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La perrita buenísima

—No te creas que te vas a salir con la tuya ahora que estás aquí —dijo Ebenezer esa mañana conforme abría la vieja puerta desvencijada—. Un pequeño paseo por el barrio y te traigo directamente de regreso a este ático.

—¡Muchííísimas gracias, Ebe-nueces! —La bestia se puso en pie de un salto. Aún le temblaban un poco las piernas, así que extendió las manitas minúsculas y pegajosas. Ebenezer se cruzó de brazos y se negó a prestarle ayuda—. Qué ganas tengo de que pasemos el día juntos.

La bestia echó a caminar como un pato y salió del ático con un gran esfuerzo y mucha lentitud.

—¡Caspitita! ¡Qué guuuay! —exclamó la bestia al admirar la casa con sus tres ojos—. Creo que no voy a poder con todas esas escaleras.

—Sí que puedes —le soltó Ebenezer, que trató de darle un pequeño empujón por detrás—. Cuanto antes lo hagas, antes habremos terminado.

—Mmm —dijo la bestia—. Creo que me vendría bien una pequeña ayuda de mi barriguita.

La bestia cerró los tres ojos negros y la boca babeante. Agitó de un lado a otro aquel pegote que tenía por cuerpo y emitió un zumbido grave. Un instante después, abrió de golpe los ojos y la boca y vomitó una canoa enorme.

—Así será mucho más fácil —dijo la bestia, que dejó caer su cuerpo en la parte de delante y dio unas palmaditas en uno de los numerosos asientos de detrás para que Ebenezer lo ocupara.

Ebenezer se cruzó de brazos aún más fuerte que antes e hizo un gesto negativo con la cabeza. La bestia puso los tres ojos en blanco.

—Será mejor que te subas, porque si no, podría salir disparada y escaparme de ti —dijo la bestia—. ¿No te parece mejor mantenerme vigilada?

Ebenezer se subió a la canoa a regañadientes, y la bestia aplaudió con sus dos lenguas en un gesto de enorme agrado.

—¡Abróchese el cinturoncito, Ebe-nueces! —dijo la bestia.

La criatura meneó los dedos de la mano e hizo que la canoa saliese zumbando y descendiese los numerosos tramos de escalera más o menos a la misma velocidad que un guepardo que se acaba de dar cuenta de que llega tarde a la fiesta de cumpleaños de su mejor amigo. Entonces, la bestia hizo que la canoa se detuviera en el pasillo con un fuerte traqueteo, se bajó de un salto y vomitó un ancla muy pequeñita para asegurarse de que la canoa se quedara allí bien sujeta.

—¡Pero qué chuuuuuuli ha sido eso! —exclamó la bestia—. ¡Me ha encantado oírte dar grititos de diversión!

—Esos gritos no eran de diversión —dijo Ebenezer, que se desabrochó el cinturón de seguridad y se bajó de la canoa con un tembleque en las piernas que parecían dos maracas en plena euforia—. Eran gritos sin más.

La bestia puso cara triste.

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—Ay, lastimita. No se me da nada bien esto de hacer cositas buenas, ¿verdad? Pero puedo aprender, eso seguro. ¿Adónde vamos primerito? ¿Salimos directos a la callecita linda?

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—Espera un momento —dijo Ebenezer—. Vamos a tener que hacer algo con tu aspecto. Si la gente te pone la vista encima, podríamos causar una ola de histeria.

La bestia se mordisqueó las dos lenguas, pensativa. Una vez más, comenzó a sacudirse con un zumbido grave.

—Ay, no. ¿Qué viene ahora? —le preguntó Ebenezer, que se sacó del bolsillo el botón del tamaño de un pulgar—. Te lo advierto, como se te ocurra vomitar alguna clase de arma, entonces te voy a…

Sin embargo, la bestia no vomitó ninguna clase de arma, sino un traje de tres piezas de talla grande.

—¿Qué te parece esta monada? —La bestia agitó los dedos e hizo que el traje se le ajustara sobre su cuerpo con forma de pegote—. Si voy a ser tan buenecita como tú, a lo mejor debería vestirme como tú también, ¿no crees? Será menos aterrador para el vecindario, ¿verdad?

Ebenezer sabía que debería estar concentrándose en otras cosas, pero no pudo evitar sentir envidia del atuendo de la bestia. Dio la casualidad de que el traje de tres piezas de la bestia estaba confeccionado con una tela de cuadros particularmente atrevida, y Ebenezer tuvo la certeza de que, si se lo pusiera él, le quedaría simplemente ideal.

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—Mucho, mucho peor —dijo Ebenezer—. Inténtalo de nuevo.

La bestia agitó los dedos unas cuantas veces más y presentó toda una variedad de atuendos: se vistió de vaquero, de jugadora de críquet, de reina y con un jersey de cuello vuelto, pero nada parecía funcionar. Por último, hizo aparecer un disfraz de perro.

—¡Sí! ¡Ese es perfecto! ¿Puedes hacerte también una caperuza? —le preguntó Ebenezer.

La bestia agitó los dedos para crear una caperuza con unos agujeros para los ojos, y Ebenezer le ayudó a ponérsela en la cabeza.

—Con esto debería valer —dijo Ebenezer dudoso—. Le contaré a la gente que eres mi mascota, aunque seas una mascota feísima y muy desagradable. Tampoco tienes una pinta mucho peor que algunos de los perros a los que sacan a pasear por estas calles.

—Creo que podría ser una perrita magnífica —dijo la bestia—. Déjame que te enseñe mis ladriditos tan monos.

Sin embargo, antes de que la bestia pudiese ponerse a ladrar ni una sola vez, sonó el timbre de la puerta.

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—¿Quién podrá ser? —preguntó la bestia.

—Tiene que ser Bethany —dijo Ebenezer. Aunque seguía bastante enfadado con ella, una parte de él sintió alivio al ver que Bethany regresaba a ayudarle con la bestia, porque aquella idea del disfraz de perrita no le convencía en absoluto—. ¡Sabía que iba a entrar en razón!

—¿Y por qué iba a llamar Bethany a la puertecita? —preguntó la bestia—. ¿No vive ella en esta casa?

Lleno de irritación, Ebenezer tuvo que reconocer que la bestia tenía razón, y se esfumaron todas sus esperanzas.

Volvió a sonar el timbre de la puerta.

—Si esto forma parte de tu gran plan malvado, no te saldrás con la tuya —dijo Ebenezer.

—¡No hay ningún gran planecito malvado! —dijo la bestia.

Ebenezer probó a abrir la puerta muy poco a poco, apenas una rendija. Al otro lado no acechaba ningún plan malvado, sino, como diría Bethany, un percebe: Eduardo Barnacle, para ser exactos.

—Ah, señor Tweezer —dijo Eduardo—. Mucho me temo que ha sido la desesperación lo que me ha traído hasta su puerta. Me preguntaba si Tweezer el Sabio continúa operativo.

—¿Perdón? —dijo Ebenezer.

—Bueno, tal vez usted no lo recuerde, pero vine a verle hace una semana con el asunto de mi rosal —dijo Eduardo, que hizo una pausa para resoplar por la nariz—. El momento culminante de mi jornada diaria siempre ha sido acercarme a oler los maravillosos ramos de rosas de mi jardín. Sin embargo, últimamente hay una nueva cepa de hierbajos bastante olorosos que se están cargando mis pobrecitas, tan bellas. En ese momento, usted me recomendó que me dedicara a oler velas aromáticas con olor a rosa en vez de oler las plantas.

Ebenezer sonrió de oreja a oreja.

—Qué agradable es ver a alguien al fin agradecido por mi trabajo, pero me temo que ahora mismo estoy un poco liado…

—¡¿Agradecido?! ¡Estaba furioso! —exclamó Eduardo, que provocó la inmediata desaparición de la gran sonrisa de Ebenezer—. Acudí con mi problema al centro de jardinería, y ya me ha respondido la mejor jardinera. Me ha dicho que ni siquiera ella puede hacer nada para salvar mis rosas, así que he pensado en probar con usted una última vez, señor Tweezer. ¿Se le ocurre algo que pueda ser de ayuda para salvar mi única fuente de jubilosa felicidad?

Ebenezer se quedó parado un instante. Acto seguido, le pegó un portazo en las narices a Eduardo y estuvo a punto de rebanarle un cachito.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó la bestia.

—Hoy no tengo tiempo para el Salón Contemplativo —dijo Ebenezer, que añadió con aire apesadumbrado—: Aunque también es probable que no pudiese ayudarle, por mucho tiempo que sí lo tuviera.

—Pero ¿entonces por qué ha venido hasta aquí? —preguntó la bestia.

—Por Tweezer el Sabio…, mi empresa de resolución de problemas —respondió Ebenezer—. Pensé que podría hacer buenas obras si me dedicaba a ayudar a los vecinos del barrio. El problema es que, más o menos, tengo la misma utilidad que un jersey de lana en plena ola de calor.

Ebenezer sentía una terrible autocompasión. En su vida, todo estaba resultando ser un fracaso, y ahora, encima, tenía que encargarse de la bestia también.

—Entonces ¿ayudar a la gente con sus problemas es una manera de ser buenecitos? —preguntó la bestia.

—Sí —respondió Ebenezer—, pero el principal problema es que hay que ayudarles de verdad.

—¡Ya lo pillo, Ebe-nueces! —dijo la bestia—. Me pongo con ello ahora mismito.

—Perdona un mom… —empezó a decir Ebenezer.

La bestia ya se había subido de nuevo en la canoa e iba disparada hacia la puerta principal de la casa. Ebenezer apenas consiguió quitarse de en medio justo a tiempo, en el preciso instante en que la bestia embistió contra la puerta cerrada, la atravesó y cruzó la calle en la canoa camino de la casa que tenía un buzón donde ponía «BARNACLE».

—¡Vuelve aquí! —gritó Ebenezer.

—¡NO TE OIGO! —chilló la bestia—. ¡ESTOY LIADÍSIMA SIENDO UNA MONADA DE BESTIA BUENECITA!

La bestia rodeó la casa de los Barnacle montada en su canoa y llegó hasta el jardín trasero. Ebenezer llegó detrás, entre jadeos y resoplidos, y se encontró a Eduardo examinando a la bestia de arriba abajo.

—¡HOLITA! —gritó la bestia, que saludaba a Eduardo entusiasmada.

—Señor Tweezer, ¿q-q-qué es e-e-eso? —preguntó Eduardo, que señalaba a la bestia con una mano temblorosa.

—Ay, ya sé en qué me he equivocado. Quería decir: ¡GUAUSES, GUAUSES! —dijo la bestia.

—Es nuestra mascota —dijo Ebenezer con una risa de nervios. Dio unas palmaditas sobre la cabeza disfrazada de la bestia e intentó no estremecerse del repelús—. La llamamos «la bestia». ¿Es que nunca habías visto una mascota que habla?

—He oído hablar de ellas —dijo Eduardo haciendo un esfuerzo por recuperar el habla enseguida y darse aires de superioridad—. Sería muy infantil no saber nada sobre los perros que hablan. ¿De qué raza es?

—Bah, ya sabes, de la típica de siempre —dijo Ebenezer—. Es asombroso, si bien además totalmente creíble, pero nos la encontramos en el patio trasero de nuestra casa. Al principio era tan pequeñita que se me quedó pegada en la suela del zapato…

Ebenezer continuó con la cháchara mientras la bestia se bajaba de la canoa y echaba a caminar como un pato hacia los rosales para examinar la situación.

—Ah, ya veo, esto es de lo más facilón, chin, pon —dijo la bestia y asintió para sí—. Todo el mundo atrás. ¡Guauses!

Cerró los tres ojos y comenzó a emitir un zumbido y a agitarse de un lado a otro.

—¡No te atrevas a vomitar algo maligno! —dijo Ebenezer, que se dirigió a Eduardo y se apresuró a añadir—: La bestia es una de esas mascotas que hablan y que, de vez en cuando, vomitan cosas malignas… ya sabes cuáles son esas, ¿verdad?

Muy decidido a no dar la impresión de que no sabía nada, Eduardo asintió con la cabeza. La bestia continuó zumbando y agitándose, y, unos instantes después, vomitó… una pareja de enanitos de jardín.

—Con esto debería valer —dijo la bestia, que dijo que sí con la cabeza en un gesto de satisfacción ante los enanitos con su gorro rojo—. Estos enanitos jardineros se pondrán manos a la obra en cuanto les des un toquecito en la cabeza: cortarán el césped, barrerán las hojas secas y se ocuparán de esas hierbitas tan maaalas, malísimas.

—Espero que no me considere un desagradecido, señor Tweezer, pero en realidad esperaba conseguir algo que mejorara el jardín, no que le diera un aspecto ridículo.

Sin embargo, a Ebenezer le preocupaban cosas mucho peores que el hecho de que un jardín tuviera un aspecto ridículo. Agarró los enanitos. Quizá fuesen unos asesinos de incógnito, o peor, tal vez llevaran dentro unas bombas tan potentes que pudieran volar por los aires el vecindario y reducirlo a escombros.

—Disculpa, Eduardo —intervino Ebenezer con una débil sonrisa—. Esta perra tan rematadamente mala que tengo aún necesita un poco de adiestramiento.

—¡Bobadas! —exclamó la bestia—. Mis vomitoncitos son maravillosos.

La bestia agitó los dedos para hacer que los enanitos se escaparan de las manos de Ebenezer y les dio un toquecito con la mano en la cabeza.

—¡Nooo! —gritó Ebenezer, que se lanzó a por Eduardo y lo tiró al suelo en una especie de placaje de rugby—. ¡Jamás debí dejarte salir de la casa!

Ebenezer apretó los ojos bien cerrados y se llevó los dedos a los oídos. Unos instantes después, volvió a abrir los ojos y vio que no tenía nada de lo que preocuparse.

Los enanitos habían cobrado vida y estaban comentando alegres la manera de resolver el problema de Eduardo con aquella maleza desbordada. Acto seguido, sacaron de sus delantales unas minúsculas herramientas de jardinería y comenzaron a podar los rosales con una delicadeza y un primor exquisitos.

—¿Ves como sí son de ayuda? —dijo la bestia—. ¡Grrr, guau!

Ebenezer se puso en pie muy despacio, sorprendido por la prueba tangible que tenía ante sus ojos. La bestia acababa de hacer algo para ayudar de verdad a otra persona, y no parecía esperar nada a cambio.

—Este vecindario se equivocaba sobre usted, señor Tweezer —dijo Eduardo, que soltó un silbido de admiración por los orificios nasales y se acomodó en una tumbona que había allí cerca para admirar el trabajo de aquel vómito—. ¡Tendré que empezar a contarle a la gente que es usted una verdadera ayuda!

Aquella imagen debería haber sido de lo más alentadora para Ebenezer, pero no hizo sino inspirarle sospechas. ¿Por qué diantre estaba siendo tan amable la bestia?

—¡Esto ha sido asombroso! —dijo la bestia, que se volvió a subir en la canoa y dio unos golpecitos en el asiento para que Ebenezer se uniera a ella—. ¡Me muero de ganitas por ver a quién vamos a ayudar ahora!

Ebenezer lanzó una mirada a la bestia. Cuanto más tiempo pasaba con aquella criatura, más se preguntaba si, al fin y al cabo, podría haber perdido realmente la cabeza.

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