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La noche en la confitería

Bethany había salido de la casa sin tener ninguna clase de plan. Se había marchado porque necesitaba un poco de espacio.

Para ella un paseo nocturno en patinete por el vecindario era una magnífica manera de aclararse las ideas, pero, antes de haber llegado al final de la calle, salió su vecino Eduardo Barnacle, un chico que metía las narizotas allá donde podía, en todos los sentidos, y le hizo una señal para que se detuviera.

—¿Qué quieres, percebe? —le preguntó Bethany.

—Un tono menos agresivo no vendría mal —dijo Eduardo al tiempo que abría los orificios de la nariz con un aire de superioridad—. Quiero ofrecerte mis más jubilosas felicitaciones.

—¿Tus qué? —preguntó Bethany.

—«Jubilosas». Significa que son gozosas y triunfales. Lo he aprendido gracias a mi papel higiénico con la palabra del día —dijo Eduardo enormemente complacido por disponer de la oportunidad de soltar la palabra nueva como un lorito repetidor—. ¡Me he enterado de la noticia de tu fiesta! Mi familia se ha sentido muy honrada y enormemente «jubilosa» al recibir la invitación de la señorita Muddle esta mañana.

—Ay, ya, eso… Sí, claro —masculló Bethany.

—No pareces muy emocionada al respecto —dijo Eduardo, que hizo un gesto negativo con los orificios nasales (y con el resto de la cabeza) con un cierto aire de decepción—. Si alguien me ofreciese a mí una fiesta, estaría dando botes de alegría. Es más, hasta podría decir que me sentiría…

Bethany salió disparada con el patinete antes de que Eduardo tuviera ocasión de volver a alardear de su palabra del papel higiénico. No llegó muy lejos antes de que volvieran a darle el alto.

¡Enhoramaravillosamentebuena! —dijo el pajarero, que salió corriendo de su tienda con la paloma Keith posada en el hombro—. ¿Quién se lo iba a imaginar? A esa niña que solía enseñar a mis pájaros parlanchines a decir palabrotas, ¡ahora le van a dar una pedazo de fiesta! Yo no me lo imaginaba, ¡eso desde luego!

La paloma Keith solía mirar un poco por encima del hombro a la humanidad y a otras especies menores, pero incluso él se sentía inclinado a zurear de manera agradable ante Bethany.

Bethany tuvo que pararse varias veces más durante su trayecto. Aquella anciana tan amable que en el pasado le había ofrecido el consejo sobre cómo hacer buenas obras salió de su casa arrastrando los pies para celebrarlo y ofrecerle a Bethany un caramelo para la tos. Paulo el cartero le dijo que había sido un honor para él repartir todas y cada una de las invitaciones de la señorita Muddle. Incluso la señora del zoológico, aquella que tanto se parecía a un lagarto, le graznó varios cumplidos a regañadientes.

Bethany estaba empezando a pensar que las cosas eran mucho más fáciles cuando el vecindario pensaba que ella se dedicaba a gastar bromas pesadas, porque la gente evitaba cruzarse con ella por aquel entonces. No se veía capaz de soportar más cumplidos, así que aparcó el patinete delante del único lugar donde creyó que tal vez conseguiría algo de tranquilidad: la confitería.

Las luces estaban encendidas y la puerta abierta. En el interior, una música heavy metal atronaba y hacía traquetear los altavoces del local. La señorita Muddle estaba ocupada ante una de las encimeras, sujetando un soplete encendido sobre otra variación más de las trompetas pomposas efervescentes, algo que trajo a la bestia una vez más a la memoria de Bethany. Se acercó dando sus zapatazos y bajó el volumen de los altavoces.

—¡No hagas eso! ¡Las trompetas pomposas podrían hacerse más musicales si escuchan alguna canción mientras les hago los últimos retoques!

Bethany volvió a subir el volumen de la música, mientras la señorita Muddle pasaba el soplete por la última trompeta pomposa del lote. Acto seguido, en cuanto apagó el soplete, se sacó del delantal un secador de pelo de brisa gélida y comenzó a enfriar sus creaciones.

—¡APAGA ESO YA! —gritó la señorita Muddle—. ¡SI NOS PASAMOS CON LA MÚSICA, LAS TROMPETAS SE PODRÍAN VOLVER DEMASIADO POMPOSAS!

Bethany cortó la música. La confitería quedó en silencio excepto por el crujido de las trompetas pomposas efervescentes al enfriarse y solidificarse. La señorita Muddle olisqueó las trompetas y asintió en un gesto de aprobación.

—Creo que lo he conseguido —dijo la confitera. Acto seguido, utilizó un cuchillo extremadamente afilado para cortar una porción e hizo un gesto a Bethany para que se acercara—. Según mis cálculos, esto debería tener un sabor equivalente a escuchar a una banda de viento tocar una sinfonía a ritmo de jazz. Vamos, pruébalo.

Bethany se llevó a la boca la porción de trompeta pomposa. Pensaba que, si había algo capaz de animarla, sería uno de los dulces de la señorita Muddle. No obstante, la trompeta pomposa era… espantosa. En lugar de una sinfonía a ritmo de jazz, era el sabor equivalente al sonido de un gato arañando una pizarra. Agarró la papelera más cercana y la escupió entera.

—¿Qué pasa? —le preguntó la señorita Muddle—. No, no, seguro que te has equivocado. Está claro que aún no tienes el paladar lo bastante refinado.

La confitera cortó otra porción de su dulce para probarlo. Lo masticó tres veces y se fue a buscar otra papelera para ella.

—¡Sorbete de salmonete, esto sabe asqueroso! —dijo la señorita Muddle después de escupirlo y ponerse a dar unos fuertes lametones a una piruleta de limón para quitarse aquel sabor—. Quizá debería haberles puesto alguna canción de Louis Armstrong. Si quiero tenerlas listas a tiempo para tu fiesta, van a requerir un MONTÓN de trabajo. —Miró entonces a Bethany, sorprendida—: Por cierto, ¿qué haces tú aquí? ¿Ya es por la mañana? Pierdo la noción del tiempo cuando me pongo a inventar dulces.

—Qué va, todavía es de noche —dijo Bethany—. Es más, la noche se está poniendo de tal forma que me parece que va a ser una de las peores de mi vida.

—Ay, no, ¿qué pasa? —le preguntó la señorita Muddle—. ¿Quieres hablar de ello?

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—Pues no —dijo Bethany. No le gustaba hablar con nadie sobre sus problemas, ni con Ebenezer—. Cachis, lo siento, Muddle… no debería molestarle con esto. Mejor la dejo en paz.

—¡Paparruchas! —dijo la señorita Muddle, que corrió hasta la puerta, la cerró con llave y cambió el letrero de «ABIERTO» a «CERRADO»—. Te vas a sentar, y no vas a mover el trasero ni un milímetro hasta que hayamos conseguido que te animes.

A Bethany se le daba bastante mal eso de hacer lo que le decían, pero en esta ocasión se alegró mucho de seguir las órdenes de la señorita Muddle. Muy obediente, mantuvo el trasero inmóvil mientras la señorita Muddle iba corriendo de un lado a otro de la confitería, recopilando ingredientes.

—Para subir los ánimos empezamos con el chocolate —dijo la señorita Muddle, que cogió unas cuantas fresas, cacao machacado, nata montada y algo más que sacó de una caja donde decía «ALTO SECRETO» y lo echó todo en un robot de cocina—. Para ser exactos, con el Fabuloso Chocolate Caliente Deluxe de la Señorita Muddle. Te advierto que tu vida ya no será la misma después de probar un sorbito de esto. Nunca jamás.

Menos de las trompetas, Bethany era una gran aficionada a las creaciones de la señorita Muddle. Se sintió emocionadísima cuando la confitera sacó la nata montada y las nubes de menta que cosquillean en la lengua.

—Vale, Bethany, esta es tu última oportunidad de largarte —dijo la señorita Muddle al traerle una jarra con el producto ya terminado—. Esto te va a causar tal impacto que te parecerá un terremoto, y no tengo la seguridad de que estés preparada.

—Ah, no se preocupe. Yo NACÍ preparada para todo —dijo Bethany—. A lo mejor es usted quien no está preparada para que le digan que su chocolate caliente no está tan bueno como cree, ¿no?

En respuesta, la señorita Muddle colocó la taza delante de Bethany con una solemnidad propia de la reina de Inglaterra. En el último instante añadió un adorno más: puso una bengala de fiesta en lo alto de la montaña de nata montada.

—Allá va… —dijo Bethany.

Dio un solo sorbo, y su vida cambió. El impacto que sintió fue como el de un terremoto, y cambió su actitud ante la comida y la bebida desde que probó aquella poción, una mezcla que era la combinación perfecta de chispa, cremosidad, vaporosidad y viscosidad. Cerró los ojos y sorbito a sorbito tuvo todo el contenido de la taza en la barriga.

—¡Uau, qué alucine!

—No digas que no te lo advertí —dijo la señorita Muddle cuando Bethany volvió a abrir los ojos—. Te has dejado un bigote de nata, y la verdad es que te queda bastante bien.

La señorita Muddle cogió el bote de la nata y se puso ella una preciosa perilla a juego con unas cejas bien pobladas de nata batida. Bethany se rio con tantas ganas que estuvo a punto de echar entero por la nariz el Fabuloso Chocolate Caliente Deluxe de la Señorita Muddle.

Tan solo dejó de reírse cuando la trompeta que había en la encimera soltó un toque muy sonoro e infeliz. Al verla, Bethany se acordó de la bestia y de todo cuanto la esperaba allá en la casa de quince pisos.

—¿De qué se trata? —le preguntó la señorita Muddle, que frunció el ceño y juntó las cejas de nata en un gesto de preocupación—. Pensé que estaba consiguiendo animarte.

Lo único que Bethany quería era disfrutar de una vida normal, sin bestias, en la que pudiera tomarse un chocolate caliente con personas alucinantes y sin tener que preocuparse de que se la fuesen a comer viva. Si pudiese encontrar la manera de quitarse a la bestia de encima, entonces Ebenezer y ella serían libres para siempre.

—¿Bethany? —le dijo la señorita Muddle—. Me estás preocupando.

Bethany no deseaba preocuparla.

—No tiene por qué preocuparse, Muddle —dijo la niña—. Solo estaba gastándole una broma. He puesto la cara tristona para que me prepare otro chocolate caliente.

—¡Aaaaaay, briboncilla de vainilla! —exclamó la señorita Muddle, que se puso a preparar otro chocolate caliente—. No me vuelvas a hacer eso.

—No lo haré —dijo Bethany—. Oiga, Muddle…, ¿podría dormir aquí esta noche?

—¡Desde luego! —dijo la señorita Muddle—. ¿Quieres utilizar ese teléfono de ahí para avisar a Ebenezer?

Bethany se acercó al teléfono con forma de bastón de caramelo y lo descolgó. Nadie cogió la llamada, así que dejó un mensaje. Pensó en volver a llamar, pero no lo hizo. Estaba decidida a pasar una buena noche más, sin tener que pensar otra vez en la bestia.

—¿Estás segura de que no pasa nada si te quedas? —le preguntó la señorita Muddle.

—Sí, por supuesto —dijo Bethany—. ¿Qué es lo peor que podría pasar?