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La batalla interior de la bestia

—¡No lo hagas, Bethany! —exclamó Claudette, que se tambaleó sobre sus garras a causa del agotamiento.

—¡Atrás, Bethany, AHORA MISMO! —gritó Ebenezer, e intentó apartar a Bethany de la bestia, pero la niña se lo quitó de encima de un empujón.

—Uy, ay… córcholis. Por favor, no te comas a Bethany —dijo Geoffrey, que arrancó y echó a correr hacia ella y se tropezó con unos bocaditos crocantes mermeliciosos que se habían caído por el suelo—. Cómeme a mí en su lugar.

—Qué va, eso no funcionará. La bestia no quiere a ningún otro niño —dijo Bethany, que ahora tenía las manos sujetas con fuerza detrás de la espalda, porque no quería que la bestia viese que le estaban temblando—. ¿Qué me dices, bestia? ¿No tienes un poquito de hambre?

Todos los presentes en la confitería observaban atentos, y la bestia sintió aquellas miradas sobre su piel a pesar de que no le importara mucho la presión. Resulta tremendamente difícil que no te dé vergüenza cuando todo el mundo te mira mientras comes.

A la bestia se le ocurrió una solución muy sencilla para aquel miedo escénico: agitó los dedos hacia la caja fétida del hoacín y se las arregló para que expulsara un gas que dejó inconscientes a todos salvo a ella misma, a Bethany y a Ebenezer. Quería que Ebenezer presenciara la muerte de Bethany a modo de castigo por todas aquellas buenas obras que la bestia había hecho bajo el efecto de sus engaños.

—¿Unas últimas palabras? —preguntó la bestia.

—Sí, cinco —dijo Bethany, que notaba que las piernas comenzaban a flaquearle. Por fortuna, la bestia no se había percatado—. Empieza. Ya. De. Una. Vez.

Bethany cerró los ojos y los apretó. La bestia hizo lo mismo. Resultaba complicado saber cuál de las dos estaba más aterrorizada ante aquel instante: Bethany por la muerte, o la bestia por lo que significaría que no pudiese continuar adelante con aquella cena en particular.

La bestia envolvió con una de sus lenguas la zapatilla de Bethany, enganchó a la niña y la levantó en el aire boca abajo, exactamente igual que en muchas de sus pesadillas. La criatura enseñó los colmillos y comenzó a descender a Bethany lentamente hacia su barriga.

—¡No lo hagas! —le suplicó Ebenezer—. Tú eres mejor que esto, bestia. Todo el mundo puede cambiar. ¡Basta con desearlo!

La boca de la bestia era lo bastante ancha para meterse a Bethany entera más allá de los dientes sin necesidad de despedazarla, y si Bethany hubiera abierto los ojos, habría visto las largas y retorcidas tripas de la bestia, un laberinto de intestinos de traicioneras cavidades cavernosas de comidas a medio digerir donde borboteaban unos ácidos gástricos venenosos.

Las lágrimas le nublaron la vista a Ebenezer, que se derrumbó al suelo por completo entre sollozos guturales, uno detrás de otro.

El primer sonido que oyó fue un eructo de la bestia, que le hizo sollozar con más fuerza, si cabe. Acto seguido, oyó el ruido seco de algo que cayó a su lado.

—¡Puuuaaaj! —dijo Bethany al ponerse en pie. Estaba cubierta de babas. La bestia había regurgitado unos ácidos del estómago que le quemaron el jersey a Bethany, que se vio obligada a quitárselo—. Eso ha sido lo más asqueroso del mundo.

—¡Ay, Bethany! —dijo Ebenezer.

Fue a acariciarle la cabeza a la niña en un gesto de cariño, pero retrocedió de inmediato: la pestuza de las tripas de la bestia era increíblemente mala.

—¡Aj, Bethany! —exclamó Ebenezer tapándose la nariz.

—¡Oye, que no es culpa mía! —dijo Bethany.

Detrás de la niña, la bestia se hundió derrotada en un pozo de autocompasión. Los enanitos gigantescos fueron recuperando poco a poco su tamaño normal. Los frisbees, que ahora eran solo frisbees y no hachas voladoras, fueron cayendo al suelo uno detrás de otro junto a los vecinos inconscientes. Mientras tanto, la jaula del hoacín absorbió todos los malos olores del aire y los sustituyó con aromas con matices de fresa y lavanda.

—¿En qué me he convertido? —decía la bestia—. Ya ni siquiera soy capaz de comerme a una niña.

Ebenezer corrió hasta la bestia y abrazó una porción de sus carnes viscosas.

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—¿Qué estás haciendo? ¿Me estás atacando? —le preguntó la bestia.

—Estoy tratando de darte un abrazo —dijo Ebenezer—, aunque no sé muy bien cómo funciona eso de dar abrazos.

—Pues déjalo ya —dijo la bestia—. Que ya me siento lo bastante mal sin que tú le añadas a esto un poco de tortura física.

Ebenezer retrocedió encantado de haber terminado ya con aquello de los abrazos. La bestia miró a Bethany con unos ojos que rebosaban de indignación.

—Te odio —le dijo a la niña.

—No tanto como yo te odio a ti —le dijo Bethany.

—Entonces ¿por qué no he sido capaz de comerte? Un solo mordisquito, ñam, ñam, y habría acabado contigo —dijo la bestia—. Ha sucedido, finalmente. Me he vuelto una debilucha y una llorica.

—Ni debilucha ni llorica —le dijo Ebenezer—. Tan solo eres un ser nuevo.

—Pues no me gusta. No me gusta ni una pizca —dijo la bestia—. E imagino que me tocará aguantar que no me guste durante el resto de mi vida, encerrada en una ridícula jaula láser con una panda de agentes de la BERTA en el otro extremo del mundo.

Ebenezer y Bethany cruzaron una mirada. Ebenezer quería quedarse con la bestia, pero sabía que a Bethany no le iba a gustar nada la idea.

—Supongo que sí —dijo Ebenezer—. Pero iré a visitarte.

—Qué va —dijo Bethany, que no se podía creer lo que estaba a punto de decir—. Tú no vas a ir a visitar a la bestia, porque la bestia no se va a ir a ninguna parte. Se viene a vivir con nosotros. No confío en que no vaya a tratar de volver a ser la antigua bestia si no la tenemos bien vigilada.

—¡Podemos tratar de ayudarla a volverse buena! —dijo Ebenezer emocionado—. ¡Igual que tú y yo intentamos ayudarnos el uno al otro a ser buenos!

—Voy a vomitar —dijo la bestia—. Y no me refiero a vomitar en plan mágico.

Ebenezer se puso a aplaudir, encantado tan solo de pensar en todas las buenas obras que se pondrían a hacer juntos…, y en todos los elogios que recibiría después, aunque tendría que continuar recordándose que los elogios no eran necesariamente la parte más importante.

Bethany y la bestia se miraron la una a la otra, resignadas a aceptar su destino, aunque muy a su pesar.

—Acaba de una vez con mi sufrimiento —soltó de repente la bestia—. ¿Por dónde empezamos con esa memez de «ser una bestia mejor»?

Bethany y Ebenezer echaron un vistazo a la confitería arrasada y les pareció un lugar espléndido para empezar.

—¿Te importaría vomitarnos unos cepillos y unos recogedores? —le preguntó Ebenezer.

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