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La desbestialización definitiva

Por un segundo, la bestia adoptó una expresión de una tristeza indescriptible. Entonces se puso en acción. Mientras se abría el charco portal en la cocina, la criatura utilizó rápidamente sus dos lenguas para limpiarse la cara y eliminar todas las pruebas de su arrebato de voracidad.

El señor Nickle salió del charco con un gorro de dormir y un pijama raído.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó con voz de dormido.

—¡Es la bestia! Estaba comiendo carne —dijo Bethany triunfal.

El señor Nickle se frotó los ojos y miró a la bestia. Bethany se volvió también hacia ella pensando que iba a ser su momento victorioso, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. La bestia lucía una sonrisa dulzona y babosa y sostenía un tenedor en una de sus pequeñas manos.

—Ay, madrecita, estoy comiendo, pero nada que sea carnosito, eso seguro, seguro, segurísimo —dijo la bestia, que dio un bocado a la parte superior del tenedor—. ¡Esta cubertería está deliciosita!

Bethany no tenía nada que hacer ni que decir para respaldar su palabra frente a la de la bestia.

El señor Nickle frunció su ceño ya lleno de arrugas en un gesto de enfado con Bethany y le confiscó el botón.

—Esto es solo para la gente en la que se puede confiar —le dijo conforme se guardaba el botón en el bolsillo del pijama.

Y, dicho aquello, volvió a desaparecer en el interior del charco.

Bethany no se podía creer lo estrepitoso que había sido su fracaso.

—Siento muchito haber limpiado todo —dijo la bestia—. Ya sé que ha sido un poco tramposillo por mi parte, pero no podía soportar la idea de abandonar mi hogarcito.

Bethany comenzó a temer que a lo mejor la bestia no se marcharía nunca. Si no era capaz de conseguir sacar a la luz su verdadera naturaleza a base de darle carne para comer, entonces ¿cuánto tiempo se iba a quedar allí? ¿Días… semanas… meses… años, incluso? Quizá su plan malvado consistiera en quedarse allí con Bethany durante el resto de su vida y atormentarla hasta en su lecho de muerte.

—¿Me has oído, Bethany? Ay, espero sinceramente que puedas perdonarme —dijo la bestia.

Bethany salió airada de la cocina, camino de la parte de atrás de la casa.

No se podía creer que la bestia la hubiese derrotado… de nuevo. Hiciera lo que hiciese, por mucho que lo intentara, era siempre como si la bestia fuese a encontrar la manera de permanecer en su vida y devorar así cualquier esperanza de felicidad para ella.

Agarró una manta y salió al jardín. Se llevó una mano al rostro y no se sorprendió en absoluto al encontrarse con las lágrimas de frustración cayéndole de los ojos.

Se quedó allí fuera mientras el sol continuaba saliendo y contempló el amanecer del día de su grandiosa fiesta. Para ella debería haber sido un momento triunfal, pero, gracias a la bestia, aquello no le pareció un triunfo de ninguna clase. Se le habían agotado las ideas.

En un momento dado, Bethany se sacó la trompeta del pantalón y se la puso delante de los ojos llorosos. Hasta hacía apenas un par de días, ella había creído que se había librado de la bestia y no recordaba un momento de mayor felicidad en toda su vida.

Bethany soltó un pequeño berrido de frustración, pensando que ojalá hubiese alguna manera de librarse de la bestia de una vez por todas, cuando le llamó la atención algo que había en el cielo.

Aquel «algo» era morado, tenía plumas y venía volando hacia la casa con la velocidad y la determinación de un tornado furioso. En un abrir y cerrar de ojos, se posó delante de Bethany entre una lluvia de plumas.

Por la expresión de furia que había en los ojos de aquel loro petimorado de Wintloria, Bethany supo de inmediato que no se trataba de una visita de cortesía.

—Bethany, supongo —soltó de golpe Mortimer—. Necesitaré que me señales en qué dirección se encuentra la bestia.

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