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La batalla de Bethany y Ebenezer

—¿Tú también has venido a ayudarme con las buenas obras, Bethany? —le preguntó la bestia—. ¡Hoy es el mejor día de mi vida enterita!

La expresión de furia en el rostro de Bethany sugería que aquel día no estaba siendo, precisamente, el mejor de su vida. Clavó la mirada en Ebenezer al acercarse montada en su patinete.

—A lo mejor vendría bien que frenaras un poquit… —comenzó a decir Ebenezer.

Aquel consejo tan útil no sirvió, y Bethany se bajó en marcha del patinete y se lanzó sobre él para hacerle un placaje y tirarlo al suelo. Entonces lo inmovilizó y comenzó a aporrearlo alrededor de la cabeza.

—¡Serás IDIOTA! —gritó Bethany—. ¡Serás traidor! ¡Bufón panoli tonto del bote! ¿Cómo me has podido hacer esto? ¡Se suponía que formábamos un equipo!

—Todo esto es nuevecito para mí, pero tengo la sensación de que no es así como funcionan las buenas obras, Bethany. Estás haciendo daño al pobrecito pequeñín de Ebenezer —dijo la bestia.

Ebenezer comenzó a tirarle del pelo a Bethany, que se puso a darle puntapiés a él allá donde sabía ella que más le dolía a él: en su amado chaleco.

—¡¿De verdad me vas a acusar de ser un mal compañero de equipo?! —dijo Ebenezer mientras forcejeaban—. ¡No es que tú hayas tenido mucha mentalidad de equipo, que digamos, cuando me abandonaste anoche!

—¡Ha sido solo una noche! —dijo Bethany—. Y no me puedo creer que hayas cogido a la bestia y te la hayas llevado a dar una vuelta por el barrio solo para castigarme.

—Esto no lo hago para castigarte. Estoy intentando salvar mi propio pellejo —jadeó Ebenezer, que decidió no mencionarle lo mucho que estaba disfrutando de tantas alabanzas que estaba recibiendo por las buenas obras con la bestia—. Si me hubiese cruzado de brazos sin hacer nada, lo más probable es que ahora mismo estuviera metido en una jaula láser.

—Si esto es a lo que te dedicas cuando yo no estoy contigo, más te valdría estar metido en una jaula láser —le dijo Bethany.

—Pues lo cierto es que el día de hoy ha sido un éxito enorme —contestó Ebenezer—. Hemos estado haciendo buenas obras por todas partes, ¡y me ha convencido de que el señor Nickle tenía razón! ¡La bestia ha CAMBIADO!

Bethany se quedó tan consternada con aquellas palabras de Ebenezer que dejó de darle puntapiés. Ebenezer le devolvió el favor y le soltó el pelo.

—¡No puedes estar hablando en serio! —dijo la niña.

—He pasado más tiempo con la bestia que ningún otro habitante de este planeta, y, después de todo lo que he visto hoy, estoy seguro de que la criatura ha cambiado de verdad —dijo Ebenezer. Se levantó del suelo y se miró en busca de alguna señal de deterioro en su atuendo—. Ya no queda nada de la antigua bestia.

—¡Oh, yuuupi! —exclamó la bestia.

—Entonces ¿no estás haciendo esto para vengarte de mí? —le preguntó Bethany—. ¿La bestia te ha engañado de verdad?

—¡A mí no me ha engañado nadie! —dijo Ebenezer.

—Nada de engañifas por mi parte —dijo la bestia.

—Además, cuando pases más tiempo con ella, tú misma verás que estoy siendo sincero —dijo Ebenezer.

—Eso no va a suceder NUNCA —dijo Bethany—. Al contrario que tú, yo tengo la cabeza en su sitio.

Ebenezer se ajustó la corbata, se enderezó los pantalones con la escasa dignidad que fue capaz de reunir y lanzó a Bethany su mirada más gélida.

—Pues es una pena —dijo Ebenezer—, porque la bestia y yo vamos a continuar haciendo unas cuantas buenas obras.

—¡No lo harás! —dijo Bethany—. ¡Te lo prohíbo!

—No puedes hacer semejante cosa —dijo Ebenezer—. Pero sí te puedes unir a nosotros si lo deseas; hay sitio de sobra en la canoa.

—¡Aaaaaay, sí! ¡Ven con nosotros, Bethany, pliiiiiis! —exclamó la bestia.

—¡No voy a permitir que sigáis esparciendo vómitos por el vecindario! —dijo Bethany—. No sé qué está tramando la bestia, pero…

—Ven con nosotros a destapar esa supuesta trama, si así te sientes mejor —dijo Ebenezer encogiéndose de hombros—. De una forma u otra, las buenas obras no hay quien las pare.

Ebenezer y la bestia se volvieron a subir a la canoa, pero Bethany se negó a sentarse allí con ellos y prefirió seguirlos en su patinete.

El siguiente destino en el cuaderno de Ebenezer era el orfanato, y, para poder llegar allí tan rápido como fuera posible, la bestia hizo que la canoa pasara zumbando por delante de dos hileras de vehículos que tocaban el claxon.

—¡El orfanato no, Ebenezer! —gritó Bethany—. ¡Piensa en Geoff… En los niños, quiero decir!

—No te preocupes, que no me voy a comer a uno solo… ¡prometidito! —dijo la bestia, aunque sirvió de poco para tranquilizar a Bethany—. Ahora soy una bestia completamente nuevecita.

La bestia detuvo la canoa después de cruzar las desvencijadas puertas de la verja. Los niños estaban desperdigados por el árido jardín delantero, jugando con las piedras en el mayor silencio posible, porque Timothy les había dicho que tenía que concentrarse en su querido papeleo.

Al ver a Bethany, Geoffrey comenzó a saludar emocionado agitando ambas manos, y saludaba con tanta emoción que parecía que el brazo se le quisiera separar del resto del cuerpo.

—¡HOLA, HOOOLA! —gritó Geoffrey.

Los demás niños le chistaron para que bajara la voz, porque tenían unas ganas desesperadas de que Timothy terminara el papeleo y, quizá, tener la oportunidad de cenar esa noche.

—Uy, ay, perdón, perdón —dijo Geoffrey, que bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Hola, hooola, Bethany. ¿Has podido leer el cómic? Porque, como te decía, sí que van a estrenar pronto una peli de El detective Tortuga, y, bueno, mmm, claro, si no tienes planes, me encant…

—¿Que tú qué? —le gritó Bethany—. ¡No entiendo ni una maldita palabra de lo que dices!

—¡Chsssss! ¡Chsssss! —volvieron a suplicar los demás niños.

Geoffrey vino corriendo, y, por el camino, se puso a abrir y cerrar los brazos como si no supiera si podía abrazar a Bethany o no. Al final, decidió abandonar aquella idea de los abrazos y se plantó delante de Bethany con las manos bien metidas en los bolsillos.

—¿Es tu perrita? —le preguntó Geoffrey—. ¡Me encantas! ¡Ay, quería decir que me encantan las mascotas!

—Apártate de esa cosa, Geoffrey —dijo Bethany—. Es cuestión de vida o muerte, literalmente.

La bestia puso una enorme sonrisa babosa de oreja a oreja y se acercó a Geoffrey caminando como un pato. Geoffrey hizo caso omiso del consejo de Bethany y le dio una palmadita.

—Uuuy, qué gustiiito —dijo la bestia, que se arrimó más a la mano de Geoffrey.

—Jolines, qué animal tan inteligente —dijo Geoffrey—. ¿Qué raza es, un teckel?

Bethany dio un empujón a Geoffrey y lo apartó de la bestia, pero él pensó que lo estaba apartando de ella misma, no de la perrita, y se quedó con una cara terriblemente triste.

—No me pongas esa cara —le dijo Bethany—. Lo único que pasa es que no quiero que te coman vivo.

La bestia comenzó a emitir un zumbido y a agitarse. Un segundo después, vomitó una colección de juguetes envueltos en babas, incluidos unos frisbees que cambiaban de forma y unas combas capaces de saltarse ellas solas.

—¡AQUÍ TENÉIS! —gritó la bestia a los niños—. ¡Guauses, guauses… ladriditos!

—¡Que nadie toque nada de eso! —gritó Bethany.

—No podemos dejar a esos pobrecitos ahí jugando con piedras, ¿no? ¡Eso no sería una obra nada buenecita! —dijo la bestia.

Bethany trató de confiscar el resultado de la vomitona, pero fracasó de manera penosa. Ninguno de los niños estaba dispuesto a renunciar a los primeros juguetes de verdad que habían visto en años. Una sola lágrima cayó de los ojos de Geoffrey en el momento en que lanzó el primer frisbee que había tenido en sus manos desde la muerte de sus padres.

—Mirad todas esas caritas sonrientes —dijo la bestia, que también parecía estar a punto de ponerse a llorar—. ¿No son lo mejor del mundo?

—¿Y qué vas a hacer ahora, convertir esos frisbees en hachas o algo por el estilo? —le preguntó Bethany.

—Ja, ja, ja, que me da la risita. Eres tronchante, amiguita mía —dijo la bestia, que suspiró de gozo ante las risas de todos aquellos niños tan felices y se dirigió de regreso a la canoa caminando como un pato—. ¡Vamos, que tenemos que hacer más cositas buenas!

—Más te vale acabar de una vez con los vómitos —dijo Bethany y, acto seguido, sacó una trompeta de su mochila y la blandió amenazadora ante la cara de la bestia—. O seré yo quien acabe CONTIGO.

—Pero qué cosita tan mooona —dijo la bestia, que daba la sensación de no saber para qué podía servir una trompeta.

Plumasss

Ebenezer y la bestia continuaron recorriendo el vecindario montados en la canoa, y Bethany los siguió en su patinete a una distancia prudencial. La bestia vomitó unas tiendas de campaña con todo tipo de lujos para la gente que vivía en el refugio para personas sin techo. Cuando llegaron al hospital infantil, vomitó unas vendas para unir los huesos rotos en un periquete.

—¡Ay, pufff! Estoy agotadita —dijo la bestia cuando la canoa comenzó a frenarse y a avanzar al paso de una mula moribunda—. ¿Qué os parece si nos vamos a casita y nos tomamos un descansito pequeñito?

—Todavía no —dijo Ebenezer, que estaba empezando a sentir adicción por tantos halagos que estaban recibiendo—. Solo una parada más.

Ebenezer dio indicaciones a la bestia para que aparcase la canoa delante de la pajarería y entró corriendo antes que los demás. Se encontró al pajarero preparándose para cerrar la tienda al final de la jornada, barriendo todas las plumas del suelo.

—He venido a ayudarle con su hoacín apestoso —anunció Ebenezer con aire grandilocuente.

—¡No, maldita sea, muchas gracias! —dijo el pajarero—. Después de la última vez, ya me he cansado de sus puñeteras ayudas. Un comercio como este no se lleva él solito, ya lo sabe.

—Ah, pero esta vez sí tengo algo que creo que le va a gustar, de verdad, y es la solución a las penas de su pájaro apestoso —dijo Ebenezer, que se fue corriendo hacia la puerta de la tienda, la abrió de golpe y anunció—: ¡Le presento a mi encantadora perrita parlanchina… la bestia!

La expresión de la bestia cambió de inmediato en cuanto puso un pie en la tienda. En un gesto de excitación, se le desorbitaron los tres ojos negros y se le dilataron los orificios nasales. Bethany permaneció en la calle iracunda.

—¡Me da igual que sea capaz de parlotear o no, no permito la entrada de perros en mi tienda! —dijo el tendero—. Tengo que proteger a mis pobres pajaritos.

—No se preocupe, que esta perrita no muerde, y es capaz de hacer cosas mucho más interesantes que parlotear —dijo Ebenezer—. Vamos a echarle un vistazo con más detenimiento a su problema con el hoacín. No lo lamentará.

Ebenezer hizo un gesto a la bestia para que se adentrara un poco más en la tienda, y Bethany se fijó en la expresión que apareció en el rostro de la criatura. ¿Qué diantre estaría planeando?

El hoacín era el único pájaro que estaba solo. Cada vez que intentaba participar en una conversación, los demás pájaros se apartaban de su peste dando saltitos o caminando como los patos.

—El pobre hoacín… —dijo el pajarero—. Lo que más quiere en este mundo es tener un amigo, pero nunca lo va a conseguir. Es tan apestoso que hasta ahora ninguno de los demás pájaros ha querido jugar con él. Entonces se pone triste…, y la tristeza hace que apeste todavía más.

—No hay problema que Tweezer el Sabio no pueda resolver —dijo Ebenezer, que sacó pecho, tan henchido que le hacía parecerse al pájaro fragata común que había en la jaula a su espalda, con el pecho rojo e hinchado—. ¿Verdad que sí, bestia?

Ahora que la bestia se encontraba más cerca de los pájaros, los orificios nasales se le dilataban todavía más.

—Ay, madrecita —dijo la bestia con un tono de ansiedad en la voz—. Me parece que reconozco muchos olores aquí dentro.

—Venga, haz lo que tú ya sabes —le dijo Ebenezer entre dientes—. ¡Me estás haciendo quedar como un tonto!

La bestia cerró con fuerza aquellos ojos tan preocupados. Entonces emitió un zumbido, se agitó, y las piernas le flaquearon un poco…, justo antes de vomitar una caja transparente con un tubo que sobresalía en espiral por un extremo.

—Mira que he visto criaturas extrañísimas en mi vida, pero jamás había visto algo semejante —dijo el pajarero—. ¿Qué diablos es esto?

—Seguro que es alguna clase de bomba —dijo Bethany.

—Es una caja fétida. El aire entra por ese tubito tan mono para que el pájaro pueda respirar, y convierte los malos olores en otros fragantísimos conforme los expulsa. Además, es una caja tan ligera que no impide que el pájaro vaya volando por ahí —dijo la bestia, que empezó a mover los dedos de las manitas en un gesto de nervios—. ¿Podemos marcharnos ya? De verdad, creo que deberíamos irnos ahora mismo a casita.

Ebenezer no tenía la menor intención de marcharse hasta que hubiera recibido sus elogios.

—Vamos, pruébela —le dijo emocionado al pajarero.

El tendero cogió al hoacín apestoso y lo colocó con mucho cuidado dentro de la caja fétida, y la hedionda pestuza del animal se desvaneció de inmediato y fue sustituida por un aroma dulzón. Además, tal y como había dicho la bestia, la caja fétida era lo bastante ligera como para que el hoacín se desplazase por la tienda.

Acto seguido, el hoacín utilizó la caja fétida para acercarse dando saltitos hasta la paloma Keith y el águila furibunda y feroz, y, por primera vez en su vida, lo recibieron con zureos y graznidos de alegría.

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—¡Miradlos! Jamás había visto al hoacín tan feliz —dijo el pajarero—. ¡Maldita sea, señor Tweezer, es usted un verdadero genio!

Ebenezer sonrió de oreja a oreja.

—Amiguito mío, te lo digo en serio, creo que deberíamos irnos —dijo la bestia, que tiró de la manga a Ebenezer—. Creo que podría correr peligro si me quedo más tiempo rodeada de todos estos olorcillos.

—Calla, calla —dijo Ebenezer—. Creo que el pajarero estaba a punto de decir más cosas agradables sobre mí.

—Cáscaras, pues claro que sí —dijo el tendero, al que casi se le saltaban las lágrimas ante la felicidad del hoacín—. Señor Tweezer, es usted…

Lamentablemente, el resto de la frase del pajarero quedó ahogado por un rugido grave y atronador. Fue un sonido tan ruidoso y tan horrible, que rajó el cristal del escaparate de la pajarería y provocó que todos los pájaros de la tienda se pusieran a chillar alarmados.

Era la barriga de la bestia.

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