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Las llamadas insistentes

Por desgracia, el señor Nickle no era el tipo de hombres que aceptan órdenes en plan «que te pires». Allá donde iban Bethany y Ebenezer, sus llamadas les pisaban los talones.

El anciano llamó a todos los departamentos del hospital cuando Ebenezer y Bethany se encontraban allí repartiendo cestas en el ala de pediatría. Llamó a todas las cabinas telefónicas de la zona cuando fueron al refugio para gente sin hogar a repartir cestas.

La siguiente parada era la residencia de mayores. Aquel lugar no tenía nada de especial para Bethany, pero a Ebenezer le encantaba comparar los rostros arrugados y envejecidos de los ancianos con el suyo, tan terso y maravillosamente suave. Cuando entraron en el salón de la residencia y abrieron los cestos, los rostros marchitos de la sala se arrugaron aún más por la alegría al ver tantos dulces, bocadillos y batidos que les ofrecían.

—Disculpe —dijo con picardía una de las mujeres con arrugas, una antigua corista de cabaret que aún era capaz de abrirse completamente de piernas a los ochenta y nueve años—. ¿Sería posible hacernos una foto?

Ebenezer sonrió con aire de petulancia cuando la señora corista le entregó una cámara de fotos antigua. Era un fotógrafo excelente, porque había pasado gran cantidad de tiempo posando para los retratos de la Galería de Poses de la casa de quince pisos.

—¿Qué prefiere que haga, mi querida señora? ¿Un gesto con morritos traviesos o una sonrisa de oreja a oreja? —le preguntó al ponerse a su lado.

—Creo que no me ha entendido —dijo la corista—. No quiero hacerme una foto con usted. Quiero que usted me haga una a mí con su amiga.

—¿Quiere una foto con Bethany? —le preguntó Ebenezer—. ¡Pero si yo soy mucho más guapo!

—Usted saque la foto de una vez —dijo la corista, que apartó a Ebenezer de un empujón y rodeó con los brazos a una Bethany que se quedó perpleja—. ¡Di «patata»!

—Dígalo usted. Tendrá morro esta mema… —dijo Bethany.

La mala cara de Bethany se intensificó cuando la señora corista sonrió de oreja a oreja y se abrió de piernas a su lado.

—¿Puedo hacerme yo una foto contigo también? —preguntó otro anciano que llevaba un jersey apolillado.

—¿Por qué? —preguntó Bethany con aire de sospecha.

—¿Que por qué? ¡Porque quiero tener la prueba de haber conocido a una de las personas más amables del mundo!

Nadie había llamado «amable» a Bethany en toda su vida. Se acercó al anciano y frunció el ceño todavía más, mientras Ebenezer disparaba la cámara y refunfuñaba.

Poco después, todos querían una foto con Bethany, y la cubrieron con una montaña de elogios que ella no sabía cómo aceptar, así que posó con muy mala cara en todas las fotografías.

La enfermera Mindy apareció por allí justo en el momento en que Ebenezer disparaba la última instantánea, irritadísimo.

—Hace un rato les he leído la invitación de la señorita Muddle, y todos ellos se han emocionado mucho por volver a verte, Bethany —dijo la enfermera, que lanzó una mirada significativa a Ebenezer—. Es magnífico contar en el vecindario con alguien que esté haciendo buenas obras de verdad.

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—Oiga, ¿de qué está hablando, enfermera Mindy? ¡Tweezer el Sabio le ofreció una EXCELENTE solución a su problema!

La enfermera Mindy soltó un resoplido:

—Mire, le pedí que nos ayudara con los audífonos para sordos que tenemos en la residencia, y después de pasarse tres semanas en su «Salón Contemplativo», ¡lo único que se le ocurrió fue decirnos que hablásemos con megáfonos!

—Pensé que sería una buena idea —dijo Ebenezer en voz un tanto baja.

—Eh, oiga, no se pase con él —dijo Bethany, que dirigió su mala cara hacia la enfermera Mindy—. Lo está intentando con todas sus fuerzas.

—A todos nos habría ido mejor si no se hubiese molestado en intentarlo siquiera —dijo la enfermera Mindy—. Por cierto, hay una llamada para los dos en la recepción. Le hemos dicho al hombre que estaban ocupados, pero, según parece, son ustedes los únicos que le pueden ayudar con alguna clase de problema que tiene con una berza, o con la vista.

—Dígale que no estamos aquí —respondió Bethany.

Y, acto seguido, para convertir aquella mentira en una verdad, Ebenezer y Bethany se marcharon de la residencia de mayores. Al volver a subirse al coche, Bethany frunció el ceño.

—No sé por qué el señor Nickle se toma la molestia —dijo ella—. No hay nada que nos pueda convencer de volver a ver a la bestia. Tú y yo estamos unidos en esto, como un equipo.

Ebenezer todavía estaba que echaba humo después de que nadie hubiera querido hacerse una foto con él, no le fuesen a celebrar ninguna fiesta maravillosa ni tampoco hubiese nadie dispuesto a aceptar sus excelentes consejos sobre el uso de megáfonos. Si Bethany y él formaban un equipo, no cabía duda de que él era el jugador menos agraciado.

—¿Me has oído, caramemo? —dijo Bethany dándole un manotazo—. He dicho que formamos un equipo.

—Ah, sí —respondió Ebenezer distraído—. Tal vez deberíamos comprarnos unos uniformes a juego.

—Qué va, así estamos bien. Ni muerta me pongo yo esos atuendos tuyos tan ridículos —le dijo Bethany, y se sacó de la mochila la invitación dorada—. Ahora bien, como eres mi compañero de equipo número uno, he decidido que vas a desempeñar un importante papel en mi fiesta. No sé aún cuál será ese papel, pero seguro que va a ser alucinante.

—Qué amable por tu parte —dijo Ebenezer con frialdad; lo último que le apetecía era continuar hablando sobre la fiesta.

—Quizá invito a Claudette. Me dijo que a los loros petimorados de Wintloria les encantan las fiestas —le contó Bethany—. Aunque, tampoco creo que esté lista aún para volar, así que tendremos que hacer fotos para ella. Podría ser tu papel en la fiesta. Has sido un fotógrafo magnífico en la residencia.

Ebenezer torció el gesto. Pasarse una fiesta entera siendo el fotógrafo oficial de Bethany sonaba igual que una tortura.

Llegaron a la última parada del día: el orfanato. Ebenezer entró con el coche por las puertas chirriantes y desvencijadas de la verja. En alguna parte había oído que la mayoría de los centros de acogida para niños eran lugares agradables que rebosaban de amor e inspiración para los pequeños, pero aquel sitio siempre le había dado la impresión de tener tan mala sombra como alguien que se dedicara a pisotear los castillos de arena de los demás y a escupir flemas en el té de la gente.

Estaba sumido Ebenezer en aquellos pensamientos sobre la fealdad del lugar cuando estuvo a punto de atropellar a un niño con el coche. Era un chaval de expresión amable que lucía una sudadera y que se tomó aquella experiencia al borde de la muerte con una notabilísima elegancia y buenas formas.

—Uy, vaya, cuánto lo siento, señor Tweezer. No pretendía estorbarle. Es que me he emocionado muchísimo al ver su coche desde la ventana —dijo Geoffrey—. Todos los demás están dentro, jugando con piedras.

—No seas idiota, Geoffrey. Soy yo quien debería disculparse —le dijo Ebenezer, muy molesto—. Bueno, imagino que tampoco debería llamarte «idiota» después de haber estado a punto de matarte.

—Uy, claro, no se preocupe. Es un tremendo detalle por su parte que me haya dicho algo siquiera —respondió Geoffrey, que asomó la cabeza por la ventanilla de Ebenezer y sonrió a Bethany de oreja a oreja—: ¡EH, HOOOLA! —dijo justo antes de percatarse de que había hablado con un entusiasmo excesivo—. Uy, bueno, quiero decir «hola»… cierto, así mejor, con un volumen mucho más normal. Bueno…, mmm, y, si no es una pregunta demasiado personal…, ¿cómo te va?

—Genial, la verdad —respondió Bethany, que se bajó del coche de un salto con el último de los cestos—. No sé si lo sabes, pero, ha quedado demostrado que soy la número uno de este vecindario haciendo buenas obras. La señorita Muddle va a celebrar una fiesta el viernes para que todo el mundo lo sepa.

—Toma ya, ¡eso es magnífico! —dijo Geoffrey, que se puso nervioso y añadió—: Espero que no te olvides de mí ahora que eres famosa.

—No te preocupes, Geoffers, yo nunca me olvidaré de ti —dijo Bethany—. Es más, como eres alguien tan importante para mí, voy a asegurarme de que tengas un papel muy especial en la fiesta.

Ebenezer volvió a torcer el gesto. Quería ser el único que tuviese un papel especial en la fiesta de Bethany, aunque no fuese más que para hacer esa bobada de fotografías.

—¡Uy, qué amable eres! Y lo cierto es que tengo algo que a lo mejor te apetece celebrar —dijo Geoffrey con una enorme sonrisa, y se sacó del bolsillo de atrás del pantalón un objeto ilustrado en vivos colores—: ¡El último número de El detective Tortuga: ¡Piensa veloz, se mueve despacio!

Bethany hojeó el cómic a conciencia, como si fuera un experto degustador que está catando un queso de Cabrales.

—¿Y en este vuelve a salir el profesor Moleyarty? —preguntó Bethany.

—No sale hasta justo el final. El principal villano es uno de sus agentes, la Pajarraca de Reichenbach —respondió Geoffrey, que intentó (y no consiguió) decir lo siguiente de la manera más natural del mundo—: Según parece, van a estrenar pronto una película de El detective Tortuga. Pensaba que a lo mejor podríamos…

—En cierto modo, yo también soy un poco como el detective Tortuga —dijo Bethany, que estaba absorta con el cómic—. Voy por ahí ayudando al mundo, derrotando al mal. Básicamente, soy una especie de superheroína.

Ebenezer se echó a reír. Bethany le lanzó una mirada fulminante.

—Eso me recuerda que te he traído una cosa, Geoffers —continuó Bethany. Metió la mano en su mochila y sacó uno de los silbatos de caramelo de la señorita Muddle—. No es nada especial.

—¡Los silbatos de caramelo son mis preferidos del mundo entero! —exclamó Geoffrey.

—Lo sé —respondió Bethany ligeramente sonrojada.

Geoffrey dio cuenta del caramelo de un solo bocado.

—Mmm —dijo él—. Qué maravilla tener de nuevo algo de comer. A Timothy se le olvidó darnos la cena anoche… y el desayuno esta mañana.

—¿Que ha hecho QUÉ? —le preguntó Bethany.

—Uy, sí, bueno, tampoco es para tanto —dijo Geoffrey con voz apresurada—. Quizá estuviera muy ocupado con todo el papeleo. No quiero causarle a nadie ningún problema.

—Demasiado tarde —dijo Bethany—. Vamos a ponerle fin a esto: ¡la detective Bethany YA se encarga de este caso!

Con paso decidido, entró en el orfanato e hizo crujir la madera de las escaleras al subir al despacho del director, mientras Geoffrey no quería quedarse atrás. Ebenezer los siguió con más calma, ya que estaba enfadado por… Bueno, por todo.

Timothy Skiffle, el director del orfanato, se paseaba arriba y abajo, ya se había mordido todas las uñas hasta dejarlas peladas, y su escritorio sufría bajo el peso de más papeles de lo normal.

—¡Cada vez que termino con un expediente, me llegan otros diez! —se quejaba para sí.

El suelo frágil crujió bajo los pies de Bethany. Timothy volvió la cabeza y estudió a los tres con una mirada de temor. Se fijó con envidia en las uñas de los recién llegados, como si se planteara la posibilidad de ponerse a morderlas también.

—¿Por qué me tengo que encargar yo de tantos niños? —dijo Timothy, que pronunció la palabra «niños» como si se tratase de un hongo contagioso y mortífero—. Si has venido hasta aquí en busca de tu expediente, pues lo siento, porque no tengo ni idea de dónde lo he metido.

—¿Su expediente? —preguntó Ebenezer.

—El expediente que hay que entregar a los niños cuando se marchan del orfanato. Mi predecesora, la señora Fizzlewick, jamás hizo ninguno porque decía que el papeleo no era «propio de una señorita» —dijo Timothy, que se compadecía de sí mismo—. ¡Me ha dejado un montón de trabajo! ¡No lo soporto!

—¿Sabe usted qué es lo que yo no puedo soportar? —le preguntó Bethany—. La gente a la que se le olvida dar de comer a mis amigos.

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Se acercó al escritorio, agarró un montón de papeles y los arrojó por la ventana. Timothy soltó un chillido como si Bethany acabase de tirar a la calle a un montón de niños recién nacidos.

—¡Eres un monstruo, niña!

—Esto es solo el principio —dijo Bethany, que agarró otra pila de papeles—. Voy a seguir tirándolos hasta que me prometa que va a empezar a hacer las cosas como es debido.

—¡Lo prometo, lo prometo! —dijo Timothy—. No tenía ni idea de que los niños fueran incapaces de comer solos, ¡y pensé que eran unos vagos, nada más!

—¡¿Unos vagos?! —exclamó Bethany—. ¿De verdad se va a quedar tan pancho después de decirme…?

Bethany se vio interrumpida por el impaciente timbrazo del teléfono del escritorio de Timothy, que se quedó mirándolo perplejo:

—Pero si me acaban de poner el teléfono… ¿cómo es posible que alguien conozca mi número? —preguntó.

Bethany puso los ojos en blanco y cogió el teléfono.

—Oiga, usted, Nickle, como no lo deje ya, le voy a…

—Por fav… Bethany. Escucha solo una frase. Una sol… para que entiendas por qué tenem… que vernos —le suplicó el señor Nickle.

—Una frase, si sirve para que cierre la boca de una vez, pero más le vale que sea lo último que le oigamos decir —respondió Bethany.

Se produjo un silencio con un ruido de fondo al otro lado. Luego con una voz pausada y muy medida, el señor Nickle les dio la noticia que llevaba todo el día tratando de comunicarles:

—Ten… que hablar con vosotros, porque la bestia ha encontr… la manera de escapar de su jaula —dijo.