo ver, entre las fotografías familiares sobre la consola, una Selene bastante joven, y se notaba que era una chica de abolengo, distinguida, con clase.

—Papá nunca lo quiso; cuando lo conoció dijo, y lo repite aún, que además de arrogante era torpe e inculto. Que pobres de mis hijos si les tocaba algo del cincuenta por ciento de los genes de Mati.

El fiscal quedó con los ojos como platos y reía por dentro, al enterarse de cómo lo llamaba en la intimidad. Si los caricaturistas supieran ese dato, habrían hecho buen uso de ello en su trabajo.

La mujer del servicio apareció con dos tazas de café humeantes, panecillos crocantes, tostadas, dip de salmón, jamón, queso, mermelada y jugo de naranja natural. Hicieron una breve pausa para sorber un poco de café y prosiguieron.

También le contó que alguna vez ella vio en él algo diferente, un algo inexplicable, que fue aquello lo que la enamoró hasta soportar todos y cada uno de sus desmanes, y que terminó cuando Mati la abofeteó y la llamó «perra frígida». Qué cruel se portaba con ella, después cuanto había sacrificado por él. El hijo le tocaba el hombro mientras la consolaba: «Ya mami, eso ya es pasado». La hija le entregó un pañuelo y ella enjugó las lágrimas.

—Y ustedes, muchachos, ¿qué tienen qué decir de su padre? —preguntó el fiscal, saboreando un bocado de tostadas con dip de salmón.

El hijo se encogió de hombros mientras miraba a lo lejos.

—Mi relación con él era normal. Lo respetaba porque era mi padre, pero estuve del lado de mi madre respecto a la separación, pues mi papá se volvió un energúmeno, aunque nunca fue caballeroso con ella. Puedo apostar a que mi madre era el trofeo que él exhibía.

En la voz del chico había desconcierto y amargura.

Arrué miró a la chica, y ella le devolvió la mirada.

—Bueno. Mi papito era súper, complaciente, juguetón. Yo era su princesa y él mi héroe. En realidad, a mí nunca me fastidió. No quería que se separaran, eso no, pero en cosas de adultos uno no tiene ni voz ni voto.

Largó un hondo suspiro mientras se limaba las uñas y trasteaba el móvil a un mismo tiempo.

—¿Saben de alguien que quisiera hacerle daño?

Era una pregunta un tanto obvia, pero necesitaba formularla.

—¿Que si había alguien que quisiera dañar a Mati? Por supuesto, fiscal. A nadie le gustaba él, y no los culpo —dijo la viuda.

—Cuando dice nadie, ¿a quién se refiere?

—Bueno, al pueblo, a la gente de su circuito. A la muchachita, la periodista. ¡Uy!, se me escapa el nombre. Ella, por ejemplo, nunca disimuló la aversión que le causaba… Y, así, muchos más.

—Y Ambrosina, ¿qué me dice de ella?

—¿A Sina?, ¡la adoro! Solo que, en cuanto hablé de divorcio, él me la quitó.

Arrué, como de costumbre había grabado la entrevista en su celular. Terminó de saborear el café. Esa mañana no había tomado ni tantito, y le vino muy bien, estaba delicioso y, junto con aquel bocadillo de salmón con tostadas, había comido como los dioses escandinavos.

Luego de hacerle tantas preguntas de rigor como pudo a ella y a sus hijos, se despidió, dejando atrás a aquella mujer sufrida. Partió con la idea de que hasta el más feo de los hombres, tanto física como interiormente, tiene la fortuna de que alguien lo quiera, pese a sus defectos.

La dejó con la mirada hundida y envejecida. De momento, descartó la idea de que pudiese haber contratado a algún asesino para que se deshiciera del marido, a no ser que fuera una gran actriz. De pronto, quizá a ella le hubiese interesado ver muerto al marido, pero ¿y al juez, qué motivos tendría para acabar con él? A no ser que ambas viudas establecieran una alianza para matar a sus maridos. De ser así, debería visitar a Marifé otra vez. Mientras se alejaba de aquella residencia, consideraba más lejana, casi nula, la posibilidad de responsabilizar a la viuda por los asesinatos, era una corazonada. Además, ya había mantenido una reunión con el abogado de ella respecto al divorcio, los bienes se dividirían a la mitad, y los chicos eran libres de elegir con quien querían estar.

 

2

De la otra sospechosa se sabía muy poco. Ambrosina Mendieta era la empleada doméstica de los Ramírez, con quien, para variar, siempre el honorable andaba enojado y discutiendo a todas horas. Sin embargo, la última semana había cambiado su forma de tratar a Sina, como la llamaban de cariño. Ella fue la última persona que lo vio con vida. Según el video de vigilancia del edificio, Sina abandonó el apartamento de los Ramírez casi una hora antes del suceso.

Pasó por Cepeda a su apartamento y juntos viajaron hacia las afueras de la ciudad a bordo del Ford F150 de color gris ratón, se encaminaron a la residencia de Ambrosina Mendieta en el poblado de 24 de Diciembre. Necesitaba que les aclarara algunos puntos sobre Ramírez.

La mujer, de estatura pequeña con figura de manzana y piel cobriza, les recibió en su humilde vivienda en un área rural, la cual estaba pintada de un color rosa encendido, similar a un frasco de Pepto Bismol, que convidaba a mirarla de todas formas. Sus ventanas eran ornamentales y, el piso, de cemento pulido; los invitó a sentarse en unas veteadas banquetas acomodadas en el portal y les ofreció café, eso sí, negro, porque no había presupuesto para comprar leche, y menos crema, sonrió, dejando entrever el espacio negro, como un hoyo, que formaba la ausencia de las piezas dentales frontales de la parte superior de sus encías.

Arrué declinó con amabilidad el ofrecimiento, ya había tomado suficiente cafeína para un día en casa de la viuda de Ramírez, pero Cepeda no pudo resistirse al olor que escapaba de aquel tazón y se mezclaba con el aire hasta llegar a sus fosas nasales.

—Ambrosina, cuéntenos, ¿cuántos años llevaba trabajando para la familia Ramírez–Riverol?

—Una vida entera, señor fiscal. Era una pelaíta cuando llegué de mi pueblo, y anduve por ahí hasta que doña Selene me llevó para la casa de ellos.

—En números, ¿cuántos años serían? —preguntó, con aquella mirada fría y cortante.

—Unos veintitantos, señor —respondió.

Entendía que estaba frente a una mujer analfabeta, pero necesitaba cifras exactas, por lo que intentó reformular la interrogante de otro modo.

—¿Recuerda algún evento importante o dato de cuando se fue a vivir con ellos? No sé, la edad de los hijos quizás.

—Sí, ahora que me recuerdo, José Ricardo, el más grandecito, tenía cuatro añitos; Irenita estaba en la panza de doña Selene.

—Excelente —dijo, en lo que intentaba formular otra pregunta, haciendo acopio de la paciencia, que no era precisamente una virtud de la cual pudiese presumir.

—En ese tiempo, ¿cómo se comportaba la pareja? Es decir, ¿hubo peleas, desacuerdos, algo que recuerde?

—¡Ufaaaa! Vivían peleando. Doña Selene era muy bonita, pero el Ramírez era muy perro. Sí la quemaba a la pobre.

—Entiendo —exclamó, arqueando las cejas.

—Con decirle que la señora me pidió que trajera a mi hija Mónica para que me ayudara en los quehaceres de la casona de Condado del Rey para que la pobre no estuviera sola allá en Mariato, mi tierra —recalcó—, y un día descubrí que el sinvergüenza perjudicó a la pendeja y la engañó con quién sabe cuántos cuentos y, en menos de lo que usted cree, la puse de patitas para el pueblo, y tiempo después nació Elmer. Él ni siquiera fue capaz de darle su apellido, ni un real para el muchachito, y después me le planté firme.

—¿Y usted siguió trabajando a pesar de lo sucedido?

—¿Qué le va a hacer uno cuando es pobre? Mónica también fue pendeja para abrirle las piernas, pero yo le dije a Ramírez que me la tenía que ayudar, porque el muchachito era suyo; si no, iba a contarle todo a la doñita.

—¿Alguna vez fue testigo de que el señor agrediera a la señora físicamente?

—Bueno, así como que lo haya visto, no. Aunque un día le vi el ojo morado, ella trataba de cubrirse con los espejuelos oscuros, pero qué va, a mí naidien me echa cuento. Pero solo fue esa vez que la vi, y con decirle que yo intentaba preguntarle y ella me miraba de reojo.

Se limitó a escuchar la historia de que doña Sina les narraba sobre el extinto diputado en lo que Cepeda se tomaba hasta el último sorbo de café de aquel tazón, hasta que la narración llegó al tiempo presente, justo el 20 de febrero.

—Aquella mañana, ¿me puede contar en detalle cómo sucedieron las cosas desde que usted llegó hasta que se marchó?

—Bueno, llegué como siempre, me tocaba los martes y los jueves. Era su costumbre pelear conmigo por todo, pero fíjese que estaba alegre y no me chistó para nada, eso sí, actuaba de lo más extraño, porque figúrese que se reía y después lloraba. Hasta del Elmercito se acordó y me prometió que iba a reconocer al pelao, pero yo en promesas de borrachos no creo. Eran como las siete treinta de la mañana, le serví una taza de café, ese sí con crema —hizo marcado énfasis— y le preparé el desayuno, pero el pobre hedía a licor y no había pasado ni media hora cuando me pagó y me dijo que me podía ir, que le saludara al Elmer. Y me fui. No me permitió siquiera recoger el desorden. Eso sí, me dio el doble de paga, y me extrañó, porque era de lo más tacaño. ¡Uy! Había que pegarle en el codo pa que aflojara lo que llevaba en la mano —exclamó con los ojos entornados y dando manotadas.

—¿Bermúdez y familia visitaban a los Ramírez muy seguido?

—Ufa, eran uña y mugre, cuando los Bermúdez no venían a casa, los Ramírez los visitaban y así.

Agradecieron la hospitalidad de la humilde mujer y se marcharon con la convicción de que ella no era la asesina. Sin ánimo de menospreciarla, ni nada parecido, pero la mente que llevó a cabo tales asesinatos era una mente estudiada, cultivada, perspicaz.

—¿Qué harás ahora? —quiso saber Cepeda.

—Pues pienso ir a Arraiján por la tarde. Hay algo importante que me gustaría hacer. Además, quedé con la chica Louise, la que te comenté cuya madre murió en un accidente automovilístico donde Ramírez figura como culpable.

—Que te vaya bien, hermano, lamento no poder acompañarte, pero conseguí una cita con una muchacha a la que acabo de conocer.

Arrué le dio una palmada en la espalda.

—Ajá, picarón. Ojalá que esta sea tu alma gemela.

Cepeda se merecía una buena compañera. Desde su divorcio con Cristina Pérez, en cuestiones del amor todo le salía mal, al punto de que ya había decidido darse por vencido.

 

 

3

Lupe llegó dando gritos, esa tarde de sábado, por la falta de civismo y el egoísmo desmedido de algunos compatriotas. Liz, que la esperaba junto a Federico y Valentín, se extrañó al verla tan airada. Habían acordado reunirse para festejar un cumpleaños más del historiador.

—¿Se puede saber por qué estás enojada? —quiso saber Liz.

Inspiró profundo y dijo:

—Estuve casi dos horas trancada desde el río Arraijancito hasta donde se inicia el tramo de la autopista. Al principio pensé que era un accidente, pero no. Se trataba del juegavivo de los conductores de siempre.

A Liz le preocupaba el trajín diario que vivía su amiga, no en vano le insistió cientos de veces en que era un error, que lo lamentaría tarde o temprano. A quién se le ocurría vivir al otro lado del Canal de Panamá y enfrascarse cara a cara, día tras día, en un descomunal tranque que, pese a haber dos puentes sobre el Canal, no fluía. Sí, el área donde se hallaba la casa era espectacular, de ensueño, pero se le antojaba como un paraíso con vías de acceso espinadas que dificultaban la llegada.

—Creo que te dije muchas veces que no te mudaras para esta área.

Lupe suspiró hastiada.

—Sí, ya lo sé.

Pero no fue un simple capricho lo que la movió a vivir al otro lado del puente. Ella optó por mudarse casi de inmediato tras la muerte de su madre, a una casa de dos plantas en un lujoso vecindario del área oeste para hacer menos traumática la convivencia con su padre que, al parecer, tenía las neuronas cada vez más tostadas, y así borrar todo vestigio de aquel hogar donde alguna vez fueron muy felices.

La casa estaba valorada en casi medio millón de dólares, pero era, además de amplia, acogedora, un remanso de paz, pues estaba rodeada de naturaleza. La habitación de Federico estaría en la planta baja, junto a la del enfermero. Le envió al abuelo J. M. Le Brun un panfleto informativo además de fotografías, y este le hizo la transferencia de aquella cuantiosa suma que ella, sin que él se lo hubiera pedido, se propuso recuperar con la renta de la otra propiedad de casi el doble de valor en el mercado y que estaba en un barrio de clase alta de la ciudad de Panamá. A pesar de que se sabía heredera de un colosal imperio, Lupe no era dada al despilfarro, y eso su abuelo, un viejo con olfato agudo para los negocios, lo sabía muy bien.

Valentín González, el enfermero de su padre, la seguiría al fin del mundo, de ser necesario. Estaba perdidamente enamorado de ella, cada día se levantaba con la ilusión de admirar su belleza, sus ojos azules como de perro de casta. No le importaban los desmanes de Federico si era capaz de respirar el aire viciado que ella exhalaba, si podía percibir su fragancia, con eso bastaba. No obstante, le advirtió sobre los tranques vehiculares del área oeste, pues Arraiján era una ciudad dormitorio.

No le dio importancia sino hasta que empezó a padecer el martirio de aquellos embotellamientos bestiales, que se agravaron con el mantenimiento de la vía Centenario y la debacle ecológica que surgió por la vía hacia el Puente de las Américas con el movimiento de equipo pesado y la tala indiscriminada de miles de árboles so pretexto de progreso. De inmediato se cuestionó por qué había que sacrificar la flora y la fauna del lugar. Por qué, por qué, por qué…, ¿acaso no quedaban otras opciones?

Pasaba horas de ida y de regreso en la vía Centenario atrapada en aquel marasmo de hojalatas coloridas, nuevas o desvencijadas, entre el ronroneo de motores, unos más recatados y otros más estrepitosos, entre la irreverencia de escapes fatigados y otros ansiosos por tronar en carretera abierta. Pero centenares eran los minutos que se le escurrían atrapada en aquel tranque de muerte, centenario era el desconcierto y la ira cada vez que por el hombro la rebasaban los piratas o los conductores comunes y luego ingresaban abruptamente a su carril. Al parecer, estos se metían por el ano las reglas de tránsito, en especial aquella de «Prohibido circular por el hombro». No podían alegar que estaban apurados, porque ella también lo estaba y, sin embargo, respetaba las normas. Entonces, evocaba una frase que de pequeña le escuchaba a su padre y que ella repetía cual papagayo, y que él le dijo que era parte de un anuncio comercial «El hombre crea y el mono imita». A su mente afloraban aquellos años de su maravillosa niñez, la imagen de Roxana en Going Bananas emulando a los humanos Cole. Lupe emprendió un viaje al pasado, cuando era muy feliz junto a Gual, y sí, por alguna razón, en un canal de televisión local, cuando ellas eran pequeñas, aún pasaban la serie estadounidense y Federico se las ingenió para grabar todos los capítulos tras ver cómo ella y Gual aplaudían emocionadas y Louise preguntaba «Who wants to watch Going Bananas?». Ella las instruía para que hablaran los tres idiomas, su natal francés, el español y el inglés. Hermosos recuerdos, pero un juegavivo le arrebató a su madre, apagó su sonrisa para siempre y cualquiera de esos irresponsables al volante podrían ocasionar un accidente. Los ojos se le llenaban de llanto y en ellos brilló un destello de ira. Esos conductores al parecer habían adoptado el jugar vivo en la carretera como un modo de vida, hubiera o no tranque. Pues bastaba con que uno se saliera del carril por el hombro para que una cáfila de imitadores lo siguieran.

De algo estaba segura: esa carretera llamada Centenario hacía honor a su nombre, porque en ese trayecto el tiempo agonizaba lentamente y ella daba rienda suelta a sus cavilaciones. Las neuronas se le morían de tanto pensar que estamos rodeados por políticos sin sesos, porque solo a un exiguo de mente le cabe en el entendimiento que a una peligrosa carretera como esa, de cientos de kilómetros, se le dé mantenimiento como en un chasquido de dedos. Cuando la palabra «mantenimiento» rayaba en la obviedad. ¿O será que estaba equivocada y que dar mantenimiento a una carretera como aquella significaba que en cada Gobierno se picaran y parcharan tramos, jodiendo la vida a los miles de conductores?

El tiempo andaba a paso de tortuga, los trabajos parecían no finalizar nunca en aquel desastre de hormigón, pues de pronto un día cerraban el carril izquierdo y más adelante el derecho, y así en ambos sentidos hasta provocar que los autos, como carritos chocones, acabaran estampados unos en los maleteros de los otros. Y, pasados algunos meses, volvían a trabajar sobre la misma área de antes produciéndole un déjà vu, cuando aún quedaban tramos de losas intactas. A ella le parecía aquello un relajo para hacer tiempo y hasta para justificar el monto oneroso que acarreaba aquel mantenimiento a la ligera. ¿Quién les devolvía a ella y a toda esa gente del oeste su valioso tiempo? Pobres de aquellas mujeres, amas de casa. No quería imaginar la retahíla diaria que vivían perdiendo en la carretera casi la mitad de sus vidas y tiempo de calidad que le era hurtado a los suyos.

—También me atrapó el tranque. ¡Pobres los que viven de este lado! —dijo Liz como si le hubiera leído el pensamiento en lo que le sugería de mudarse.

—Tomar esa decisión no es fácil. He notado cierta mejoría en mi padre. Fue por su comportamiento agresivo y por esta carta cargada de rabia y desconsuelo (se dirigió a la oficina y volvió con unas hojas que le mostró a Liz) que empecé a considerar la posibilidad de abandonar nuestro primer hogar para ayudar a mi padre en el proceso de aceptación.

Liz desdobló las hojas, escritas a mano con una caligrafía hermosa, impecable, y leyó en voz alta aquella nota que Federico había titulado:

 

Locura de amor

De Federico Contreras a Louise Contreras-Le Brun

Primavera

Sé que no has muerto, como dicen todos, como afirma Lupe. A veces creo que no te quiere como yo, que ya te ha olvidado, querida Louise.

Las aguas del Sena, que bendijeron nuestro amor, son incapaces de engullir tu cuerpo, de sorber tus cenizas. La gente, como siempre, está presta a invenciones de todo tipo. Las aguas del Sena jamás se beberán tu belleza. Por el contrario, esas tranquilas y apacibles aguas me hablan de ti, amada mía, me envían tu fragancia envuelta en el viento. El Sena jamás te haría daño, amor mío, porque él fue testigo mudo de nuestro amor. Lupe miente cuando dice que te has ido. Que te fuiste con el atardecer, que marchaste por el horizonte hasta tocar el cielo y que no volverás. Miente como mienten todos. Mas yo sé que volverás al atardecer y te esperaré con ansias, Louise, como el día espera a la noche, como la primavera al verano y el otoño al invierno, como la vida a la luz del alba cada día para así saber que vives y que aún eres mía.

Te esperaré, porque aún me sobra paciencia, porque quién soy yo si no estás tú. ¿Qué será del día sin la luz del sol, del árbol sin la caricia de la brisa, de un niño sin el amor de su madre?

Dime, Louise, ¿qué hace un hombre sin amor?

Te esperaré, porque eso te juré una tarde de primavera en Notre Dame: estar juntos en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. De lo contrario, ¿qué caso tiene hacer esos juramentos ante un altar?

Dirán que estoy loco, amor mío. Ya no duermo por las noches, el insomnio se ha convertido en mi fiel compañero y, mientras te espero, él me sostiene con firmeza. Sé que vendrás, me lo dice este corazón enamorado, escucho tu risa brotar de las paredes huecas y contemplo tus ojos de cielo, tu mirada prístina que aún me cautiva como el primer día.

Ellos no me entienden, realmente no estoy loco y, si lo estoy, es por tu amor, y sufro tu ausencia presente e inmediata con la esperanza de que pronto vendrás.

La otra tarde te escuché cantar junto a la ventana y luego tu voz susurraba en el viento, quise ir tras de ti para tomarte de la mano y entonces el suelo me atrapó de golpe dejándome una pierna rota y el corazón intacto. Aún vives en su interior como una llama que nunca se extingue.

Cada día hago un retrato tuyo y luego lo pinto para no olvidarte, porque olvidarte, Louise querida, sería como lanzarme a mí mismo al olvido.

Hoy te ves soberbia en tu retrato. Divina, mi vida, muy mona (como diría Chiqui). Tan tú, tan mía, tan nuestra.

Y sigo esperándote en la place de l´Etoile para recorrer los Campos Elíseos, donde te conocí y te busco envuelta en el aroma de lavanda perdida entre el púrpura y un poco entre el lila. Escucho tu risa que va a parar al viñedo del viejo Le Brun. Ese viejo mañoso de tu padre no nos da su bendición, y nos tumbamos en la vid y hacemos muchas cosas. Nuestro amor se añeja con el tiempo como el vino de tu padre. Creo que allí tu vientre se hizo fecundo y me regaló una de mis grandes promesas.

Y el viejo Le Brun, taciturno y rabioso nos pesca desnudos derrochando amor hasta que por fin comprende que somos el uno para el otro. Yo, doctor e historiador panameño. Tú, la princesa de sus ojos, la heredera de la casa Le Brun y ahora la dueña de mi corazón.

¡Oh, Louise! Nunca vi los Campos Elíseos tan bellos. Ni advertí aquella sensación de cosquilleo. Ni el Sena fue tan glorioso ante mis ojos hasta que vi el mundo a través de los tuyos. Ayúdame, amada Louise:

—¿Qué hace un hombre sin amor y quién soy yo si no estás tú?

A veces hasta yo mismo creo que estoy loco y todo en mí es confuso, también difuso. Me debato en la paradoja de si soy un cuerdo loco o un loco cuerdo, esperando por el amor de su difunta amada o su amada difunta.

Atesoro tu atuendo de aquella primera vez: abrigo de cachemira marrón con tus botas negras, bufanda y gorro de piel. Tu cabello largo y sedoso. Tus aires de reina y de niña bien. En París, a cinco grados quizá, te miré y me miraste y me perdí en tu mirada azul de cielo.

Je m’appelle Federico —dije.

Je suis Louise —respondiste.

Madeimoselle —dije.

Monsieur —respondiste.

Y desde entonces hasta hoy vivo de ese instante. Lo recreo, lo reconstruyo día a día.

Ya no puedo con el tormento de esta pena que me mantiene ajeno a las circunstancias más triviales. Si no vas a volver, llévame contigo al Sena, donde dicen que estás. Llévame en la brisa sobre el mar y ya no me sueltes jamás.

 

—Don Federico es todo un poeta, amiga. ¡Qué bárbaro! —dijo la periodista.

Lupe asintió pensativa, sabía que su padre era un polifacético empedernido.

—No creas, amiga, no creas. Me ha tocado esquivar sus agresiones verbales, más de una lágrima he derramado por sus desplantes de orate.

Dicho aquello, rememoró una de las últimas discusiones que habían protagonizado antes de mudarse para Arraiján.

—¡Lupe, Lupe, Lupe!

Los gritos atravesaban las paredes y aterrizaban en la sala de estar, ella respiraba profundo tomando una gran bocanada de aire mientras se disponía a subir al segundo nivel, ya no se molestaba en correr, se lo tomaba con calma; el ascenso de cada escalón se hacía eterno, escuchaba cómo estrellaba objetos contra las paredes o el piso quizá, se había vuelto intolerante, malcriado, de un tiempo a esa parte.

Tiró de la manija de la puerta sin saber qué sorpresas le aguardaban al otro lado. Valentín recogía los pedazos de material de lo que fueron un vaso, dos platos y una bandeja; optaron por no darle ningún tipo de objetos peligrosos, ni de vidrio ni punzocortantes, ya que estaba muy agresivo.

—¡Ya dije que no quiero esas pastillas, me están volviendo loco! —gritaba enojado.

Volvió a tragarse otra bocanada de aire, esta vez más grande que la anterior, y exhaló profundo.

—¿Por qué crees que queremos volverte loco? —le preguntó.

—¿Y todavía lo preguntas? Tú eres quien quiere enloquecerme porque sientes celos de ella y no quieres que la vea, hasta has inventado que está muerta.

Cerró los ojos, colmados de ansiedad, se llevó las manos al rostro y se las restregó sobre aquel casi perfecto rostro angelical. En silencio clamó por un poco de paciencia.

—Déjanos solos —le ordenó al enfermero.

—Pero, señorita, no es aconsejable. ¡Vea el estado en el que está! —sugirió.

—Haz lo que te pido, por favor. Es mi padre, no me hará daño. Me responsabilizo de lo que pueda suceder —dijo, intentando tranquilizar al hombre.

—De acuerdo, señorita. Estaré del otro lado, por si me necesita —le dijo el hombre trigueño y corpulento, de musculatura maciza que servía para hacer contrapeso a los desmanes y malcriadeces de su padre.

—¿Qué te sucede, papá? ¿Por qué me haces las cosas tan difíciles? — clamó suplicante, pero no halló respuestas en el mudo silencio de la habitación, su padre miraba como a un punto fijo de una realidad distorsionada—. ¿Crees que no la extraño, que no sufro su partida? ¿Qué quieres de mí? Dime, ¿qué esperas de mí?

—Nada, nada... No quiero nada de ti, porque tú la odias —gritó enardecido, y los gritos esta vez trascendieron las paredes, viajaron en el aire y se perdieron en la calle.

Se restregó una lágrima que surcaba su mejilla de porcelana y negó con la cabeza.

—Eres injusto, ¿sabías?

Dicho aquello, miró hacia su padre y supo que no había remedio, que no podía dialogar con él porque él ya no era él, aquel hombre inteligente y sabio por demás, aquel hombre de amplia sonrisa y desbordante jovialidad que el pasado le mostraba entre nítidos recuerdos como en cámara lenta.

Ahora era una especie de títere del dolor que había escogido la salida más fácil para esquivar la realidad y a ratos lo sentía cómodo en ese mundo irreal que se había construido desde la partida de ella.

Esa tarde entendió que el único recurso que le quedaba era seguirle el juego a Federico con la esperanza de que en algún momento la realidad lo trajera de vuelta a su lado.

No más drogas, antidepresivos, calmantes, ni un medicamento más. Hasta entonces nada había surtido efecto, se negaba a ver al psicólogo y lo llevaron contra su voluntad a ver al psiquiatra, y nada ni nadie podía curarlo. Y, sí, quizá Federico tenía razón: él no estaba loco, sino enfermo de dolor, con el corazón destrozado, y eso ningún antidepresivo ni droga podía sanarlo, solo el amor, la fuerza de voluntad, la paciencia y el tiempo.

Conversó con Valentín y le dio nuevas órdenes.

—No prescindiré de tus servicios, en realidad eres muy bueno, pero de hoy en adelante mi padre no tomará medicamentos de ningún tipo —le dijo.

—Y, entonces, ¿cuál será mi trabajo aquí? —preguntó, algo confuso con los ojos pardos clavados en aquella escultura humana con formas femeninas que había sido la protagonista de muchos sueños ensopados.

—Hacerle compañía y estar alerta por si acaso intenta algo descabellado mientras no estoy.

—Entiendo —respondió, siguiéndola con la mirada.

—Debemos evitar incomodarlo y, especialmente, verlo como un enfermo mental. Por el contrario, vamos a animarlo y, si es preciso, penetrar en su mundo para poder ayudarlo. De más está decir que tengo fe en que mi padre va a mejorar de un momento a otro. ¡Dejémoslo vivir su duelo! —le dijo y él solo la seguía con las pupilas extasiadas mientras la mirada de Federico escapaba por la ventana. Haría lo que fuese por seguir allí observándola.

—Por esa razón, querida Liz —dijo—, debo soportar cada día el tranque del Centenario, que ya parece haberme consumido vida, belleza, juventud y paciencia.

Liz escuchaba sus lamentos y las vicisitudes que debía sortear para trasladarse a su hogar de ida y regreso. Se le ocurrió que, con un poco de plática, tal vez Lupe lograra desahogarse y sentirse mejor.

—Ahí están pintados —le dijo—, refiriéndose al desorden de los conductores, que, según ella propiciaba más caos—. Luego se quejan en redes sociales, difunden videos de Singapur, Suecia, Canadá. ¿Acaso no han averiguado que allá las reglas, por insignificantes que parezcan, o se respetan o acabas en la cárcel? —se preguntaba refiriéndose al gigante asiático.

Lupe asintió con un movimiento leve, al tiempo que se limitaba a escucharla.

—Solo me queda armarme de paciencia —dijo.

—La corrupción no solo mora y prospera en los de la clase política, sino también en los juegavivos, esos que andan por los hombros, los que soslayan las reglas de tránsito, los que tiran basura en las calles… Mientras no exista madurez y un pensamiento de primer mundo acompañado de actuaciones cónsonas, seguiremos siendo aspirantes a vivir en un país de primera con pensamiento y acciones de tercera —dijo, con Toto en su regazo, donde se refugiaba de los canes de Lupe.

—Completamente de acuerdo contigo —respondió Lupe.

—Urge un cambio de actitud, de todos y cada uno de los panameños para que la corrupción sufra un traspié y empiece a desmoronarse —le dijo luego, cavilosa.

—Pero, ¿qué hacemos, querida Liz? ¿Cómo acabamos con este desorden? —preguntó, clavando aquella mirada inquieta en la figura de su amiga.

—Es difícil, cuestión de cultura. Esto empieza por uno mismo, en casa. Recuerdo a la vecina que, de niña, llegaba con un lápiz diferente cada día, luego un par de zapatillas, un celular, y la madre nunca se dio por enterada o hizo la vista gorda, hasta que creció y la encontraron con dos kilos de cocaína en el trasfondo del maletero de un auto. O como el ciudadano que encuentra una cartera y, en lugar de reportarla intacta ante alguna autoridad competente, toma lo que le conviene y luego la desecha. Como aquel que sube el volumen de la radio sin importarle el vecino. ¿Te imaginas si les diéramos el poder de regir el sino de la patria solo una semana?

—Sí. Sería una hecatombe, igual o peor que la que estamos padeciendo en manos de los políticos de quinta —respondió Lupe.

—No soy perfecta, querida Lupe y estoy a años luz de serlo, pero trato de apegarme a mi filosofía de vida, que reza: «No hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Es lo único que se me ocurre para sobrevivir en esta sociedad hostil.

Lupe, con su odisea, dio rienda suelta a los pensamientos congelados en la memoria de la amiga, que se desahogó con ella respecto a aquello que, como individuos, había que mejorar, y parecía como si, además de la amiga, alguien más en este vasto universo las escuchara.

El sonido de apagado del motor de un auto provino de la entrada. Tato, Lula y Zenón, tres labradores de pelaje chocolate, crema y negro, salieron en tropel hacia allí, ladrando sin cesar.

La muchacha de servicio, quien, por cierto, no le gustaba para nada a Federico, se acercó a la alegre terraza, semejante a un pequeño paraíso con flores de diversos colores que seducían la vista y alegraban el alma.

—Señorita, Lupe, afuera está el fiscal Arrué —dijo.

—¡Uff! Olvidé por completo que quedamos de reunirnos hoy. Hazlo pasar, por favor.

Arrué se aproximó con aquel andar felino mientras miraba el auto de Liz.

—¿Se conocen?

Marchaba detrás de la muchacha que lo conducía hasta la terraza, mientras los perros lo olfateaban sin cesar: seguro que sentían el olor de Chokoreeto.

Aquella residencia era hermosa, en tonos blancos. En el centro había un amplio tragaluz y a ambos costados caía una cascada que transmitía la tranquilidad y la armonía de una vivienda zen, por el canal donde corría el agua nadaban peces de hermosos colores, qué sensación de paz indescriptible. Echó un vistazo a otro ambiente del salón y vio el bar, entonces descubrió que Lupe y su desaparecida madre estaban ligadas genealógicamente a los famosos Le Brun. Siendo así, ese bar, con lo poco que había visto, además de un alto valor económico, poseía un agregado sentimental que superaba al primero, y el jardín era de una sencillez espectacular.

El corazón le dio un vuelco a Liz al verlo.

—Bienvenido, señor fiscal. Tome asiento. Mi amiga Liz. He de suponer que ya se conocen. Este es mi padre, Federico Contreras.

Arrué extendió su mano para saludar a Lupe, a Liz y a Federico, en ese orden. Sintió que tal vez era inoportuno.

—Si lo prefiere, puedo volver en otra ocasión.

—No se preocupe, fiscal, ya estamos aquí. Hoy festejamos un año más de vida de mi padre. ¿En qué le podemos servir?

—He venido por los casos de Ramírez y Bermúdez, necesito interrogar a todas las personas que de una u otra forma tuvieron algún contacto con ellos o fueron afectados por sus acciones. Durante la recopilación de datos me enteré de la muerte de su madre y de que hasta hoy el caso no ha sido resuelto. Ambos funcionarios estuvieron involucrados.

—El caso se cerró, eso es lo peor, bajo el argumento de imprudencia en el manejo por parte de mi madre. ¡Claro, como los muertos no tienen voz! —dijo Lupe.

—Lo siento, señorita Louise, no es mi intención hacerla revivir un pasado doloroso, pero es necesario para esclarecer estas muertes.

—Y la muerte de mi madre, ¿quién aclara el misterio de su muerte? Es triste vivir en un país donde la justicia se inclina a favor de unos cuantos. Louise era la madre de la prudencia y no existe día en que mi padre y yo no dediquemos una mirada profunda a la que fue su vida. La extrañamos. Ese mequetrefe, baboso, nos la arrebató, y el otro manganzón borró cualquier huella de culpabilidad. ¿Sabe qué creo? Que el karma existe.

—Señorita Louise, le repito que no es mi intención remover sus recuerdos, y menos incomodarla. Ayúdeme con lo que sabe, reláteme su versión de los hechos.

—¿Qué quiere que le diga? Yo tenía dieciséis años, no estaba aquí cuando ocurrió el accidente. Permítame un momento —dijo, y se alejó un breve instante. Luego volvió con un sobre de manila.

—Aquí están los datos recabados por el abogado. Écheles un vistazo. Si de algo le sirve, puedo proporcionarle una copia. Total, el caso ya prescribió.

El fiscal tomó el sobre y empezó a escrutar el contenido en su interior con detenimiento, mientras Lupe y Liz se hablaban con los ojos y Federico se paseaba impaciente por la terraza.

—¿Qué quiere este hombre? —preguntó.

—Nada —dijo, mientras llamaba a Valentín—. Por favor, llévatelo un momento.

Esas eran las pruebas que hacían falta en el expediente de Ramírez, donde el abogado de la parte acusadora lo hallaba culpable hasta la médula.

—¿Cómo pudieron eximirlo de toda culpa?

—Voy a aceptar su ofrecimiento de proporcionarme una copia, si es tan amable.

—Con mucho gusto —respondió aquella mujer de belleza inigualable, mientras se alejaba con rumbo al estudio para fotocopiar el documento.

Liz lo observaba con disimulo, intentando averiguar por qué se ocupaba en persona de las investigaciones de estos homicidios. Cabía la posibilidad de que fuese por órdenes superiores, ya que los occisos eran altos funcionarios y servidores públicos. De otro modo, no hallaba razón coherente para que el fiscal interviniera personalmente en estos menesteres y trámites un tanto burocráticos. Hasta donde ella sabía, ese procedimiento no se estilaba.

—Después necesitaré hablar con usted, señorita Ceballos.

Liz lo miró directo a los ojos, como desafiante.

—Hagámoslo de una vez, si le alcanza el tiempo. Así valdrá el esfuerzo el haber cruzado del área metropolitana al oeste; mejor dicho, de una provincia a otra.

—Bueno, si a ustedes no les molesta, ya que estamos aquí, ¡aprovechemos, entonces!

—¿Qué necesita saber?

—¿Dónde estuvo la madrugada y la mañana del 20 de febrero?

—¿En serio, señor fiscal? Estaba en mi apartamento haciendo el amor con mi novio, o amante.

—¿Él podría corroborarlo?

—Ángela, dígale a Valentín que venga —pidió.

Valentín, el mulato fornido de ojos claros, hizo acto de presencia en la terraza.

—Dígame, Lupe.

—Valentín, cuéntale al fiscal donde estabas la madrugada del 20 de febrero. —dijo Liz.

—Con usted, señorita —respondió.

—¿Está seguro, Valentín? No me mienta —dijo Arrué, escrutándole el alma con la mirada.

—Sí, señor fiscal. ¿Necesita saber más detalles? Si no, me retiro, porque don Federico está insoportable.

—No, muchas gracias —aseveró Arrué.

Sabía que le estaban mintiendo pues el enfermero bronceadito y macizo con la mirada decía casi a gritos «Te amo, Lupe», y haría cualquier cosa por ella.

—Por lo demás, usted sabe la historia de terror a la que me sometió ese maldito de Ramírez. Ambos, gusanos apestosos. Si por eso soy su sospechosa, le diré que me satisface un poco que por fin se haya hecho justicia.

Lupe miraba desconcertada hacia la nada.

—Fiscal Arrué, esto funciona así: cuando muere un rufián de cuello blanco las leyes se hacen valer, la justicia empieza a ver y a escuchar, pero, cuando muere un ciudadano como mi madre o cualquier otro panameño, la justicia se pone la venda, otra vez ensordece y la ley se aplica al más tonto.

El resto de la gente, tal vez, ignoraba la procedencia de los Le Brun y la cuantiosa fortuna que poseían. Arrué acababa de descubrirlo. Hay ocasiones en que ni el dinero puede vencer, por así llamarlo, a una red de corruptos.

—Señoritas, yo estoy aquí porque quiero aclarar todo, incluso la muerte de su madre, Lupe. No lo tomen como algo personal.

—Esa es la frase de moda —dijeron ambas, casi al unísono.

—Liz, ¿por qué Ramírez se ensañó contra usted?

Liz inspiró profundo, como hastiada, solo recordar al extinto diputado le exasperaba.

—Porque descubrí su chanchullo con los terrenos de Mariato. Busque en mis redes sociales, allí podrá ver el video sobre la investigación. Miento, ese ya lo borraron, pero Lupe lo tiene guardado. Si quiere, le pasamos una copia, o se lo reenviamos.

El fiscal asintió.

—Fiscal Arrué, ¿por qué cuando Louise quedó como un vegetal por culpa de ese maldito no hubo un seguimiento, ni indagaciones realizadas por el fiscal en persona? Si quiere escuchar de mi boca que quería que murieran ambos, que me arruinaron la vida una primavera casi perfecta, que se llevaron por delante a mi madre, me la arrebataron de forma cruel y prematura, que enloquecieron a mi padre, desintegraron mi familia y me jodieron la vida, pues sí, es verdad, hubiera querido matarlos. Claro que lo deseaba, cada vez que lo veía a él, a Ramírez, en la pantalla del televisor, arrogante, hipócrita, me hubiera gustado aplastarlo con un camión de basura y reducirlo a nada. No ha habido día o noche en que mi madre no acuda a mi mente en estado vegetativo, que mi padre y su locura no me trastornen. Pero yo, por desgracia, no los maté, se lo dejé al karma, que al final hizo lo suyo, porque por allí hay gente más osada que yo que, en lugar de lamentarse, actúa. Ellos no nos hicieron daño solo a nosotras. Vaya usted a saber a cuántos más les fregaron la existencia.

Arrué la miró desconcertado. Les informó que cabía la posibilidad de que Susana y Cepeda les hicieran una visita para recabar información, pues era necesario para la investigación en curso de los homicidios de Ramírez y Bermúdez.

Ambas mujeres fruncieron el entrecejo, pues ya habían tenido un encontronazo con la pupila del fiscal en relación a la muerte de Ramírez. Susana Estrada podía ser pesada, fastidiosa y hasta altanera cuando se lo proponía.

—Bueno, mejor me retiro. Tan pronto tenga alguna novedad, se lo hago saber. Buenas tardes y disculpen la incomodidad que les he causado.

—Que le vaya muy bien, no pierda el camino —dijo Liz.

El fiscal se deslizó cual felino hasta la salida seguido muy de cerca por Tato, Lula y Zenón.

Lupe les dio una indicación en francés y los canes regresaron junto a ella, en tanto que Arrué echaba a andar el motor del auto.

—Ellas encajan en el perfil del asesino —pensó—, ambas están llenas de rabia y deseosas de venganza. Amanecerá y veremos.

4

De regreso a la ciudad, tomó por la carretera vieja y se adentró con dirección a El Pueblo de Arraiján cabecera. Estacionó a un costado de la iglesia San Nicolás de Bari, anduvo merodeando por el parque que se hallaba en los predios de la iglesia, ya no era ni remotamente parecido al que él recordaba, donde solía pasear con su madre, y viajó en el tiempo a aquella época en que por las tardes ella lo llevaba a jugar con otros niños contemporáneos, y las risas y su carita angelical y el susurro de su voz le llegaron de golpe como si fuera entonces. Adriana jovencita, menuda y esbelta corriendo de un lado para el otro tras él, sacándole cada risa que podía, con su cabellera negra, espesa, que él disfrutaba acariciar. ¿Quién dijo que los niños pequeños no guardan recuerdos de su pasado? La memoria era un banco de datos, buenos y malos, alegres o tristes que, en ocasiones, le causaban nostalgia y felicidad a un mismo tiempo y que, a veces, eran cómplices de la soledad. Y, como dijo Flavia, la hermana de Bermúdez, aquella ancianita venerable, ¿qué sería de una vida sin memorias? Muchas cosas habían cambiado desde que él y sus abuelos se marcharon, no había vuelto a aquel sitio plagado de historias. Pero la cantina seguía existiendo en el mismo lugar de siempre, frente a la iglesia. La pequeña biblioteca Lucas Bárcenas aún estaba por aquella esquina, el local donde vendían raspado estaba cerrado, la tienda del hombre grandulón que parecía un galpón ahora era un edificio, el cementerio yacía a lo lejos en una esquina reservada para que los difuntos desde la otra vida atestiguaran todo, incluso el Cabras. Y la que fue su casa aún seguía en pie, la habían conservado casi igual a como la dejaron los abuelos. Eso fue lo primero que constató al llegar. Cuando decidieron darse otros aires, él tenía trece años, pero recordaba cada detalle. No en vano lo catalogaban como un hombre de memoria fotográfica.

De pronto vio aproximarse a un hombre con una sonrisa pintada de oreja a oreja, sí, sin duda lo conocía, había algo familiar en su rostro, tal vez eran sus ojos.

—Lalito, mi hermano, años sin saber de usted.

Hizo un esfuerzo por acordarse y, de pronto, afloraron los recuerdos, la memoria era mágica, no había duda.

—Sebastián Requena. Hombre, qué placer volver a verlo.

Se dieron unas palmadas en la espalda y se contemplaron como rebuscando esos años maravillosos en los que propiciaron muchas aventuras. Sebas, como le decían, había sido su compinche, cada uno cargaba un biombo para tumbar marañones, mangos y, a veces, cuando uno que otro gavilán amenazaba con cazar pollos, ellos lo ahuyentaban.

—Y, ¿qué lo trae por aquí? —quiso saber el amigo—. Siempre tenemos el placer de verlo en las noticias y déjeme decirle que estoy muy orgulloso de usted. Cada vez que puedo, lo comento con mis estudiantes, usted es lo único bueno que le ha sucedido a este país. En medio de tanta putrefacción, es el único que sabe hacer su trabajo.

Arrué se sonrojó ante el cumplido, que agradeció con creciente humildad.

—Bueno, en primera instancia los recuerdos y, luego, el trabajo. Estoy buscando la casa de Ramírez.

—Ese bribón, con mucho gusto lo puedo guiar hasta la casa de campo, así la llamaba él mismo. Pero queda por los lados de la escuela.

Arrué asintió, encantado.

—Vamos en mi auto.

Y los viejos amigos subieron al pick up plateado. Arrué seguía rememorando ese Arraiján de antaño y divisó una vez más la Loma de Piedra o del Río, como quiera que en verdad se llamara, y otra vez quiso ir allá solo para otear el Cabras y los caseríos y, de paso, hablar con Amada Perea, la exfuncionaria de la Asamblea. ¿Qué habría sido de María Rengifo?, ¿habría estudiado?, ¿tendría familia?

Le comentó al amigo lo de su intención y este le dijo que aquellos confines ya no eran como él los recordaba, pero que igual sería un placer acompañarlo.

Y allí estaba la casa de campo, amplia, deslumbrante, ostentosa. Llamó al portón de hierro y un hombre le abrió y lo reconoció de inmediato. Era el celador, que, sin más, los dejó pasar. En el interior de la finca había una piscina, un área para barbacoa, un jardín bien cuidado, algunos árboles de mango. La casa era de una planta, pero bien distribuida, aunque el verdadero lujo estaba en su interior, los pisos de porcelanato, el granito de los baños y la cocina, los acabados de lujo. Desde afuera no podía apreciarse tanta opulencia, aunque se notaba que era con mucho la mejor casa de aquellos parajes.

—¿Qué harán con ella? —preguntó Sebas.

—No sé qué habrá pensado Contraloría. Solo espero que no la dejen perder.

—Exacto, ese dinero le pertenece al pueblo. A mí me parece que quedaría bien un albergue, o un centro de rehabilitación.

Arrué asintió una vez más. Se encaminó a la salida junto con Sebas. Mientras detrás de ese muro existía el lujo exacerbado, fuera había calles intransitables, llenas de hoyos, una escuela desvencijada, cayéndose a pedazos, un centro de salud que no bastaba para la cantidad de usuarios que dependían de sus servicios, en fin…, mucha gente apocada.

Le dio mucha alegría ver al raspadero, que se aproximaba por la calle que conduce a Talamanca. Aún estaba en forma, como si los años no hubieran pasado por él. Le dio un fuerte abrazo y le compró un raspado para él y otro para el amigo. Otra vez lo visitaron los recuerdos, aquel pito característico de la carretilla, el hombre con la gorrita empujando el carrito para ganarse la vida. A la salida de la escuela allí estaba debajo del palito de mango rodeado de chiquillos o hablando con el abuelo, que siempre le tuvo en tan alta estima.

—Hombre, qué alegría siento de verlo —le dijo, con la emoción en los ojos.

El raspadero lo miro con agrado mientras friccionaba el cepillo metálico contra el trozo pequeño de hielo, un trabajo que sabía hacer a la perfección, con los ojos cerrados. Los años y la calle lo habían doctorado.

—Más alegría y orgullo siento de verlo. Usted es mi héroe, Arrué, ¡y pensar que lo vi tan pequeñito! Lalito, como lo llamábamos, digno nieto de don Lalo. Mi hijo, pensé que nadie en este país tenía los calzones suficientes para darse a valer y hacer respetar las leyes, hacerlas cumplir. Este pequeño pueblo ya ha dado a luz a dos tenaces fiscales, don Estévez, que paz descanse y usted —dijo a voz en cuello a la vez que alargaba la mano para rociar el cono copado de hielo con el sirope preferido del fiscal, el de uva.

Arrué no pudo sino experimentar una sensación de gratitud hacia la vida por ser una maestra ejemplar y mostrarle el camino correcto, por haberle hecho coincidir con gente de provecho, como don Anselmo, el raspadero.

 

5

La Loma de Río ya no guardaba muchos rasgos con el sitio que algún día conoció y que el abuelo Lalo le prohibía visitar, al menos sin él, estaba poblado de casitas por aquí y por allá, en ciertos puntos apiñado y, en otros, desbrozado. Sintió una tristeza profunda, olvidó que todo cambia, todo fluye, nada permanece igual, como dijera el filósofo Heráclito de Éfeso. Solo que ciertos lugares y cosas cambian para peor.

Llegó hasta el final del camino que recordaba, la bocacalle de barro y piedrecillas donde el Cabras se veía aún más próximo. Ya no sentía el mismo aire, el clima fresco, la complicidad de la naturaleza, los barrancos de tierra, era eso de lo que más disfrutaba las veces que se fugó, caminar por aquellos barrancos bajo las sombras de los árboles silbando sin cesar con el biombo en mano, presto, por si acaso.

Sebastián miró la fotografía que llevaba en el celular.

—Amada Perea, me suena, pero no sé, tal vez alguna vez la he visto por ahí caminandodijo mientras observaba en la instantánea la imagen de una mujer de constitución delgada, aniñada, pequeña, frágil y rostro agraciado.

Puso reversa y el auto quedó mirando de vuelta al camino, gente, mucha gente nueva habitaba aquel rinconcito donde solía tumbar marañones. Vio que aún quedaba una que otra familia que conoció en su día. Descendieron del auto y saludaron cortésmente, aprovechó para preguntar si alguien sabía de la joven Perea. Un chico les dijo que vivía bajando por el lado del Primer Ciclo en un barranco a mano derecha, por donde un día estuvo la casa de Marisa. Arrué asintió con un gesto, dio las gracias y se marcharon.

Los amigos conversaron en lo que descendían hacia la dirección que les dio el chico de la familia que vivía en el rellano de la loma.

—Este auto es espectacular, fuerte. Me gusta, pero ha de ser costoso —dijo Sebastián.

Arrué sabía que quien ocupaba un puesto público siempre estaría en la mirilla de todo y de todos, por eso mantenía en regla sus cuentas, sus bienes, perfectamente transparente para que nadie pudiera juzgarlo, no por ese lado. No había aceptado el auto de la fiscalía y antes de ser nombrado fiscal ya tenía el pick up marca Ford.

—Sí, es un poco cariñoso —dijo, respondiendo a la interrogante de su amigo.

Alli estaban el barranco y la colina donde quedaba la casa de Marisa, aquella morena, curvilínea, despampanante de cabello corto con rayitos, de amplia sonrisa y ojos claros. Se comentaba que era ramera y marihuanera, pero a él le parecía simpática y buena onda.

Al fondo se veían muchas casas construidas en completo desorden con el tiempo. Quizá aquello sería igual a algún barrio de San Miguelito, de esos que veía desde su apartamento. Estacionó en la orilla y volteó la vista hacia la ciudad de Arraiján. La panorámica dejaba ver parte de la autopista, algo de la carretera Centenario, Cáceres, Cruz de Oro, El Pueblo y otros poblados a lo lejos.

Ascendieron por una escalera de tierra y dos perros famélicos, furiosos, los recibieron. Le indicó a Sebastián que permaneciera quieto. Los perros no se acercaron a menos de un metro, mientras él llamaba con un ¡buenas tardes!

Una mujer menuda se asomó y luego los invitó a pasar. El cerco de papos rojos limitaba con las propiedades colindantes.

—Diga.

—Busco a Amada Perea. Soy Eduardo Arrué, de la fiscalía de homicidios.

La mujer sabía a la perfección quien era aquel sujeto, lo había visto en la pantalla chica casi a diario durante las últimas semanas. El corazón le dio un vuelco, en persona era mucho más guapo.

—Adelante —hizo un ademán con la mano derecha—. Amanda no está y, la verdad, no sé cuándo vendrá, pues ella se fue sin dar explicaciones.

La fachada frontal de la casa estaba pintada de amarillo. El resto era aún de bloque, y por dentro estaba pintada también de un amarillo chillón. La pantalla de la televisión era grande, mucho más que la que el fiscal tenía en su sala. El piso estaba embaldosado tal vez por un inexperto.

—¿Y Amanda no se ha comunicado con usted? ¿Hace cuánto que se marchó? —quiso saber.

La mujer de cabello corto como corte de pollita, ojos castaños y diminuta de estatura llevaba un top negro que solo tapaba sus senos, unos jeans cortos, mostraba un tatuaje en forma de mariposa arriba del omoplato derecho y otro un poco más arriba del tobillo, en forma de libélula. Se mantuvo pensativa un instante, como rebuscando en la memoria.

—Alrededor de un mes y medio —dijo a la vez que caminaba hasta una pequeña vitrina y regresaba, con una caja de cigarrillos.

Encendió uno y empezó a fumar.

—Y usted, ¿qué es de Amada?

—La mamá —respondió, dejando salir una nube pequeña de humo.

Arrué frunció el entrecejo, mientras ahuyentaba el humo que pugnaba por fastidiarlo.

—Señora, ¿cuál es su nombre? Y perdone la pregunta.

—Silvia, me llamo Silvia —dijo, y otra nubecilla de humo surgió en el aire.

—Señora Silvia, si va usted a fumar más, le agradecería que mejor habláramos fuera. No me hace bien el humo del cigarrillo, da cáncer de pulmón. Usted perdone, es su casa, pero yo necesito respuestas y conversar con su hija al respecto del difunto Matías Ramírez.

La mujer lo miró, presionó el cigarro con la yema de los dedos pulgar e índice hasta apagarlo.

—Pero… ella no está.

—¿Dónde cree que pueda estar? —preguntó, un tanto irritado.

—La verdad no sé, ella se fue enojada y dijo que ya no quería saber de mí. Mire, si es por lo de la denuncia del acoso sexual, eso es pasado. Yo le aconsejé que lo dejara así. El diputado pasaba por aquí muy seguido, él y yo tuvimos una aventura amorosa, y es mejor que lo sepa de mi boca. Me prometió darle empleo a Amada y tan pronto se graduó de secundaria la nombró su secretaria o algo así. Cuando ella me dijo lo que pasaba, yo le reclamé a Ramírez y él se negó. Además, dijo que ya nos había ayudado suficiente y que, si sabía lo que nos convenía, que convenciera a Amada para que retirara la acusación. Y eso hice.

—O sea, que sí abusó de ella. ¿A qué se refería Ramírez con «ayuda suficiente»?

—Bueno, ¿ve esta casa? Él me dio el material para terminar de construirla.

Arrué la miró y en sus ojos había un destello de ira: un parásito, una sanguijuela, eso era aquella mujer.

—Necesito el número del teléfono celular de su hija y, si llega a saber algo de ella, avíseme de inmediato. Esto es muy serio, estamos hablando de una investigación en curso y tanto usted como su hija podrían estar en problemas si se niegan a colaborar.

La mujer asintió.

—Vaya, cualquier cosa le aviso.

Arrué le dejó sus datos, le agradeció su atención y se marchó escalones abajo.

—Con madres como esas, prefiero la orfandad —dijo Sebastián.

Arrué asintió mientras subían al auto.

Al descender un poco más, a la altura del Primer Ciclo, Sebastián le mostró con emoción:

—Allí vive María Rengifo. Es maestra y se casó con el señor Pedro, el del quiosco, aunque él le dobla la edad. ¿Lo recuerdas? —preguntó Sebastián.

Arrué detuvo el auto y ambos hombres se encaminaron hacia lo que en su día había sido un pequeño quiosco, y de pronto allí estaba ella, otra conocida de su niñez. Al verlo, los ojos se le llenaron de alegría.

—¡Fiscal Arrué! —gritó, y corrió a darle un abrazo.

Él sonrió emocionado y correspondió al abrazo. Estaba feliz de verla, de saber que llevaba una vida decente y buena.

Fue como si regresaran en el tiempo, allí estaban los tres, pletóricos, los que de niños construyeron tantos sueños, compartieron risas, tertulias y también llantos.

Luego llegó el momento de partir, ella le hizo saber lo orgullosa que se sentía de él, de su gran amigo. Él asintió y se despidió con un fuerte abrazo y la promesa de volver en el futuro.

Arrué dejó a Sebastián en la puerta de su casa y le pidió como favor que investigara entre la gente del pueblo y los alrededores si alguno conocía el paradero de Amada Perea. Luego puso rumbo hacia la ciudad de Panamá por la vía Centenario. La melancolía y también la alegría lo acompañaban de regreso.

 

6

La mañana del lunes era radiante. Junto con Cepeda, se encaminó a ver al único hijo de Agripina y Venancio, la pareja que falleció atropellada en 2010, presuntamente a manos del extinto diputado. El hombre los recibió en su humilde vivienda por los lados de Don Bosco. Estaba de vacaciones.

—Nunca perdí la esperanza, sabía que algún día Dios haría justicia —dijo mientras los invitaba a pasar.

Horacio Pereira evocó aquella madrugada:

—Ellos iban para el SEAS. Yo acababa de dejarlos en la parada, y no debí hacerlo, pero insistieron mucho para que no me complicara. Querían que los atendieran rápido, ser de los primeros. Iban felices, conversando amenamente conmigo, haciendo planes de futuro, estaban frescos, bañaditos, habíamos tomado café calentito, nadie preparaba el café como mi madre. —Las lágrimas corrían por sus mejillas—. «Dios te bendiga, mi hijo», dijeron los dos, y bajaron alegres con la promesa de llamarme una vez salieran de la consulta. Yo me fui, trabajaba por aquellos días en La Chorrera y, llegando a mi trabajo, supe lo que les había ocurrido. —Un dolor le golpeó el corazón—. Regresé a toda prisa. Ya habían levantado sus cuerpos y, cuando llegué, algunos que habían presenciado el hecho decían que había sido Ramírez. Uno de ellos me mostró una fotografía donde se veía la matrícula y modelo del auto. Cuando interpusimos la denuncia, yo creía que con la prueba de aquel testigo bastaba, pero aquel hombre se retractó de lo dicho y ya no hubo manera de culpar a Ramírez. Mis viejos murieron y él quedó impune.

Se enjugó las lágrimas. Era un hombre que trabajaba como mecánico en un taller automotor. El fiscal y Cepeda, siguiendo su experiencia, lo descartaron como posible asesino, aunque Susana ya había tomado sus huellas dactilares. Antes de marcharse, le pidieron el nombre y la dirección del testigo, si aún lo recordaba, y Horacio les proporcionó lo que pedían.

En el transcurso de esa semana, citaron a Carlos Bazán, el testigo de la tragedia de aquella madrugada.

—Yo estaba dispuesto a testificar en contra del diputado, me hallaba en el sitio aquella madrugada porque llevaba a mamá a una cita. Acabábamos de bajar del bus y, de pronto, una camioneta Prado se fue contra la pareja, que estaba cruzando por la línea de seguridad. El golpe sonó secó, metálico, y los cuerpos volaron por el aire mientras el carro terminó contra un basurero y estuvo allí unos segundos que aproveché para fotografiar la matrícula. Él nunca bajó, pero otro hombre gritó «Es Ramírez». De inmediato, el auto se fue dejando sobre la vía los cuerpos esparcidos. Días después, recibí la visita del diputado, me puso una pistola en la sien, estaba acompañado por dos hombres. Aunque las piernas me temblaban, le dije que hablaría, sentí el metal frío en mi cabeza, y luego dijo que primero se iría mi madre y después seguía yo, por bocón, que él era quien dictaba las leyes en este país y solo él podía romperlas. Entonces tomó mi celular y lo estrelló contra el suelo, lo pisó y lo redujo a chatarra. Uno de los hombres lo recogió y se lo guardó en un bolsillo y entonces, al salir, me dijo: «Si sabes lo que te conviene, solo cállate. No has visto nada». Por semanas, sus matones merodearon por mi casa.

El hombre, que era profesor de Educación Física, les contó su versión de los hechos.

—¿Cómo reaccionó Horacio, el hijo de las víctimas, cuando dijiste que no podías ayudarlo?

—Agachó la cabeza, estaba muy triste. Le dijo al abogado que se marcharan, y ya no lo volví a ver.

—¿Alguna vez recibiste amenazas por parte de Horacio?

—No, jamás.

Arrué le pidió a Cepeda que moviera sus contactos, a ver qué había sido de aquel auto, si aún estaba en un rastro.

Investigaron sobre el hombre que gritó «Fue Ramírez», pero no hallaron nada.

 

 

XI

Farmacéutica Beltrán y Asociados

 

Las mujeres se reunieron fuera de las instalaciones del viejo edificio del SEAS con sus amigos en lo que parecía ser una pacífica protesta. Arrué las vigilaba a distancia, era como la sombra de cada una. A ellas las envolvía un aura de misterio que él iba a descifrar tarde o temprano.

Liz y Lupe estaban allí apoyando la protesta. A la mente de la periodista acudieron reminiscencias de aquel aciago día, se encontró con la imagen del entonces presidente de la república colocándose las gafas oscuras en el Salón Amarillo del palacio de las Garzas con la pétrea promesa de que las familias de las víctimas de aquel holocausto químico serían indemnizadas. «No hay derecho», dijo entonces gimoteando, casi, casi, al borde de las lágrimas. «Los culpables pagaran por tan horrendo crimen».

Diez años habían transcurrido desde aquel fatídico día. Fue un trece, y trece fueron las víctimas. La cábala no fallaba para el sorteo del miércoles, aunque también tenían el veintiséis como favorito, por eso las billeteras se aprovechaban y vendían los números casados o con one two, pues trece fueron las mujeres que hallaron la muerte con sus trece chiquillos en el vientre, que sumaban veintiséis. La primera en caer fue Génesis Arrocha. Recuerda como si fuera ayer cuando el padre de esta le dijo entre sollozos que la hija casi se le murió en sus brazos: «Siento que me quemo por dentro, papá, creo que estoy muriendo» fueron las últimas palabras que manaron de su boca ensopada en sangre coagulada y negruzca. Luego los médicos de urgencia del hospital San Mateo la ingresaron a una habitación de donde no volvió a salir jamás.

A un decenio de la tragedia de la panacea perniciosa, de ese doloroso incidente en que varias mujeres en estado de gravidez fueron envenenadas por los compuestos que contenía un medicamento de aquellos indicados durante el embarazo, suministrado por el SEAS, los familiares protestaban de manera pacífica como cada año fuera de las instalaciones del hospital de Matasanos. Horacio Arrocha, un expolicía con los ojos colmados de tristeza, no ha olvidado un solo día y espera por un milagro divino «que se haga justicia». Ningún Gobierno había solucionado el misterio detrás de aquel envenenamiento masivo. Las mujeres y los bebés que sobrevivieron a la tragedia tenían la salud muy comprometida, deteriorada. Algunas hasta presentaban problemas renales o hepáticos, entre otros que diezmaban su salud y calidad de vida. Sufrían en el silencio agónico del abandono y la ignorancia total, y las promesas que venían e iban en los últimos quinquenios presidenciales.

Liz hizo acopio de los archivos de su memoria, sí hubo averiguaciones por tales envenenamientos, y resultó implicada la farmacéutica Beltrán, una transnacional de prestigio con fuerte presencia en países centroamericanos y algunos suramericanos. A pesar de los fuertes señalamientos a los ojos del pueblo y la sociedad, no existían pruebas para demostrar un delito punible que hiciera responsable a esta empresa por el daño ocasionado a inocentes panameñas con los vientres hinchados de esperanza. Incluso, existen señalamientos que apuntalan a que hubo una onerosa paga para silenciar a los encargados de impartir justicia, entre ellos al extinto diputado Matías Ramírez, que encabezaba la comisión de la Asamblea Legislativa para investigar este lamentable atentado, casi genocidio, contra la salud pública. Y al eminente juez de garantías Efraín Bermúdez.

Si la farmacéutica que era proveedora número uno del SEAS caía en desgracia por una acusación de tales proporciones, grandes cabezas podían rodar. Las víctimas (las mujeres y sus bebés) ya eran fieles difuntos. ¿Para qué remover escombros del pasado? Era más sensato seguir callando y encubrir aquel delito, porque, de lo contrario, el lodo salpicaría tanto a grandes como a pequeños dentro y fuera de la institución.

Había que buscar una solución paliativa para los sobrevivientes de la tragedia y los familiares de los fallecidos. La única vía era la indemnización, no existía otro camino, ahora que las aguas volvían a agitarse y tanto el magistrado como el diputado estaban muertos. El Gobierno, liderado por Duarte, se negaba a aceptar responsabilidad alguna en este caso. Sin embargo, era consciente de que se necesitaba hacer algo por esas personas que corrieron con la mala fortuna de ingerir por necesidad aquel medicamento mortal.

Aquel caso que conmocionó a la ciudadanía seguía sin resolverse. De algún lugar había que sustraer el dinero para las familias afectadas, una parte se la quitarían a la farmacéutica Beltrán, en eso quedaron a raíz de las investigaciones, pero al parecer el dinero se esfumó como por arte de magia y ahora la farmacéutica no estaba dispuesta a negociar ni a entregar un dólar más. Si caían ellos, caerían todos. Había pruebas de que habían pasado algunos millones para sufragar los gastos de los afectados con el compromiso de no enlodar el nombre de la prestigiosa empresa. La fuerte suma también incluía las coimas para algunos de los negociadores.

Estaban atados de manos, tanto los directivos del SEAS como los políticos que aún vivían y que recibieron la coima y el Gobierno de turno que no se ponía los pantalones o los tacones para hablar al pueblo de frente y con la verdad por delante respecto a este terrible caso contra la salud de inocentes y humildes panameñas, clientes del sistema de seguridad social más aberrante, disfuncional, indigno e irresponsable que pudiese existir sobre la faz de la tierra.

Ellas murieron con el fruto de sus entrañas dentro, con la figura hinchada, redonda como luna llena. Las cifras indicaban que habían sido trece (aunque posiblemente fueron más) las que perdieron la batalla por la vida junto con sus bebés. Los niños que lograron nacer, porque sus madres a pesar de haber ingerido aquel veneno consiguieron salvarse, hoy presentan enfermedades como parálisis e hidrocefalia, entre otras. Las pocas familias de panameños humildes, a pesar de ejercer presión, de realizar manifestaciones, de tocar todas las puertas, no han logrado que se imparta justicia sobre los culpables para que sus muertas descansen en paz. Son apenas una minoría, perteneciente a la clase pobre. A diez años, cuando la mayoría ya no recuerda, ellos no olvidan a sus seres queridos que partieron en circunstancias extrañas. Las hijas amadas con sus hijos en sus vientres que nunca nacieron. Que no nacerán porque el inoperante sistema de salud con su pernicioso medicamento los conminó a un aciago destino. Esto cavilaba Liz, que había seguido ese caso desde el día uno, que seguía siendo un enigma sin resolver.

—Lo que más miedo me da es morirme sin haber podido hacer justicia a mi muchacha —le dijo Horacio Arrocha en esa ocasión—. Ya estoy cansado, jovencita, harto de luchar contra esos malparidos. Es una desgracia nacer pobre, como si fuera un delito. Cuidado que un día de estos enloquezco y comienzo a repartir tiros a esos hijos de mala madre que me malograron la muchacha.

En sus manos aún conservaba la caja del medicamento, donde se leía un nombre borroso, Gravital. Le entregó a Liz aquella caja color naranja y verde.

Cuando se marcharon las mujeres de aquel sitio, el fiscal revisó las redes sociales de la periodista, y se encontró con un video.

—¿Qué tal, amigos? Hoy en Con Liz traemos una reflexión a diez años de la tragedia del medicamento o veneno que acabó con la vida de trece mujeres embarazadas. ¿Qué habrá qué hacer para enviar a la cárcel a los culpables de un delito como este, y como otros tantos que duermen el sueño eterno? A la mayoría parece no importarle el dolor ajeno. Se entiende, porque es ajeno, no tuyo ni mío, el pasado pisado está, y con él todo lo acaecido, pero qué hacer cuando ese pasado te toca a diario como a don Horacio, y te recuerda que ella (su hija, sangre de su sangre y vida de su vida) no está y ya no estará porque le arrebataron la vida de forma injusta. ¿Se podría pisar un pasado con una tónica semejante? ¿Podemos olvidarlo y seguir viviendo como si nada? Es aquí donde cabe la pregunta: «¿Para qué existe la justicia? ¿Para qué existen las leyes?». Es la vida en sí un maravilloso regalo de Dios, un soplo de su aliento. Es la vida de unos pocos solo un momento, un instante subyugado por circunstancias maleables. Es la vida un inocuo experimento de laboratorio supeditado a un error. Es la vida de un pobre, apocado, solo un capricho, un desdén para los más poderosos, quienes deciden sobre ella a pesar de ser ajena, y luego, si yerran en su ensayo y un capullo se cierra, y una célula no prospera y la luz se apaga, no pasa nada. Porque el tiempo borra todo, porque el poder y el dinero tienen más valor, porque la vida de los pobres, apocados, no vale nada para quienes ostentan el poder. Señores de Beltrán y Asociados, Germán Castillo del SEAS, los invito a que aclaren este genocidio de una buena vez, necesitamos que den la cara, porque aquí no murieron vacas, ni puerquitos. No señor. ¡Ya basta! Este pueblo merece respeto.

Arrué constató en aquellas palabras el desprecio más grande hacia el sistema y, por primera vez, advirtió que estaban en la misma sintonía. Aunque no dejaba de considerarla sospechosa por los crímenes de las últimas semanas.

Liz, con su trabajo de informar, sus videos y sus comentarios tan veraces y objetivos, tenía a la opinión pública enardecida. Y aquello era un arma de doble filo.

Una idea le vino a la mente como ráfaga: ¿Y si Beltrán y Asociados está relacionado con las muertes de Bermúdez y Ramírez? Sería muy conveniente. Iba a comentárselo a Cepeda en la próxima reunión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XII

Negligencia

 

«Una infanticida ha caído. Te había dicho que las negligencias no quedan impunes. Ve a esta dirección y allí la encontrarás, digamos que ahora descansa en paz».

La periodista irreverente leyó el escrito que le había llegado vía WhatsApp. Permaneció un rato pensativa, pues, cada vez que recibía anónimos, las advertencias se cumplían, aunque esta vez el mensaje estaba muy claro.

1

Conducía hacia la clínica de pediatría del HCDI, la habían llamado de urgencia por una niña de siete años que acababa de ingresar con dolor abdominal. Iba como alma que vuela, con el acelerador a fondo, no quería verse involucrada en algo parecido a lo que había vivido con la otra pequeña, la del SEAS.

Se preguntaba día y noche si pudiera retroceder el tiempo, si pudiera devolver a la niña, ¿qué haría diferente? Esa niña de rostro angelical, llena de vida y de encanto. Por qué a veces la vida daba asco, por qué ella se sentía asqueada de sí misma. El timbre del teléfono la sacó de aquella cavilación.

—Doctora, ¿ya viene? —era un mensaje de voz.

Pulsó el microfonito de la esquina derecha de su móvil.

—Ya casi —dijo, y soltó el microfonito.

La impotencia le quemaba el pecho, sí, había sido una maldita desconsiderada con esa criatura, ¿quién le había dado el derecho a jugar así con un diagnóstico? ¿Acaso la niña no merecía un mejor trato, una oportunidad?

Había llegado, estacionó cerca de urgencias, en la parte posterior del edificio, pero prefirió dejar el motor encendido mientras se arreglaba. Pretendía entrar por la parte trasera. Nunca usaba esos estacionamientos porque eran solitarios, además de que estaban a la intemperie y ella permanecía más en el área de los consultorios; en fin, no le gustaba usarlos, pero, dada la necesidad, lo haría solo por esta vez. La conciencia seguía carcomiéndole el alma. A un lado estaban la bata y el estetoscopio. Algo, un sentimiento de desesperanza y agitación le comprimía el pecho. Allí estaban los boletos de la invitación a Boston, para ella y para Elías. Qué sentido tenía prepararse y aprender cosas novedosas, si había sido tan malvada y la niña de cabellos castaños oscuros, hermosa sonrisa y ojitos risueños, ya no estaba, se había ido y ella fue el puente, quien emitió el salvoconducto al más allá, de donde no hay regreso. El dolor era agudo, persistía. Estefy, la niñita pobre, había ido a visitarla en imágenes, claro, se retorcía de dolor. «Ayúdeme doctora, soy solo una niña. Si no me ayuda… moriré».

El dolor seguía allí, quemándole el pecho, justo en el músculo palpitante de constitución pétrea, así opinaban algunos que era su corazón, duro como una roca. Tomó una hoja en blanco de la libreta que siempre llevaba en el auto y escribió, como si alguna fuerza superior le indicara qué hacer, hasta que hubo terminado y la pluma cayó a un lado. El celular sonó una vez más y luego entró un mensaje, pero ella no pudo ver la pantalla.

—Amor, avísame cuando llegues.

El brazo izquierdo se le engarrotó, ya nada importaba, ya no era dueña de su cuerpo, solo de aquellas imágenes de Estefy que inundaban su retina. El auto seguía con el motor y las luces encendidas, en start, con el freno de mano activado y la palanca de cambio en posición de parking.

2

Liz se veía hermosa en ropa deportiva, su silueta se dibujaba completamente y hasta llegó a mirarla con otros ojos, unos enamoradores, extasiados ante la presencia de la belleza femenina. Fue durante uno de esos días en que volvía de correr, sudada, con la ropa pegada a su anatomía. Igual solo fue una fantasía de segundos, pues ella era mucho más joven que él, unos veinte años, quizás. ¿Qué se iba a fijar en un hombre tan complicado y amargado? Porque esa era la imagen que él le había vendido las veces que charlaron y, por si fuese poco, llegó a pensar que Lupe y Liz eran pareja o tenían una relación poco convencional (al menos para él). De pronto, el sonido del teléfono celular lo sacó de sus complicadas cavilaciones, como quien espera una mala noticia, pero no quiere saber de qué se trata. El cuerpo se le debilitó por un instante y el corazón se le desbocó. ¿Y ahora de quién se tratará?

—Buenos días, Cepeda —él nunca traía buenas noticias, era como un ave de mal augurio, elucubró para sí mismo durante un brevísimo instante.

—Jefe, hay un nuevo caso. Una doctora especialista en pediatría, escribió su disculpa pública, se llamaba Cecil Fajardo.

—¿Una doctora? —preguntó, e hizo una mueca extraña que le desencajó el rostro por completo.

—Es correcto, en la disculpa ella pide perdón a los familiares de una menor al dejarla morir por negligencia médica.

Esos casos no se ventilan muy a menudo, pero recordaba haberlo visto en alguna parte quizá en una web, tal vez en la televisión o, posiblemente… Liz.

—Cepeda, debo cerrar la llamada y en un momento me comunico contigo para que me digas dónde encontrarte.

Salió del auto a la carrera mientras que del otro lado de la acera Lupe llegaba, como cada mañana. Le lanzó un grito fuerte y desesperado.

—¡Oiga, deténgase, por favor!

Lupe lo miró con extrañeza, como si se tratara de un desconocido, pues la tomó por sorpresa. Al cabo de unos segundos reaccionó.

—Señorita Louise, necesito hablar con Liz, es urgente —le dijo con cierta exaltación.

—Subamos, señor fiscal.

Los fiscales que Lupe había conocido eran muy diferentes a él. Arrué desafiaba cualquier pronóstico; era bastante joven y, pese a ello, un excelente y apasionado profesional, el mejor en su campo, alguien a quien le gustaría emular, aunque a veces resultara fastidioso.

Mientras subían, la ojeaba con detenimiento y disimulo a la vez. La última vez que la había visto, ella estaba, además de molesta, más distante que ahora. Se percató de que tenía unas ligeras pecas y que de cerca era aún más bella, que era tan real (pues estaba hablando con él y seguro que dormida gesticulaba muecas absurdas y babeaba la almohada, hacía todas las necesidades básicas que realiza un ser vivo y hasta decía palabras obscenas al enojarse), pero al mismo tiempo era de una belleza inescrutable y, al contemplar tanta hermosura, seguía con aquella idea en su mente: si mantenían una relación de pareja, entonces ¿cuál de ellas era el hombre y cuál la mujer? Porque ambas vestían de forma muy femenina y usaban delicados perfumes. «¡Qué tonterías se te ocurren! Cada cual hace con su vida lo que le plazca». Avanzaban por las escaleras hasta el octavo piso. En el trayecto no encontraron a nadie, excepto las paredes de un blanco perla impecable y un agradable aroma en cada nivel. Lupe abrió la puerta del 8C.

—Tome asiento, buscaré a Liz —le dijo la chica.

El apartamento era pequeño, de color blanco, estaba bien organizado y decorado al estilo minimalista, algunas plantas engalanaban el ambiente y un schnauzer en miniatura (que había visto durante la visita a casa de Lupe aquel sábado) le dio una calurosa bienvenida con sus ojos negros redondos incrustados entre el pelaje también negro y sus bigotes y barbas pizpiretas.

De pronto, la periodista apareció ante sus ojos. Ahora era bella. Acto seguido, se levantó del sofá y le extendió la mano derecha.

—Buenos días, señorita Ceballos, disculpe que haya irrumpido de esta forma en su hogar y tan temprano. Necesito su ayuda —dijo en tono suplicante.

—No se preocupe, fiscal Arrué. ¿En qué le puedo ayudar?

—Es un nuevo caso del que acaban de informarme, encontraron muerta a una doctora que estuvo involucrada al parecer en un escándalo de infanticidio.

Aquella información no se compartía con nadie, menos con una periodista, pero él sabía lo que hacía, y también entendía que en ello se jugaba el pellejo.

Liz asintió.

—La doctora Fajardo, acaban de informarnos, en efecto, salíamos para la escena del hecho.

La miró perplejo.

—¿Cómo sabe esto, si solo es de dominio policial? —interrogó—. Quería que revisáramos brevemente sus videos, porque me parece que ese caso usted lo dio a conocer en redes sociales.

—Recibí un WhatsApp indicándome que la doctora se había suicidado. Y, sí, fui yo quien dio a conocer el caso, que luego pasó a los medios de comunicación.

Lo llevó a una habitación pequeña, donde se hallaba su oficina, y rápido le mostró el video. Estaba atónito, Liz era la conexión con el homicida, pero al parecer ella no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba. En tanto que ella pensaba que el fiscal pudo haber buscado la información por sí mismo sin necesidad de ayuda.

—Gracias, señoritas. Debo marcharme al lugar de los hechos que ya ustedes, al parecer, conocen y que yo aún ignoro, ¿serían tan amables de decirme a dónde debo dirigirme? —preguntó con semblante adusto y, tras recibir la dirección, salió muy de prisa y colocó la sirena, abriéndose camino. Con frecuencia, algunos conductores en ciertas avenidas eran dados a impedir el libre tránsito (en especial cuando buscan vías alternas para soslayar el tráfico), pero él de inmediato tomaba la radio y hablaba con autoridad: «¡Abran paso! Es una emergencia, Ministerio Público». En otras ocasiones se había visto en la obligación de sancionar a varios conductores testarudos por obstaculizar la vía, manejo desordenado y desobedecer al reglamento de tránsito, ya que viajaba a bordo de un vehículo particular con sirena y jamás se valdría de utilizar ese recurso si no fuese necesario, pero esta mañana a las ocho treinta y seis encontró el paso casi expedito.

—¿Qué relación guarda una pediatra con dos funcionarios públicos corruptos? ¿Por qué la asesinó?

Este homicidio se salía del perfil que él había bosquejado sobre el asesino.

 

3

La hermosa mañana del 3 de abril, el cuerpo de la doctora Fajardo estaba en los estacionamientos del Hospital Central del Istmo (HCDI), dentro de su vehículo. A primera vista, la causa aparente de muerte parecía un infarto fulminante. Aquel cuerpo le decía que, a pesar del dolor, momentos antes al deceso estuvo consciente y en calma, como si hubiese hallado un remanso de tranquilidad. Esa era la expresión de su rostro, aunque el resto del cuerpo denotaba que hubo un dolor intenso, pues tenía los ojos abiertos, desorbitados (como los del juez), vomitó y mojó su ropa interior, además había transpirado mucho y su piel mostraba una tonalidad azul violácea, su brazo izquierdo estaba engarrotado. La bata y el estetoscopio estaban en el asiento del pasajero, el teléfono celular registraba como última la llamada a Manuel Elías Fajardo (el esposo). Contaba solo con treinta y seis años, según su cédula de identidad, era guapa, de cutis radiante, aun a pesar de la tonalidad de la piel en ese instante, de silueta estilizada, de manos delicadas, piernas largas y pantorrillas bien tonificadas. También se encontró una invitación de la Universidad de Boston y pasajes a Boston para la semana entrante y, junto a estos documentos, se hallaba la disculpa pública. Aquella nefasta nota que era un sello propio del asesino (no quedaba duda de su existencia), la caligrafía era temblorosa y, no obstante, la letra más bella que vio, y sí, podía jurar que los galenos escriben jeroglíficos que a veces hasta a los farmacéuticos les cuesta descifrar.

      Cecil Jeannette Arango de Fajardo provenía del seno de una familia adinerada y estaba casada con el cirujano Manuel Elías Fajardo, con quien tenía dos hijos. Esta mujer con planes de futuro, ¿cómo demonios se quitó la vida?, se preguntó, lívido. ¡Imposible! Estaba afuera del perímetro resguardado por la cinta amarilla, dio varios pasos y se rascó la cabeza. Lázaro y los suyos hacían su trabajo mientras él se preguntaba qué medicamento podría causar un infarto fulminante sin dejar rastros. Se estaba anticipando, hasta ahora el asesino había sido muy cuidadoso, lo más probable es que la necropsia revelase un infarto y nada más, pero esta mujer se veía muy sana, en buena forma física y joven para padecer un infarto de esos. Habría que revisar su historial clínico para salir de dudas.

—Cepeda, ¿cómo fue el hallazgo? —quiso saber el fiscal, que escrutaba todo alrededor.

No había sido el primero en llegar esta vez, pero no por eso se perdería cada detalle. Lázaro estaba enfrascado con el caso, lo acompañaba el equipo de siempre.

—La encontró un compañero, los estacionamientos son para los médicos, pero estos, en particular, estaban más alejados del resto, por lo cual no son los preferidos. Fue lo que me dijo el médico que realizó el hallazgo del cuerpo.

—De inmediato, supe que algo andaba mal —aseguró el médico—. En primer lugar, era el único auto en el área, ella se estacionaba muy poco en esta ala. Cuando llegué, a eso de las 5:45 de la madrugada, el auto estaba tal cual usted lo ve, el motor andando, con las luces encendidas. Me pareció extraño, la conocía y fui a saludarla, pero seguía pensado que algo andaba mal. No pude abrir la puerta, de modo que corrí a pedir ayuda, luego llamamos a la policía, pero fue un lío contactarlos. Presas de la desesperación, rompimos el vidrio, pero ya era tarde.

—¿Ya le tomaron las huellas al médico para descartar? —preguntó a su equipo.

—Es correcto, jefe. A él y al conductor de la ambulancia. Han sido solo ellos quienes trataron de auxiliar a la víctima —respondió Lázaro.

Se encaminó hacia el interior del lujoso hospital. De inmediato lo reconocieron, no hubo necesidad de presentarse, solo saludó y solicitó ver las cámaras que cubrían el perímetro donde se hallaba el auto. La cámara captaba un ángulo de 90 grados. Nada extraño se observaba en el video. «¡Maldito fantasma!», se dijo a sí mismo mientras el tiempo acuciaba.

—¿Me regala una copia, por favor? —le pidió al de la seguridad.

El hombre asintió y, al cabo de unos minutos, regresó y le hizo entrega de un USB, al tiempo que le hizo firmar una nota como acuse de recibo.

—Es muy probable que vuelva para interrogar al personal de turno, agradecería que me brinde toda la ayuda posible.

—Así será, fiscal —dijo y se estrecharon las manos.

4

Liz estaba entre los reporteros que ya se habían enterado del hecho noticioso. Como de costumbre, todos aguardaban del otro lado de la cinta amarilla, junto a los pocos curiosos que pasaban por los estacionamientos del hospital. Logró verla con el rabillo del ojo y le hizo señas que se aproximara hasta donde se encontraba. De inmediato, el resto de la prensa, liderada por Quica Amores, comenzó a parlotear, descontentos por la acción del fiscal.

—Liz, ¿quién le envió el WhatsApp sobre lo ocurrido? —preguntó.

—Tenga, Arrué. Mire usted mismo.

El fiscal tomó el teléfono de la periodista y revisó el contacto sin fotografía y decía «Desconocido». Los cimientos bajo sus pies se estremecieron, ya no había dudas: esa persona era el asesino, y se enteraba por medio del canal de la periodista de los hechos más relevantes, y entonces se tomaba la justicia por su mano, luego le avisaba sobre el o los cadáveres. Trataba de digerir el asunto en medio del descontento de los otros periodistas, que le llegaba como parloteo de una bandada de loros enardecidos.

—Tome Liz, gracias. Es mejor que vuelva a su lugar para que las aguas se calmen —indicó y la acompañó hasta donde se hallaba el resto de la prensa.

Agitó las manos de forma ceremoniosa en un intento por tranquilizarlos.

—Señores, hay otro cuerpo. Se trata de la doctora Cecil Fajardo. Llamamos a la señorita Ceballos porque fue la única de la prensa que logró entrevistarla hace unos meses. La causa aparente de muerte pudo ser un infarto fulminante, según mi experiencia. Aclaro que esto es solo una suposición, ahora no vayan por allí diciendo «Arrué afirmó que fue un infarto». Sin embargo, entre sus pertenencias encontramos una disculpa pública. Es cuanto puedo decirles en este momento. Cuando dispongamos de más información, el Departamento de Relaciones Públicas de la fiscalía les comunicará los resultados. Permiso, y buenos días —dijo, y se dirigió a su vehículo con aquel andar elegante, pausado, el sol de abril quemaba su piel.

Localizó el video sobre el caso de negligencia médica en su tableta electrónica y lo revisó una y otra vez. Leyó los comentarios al pie del mismo y revisó los «Me gusta».

 

—Queridos amigos, en Con Liz les presentamos un caso triste, y a la vez conmovedor. Nuestra invitada de hoy es Eloísa Atencio de Araúz, a quien le cedemos este espacio para que nos hable sobre su hija. Adelante, Eloísa.

 

El audio del video empezó a correr, acompañado de imágenes de la pequeña.

 

—Buenas tardes, Liz. Estefanía Araúz era mi niña. Estefi, la llamábamos de cariño, tenía apenas seis añitos. La menor de dos hermanitas. Una niña sana, alegre, feliz, entusiasta y buena estudiante. El 13 de diciembre la llevé de urgencia a la unidad de atención del SEAS más cercana a mi residencia, en el sector de 24 de Diciembre, porque se quejaba de constantes dolores de estómago. El caso, para la pediatra de turno, no ameritaba urgencia. La atendió pasados cuarenta y cinco minutos y la envió de vuelta a casa con sus medicamentos, pero la niña empeoró con el trascurrir de las horas y de nuevo la llevé a urgencias, ahora con dolores más fuertes, vómitos y fiebre. La niña permaneció a la espera de atención algunas horas, hasta que la pediatra volvió a revisarla y me dijo que no había por qué alarmarme, me sugirió esperar los resultados de las pruebas de laboratorio para conocer el diagnóstico de Estefy. De pronto, me pidió que saliera de la sala cuando la pequeña empezó a convulsionar, y luego ya no volví a ver a Estefanía con vida. Todos la queríamos, la maestra y sus compañeros la recuerdan como una niña alegre y estudiosa. Yo solo pido a gritos que se haga justicia, pues, según los resultados forenses, Estefy murió de causas naturales, lo cual pongo en duda, puesto que era una niña muy saludable.

 

Se escuchaba a punto de llanto la voz de la madre en el vídeo, la envolvía un dolor indescriptible y una emoción inenarrable, como si tuviera el corazón amarrado o desgajado en millares de pedazos.

 

—¿Desde cuándo manifestaba la niña esa sintomatología? Cuéntanos, ¿dónde le dolía exactamente?

—La maestra me llamó que la fuera a retirar, iban a ser las doce, y ella siempre salía a la una y media de la tarde. La retiré a las doce y treinta, y de allí nos fuimos directo al SEAS. Ella decía que le dolía la barriguita en general.

—¿Crees que hubo negligencia en el caso de tu hija?

—Claro que sí, y falta de compromiso y de ética. ¿Qué clase de juramento hipocrático realizó esa doctora? —se preguntaba, mirando la fotografía de su pequeña). Liz —dijo la voz angustiada de la madre—, ya nada podrá devolverme a mi niña.

—¿Hay algo más que quieras decirles a las autoridades, a la doctora…?

—¡Doctora! ¿Qué le hizo nuestra niña? Supongo que usted es madre, y no se imagina el dolor que se siente al perder a una hija. Créame que no le deseo este dolor que hoy vivo, pero le pido al cielo y a las leyes panameñas justicia para mi niña.

Liz aclaraba que había aconsejado a Eloísa no mencionar el nombre de la doctora hasta estar en posesión de las pruebas fehacientes. Ella intentó entrevistarla para que diera su versión de los hechos, pero la galena se rehusó a dar declaración alguna al respecto. Cerraba el video con un Paz a su alma y la versión del juramento hipocrático de la Convención de Ginebra de 1948.

En el momento de ser admitido entre los miembros de la profesión médica, me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad.

Conservaré a mis maestros el respeto y el reconocimiento del que son acreedores.

Desempeñaré mi arte con conciencia y dignidad. La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones.

Respetaré el secreto de quien haya confiado en mí.

Mantendré, en todas las medidas de mi medio, el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica. Mis colegas serán mis hermanos.

No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase.

Tendré absoluto respeto por la vida humana.

Aun bajo amenazas, no admitiré utilizar mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad.

Hago estas promesas solemnemente, libremente, por mi honor.

 

Entre los comentarios de aquel video le llamó la atención el de una mujer que se hacía llamar Lulú Díaz. Ella aseguraba que la misma doctora Fajardo había sido grosera alguna vez con ella en la Unidad de Atención Local del SEAS cuando llevó a su hijo, que aún no tenía un año y presentaba diarrea y vómito. Por teléfono, la pediatra le dijo que ella la estresaba y que los niños de la Unidad de Atención Local no eran iguales a los del HCDI (hospital privado). Había más comentarios respecto a la atención médica en general de pacientes de diversas edades. Lo que le extrañaba al fiscal del comentario era la indicación «la misma doctora Fajardo», pues no se mencionaba un nombre como tal en el video.

 

5

Yo, Cecil Jeannette Arango de Fajardo, panameña, con cédula de identidad 8 –Ŭ00-Δ000, en calidad de médico pediatra, me declaro culpable por la muerte de la pequeña Estefanía Araúz, ya que no actué de forma rápida para evitar su deceso. La pequeña estuvo en mi consultorio en dos ocasiones seguidas.

Como médico, es vergonzoso aceptar este tipo de error, que no es humano, sino lo contrario. Hice un juramento donde me comprometí a sanar a los enfermos, a aliviar sus dolencias, a ayudarles a mejorar su calidad de vida en cuanto a salud se refiere, pero me comporté de forma tosca, actué de manera indiferente ante las necesidades de una pequeña y su familia.

Mis colegas me dicen que no hubo negligencia, que fue solo un error y cualquiera comete un error, pero un médico trabaja con vidas humanas, debe procurar el bienestar de sus pacientes y, sin embargo, yo no hice nada por evitar que la nena perdiera la vida.

¡Queridos colegas!, no visualicen a sus pacientes solo como potenciales clientes, sino como seres humanos que necesitan sus cuidados, consejos y ayuda para sanar sus dolencias. Obséquienles una sonrisa y trátenlos con amabilidad, en especial a aquellos de escasos recursos.

En muchas ocasiones, y lo digo por experiencia propia, tratamos a estas personas con ligereza, con premura y celeridad, solo porque son humildes, huelen a pobreza, emanan pobreza, y ese hecho los sitúa en desventaja con respecto a los pacientes del HCDI. Por ello, no queremos tocarlos, ni auscultarlos, solo por no hacer contacto con su piel y que nos contagien su pobreza. Algunas veces pensamos que sus familiares son ignorantes y hasta alarmistas, los tratamos como si fuesen mendigos a quienes les hacemos un favor al atenderlos, cuando ellos a duras penas cotizan en el SEAS para aspirar a una calidad de atención médica que no está a la altura de la que es digno cualquier ser humano.

Si eres un excelente médico, haz caso omiso a mi consejo, pero si, por el contrario, como me ha sucedido a mí, te has portado como un perfecto inhumano, aún estás a tiempo de rectificar tus errores. Un contador trabaja con números, cifras y presupuestos y, si los números están en rojo o no reflejan lo esperado, habrá problemas de tipo financiero, numérico, estrés, quizás hasta despidos; si un maestro enseña de mala manera, habrá estudiantes fracasados y hasta algunos habrán aprendido a ser mediocres. Si un arquitecto diseña mal una edificación, quizá no le aprueben los planos para que el ingeniero construya la obra hasta tanto no se corrijan los errores; pero, si un médico se equivoca, como en mi caso, ¿qué consecuencias podría acarrear su equivocación?

Aún por las noches me alcanza la presencia de Estefy, su inocente y tierna mirada de asustada, pero de niña dulce y paciente ante al dolor. Si yo no hubiese sido inhumana, si no hubiese asumido y hubiese realizado los exámenes y hubiese hecho lo que en estos casos correspondía oportunamente, habría ganado tiempo y hoy ella estaría viva. No puedo perdonarme por este error, no merezco ser doctora, ni especialista en pediatría. Sé que en pocas horas moriré, es lo que me merezco por lo sucedido a esa pequeña y sus padres que han de llorarla y extrañarla. Solo en momentos en que te encuentras de frente con la posibilidad de morir descubres que pudiste haber sido diferente, pudiste haber dejado un grano de arena en aquello que te tocó hacer o que elegiste ser. Seré recordada como la doctora negligente que dejó morir a una pequeña, y no puedo vivir con eso.

Espero que mi familia comprenda y no me odie por elegir el camino fácil, pero ya no aguanto la culpa, y no quiero que mis hijos al crecer me juzguen ni que vivan junto a una madre con esas cualidades negativas. Es mi deseo que sean mejores personas, mejores profesionales, y que me recuerden con cariño.

Atentamente,

Cecil J. Arango-Fajardo

 

Esto era un acertijo indescifrable; primero, porque la mujer se negó contra natura a aceptar responsabilidad alguna sobre este caso; luego, porque a poco tiempo de morir acepta ser responsable del hecho, y ya intuía que iba a morir, pero ¿cómo?, ¿se lo dijo el asesino o ella conocía el futuro? «¿Eso solo ocurre en este país o es que estoy deschavetándome con tanta información inservible?». Arrué tenía un tormento de ideas en su cabeza. Por momentos, le parecía que todos poseían un motivo para asesinar a alguien alguna vez en la vida, pero aquella frágil y delgada línea solo la cruzaban algunos pocos. ¿Deseaban Eloísa y su esposo ver a la doctora Fajardo muerta? ¡Era posible! Cualquier persona cegada por la ira y el dolor querría impartir justicia por su propia mano. Por experiencias vividas, podía decir que las personas más tranquilas reaccionaban de forma brusca y violenta ante situaciones estresantes (era una tendencia, no una regla), ante mucha presión y sentimientos como el dolor. De igual forma, había que tener mucho cuidado con las personas iracundas, ya que la ira era una de esas emociones difíciles de manejar que requería de asistencia profesional y mucha fuerza de voluntad.

El equipo de Arrué estaba reunido: Cepeda, Lázaro y Susana. Él quería saber qué opinaban al respecto de los últimos acontecimientos, si habían visto algo que se le estuviera escapando. Todos ellos habían estado en la escena de los tres asesinatos, ahora sí podía atribuirle el estatus de «en serie».

Se incorporó de su escritorio y dio inicio a la reunión.

—Recapitulando, hasta ahora hay tres cadáveres con sus disculpas públicas en un lapso inferior a tres meses: febrero, marzo y abril, ¿qué mensaje nos quiere transmitir el asesino? Veamos —dijo, apuntando hacia el tablero magnético de color blanco (que había comprado con su dinero), donde estaban expuestas las fotografías de las víctimas en el orden en que se habían sucedido los homicidios (ya no había duda de que lo eran). Estaban sujetas con una especie de pines también magnéticos de colores—. Un político corrupto y un servidor público garante de la justicia, ambos funcionarios del Estado. La intención del asesino es clara, su mensaje es evidente, purgar a la sociedad de la corrupción. El homicidio de Ramírez pareciera señalar que todo lo que sube vuelve a caer; por ello, después de dar tantas vueltas, he llegado a la conclusión de que eligió para él una caída apoteósica de la que nunca volviese a levantarse. ¿Ustedes qué opinan?

Cepeda carraspeó.

—Coincido con usted respecto a la claridad del mensaje. Desde un principio, creo que los que estamos aquí sostuvimos la tesis de que Ramírez no había cometido suicidio. Pero no está claro, porque no hallamos ni un indicio que la avale.

—Además, esa mirada… —Lázaro y Susana hablaron a un mismo tiempo, y el primero le cedió la palabra a su compañera.

—Esa mirada perturbadora, los tres cadáveres poseen en común esa mirada escalofriante y, al mismo tiempo, vacía.

—Exacto. Y la disculpa pública, ¿qué propósito cumple? La verdad, no creo que al pueblo le interese una disculpa en estas circunstancias —dijo Lázaro.

Arrué tomó un poco de agua para refrescar la garganta.

—Sí, puede que carezca de sentido, pero el pueblo, de alguna forma, la acepta, la exige. Le deben esa disculpa, y más cuando en la misma ellos han reconocido sus delitos y se comprometen a devolver lo hurtado, si es el caso. Y, hablando de eso, aún no sabemos cómo fue a parar la disculpa de Ramírez a la prensa casi al mismo tiempo que levantábamos el cadáver.

—Eso sigue siendo un misterio, como el resto de lo que está acaeciendo, como el video de la caída que circuló en redes sociales —dijo Susana.

El silencio reinó un breve instante y luego Arrué retomó la conversación.

—En cuanto a Bermúdez, el tiro le quedó de maravilla. Ajusticiado por sí mismo, lo hizo comparecer solo ante la justicia, es decir, una especie de juicio final en el que habría de pagar por sus fechorías.

—No hallamos nada relevante y, al igual que con Ramírez, creemos que no fue capaz de ponerle fin a sus días. Para eso se necesitan agallas, «cojones», como dicen en mi pueblo —dijo Lázaro

—La pistola estaba a su nombre, revisamos el permiso. La compró en Estados Unidos hace bastante tiempo. Al parecer, fue la primera vez que la usó —aportó Susana.

Hicieron una pausa para beber agua embotellada que había en sus puestos. El calor afuera era agobiante, el aire acondicionado no se sentía en absoluto. Una pertinaz llovizna había caído como para desentrañar el vapor del asfalto.

—La doctora Fajardo —dijo, Arrué, y se detuvo, inmerso en sus cavilaciones, ¿estaría el asesino seguro de que Cecil era culpable?—, a ella le causó intenso dolor, igual o peor al que, se supone, padeció la pequeña Estefanía antes de morir —describió; Cepeda lo observaba muy atento.

—¿Qué utiliza para que mueran de la forma que quiere? Este hombre, porque empiezo a creer que es un hombre, un poco psicólogo, farmacólogo, doctor, hipnotizador. ¡Un fantasma! Por primera vez en muchos años de experiencia, siento que estamos perdidos, en una investigación sin rumbo. Es como si el asesino nos retara, poniéndonos a prueba, como si quisiera mantenernos ocupados. No hemos avanzado en la investigación porque cada vez que nos acercamos a una posible pista aparece un cadáver nuevo.

—Arrué, este hombre es muy astuto. Desde que tengo uso de razón, jamás habíamos vivido algo así en Panamá. La gente se siente feliz porque está acabando con los corruptos, es una especie de antihéroe, pero ¿y si se equivoca y mata a una persona inocente?

—Ese es el dilema, Cepeda, ¡que no podemos tomarnos la justicia por nuestra cuenta! No es conveniente aplicar la ley del talión a la ligera, o porque sí. Vivimos en la época moderna, donde existen la justicia y los tribunales. Los tiempos de la barbarie quedaron atrás.

—Pero, fiscal, ¡nadie cree en la justicia de este país! Se aplica a unos cuantos, a los más pendejos. Los poderosos son intocables —exclamó Susana.

—No te falta razón, y una golondrina no hace verano, ¿verdad? —señaló.

El silencio se hizo espacio en la habitación una vez más, se sentían agobiados. No conocían el móvil de los asesinatos. Prima facie era como si el verdugo intentara castigar a quienes cometían delitos como los antes mencionados.

En la mente de Arrué pervivía la idea de que Liz era la conexión entre el homicida y sus víctimas. Incluso, en algún momento había llegado a pensar que ella misma era la culpable, aunque desechó la idea, pues había algo que no encajaba, pero, por el momento, mantendría aquellos pensamientos dando vueltas solo en su cabeza antes de comentárselos al equipo, pues aún eran solo meras suposiciones. No obstante, Liz estaba muy relacionada, directa o indirectamente, en este asunto.

—Bueno —dijo, quebrando el silencio—. Regresen a sus puestos. He pensado que Beltrán y Asociados puede estar implicada en las muertes de Ramírez y Bermúdez. Susana, ve consiguiendo una orden del juez para catear las instalaciones y los laboratorios.

La mujer tomó nota y asintió.

—Lázaro. Intenta averiguar detalles, alguna droga o químico que relacione las tres muertes, algo que nos revele ese misterio tras las miradas vacías. Si es necesario recurrir a Becerra, me avisas. Franco y su equipo no me convencen, y puede que haya algo que estén obviando a propósito o por mero descuido.

—Entendido, jefe.

—Cepeda y yo haremos una visita a los Fajardo. Ah, y antes de que lo olvide, necesito que revisemos un video sobre el caso de las tierras de Mariato que les voy a reenviar a sus móviles. Es muy importante la opinión de ustedes al respecto. Quizá encontremos algo interesante. Nos vemos, muchachos, muchas gracias —dijo.

Tomó su bléiser azul marino y se levantó del asiento, apagó la luz de la oficina y echó la llave.

—Vamos a casa de los Fajardo —le indicó a Cepeda.

La familia Fajardo-Arango vivía en una lujosa vecindad en Altos de Panamá. Abriéndose paso en el complicado tráfico, tomaron por Condado del Rey para soslayar la vía Ricardo J. Alfaro, que estaba atestada de vehículos. Así lograron llegar al área. Descendieron del auto y la brisa veraniega, de las últimas de la estación seca, era confortable, fresca. La tarde empezaba a caer sobre la ciudad de Panamá, y desde allí había una vista espectacular que permitía apreciar el Panamá pujante y moderno en contraste con la otra cara del asunto, la miseria y la pobreza que aún albergaban algunos sectores del pequeño país. Vislumbraba la floreciente Costa del Este, los altos edificios de Paitilla y San Francisco y, girando un poco a la izquierda, veía los arrabales de San Miguelito: Monte Oscuro, Las Quinientas, San Isidro, Torrijos Carter…

Se dirigieron hacia la puerta de seguridad, se identificaron y luego los portones abrieron, permitiendo el acceso a la vivienda. Una mujer que parecía del servicio doméstico los recibió y los condujo a una pequeña sala de estar. Pronto, el doctor Fajardo llegó para hacerles compañía. Extendió la mano para saludarlo, su rostro reflejaba tristeza y cansancio. Rondaba los cuarenta años y era de cuerpo atlético, tez blanca y cabellos grisáceos.

—Lamento su pérdida, doctor Fajardo, y discúlpeme por molestarlo en estos momentos difíciles, pero es parte de nuestro trabajo. Para poder resolver el homicidio de su esposa, es necesario hacerle algunas preguntas. Me acompaña el detective y director de la DIJ, José Ignacio Cepeda.

El cirujano hizo un gesto de aprobación y agradeció la muestra de solidaridad del fiscal, y alargó la mano para estrechar la de Cepeda.

—¿Existe la certeza de que es un homicidio? —quiso saber, compungido.

—Bueno, manejamos esa hipótesis, pues encontramos la famosa disculpa pública entre sus pertenencias y, como comprenderá, este detalle vincula la muerte de su esposa con las de Ramírez y Bermúdez.

En su cabeza el doctor Fajardo no reunía suficientes elementos que le explicaran por qué las muertes estaban ligadas, qué diablos tenía que ver su mujer con aquellos políticos. La voz de Arrué interrumpió sus pensamientos.

—Usted sabía que su esposa había sido señalada por un caso de negligencia en perjuicio de una menor.

—Hombre, sí. Pero Cecil era una profesional cabal. Ella no dejó morir esa niña.

Arrué noto la contrariedad dibujada en su rostro, aquel tema lo enervaba, por más que intentara disimularlo.

—¿Sabe si su esposa padecía alguna enfermedad?

—Cecil era saludable, sin ningún padecimiento ni enfermedad que pusiera en peligro su vida.

—¿Cómo era el comportamiento de su esposa previamente a este desenlace? —interrogó, muy serio.

—No noté nada fuera de lo común, excepto por las tres últimas noches. Se quejaba de no poder dormir y la observé un tanto deprimida. Justo anteayer en la noche estaba llorando, me dijo que no era mala persona y que nunca quiso dañar a esa pequeña. También repitió varias veces que nos amaba y que se consideraba muy afortunada por tener una familia muy hermosa. No vi tal comportamiento como algo extraño, pues lo relacioné con un momento hormonal, sentimental. No solía pasar por momentos así muy seguido, pero sí los había manifestado antes. Por lo demás ella siempre fue una mujer controlada.

—¿Podría mostrarme los medicamentos que tomó su esposa, si es que se automedicó para las afecciones del insomnio?

—Permítame un momento, ya se los consigo —dijo y, tras disculparse, salió de la sala. Afuera se escuchaba el llanto de un niño y voces de adultos. Pasados algunos minutos, estaba de regreso, acompañado por un hombre de la tercera edad.

—Aquí está. Fiscal, le presento a Julio César Arango, mi suegro. Insistió en venir a saludarlo.

Arrué se incorporó para estrechar la mano del papá de la doctora Fajardo, lo puso al corriente sobre las investigaciones y le dio su sentido pésame por la pérdida de su hija.

—Fiscal, ¿usted cree que mi hija se suicidó? Porque yo no —le dijo con la voz quebrada.

Arrué guardó silencio y quería responderle que no se había suicidado, que todo indicaba que su hija era una mujer con muchos deseos de vivir.

—Señor Arango, trabajamos en la investigación. Por el momento puedo decirle que ella no se suicidó. Tan pronto tengamos avances, le informaremos.

—Fiscal, ¿cómo suceden estas cosas? ¿En qué país vivimos? ¿Por qué le hicieron eso a mi hija? ¡Ahora mis nietos se han quedado sin su madre! —clamó entre sollozos.

Arrué miró al doctor Fajardo, le habló con el lenguaje de los ojos: era mejor llevarse al señor Arango para que se tranquilizara y poder concluir el interrogatorio de rigor.

Había tomado Zaleplón, según el medicamento que trajo el marido. Con suerte, solo le ayudó a dormir, pero no le causó un ataque fulminante al corazón.

—Necesitaba tomar ese medicamento para poder conciliar un poco el sueño. Aparte de eso, no tomó más nada —le confirmó el cirujano, que ahora cargaba en brazos a su hijo pequeño, tratando de calmarle el llanto. Tal vez extrañaba a su madre o intuía que algo malo le había pasado y ya no volvería a verla, los lazos de sangre son muy fuertes. No hace falta ser grande para entender que algo inusual sucede. El pequeño lloraba sin consuelo. De alguna forma, comprendía su condición de huérfano de madre. Era evidente que lloraba por dolor y no por berrinche. O, tal vez, de pura tristeza que sentía su pequeño corazón.

Arrué y Cepeda se despidieron, dejando atrás aquella familia con su dolor y su duelo. ¿Habría sido la doctora Fajardo capaz de dejar morir a Estefanía por pura negligencia médica? ¿Era Cecil Fajardo una mujer inhumana frente al dolor ajeno? ¿Cómo hizo el asesino para lograr que una doctora de fuerte temperamento se suicidara? ¿Cómo hizo que confesara su culpabilidad en una nota?

Al día siguiente, muy temprano, visitó las instalaciones de la DIJ. Sentía aquel sitio como su casa, allí había pensado dar los primeros pasos como detective de homicidios al regresar de Estados Unidos. Era un muchacho plagado de ideas, con ganas de comerse el mundo, hasta que supo que las cosas no eran como él pensaba, que tendría que ejercer la abogacía. Inició desde abajo en el Ministerio Público, como asistente, y así se fue curtiendo en el oficio hasta ocupar el cargo de fiscal. De esta manera como conoció a Cepeda, que por aquellos días trabajaba en el Departamento de Investigaciones Criminales. Desde entonces, Cepeda y él entablaron una gran amistad que, con el paso de los años, se convirtió en una hermandad, pues el ahora director de la institución era el padrino de Eddy. Se dio muchos estrellones con la vida, pero también era cierto que aprendió más de lo que se equivocó. Sin duda, la vida era una gran maestra, esa solía ser una de sus frases favoritas. Se dirigió al despacho de Cepeda y en el camino estrechó muchas manos y vio muchas caras conocidas. Siempre que visitaba la DIJ, lo recibían con cariño, pues lo estimaban y le daban conversación, ya fuera en los pasillos o en cualquier rincón.

Llamó a la puerta del despacho y de inmediato Cepeda abrió, con esa sonrisa genuina de Duchenn pintada en su rostro, los ojitos chinitos y las arrugas rodeando el contorno. Se dieron un abrazo con palmaditas, como si no se hubieran visto en años. Así solían ser ambos. Cepeda conservaba en el despacho una fotografía de los primeros años de amistad, donde el lente de la cámara captaba a dos jóvenes. Sabía que su puesto en la fiscalía era transitorio; no obstante, procuraría que sus acciones fuesen permanentes.

Bebieron un poco de café caliente, sin azúcar y sin leche; así le gustaba a Cepeda, la mayoría de las veces.

Intercambiaron opiniones. Arrué estaba muy preocupado por cómo pintaban las cosas. Le insistió en que apoyara a Lázaro en la investigación de una posible droga o somnífero poderoso.

—Cepeda, por más que lo intento no encuentro explicación, cada vez es más complicado este juego. Por favor investiga qué sustancia podría causar infarto sin dejar rastros. Yo iré a ver a Eloisa —dijo, mientras dejaba las instalaciones de la DIJ.

Su intención era tomar el corredor con destino a la 24 de Diciembre.

—Entendido. Eduardo, avísame cuando tengas algo de tiempo. Ya conozco el paradero de la camioneta de Ramírez con la que arrolló a Agripina y Venancio.

—Gracias, hermano.

Seguía pensando que debía hablar con la periodista. Ella, sin saberlo, podría poseer algunas respuestas antes de que se metiera en un nuevo lío; cada vez que subía un video a la red alimentaba, sin percatarse, el odio del justiciero antihéroe, o como fuese que se llamara el fantasma, asesino de corruptos.

Estuvo tentado de llamarla para reunirse, pero había mucho trabajo por hacer. Ya habría tiempo para concertar la cita.

 

4

Puso en marcha el pick up Ford F150 que lo acompañaba a todos lados y esta vez marchó solo con rumbo al sector de la 24 de Diciembre para entrevistarse con Eloísa Atencio la madre de la pequeña Estefy. Al volante, iba inmerso en sus pensamientos, los hechos de los últimos días lo estaban consumiendo, su calidad de sueño había desmejorado. En casa, Chokoreeto lo intuía, porque le clavaba aquella mirada profunda con los ojos llenos de incertidumbre, cómo queriendo saber qué le sucedía. Sí, era muy posible que solo fuera una perra, pero a veces le pasaba por la mente que un día de estos terminaría por articular palabras, pues solo eso le faltaba. No era fácil lidiar con tales acontecimientos, se enfrentaba a lo desconocido y eso a quién no le causa miedo. Jamás se había visto siquiera pensado en la posibilidad de que altos funcionarios del Estado acabaran muertos a manos de un fantasma. Así lo llamaría hasta tanto descubriese su identidad. Llegó a una modesta barriada y se detuvo frente a la casa 502. Las casitas eran similares a un palomar, solo que estaban sobre la tierra, pequeñitas, pegadas entre sí, guardando apenas el espacio suficiente entre una y otra. Estaba claro que el vecino podría escuchar lo que en la otra casa sucedía. Llegó a pensar que su apartamento de 104 metros era, incluso, más grande que aquellas viviendas con todo y terreno.

Eloísa lo invitó a pasar. Era una mujer de unos treinta y tres años como mucho, un tanto robusta y con unos hoyuelos en los cachetes que se mostraban al sonreír. A pesar cuanto había vivido, aún le quedaba alguna risa sutil guardada para no parecer displicente frente a la vida y al fiscal, que le había prometido ayudar a aclarar el caso de su pequeña.

—Tome asiento, fiscal, y muchas gracias por venir —exclamó con gentileza.

Aquella casa era pequeña y, al mismo tiempo, acogedora. Estaba bien organizada y supo al entrar que había intentos por mantener la buena vibra; no obstante, aún la tristeza se paseaba por los rincones. Aunque la mujer se esmeraba porque luciera habitable, era muy pequeña, dos cuartos que daban a la sala comedor, al final la cocina abierta, escueta, solo con la tina para lavar los platos, y a la izquierda otro pequeño cuarto que suponía sería el baño. Era demasiado pequeña, pero lo más grave es que estaba confeccionada con materiales de mala calidad, con malas intenciones, cimentada en la ruindad. El fin, era para gente pobre, humilde. Hecha con tan mala distribución que ni siquiera cabría la posibilidad de ampliarla un poco en el futuro. Aquella vivienda podría valer en el mercado entre treinta y cincuenta mil dólares: por ese precio se pudo haber construido un hogar mejor para seres humanos, ciudadanos de clase baja, pero hijos de una misma patria. El calor era acuciante y ya había empezado a transpirar. Últimamente, solía despojarse del bléiser y dejarlo en el auto.

Antes de llegar al hogar de los Araúz-Atencio, averiguó que llevaban casados unos doce años, que se conocieron en el colegio secundario y que Fermín Atencio trabajaba como mensajero en una empresa de telecomunicaciones y Eloísa era ama de casa, que aportaba además ingresos al hogar como costurera.

—Eloísa, necesito que conversemos sobre aquel día en que murió Estefanía. Sé que no es grato recordar eventos dolorosos, pero mi única intención es aclarar lo que le sucedió a su niña.

—Lo sé, fiscal, y acepto su ayuda sincera —dijo, con las lágrimas asomadas en el párpado inferior de sus ojos negros e intensos. Llegamos como a eso de las dos de la tarde, la niña se quejaba de dolor de estómago, al menos eso manifestaba. Me hizo saber que ese dolor le había empezado en la escuela al día anterior, pero que no era muy fuerte, por eso no dijo nada a la maestra. Casi a las tres quince de la tarde nos llamó la doctora Fajardo, se mostró muy cariñosa y le preguntó qué le sucedía y la niña le dijo: «Tengo un poco de dolor en la barriguita». La niña la admiraba, decía que era bonita y dulce, que cuando creciera ella también sería una doctora y sanaría a muchos niños enfermos. «¿Comiste algo que te hizo daño?», le preguntó, y la niña le respondió que no. «¿Has ido al baño?», le preguntó después, y la niña dijo que no. Luego le colocó un termómetro bajo el bracito y aseguró que la temperatura era normal. Como la niña era alegre, y en realidad no se veía enferma, ella concluyó que solo sufría un malestar estomacal, nada grave, y le recetó paracetamol infantil y algo para aliviar el estómago, que ya no recuerdo qué era, e hizo énfasis en que debía mejorar en las siguientes horas, que no me preocupara. Nos vinimos a casa y ella se sentó justo donde usted está ahora, y se puso a ver comiquitas hasta quedarse dormida. Ya eran casi las cinco de la tarde y se levantó más animada, pero no quiso cenar casi nada. Entrada la medianoche, me fue a llamar y me dijo «Mami, me duele la barriguita aún más» y le di el medicamento y la tranquilicé. En la madrugada, entradas las cinco, lloraba y decía «No puedo, mamá, me duele» y le pedí a Fermín que nos dejara en la unidad de asistencia local del SEAS, que abría a las 7:00 a. m., y, como el caso de la niña no ameritaba urgencia, según la persona que nos había atendido, nos quedamos a esperar a la doctora Fajardo; ella me inspiraba confianza.

Arrué miraba con atención a la madre de la pequeña y le tomó las manos infundiéndole un poco de valor. Le dijo que llorara si era preciso, mientras apretaba las manos de Eloísa fuerte entre las suyas.

—Allí estuvo la niña llorando, yo no pensé en otra solución, solo que la doctora Fajardo podía ayudarnos, hasta que apareció, la revisó y volvió la niña a repetir «Me duele muchísimo». Esta vez, Estefanía tenía la temperatura alta y ella le ordenó unas pruebas de laboratorio. Ya eran las nueve de la mañana y, como mi niña era muy fuerte y saludable, nadie nos prestaba atención. «Ella estará bien, las madres primerizas siempre son alarmistas, esperemos los resultados y verá que todo anda bien», me dijo. «Ella es mi segunda hija», le aclaré, mientras me pedía que la subiera a una camilla. La tocó en el vientre bajo y la niña se retorció de dolor. Le ordenó a la auxiliar que fuera a solicitar una ambulancia. Fue entonces cuando la niña empezó a convulsionar y me sacaron de la habitación, y fue la última vez que vi a mi niñita con vida, señor fiscal.

Arrué le puso la mano en el hombro y los ojos del fiscal se tornaron vidriosos. —Le prometo que llegaré hasta el fondo de este asunto, cuente con ello.

—Gracias, señor. Es el único, aparte de Liz Ceballos, que se ha mostrado solidario. Ya todos olvidaron a mi niña. La verdad, no estoy de acuerdo con la venganza y no me alegra que la doctora Fajardo haya muerto, yo solo quiero un poco de justicia y de paz —dijo.

El fiscal no contempló ni un solo instante la posibilidad de considerar a Eloísa sospechosa por la muerte de Fajardo. Quien había logrado llevar a la doctora a tomar tal decisión era sesudo, tanto o más que ella. Y la madre de Estefy era una mujer de aspecto delicado, de carácter afable y actitudes muy humanitarias, según lo que había podido constatar.

—Eloísa, voy a necesitar permiso para exhumar el cadáver de Estefanía para practicar la necropsia y saber las causas del deceso.

—Haga lo que necesite para hallar la verdad.

Salió de aquel humilde hogar de panameños trabajadores, víctimas de una broma aciaga del destino o de la falta de concienciación de parte de algunos médicos, y se llevó grabada consigo en la memoria la imagen de una fotografía de la pequeña.

De camino a la ciudad, estacionó a la orilla, estaba conmocionado. ¿Cómo era posible que se cometieran tantos crímenes y nadie les diera seguimiento? Él había puesto tras las rejas a homicidas crueles, sicarios, pandilleros y psicópatas, entre otros. Pero había otra clase de asesinos que, a juzgar por cómo se pintaban las cosas, tenían licencia para matar sin accionar un gatillo ni empuñar un cuchillo. Ahora, por órdenes de la presidente de la república, debía hallar al asesino de dos ratas, mientras una madre sufría la pérdida de su pequeña hija en circunstancias muy confusas y nadie se había pronunciado al respecto.

Lanzó un grito desesperado que se ahogó en el interior del auto y luego se secó las lágrimas. Dicen que los hombres no deben llorar, pero situaciones como estas arrancaban lágrimas al más fuerte, meditó.

—Primero, averigüemos qué pasó con esta pequeña —dijo, mientras ponía en marcha el vehículo con las ideas almacenadas en un espacio de su cerebro sobre cuál sería su siguiente paso en este caso. Si había que recurrir a mañas buenas, a favores de amigos, lo haría por el bienestar de esa familia. Recordó que el fiscal de homicidios de la región Este le debía un favor. Entendía que el caso por la muerte de la pequeña estaba fuera de su jurisdicción y que sería imposible realizar la exhumación del cadáver a no ser que el fiscal le concediera permiso. Si esperaba a hacerlo mediante una solicitud por la vía normal, tardaría meses en obtener respuesta, con tanta burocracia. Le cobraría el favor, después de todo era por una buena causa.

5

Lázaro llegó con el personal de siempre, excepto por Susana, que, debido a la complejidad que entrañaba el caso, se negó a participar. Aquel espectáculo siniestro le robaría el sueño y arrancaría lágrimas. Estaban serios. A juzgar por sus rostros, se diría que también compungidos. Hoy no habría risitas ni chistes, iban a desenterrar el cadáver de una niña que llevaba unos cuatro meses sepultada. El corazón le dio un vuelco a Lázaro de solo pensar en su pequeña Vicky, de siete años, que debía de estar en el colegio en ese momento.

Arrué los observaba mientras descargaban los implementos de sus maletines negros. Todos los allí presentes habían elegido ese trabajo, esa vida. No era un trabajo que causara envidia, como viajar, cantar, jugar al fútbol, en fin. Era el trabajo que les daba de comer. Un trabajo que alguien debía hacer para hallar la verdad, como en este caso, un trabajo que no era fácil y para el que se necesitaba, además de estómago, valor y mente abierta. Uno de ellos tomó nota de la hora, como lo hacían con regularidad; aunque esa no era la escena del crimen, igual era pertinente anotar la hora.

Los hombres que habían traído del municipio empezaron a dar palada tras palada y la tierra iba cayendo a un lado formando una pequeña colina. Habían colocado un gazebo de color verde sobre la sepultura de la niña, que era muy sencilla, apenas un montoncito de tierra con una cruz encima que constataba lo breve que había sido su paso por esta vida. Si llovía, aquello sería una zona de desastre, y el tiempo estaba nublado. Más pronto de lo esperado hicieron contacto con el cofre blanco. Iban registrando y tomando fotografías. Llevaban cubrebocas y guantes para aquella misión, no había presupuesto para dotarlos de trajes de bioseguridad, algo recomendable en casos como estos; debían ser cuidadosos a fin de no contaminar los restos de la pequeña. Abrieron el féretro y allí estaba, su larga melena había empezado a desprenderse, las manitas sobre el pecho, ya no era una criatura sino un capricho de la muerte, un cuerpo en descomposición que alcanzaba el periodo colicuativo, con aquella coloración negra y la contextura deformada características. Un olor a muerte los golpeó febrilmente. Tanto Arrué como Lázaro y el resto sintieron que la piel se les erizaba, el corazón les galopaba a velocidad de vértigo. Derramaron lágrimas tras aquella careta de dureza. Era solo una niña. En momentos como ese, aquel trabajo era odiado, incluso por ellos mismos y, a la vez, constituía un rayo de esperanza para una familia que vivía en penumbras. Arrué pensó qué sería de Eloísa si tuviera que presenciar aquello. Las ganas de ayudarla se hacían más grandes, aunque contrastaban con el deseo de echar a andar lejos, correr, escapar, que los acechaba a todos y con aquella fetidez y aquella imagen que durante días perturbaría su paz. Becerra no perdía detalle.

6

Cepeda tenía la misión de presenciar la necropsia de Cecil. En parte, le había caído de pelos, pues así se libraba de atestiguar la exhumación de la pequeña Estefy. Un temblor lo sobrecogió de solo imaginar aquella escena. Tampoco era que se sintiera a gusto en la morgue judicial.

No era bueno con los nombres, pero, en este caso, debería ser detallista con el forense que practicaría la operación. Por lo general, Franco jamás se encargaba de hacer uso del bisturí, para eso contaba con sus pupilos. Según Arrué, lo más probable era que el laureado patólogo no hiciera acto de presencia, pues había otros compromisos que atender.

Allí estaba el médico, bastante joven, con indumentaria color verde jade. El saludo fue cordial y, al cabo de unas horas, habían llegado al meollo del asunto que le atañía a Cepeda: el contenido estomacal de Cecil Fajardo.

El forense lo miró bajo el cristal de los lentes de seguridad.

—¿Qué te interesa saber?

—El contenido de su estómago —dijo Cepeda

El médico, tras hacerle una incisión al saco estomacal dejando al descubierto un amasijo, metió la mano enguantada, haciendo espacio para escudriñar aquello:

—Encontramos vegetales, sí, definitivo. Brócoli, col, zanahoria. Te diría que la proteína es pollo, pechuga de pollo. También manzana verde. Esto con toda probabilidad fue la cena.

—¿Cuál crees que haya sido la causa de muerte? —preguntó Cepeda, tras constatar lo que había en aquel saco, la doctora comía como un pajarito.

—Todo apunta a un infarto fulminante, ¿ves el tono azulado de su piel y el brazo engarrotado?

Cepeda asintió.

—¿Y la mirada? ¿Por qué esa mirada de espanto?

El médico reparó en lo que le señalaba el detective.

—¿Qué hay con la mirada? Probablemente se deba al dolor intenso que le produjo el ataque. El cerebro se ve sano y en el globo ocular no aprecio nada extraordinario. Y, si te preocupa, ya mismo mandamos muestras a toxicología para su análisis.

—Te lo agradezco —Cepeda estaba perplejo, si era un ataque al corazón y no un derrame, ¿por qué aquella mirada tenebrosa?

—Has sido testigo de que todo estaba en perfecto estado, hígado, páncreas, pulmones, ovarios, útero…

Cepeda volvió a asentir

—¿Cuándo nos darán los resultados?

—Te recomiendo hacer presión en el laboratorio.

Cepeda se despidió con cortesía y salió de la habitación con olor a formaldehido y la firme promesa de no ingerir, por lo pronto, brócoli, zanahoria…, en fin, nada de lo que había en aquel amasijo estomacal.

 

6

Jorge Luis Becerra se esmeró en hallar la causa de muerte de aquella niñita, era una deuda de honor para con la familia. Aunque no parecía tan sencillo, pues se trataba de una criatura de seis años, pero, como dice Arrué, «Los muertos cuentan historias». Al igual que con Cepeda, el fiscal había creado fuertes lazos de amistad con el médico forense. Cuando quería constatar o confirmar alguna información, la palabra de Becerra le bastaba. Se conocieron en una de esas tantas ocasiones cuando visitaba la morgue, y el primer encuentro fue glaciar, tanto que el frío congelaba las palabras, pero hoy, al recordar ese momento, ambos no cesan de reír.

La criatura llevaba enterrada algunos meses. Aun así, el médico forense puso todo su empeño, amor y un poco de melodía instrumental de Richard Clayderman, en aquello con que se ganaba la vida y el trabajo lo realizó bajo la mirada atenta del fiscal, que no perdió detalle en el proceso, mientras cavilaba cómo podía Becerra ser tan frío, casi insensible y al mismo tiempo tan perceptible, con la audición aguzada para una música tan bella. El repertorio de Clayderman, Ballade pour Adeline, A comme amour, For my sweet heart, Romeo and Juliet, Love is blue… llenaba cada rincón de aquella tétrica habitación, los dedos del pianista se fundían con las teclas del piano, hasta que hombre y piano eran uno, amalgamados, extasiados por la melodía instrumental que emergía de su mágica fusión. Unos dedos tan sabios que parecían tener cerebro propio, estar dotados de oídos y buen gusto porque se bastaban a sí mismos para crear la magia más bella, mientras que los dedos del amigo se amalgamaban con la muerte en un intento por comprenderla, elucubraba, absorto. Él sentía profunda tristeza al ver lo que quedaba de lo que una vez había sido una hermosa criatura, «Vaya que no valemos nada, el cuerpo que habitamos no es nada, viene con fecha de caducidad». De eso ya era consciente, pero es que estaba en presencia del cadáver de una pequeñita, rememoró la imagen de la fotografía de Estefy que había visto en casa de Eloísa. La muerte debía temerle, a Becerra y a sus implementos. Quiso preguntarle cuál había sido su estrategia para hacerse tan indolente, por no tacharlo de inhumano. Entonces recordó que alguna vez el mismo forense le había dicho que ellos lidian con el dolor y la vulnerabilidad humana a diario, a tal punto que se vuelve rutinario, y es por tal razón que ante los ojos de la humanidad se asoman con talante de inmisericordes. Ahí estaba, pintado frente al cuerpo inerte donde una vez existió una llamita de vida, repleta de sueños y risitas pueriles. Él se tragaba el llanto y a ratos quería salir huyendo, pero Becerra estaba imbuido por la música instrumental, inamovible, como quien nada en su elemento, cual pez en el agua intentando sacarle la verdad a la perniciosa Parca muda.

Después de varias horas de arduo trabajo, que sintió liviano gracias a aquel piano que se expresaba por sí solo a través de aquellos dedos mágicos, el fiscal entendió que la música ayudaba a su amigo a concentrarse y a no sentirse solo mientras se adentraba en ese misterioso mundo de escrutar a la muerte con detenimiento para conocer las causas de su desafuero contra la vida.

7

Fue un día difícil para todos, en especial para él. Desde la mañana, cuando habían exhumado los restos de la pequeña, no paró de pensar un segundo en la imagen perturbadora, aquel olor desagradable lo perseguía por doquier.

Había llegado a su casa en San Antonio. Vivía en una barriada de clase media; ingresó al garaje y luego el portón se corrió hasta cerrarse. Al atravesar el umbral de la puerta principal, sintió que olía a guiso, mas no le importó, lo que menos se le antojaba en ese momento era probar bocado. Vicky, la niña de sus ojos, salió a su encuentro a la carrera y le dio un fuerte abrazo. Él le devolvió uno más fuerte aún, si cabe, como si no quisiera soltarla o como si no existiera un mañana. Estaba muy extraño, con una agitación en el pecho, apesadumbrado. Colitas, el perro de Vicky, la seguía como una sombra a todos lados, de modo que también tuvo que abrazar al lanudo can. María Victoria, la mujer, que estaba embarazada de seis meses, lucía una pancita redondita y puntiaguda. Ya todos habían conjeturado que sería varón.

—Dejemos a papá un rato, ¿sí?

Vicky hizo pucheros y luego asintió y se marchó con Colitas detrás.

—Te quiero mucho, Vicky de mi corazón —las lágrimas le saltaban presurosas de los ojos.

María Victoria lo acarició y luego lo abrazó tan fuerte como fue posible. Escuchaba sus latidos apresurados. Le tomó la mano y se la puso sobre la pancita, y Lázaro sonrió un instante.

—Me imagino que debió de haber sido muy impactante.

Él dejó escapar un hondo suspiro.

—Mentiría si te dijera lo contrario. Aún estoy conmocionado, tengo el pecho como apretado, creo que es por la sensación de haber visto algo tan macabro.

Ella le pasó la mano por la espalda y le dio unas palmadas, se escuchó la risa de Vicky, que se aproximaba con Colitas y él corrió a secarse las lágrimas de prisa. En ese momento, la panza de su mujer se movía incesante mientras el pequeño que moraba allí dentro tal vez se estiraba, o se chupaba el pulgar, vaya usted a saber. Él y María Victoria no pudieron más que echarse a reír.

—Has estado llorando, papá.

—Sí, pero de felicidad, pues tu hermanito se está moviendo allí dentro y deforma la barriga de mami con cada movimiento.

La niña quiso comprobarlo y, en efecto, la barriga se movía ahora con más ahínco para que pudieran apreciarlo mejor.

—¿Desde cuándo se está moviendo así? —quiso saber Lázaro.

—Desde hace poco, creo que será deportista —dijo, y echaron a reír los tres; hasta Colitas emitió un ladrido.

Ya en la habitación, a solas, lloró sin poder remediarlo, la mujer lo consoló mientras le hizo ver que aquello era necesario para aclarar la situación de esos atormentados padres, y que él, de algún modo, había contribuido a devolverles un poco la paz. Además, le aconsejó:

—Ya dejemos ir esos momentos y evoquemos cosas buenas, bonitas. Sé que fue muy difícil, pero con revivirlo no ganas nada. Piensa en nosotros, pero piénsanos bonito.

Lázaro se comprometió, aunque en el fondo sabía que esos recuerdos lo acompañarían por mucho más tiempo, tal vez toda la vida.

 

8

Al cabo de unas semanas, Becerra firmaba aquella nota que acusaba negligencia médica en la muerte de Estefanía Araúz. Señalaba que la causa de deceso de la menor había sido peritonitis, que el apéndice, al gangrenarse, explotó dentro del cuerpo de la niña provocándole una septicemia que la llevó a la muerte.

—No comprendo. ¿Cómo pudo suceder algo así, Becerra? —dijo el fiscal.

—Es complicado y delicado a la vez, probablemente la niña estuvo con dolor más de veinticuatro horas y, cuando presentó la fiebre, ya el líquido del apéndice se había diseminado por su cuerpo provocándole una severa infección al contaminar otros órganos en el abdomen —dijo, clavando sus expresivos ojos marrones en los fríos del fiscal.

—¿Por qué no lo detectó Fajardo? —preguntó, consternado. Ella era mujer, se supone que son más susceptibles, más empáticas o, al menos, eso le venía a la mente cuando pronunciaba aquella palabra, al recordar a Adriana Arrué.

—Ha de ser que asumió que no era nada grave, muchos niños se quejan de dolores abdominales. Además, es poco probable en niños de su edad, pero, si hay dudas al respecto, le tocas sobre el bajo vientre del lado derecho y el dolor es reflejo. Además, en ocasiones molesta la pierna y se tiende a encogerla.

—Pero Fajardo era pediatra, una especialista en niños. No logro entender cómo no detectó esta anomalía. En realidad, era indiferente ante la desgracia humana —se dijo reflexivo.

—La niña pasó la noche con dolor y por la mañana soportó más horas, que debieron de ser cruciales y en las que nadie en la unidad local de salud se dignó a revisar su caso para ver en qué podían ayudarla. Cuando Fajardo decidió revisar a la niña, ya era tarde. Hubiera debido ordenarle exámenes de laboratorio a tiempo, pues los que acompañan al expediente tienen fecha de pocas horas antes del deceso, como una tomografía axial, o enviarla directamente al hospital. Ahora bien, estamos hablando de una dependencia del SEAS, ¿qué podemos esperar? —se preguntó, perplejo—. Que alguien perezca de apendicitis en estos días es, de por sí, muy lamentable y, si se trata de una criatura, tanto peor. Arrué, al revisar el cuerpo comprobé que la niña no fue intervenida por apendicitis, es decir, que es muy probable que no llegara con vida al hospital. Ahora bien, la autopsia no fue practicada en un hospital, sino que el cuerpo fue enviado a medicina legal, donde por alguna razón dictaminaron MS inexplicado como causa del deceso. La madre confió en que la niña tenía malestar estomacal. Muchos padres desconocen ciertas enfermedades o no saben cómo se manifiestan. La señora llevó su hija a tiempo al médico, pero un diagnóstico equivocado le arrebató la vida a la niña. Y lo más grave es que hayan querido esconderlo con un análisis forense equivocado. Busqué apoyo en un pediatra que revisó la historia clínica de la niña y, en efecto, era saludable, no padecía problemas respiratorios, ni epilepsia, etc. Mandamos llamar a sus padres para detectar cardiopatías familiares y no hubo nada vinculado.

—¿Quién fue el forense?

—Andrés Izaguirre, lo conozco. Es un médico joven. Es el asistente de Felipe Franco, y no parece una persona irresponsable, al menos es la impresión que conservo de él.

Los hombres permanecieron en silencio un rato, cada uno hurgando en sus pensamientos.

—¿Qué harás ahora que tienes las pruebas? —preguntó Becerra.

—Se las daré a la madre para que ella decida, aunque debería demandar — expresó pensativo—. Sabes que no tengo competencia en este caso, ya he ido demasiado lejos.

—Hemos ido demasiado lejos y, en realidad, demandar es lo mejor. Así evitará que otros niños pasen por igual situación. Cecil ya no está, pero igual también hubo negligencia por parte de la unidad de atención local del SEAS y encubrimiento por parte de medicina legal —expresó el forense, a quien no le importaba jugarse el pellejo.

Igual que muchos panameños, estaba harto de la manipulación de la información, como había sucedido con el caso de esta pequeña inocente. Acudiría a los tribunales a aclarar dicha situación, aunque a muchos de sus colegas se les retorciera la bilis. Solo al pensar que casos como estos pueden ocurrir a personas como él, o a familiares, amigos, conocidos, etcétera, le helaba la piel y el aliento, hasta el pensamiento se le helaba.

9

El fiscal, esta vez en compañía de Cepeda, se encaminó a casa de la familia Araúz–Atencio. No era portador de buenas noticias, pero sí de un reporte que esclarecía las causas del deceso de la pequeña.

Eloísa, en medio de todo, sintió alivio al verlo y escuchar lo que ya sospechaba: «Sí hubo negligencia por parte de la doctora Fajardo en el caso de su hija».

—Ya tiene las pruebas suficientes para la imputación de cargos —señaló.

De igual forma, le aconsejó cómo actuar y dónde acudir, le hizo entrega de una tarjeta de presentación con el nombre de uno de los mejores abogados penalistas que, además, era su amigo. Ella se quedó con aquella nota para posteriormente decidir qué hacer, si demandar o no, pero lo que sí haría en memoria de su hija era dar a conocer el resultado de la investigación al país. De inmediato le habló a Liz para que fuera a verla.

—Muchas gracias, fiscal. Ahora mi pequeña puede descansar tranquila.

La muerte de Estefany estaba ligada al homicidio de Cecil, y los procedimientos trazados para la exhumación fueron legales, pues había que constatar el grado de irresponsabilidad en el deceso de la pequeña. Pero, lamentablemente, hasta allí podía llegar la investigación, la causa del delito, el qué y cómo sucedieron los hechos tal vez nunca se sabrían, pues la doctora tampoco estaba para dar su versión.

Decidió echarle un vistazo al celular, que estaba vibrando.

—Debemos darnos prisa, Cepeda. Teresa acaba de dejarme mensaje de voz; que vaya por Eddy al colegio, hoy le toca laboratorio y a ella se le complicó la salida de la oficina.

—Te acompaño, amigo. Sé que esos lares no te atraen mucho. Así aprovechamos y te cuento lo que descubrí de la camioneta de Ramírez.

—Lo hago por Eddy. La verdad es que el Instituto de Asís no me gusta, no sé por qué. Nunca me ha gustado, pero, donde manda capitán, no gobierna marinero. Teresa sospecha que ese diploma catapultará a nuestro hijo directo a la NASA o algo así.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIII

Los de Asís

1

En los pasillos, los estudiantes graduandos mostraban ansiedad y, aunque aún estaban llenos de buena vibra, no podían evitar el sentirse temerosos; entre ese puñado de jóvenes entusiastas, ávidos de dejar las aulas de secundaria para iniciar una vida universitaria, estaba él, Pablo Ceballos, dispuesto a culminar el bachillerato y a seguir batallando para lograrlo a pesar de sus limitaciones, que algunos profesores en el pasado le resaltaron hasta el cansancio. En realidad, no estaba en el Asís por gusto propio —aunque, cuando era pequeño, le encantaban su colegio y sus maestros—, sino porque su madre, emocionada, le hizo saber que después del Asís no existía nada mejor en aquellos aproximados setenta y cinco kilómetros de superficie terrestre y, por no bajarle el entusiasmo y parecer un joven amargado, pero, sobre todo, para evitar contrariarla, seguía allí aún contra su voluntad. En aquellas fastuosas aulas de hormigón que recorrió desde casi los cuatro años de edad, los primeros años de enseñanza fueron de miel y los siguientes se fueron tornando de hiel.

Su madre ignoraba lo que se siente al estar casi obligado en un sitio donde no eres tú, donde no encuentras ese elemento que te identifica, tu propósito de vida. La maestra de arte, cuando estudiaba en primaria le evaluó con una nota regular un dibujo cuyo tema era libre. Él dibujó al Guerrero de la Luz del manual de Coelho, pero ella jamás se preocupó en preguntarle qué significaba su dibujo, sino que de inmediato lo condenó a un mísero 3.5 porque, según ella, la espada era símbolo de violencia. «Entonces, ¿por qué se molestó en decir que era tema libre cuando decidía evaluar a su antojo la creatividad de los estudiantes?» —farfulló enojado en presencia de la madre en aquella ocasión. Y, de tal forma, la secundaria era un infierno disfrazado de paraíso, tuvo que sobrevivir y aprender a sortear los avatares de un sistema educativo complejo y convulso y de un colegio al que se acoplaba o del que estaría fuera sin importar cuánta lucha le hubiese llevado aquel tortuoso camino.

La promoción anterior y las otras anteriores a esa les anticiparon que el último año era el más complicado, incluso hasta el último día de clases. Aquellas aseveraciones discrepaban de lo que su tío, también egresado del instituto, le contó sobre su experiencia del último año, que no fue fácil, pero tampoco traumática. «Nos preparaban para que todos aprobáramos las pruebas de admisión de las universidades y de paso los exámenes de convalidación final» —le aseguró Xavier, el hermano de su padre.

Les mencionaron a los cuatro jinetes del Apocalipsis y todos, especialmente él, que no era bueno en matemáticas (al menos eso le incrustaron algunos profesores en lo más recóndito del sistema límbico de su cerebro), empezaron a preocuparse con aquellas noticias nada halagadoras. Jurarían que ya la tormenta había pasado en noveno grado y que ese año sería inolvidable por ser el último, pero el panorama se desdibujaba de una forma muy complicada para los futuros bachilleres.

¿Quiénes eran esos cuatro benditos jinetes con aquel alias tan aterrador? ¿Qué hacían en un colegio regentado por sacerdotes? ¿Qué significaba «Apocalipsis»? Era el libro que hablaba de la devastación, la destrucción, el fin mismo, la revelación de alguna catástrofe. Acaso, ¿sería que esos afamados jinetes sembrarían terror en sus diversas asignaturas hasta catastróficamente terminar con sus sueños de bachilleres asistas?

Muchos de esos estudiantes mostraban algo de resilientes, estaban acostumbrados a batallar, a pelear sin rendirse. Llegaron hasta el último año recibiendo golpes, cayéndose e incorporándose otra vez. Ascender hasta el último peldaño de la escalera fue una gran hazaña, en especial para esos estudiantes a los que les costó más que al resto, como él.

Esos mentados jinetes no eran otros que quienes impartían las asignaturas más complicadas del bachillerato, que a la mayoría le habían robado el sueño, acarreándoles ingentes esfuerzos, al punto de nublar su paz. Asignaturas que constituían la médula espinal del bachillerato: matemática, química, física y biología.

Estaba estresado pensando en el mayúsculo lío que le esperaba, se suponía que estudiaría para ser capitán de barcos, como su padre. Aunque su madre lo apoyaba al cien por cien, se hallaba un tanto dubitativo respecto a las matemáticas y, por ende, a la física, que tanto le costaba, al punto de que a ratos se debatía entre las ciencias sociales y las náuticas sin saber por cual decantarse.

El calendario escolar de aquel último año de bachillerato arrancó desde febrero y, tanto él como la mayoría, se hallaban inmersos en un mar de ansiedades y zozobras atribuibles al escenario que les esperaba allá dentro en las aulas refrigeradas de hormigón. En especial, los devoraban la curiosidad y el temor de enfrentarse a los afamados jinetes del Apocalipsis.

El jinete apocalíptico de la física fue el primero en aparecer en el escenario, frente a la mirada absorta de los jóvenes. Era contrario a lo que imaginaban, bastante joven, quizá seis años mayor que ellos como máximo, de sonrisa algo sincera y hasta genuina, se notaba accesible, y a cada rato sonreía apareciendo ante los chicos un tanto confiable, aunque ellos sabían que realmente la física podría ser un apocalíptico dolor de cabeza sin importar si el profesor era bueno, amigable, cordial, accesible o no, aquí lo importante era que ese joven frente a ellos dominara su materia y, al mismo tiempo, hiciera transcender sus conocimientos. En ese sentido, muchos lo tenían claro, la asimilación de conceptos contaba con el cincuenta y cincuenta de probabilidades.

Posteriormente, hizo su aparición la de biología, una señora que al parecer no era tan jovial como su antecesor colega. Estaba enmarcada en una profunda seriedad y les dejó claro que ese año la biología se complicaba más que los anteriores porque había mucho material. Los rumores circundantes apuntaban a que había fracasado en su intento por estudiar medicina y que era implacable en su materia, que fungía como docente universitaria y que aplicaba la misma filosofía de enseñanza y evaluación tanto a los bachilleres como a los universitarios con el argumento de que casi tenían un pie en alguna casa de estudios superiores.

El apocalíptico de la química era una mezcla entre locura y vanidad, a ratos parecía que había fumado marihuana, hablaba cosas raras y luego se echaba flores, decía que él era el mejor ejemplo de que querer es poder. Fue el primero en referirse a los jinetes, y se contó entre uno de ellos, dijo que era terrible y que no estaba allí para dar charlas de motivación personal sino para hacer el papel de malo, porque a alguien le correspondía. ¿Qué sería de esta vida sin un villano? Sería un completo aburrimiento, todos estaban atentos, con la mirada puesta en el pequeño hombre que estaba en frente de ellos, los ojos parecían salírseles de las órbitas del desconcierto y temor que sus cuerpos estaban asimilando en ese instante. Algunos cuyas edades oscilaban entre dieciséis y diecisiete años no daban crédito a lo que sus oídos escuchaban. «Mis queridos estudiantes, deben despabilarse o, en la universidad, literalmente, se los van a coger, corrijo, a comer vivos». Y menos eran capaces de empezar a deglutir aquellas sanciones, advertencias o amenazas recién vaticinadas por el menudo jinete de la química. Algunos chiquillos empezaban a vislumbrarlo como una especie de iluminado o líder espiritual, mientras que para otros era un vulgar profano.

Y, por último, apareció el más villano de todos, el descendiente de Pitágoras, el engendro de Baldor, el vástago de Euclides y Descartes, el sucesor de Gauss y Euler. Especialista en trinomios cuadrados perfectos y también imperfectos. Pronto se convirtió para los aspirantes a bachilleres de Asís en algo así como el padre moderno o el terror de la geometría analítica. Era nuevo, de paquete, en el colegio, no había referencias respecto a su trabajo. No reía, solo explicaba y explicaba y lo hacía muy bien, pero tan bien que a ellos les pareció que jamás sacarían un 3 en su materia pues lo que para él era básico y de simple carpintería a ellos les pareció que jamás se había analizado tan a fondo como entonces. Les dijo que esperaba que dominaran a la perfección lo básico de la geometría plana y el álgebra si querían aprobar su curso.

A pesar de los aciagos vaticinios de los cuatro jinetes la juventud divino tesoro del Instituto de Asís intentaría sobrevivir como hasta hoy, persistiendo y persistiendo sin tregua. Al menos, esa meta estaba fijada ahora que aún el cansancio y la desesperación no acudían a perturbarlos.

2

De camino al instituto, se preguntaba por qué a su exmujer le preocupaba tanto que Eddy estudiara en aquel colegio. Él había estudiado en un colegio público al igual que ella. Era un hombre de provecho, había aprendido lo necesario dentro de aquellas aulas. Después de todo, no es la escuela la que forja al estudiante, es el estudiante quien se va abriendo paso hacia el futuro sin importar en qué colegio haya estudiado.

Estaba en desacuerdo con que la educación tuviera dos caras de una misma moneda, la pública y la privada. En un país demócrata, y a estas alturas, con sus impuestos y los de los demás, tanto la educación como la salud deberían ser iguales para todos, sin distinción. Por eso vivíamos como vivíamos, en el país de los pocos ricos y poderosos y de los muchos jodidos.

El abuelo Lalo siempre le dijo que para comprender al resto de sus congéneres, si es que quería hacerse camino en la política o en alguna carrera administrativa o ayudar de una forma u otra a los más desvalidos, era necesario convivir entre ellos, colocarse en sus zapatos. Por eso él, aunque provenía de una familia con recursos, había sido educado para servir, para ayudar al prójimo. No vivía en una burbuja, sino que era afecto al mundo que lo rodeaba.

Allí estaba aquella fachada rimbombante, la última vez que había estado en el instituto fue cuando Eddy volvió de su labor social, requisito indispensable para graduarse.

Los muchachos graduandos de Asís arribaban con todos los bríos, pero, especialmente, con la ilusión que caracteriza a la juventud, llenos de ideales y asegurando que podrían cambiar el mundo luego de la vivificante experiencia que compartieron en pro de los más necesitados de poblados aledaños vecinos del área comarcal comprendida entre Veraguas y Chiriquí.

El glorioso Instituto de Asís, una institución educativa de alto prestigio cuya reputación estaba respaldada por casi cien años de servicio a la educación particular que la acreditaba como el segundo mejor colegio del país, denominado «de élite», pues había forjado prestigiosos y prominentes profesionales entre los que cabría mencionar médicos, ingenieros, arquitectos, abogados y hasta figuras políticas como ministros de Estado y presidentes de la república. Su mujer se llenaba la boca de un orgullo exagerado cada vez que hablaba de aquel rimbombante instituto al punto de que a él ya le entraba por un oído y le salía por el otro.

Se había ganado la fama de colegio adusto y, por ello, ¿quién no quería ostentar un diploma de dicha institución educativa? Su especialización radicaba en las áreas científicas y humanísticas, incluyendo las letras y la filosofía. No obstante, era en el área científica donde desarrollaba la gran complejidad que lo llevaba a gozar del privilegio de ser el más difícil entre los colegios.

Sus edificaciones eran de primer mundo, con tecnología y laboratorios científicos a la vanguardia, aulas equipadas con el mejor mobiliario, bien refrigeradas y todo lo imaginable dentro de un colegio con tan alta estimación, fama e imagen.

Su matrícula podría estimarse en un aproximado de dos mil estudiantes distribuidos entre primaria y secundaria, y la suma a pagar era una de las más elevadas en cuanto a admisión se refiere, si contamos con que cada salón contaba con de treinta y cinco a cuarenta y un estudiantes. Las mensualidades se ajustaban muy bien a la clase media-media y media–alta del país. Pero eso no importaba, porque de allí su hijo saldría bien preparado, con ansias de comerse el mundo a pedacitos. Esa era la cantaleta de su exmujer cada vez que él preguntaba sobre la educación de su hijo.

Por un momento, había olvidado a Cepeda, y sintió cargo de conciencia cuando el amigo le habló.

—Eduardo, como te mencioné, estuvimos averiguando en el municipio sobre la camioneta Prado de Ramírez. Nos confirmaron que el diputado había sido el último propietario. Luego nos dedicamos a buscar talleres de chatarra y ¿qué crees? Hallamos al que ejecutó el trabajo. Conseguimos acceso a la documentación y a los libros de contabilidad. En efecto, en 2010 recibieron una onerosa suma de Ramírez y, como el hombre ya había pasado a mejor vida, cantaron lo que hicieron para desaparecer el auto.

—¿Cómo hiciste para que te mostraran los libros contables?

—Susana me ayudó. Ella consiguió una orden. ¡Ya sabes, es la chica superpoderosa! —dijo, sonrojado.

—Imaginaba que ese pillo y asesino había hecho algo similar.

3

Ese chico aturrullado con tanta novedad académica no era otro que el sobrino de la periodista Liz, el hijo de Pablo, su hermano mayor, y Julia, un tanto timorato pero buenísimo para el inglés, y para otros idiomas, porque también le entraba al japonés y al alemán; compartía aula de clases con Sara Sofía Velarde, otra de las graduandas del glorioso Instituto de Asís, que los últimos días estaba muy callada en clases, como si de pronto el brillo de sus ojos se hubiese extinguido. Ya no se reunía con sus amigas del clan de las fashionistas y a veces estaba sola en los recreos, apartada en algún rincón. Él se percató de su cambio, pues siempre había sido una chica sociable, popular, alegre y carismática.

La jornada de estudio contemplaba dos recesos y, luego de volver del segundo, les tocó hacer un taller de física juntos. Había que empezar a trabajarlo en el aula y entregarlo la siguiente clase. La física era para ambos como un idioma ininteligible, capaz de infundirles la peor pesadilla de un futuro bachiller, ¡reprobar! Y el idioma en que se expresaba el profesor no parecía ser de este mundo, no correspondía a los miles y miles que existen en el orbe.

—No entiendo nada de esto —le dijo aterrada; era la primera vez que trabajaban juntos.

—No te preocupes, le diré a mi madre que nos ayude —intentó tranquilizarla.

—Gracias, Pablo —le respondió con melancolía.

—¿Te sucede algo? —preguntó, preocupado.

—Es que ya no puedo más con esto, Pablo. Me estoy quedando en cuatro materias, las de los jinetes, y por más tutores que me contratan no logro salir a flote. ¡Hay días en que me siento tan… bruta!

—No pienses así, es que las cosas se han complicado no solo para ti, también estoy mal en las mismas materias. Hay que seguir echándole ganas —le dijo con una sonrisa.

—Gracias, Pablito —se aferró a su compañero y recobró un poco la chispa en sus ojos.

Siempre se sentía sola. Su padre era un renombrado cirujano y accionista del hospital privado más importante de la república, donde pareciera ser que te cobran por adentrarte al lobby y echar un vistazo, por respirar el aire contenido en aquella burbuja de hormigón que se asemeja más a un hotel de cinco estrellas que a un nosocomio; egresado del Instituto de Asís y, aunque no la obligaba, le había insinuado que debía ser médico. Su madre era una empresaria de la moda que siempre estaba de viaje. Solo contaba con su nana Raquel (su preferida entre las tres mujeres de servicio doméstico) y su hermana menor, Débora Alejandra.

Tenía lo mejor de este mundo material a sus pies, vivía en una casa inmensa, de tres niveles, ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad de Panamá. Poseía lo último de la moda en su armario, joyas, accesorios… Había viajado a cada confín del globo terráqueo. Era poseedora de todo lo que una adolescente sueña tener, con un chofer a su disposición las veinticuatro horas y la libertad de ir y venir donde le daba la gana, porque sus padres nunca estaban, y últimamente la situación había empeorado en el colegio, que siempre había sido como su segundo hogar, su refugio, desde maternal, cuando la maestra María Encarnación le tejía unas hermosas trenzas que la madre había dado la orden a Raquel de que se las deshiciera, pues parecía Sally, la hija del granjero. Descubrió que en Asís tenía amigos por interés, pero estaba hastiada de tenerlo todo y no poseer nada realmente valioso.

Cada vez que intentaba hablar con su padre, este iba de prisa a una reunión importante o a una cirugía o de viaje a un seminario. Siempre a la carrera. Desde que era director médico del HCDI, realmente no le quedaba tiempo para ella ni para su hermana.

Su madre estaba siempre de viaje por las capitales de la moda, fotografiándose con grandes modelos, diseñadores y fashionistas del orbe. Cuando estaba en el país, se la pasaba en sus boutiques, era adicta al trabajo, minuciosa, se iba personalmente de compras al extranjero para surtir sus tiendas. No se perdía ni un desfile, y menos una Fashion Week.

Solo encontraba consuelo en la genuina amistad de Pablo, con quien había vuelto a pasarla muy bien. Él tenía una madre hermosa que, según decían por allí, había sido reina de belleza, y que lo amaba incondicionalmente, porque siempre estaba pendiente de él y de su hermano menor.

—A veces mi mamá exagera —bromeaba el chico—. En estos días, por poco le da un síncope cuando le dije que si le pagaba la suma de dos mil dólares a Ariosto, yo aprobaría el año sin dudarlo, y entonces me dio un discurso de madres, de manera que luego me arrepentí de haberle gastado aquella broma.

—Quisiera que mi mamá también exagerara como tu mami —dijo, con vehemente deseo.

—No, luego te vas a aburrir —exclamó, con una amplia sonrisa que Sara Sofía jamás había visto hasta hoy, su compañero era atractivo y buen chico, pero, sobre todo, gentil y caballeroso.

—Es mentira, adoro a mi madre —había preocupación en su tono de voz por el gesto de seriedad en que se tornó el rostro de la chica.

Cuando terminó la clase de química, el profesor la llamó en privado.

—Señorita Velarde, espere un momento necesito que me regale unos minutos.

Sara se detuvo y le dijo a Pablo que se adelantara, sintió una sensación extraña, una premonición infalible, por la forma en que la miraba el profesor, parecía penetrarla con la niña de los ojos vivaces como si intentara escanearla.

—Dígame, profesor.

—Usted se está quedando de año, ¿lo sabía?

—Sí —asintió apenada y un poco desconcertada con los ojos clavados en el piso del aula de clases.

—¿Y qué piensa hacer? —le preguntó.

—Seguir esforzándome y estudiando —respondió, desviando la mirada a un punto distante de la geometría del embaldosado a sus pies pues sentía las pupilas del educador como agujas que horadaban áreas fijas y muy privadas de su anatomía.

—Y ¿de qué forma? Hasta hoy no le ha dado buenos resultados lo que ha estado haciendo —constató adusto.

—¿Qué sugiere, usted? —preguntó, aterrada, pues los ojos del educador seguían como luceros deslumbrantes proyectando una chispa de deseo incontenible.

—Bueno, puedo ayudarla para que, al menos, apruebe mi materia y de esa forma ya tendría el pase garantizado y podrá graduarse —dijo, con los ojos clavados en la esbelta chiquilla poseedora de una belleza singular, y dotada de las bondades de la juventud.

—¿Y cómo puede ayudarme? —preguntó.

Su rostro de facciones finas, de cutis terso enmarcado por una larga cabellera de color castaño claro, estaba un tanto enrojecido por la incomodidad de aquellas miradas sugestivas mientras sus ojos color café claro seguían rehuyendo los ojos del profesor.

—Podría hacerme unos trabajos que incluyen tareas y talleres, y las calificaciones que obtenga las tomaré como apreciación, e incluso podría reemplazar algunos exámenes donde obtuvo calificaciones deficientes.

Lo miró con desconfianza, esto no podía ser así de fácil, algún precio habría que pagar. Su padre les advirtió que en la vida nada es gratuito, todo tiene un costo.

—¿Y por qué me quiere ayudar, qué debo hacer a cambio? —preguntó, y esta vez le sostuvo la mirada con las pupilas desafiantes y cargadas de un asco visceral, toda ella rebosaba lozanía.

—Nada, solo que usted me cae bien y sería una lástima que reprobara el año.

Sara Sofía volvió a lanzarle una mirada de desconcierto y, a la vez, cortante como la hoja de una navaja, aquel cuento de buen samaritano no se lo compraba ni ahora ni en mil años.

—Profesor, hablemos claro. ¿Por qué entre tantos quedados me quiere ayudar a mí y no a Pablo, por ejemplo?

—Su amiguito sí está quedado. Usted ha escuchado que hay que juntarse con gente triunfadora y no con perdedores —le dijo.

—Pablo no es un perdedor, es un gran chico y es mi amigo —sentenció contrariada.

—Bueno, señorita Velarde, solo quise ayudarla. Usted decide si escoge la forma fácil o difícil. Si llega a cambiar de opinión, me avisa —dijo, mientras se disponía a tomar sus objetos personales del pupitre.

—¿Cuál sería la forma fácil y cuál la difícil? —preguntó dubitativa.

—La difícil se la acabo de explicar, la fácil sería aceptar una invitación a comer helado.

La chica lo miró como si quisiera fulminarlo con la luz destellante de una descarga eléctrica de aquellas que acaba en la copa de un árbol.

—No me mire tan feo, esa fue una broma. La forma fácil sería que aceptara que yo le diera clases privadas.

—Según el reglamento del colegio, eso no es legal.

—Ay, Sara, le falta mucho por aprender de la vida. Haga solo lo que es legal y veremos si se convierte en bachiller. Mire, si no quiere aceptar mi ayuda, mejor dejémoslo ahí. Olvide que mantuvimos esta conversación —farfulló mientras echaba a andar.

Sara caminó con pasos rápidos hacia la salida y, para su sorpresa, Pablo la estaba esperando en la banca junto a la puerta principal de secundaria. Con él estaban su hermano Otto y una dama elegante de buen porte, de dulce sonrisa y tierna mirada.

Extendió la mano derecha y se presentó como Julia Ceballos. Entonces Sara Sofía sonrió estrechando también su mano y luego le dio un cálido abrazo.

—Tenía muchas ganas de conocerla —dijo.

La conversación con el educador la hizo cavilar, fueron casi veinte minutos agobiantes bajo la mirada escrutadora del profe de química que le caía tan mal, no lo digería, intentaba tolerarlo por necesidad. Había aprendido de la madre que a veces es necesario el arte de la diplomacia, pero no le diría a Pablo cómo se había expresado de él para no causarle angustia. Tampoco sobre la propuesta irrespetuosa e indecorosa que le hizo aquel enano con ínfulas de sabelotodo.

Julia la sacó de sus cavilaciones al despedirse, al tiempo que le pasaba al hijo una pequeña maleta térmica donde estaba el almuerzo, pues ellos se quedarían unas horas más para dar laboratorio y luego ella pasaría a buscarlo.

4

Los aspirantes a bachilleres de Asís se preparaban para terminar el primer trimestre, el setenta por ciento de los graduandos estaban fracasados por los temibles jinetes del Apocalipsis.

Habían llegado a la conclusión de que la física era tan difícil que, del montón de problemas que les mandaban a resolver solo unos cuantos podían ser validados por los libros de la disciplina. El resto parecía una conspiración de Newton, Einstein, Heisenberg o Schrödinger, hasta del mismo Galileo Galilei. Se preguntaban si, en su día, aquellos eruditos, genios de la humanidad, no habían hallado algo mejor que hacer, dado que su legado pervivía y era utilizado en Asís para martirizar las mentes de simples mortales cuyo coeficiente intelectual estaba catalogado en el rango de lo normal, pues dejaron tanta información que pasaba de libro en libro, de mano en mano, de maestro en maestro, y cada cual la acomodaba a su manera. La física era muy interesante, pero difícil de digerir si no se explicaba con elocuencia y su avezado profesor parecía poseer un método muy diferente al que estos célebres físicos heredaron al mundo, o simplemente el profesor buscaba que los estudiantes le hicieran la tarea, pues según averiguaciones de los estudiantes aún no se diplomaba como especialista en la materia.

La química era algo así como una cefalea tensional, ese profesor disfrutaba al verlos fracasar, trapeaba el piso con sus calificaciones hasta minimizarlos, siempre aterrizaba en la anécdota de su vida y sus vicisitudes con la química y, por último, se mostraba dispuesto a ayudar; sin embargo, al final los fracasos eran inevitables.

Los muchachos manifestaban muestras de preocupación, algunos lloraban, a otros les salía abundante caspa producto del estrés. Sara Sofía se comía las uñas y Pablo se enfermaba a cada rato, de asma, del estómago, de dolor de cabeza. El médico de cabecera de la familia Ceballos les dijo que el chico estaba bajo mucha presión. Incluso por los pasillos rondaba la historia de que en años anteriores dos chicos se habían suicidado por tanta tensión. «¿Qué quieren de nosotros?», era la interrogante que muchos se hacían. «¿Acaso ignoran que vivimos en la era de la melancolía? Es como si al salir de aquí nos fueran a contratar en la NASA, o en Silicon Valley», decían, bromeando.

Los jóvenes llegaban temprano al colegio y muchos recurrían a lo que hallaban a mano para intentar sobrevivir, preparaban baterías de altos amperajes que escondían entre los dobleces de la basta de las faldas, entre las medias, entre la cintura del pantalón o la falda, entre la hebilla de la correa, ya que las calculadoras, borradores y demás estaban prohibidos para evitar que se copiaran. El mismo sistema los obligaba a sobrevivir en aquella jungla refrigerada. Lo único era que los asistas no estaban tan unidos como los mosqueteros, uno para todos y todos para uno, solían tener pequeños grupitos en cada salón y solo se ayudaban entre sí.

Sara salió de esos grupitos de los más populares, harta de tanta hipocresía, y Pablo nunca estuvo en ellos, demasiada frivolidad le producía desazón. Él no era popular ni aspiraba a serlo, rara vez copió en los exámenes, pues era como engañarse a sí mismo. Era un acto amoral y hasta corrupto, como jugar vivo, y eso de nada le serviría a futuro, aunque en momentos como estos en que veía a Griselda García, Eddy y compañía limitada copiar abiertamente delante del profesor de geografía, que prefería hacer la vista gorda ya que la niña era, nada más y nada menos que la sobrina del director académico del colegio, Ariosto González.

En la mañana ocurrió un gran inconveniente con la prueba de biología, cuando un estudiante de la última aula de clases se percató de que en su silla había una copia de la prueba trimestral. De inmediato, y con la preocupación y el terror dibujados en su rostro, se levantó y le hizo entrega de la misma a la profesora, que le lanzó una mirada estrábica y, sin mediar palabra, corrió de aula en aula notificando que le habían hurtado la prueba y que la misma quedaba suspendida hasta nuevo aviso.

La robusta mujer de estatura pequeña, cabellos teñidos y cara lavada recurrió al plan b y mandó a imprimir el nuevo examen, el cual sería aplicado luego del recreo.

Al investigar al estudiante sobre cómo había llegado hasta su puesto aquella prueba, él respondió que no tenía la menor idea y se marchó a su salón triste y consternado. Quienes plantaron aquella evidencia en su puesto lo utilizaron como carnada para que pareciese culpable del delito.

—¿Qué clase de compañeros son estos? —se preguntó.

Los hurtos de exámenes no eran nuevos. De hecho, ya había leves sospechas de un grupo llamado Mano Oscura conformado por estudiantes intocables cuyos padres eran de aquellos sobornadores y golpeadores de escritores cuando de defender a sus ángeles se trataba. Por aquella situación era más fácil culpar a otros o hacerse los ciegos, y pensar que había sido el de cómputo, el de la biblioteca o hasta el mismo profesor de la asignatura, dependiendo el bando en que se jugaba (el de los profesores o el de los estudiantes).

Y, luego de aquel teatrillo barato, él y Sara veían cómo aquel grupito privilegiado copiaba. ¿No era aquello un acto de corrupción? Pues si él y Sara sacaban apuntes o se hablaban incluso con la mirada, automáticamente, cual robot, el falso profesor de geografía vendría sobre ellos a quitarles el examen. No había manera ni la habrá de probar aquella vil acción, porque los celulares estaban dentro de las mochilas.

El reloj ya casi daba las 4.30 p. m. y ellos esperaban que fueran a buscarlos. Así era cada vez que les tocaba laboratorio, cuando de pronto Sara le dio un leve codazo a Pablo.

—¿Viste?, es el fiscal de homicidios.

—Sí, casi nunca viene. Creo que lo hemos visto muy poco este año —dijo Pablo, quien sentía una profunda admiración por Eduardo Arrué.

—Sí, es la primera vez, siempre es la mamá de Eduardo la que se ocupa de sus cosas. Dicen que hace mucho que no viven juntos y que el fiscal es de carácter fuerte y le trae la soga corta a Eddy; por eso él prefiere a su madre, que es más permisiva.

Permaneció pensativa mientras veía aproximarse a aquel hombre de casi dos metros de estatura y marcada musculatura. ¿Qué pensaría el fiscal si se enterara de que su hijo era un copión de primera, sobornador, llorón, que se escuda detrás de su apellido y una imagen ruda e impoluta?

Ninguno de los trece profesores sería capaz de asolear a Eddy, para evitar confrontaciones con su padre.

El fiscal y Cepeda pasaron frente a los chicos y los saludaron con una espontánea sonrisa en sus rostros. Ambos se veían tan diferentes a cómo lucían en la televisión y cómo los pintaban las malas lenguas que dejaron a Sarita y a Pablo sorprendidos.

Lo que más placer les causaba era ver cómo Eddy se transformaba en un angelito o corderito manso en presencia de su padre.

Vieron cómo se alejaba por entre el pequeño cerco de ixoras de color rojo hacia su vehículo el fiscal, con jeans y bléiser, ese tipo rudo que imponía respeto y gozaba de credibilidad; de seguro, si le daban las riendas del país colocaría todo en completo orden. Escucharon el timbre de su teléfono y vieron cuando respondía a la llamada telefónica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIV

Dilema

 

La llamada que Arrué respondió aún estando en los predios del Instituto de Asís era de la presidente Duarte, que lo convocó a una reunión urgente a primera hora del día siguiente en el palacio de las Garzas.

«Y ahora, ¿qué se le antojará a su excelencia?», se preguntaba mientras conducía hacia el palacio. Le encantaba el Casco Antiguo, porque lo llevaba atrás en el tiempo, a una época que solo los libros de historia sabían contar, ese sitio emblemático de calles adoquinadas y estrechas, de casitas coloniales con balcones atiborrados de flores y un mar enamorado de fondo que atestiguaba desde tiempos pretéritos, cual guardián y amante celoso, los cambios de imagen de la eterna ciudad. El palacio de las Garzas era el edificio histórico que había visto desfilar un sinfín de mandatarios de diferentes banderas partidistas en las últimas décadas. El pueblo se mostraba reacio a los inquilinos del palacio, pero, según él, el mismo pueblo seguía equivocándose de inquilinos de quinquenio en quinquenio, cada vez más.

El majestuoso océano Pacífico debía ser un perenne recordatorio para quien ocupara aquella silla de que el pueblo esperaba lo mejor. Nada de migajas y menos mentiras, no limosnas sino justicia, como bien dijese (en otra tónica distinta) José Antonio Remón Cantera, aquel mandatario panameño que fue asesinado el 2 de enero de 1955 y cuyo nombre llevaba el colegio secundario donde se había graduado.

La presidente Duarte se escuchaba ansiosa al otro lado del auricular cuando le hizo la llamada. Él no dejaba de preguntarse cuál sería el motivo urgente de aquella reunión que lo sustrajo de su día a día. Se había propuesto aprovechar el mayor tiempo posible para encontrar una pequeña pista que lo condujera al asesino. Sin embargo, siempre surgía una novedad. De ese modo ni el mismo Hunter, ni Agatha Christie, a través de sus famosos personajes Poirot y miss Marple, serían capaces de encontrar al verdadero culpable. Sospechosos había varios, aunque nada le garantizaba que el asesino fuera uno de ellos. Con la muerte de Cecil Fajardo, la investigación había dado un vuelco total, un giro inusitado de ciento ochenta grados que lo ubicaba casi al principio de los hechos. En la radio sonaba Cómo te va mi amor del trío Pandora. Él tamborileaba las manos contra el timón, remontándose a sus años de juventud, cuando estaba enamorado de Isabel, la chica del cabello largo que vocalizaba aquella canción. ¡Dios, cantaba como los ángeles!

Por fin llegó al edificio de estilo colonial, de color blanco, situado frente a la bahía de Panamá. Atravesó el patio central. Disfrutaba apreciar aquella edificación llena de historia, toparse tal vez con alguna que otra garza gris pululando por el patio. Trataba de ser cuidadoso con el protocolo. La presidente nombró a una mujer tenaz en esa área, rigurosa y muy meticulosa, con la cual ya había tenido uno que otro encontronazo. Él no era dado a respetar todas aquellas reglas que ella aseguraba que estaban para mantener el orden y evitar el caos. Se disponía a subir al segundo piso por la derecha, caminando, sin dar saltos gigantes. A la entrada, encontró a los de la guardia presidencial vestidos de negro riguroso, con sus gafas oscuras. Él los llamaba Hombres de Negro en honor a la película Men in black. Por un instante, una duda lo acechó. ¿Y si esta señora quisiera que formase parte de su guardia? Sacudió la cabeza con espanto mientras entraba a su despacho pasando por el filtro de los hombres de negro.

Allí estaba ella, junto a Gustavo Franco. Nada se hacía o se dejaba de hacer sin el visto bueno de aquel hombre. A veces a su mente se aproximaba la idea de que ella no era la presidente sino aquel. Saludó al ingresar al recinto y luego esperó a que ella iniciara la reunión.

—Arrué, ayer en la tarde renunció el procurador —dijo, mirándole a los ojos con frialdad.

El fiscal de homicidios del área metropolitana entorno los ojos y enarcó las cejas, como queriendo gritar «¿Y qué demonios tengo yo que ver con eso?». Hizo un ademán con las manos y luego esperó.

—Hemos decidido que tú eres el más idóneo para ocupar el cargo.

Una carcajada espontánea se le escapó de lo más recóndito, como si proviniera de la zona abisal de su interior e impregnó el ambiente hasta llenarlo.

—¿Qué soy, el más idóneo o el único pendejo para ocupar un puesto que nadie quiere por miedo?

—Como sea, piénsalo, te doy hasta mañana a las ocho en punto para responder. Siempre has querido impartir justicia, ¿no es cierto? Esta es tu gran oportunidad.

—No bromee, allá afuera hay gente capacitada para ese puesto, jueces y magistrados con una amplia experiencia.

—Pero es a ti a quien quiero en ese puesto. Espero tu respuesta mañana, a las ocho en punto —dijo, tras lo cual se perdió (como era su costumbre) por una puerta que, según había escuchado, conectaba con la mansión presidencial. Franco lo miró fijamente y luego hizo una mueca con los labios y las manos, como quien dice «No se puede hacer más».

Descendió las escalinatas por su mano derecha. Su pensamiento se confrontaba como dos corrientes que llegan a un mismo punto. Una, hacía aflorar el ego que todos llevamos dentro. «Yo, Eduardo Arrué, el nuevo procurador general de la nación, ¿cómo desechar aquella oportunidad que surge una sola vez en la vida? Mi madre estaría orgullosa, mi abuelo ni se diga, y la abuela Flora lloraría embargada por una gran emoción (pero ellos no están, hace rato partieron) y el anuncio en los medios de comunicación y la periodista Liz queriendo lograr una entrevista, y por el otro lado Quica. Y luego afloraba la otra corriente. ¿Y si es una trampa? ¿Y si necesitan un conejillo de indias? ¿Si la gente me rechaza por asumir un puesto que no merezco? ¿Si la opinión pública me ataca? Sí, Liz me odiaría y Lupe también, Cepeda y Becerra. Don Anselmo, María Rengifo y Sebas, ¿qué dirían ellos? Y Eddy…

Poco a poco y como llevado de la mano de la mente inconsciente llegó al auto, debatiéndose en una marejada de elucubraciones.

—¿Qué vas a hacer, Arrué? —se preguntó, mientras a lo lejos el mar permanecía en calma y algunos pájaros trinaban desde los escasos árboles contiguos.

Volvió a mirar de soslayo el mar y recordó a Julián Valdés y su gran hallazgo, ¿en qué habría quedado todo aquello? —se preguntaba mientras ingresaba a su vehículo. Eso no había sido más que una farsa, y quién responde por los millones de dólares tirados a la basura para contribuir con el magnánimo hallazgo, en fin, él no era zar anticorrupción sino fiscal de homicidios.

Antes de echar a andar el motor del auto, el timbre de su teléfono móvil lo sorprendió, tomó el aparato, era Cepeda quien llamaba:

—Ya contamos con la orden para visitar Beltrán y Asociados.

—Procedan—ordenó el fiscal.

El celular vibró una vez más, era un mensaje de WhatsApp. En la pantalla del móvil aparecía el símbolo utilizado como hashtag, la imagen de los ojitos. Arrué interpretó el mensaje como: estoy observándote, mucho cuidado con lo que haces. ¿Qué otra cosa podrían significar esos ojitos?

La vida le palpitaba en la sien, el miedo se le insertó en cada recodo de la piel, le susurraba en la nuca como amante maldita, erizándole los vellos uno a la vez. El corazón desbocado pretendía huir por su garganta, pero se detuvo envuelto en un grito, aunque sus latidos ya le habían desgarrado el pecho y casi no lo advirtió. Era él, el asesino. Pero, ¿Era este un mensaje, una advertencia o una sentencia de muerte?

2

Chokoreeto lo seguía sin tregua por los ciento cuatro metros de su apartamento. La vista era magnifica aquella tarde-noche. Se sentó a la mesa, cenaría ensalada Waldorf con yogurt griego natural, filete de res y vino. A un costado, la perra también se disponía a comer la porción de bolas que le correspondía.

La prensa siempre se enteraba de todo, había sido una tarde difícil y aún rebotaban en sus oídos las preguntas:

—Fiscal, ¿por qué no acepta el cargo de procurador?

Él se negaba a dar por toda respuesta sus razones, aunque su cargo de fiscal lo conminaba a responder.

—¿Fiscal, le teme usted a la Procuraduría?

Los labios de los periodistas se movían en tanto él se desplazaba con rumbo a su despacho.

—Fiscal Arrué, ¿acaso le queda grande la Procuraduría? ¿No se siente capaz de pilotar la nave?

Esa voz era imperdible y le golpeó profundamente el ego. Se detuvo en seco, inspiró hondo y con actitud acre respondió:

—Señorita Ceballos, soy libre de elegir lo mejor para el pueblo, que debe ser lo mejor para mí. Y no, no le temo al puesto, ni me queda grande.

—Entonces por qué no acepta, haría un buen papel.

—Reitero, soy libre de elegir, sin presiones. Ese cargo es administrativo, pero con matices políticos y… la política es la membrana donde permea la corrupción. Con esto aclarado, en modo alguno he dicho que de aceptar sucumbiré a actos corruptos. Me conozco y sé para qué soy bueno, y no me veo ejerciendo ese puesto. Además, lo estoy haciendo bien como fiscal. Con permiso.

—Pero al pueblo le gustaría verlo como procurador.

—No puedo ser juez y parte. Permiso, por favor.

—Lo invito a mi canal para que converse con nosotros al respecto.

Los de la prensa no se movían y Liz estaba intensa, sabía que lo incordiaba con aquella pregunta. Pero de algún modo había sido un golpe bajo en pago a su interrogatorio en la casa de Lupe.

De pronto, se abrió la puerta de la fiscalía y apareció Susana Estrada que le lanzó a Liz una mirada tosca, furiosa.

—Se acabaron las preguntas —dijo, tras lo cual cerró la puerta y se alejó caminando a su lado.

Había terminado de comer y luego se dispuso a lavar los enseres que había utilizado dejando la cocina impecable. Lavó el plato de Chokoreeto, le sirvió un poco de agua y pasó el trapeador por el área. Aún las palabras de Liz martilleaban en su cabeza.

Decidió darse una ducha y la perra lo siguió moviendo el rabo con ritmo.

—Ah, ah, ah. Espérame fuera, en un momento salgo —le dijo a su fiel compañera, y esta lo miró con creciente ternura.

Abrió la ducha intentando graduar el chorro de agua, ni muy caliente ni muy frío, término medio. Sentía la espalda dormida y el cuello endurecido. El agua le acariciaba el dorso, mientras recorría su musculatura esculpida. Cerró los ojos para escuchar cómo caían las gotas y se estrellaban con el piso hasta ser engullidas por el drenaje. Por un instante, se quedó dormido de pie.

La sensación del agua tibia deslizándose por su espalda era relajante. Le pareció escuchar a Chokoreeto agitada, como si alguien hubiera entrado en el apartamento, pero no, quién podría ser. Vivía en el piso 23 de un edificio con mucha seguridad. Continuó disfrutando de la delicia de aquel baño. No obstante, le pareció que se abría alguna puerta, el sonido metálico de la cerradura le llegó de lejos. Dejó la ducha abierta para que pareciera que aún permanecía allí. Alargó la mano hasta alcanzar la toalla y se cubrió sin secarse el agua, solo frotó los pies en la alfombra al salir, buscó en el cajón del mueble de baño y tomó su arma, permaneció un rato con el oído aguzado, por si surgía algún ruido en el exterior; luego, con sumo cuidado abrió el seguro de la puerta, recorrió con la vista la habitación y, con un espejo de mano que usaba a veces para afeitarse, oteó el área debajo de la cama, no había nada. Tampoco en el armario. La ciudad empezaba a dormirse, devorada por la noche, los caseríos y edificios parecían pálidas estructuras con lucecitas como miles de luciérnagas alegres. La habitación de Eddy permanecía tal cual la dejó el muchacho; el baño de visita, igual. La perra no estaba, el corazón se le escurrió hasta los pies. Desde aquel mensaje de los ojitos que recibió a la salida de la Presidencia, se había vuelto más cuidadoso, un tanto paranoico. El asesino que buscaba era como un fantasma y, si de pronto había decido cazarlo también a él, probablemente aparecería en los titulares de la prensa «Fiscal de homicidios es asesinado en su apartamento» y su fotografía con aquella mirada vacía y al mismo tiempo aterradora acompañaría el texto. «Pero, ¿qué demonios?, si alguien va a morir esta noche no seré yo».

El corazón le latía con furia, golpeaba inmisericorde su pecho, se pertrechó en la columna del pasillo, sintió unos pasos aproximarse desde la pequeña terraza, le quitó el seguro al arma. El corazón le iba a estallar, sudaba frío, le temblaban los pies y llamaradas de calor le recorrían el pecho a cada tanto. La sombra se aproximaba, no usó el espejo esta vez para ver de quién se trataba, estaba dispuesto a batirse en duelo, era su vida o la del asesino.