Mi llegada a Wolfsegg fue discreta, por sorpresa, y no me la perdonaron nunca, porque no fui directamente a verlos sino que bajé antes en el pueblo, en un lugar en que estaba seguro de que pasaría totalmente inadvertido; a la entrada del pueblo, donde la carretera principal se bifurca en dirección a las minas, en la proximidad de la escuela, cerca de la llamada Columna de la Virgen, le pedí al chófer que se detuviera y me dejara bajar, y me fue posible atravesar toda la plaza del pueblo sin encontrar un alma; como si todos se hubieran recogido en sus casas y viviendas, me pareció, como si no quisieran mostrarse ahora, cuando mis padres, como suponía, estaban arriba de cuerpo presente con mi hermano, como si realmente el pueblo entero guardase luto, había pensado, sin considerar que también los días ordinarios entre semana, a la hora del mediodía, el pueblo está vacío. Yo no había querido de ningún modo subir en coche hasta Wolfsegg, y el taxista, naturalmente, me había reconocido, ya en la estación de ferrocarril, ya en Attnang-Puchheim, en donde dejé el tren y fui directamente por el andén hasta el taxi, me pareció que la gente me reconocía, sin embargo, me sustraje a sus miradas andando más aprisa que de costumbre, y fui directamente al taxi y le dije al conductor que quería ir a Wolfsegg tan pronto como fuera posible. Durante el trayecto, sin embargo, no había pensado en Wolfsegg, hacia donde me dirigía, sino en Roma, que había dejado de mañana, sólo de mala gana subes por esta carretera hacia Wolfsegg, había pensado, sólo de mala gana estás aquí, todo el tiempo, mientras que sin embargo iba en el taxi a través de una de las comarcas más hermosas de todas, desde la región prealpina hacia Hausruck, que ha sido siempre para mí el paisaje más agradable y más tranquilizador, quizá incluso el más hermoso de todos, cuando podía contemplarlo alguna vez sin los míos y Wolfsegg. En el fondo, atravesaba mi paisaje preferido, a través de los espesos bosques en las proximidades de Kien y Stocket, en dirección a Ottnang. A esas gentes, me decía durante el trayecto, las has querido siempre al fin y al cabo, las sencillas, las más sencillas, los campesinos y los mineros, los artesanos, las familias de mesoneros, en contraposición a los tuyos de Wolfsegg ahí arriba, que te parecieron siempre espantosos, ya de niño, y me preguntaba durante el trayecto por qué había querido siempre a unos, los llamados de abajo, porque viven en la parte baja de nuestro paisaje, a diferencia de los míos de arriba, y a los otros no, a los de abajo los había apreciado siempre, a diferencia de los míos de arriba, a los que, en el fondo, siempre había despreciado, si es que no aborrecido siempre, con unos, los de abajo, te has sentido bien durante toda tu vida, con los míos, arriba, jamás, pero sin embargo no quise continuar con esos pensamientos. Vi lo hermoso que era el paisaje por el que iba y pensé, cuánto me gustan las gentes que viven en él, sobre todo los mineros, me dije, siempre te han gustado, su forma de presentarse ante ti y cómo son siempre entre ellos, al fin y al cabo creciste también con ellos, me dije, fuiste con ellos a la escuela, compartiste con ellos decenios. Como estaba ocupado con esos pensamientos, relativos al paisaje y a sus habitantes, de lo que, sin embargo, sólo tuve conciencia después de haberme bajado ya, en todo el tiempo no hablé con el conductor, al que, como queda dicho, conocía de vista, pero no sabía cómo se llamaba ni tampoco se lo pregunté, mientras que, normalmente, pregunto ya de entrada a todas las gentes de la región cuál es su nombre, una costumbre que me enseñó mi tío Georg, el gran conocedor de los hombres y, como tengo que decir, amigo de los hombres. Nadie sabía tan bien como mi tío Georg tratar con las personas, sobre todo con las sencillas y sin artificio. Sólo de él aprendí cómo tratar con ellas, cómo hablar con ellas, cómo conversar con ellas, establecer entre ellas y los que son como yo un equilibrio que sea el adecuado para ambas partes. Mi tío Georg se entendía del mejor modo con las gentes sencillas, le gustaban, y lo mismo puedo afirmar de mí sin más. En la plaza del pueblo no había realmente un solo ser viviente, hasta los gatos que normalmente se acurrucan allí habían desaparecido, y por tanto pude sin ser molestado, según creí realmente sin ser observado, subir por mi camino hacia Wolfsegg. Los mesones habían corrido las cortinas, los mostradores de los panaderos estaban vacíos, los carniceros habían bajado sus persianas, todo hacía exactamente la impresión triste que correspondía a la desgracia que había caído sobre nosotros. En Roma había dicho a Zacchi, con quien, realmente, me había puesto en contacto telefónico desde Palermo, que no me resultaba fácil tener que volver ahora a Wolfsegg, volver otra vez tres días después de mi partida, precisamente con el tono improcedente, según pensé, que no hubiera debido permitirme entonces, sobre todo con alguien como Zacchi, que al fin y al cabo no me está tan próximo como, por ejemplo, Maria o Gambetti, y lamenté, al atravesar la plaza del pueblo, haber llamado siquiera por teléfono a Zacchi, porque Zacchi me pareció bastante falto de comprensión durante toda la llamada telefónica, a diferencia de Maria, que me había comprendido por completo en cada uno de los detalles que le había contado, en todas mis manifestaciones, aunque fueran extrañas, que sin embargo, como probablemente sintió enseguida, eran precisamente características de mí, también a Gambetti le había dicho más de lo necesario, cayendo así otra vez también en acusaciones contra los míos, sin poder interrumpirlas enseguida, me había dejado arrastrar con él a acusaciones, a mi estilo incontrolado, que yo mismo soy el primero en aborrecer, pero que no puedo atajar cuando exigen ser dichas, vuelvo al infierno, le había dicho a Gambetti, mañana mismo a las cinco de la mañana, espantoso, le había dicho aún, sin pensar, o sea sin tener en cuenta que esas observaciones eran totalmente superfluas y, en el fondo, innobles o, por lo menos, inapropiadas, inauditas con respecto a los míos en unos momentos en que, por lo menos, podían reclamar mi respeto, pero nunca puedo disimular, tengo que mostrarme como soy, como me han condicionado precisamente esos padres míos, pensé al atravesar la plaza del pueblo. Cuando la gente me vea pensará, ese hombre ha sido siempre extraño, lo primero y antes aún de haber saludado a los suyos arriba en Wolfsegg, atraviesa la plaza del pueblo, ese maleducado, ese rebelde, ese indeseado. Pero enseguida pensé que aquella gente del pueblo no pensaba de mí como los míos, que siempre habían pensado así de mí, de una forma tan inaudita contra mí como la mía contra ellos, y que, a diferencia de los míos de arriba, que me despreciaban, éstos me apreciaban, de los míos de arriba que más o menos me aborrecían, éstos me querían. Las gentes del pueblo me han querido siempre, como yo a ellas, sobre todo los mineros, la mayor parte de las gentes del pueblo eran mineros, que trabajaban en nuestras minas de lignito y que siguen trabajando todavía hoy, aunque en menor número. Ellos, las gentes del pueblo, me dije atravesando la plaza del pueblo, han sido siempre, al fin y al cabo, mi único consuelo. Aquí podía hablar lo que con los míos no podía hablar nunca, podía hacerme comprender, podía llorar a gusto de niño. Mientras que aquí en el pueblo todo ocurre de la forma más natural y realmente humana, había pensado en mi trayecto, en Wolfsegg todo ocurre artificialmente, inhumanamente, y me pregunté cómo se había llegado a ello, cuál era la causa. Pero el trayecto a través de la plaza del pueblo fue demasiado corto para poder proseguir ese pensamiento, que fue sustituido enseguida por otro: ¿cómo encontraré a mis hermanas y en qué estado de ánimo?, me pregunté y, con una sola ojeada, abarqué todo el paisaje de Oeste a Este, de doscientos kilómetros de ancho, lo que sólo es posible desde allí, desde ningún otro punto de Austria. Precisamente desde el punto en que me había parado ya siempre, porque es el mejor, volví a ver de pronto todo el paisaje en aquel día sin nubes, y respiré profundamente. Por qué dejamos que nos deformen y destruyan una Naturaleza tan espléndida, me pregunté en ese instante, personas que han dedicado su esfuerzo sólo a eso, según creemos. Llego en el momento oportuno, pensé, y seguí adelante, cuesta arriba. Era como si todo el pueblo hubiera muerto, porque seguía sin oír nada. Normalmente oía salir de todas las ventanas precisamente los ruidos que llaman la atención sobre las actividades de los que viven detrás de esas ventanas, ahora no oía nada y achaqué ese hecho a nuestra desgracia. Todos participan en nuestra desgracia, pensé. No había subido por la avenida más lentamente, como hubiera sido lo más natural, sino más deprisa. Una curiosidad desvergonzada, de la que de pronto tuve conciencia, me hizo subir corriendo en definitiva por la avenida, aunque me detuve ante la gran puerta del muro junto a la Granja, y miré entre las ramas gigantescas de los dos castaños de la puerta al interior y a la Orangerie al otro lado, porque, hasta donde se puede recordar, los muertos de Wolfsegg han sido siempre expuestos en la Orangerie. Realmente, la Orangerie estaba abierta, y los jardineros iban y venían por delante con coronas y ramos. Decidí no ir enseguida a la Orangerie, no quería ver aún a mis padres muertos y a mi hermano muerto. Aproveché el aplazamiento para someter a una contemplación más detenida lo que pasaba ante la Orangerie, tenía aún la posibilidad, porque todavía no me habían descubierto, todavía no me había visto nadie. Me llamó la atención otra vez enseguida el estilo tranquilo de los jardineros, la forma en que, en silencio y con los movimientos característicos en ellos, sacaban las coronas de la Granja y las metían en la Orangerie. Acarreaban cubos de agua de la cuadra de enfrente y los metían en la Orangerie. Apareció un cazador, hizo como si quisiera entrar en la Orangerie, pero se dio la vuelta antes y desapareció en dirección a la Granja. Yo me había arrimado al muro de la puerta, para tener un punto de observación todavía más ideal. Tenemos que observar a las personas cuando no saben que son víctimas de nuestra observación, pensé. Los jardineros salían de la Granja y entraban en la Orangerie, siempre con ramos y coronas, con cubos de agua y tablas de madera. Delante de la Orangerie habían colocado grandes cubas de madera con cipreses y palmeras, y también una pita, como las que han cultivado siempre los jardineros en la Orangerie y han cuidado con el mayor esmero. Con cuánto esfuerzo se cuidan y miman aquí en el norte esas plantas características del sur, pensé, aplastado contra el muro, por una parte con, como suele decirse, mala conciencia, pero disfrutando por otra al máximo de mi observación. Tenía tranquilidad para observar a los jardineros, pensando que probablemente pronto podría ver al menos a alguna de mis hermanas o a cualquiera de mis otros parientes, sin tener que ver enseguida a mis padres de cuerpo presente y a mi hermano de cuerpo presente, como indudablemente exigía el más mínimo decoro. Pero quizá tenía también miedo del hecho de no ver ya de repente vivos a los míos sino nada más que muertos. Me daban miedo sus rostros de muertos como me habían dado miedo sus rostros de vivos, no me daban tanto miedo ahora sus rostros de muertos como sus rostros de vivos, pero me daban miedo y prefería estar aún un rato apretado contra el muro que entrar sencillamente en el parque. Lo teatral de lo que pasaba en la Orangerie me había resultado de repente claro, que estaba mirando un espectáculo en el que actuaban jardineros con ramos y coronas. Pero falta el personaje principal de ese espectáculo, había pensado al mismo tiempo, y también que la verdadera representación no podría comenzar hasta que yo apareciera, por decirlo así el actor principal, llegado apresuradamente de Roma para aquella tragedia. Lo que veo desde la puerta del muro, pensé, no son más que los preparativos para el espectáculo que yo, y nadie más, inauguraré. Toda la escena y la de detrás, la que todavía no había visto, es decir, la del edificio principal, me pareció como los camerinos en donde se arreglan los actores, se maquillan, preparan sus diálogos, como yo mismo, porque me parecía a mí mismo un actor principal que prepara su entrada en escena, con todas las posibilidades, por no decir refinamientos, imaginables, que repasa otra vez todo lo que tiene que representar y recitar, que ensaya otra vez su texto, que repite otra vez en su cabeza sus pasos, mientras observa tranquilamente a los otros en sus preparativos, que deben ser todos preparativos secretos. Me sorprendió la tranquilidad con que estaba en el arco de la puerta, repasando mi papel para un espectáculo que, de repente, no me pareció ya nuevo, sino ensayado cientos, si no miles de veces. Conozco perfectamente ese espectáculo, pensé. No me atormentaban las palabras que tenía que recitar, me venían espontáneamente, mis pasos, mis gestos de manos estaban tan perfectamente ensayados que no necesitaba pensar en absoluto cómo realizarlos, cómo ponerlos perfectamente de relieve. He llegado de Roma como actor principal de esta tragedia, pensé, sin renunciar al placer de ese pensamiento, no me daba ninguna vergüenza ese pensamiento. Haré una buena entrada en escena, pensé, sin pensar al mismo tiempo, eres una persona innoble que no se da cuenta de la abyección de este momento. Este espectáculo como tragedia tiene ya siglos, pensé, y todo irá espontáneamente, el actor principal se maravillará de lo bien que funciona, de lo bien que los otros actores, por su parte, han aprendido y ensayado su arte, porque no dudaba de que mis hermanas y todas las demás personas imaginables que me esperaban ya estaban repasando sus papeles porque, como yo, no tenían el menor deseo ni la intención siquiera de ponerse en ridículo delante del público que aparecería, el llamado cortejo fúnebre, al no saberse sus textos ni sus movimientos y tropezar, cuando estaba convencido de que, lo mismo que yo, daban importancia a un arte elevado y no a un puro diletantismo y, como es sabido, el arte de los funerales es, sobre todo en el campo, el más alto arte dramático que puede imaginarse, hasta las gentes más sencillas desarrollan en esos funerales un virtuosismo artístico que, la mayoría de las veces, hay que situar mucho más alto que el de nuestro teatro, en el que casi siempre impera sólo el puro diletantismo. Mis hermanas van de un lado a otro ensayando esos funerales no sólo como un espectáculo, pensé, lo ensayan como una función de gala, y el fabricante de tapones para botellas de vino de Friburgo, me dije, las asiste y aprende al mismo tiempo su papel, que sin embargo tiene que ser un papel completamente secundario, según pensé. Van de un lado a otro, esperándome, y ensayan la tragedia que tan súbitamente han incluido en el programa de la temporada de Wolfsegg, pensé. Mañana será el entierro, pensé, siempre lo es tres días después del fallecimiento. Todavía no se ha levantado el telón. Todavía no les sientan del todo los vestidos, pensé, por decirlo así el texto no les fluye naturalmente de los labios. Y qué hay más hermoso que un espectáculo en el que todos los trajes son negros, en el que domina sólo el color negro. Y en el que los comparsas del pueblo sólo pueden aparecer de negro. Hace tiempo que no tenemos un espectáculo así en Wolfsegg, la última vez, cuando la muerte de mi abuelo paterno que, a los ochenta y nueve años, en el bosque que se extiende desde detrás de la Villa de los Niños hasta Haag, tropezó con una raíz de pino, muriendo en el acto. Los míos estaban siempre, por decirlo así, preparados para un entierro, tenían siempre dispuestos los accesorios y también el vestuario pertinente, todo lo pertinente, pero ha hecho falta mucho tiempo para que se utilizara de nuevo. Sólo han tenido que quitar el polvo a todo, pensé. Realmente, como podía ver ahora, habían colgado en todos los costados del edificio principal las banderas negras. Los jardineros cumplen las órdenes de mis hermanas, pensé, más las órdenes de mi hermana Caecilia que las de Amalia, pensé, y al mismo tiempo en qué papel habrían asignado sin duda las dos, entretanto, al fabricante de tapones para botellas de vino de Frigurgo, qué tendrá que recitar cuando empiece el espectáculo, pensé, qué texto le habrán puesto en los labios, porque de que él dijera su propio texto dudaba yo después de mi único encuentro con él el día de la boda, hacía unos días. Que Wolfsegg se había transformado ahora absolutamente de una boda en un entierro, pensé, mientras estaba junto a la puerta del muro, todavía asombrado de mi viaje que se había desarrollado sin incidentes, desde Roma pasando por Viena, que había salido bien al segundo, contra toda norma, ni los empleados de ferrocarril ni las compañías aéreas estaban en huelga, todas las conexiones habían funcionado admirablemente, sin duda mis hermanas, había pensado, no han quitado aún los adornos de la boda y tienen que colocar ya por todas partes los adornos de los funerales, según el plan que conocen, porque su madre, por decirlo así, todos los años por lo menos dos o tres veces, por gusto, como siempre decía, y porque nunca se sabe, les había puntualizado ese plan para los funerales, que tiene siglos, hasta en sus menores detalles. También las bodas y las fiestas de cumpleaños se desarrollaban en Wolfsegg siempre de acuerdo con un plan exactamente establecido, como suele decirse. Que, por ejemplo, en el vestíbulo, detrás de las lámparas a derecha e izquierda, no sólo hay que poner una rama de laurel de la Orangerie, sino dos en un funeral, que en el balcón, arriba, tiene que haber dos cipreses, uno totalmente a la izquierda y otro totalmente a la derecha, y que esos cipreses, naturalmente, deben ser de la misma altura, pero no tan altos que sus ramas entren por las ventanas del comedor, lo saben mis hermanas. Para todos los tipos de ventanas hay en Wolfsegg un plan exacto, y esos planes los conservaba siempre mi madre en su escritorio, en el cajón superior derecho. Siempre actuó de acuerdo con esos planes, como todos antes de ella. La forma precisa de actuar según esos, así llamados, planes de ceremonias no tuvo que imponérsela mi padre, en el plazo más breve la convirtió en su propia pasión. Y los entierros fueron siempre una pasión de mi madre. Pero en el suyo propio y, sobre todo, que tendría lugar tan pronto, sin duda no pensó, me dije, de pie junto al muro de la puerta, si pudiera, organizaría el suyo propio, pensé súbitamente, y vi, sin verlo realmente, que mis hermanas estaban cumpliendo ya los deseos de mi madre en relación con su propio entierro. Me vino al instante a la cabeza la palabra diligencia. Para cualquier otro hubiera sido lógico subir con el taxi por la avenida, como suele hacerse siempre, hasta delante del portón, para mí no. La verdad es que el chófer del taxi se había sorprendido bastante, porque me conocía, de que me apeara precisamente en el lugar poco visible situado junto a la Columna de la Virgen, entre los dos mesones. Y que yo atravesara solo el lugar y la plaza del pueblo no lo comprendería nadie, pensé. Pero había querido acercarme a pie a Wolfsegg, pensé, y la plaza del pueblo, completamente vacía, había respondido de la forma más ideal a mi propósito, no sólo había tenido la sensación de pasar completamente inadvertido sino que realmente lo había pasado y, en definitiva, no llevaba ningún equipaje, lo que era insólito, si se piensa que al fin y al cabo venía de Roma y, precisamente porque estaba totalmente sin equipaje, había podido meterme sin más las manos en los bolsillos del pantalón a cada instante. De esa forma, con las manos en los bolsillos del pantalón, había tomado también la avenida, con una impertinencia tan enorme que nadie la hubiera comprendido, y naturalmente tampoco la gente del pueblo. ¡Al fin y al cabo tengo cuarenta y ocho años y vengo de Roma y por añadidura para los funerales de mis padres y de mi hermano, y llevo las manos metidas en los bolsillos del pantalón!, había pensado, apretándome contra el muro de la puerta, para que no pudieran verme los jardineros que, otra vez, entraban en la Orangerie con coronas que iban sacando de la Granja. Una capilla ardiente es siempre un gran espectáculo, había pensado, una obra de arte que surge poco a poco de muchas manos que saben cómo se hace una obra de arte así. Que mis propios padres y mi hermano estuvieran de cuerpo presente en la Orangerie, ese pensamiento lo reprimí enseguida, no pensé en la tragedia sino en la obra de arte, en lo grandioso de aquella capilla ardiente, no en su auténtico horror, como en aquel caso. Como siempre he sido un contemplador intensivo y un observador más intensivo aún, y entretanto he convertido ese contemplar y observar en una de mis mayores virtudes, me resultaba natural estar junto al muro de la puerta y contemplar y observar, para ello los jardineros me resultaban además un medio ideal y sumamente tranquilizador, al fin y al cabo siempre me había gustado contemplarlos y observarlos, y también desde allí en aquellos instantes que, con el mayor cuidado, tengo que decir, había alargado, ampliándolos y multiplicándolos cien, incluso en definitiva mil veces. Contemplar y observar, cuando el contemplado y observado no sabe que es contemplado y observado, es uno de los mayores placeres. La verdad es que, como pensé, es al mismo tiempo un arte totalmente prohibido, al que sin embargo no podemos sustraernos cuando le hemos tomado el gusto. Otra vez había aparecido un cazador, saliendo de la Granja con un, así llamado, candelabro de catafalco, para dárselo a uno de los jardineros que había salido de la Orangerie, probablemente para recoger ese candelabro de catafalco precisamente, esos candelabros tienen más de metro y medio de altura y se colocan a ambos lados de los difuntos de forma que arrojen sobre ellos una luz ideal, en total se colocan cuatro de esos candelabros de catafalco, que en otro tiempo estaban recién pintados de oro, hace muchos años, según recuerdo, lo que entonces ejercía en mí una gran fascinación, ya que, pequeño como era, había pensado que los pintaban y les sacaban brillo para algún funeral determinado, que ya se sabía de quién sería, pero eso era un error, porque después de pintar esos candelabros de catafalco pasaron decenios hasta el siguiente funeral que, como queda dicho, fue el de mi abuelo paterno. Cuando hace tiempo que no ha habido ningún funeral, en relación con una familia, se cuenta con que, de repente y súbitamente, habrá varios, ésa es la opinión general y, como ahora había resultado en Wolfsegg, pensé, que tres personas habían encontrado la muerte a la vez y serían enterradas al mismo tiempo, eso significa que otra vez habrá tranquilidad aquí durante mucho tiempo, porque al fin y al cabo se dice siempre que las desgracias nunca vienen solas, y por consiguiente un entierro también raras veces viene solo, siempre hay tres seguidos como las desgracias, ahora, sin embargo, han muerto tres personas de repente para un entierro, de una forma realmente elemental, según pensé, de una vez en lugar de tres. Subiendo del pueblo, a través de los árboles y arbustos que habían crecido ya mucho en la ladera, escuché entonces música de viento, una pieza de Haydn, como comprobé enseguida, probablemente, pensé, ensayan ya abajo en el pueblo la música fúnebre para mañana, en la llamada Casa de la Música, un viejo edificio situado cerca de la escuela. La música se había interrumpido ya otra vez después de unos compases y reinaba un completo silencio. Luego la música había comenzado de nuevo, desde el principio, unos compases más que antes, para interrumpirse otra vez; como es corriente en los ensayos musicales, la música comenzó varias veces, tocando unos compases, siempre unos compases más, e interrumpiéndose de nuevo. Siempre la misma pieza de Haydn. Ya desde muy niño me había gustado la música de las gentes del pueblo, sobre todo la música de viento, y ese gusto, que calificaré de predilección, lo había conservado. Todavía hoy la sigo apreciando tanto como a la llamada música artística elevada, muy a menudo también mucho más, sabiendo que la llamada música artística sería al fin y al cabo impensable sin la llamada música popular, sobre todo la que se toca en los pueblos en bodas y entierros. Qué serían esos entierros y bodas, pensé, sin esa música. Las gentes de los pueblos tocan la mayoría de las veces con un oído absoluto y, cuando son buenos, tocan casi siempre también a la altura de los llamados músicos profesionales, su ventaja es que su música no es profesional, que la tocan única y exclusivamente por pasión y predilección, no por razones profesionales y por consiguiente, en fin de cuentas, por enfermedad profesional, como nos consta. De qué forma tan distinta tocó esa orquesta en la boda de mi hermana, pensé, alegre, breve y concisa fue aquella música, melancólica y lenta es ésta, pero sin embargo, como la tocada en la boda, también de Haydn, de ese músico que, junto a Mozart, sitúo en lo más alto, que también, junto a Mozart, es el que he preferido escuchar y que, precisamente porque en comparación con el Mozart querido por todos siempre ha estado en desventaja, en la Historia de la música, debe situarse todavía mucho más alto que éste. Me gustan Mozart y Haydn, pero Haydn es más grande aún, pensé. La música de Haydn iba bien con el ambiente de aquel mediodía, con el centelleo del aire, con los movimientos de los jardineros, que traían de la Granja y entraban en la Orangerie, regular y cuidadosamente, sus coronas y ramos, sin ser molestados para nada por nadie. Recordé muchas tardes de mi infancia, en las que la música de viento del lugar subía hasta mi habitación, precisamente aquella pieza y precisamente con los mismos músicos, según pensé y según podía distinguir por la forma de tocar de la orquesta de viento. Pero mientras que, normalmente, son sólo las piezas musicales más sencillas las que tocan, pensé, la verdad es que ahora tocaban las más complicadas, las que, en resumidas cuentas, como suele decirse, exigen mucho de los músicos de viento, en el caso de Wolfsegg tenía que ser una música complicada, una música altamente situada para unas personalidades, así llamadas, altamente situadas, porque de ellas se trataba en el caso de las personas de cuerpo presente en la Orangerie. Al fin y al cabo, todos los de abajo debían de haber sentido como un choque la noticia de la muerte difundida en el pueblo. Algo tan extraordinariamente horrible no lo había vivido Wolfsegg, hasta donde podía recordarse, pensé, y al instante sentí no estar abajo en las casas para oír lo que decía la gente sobre la desgracia, lo que pensaba al respecto, cómo se sentía por ella, no poder participar en sus viviendas en su duelo, sin duda perfectamente natural. A mi padre lo habían respetado, cuando no querido también, pensé, algunos lo habían querido también, a mi hermano lo habían respetado y querido más o menos todos, ésa es la verdad, a mi madre la respetaban pero no la querían, de forma que, después de todo, su pesar era grande y la desgracia había tenido en ellos, sin duda, un efecto violento, como cabe pensar, pensé. Pero qué les estará pasando realmente por la cabeza, pensé, sin poder darme a ello la menor respuesta. Al fin y al cabo, el pueblo vive de nosotros los de arriba, pensé, hoy siguen existiendo en gran parte de nosotros, podría decir, sobre todo los mineros, los trabajadores del tejar, los llamados braceros del campo, directa o indirectamente todos los del pueblo más o menos de Wolfsegg, en torno al cual, como de forma totalmente natural, se siguen agrupando todavía hoy, como buscando refugio. Un solo instante, me dije, lo cambia todo en un lugar como éste, en un paisaje como éste. Y en una familia como la mía, pensé. Estoy haciendo ahora, desde hace tiempo ya, me dije, de pie junto al muro de la puerta, algo que no se debe hacer, por lo menos no de acuerdo con el concepto general del decoro, estoy aplazando de la forma más monstruosa mi auténtica aparición en Wolfsegg. Pero sin duda era también probablemente cobarde para entrar inmediatamente en el parque y, por lo menos, ir a la Orangerie, si no inmediatamente adentro, al portón, si no inmediatamente a mis padres de cuerpo presente y a mi hermano de cuerpo presente, lo que sencillamente no me era posible, para eso no tenía fuerzas, sólo de estar allí de pie junto al muro de la puerta y mirar por la puerta a la Orangerie, de eso era capaz, pero no de darme a conocer enseguida, ésa es la verdad. No tengo la despreocupación que permite entrar inmediatamente, por decirlo así sin rodeos, en un escenario así, indudablemente espantoso. Pero quién podría demostrar una fuerza así, me pregunté, observando cómo los jardineros, en una carreta, traían de la Granja cierto número de caballetes de madera para descargarlos delante de la Orangerie. Conozco sus nombres, pensé, observando atentamente a los jardineros mientras descargaban. No sólo conozco sus nombres, conozco también a sus familias y sé exactamente de dónde vienen, con uno de ellos no sólo fui a la misma escuela sino a la misma clase, y siempre fue superior a mí en todo, sobre todo en aritmética, pero escribía también mucho mejor que yo, lo que a decir verdad no era mucho. Uno vive a la salida del pueblo, precisamente en el límite entre Wolfsegg y Ottnang, y su padre era trabajador del municipio y, por añadidura, enterrador, cuando yo era todavía un niño, un hombre apreciado, al que los niños querían, en contra de lo que podría suponerse porque al fin y al cabo era enterrador, los niños del campo tienen siempre con la muerte una relación natural, a diferencia de los niños de la ciudad, que tienen miedo de todo lo que se refiere a la muerte, los niños del campo no tienen miedo de nada a ese respecto. El otro había sido designado en otro tiempo para ser cura, y fue enviado por la parroquia a Kremsmünster, al seminario, pero él, que en la escuela primaria había sido tan excelente y había pasado por el más dotado de todos, fracasó completamente, y volvió a Wolfsegg para entrar de aprendiz con un carpintero. Sin embargo, con el tiempo la carpintería no le convenció y solicitó un puesto de jardinero en nuestra casa. Después de su aprendizaje de carpintería, terminó con nosotros también su aprendizaje como jardinero, y es por consiguiente tanto carpintero calificado como jardinero calificado, mi madre hablaba a menudo de esa suerte, había sido una jugada maestra suya hacer aprender a aquel hombre la jardinería, a su costa y totalmente mantenido, y de esa forma se ahorró tener su propio carpintero en Wolfsegg. Mi madre pensaba siempre en todo y sobre todo en lo práctico y en todas las ventajas prácticas, como se ha visto durante decenios. El tercero procede de una familia de mineros del carbón, fue también conmigo a la escuela primaria y aprendió enseguida la jardinería, a decir verdad no con nosotros en Wolfsegg, sino en Vöcklabruck, donde tiene una tía, que lo recogió y alimentó hasta que terminó su aprendizaje. Con esos tres jugaba yo de niño, pensé. He corrido con ellos por los bosques, por las pendientes. Probablemente sus viviendas no han cambiado hasta hoy, pensé, a diferencia de otras viviendas que, en los últimos años, han sido más o menos alteradas y, según creo, desfiguradas por sus propietarios, con muebles nuevos, modernos, que no valen nada y se estropean enseguida. Esos dos, sin embargo, nunca han dado importancia a la modernidad, sino siempre, sólo, a la calidad, y sin duda por esa razón sus viviendas están bastante inalteradas. Cada uno de ellos tiene tres hijos, que tienen ahora la misma edad que yo entonces, pensé, y les plantean los problemas que plantean los hijos, esos problemas yo no los tengo, me dije. Para cualquier otro hubiera sido fácil, pensé, dirigirse a esos dos jardineros y estrecharles la mano, estar con ellos un rato y hablar con ellos, pero, aunque yo lo deseaba, me resultaba imposible. He viajado por todo el mundo, me dije, observando a los jardineros, y más o menos domino ese mundo en lo que se refiere a las formas de trato, del modo más natural, por no decir del más hábil, he conseguido en ese dominio un alto grado de naturalidad por todas partes, en casi todos los centros del mundo y en todas las capas de la sociedad, como suele decirse, pero soy incapaz de dirigirme a los jardineros, estrecharles la mano y hablar un rato con ellos. Hubiera debido dirigirme a ellos inmediatamente, pensé, enseguida, cuando llegué a la puerta del muro y los vi, porque ya cuando yo estaba en la puerta del muro estaban ellos delante de la Orangerie, pero no me he dirigido a ellos con paso decidido, como hubiera sido lo mejor, sino que realmente he retrocedido ante ellos y, con más o menos temor y timidez, me he apretado contra el muro de la puerta, para que no me vieran. Y, sin embargo, lo más ideal hubiera sido saludar primero a los jardineros, me dije. Pero esa oportunidad la he perdido, la he dejado pasar. Si hubieran sido cazadores, pensé, pero precisamente los jardineros, por los que siento la mayor estima y que no sólo me gustan más que nadie, sino que los quiero. Pero ese quedarme junto a la puerta del muro es, por otra parte, típico en mí, me dije, no soy alguien que entre enseguida en un escenario, sea el que sea, que pueda aparecer al instante. Titubear es mi estilo, que me hace replegarme primero a un buen puesto de observación. Sencillamente, lo mío es lo indirecto. Una vez al año, las familias de los jardineros, completas, son invitadas a la Villa de los Niños a lo que se llama una merienda de jardineros, esa merienda de jardineros es una tradición de siglos. Los jardineros suben con sus familias hasta Wolfsegg y son obsequiados por nosotros en la Villa de los Niños, en mi época, siempre, por mi madre y mi padre. La merienda de los jardineros era siempre algo especial. Al final, ya en el crepúsculo, se distribuían además regalos a los hijos de los jardineros, no puedo recordar que a nosotros mismos, a Johannes y a mí, nos hicieran regalos nunca de esa forma, tengo que decir, realmente conmovedora, entonces mi madre estaba también totalmente en su elemento, tengo que decir, repartía serenamente los regalos y todos tenían la sensación de que se trataba de un deseo suyo realmente íntimo y no de una comedia, como todo lo demás. Probablemente la forma de vivir de los jardineros, así pensaba yo, tenía incluso en mi madre un efecto beneficioso, pensé, porque con los jardineros y, por consiguiente, durante la merienda de los jardineros con ellos en la Villa de los Niños, estaba como transformada, muy lejos de todo lo que había sido siempre en ella tan repulsivo. Con los cazadores, mi madre me pareció siempre repulsiva, con los jardineros no. Los jardineros de Wolfsegg tuvieron siempre un efecto saludable en Wolfsegg. No en balde, desde que pude andar apenas, fui ante todo a ver a los jardineros. Muy a menudo pienso también en Roma en los jardineros, cuando estoy en la cama despierto, sin poder dormir, me veo entre ellos, siempre en un estado de ánimo feliz. Era como si me hubiera introducido furtivamente, me pareció ahora. Por decirlo así, los jardineros que observaba eran los puros, yo el impuro, y eso durante toda la vida. Pensé, nunca seré ya de aquí ni mucho menos de ellos, y no he tenido en toda mi vida deseo mayor que ser de ellos, lo que, sin embargo, ha sido siempre un pensamiento absurdo, un pensamiento realmente improcedente, que sólo un loco como yo puede permitirse. Durante toda mi vida he buscado a las gentes sencillas, queriendo unirme a ellas, pero como es natural nunca lo he conseguido, muchas veces había creído lograrlo, y también pude prolongar a menudo ese error, sobre todo cuando estaba con los jardineros y con los mineros, que desde el principio me gustaron, pero ese engaño terminó cada vez horriblemente. Cuanto más me apartaban mis padres de las llamadas gentes sencillas, tratando de hacérmelas imposibles, tanto mayor era mi ansia de verlas, durante muchos años he comprobado en mí un deseo enfermizo de estar con ellas y, aunque lo quería, porque había comprendido que lo otro sería absurdo, imposible, no tuve fuerzas para liberarme de ese deseo enfermizo, todavía hoy lo padezco. Mientras que los llamados de abajo se esforzaban siempre por subir hasta nosotros, yo me esforzaba siempre sólo por bajar hasta ellos. Los de abajo eran siempre infelices por ser de abajo, yo, al ser de arriba, sufría por estar arriba, lo mismo que los de abajo por estar abajo. Durante toda mi vida he querido introducirme furtivamente entre las gentes sencillas, las sólo así llamadas gentes sencillas, pensé, de pie junto al muro de la puerta, he utilizado muchos trucos para engañarlas, pero ellas me han calado y me han cerrado el camino, lo mismo que los míos han cerrado el camino a los llamados de abajo porque los han calado y, por ello, les han cerrado el camino. En mi piso romano, me imagino por decirlo así muy a menudo que estoy con ellos, pensé, de pie junto al muro de la puerta, que me mezclo con ellos, empiezo a hablar su idioma, a pensar sus pensamientos, a adoptar sus costumbres, pero como es natural sólo lo consigo en sueños, no en la realidad, es un error total en el que me complace enormemente caer. Yo no soy simple, tengo que decirme entonces, ellos no son complicados, yo no soy como son ellos, ellos no son como soy yo, esa formulación se ha convertido en un tormento durante toda mi vida, que no puedo apartar. Cuando califico de hipócritas a los míos, como, así llamados, de arriba, y a los llamados de abajo no, es un error, porque los de abajo son igualmente hipócritas a su manera, como los míos a la suya. Como si dijera, los de abajo son buenas personas, como si dijera, no son avariciosos, ni megalómanos, las gentes sencillas lo son en igual medida, a su manera. Pero puedo decir que entre y con las gentes sencillas me he sentido siempre mejor que entre los míos, aunque también, cuando he comprendido que estaba equivocado con ellos, me ha dado siempre escalofríos, también a causa de la traición que había cometido indudablemente contra los míos y contra mí mismo. Nos traicionamos continuamente a nosotros mismos cuando preferimos a los otros, por decirlo así los hacemos mejores de lo que en definitiva son, pensé. Abusamos de ellos, cuando, por decirlo así, nos declaramos de los suyos, y abusamos de nosotros mismos al hacerlo, de una forma todavía mucho más repulsiva, porque abusamos de nosotros por ellos y contra nosotros. Pero no conseguimos por completo seguir siendo nosotros mismos y estar con ellos, en cualquier caso sólo tan rara vez, que no podemos basar nada en ello, no cuenta. Cuando estamos con ellos, la mayoría de las veces abandonamos lo que nos constituye, de lo que ellos se dan cuenta enseguida y lo tienen en cuenta contra nosotros, con lo que ya no tenemos la misma seguridad que en el momento en que comenzamos nuestro juego con ellos, porque se trata siempre sólo de un juego, de nada más, cuando nos creemos que tenemos que ser ellos, porque hemos tenido tal ansia de estar con ellos, porque no nos soportamos ya y ellos nos parecen en cambio ideales. Ese error de toda la vida nos resulta, durante toda la vida, humillante. Las gentes sencillas no son tan sencillas como se cree, pero las complicadas tampoco tan complicadas. Desde el muro de la puerta vi entonces a los jardineros sacar grandes paños negros de la Granja y entrarlos en la Orangerie, los llamados crespones de catafalco, que se conservan en la Granja en un cuarto de difuntos especial, para las capillas ardientes. Recuerdo haber visto ya una vez exactamente la misma escena: los jardineros, como es natural distintos de los que ahora veía, sacan los crespones de catafalco de la Granja y los meten en la Orangerie, pero de niño no estaba, como ahora, de pie junto al muro de la puerta, sino delante mismo de la Orangerie, sin ningún reparo había mirado a los jardineros desde la proximidad más próxima, sin la menor vergüenza, sin el menor escrúpulo, mientras que ahora, treinta años más tarde, estoy junto al muro de la puerta y tengo que esconderme por razones que, en el fondo, no sé muy bien, pero por muchas razones que sencillamente me agobian. De repente me sentí agobiado. Estaba allí de pie y no tenía la seguridad natural que entonces tenía, de niño, para dirigirme sencillamente a los jardineros y estrecharles la mano, decirles que los quería, lo útiles que habían sido siempre, ir a ellos y mostrarme con ellos como soy. Retrocedí ante ello. Tuve miedo de ello. Se produce una catástrofe, pensé, cuando el hombre natural se encuentra con el artificial, yo, indudablemente artificial, según pensé, con los indudablemente naturales jardineros. Por un instante me dije, sólo me convenzo de mi artificiosidad, yo soy natural, lo mismo que me convenzo de que los jardineros son naturales, en realidad los jardineros son tan artificiales o naturales como yo, me dije. Tenía las manos frías, a pesar de que hacía calor. De niño, pensé, siempre encontraba las palabras adecuadas, ahora no las encuentro ya. No había tenido necesidad de reflexionar para hacerme comprender de los jardineros o de los mineros de la forma más natural. Para eso he tenido que ir al mundo y a París y Londres y Roma, pensé, para ahora, como se dice con mucha exactitud, estar más agarrotado que nunca antes, para eso he estudiado mis ciencias y he adquirido, como creo, un mayor conocimiento de los hombres, para no saber ya ahora cómo dirigirme a los jardineros y estrecharles la mano y cambiar con ellos unas palabras. Por un instante tuve la sensación de que, en los decenios en que lo había hecho todo para liberarme de Wolfsegg y hacerme independiente, y no sólo de Wolfsegg, sino independiente de todo, no me había liberado ni me había hecho independiente, sino que, al contrario, me había mutilado de la forma más deprimente. Soy un hombre mutilado, pensé. Inmediatamente después, sin embargo, me dirigí a los jardineros y les estreché la mano. No se sorprendieron de mi súbita aparición. Los llamé por su nombre, les estreché la mano, les dije que había venido a pie del pueblo a Wolfsegg, les dije que los había observado durante un rato, de pie junto a la puerta del muro, les dije, mirando atrás hacia ella. Eso no lo comprendieron, pero no dieron tampoco ninguna importancia a esa observación, miraron conmigo la puerta del muro, sin saber qué actitud tomar. De forma natural no estaban, como correspondía al día, tan naturales como siempre, sólo decían algo cuando les preguntaba, y yo sólo les pregunté cómo estaban, ante lo que se quedaron silenciosos. Creían que, lógicamente, yo entraría enseguida en la Orangerie para ver a los muertos, pero no entré, miré el portón abierto, como había visto enseguida, de par en par, luego a la Granja de enfrente, donde no se veía a nadie, y luego otra vez al portón, y les pregunté a los jardineros si mis hermanas estaban en la casa. Respondieron a mi pregunta que sí. Fui entonces hacia el portón, hacia el gran rectángulo negro en alto, sobre el cual colgaba, desde el balcón de arriba, una bandera negra totalmente desplegada. Una semana antes, el parque estaba lleno de todas las gentes imaginables, más o menos felices, según pensé, más o menos vestidas de colores, festejando a la joven pareja, mi hermana Caecilia y su fabricante de tapones para botellas de vino, hasta que una tormenta que estalló de repente puso fin a toda aquella agitación, echándolos a todos hacia sus coches, para irse y volver a la casa, entrando en ella, y quedarse allí toda la noche siguiente, comiendo sin cesar, bebiendo vino y bailando. Durante toda la noche tocó una orquesta de baile de Ebensee, sin dejar dormir a los que se habían ido a la cama hacia la medianoche. Sólo hacia las cinco de la mañana dejó la orquesta de tocar, dejaron de bailar los últimos, y de pronto se hizo la calma, pensé, dirigiéndome hacia el portón. El desenfreno de los invitados a la boda se me había contagiado también, y no fui sólo observador de la escena, sino que participé también en esa escena desenfrenada, bailando incluso dos veces, una vez con Amalia y otra con Caecilia, pero naturalmente esos dos bailes me bastaron, no había bailado nada mal, quien ha aprendido alguna vez no se olvida de bailar, en cualquier caso bailé con Caecilia mejor que su fabricante de tapones para botellas de vino. Aunque los gordos no suelen bailar mal, me dije, la mayoría de las veces bailan mejor que los delgados, y tienen también más sentido musical. Pero todos esos numerosos sobrinos y sobrinas con los que me encontré de repente en esa boda, pensé, me atacaron pronto los nervios, y otra vez tuve un ejemplo de lo superficial que es esta generación actual de los veinte años, lo poco interesada por todo, salvo por su furiosa manía de divertirse. Con ninguno de esos sobrinos y con ninguna de esas sobrinas pude hablar realmente, no pienso siquiera en una conversación, quiero decir que ni siquiera me fue posible hablar con ellos un poco de una forma más o menos divertida, andaban por allí sin sentido del humor, incluso francamente estúpidos cuando no bailaban, y se les veía un aburrimiento de toda la vida, que los atormenta, porque no han hecho suficientemente pronto algo contra ese aburrimiento en fin de cuentas mortal. Para todos esos jóvenes es ya demasiado tarde, pensé, para escapar de ese aburrimiento mortal para toda la vida, están ya ahora casi completamente devorados por sus humores, sus profesiones, sus muchachas y mujeres, poseídos por sus perversas nimiedades. Cuando se habla con ellos, sólo tienen en la cabeza su horrenda superficialidad y, sobre todo, la jubilación que a sí mismos se prometen y su coche. La verdad es que no hablo con una persona, hablo con un jactancioso totalmente primitivo, carente de imaginación y brutal cuando hablo con alguno de ellos, pensé. Los fanfarrones de la llamada buena sociedad de la región, primitivos y llenos sólo de dinero, se habían encontrado en esa boda con trajes de mal gusto hechos a medida, las llamativas franjas de sus pantalones y los botones descomunales de cuerno de ciervo en las solapas de sus chaquetas dominaban la escena, las chaquetas de franela negra heredadas, las gargantillas negras, igualmente heredadas. Y, por añadidura, Caecilia le había puesto a su fabricante de tapones para botellas de vino unos pantalones de cuero que mi abuelo paterno, todavía en vida, no había llevado ya en decenios, probablemente con el único fin de hacer en secreto del fabricante de tapones para botellas de vino un personaje más ridículo aún, pensé de forma nada descaminada, porque la conozco. Y le había arreglado la chaqueta que había llevado precisamente ese abuelo, cuando tropezó en el bosque sobre la raíz de pino y en la que lo trajeron también del bosque, dejándolo primero en la Granja y finalmente, de cuerpo presente, en la Orangerie. Esa chaqueta, pensé todo el tiempo, mientras observaba al marido de mi hermana, ha estado ya una vez en una capilla ardiente, lo que a mi hermana le constaba y, de forma totalmente consciente, le ha arreglado a su fabricante de tapones para botellas de vino esa chaqueta ya expuesta en la Orangerie, esa chaqueta de muerto, poniéndosela para la boda por un impulso indudablemente perverso. Qué horriblemente debe de haberse sentido el novio todo el tiempo con esa chaqueta, chaqueta de muerto, pensé, la infamia de mi hermana no tiene límites, pero sería perfectamente posible que la idea de ponerle para la boda esa chaqueta, chaqueta de muerto, que ya estuvo una vez en una capilla ardiente en la Orangerie, fuera de mi madre, eso, en el fondo, sería más verosímil, porque mi madre ha tenido siempre las ideas más perversas y la infamia en sí fue siempre su principal fuerza impulsora. Además, el pobre no podía andar con los zapatos de hebillas de ese mismo abuelo mío, como vi todo el tiempo, sino sólo mantenerse erguido con un paso cómico, pero, en conjunto, llevaba un atuendo de ciento veinte años de antigüedad, lo que Caecilia subrayaba también a cada instante delante de todo el mundo, que no le había preguntado nada, para hacerse la interesante ella pero dejando a su marido en ridículo, consciente o inconscientemente, ante toda la reunión. En el fondo, Caecilia presentó a su marido a toda la gente como un bufón, al llevar él esa ropa de ciento veinte años. Por otra parte, pensé, todos llevaban trajes de bufón, porque todos llevaban, con algunas excepciones, como los médicos de Wels y Vöcklabruck, como los abogados de esas mismas ciudades, como algunos de los parientes de Viena y de Múnich, esos trajes antiguos, por lo menos de cien años. Y se habían transformado así en bufones, como de forma lógica. Esas bodas sólo me habían deprimido siempre, y la verdad es que pronto no asistí ya a ellas, siempre había rehusado ir. Pero me hubiera sido imposible no ir a la boda de mi hermana, quedarme en Roma, no podía ni pensar en semejante afrenta, al contrario, estaba sorprendido de lo bien que había soportado aquella boda. Y al fin y al cabo es también la última boda a la que asisto, había pensado, como si excluyera de antemano y para siempre la boda de Amalia, mi otra hermana, y la boda de mi hermano, por lo menos en el próximo decenio. La gente que estuvo en esa boda, pensé, era de una estupidez innoble. Nos alegramos de ver a alguien a quien conocemos más o menos desde que vivimos, le estrechamos la mano, pero vemos enseguida que sólo se ha convertido en un zoquete, pensé. Y los jóvenes son todavía más estúpidos que los viejos, que por lo menos son la mayoría de las veces grotescos. Vivimos siempre en el error de que, lo mismo que nosotros nos hemos desarrollado, hacia donde sea, los otros también se desarrollan, pero es un error, la mayoría se han parado y no se han desarrollado en absoluto ni en una dirección ni en otra, sólo se han hecho viejos y, con ello, carentes de interés en la más alta medida. Creemos que nos sorprenderá el desarrollo de alguien a quien no hemos visto en mucho tiempo, pero, cuando volvemos a verlo, sólo nos sorprende que no se haya desarrollado en absoluto, que sólo tenga veinte años más y, en lugar de un buen tipo, tenga ahora una enorme barriga y grandes sortijas de mal gusto en sus dedos regordetes, que en otro tiempo nos parecieron muy hermosos. Creemos que podremos hablar de muchas cosas con éste o aquél, y comprobamos que no podemos hablar con ellos en absoluto. Estamos allí y nos preguntamos por qué, y no encontramos nada que decir sino que el tiempo es de esta manera o la otra, que la crisis del Estado es de esta manera o la otra, que el Socialismo muestra ahora su verdadero rostro y así sucesivamente. Creemos que el amigo de entonces es también el amigo de hoy, pero vemos enseguida nuestro error terrible, muy a menudo francamente mortal. Con esa mujer puedes hablar de pintura, con ésa, de poesía, piensas, pero entonces tienes que comprender que te has equivocado, la una sabe tan poco de pintura como la otra de poesía, ninguna de las dos puede ofrecer más que un parloteo de cocina sobre cómo se hace la sopa de patata en Viena y cómo en Innsbruck, y cuánto cuesta un par de zapatos en Merano y cuánto en Padua. Qué bien podías hablar con éste de matemáticas, piensas, qué bien con ese otro de arquitectura, pero compruebas que lo matemático de uno y lo arquitectónico del otro se quedaron empantanados al hacerse mayores. No encuentras ningún asidero, ningún apoyo, y con eso los ofendes, sin que sepan por qué. Va a ser una boda más que ridícula, pensé, antes de ir de Roma a Wolfsegg, y luego, después de haber asistido a ella, que, en el fondo, había sido mucho, mucho más ridícula, tan ridícula como no me había atrevido a pensar. Pero sólo oía hablar de una boda espléndida, de una boda única, como suele decirse. Pero me guardaré de decirles mi verdad, cuando la suya es la que manda, pensé. Sin embargo, la boda propiamente dicha había sido francamente divertida, cómica de una forma deliciosa. La capilla en que se celebró estaba como es natural repleta, de forma que tanta gente como estuvo dentro tuvo que quedarse de pie en el vestíbulo durante la ceremonia. Como es natural, yo no me había abierto paso hasta los míos en las dos primeras filas, eso lo había rechazado de antemano, sino que me quedé en el vestíbulo con las chicas de la cocina y los jardineros. Como tengo buen oído, oí también todo lo que dijo el cura. Como el cura estaba ligeramente bebido, el ejercicio solemne de su ministerio tuvo algo de improvisado y no fue, como es normalmente en esas ocasiones, aburrido, sino divertido para todos. Sólo mi madre, como suele decirse, tuvo que sudar sangre. El cura debía dirigir una alocución a la pareja de novios, en la que tenía que introducir toda clase de cosas reales o inventadas y, finalmente, terminar con la consideración, generalmente aceptada, de que la vida es vida en Dios hasta el final, y nada más. Sin embargo, cuando estaba en el punto culminante de su actuación, cuando tenía que preguntar a los novios si estaban dispuestos a darse mutuamente el famoso sí, había olvidado el nombre de la novia y, tras una pausa larga y evidente, pidió ayuda en voz alta, es decir, el nombre de la novia, y mi padre se lo gritó con toda energía, lo que provocó al instante estruendosas carcajadas en la capilla y en todo el vestíbulo. Como tampoco había retenido el nombre del novio, tuvo que preguntarlo también, y mi padre, ahora sin embargo ya furioso, le gritó también ese nombre, con lo que estallaron en la capilla y en el vestíbulo otras carcajadas todavía más estruendosas que cuando el primer fallo de memoria del clérigo. En esa ocasión tuve ganas de gritarle por encima de las cabezas, en lugar del nombre de mi futuro cuñado, sencillamente la expresión fabricante de tapones para botellas de vino, pero en el último momento pude dominarme. Esa abyección mía quedó, pues, en secreto, pensé. Siempre resulta ridículo cuando la novia dice que sí, pero más ridículo aún cuando el novio dice que sí. Eso pude comprobarlo otra vez en esa ocasión. Cómo podemos tomar en serio ese sí de la novia, cuando sabemos que es hipócrita, tan hipócrita como el sí del novio, ese sí de perplejidad dicho dos veces, en el que, sin embargo, sólo se decide un decenio de martirio, pensé. El sí matrimonial decide el yugo matrimonial. Nada más. Y nada ansía la gente más que decirse que sí y renunciar y destruirse a sí misma, pensé. Como me parecía estar presenciando un pequeño espectáculo, realmente cerrado en sí como una comedia o un juguete cómico, tuve muchas ganas de aplaudir vivamente en el instante en que el cura dijo su última palabra y se alejó con los monaguillos, sobrinitos de seis o siete años. Pero también entonces me dominé. Me importaba demasiado pasar inadvertido, un escándalo me hubiera hecho completamente imposible permanecer en Wolfsegg, y no tenía la intención de llamar la atención para que volvieran a decir que el aguafiestas había vuelto a entrar en escena. El punto culminante de ese pequeño espectáculo del matrimonio, de tantos siglos de antigüedad, es ese sí, había pensado, con el que la Iglesia católica toma plena posesión de los que han pronunciado ese sí. Luego invitaron al cura a subir al primer piso, en donde aguardó la señal para el festín que se dio en todas las habitaciones delanteras de ese primer piso. Mi madre, como siempre en esas ocasiones, lo dominaba todo, y la pareja de novios fue reducida por ella al tamaño que correspondía a esa pareja de novios, a una marioneta gorda y otra delgada que se habían sentado en el centro de la mesa, una al lado de otra, por decirlo así de espaldas al balcón, y por consiguiente al mundo exterior, el gordo fabricante de tapones para botellas de vino y mi hermana Caecilia, que una y otra vez le acariciaba con la mano derecha la mano izquierda, no por una necesidad íntima sino porque es algo que se hace, como debía de pensar. Cuando los invitados a la boda se habían comido la comida, sin duda buena, y bebido el vino, igualmente de primera clase y naturalmente de Baden, mi madre se levantó otra vez para pronunciar un pequeño discurso, que expresaba de forma inimitable su arte de la hipocresía. Tenía ahora el mejor yerno que cabía imaginar, dijo, y la hija más feliz que se podía concebir. Fue hacia el fabricante de tapones para botellas de vino y lo besó delante de todo el mundo, y luego abrazó además a Caecilia e invitó a todos a bajar al parque. Allí había dispuestas muchas mesas, porque hacía buen tiempo, y los jardineros y cazadores se mezclaron pronto con los llamados más altamente situados. También muchas gentes del pueblo habían subido para participar en la celebración. Lo hacían de una forma totalmente desenvuelta. Una vez más fueron los jardineros y los mineros los que más me gustaron. La banda de viento ocupó el estrado recién levantado ante la plaza de la Orangerie y, poco a poco, tocó todo su repertorio, volviendo a comenzarlo desde el principio a cada hora. Al parecer, la alegría desenfrenada de la boda se oía hasta Atzbach, situada seis kilómetros más al Este. Mi hermano se había mostrado visiblemente reservado, se retiró muy pronto y no se dejó ver más, esas fiestas le habían parecido siempre, ya pronto, repugnantes, pero no por la misma razón que a mí, que sólo podía soportar pocas horas su superficialidad y, en definitiva, su torpeza, sino por razones de enfermedad. Siempre tenía enseguida dolor de cabeza. Durante toda su vida tuvo dolores de cabeza, como mi padre, a quien esos dolores de cabeza se lo estropeaban todo. Él, mi hermano, que estaba más hecho para ello que nadie, me dije, no se ha casado hasta hoy, y no puedo explicarme por qué; él, que necesita absolutamente un heredero y al que su madre empuja continuamente a ello, que vive continuamente peleándose con su madre al respecto, pensé ya durante toda la boda. Naturalmente, un día se casará, poco antes de que sea demasiado tarde, con cualquier mujer, pensé, alguna hija de especiero de Wels, de Vöcklabruck, alguna enfermera de Salzburgo, alguna hija de mesonero de Unterrach o Strasswalchen. Personas como mi hermano esperan hasta que tienen cincuenta años y es más que tiempo, y entonces van a ciegas, pensé, y cubren de gloria al viejo bufón en que se han convertido. Antes dejan pasar sin aprovecharlas las oportunidades, las mejores de todas, como suele decirse, no dejan convertirse las llamadas aventuras en costumbre, el vivir con una muchacha o con una mujer en algo lógico. Durante ese tiempo su cama no pertenece a una sola, sino a varias, si es que no a muchas, pero sin embargo siempre a una distinta, que es enseguida ahuyentada otra vez por temor a una cadena perpetua, pensará él sin duda, pensé. Ahora se ha casado la tonta Caecilia, yo no lo haré antes de los cincuenta años, o quizá más tarde aún, es posible que él pensara, interiormente, llevándose luego las manos a la cabeza y retirándose con ese dolor de cabeza. Se ha acostumbrado a no ponerse más que sombreros viejos, como su padre, chaquetas viejas, pantalones viejos, a ponerse zapatos viejos, todo lo que lleva tiene que ser siempre viejo, de esa forma, cree, como la mayoría de los de su posición y origen, representar mejor esa posición y ese origen, llevarlos consigo, correspondiendo al gusto de los llamados superiores, entre los que siempre se ha contado. Se compra un sombrero y lo deja expuesto a la lluvia, lo cuelga de un gancho durante unas semanas en el balcón de la Casa de los Cazadores, y no vuelve a quitarlo del gancho hasta que está estropeado por la intemperie; entonces lo mete en agua caliente y se lo pone así, calentado al máximo, para darle la forma que corresponde a su cabeza, los pantalones los mete brevemente en agua y los cuelga al viento en la ventana, antes de ponérselos, y lo mismo hace con su chaqueta, con los zapatos camina primero un buen rato por el barro del jardín, de un lado a otro, para que pierdan su aspecto de absolutamente nuevos, porque no se calzan zapatos nuevos, no se llevan chaquetas nuevas, no se toca uno con sombreros nuevos, todo lo nuevo es profundamente despreciado, incluso aborrecido, porque así se hace, también las nuevas casas, las nuevas iglesias, las nuevas calles, los nuevos inventos, como es natural también todas las personas nuevas, como queda dicho, todo lo nuevo, a lo que pertenecen también, naturalmente, los nuevos pensamientos. Durante siglos esa sociedad se ha acostumbrado a despreciar y aborrecer todo lo nuevo, con lo que ella misma se ha vuelto vieja sin renovarse ya. Ese pobre hombre ha sido totalmente devorado por la sociedad que, como suele decirse, él considera la única santificante, no ha quedado nada de él que recuerde a su personalidad, como su padre, pensé, lleva la vida de uno de los millones de duplicados de esa vieja sociedad. Todo en él y alrededor de él tiene que ser viejo, estropeado por la intemperie, pensé, salvo su coche, en cuanto a éste, daba la mayor importancia a que fuera el más nuevo y mejor, lo que significaba que tenía que ser también el más caro. Ha convertido en costumbre tener cada año un coche nuevo y, como mi madre va en él, porque ella no tiene coche, porque no tiene lo que se llama permiso de conducir, ese coche tenía que ser a sus ojos el más bonito y el mejor. Ahora, ese coche más bonito y mejor, el Jaguar, se ha convertido para ellos en fatalidad, pensé. Su culto al coche los ha destruido, pensé. Si normalmente era la persona más tranquila, cuando llevaba un coche no era más que un ser desencadenado, convertido en un ser de poder absoluto, lo que no podía ser fuera del coche, eso se lo impedía ya su y mi madre, que reivindicaba ese título; en el coche, en el Jaguar, sin embargo, era el ser poderoso y ella tenía que someterse, él determinaba, si no la dirección, sí la velocidad, lo que a ella, sentada a su lado en esas ocasiones y siempre totalmente asustada, como me consta, le venía totalmente a contrapelo, como suele decirse. A mi padre le gustaba el tractor, no el coche, que para él fue siempre demasiado ligero, mi padre no desaprovechaba oportunidad de sentarse en nuestro McCormick, aunque eso no tuviera el menor sentido. Se consideraba en el tractor el más feliz de los hombres. El más independiente. En el tractor era él mismo, decía, aquello era tan triste como cierto y yo le creía, hasta esto he tenido que llegar, que sólo en el tractor pueda estar solo y ser feliz, me dijo una vez. En cambio su hijo, mi hermano Johannes, había dicho a menudo que tenía que subirse al coche para poder respirar y dedicarse a sus pensamientos, significara eso para él lo que significara, me deprimía oír eso de él, tener que aceptarlo como verdadero. Mi hermano sale cada vez más a su padre, había pensado yo a menudo. En los últimos tiempos se ha aproximado ya mucho, no hará falta mucho más, había pensado yo en la boda, para que él sea nuestro padre. Su forma de andar, toda su actitud física, su voz se vuelven cada vez más parecidas a las de mi padre, pronto se confundirán con la actitud física de mi padre, con su forma de andar, con su humor y, como consecuencia, como es natural, con su actitud espiritual. El primogénito estaba destinado desde el principio, por decirlo así, a ser su padre, y pronto lo será, había pensado yo. Es sólo cuestión del plazo más breve. Y al fin y al cabo, a veces tengo también la sensación, pensé, cuando habla mi hermano, de que habla mi padre, cuando oigo andar a mi hermano, de que anda mi padre, cuando piensa mi hermano, de que piensa mi padre. Mis padres tuvieron en Johannes el hijo soñado, pensé. No hubieran podido desear otro mejor ni más adecuado para ellos. Poco a poco se acercó a la imagen ideal que habían tenido siempre de un hijo, con la misma velocidad con que yo me alejaba de semejante imagen ideal. Por eso lo querían cada vez más y a mí me despreciaban y aborrecían, incluso me detestaban cada vez más, sin confesarse la verdad, a eso no se atrevían, con todas aquellas medidas incesantes de autoprotección de sus cabezas. La imagen ideal está casi terminada, había pensado yo en la boda de mi hermana Caecilia, se confundía casi totalmente con la imagen que mis padres, aunque, como queda dicho, sólo posteriormente, habían declarado imagen ideal. Mi hermano se había dejado educar para ser imagen ideal, yo siempre me había sustraído a esa pretensión, nunca me había interesado representar una imagen ideal paterna así, detestaba esa imagen porque, en pocas palabras, nunca había querido corresponder a esa imagen y, por ello, tampoco hubiera podido ser una imagen ideal. A Johannes, como queda dicho, habían podido modelarlo, amasarlo, a mí no. Y habían comenzado ya pronto esa modelación de mi hermano, ese proceso paterno de amasado, ya cuando aquella masa infantil no tenía más de tres o cuatro años, entonces se dieron cuenta ya de que era posible hacer de aquella masa su imagen ideal y se habían puesto a amasar y modelar la masa de Johannes, sin encontrar resistencia, mientras que conmigo encontraron siempre la mayor resistencia al respecto, porque desde el principio me había sustraído a sus manos, sustraído a su cabeza, sustraído a sus artes de amasado y modelado, no los había dejado acercarse, los había rechazado enseguida desde el principio. Amasaron a Johannes como quisieron, alegrándose de ello, porque no se dieron cuenta en absoluto de que, con su arte del amasado y modelado, lo habían destruido y aniquilado, definitivamente. Habían hecho de su cabeza natural una cabeza ideal, destruyendo así esa cabeza, en mi opinión, de la forma más desvergonzada e innoble, brutalmente, lo que no habían podido hacer conmigo, habían hecho de él un zoquete ideal para ellos, que con el tiempo se convirtió en lo que habían querido tener, alguien que correspondía a sus intenciones hasta en los más pequeños detalles, sometido a ellos. Johannes, pensé, se sometió absolutamente a mis padres, pero sobre todo a mi madre, no se defendió, le había resultado más cómodo que lo contrario: defenderse contra cada monstruosidad paterna y contra cada vileza paterna y contra cada tendencia desfiguradora paterna; sólo en el coche, en el Jaguar, e incluso allí sólo durante el recorrido, por decirlo así, le dejaban expresar sus pensamientos, durante esos recorridos temibles, como decía siempre mi madre, podía desahogarse, lo que sin embargo luego, cuando salía del coche, del Jaguar, se le hacía pagar mil veces al pobre hombre, pensé. Estoy seguro de que cuando él tenga cincuenta años, habrá aquí, como suele decirse, una boda magnífica, pensé. Pero un muerto no puede casarse ya. Con ese pensamiento atravesé el portón. El vestíbulo estaba vacío. Las lámparas del vestíbulo estaban adornadas con ramas de laurel, como había supuesto, de acuerdo con el plan para los funerales, cada una con dos ramas de laurel. Reinaba exactamente esa calma inquietante y dulzona característica de las casas de luto. El suelo del vestíbulo había sido lavado unas horas antes de mi entrada, restregado, como decimos nosotros, de rodillas, por las muchachas, de las cuales la más vieja tiene ya setenta y cuatro años pero se la sigue incluyendo entre las muchachas, también en su lecho de muerte, cuando sea viejísima, posiblemente, como llegan a ser aquí la mayoría de las veces las muchachas, de más de ochenta, la llamarán todavía muchacha. Las muchachas se habían sentido siempre bien en Wolfsegg, así mi madre, aunque por otra parte, como mi madre decía también siempre, no se les evitaba ni se les evita nada. Llevan delantales negros, cosidos por nuestra modista del pueblo de abajo, por los que se las puede reconocer ya de lejos, llevan el cabello peinado liso hacia atrás y, por lo demás, porque así se hace en Wolfsegg, así mi madre, no llevan adorno alguno. Es lo que mejor les sienta, así mi madre. La mayoría de las veces entran ya a los catorce o quince años al servicio de Wolfsegg y se hacen viejas en Wolfsegg. No tienen, como suele decirse, muchos motivos para reírse, pero, así también mi madre, son muy estimadas en Wolfsegg por todos. Su número se ha reducido drásticamente en los últimos años, antes eran, incluidas las chicas de la cocina, de las que la mayor tiene también, al fin y al cabo, más de setenta años, doce, ahora no son más que cinco en conjunto. La mayoría de ellas tienen siempre de nacimiento voces desagradables, así mi madre, o han adquirido esas voces desagradables en Wolfsegg con el tiempo, porque al fin y al cabo no se les permitía nunca hablar de su forma natural con sus propias voces, sino de un modo artificial, en lo posible bajo y discreto, que les había enseñado al fin y al cabo también mi madre, así igualmente mi madre, y que, en definitiva, tenía que desfigurarles la voz. Las muchachas proceden ahora casi todas del pueblo de abajo, sin embargo, mi madre prefería antes siempre tomarlas del, según ella misma, pobre Barrio del Molino, posiblemente de familias campesinas de muchos hijos, porque ésas estaban siempre contentas con todo (mi madre) y eran consideradas activas y, en general, siempre trabajadoras. Pero el Barrio del Molino no proporcionaba ya en los últimos tiempos muchachas, las muchachas del Barrio del Molino preferían ser obreras de fábrica y no muchachas, lo que mi madre calificó siempre de decadencia del Barrio del Molino, en general de característico, no sólo del Barrio del Molino sino de toda la evolución mundial. Las muchachas, como es natural, eran totalmente católicas y tenían la modesta actitud deseada no sólo hacia la autoridad eclesiástica sino también hacia la secular. Las muchachas preferidas las habían tenido siempre mis padres de la región de Freistadt y de Aigen-Schlägel, en donde se entrechocan las fronteras bohemia y bávara y austríaca y a donde no lleva ningún tren. Ésas habían sido siempre las más creyentes, así mi madre, las más decentes, así igualmente mi madre. Iba a buscarlas por sí misma, presentándose en los conventos de Freistadt y de Aigen-Schlägel y expresando sus deseos. Las monjas o los frailes, según, le entregaban la mayoría de las veces dos o tres muchachas muy jóvenes todavía, no estropeadas, con las que volvía a Wolfsegg, para iniciarlas y ponerlas a prueba. Esa iniciación, prueba, consistía en que mi madre hacía que las muchachas restregaran primero el vestíbulo, lo que, al principio, les costaba a todas ellas el mayor esfuerzo, porque la longitud del vestíbulo y también su anchura, cuando hay que restregarlo, exigen un esfuerzo inhumano. Pero las muchachas, fascinadas por los modales de mi madre y por Wolfsegg en general, por semejante propiedad, que ninguna de ellas había visto antes en su vida, restregaban el vestíbulo, con los sufrimientos que fuera, algunas fracasaban, y entonces mi madre les asestaba la terrible noticia de que no podía tomarlas, con lo que las que habían fracasado al principio, al segundo intento, eran realmente capaces de restregar el vestíbulo en su totalidad. Mi madre era siempre implacable. Y, como siempre fue de lo más implacable hacia sí misma, nunca evitaba a su entorno al menos la misma implacabilidad. Las muchachas, como suele decirse, se mataban a trabajar, pero sin embargo estaban siempre contentas de poder estar en Wolfsegg, como lo calificaban ellas mismas una y otra vez, costaban a mi madre una bagatela y, por decirlo así como prueba de su buen trato, como ya he dicho, se hacían en Wolfsegg viejísimas. Lo absurdo era que, por una parte, se mataban siempre a trabajar, por otra, sin embargo, llegaban a viejísimas. Ninguna de las muchachas de Wolfsegg murió, por decirlo así, de joven, por lo menos no antes de los sesenta años. Todas tenían un bello entierro, así mi madre, y las familias de las muchachas estaban siempre agradecidas porque una de las suyas pudiera trabajar en Wolfsegg. Esa actitud no ha cambiado hasta hoy, pensé en el vestíbulo vacío y recién restregado de anchas tablas de alerce. Las telas de araña, que normalmente oscurecían el vestíbulo en sus ángulos, habían sido ya quitadas antes de la boda, pensé, las ventanas limpiadas, los faroles aceitados para que brillasen. Los jardineros me habían dicho que mis hermanas estaban en el edificio principal, y también el señor nuevo, como, en su inocencia, habían denominado al fabricante de tapones para botellas de vino, pensé. Así pues, los tres estarán arriba en el primer piso, sin sospechar en absoluto que estoy ya en el vestíbulo, más o menos debajo de ellos. Sin embargo, no tenía ninguna gana de subir ya inmediatamente a verlos, y aguardé en el vestíbulo los minutos siguientes. Estaba allí de pie, donde la escalera sube al primer piso, donde, de la pared, cuelga un retrato de mi cuarto tío abuelo Ferdinand que, según se dice, salvó la vida al Emperador al interponerse entre el Emperador y un traidor húngaro que se precipitó contra el Emperador. Ese hecho heroico lo pagó con la vida mi cuarto tío abuelo, y por ello póstumamente, como todavía se susurra hoy, fue elevado un grado en la jerarquía. Ese hombre se parece realmente, pensé, a Descartes, lo que anteriormente nunca me había llamado la atención, al fin y al cabo vivió en la misma época que el filósofo, pero sin embargo eran más sus ropas las que le hacían parecerse a Descartes y menos su cabeza. Pero el parecido entre ese cuarto tío abuelo y Descartes me resultó de repente asombroso. Por qué no se me había ocurrido nunca, me pregunté, contemplando el retrato con curiosidad aún mayor. Realmente, mi cuarto tío abuelo tenía en el cuadro también esa característica barba cartesiana y las altas cejas cartesianas. El cuadro no es en absoluto ridículo, pensé, preguntándome al mismo tiempo si no sería posible realmente que ese cuarto tío abuelo convertido allí en cuadro al óleo hubiera sido también filósofo, porque tenía en sí algo de filosófico. Decidí investigar en nuestras bibliotecas si se encontraba en ellas algo escrito por ese cuarto tío abuelo, quizá algunos Ensayos, pensé, de los que yo no hubiera sabido hasta entonces, realmente escritos filosóficos, creía no equivocarme al ver representado en aquel cuadro al óleo a un escritor filosófico y sospeché ya que sus obras estarían en alguna de nuestras cinco bibliotecas. Su nombre me era conocido, sólo tenía que buscar en nuestras bibliotecas. No me asombraba en absoluto que los míos nunca hubieran hablado del filósofo Ferdinand, porque al fin y al cabo eso era lo característico en ellos, que no mencionaban siquiera nunca a los llamados hombres de espíritu y, si lo hacían, en un contexto penoso, que en todo caso rebajaba a esas personalidades filosóficas. Ahora me imaginaba ya incluso haber oído hablar alguna vez del filósofo Ferdinand, así lo llamaba para mis adentros, quizá lo he leído ya, sin tener conciencia de que el leído era quien colgaba al óleo en la escalera del vestíbulo. De repente tuve la idea de someter también a un examen más atento los otros cuadros al óleo colgados en la escalera, hasta entonces sólo los había contemplado siempre superficialmente, en el fondo había percibido siempre que se trataba de antepasados pero nunca de cuáles, nunca me había interesado hasta entonces, los cuadros los había mirado siempre en Wolfsegg exactamente como habían mirado siempre los míos los cuadros, de forma que, desde luego, miraban esos cuadros, pero nunca podían decir qué o quién estaba representado en ellos siquiera, porque durante decenios sólo los habían contemplado por costumbre, como manchas de color más o menos oscurecidas que habían encontrado su lugar definitivo en nuestras paredes, ya, en su mayoría, siglos antes de nosotros, por la razón que fuera, en un lugar o en otro, nunca se reflexionaba sobre ello, por no hablar de investigarlo. Quién sabe, pensé, qué es lo que cuelga realmente de las paredes de Wolfsegg, pensé, llegado el caso resultará que incluso hemos tenido muchos antepasados filósofos y quizá, además, también toda una serie de otros hombres de espíritu, pensadores por consiguiente, y posiblemente los cuadros que cuelgan de las paredes son realmente, de verdad, tan inestimables como siempre se ha murmurado entre los nuestros. Pero ese valor me interesa realmente menos que los representados o lo representado en esos cuadros, que son cientos. Por no hablar de los muchos cuadros y pinturas que hay por todas partes en nuestros desvanes, pensé, que en su mayoría están todos olvidados y, por el aturdimiento y la desvergüenza de siglos en Wolfsegg, han sido reducidos a un estado lamentable. Debería contratar un día a un restaurador de Viena, pensé y retuve ese pensamiento, que identificara todos esos cuadros y los clasificara luego y evaluara finalmente. Y pensé en un hombre determinado, que conozco y es el, así llamado, principal restaurador de nuestros mayores museos y que, por ejemplo, en los últimos tiempos ha restaurado los preciosos Velázquez que esos museos poseen, y poseen, como me consta, los más preciosos Velázquez, todavía más preciosos que los del Prado de Madrid. Ante la palabra Velázquez y ante la palabra Prado, tuve de repente la idea de si no habría incluso quizá en Wolfsegg algún Velázquez, sin que lo supiéramos, porque desde hace siglos hemos tenido no pocos parientes españoles, siempre hubo españoles aquí, todavía hoy aparecen de vez en cuando, pasan días de caza en Wolfsegg, y con España ha tenido siempre Wolfsegg los más estrechos lazos y relaciones. Y con Italia. Y, como es natural, también con Holanda, en la que, al fin y al cabo, Rembrandt y Vermeer y los otros grandes, así llamados, neerlandeses estaban en su casa y pintaron. De repente tuve lo que se llama una idea fantástica, que me ocupó luego todo el tiempo, incluso cuando estaba ya en la capilla, en la que había entrado para no tener que subir enseguida a ver a los míos. Voy a moverme despacio y discretamente, pensé, y entré en la capilla, en la que hacía tiempo que los adornos de boda habían sido quitados y los adornos de funerales colocados. Con qué rapidez han cambiado el escenario, pensé. Telas negras cubrían los objetos normalmente pulidos y relucientes de la capilla, los candelabros y platos, los jarrones y cadenas, y las dos ventanas estaban igualmente veladas, cada una, con un paño negro, sólo la llamada luz perpetua ardía, de forma que quien entraba no tenía que permanecer en absoluto en una oscuridad total. Recordé el lapsus del cura borracho y escuché entonces aún la carcajada estruendosa de los asistentes a la boda. Me vino a la cabeza mi infamia, que entonces no había hecho aún pública, y escuché luego de nuevo a mi padre gritar el nombre de Caecilia, que puso en movimiento otra la vez la escena de la boda, que se había paralizado por completo. ¿Cuánto tiempo oímos aún realmente la voz de alguien, que unos días antes hemos oído en realidad como la voz de alguien vivo, cuando realmente ha muerto de pronto?, me pregunté. Por un instante tuve la sensación de que, como es usual al entrar, debía arrodillarme en la capilla, pero no lo hice, porque tuve conciencia en el momento oportuno del aspecto teatral y del aspecto totalmente artificial de esa forma de actuar por mi parte, de la hipocresía que indudablemente hubiera representado sentarme en un banco y arrodillarme, cuando, sin embargo, no sentía la menor necesidad de arrodillarme, sólo la idea de que, como es natural, alguien que entra en la capilla se arrodilla allí, y más aún en aquella situación. ¿Pero cuál era realmente mi situación?, me pregunté y avancé unos pasos, para detenerme luego. Pensé que la capilla para mí, de niño, nunca había sido un refugio de paz y recogimiento, como siempre pretenden los otros porque siempre les ha producido ese efecto, sino un lugar de inquietud y espanto. Todavía a los quince años, quizá incluso a los veinte aún, había entrado al fin y al cabo en la capilla realmente como en un lugar de espanto y crueldad, por decirlo así, como en un espacio de condenación, en el que se decidía sobre mí, entraba entonces en la capilla completamente como en la sala de un alto tribunal en el que se me condenaba cada vez. Los dedos que veía entonces en aquella sala de condenación, los dedos justicieros, implacables, apuntaban siempre hacia abajo y yo siempre salía de la capilla, de niño y de joven, únicamente con la cabeza baja, humillado, castigado. La Iglesia católica tendría que compensarme de muchas cosas, me dije, si sacara la cuenta de lo que, con su doctrina, me hizo de niño, y destruyó y echó a perder, se asustaría, por mucha sangre fría que tenga, pensé. Mi madre me había enviado siempre a la capilla para, por decirlo así, torturarme allí con mis cientos y cientos de pecados, sin esperanza. Siempre entraba en la capilla temblando, para volver a salir de ella como fulminado. Al fin y al cabo, los únicos recuerdos bonitos de la capilla eran aquellos en que cantaban las Flores de Mayo. Aunque el mundo entero haya cambiado entretanto completamente y, como tengo que decir, totalmente, en Wolfsegg siguen yendo a la capilla como si nada hubiera cambiado, todos siguen yendo así, pensé. Lo mismo que, en general, actúan como si el mundo no hubiera cambiado en los últimos cien años, cuando, sin embargo, ha cambiado radicalmente, por decirlo así se ha puesto él mismo de cabeza, podría decir, pensé. Los míos consideraron siempre Wolfsegg exactamente igual que sus cuadros de las paredes, que siempre habían colgado de esas paredes así y no de otra forma y no debían ser cambiados nunca, ni mucho menos descolgados, en definitiva se consideraban a ellos mismos así, no debían cambiar en nada, a quien se dejaba cambiar o cambiaba por sí mismo, como mi tío Georg y como yo, pensé, lo excluían, no tenía ya nada que hacer entre ellos ni, según creían, con ellos. Pero es también falso decir que en Wolfsegg se ha detenido el tiempo, porque ellos, los míos, están al fin y al cabo en este tiempo, existen en este tiempo, son parte de este tiempo, también ellos son completamente este tiempo, como prueban con su existencia actual. Incluso están impregnados por este tiempo actual, pensé, mucho más profundamente que otros, pero a su manera. No es correcto decir que los míos son vestigios de un tiempo pasado, de un tiempo antiguo, de un tiempo hace tiempo ido, porque al fin y al cabo son de este tiempo. Pero a su estilo. No son, como se podría pretender cuando se los ve y se los observa bastante tiempo, de un tiempo que no tiene nada que ver con el nuestro, porque al fin y al cabo son de este tiempo. Pero a su estilo. Todo el que existe en este tiempo participa de este tiempo, pensé. La gente se equivoca cuando cree que los míos no tienen nada que hacer en este tiempo, porque los míos están en verdad y en realidad en este tiempo más vivos que los otros y dominan este tiempo, como se ve, con una inteligencia más concreta que otros, cuando pienso que la influencia que tienen actualmente en su entorno no tiene nada de pequeña. Pero son personas a su estilo, se rehúse o no ese estilo, se lo rechace o no. Decir que los míos son gentes de otro mundo es decir una tontería. Que son gentes que viven de la forma más rara y llevan una existencia sumamente rara y son de tal forma que no toman nota de la transformación del mundo y del género humano es otra cuestión, pero naturalmente son personas de este tiempo. Sería de lo más tonto pretender que son de otro tiempo o de otro mundo, porque, más que millones de otros, son de este tiempo y de este mundo y reinan lo mismo antes que después en él, ésa es la verdad. Quizá sea también su gran astucia darse la apariencia de ser de otro tiempo y de otro mundo, pensé, con el que trabajan y con el que, como suele decirse, no se encuentran mal, porque en el fondo no se encuentran mal, les va mucho mejor que a millones de otros que pretenden ser gentes de este tiempo y de este mundo, lo que los míos, quizá por un instinto innato no sólo bueno sino superior para las condiciones de ese mundo y de este tiempo, nunca han pretendido. Yo mismo afirmo incluso que los míos, como sean, están más adaptados a su tiempo que la mayoría de los otros que conozco, y así lo pensé en la capilla, mientras no podía realmente decidirme a dejar la capilla y subir a ver a los míos. Nos atrevemos, pensé, a excluir a gentes como los míos de este mundo y de esta sociedad, y a decir que no son de este mundo, no de este tiempo, que son no de este tiempo, porque sentimos muy bien que no tenemos razón, precisamente la gente como los míos, eso lo veo de día en día con más claridad, vive de acuerdo con su tiempo. El que yo rechace su forma de vivir no significa que diga que no son de este tiempo, que no estén de acuerdo con este tiempo. Precisamente ellos estarían al fin y al cabo, podría decir también, en el camino adecuado, no en el camino que lo destroza y aniquila todo, sino en el que lo reúne y lo protege todo, aunque la forma de las condiciones en que se persiguen esos fines no nos guste, pensé. No tengo nada que ver con esa gente no quiere decir, al fin y al cabo, que deba ser eliminada, como se piensa a menudo, como se piensa casi siempre, como se piensa casi siempre y se actúa en consecuencia. Y pensé que, aunque pienso de otra manera, me he convertido a mí mismo entretanto en su eliminador y extintor y, por consiguiente, pienso de la forma en que reprocho pensar a los otros como incompetente e inadmisible. No porque sea la mayoría es de su tiempo, pensé, como se cree y se actúa, partiendo de esa creencia, muy a menudo en perjuicio de su tiempo, también uno o la minoría puede ser de su tiempo y, muy a menudo, más de su tiempo que la mayoría y lo es casi siempre, también un individuo puede ser más de su tiempo que la mayoría y, en el fondo, es con mucha frecuencia más de su tiempo. La mayoría ha traído siempre sólo la desgracia, pensé, también hoy debemos nuestra desgracia, si es que lo es, a la mayoría. Al fin y al cabo, la minoría o incluso sólo el individuo son oprimidos precisamente por la mayoría porque son mucho más de su tiempo que la mayoría, porque actúan mucho más de acuerdo con su tiempo que la mayoría. Las ideas que son de su tiempo no son nunca de su tiempo, pensé. Las ideas de su tiempo siempre van por delante de su tiempo cuando son realmente ideas de su tiempo, pensé. Lo que es de su tiempo es realmente, por consiguiente, lo que no es de su tiempo, pensé, sobre eso sostuve una larga conversación con Zacchi. Soy de mi tiempo quiere decir que tengo que anticiparme con mis ideas, no quiere decir que actúe de acuerdo con mi tiempo, porque actuar de acuerdo con su propio tiempo quiere decir no ser de su tiempo, y así sucesivamente. Una vez pasé con Zacchi varios días al respecto, en Orvieto, en donde tiene una casa en las montañas, heredada de uno de sus admiradores. En el fondo y en verdad, pensé, los de Wolfsegg, por muy detestables que puedan parecer al individuo o incluso a la mayoría, son sin embargo los de su tiempo, pensé, sobre todo, si examinamos ese tiempo minuciosa e insobornablemente, sin dejarnos ofuscar y embrutecer por la opinión en ese momento dominante, que no es más que una opinión excitada por la política del momento, pensé. Desde hace años existen la opinión política del momento y los hechos incontrovertibles, que se contraponen siempre a la opinión política del momento. La realidad es sin embargo, me dije, que el mundo se encuentra en estos momentos en una situación caótica, mientras que en Wolfsegg reina el orden, deliberadamente no me dije sigue reinando aún el orden. Mientras que el mundo, en estado comatoso, no es capaz de despertar y, en ese estado comatoso, recobrar la conciencia, los de Wolfsegg están muy conscientes, aunque me rechacen, aunque, por aversión, me haya sustraído a ellos, pero actúan, me corregí, actuaban más conscientemente que la mayor parte del resto del mundo, no lo discuto, pensé. A su estilo, me dije. Inmediatamente después pensé que lo que acababa de pensar era, sin embargo, un absurdo completo o, por lo menos, una extravagancia que no conducía a nada, un fracaso del pensamiento. Para llevar adelante ese pensamiento de que los de Wolfsegg son los de su tiempo y no las gentes del mundo restante, pensé, hubiera necesitado a Zacchi, o a Gambetti, hubiera sido igual, solo, he fracasado en ese pensamiento como en tantos pensamientos pensados por mí, he sido víctima de un sofisma, de una impertinencia del pensamiento, según pensé. Pero tenemos que considerar siempre la posibilidad de fracasar, de otro modo terminamos abruptamente en la inactividad, pensé, lo mismo que, fuera de nuestra cabeza, no tenemos que actuar contra nada con mayor decisión que contra nuestra inactividad, también dentro de nuestra cabeza tenemos que actuar de la misma forma contra la inactividad, más o menos con la brutalidad que nos corresponde. Tenemos que permitirnos pensar, atrevernos, incluso a riesgo de fracasar pronto, porque nos resulte súbitamente imposible, a ordenar nuestros pensamientos, porque, cuando pensamos, tenemos que considerar siempre todos los pensamientos que hay, que son posibles, fracasamos siempre como es natural; al fin y al cabo, siempre hemos fracasado en el fondo, y todos los otros también, se hayan llamado como se hayan llamado, ya pueden haber sido los mayores intelectos, de repente, en algún punto, fracasan y su sistema se derrumba, como prueban sus escritos, que admiramos porque son los que más han avanzado en el fracaso. Pensar significa fracasar, pensé. Actuar significa fracasar. Pero naturalmente no actuamos para fracasar, lo mismo que no pensamos para fracasar, pensé. Nietzsche es un buen ejemplo de un pensamiento que ha llegado tan lejos en el fracaso que sólo puede calificarse de demencial, le dije una vez a Zacchi, pensé. Entre esos muros fríos, blanqueados, he podido desarrollarme, como decía muy a menudo mi madre, pensé, pensando en el vestíbulo si debía subir enseguida al primer piso o no, ir con los míos o con los otros, que estaban reunidos en la cocina, como observé. Las chicas de la cocina y las muchachas de la casa hablaban en la cocina en voz baja, teniendo en cuenta que era una casa de luto la casa en la que estaban. Me quedé delante de la puerta de la cocina y traté de comprender el contenido de su conversación, pero no entendí de qué hablaban, sólo palabras aisladas que no tenían para mí ninguna coherencia, aunque sin embargo pude comprobar que hablaban de sus familias, una y otra vez pronunciaron las palabras Barrio del Molino. Tenía conciencia de lo inconveniente de aquella permanencia mía ante la puerta de la cocina, aunque no la interrumpí, pero por otra parte tampoco podía decidirme: subo al primer piso poniendo así fin a mi aproximación a los míos, saludándolos, o abro sencillamente la puerta de la cocina y saludo antes a las mujeres y las muchachas ahí reunidas. Éstas se habían reído de repente a carcajadas y pensé que, si abrían de pronto la puerta, me descubrirían escuchando, y ante esa idea me entró frío dentro de mi propia frescura. Mi conducta tenía que considerarla yo mismo absolutamente imposible, daba igual por qué me decida ahora, pensé, por abrir la puerta de la cocina y, por consiguiente, por saludar a las mujeres y muchachas en la cocina, o por subir al primer piso a ver a los míos, para saludarlos, desde hacía tiempo me había convertido a mi estilo en culpable, de una manera incomprensible, ofensiva, como es natural. El contenido de la conversación de la cocina, que yo seguía ahora desde el vestíbulo con la mayor atención, eran los diversos entierros que habían conocido ya las mujeres y muchachas reunidas en la cocina y las desgracias correspondientes. Un anciano de ochenta y siete años, como decían, se cayó al arroyo, una anciana de sesenta y seis se ahorcó de la ventana de un dormitorio, un niño fue atropellado por un carro de caballos, que acababa de cargar sacos de carbón, precisamente para la familia de ese niño, en la llamada mina de carbón, el asentamiento de nuestros mineros. Dijeron que los muertos tienen un olor desagradable y las coronas mortuorias se han vuelto muy caras, que cada vez hay menos empresas de pompas fúnebres y que los deudos, aunque sean los parientes más próximos del difunto, no llevan luto como antes, sin excepción, durante seis meses, ni siquiera las viudas, dijeron. Parecía como si estuvieran preparándose en la cocina su café de la tarde. Mientras que ellas toman su café de la tarde ya hacia las dos, pensé, no calientan el agua del té para los del primer piso hasta más o menos las cinco, cuando ellas, a su vez, cenan ya lo que los del primer piso no cenarán hasta más o menos las siete y media. De pronto me pareció agradable que las costumbres de Wolfsegg no hubieran cambiado en lo cotidiano, pensé. Hablaron en la cocina de un maquinista de tren atacado y asesinado, cuyos cinco hijos estaban ahora sin recursos y cuya viuda buscaba ahora trabajo para poder mantenerse a sí misma y a esos cinco hijos, porque el Estado no pagaba a las familias de los asesinados, ni siquiera cuando se había cogido al autor, las leyes de este Estado eran de lo más deficientes. Las oí hablar de un carromato que había volcado en las proximidades de la Villa de los Niños, en el que las muchachas de la cocina habían transportado varios bancos de madera de la Villa de los Niños al edificio principal, y cómo se rieron a carcajadas de una observación sobre las gallinas ponedoras, pero callándose otra vez enseguida, como si se avergonzaran de esas carcajadas como de una impertinencia impropia de ellas. Si entro a verlas y las saludo, pensé, me haré totalmente imposible, y subí al primer piso, el hecho de haber venido de Roma, sin ningún equipaje, más exactamente, sólo con mi cartera y un pañuelo, nada más, me divertía muy secretamente, incluso en aquel ambiente triste. Haré examinar todos los cuadros de las paredes y de los desvanes y, de esa forma, tendré una visión general de su verdadero valor, me dije, cuando al subir al primer piso pasé junto al óleo de mi cuarto tío abuelo Ferdinand, muy tranquilo, sobre todo no hay que perder el aliento, pensé, quedándome otra vez en la curva de la escalera, oyendo y escuchando. Evidentemente, mi hermana Amalia hablaba con su cuñado, que es también mi cuñado, con el fabricante de tapones para botellas de vino de Friburgo, que nos trajo los vinos de Baden, pensé, con el que apenas había hablado en la boda, pero no porque yo fuera demasiado orgulloso, sino porque él prefirió evitarme, continuamente huyó de mí, siempre que pudo, me esquivó, temiendo sin duda que le hiciera preguntas. Todavía lo veo en el parque bajo los robles, pensé, solo, lo que me dio oportunidad de dirigirme hacia él, para hablar con él, sonsacarle más cosas, según pensé, de las que ya sabía, lo que sin embargo no era mucho, porque mi hermana, en lo referente a su novio, nunca se había dejado sonsacar mucho, pero, mientras yo iba hacia el roble, mi cuñado había desaparecido ya, me había observado y, en el mismo instante en que se había dado cuenta de que tenía intención de dirigirme hacia él, me había huido, al dirigirse de repente con rapidez, según pensé, de forma totalmente injustificada, hacia la Orangerie, en donde no había nadie, en cualquier caso yo no había visto a nadie allí, así pues me encontré solo bajo el roble, sin mi rico cuñado. Tampoco durante el banquete de bodas me había sido posible hablar con él, porque siempre apartaba la vista de mí cuando lo miraba, era evidente que le molestaba ser observado por mí, pero es de lo más natural que el nuevo cuñado sea observado por el marido de su hermana, cómo se comporta, lo que tiene que decir, la forma en que, por decirlo así, no sólo se comporta exterior sino también interiormente. Sin embargo, el fabricante de tapones para botellas de vino había preferido evitarme. Durante toda mi estancia en Wolfsegg no tuve ocasión, ni una sola vez, de hablar realmente con él, pensé ahora; siempre tuve la intención, la necesidad como es natural, pero nunca me encontré en situación, esa clase de personas, y por añadidura de Baden, de zona de vinos, tienen la mayor habilidad para evitar a quien quiere hablar con ellas, pensé, esquivan continuamente a quien trata de penetrar en ellas con sus preguntas, son muy hábiles en lo que se refiere a esa especie de evasión. Decimos que se trata de alguien tonto, pero al mismo tiempo tenemos que reconocer que es muy hábil. Los gordos son siempre más hábiles que los otros y, en el fondo, también siempre más móviles. Pero esa movilidad se limita a lo físico porque su espíritu, si es que puede hablarse siquiera de tal en lo que a ellos se refiere, es completamente inmóvil. Yo había querido someter a mi cuñado a muchas pruebas y, pensé, será fácil realizar esas pruebas, interrogarlo a fondo por decirlo así, evitar sus maniobras, pero había sobrestimado mucho mi habilidad para aproximarme, sin duda alguna, en eso había fracasado. Pero, había pensado, ¿por qué razón me evita mi cuñado? ¿Qué teme en mí, que al fin y al cabo soy el hermano de su novia y, después de la boda, de su mujer, y que, según creía, tengo derecho a informarme sobre él? Indudablemente, se consideró una monstruosidad por parte de mi hermana que ella, más o menos sin preguntar, se casara con aquel hombre, sin conocerlo de verdad, porque que no lo conoce es evidente. Ella había dicho siempre sólo que nuestra, así llamada, tía del Titisee lo conocía y, de hecho, conocía perfectamente a su familia desde que nació. Pero eso no basta, naturalmente, había pensado yo exactamente igual que mi madre, que había pensado esos pensamientos todavía mucho más profundamente que yo, pero no había podido evitar aquella boda porque Caecilia se había obstinado, por primera vez en su vida se había plantado, como suele decirse, y había cometido un crimen contra nuestra madre, porque mi madre había calificado ese matrimonio desde el principio nada más que de crimen de Caecilia, cometido contra ella y nada más que contra ella, verdad es que nuestra madre sólo se había atrevido a pensar ese pensamiento en secreto y entre nosotros, para no perder la cara. Sus hijas, según había pensado ella, imaginándoselo también como un hecho indiscutible, debían estar toda la vida a su servicio en su proximidad inmediata, o sea en Wolfsegg, y su matrimonio quedaba completamente excluido. Hasta que la tía del Titisee se había impuesto con aquella idea absurda, así mi madre con mucha frecuencia, en contra de todo lo previsto. Pero ese matrimonio es contra Amalia, había pensado yo, porque mis hermanas, como me consta, se habían jurado siempre, aunque no expresamente, una fidelidad para toda la vida, lo que significaba simplemente que ninguna de las dos tomaría marido, porque tomar marido significaría como es natural su separación, que ahora se había producido a causa de aquel, como pensé otra vez, absolutamente curioso matrimonio que mi madre sólo calificó siempre, de la forma más pérfida, de enlace, una palabra que, hasta ese matrimonio, en Wolfsegg sólo se había pronunciado siempre con el mayor desprecio. El fabricante de tapones para botellas de vino, sin embargo, no decía nunca matrimonio sino siempre enlace, porque, por su región de Baden y por su ambiente, le parecía corriente y nunca penoso, como a todos los que no están familiarizados con nuestra ironía, pensé. Yo no lo considero un sinvergüenza ni un especulador, sino un zoquete que se esfuerza por conseguir lo que se llama algo más alto y mejor, como los que encontramos a miles por todas partes en la calle y nos convierten cualquier establecimiento y, en definitiva, cualquier reunión algo numerosa en un infierno insoportable. Para ser un sinvergüenza le faltaba astucia, lo mismo que para ser un especulador, es el honrado hombre ambicioso con sus complejos, me dije. La verdad es que hubiera podido obligarle a explicarse, me dije, no me habría sido difícil cortarle el paso, pero de eso no tenía ganas. Quizá tampoco quería enfrentarme con su lenguaje grotesco, pensé, con el alemán del suroeste, con la forma de hablar de Baden. La cordialidad badense, que conocí por varias estancias en la Selva Negra con mi tía del Titisee, siempre me ha disgustado, no encuentro en ella nada de agradable, lo mismo que tampoco en la llamada cordialidad vienesa, cuya diabólica estupidez me ha repelido siempre también, lo mismo que el concepto de cordialidad me ha irritado al menos siempre, pero la mayoría de las veces deprimido, porque la, así llamada, cordialidad no es otra cosa que un trato vulgar con la vida, un trato vulgar con la naturaleza humana, si queremos llevar la cosa al extremo, un tratamiento absolutamente abyecto de nuestra concepción del mundo. No puedo decir que el fabricante de tapones para botellas de vino se haya introducido subrepticiamente en Viena, porque al fin y al cabo mi hermana, de forma totalmente deliberada, lo ha llevado a Wolfsegg en contra de su madre, cometiendo con él contra ella un crimen capital. Un hombre que nunca ha oído hablar de Max Bruch, dijo mi madre una vez en la mesa, cuando se hablaba del fabricante de tapones para botellas de vino y nada más que del fabricante de tapones para botellas de vino, ella, que no tenía ni idea de música y para quien el concierto de violín de Max Bruch fue, durante toda su vida, el mayor embeleso musical, si he de decir la verdad, precisamente ella tuvo que dejar en ridículo a su futuro yerno más aún de lo que estaba, no sólo a causa de ella sino de todos nosotros, desacreditándolo precisamente con el dudoso nombre de Max Bruch, pensé. En Roma, ante mis amigos, no había dicho nada del fabricante de tapones para botellas de vino hasta que la boda fue más o menos segura, y entonces, por decirlo así, les había contado su historia al revés, a Zacchi, Gambetti, también a Maria, que no podían contener la risa ante mis descripciones. Sólo más tarde tuve conciencia de la bajeza con que había actuado al hacerlo, y de que no había hablado contra él, mi nuevo cuñado, sino en el fondo sólo contra mí, denunciándome a mí mismo. No había podido hablar en serio sobre mi cuñado, siempre sólo de esa forma irónico-amarga a la que recurro cuando no soporto lo serio. Pero son precisamente los hombres como el fabricante de tapones para botellas de vino los que siempre me han irritado, sacándome en definitiva de mis casillas, como suele decirse, porque, más que nadie, muestran la insoportable caricatura del ser humano, su deformación, su ridiculez vulgar, que no debe confundirse con la torpeza. Lo mismo que hay también una diferencia si tengo ante mí a un hombre sencillo o a un proletario, el uno es soportable, tranquilizador, el otro absolutamente insoportable, intranquilizador, caricaturesco, pensé. El proletario es el hombre de la industria, que no existía antes de la industrialización y el esclavo de la máquina que es envilecido ininterrumpidamente por la máquina y no puede defenderse contra ese envilecimiento, y al que la máquina vuelve innoble, mientras que el hombre sencillo, tal como yo lo entiendo, nunca se ha convertido en esclavo de la máquina, no se ha dejado envilecer por ella y, por consiguiente, tampoco destruir y aniquilar, pensé. El pequeñoburgués y el proletario son productos dignos de lástima, pero insoportables, del maquinismo, y nos espantamos al tenerlos delante, porque tenemos que pensar en lo que las máquinas y las oficinas han hecho de ellos. Las máquinas y las oficinas han destruido a una gran parte a la mayor parte de los hombres, pensé, el fabricante de tapones para botellas de vino ha sido destruido y aniquilado, hecho insoportable, por su oficina de tapones para botellas de vino y sus máquinas de fabricar tapones para botellas de vino, pensé mientras, aunque estaba ya en el primer piso, me había detenido al final de la escalera. No puedo saber qué impulsó a mi hermana a hacer precisamente de ese hombre el hombre de su vida. Por otra parte, sé que no encontró a nadie que se hubiera casado con ella, al fin y al cabo todos sus intentos, e hizo muchos de esos intentos, fracasaron, tuvieron que fracasar con una madre que siempre prohibió a sus hijas los hombres y, en general, el trato con los hombres, mis hermanas tenían ya unos treinta años y tenían que respetar esa prohibición materna, no se atrevían a infringirla porque temían que, en tal caso, su madre las echara y privara de sus derechos. Siempre se las amenazó con ser desheredadas si no cumplían las órdenes maternas, y por consiguiente las cumplían, porque nada temían más que verse desheredadas, ya que, por sí solas, se sentían realmente desvalidas, puedo decir sin miedo que sentían que no eran nada. Cuando Caecilia expresó una vez el deseo de ir a Salzburgo con un amigo, como dijo desgraciadamente, sólo por dos días, se le prohibió salir de casa siquiera durante una semana. A Amalia no le ocurrió otra cosa cuando tuvo deseos de hacer esas excursiones peligrosas, así mi madre. Pero cómo me voy a comportar ahora, en esta situación, con el fabricante de tapones para botellas de vino, pensé, oyendo al mismo tiempo las voces de los míos, los tres, aunque, allí de pie a la entrada, no comprendía de qué hablaban, indudablemente discutían algo que guardaba relación con los funerales, eso me resultó enseguida claro. ¿Cuál será la mejor forma de proceder?, me pregunté, ¿cómo portarme ya desde el principio al entrar en escena? Esas reflexiones no llevan la mayoría de las veces a nada, sólo lo hacen todo mucho más difícil, complican lo que, en definitiva, es al fin y al cabo muy sencillo, por complicadísimo, por embrolladísimo que parezca. Yo sabía que todo, como suele decirse, se desarrolla siempre solo y que es inútil pensar en ello en los casos que, en general, se califican de más difíciles, como por ejemplo el primer encuentro cuando, informados de alguna desgracia, como aquella de la que se trataba, volvemos a casa y los testigos o los primeramente afectados por la desgracia nos esperan ya. Sabemos que todo se desarrolla solo, pero nunca confiamos en ese hecho, lo pasamos siempre por alto y hacemos de nuestra cabeza un infierno. Si mis hermanas estuvieran solas, pensé, no tendría la menor dificultad, entonces haría ya tiempo que estaría con ellas, discutiendo sobre el futuro inmediato, pero el fabricante de tapones para botellas de vino me impedía esa espontaneidad natural de mi entrada. Se interpone ya en mi camino, pensé, me obstaculiza ya lo que me es natural, pensé. Ahora, una semana después de haberse celebrado, esa boda se revela ya como un error grande y grosero, pensé, es una cuña clavada entre Caecilia y Amalia, pensé, que las separara a las dos definitivamente, de una forma fundamental, no de la caprichosa que ha hecho que Amalia se instale por cierto tiempo en la Casa de los Jardineros, para castigar a Caecilia, por un tiempo ridículamente breve. Ahora está ahí el fabricante de tapones para botellas de vino, con ellas, discutiendo lo que, en realidad, sólo deberían discutir conmigo, pensé. Se entromete donde no se le ha perdido nada, posiblemente dirige ya Wolfsegg a su estilo, con su debilidad mental, con sus concepciones y puntos de vista pequeñoburgueses, que nunca pueden convertirse en percepciones. Apenas una semana después de la boda, se ha instalado ya en Wolfsegg, apoderándose de él, pensé, y me situé de forma que pudiera oír casi todo lo que hablaban los tres, en el fondo preocupado siempre únicamente por captar de repente algo sobre mí, lo que fuera, pero sólo los oí hablar del empleado de pompas fúnebres, que había estado ya tres veces y con el que no acababan. Que ya habían llegado ochenta coronas y cuarenta ramos. Que habían enviado grandes esquelas no sólo al Oberösterreichischen Nachrichten y a otros periódicos de la Alta Austria, sino también a los periódicos de Viena y Múnich, y pensaban si no deberían insertar una en el Frankfurter Allgemeinen. Hablan muy bajo para que nadie los oiga, pensé, pero yo oía todo, por primera vez había hecho el descubrimiento de que en el pasillo de fuera se oía también casi todo cuando se hablaba dentro absolutamente en voz baja, de la forma más baja, y eso me asustó, porque hasta entonces había creído siempre que fuera no se oía lo que se hablaba dentro. Ese descubrimiento es uno de los más importantes, pensé, me obliga a adoptar las máximas precauciones en lo que se refiere a mi propia forma de hablar en el llamado salón. Están seguros de que no los oyen, y se les entiende cada palabra, pensé. El fabricante de tapones para botellas de vino no decía todo el tiempo más que sí o no a las preguntas menos importantes, y mis hermanas llevaban la discusión, eso me tranquilizó un tanto. De pronto dijo, sin embargo, que el catafalco debía estar un poco más alto, lo que, como es natural, me hizo escuchar todavía más atentamente. El catafalco, dijo, estaba demasiado bajo, y los visitantes tenían las mayores dificultades para ver los cadáveres expuestos, lo que sólo podía evitarse poniendo nuevos tacos para levantar el catafalco. Discutieron un buen rato hasta que los tres se pusieron de acuerdo en poner nuevos tacos al catafalco. Luego hablaron de los jardineros, luego de los cazadores, luego de que habían reservado, para los invitados al duelo que se habían anunciado de todas partes, todas las habitaciones en todos los mesones, no sólo en el pueblo de abajo sino también en Ottnang, varias veces surgió el nombre de Gesswagner, el nombre del mesón en el que más me gustaba comer cuando me escapaba de la cocina de Wolfsegg. En Gesswagner tenían grandes habitaciones de camas antiguas, en las que todos los invitados alojados allí por nosotros, en las ocasiones más diversas, se habían sentido siempre bien, no en balde es ese mesón famoso, lo mismo que la carnicería que le pertenece. La palabra Gesswagner me recordó al instante que había pasado muchas horas felices en el mesón así llamado, en compañía de los de Ottnang, a los mineros, los campesinos, los carpinteros y peones camineros que lo frecuentan les debo haber avanzado ya muy pronto en mi forma de contemplar. En ningún otro mesón he conocido nunca un alborozo y una alegría tan perfectamente naturales, en ese sentido, la palabra Gesswagner es para mí una palabra mágica. Es el centro de Ottnang, pueblo que es conocido y famoso por sus habitantes alegres y francamente divertidos y por la mejor de todas las bandas de música, dejando aparte la de nuestro pueblo. Pero la palabra Gesswagner, naturalmente, sólo tiene ese sentido feliz para mí, que conozco sus connotaciones. De pronto empezaron a hablar de mí, no podían explicarse por qué, hasta entonces, no había dado señales de vida, cuando al fin y al cabo me habían enviado el telegrama inmediatamente después de conocer la desgracia. Ni una llamada, nada, dijo Amalia. En ese instante tuve que entrar. Puestos de pie, fueron incapaces de decir nada, yo abracé a mis hermanas y estreché la mano de mi cuñado. Sin decir nada más, bajé entonces con Caecilia a la Orangerie. Mi primera impresión de ellos fue que me respetaban como heredero universal de los fallecidos, no tenían otra opción, así reciben a alguien en quien ponen ahora todas sus esperanzas, había pensado, y un instante también que, ahora, estaban en mis manos, que dependían de mi ayuda, sobre todo que tenían que escucharme. Un instante, que no estaban ya en condiciones de existir sin mí, que contaban ahora con mi generosidad, todo con la certeza de que yo era el heredero natural de los difuntos, en torno al cual ellos, a los que la desgracia había dejado completamente desvalidos, se agrupaban ahora. El rebelde, el paria, el maldito, el odiado se había convertido de pronto, por decirlo así, en el único que decidía, en el mantenedor, en el salvador. En ese primer instante en que nos volvíamos a ver, lo apostaban todo por mí, exigían de mí que, más o menos obligado por la necesidad, olvidara de repente, para salvarlos, todo lo que me habían infligido, insoportablemente, ellos y los difuntos. Yo tenía indudablemente esa intención y se lo di a entender, no con palabras, sino sólo con mi comportamiento, que no puede explicarse más. Mi cuñado se veía totalmente empujado con ellas a la misma posición, y esperaba de mí que lo protegiera ahora con mis hermanas, incluyéndolo también enseguida, como es natural, en mis reflexiones sobre el porvenir. Pero lo mismo que ellos no podían saber qué iba a ocurrir, tampoco lo sabía yo, porque todavía no había reflexionado lo más mínimo sobre el hecho de que todo el complejo de Wolfsegg, con todos sus efectos exteriores e interiores, hubiera recaído sobre mí, ni el día anterior en Roma, ante aquel telegrama indudablemente chocante, ni hasta el momento de mi partida, que al fin y al cabo había estado ocupado totalmente por ella, sin dejarme tiempo para reflexionar sobre ese complejo de Wolfsegg futuro; en cualquier caso, no me había concedido tiempo para ello, no lo había querido, porque no quería, ya antes de que mis padres y mi hermano hubieran sido enterrados, dejarme agobiar y oprimir, por decirlo así después de ellos, por ese complejo de Wolfsegg, para eso, además, la noticia de la muerte de mis padres y de mi hermano había llegado a Roma demasiado inesperadamente, al fin y al cabo el choque, como ya he dicho, no sólo me había conmovido sino que, al contrario, me había dejado al principio en una disposición de ánimo incluso indiferente hacia aquella desgracia indudablemente espantosa, a la que no tenía fuerzas ni, por tanto, tampoco deseo de renunciar. Sólo había puesto las fotografías sobre el escritorio y, como puedo decir sin miedo, fantaseado sobre esas fotografías, para apartarme más o menos del horror, ese método había sido el mejor, como ahora veía, después del telegrama con la noticia de la muerte me había sentido más sereno que conmovido, como suele decirse, me había dominado totalmente y mi cabeza, como suele decirse, había permanecido clara, pero como es natural no había analizado en todos sus detalles y en todo su peso las consecuencias de aquella noticia de la muerte, porque quería protegerme, tenía que protegerme, no podía ni quería dejarme abrumar por el hecho de la muerte de mis padres y de mi hermano. Al ir hacia la Orangerie, Amalia había ido delante, yo había pensado que mis hermanas y mi cuñado dependían ahora totalmente de mí, que habían cambiado ya completamente hacia mí, por absoluta necesidad. De repente, después de la muerte de mis padres y de mi hermano mayor, yo interpretaba el papel, para ellos realmente siempre inimaginable, de mantenedor y alimentador. Pero, sin embargo, yo soy el mismo que antes, pensé, yo no he cambiado, yo no cambiaré, aunque ellos lo esperen ahora de mí, tienen que creer en ello para no desesperar enseguida y perder lo que tienen en las manos. La realidad es que, yendo hacia la Orangerie, por triste que, como es natural, fuera para mí también, pensé que pagaría su parte de la herencia a mis hermanas, que no tenía intención de dejar que siguieran en Wolfsegg, tampoco permitiré que Wolfsegg siga siendo administrado como antes, pero naturalmente no podía saber de qué otro modo, sólo que no seguiría como durante siglos había sido hasta entonces. Amalia, intencionadamente, quizá realmente como hija y hermana rota por la súbita muerte de sus padres y hermano, me había precedido hacia la Orangerie, vestida de negro, con un vestido de lana ceñido y el cabello recogido en un moño, tenía muy buen aspecto, como por cierto también Caecilia, según pensé, a la que el negro le sienta igualmente bien. Si por lo menos no anduvieran siempre por ahí con esos espantosos dirndl, pensé, si se vistieran de negro, resultarían más agradables, pensé. El cuñado, al lado de Caecilia, sólo me había hecho en el primer momento una impresión de absoluto desvalimiento, no era ya el recién casado, por una parte triunfador y por otra lleno de complejos, de una semana antes; la desgracia y sus repercusiones inmediatas no le permitían ocultar en lo más mínimo su insignificancia y su tontería, estaba allí delante de mí, con toda su deprimente falta de importancia. En lugar de sostener a Caecilia, como hubiera sido lo natural, era ella la que sostenía a su marido, por lo menos ésa fue mi impresión en el momento de entrar en el llamado salón, mirando primero a Caecilia y a su marido, y sólo después a Amalia, que me pareció todavía la más serena. Dijeron que lo habían dispuesto todo, yo no pude imaginarme qué quería decir eso, pero pensé que habían puesto en marcha todas las cosas necesarias que ahora había que hacer. Antes de que llegáramos a la Orangerie, Caecilia dijo que había enviado también un telegrama a Spadolini al mismo tiempo que a mí. A quién había que informar aún de la desgracia, aparte de los que habían sido ya informados, dependía de mí. Ella había considerado lógico enviar un telegrama a Spadolini. Ahora me resultaba también evidente que Caecilia sabía muy bien cómo había que clasificar la relación de nuestra madre con Spadolini. Mis hermanas habían estado siempre al corriente, pensé. El fabricante de tapones para botellas de vino me resulta ahora en general un estorbo, pensé al mismo tiempo, pero no puedo excluirlo, al contrario, tengo la impresión de que Caecilia lo va a empujar expresamente al primer plano, por decirlo así como protector suyo, pero ése no fue para mí un pensamiento molesto, porque, aunque fuera ahora mi cuñado, no temía al fabricante de tapones para botellas de vino, seguirá siendo un personaje marginal sin ninguna influencia, pensé. Demasiado evidentemente con el fin de situarlo en primer plano, Caecilia, cuando entré en el salón, se había colocado detrás de él, por decirlo así como detrás de un escudo. De todas formas, ya desde el primer momento me pareció ridículo, por no decir de mal gusto, no respondía a ningún impulso interno natural el que ella, cuando observó que yo entraba en el salón, se colocara, ya mientras se levantaba, detrás de su marido, era indigno de ella, pensé. Sin proseguir ese pensamiento, al fin y al cabo en aquel momento no era importante, pero sin embargo me había irritado, a pesar de toda mi comprensión por el trastorno en aquella situación. Mis hermanas se habían esforzado por mostrarse ante mí cambiadas, teniendo en cuenta la nueva situación en Wolfsegg, pero sólo habían conseguido a medias fingirme su cambio, porque no habían cambiado, eran las mismas de antes, sólo había pensado que habían cambiado, pero era un error por mi parte al que había cedido al principio, pero que sin embargo se había aclarado pronto ya en el instante en que dije que quería ver ahora a mis padres muertos, a mi hermano muerto. Antes de que llegáramos a la Orangerie, pensé aún que mis hermanas, probablemente, no iban a exigir de mí otra cosa que una abdicación total. Ahora, aunque las protejas lo mejor posible, tienes que estar alerta, porque si no te llevarás la peor parte, al fin y al cabo aprendieron con tu madre y saben explotar incluso una tragedia así para sus fines innobles. En aquel instante me horroricé de ese pensamiento mío, pero no lo había pensado sin razón y había sido absolutamente necesario. Los míos, también mis hermanas, nunca habían retrocedido ante nada si respondía a sus fines, por qué tenían que ser ahora distintas, me dije y, al mismo tiempo, qué grande y profunda debe de ser mi desconfianza hacia ellas para, en este instante, poder pensar así, y tuve horror de mí mismo. La desconfianza fue siempre la regla entre nosotros, cada uno por su cuenta la había desarrollado mucho más allá de lo normal, convirtiéndosela en una costumbre absolutamente necesaria contra todos y contra todo. Sin embargo, yo sólo sentía esa desconfianza en Wolfsegg y siempre sólo hacia los míos, normalmente no la sentía, en ningún otro lugar me trabajaba así, pensé, apenas estaba en Wolfsegg allí estaba, formaba parte de Wolfsegg, formaba parte de él como todas las demás, así llamadas, cualidades indeseables, que en el fondo son sólo un medio totalmente natural de afirmarse, de no hundirse. En Roma había pensado, me voy a encontrar con unas hermanas pusilánimes, que reaccionarán ante todo nerviosamente, pero, como pude comprobar, eran la tranquilidad misma, o bien me engañé y sólo vi su tranquilidad exterior, sin percibir su intranquilidad y nerviosismo interiores. En Roma había pensado, voy a llegar a una casa agitada, pero la casa no estaba agitada y pensé, cómo debe ser realmente de grande una desgracia para trastornar a los míos, para paralizarlos, pero no estaban trastornados, no estaban paralizados, no sólo habían conservado su flema, como suele decirse, sino que estaban totalmente despiertos cuando entré en el salón. Ni siquiera tuvieron la idea de preguntarme por qué había venido tan tarde de Roma, si en tren o en avión, era tan natural que yo estuviera allí ante ellos precisamente en aquel instante y no en otro. No me han hecho una sola pregunta, pensé, tampoco me han ofrecido nada, han exigido de mí inmediatamente que sea el que dirige, el que lo tiene ahora todo en sus manos y tiene que ser fuerte; el que yo, posiblemente, no estuviera en condiciones, por decirlo así, de asumir mi nuevo puesto, caído sobre mí de improviso, eso, por lo menos en apariencia, no se les había ocurrido. Al instante me lo han dejado todo a mí, pensé, aunque en este instante ellas saben más que yo, posiblemente han sido testigos de la desgracia, en cualquier caso las primeras que han sabido de ella, antes que yo, al fin y al cabo, al ir hacia la Orangerie, no sabía siquiera cómo había ocurrido, tenía reparo en preguntar cómo, no estaba en el estado de ánimo necesario para preguntarlo. Pero el accidente sólo puede haber sido un accidente de coche, pensé, a mis hermanas no se les ocurrió tampoco informarme sobre el tipo de accidente, lo habían evitado en los primeros minutos de mi regreso de Roma, ninguna había querido ser la primera en comunicarme la verdadera causa de la muerte de mis padres y mi hermano, como si estuvieran condenadas al silencio al respecto, de forma que se comportaban como si se hubieran puesto de acuerdo sobre ese punto delicado, sobre esa cuestión penosa realmente horrible; como ellas no hablaban, hablé yo, diciendo que me había sido imposible venir antes, aunque era mentira, pero, como pude ver, me creyeron, ellas conocen la situación en Italia, que es siempre caótica en lo que se refiere a los medios de transporte, los sindicatos se ocupan de que haya huelgas casi diarias y, por consiguiente, una situación diariamente caótica en toda Italia, eso lo saben ellas porque les he explicado a menudo esa situación caótica y la conocen también por sus periódicos; así pues, pude decir sin miedo que no había podido venir antes, porque ellas tuvieron que pensar inmediatamente en esa situación caótica y no en una mentira mía. Al fin y al cabo, la palabra Italia ha sido siempre para los míos la palabra para situación caótica, para el país de la situación caótica, y a menudo me han preguntado por qué me he asentado, por decirlo así, en Italia, donde sin embargo reina la situación más caótica desde hace decenios. A eso les había dicho que era precisamente esa situación caótica la que me había hecho hacer de Italia mi residencia, precisamente Roma, donde la situación caótica es mayor, las cosas imprevisibles, las cosas imposibles, como les había dicho siempre. Precisamente porque Italia es el país más caótico de Europa, probablemente el país más caótico del mundo entero, les dije, es mi residencia, Roma, el centro del caos, eso no lo comprendieron y yo no tuve ganas de darles más explicaciones sobre mis intereses allí. Una gran ciudad sola no me basta, les había dicho a menudo, tiene que ser una ciudad caótica, una urbe caótica, por decirlo así. Pero con esas ideas como, en general, con todas mis ideas, nunca supieron qué hacer. Pero no me han preguntado siquiera si quería tomar un té o un vaso de agua, pensé, aunque luego los había disculpado, teniendo en cuenta toda la situación, porque sin duda se pregunta a alguien que viene directamente de Roma a Wolfsegg, lo que, en cualquier caso, es muy cansado, si tiene hambre o sed, aunque ellos no me lo habían preguntado. Ellos estaban tomando café, pero no me habían ofrecido, hubiera debido servirme sencillamente una taza de café, pensé, pero no lo hice, porque en el fondo quería ir por el camino más rápido abajo, a la Orangerie, para ver a mis padres y Johannes muertos, no quería aplazar más aquella cosa terrible e inevitable. Realmente, Caecilia se asombró entonces, cuando estuvimos en la Orangerie, de que yo no diera la mano a los jardineros, no cambiara una sola palabra con ellos, porque al fin y al cabo no sabía que, por lo menos media hora antes, si es que no más tiempo antes, había hablado con los jardineros, hacía tiempo que los había saludado e incluso preguntado cómo estaban, sin embargo, le pareció extraño cómo me comportaba con los jardineros, ahora que habían traído otra vez grandes coronas de la Granja, allí estaban delante de la Orangerie para dejarnos pasar primero, a los señores, por decirlo así. Yo entré en la Orangerie, Caecilia se había quedado en la puerta. Me sorprendió enseguida que los cadáveres de mis padres y de mi hermano estuvieran expuestos de distinta forma, mi padre más alto que mi madre y Johannes, y que, lo mismo mi padre que mi hermano, tuvieran el féretro destapado, mientras que el féretro de mi madre estaba cerrado. Me volví hacia Caecilia, como si quisiera al instante, antes aún de acercarme a los féretros, una explicación de esa peculiaridad, pero luego pude explicarme por mí mismo la causa de aquella exposición desigual, el cadáver de mi madre estaba en un estado que hacía imposible exponerlo. Más tarde me dijeron que mi madre, como había supuesto, en el accidente de tráfico, como suele decirse, había quedado tan mutilada, hasta ser irreconocible, como escriben los periódicos y como Caecilia dijo entonces, que hubo que cerrar inmediatamente su féretro. Mi madre había resultado en el accidente más o menos decapitada, mientras que en mi padre no se podía ver nada en absoluto y tampoco en Johannes, los dos habían golpeado sólo contra el parabrisas y se habían roto el cuello de una misma forma fatal. A mi madre, una barra de hierro de aquel camión de Linz le había golpeado en la cabeza, de tal modo que su cabeza había quedado casi totalmente separada del tronco, precisamente allí, en el centro del coche, atrás, donde siempre se sentaba cuando viajaban los tres, la barra de hierro había penetrado en el interior del coche, golpeando mortalmente a mi madre. Ninguno de los tres había sufrido nada. Cuando, después de esa primera ojeada al féretro cerrado de mi madre, me volví, vi que Caecilia tenía lágrimas en los ojos. Detrás de ella estaban los jardineros. Me quedé dos o tres minutos delante de los muertos, y luego me di la vuelta y salí de la Orangerie. De pie ante los cadáveres, había respirado exactamente el olor característico de los cadáveres expuestos y, para evitar las náuseas, había preferido salir de la Orangerie, también había tenido la impresión de que era mejor no seguir de pie ante aquellos cadáveres, que conmigo, eso pensé mientras estaba allí delante, nada tenían que ver. Su vista me asqueaba, estaba muy lejos de sentirme conmovido, como suele decirse, de sentir nada que no fuera asco y horror. Mis vínculos eran con mis padres vivos y con mi hermano vivo, pero no con aquellos cadáveres pestilentes, pensé. Me guardé naturalmente de revelar mis sentimientos a mis hermanas o a nadie, como es natural. Los rostros descubiertos de mi padre y de mi hermano no los reconocía siquiera como tales, estaban tan cambiados como si fueran extraños que no tuvieran nada que ver con mi padre y mi hermano. Vámonos, le había dicho a Caecilia delante de la Orangerie. Volvimos al edificio principal. En ese camino me irritó que la bandera negra que colgaba impúdicamente del balcón central no cayera exactamente desde el centro del balcón, y se lo hice notar a mi hermana, yo siempre había aborrecido esa clase de imprecisiones. A mi llegada antes, cuando, todavía solo e inadvertido, había mirado el edificio principal desde la puerta del muro, no había descubierto aún ese hecho, ahora me molestaba más que cualquier otra cosa en aquel instante. Mi hermana hizo un gesto a uno de los jardineros y él se acercó, y ella le dijo que colocara la bandera exactamente en el centro del balcón, que no era tan difícil. Mi hermana dijo sólo que había habido que hacerlo todo tan deprisa, lo que sonó a excusa en relación con la bandera negra, que el jardinero colocó enseguida en el centro del balcón, como vi desde abajo, yo le dirigí desde allí, diciéndole dónde estaba exactamente el centro del balcón del que tenía que colgar la bandera. Con ese motivo descubrí en mí un creciente nerviosismo, que sin embargo traté de reprimir diciendo a mi hermana Caecilia lo bien que le sentaba el vestido negro que llevaba en aquel momento, el negro es lo que mejor te sienta, le dije, no lo dije con mala intención pero ella, naturalmente, lo entendió así, no me consideraba capaz de un comentario razonable, sin malicia, y creyó enseguida que era algo infame, de forma que no respondió a mi cumplido. No, le dije, sinceramente, ese vestido negro te sienta estupendamente. Ella no se convenció. Levantó la vista hacia las palomas, que estaban posadas en los alféizares de las ventanas, y aquel año habían ensuciado ya de tal forma todos los alféizares que éstos hacían una impresión repugnante. Las palomas eran un gran problema en Wolfsegg, año tras año se posaban sobre los edificios, ensuciándolos y echándolos a perder. Siempre he aborrecido a las palomas. Levantando la vista hacia las palomas de los alféizares, le dije a Caecilia que tenía ganas de envenenar a todas las palomas, echaban a perder los edificios, olían mal y, además, no había casi nada que me resultara tan repugnante como su arrullo. Ya de niño había aborrecido el arrullo de las palomas. El problema de las palomas era realmente un problema de siglos que nunca se había resuelto, sólo se había hablado y maldecido de él, pero sin llegar nunca a una solución. Siempre he aborrecido a las palomas, le dije a Caecilia, y comencé a contar una a una las palomas, en un solo alféizar había trece, muy apretadas en medio de su propia porquería. Las muchachas deberían al menos limpiar la porquería de las palomas de los alféizares, le dije a Caecilia, y me maravillé de que no hubieran limpiado ya esa porquería de las palomas antes de la boda. Lo habían limpiado todo pero, evidentemente, no los alféizares de la porquería de las palomas. Una semana antes no me había dado cuenta. Caecilia no dijo nada a mis observaciones sobre las palomas. Los jardineros habían dejado a unos vagabundos pasar la noche en la Villa de los Niños, me dijo entonces tras una pausa bastante larga, en la que yo había tenido de repente la idea atormentadora de si había dado a Gambetti los libros acertados, si no hubiera sido provechoso darle también la Effi Briest de Fontane, y los vagabundos habían hecho una hoguera y, como consecuencia, había ardido la habitación de la planta baja en que habían pernoctado los vagabundos. Sin embargo, los jardineros habían podido extinguir el fuego, los vagabundos habían desaparecido poco antes de declararse el incendio, adónde, no lo sabía nadie, pero al fin y al cabo era indiferente, porque de todas maneras no se los encontraría ya, la habitación quemada era aquella en que habíamos guardado las marionetas de nuestra infancia, todas aquellas marionetas se habían quemado, dijo Caecilia. Al mismo tiempo miraba por encima del pueblo la montaña. Precisamente las marionetas de nuestra infancia, pensé, precisamente ellas, sin poder decir nada ante ese incidente. Que hubieran sido vagabundos los que habían pernoctado en la Villa de los Niños, causando el incendio, me impresionó de forma más bien agradable, porque no hubiera pensado que había todavía vagabundos, pensaba que se habían extinguido hacía tiempo. Y pensé que, naturalmente, eran los jardineros los que habían dejado a esos vagabundos pasar la noche en la Villa de los Niños. Caecilia esperaba ahora probablemente que yo dijera algo contra los jardineros, pero, muy al contrario, con gran sorpresa por su parte, elogié entonces a los jardineros muy especialmente, que eran los más fieles, dije, los más dignos de confianza, los más naturales, los que más me gustaban. Precisamente porque Caecilia esperaba entonces de mí algo contra los jardineros, hablé bien de ellos, los elogié, como yo mismo me di cuenta, sin que viniera a cuento en absoluto. Haré restaurar la Villa de los Niños, dije de pronto, y esa manifestación, según creía, totalmente anodina, tuvo un efecto de choque sobre Caecilia, levantó la vista hacia mí y me miró directamente a los ojos. Realmente, con aquella declaración me había convertido en Señor de Wolfsegg, porque había dicho literalmente, haré restaurar la Villa de los Niños, nunca había dicho antes que haría restaurar nada en Wolfsegg porque hasta ese día no había tenido ningún derecho a ello, al contrario, allí se me había privado siempre de todo derecho, había estado privado de derechos desde hacía decenios, nunca había disfrutado, desde el principio, del menor derecho sobre Wolfsegg, ésa es la verdad. La Villa de los Niños es una joya, dije, hay que reponerla al estado en que estaba en otro tiempo, exactamente como en los antiguos grabados, dije. Y tuve la idea de comenzar la restauración de la Villa de los Niños en el plazo más breve, tenía las mayores ganas de hacerlo. También la Granja debe reponerse a su estado original, dije, la Granja está completamente abandonada. Cuando tenemos tanto dinero, dije, Caecilia guardaba silencio y me dejaba hablar. Ése era su antiguo método, dejarme hablar hasta que yo había hablado mucho más de lo que me convenía, más de lo que hubiera sido inteligente, hasta que había parloteado excesivamente, y entonces ella triunfaba. También esa vez hablé demasiado, traicionándome. Haré venir también a mi restaurador de Viena, para que haga el inventario de nuestros cuadros y determine su valor, dije. Apenas había dicho eso, me resultó penoso, e intenté desviar la atención. No había creído, dije, que volvería tan deprisa a Wolfsegg. No quería volver en mucho tiempo, dije. Roma es para mí lo ideal. No puedo vivir en ninguna otra ciudad, y en el campo mucho menos. Wolfsegg no se plantea ya para mí, dije. Quizá no hubiera debido hacer tampoco esa observación, pensé. La Villa de los Niños es mi edificio preferido, dije. ¿Te acuerdas aún de cuando representamos Confucio, que nosotros mismos habíamos imaginado y escrito? No sabíamos en absoluto qué o quién era Confucio, pero la palabra Confucio nos inspiró una obra de teatro. ¿Adónde han ido a parar, por cierto, aquellas obras de teatro que escribimos?, le pregunté a Caecilia. Ella no lo sabía. Deberían estar en el desván de la Villa de los Niños, dije. La última vez las vi en el desván de la Villa de los Niños. Para Confucio pintaste tu decorado más bonito, dije. Y Amalia fue una espléndida Confucia. Hay que abrir las bibliotecas, dije. Todos esos libros tienen que salir al aire puro. Ni siquiera sabemos de qué tesoros se trata, sin ventilar, polvorientos, dije. Poco a poco Wolfsegg tiene que ser otra vez un Wolfsegg vivo, tal como me lo imagino, dije. Caecilia guardaba silencio. Durante decenios mis padres lo han tenido todo cerrado, dije. Volví a mirar a los jardineros, dos cazadores entraron por la puerta del muro, me vieron y me saludaron desde lejos. Sólo la caza, siempre sólo la caza, dije y pensé, ahora estoy todavía más solo que antes. Las palomas se arrullaban de tal forma que otra vez levanté la vista hacia las ventanas, sobre todo las del piso de arriba. Cuando va a llover se arrullan siempre de una forma especialmente aborrecible, dije. Por cierto, mi discípulo Gambetti, dije, aborrece también a las palomas. Roma está llena de palomas, aniquilan en Roma todo lo que es hermoso, toda la arquitectura. Hay que diezmar a las palomas, dije, aunque al instante me resultó penoso haber pronunciado la palabra diezmar. Uno de los jardineros se acercó a nosotros y me preguntó si había que alzar con tacos realmente el féretro cerrado. Sí, dijo mi hermana, aunque el jardinero me había preguntado expresamente a mí. Él se fue a calzar con tacos, con un compañero, el féretro de mi madre. Lo mejor que hay en Wolfsegg son los jardineros, le dije a Caecilia. Ella hizo como si no me hubiera oído. El accidente se produjo, como suele decirse, el miércoles. En la cocina había un montón de periódicos abiertos que se habían procurado las chicas de la cocina, yo había entrado en la cocina para tomarme al menos un café del llamado de la casa, y mi vista había caído inmediatamente en el montón de periódicos de la mesita de cocina situada junto a la ventana. Aunque al principio me resistí a hacerlo, no había podido luego dominarme y me había sentado en el taburete para echar una ojeada a los periódicos. De la misma forma repulsiva y abyecta que siempre, los periódicos informaban ahora de nuestra desgracia con la desvergüenza y, al mismo tiempo, la precisión en todos los detalles que son características de nuestros periódicos, la brutalidad con que trataban nuestra desgracia, para causar sensación, era la cruel, así llamada, impasibilidad, que al leer sobre otras desgracias siempre he temido pero, al mismo tiempo, admirado siempre, la que, en esos casos, se difunde y es devorada ansiosamente por los lectores, y no me excluyo, porque siempre he sido uno de esos ávidos lectores de periódicos, en lo que al sensacionalismo primitivo se refiere, ya de niño, lo mismo que hoy; pero, aquella vez, las noticias sobre nuestra desgracia provocaron enseguida, como es natural, mi asco. Mis padres habían ido con Johannes a Steyr para examinar, en casa de un vendedor de máquinas agrícolas allí establecido, el nuevo modelo de una trilladora americana, como todas las máquinas agrícolas de Wolfsegg, también la trilladora deseada tenía que ser una McCormick. Mis padres, a quienes llevaba en su coche Johannes, pasaron toda la tarde en Steyr, visitando amigos y haciendo compras, Steyr es bueno para las compras, y hacia el atardecer fueron a Linz, para asistir en la llamada Brucknerhaus, a orillas del Danubio, una de las llamadas casas de la cultura que hay, a un concierto de obras de Bruckner, dirigido por Eugen Jochum. Después del concierto, llevando el coche mi padre, volvieron enseguida a Wolfsegg y allí, poco después de Wels, en la nacional I, donde la carretera se bifurca hacia Gaspoltshofen, en el cruce mismo, tuvieron el accidente. Cómo se produjo exactamente el accidente no lo saben siquiera los periódicos, que no han ahorrado fotos horrorosas. Incluso publicaron una grande, en la que aparece el tronco sin cabeza de mi madre, contemplé la foto bastante rato, continuamente con miedo, como es natural, de que alguien entrara en la cocina y me descubriera haciéndolo. Me bebí el llamado café de la casa que, como había estado sobre el fogón encendido, estaba aún caliente, y fui abriendo un periódico tras otro, todas las primeras páginas mostraban ya al menos una foto del accidente, y los titulares eran exactamente de la bajeza y la abyección que los periódicos de provincias han mostrado siempre. Porque al fin y al cabo no tienen ningún motivo para temer por su nivel, ya que precisamente es eso lo que los distingue ante sus lectores, el no tener absolutamente ningún nivel, eso garantiza al fin y al cabo sus tiradas, que son muy grandes y producen a sus editores muchísimo dinero. Pude sentir entonces la absoluta abyección e igualmente abyecta falta de inhibiciones de esos periodicuchos de provincias, por decirlo así no sólo en mi propia carne, sino en mi propia cabeza y cuanto más, sentado en el taburete, hojeaba y leía esos periodicuchos de provincias, tanto más repulsivos me resultaban. Cada periódico creía que tenía que superar ampliamente a los otros en su abyección. Extinción de una familia, y debajo, Tres aficionados a los conciertos, mutilados hasta quedar irreconocibles, decía uno de los titulares. Reportaje detallado en páginas interiores, leí y busqué enseguida ese reportaje. Actuaba con la mayor desvergüenza imaginable, tengo que decir, hojeando continuamente el periódico que anunciaba el reportaje en su primera página y mirando a la puerta de la cocina, con miedo de ser descubierto en mi crimen, indudablemente repulsivo, no debo sumergirme totalmente en esas noticias sobre el accidente, me dije, porque si no, probablemente no me daré cuenta de si alguien entra en la cocina y me descubrirá. Así leí, por primera vez me temblaban las manos, aproximadamente todo lo que los periódicos habían publicado sobre los míos y, mientras leía, tuve la impresión de que los periódicos escriben desde luego con la mayor mendacidad, pero sin embargo también la verdad, escriben con la mayor bajeza imaginable, pero al mismo tiempo también nada más que los hechos, que desde luego mutilan en esas noticias hasta que quedan irreconocibles, como ellos mismos escriben del cadáver de mi madre, pero que al mismo tiempo no son más que auténticos. Por mentiroso que sea lo que dicen los periódicos, me dije también durante esa lectura, es verdadero en realidad, al fin y al cabo los periódicos escriben, cuando escriben mendazmente, nada más que la verdad y, cuanto más mendazmente escriben, tanto más verdad es. Esa comprobación tengo que hacerla siempre al leer periódicos, que los periódicos no son más que mentirosos, pero al mismo tiempo no escriben más que la verdad, a ese absurdo no he podido escapar nunca cuando leo periódicos, ni tampoco entonces al leer las noticias sobre la desgracia que nos afectaba, indudablemente una de las más horribles en la historia del tráfico de la Alta Austria. En una de las fotos se veía la cabeza de mi madre, todavía unida al tronco sentado en el coche, por un delgado colgajo de carne y debajo el periódico escribía: La cabeza separada del tronco. Como es natural, el accidente había dado también a los periódicos la posibilidad de escribir algo sobre Wolfsegg, tonterías, como cabe imaginar. Sobre mis padres escribían que eran una pareja felizmente casada, que había dedicado su vida al trabajo y el bien común, a mi hermano lo calificaban de uno de los mejores cazadores del país, mi padre era una vez un propietario forestal conocido por su perspicacia, otra un consejero económico reputado y una tercera el cazador estimado, el abnegado Presidente de la Federación de Agricultores de la Alta Austria. Un periódico publicaba la foto que muestra a Johannes en su velero en Sankt Wolfgang, escribiendo debajo, Una imagen de tiempos felices; no sé cómo llegó esa foto a la mesa de la redacción del periódico, me resulta inexplicable. El Linzer Volkszeitung había impreso en rojo el titular Dos generaciones extinguidas. En ningún artículo faltaba la indicación de que se trataba de una familia cristiana, en el caso de nuestra familia, de un benefactor de la Iglesia, en el de mi padre, y de una buena esposa, en el de mi madre. Los sobreviven un hijo que vive en Roma, donde trabaja como investigador, y sus dos hermanas, escribía el Linzer Volkszeitung. El sepelio tendrá lugar en la tarde del sábado, leí. Wolfsegg ha perdido su cabeza, leí. La viga de hierro atravesó el coche de parte a parte, como puede verse claramente, separando la cabeza de mi madre del tronco y estrellándose contra la ventanilla de atrás del coche, los tres, mi padre, Johannes y también mi madre, permanecieron en sus asientos. El coche se precipitó con todo impulso contra el camión que, según se supone, frenó de pronto en la desviación hacia Gaspoltshofen. El cargamento de vigas iba destinado a una empresa de Schwanenstadt. Los periódicos hablaban de la culpa del conductor del camión, de la que sin embargo no respondería judicialmente, porque siempre es culpable el que choca contra otro vehículo. La población compartía hondamente la desgracia, leí. La bendición será dada por el arzobispo de Salzburgo, amigo de la familia, leí. El arzobispo de Salzburgo fue con mi padre al colegio, los dos estuvieron internos en el Instituto de Lambach. Todo un pueblo de luto, leí. Oí pasos en el pasillo y me levanté. Volví a poner los periódicos en la mesa, tal como los había encontrado, y sobre los periódicos las gafas de la cocinera. La cocina es una gran sala abovedada, de niños fue durante años el sitio en que preferíamos estar, sobre todo en invierno, porque en la cocina, incluso en la estación del año más fría, hacía siempre calor, a diferencia del resto de la casa, donde la calefacción era siempre muy mala. Y la cocina fue siempre también para los niños el lugar más entretenido, hasta los cinco o los seis años, hasta que conocí bien a los jardineros y me hice amigo de ellos, y Johannes a los cazadores, por los que se decidió. La cocinera está con nosotros desde hace decenios. Me llamó al instante Señor; para ella, ese apelativo pasó de forma totalmente natural de mi padre a mí. Ese apelativo había estado destinado a mi hermano, ahora era yo quien tenía que llevarlo. Todavía no tenía conciencia yo de lo que ese título significaba para mí, en todo su alcance. Que si el Señor quería tomar un café, me preguntó la cocinera, y yo le dije que acababa de tomar del café de la casa. Que si el Señor quería leer los periódicos, me preguntó en el mismo tono. No, dije, me había refugiado inmediatamente en la mentira, aunque al mismo tiempo pensé, la cocinera sabe sin duda que entretanto he leído sus periódicos, que me he precipitado ansiosamente sobre ellos, otra vez dije, no, gracias, lo dije de una forma totalmente increíble. Las llamadas gentes sencillas tienen, como queda dicho, buen oído para el tono falso, para el uso mendaz del lenguaje. No sabía aún cuántos invitados vendrían a los funerales, dijo la cocinera, eso le daba quebraderos de cabeza, pero probablemente el Señor tampoco lo sabría. Dije que no lo sabía, no sabía prácticamente nada, acababa de llegar, de Roma. Sí, de Roma, dijo la cocinera. Entretanto se me ha olvidado cómo hablar con las gentes sencillas, sostener una conversación con ellas, pensé, eso me deprimió, se me ha olvidado, he olvidado en Roma el contacto con las gentes sencillas, pensé. Antes me hubiera resultado fácil hablar con la cocinera, preguntarle algo, escuchar su respuesta y volver a preguntarle otra cosa y así sucesivamente. De repente no tenía ya esa capacidad. Con los jardineros había tenido suerte, entonces había conseguido sostener una corta conversación con ellos de la forma más natural, con la cocinera fracasé, probablemente porque todo el tiempo pensaba, sabe que me he precipitado ansiosamente sobre los periódicos, lo que por lo menos ha debido de encontrar inconveniente, que me ha descubierto haciendo algo abyecto, me ha sorprendido en una bajeza, por otra parte pensé que era de lo más natural, en una situación así, totalmente dominada por el espanto, estar uno mismo espantado y agitado y no ser capaz de las cosas normales más sencillas, como hablar con la cocinera de la forma más sencilla; la verdad es que, por ello, yo no me hacía ningún reproche ni tampoco me asombraba, pero encontraba humillante haber sido descubierto por la cocinera en una bajeza, como si hubiera cometido un crimen estaba ante la cocinera, que entretanto había notado que sus gafas no estaban ya en el montón de periódicos como las había puesto ella, es posible que me lo imagine, pero yo creía que ella sabía que yo había revuelto el montón de periódicos, devorando ansiosamente todo lo que había sobre el accidente en ellos, con la voracidad que tengo siempre cuando se trata de periódicos, aunque esa voracidad se ha amortiguado ya, no es tan grande como antes, pensé. La cocinera ve que soy innoble y abyecto, pensé, me lo nota, utiliza esa certeza contra mí, pensé, al contemplarme tan inquisitivamente, lo que en una persona, así llamada, sencilla, y por añadidura mujer, pensé, es insólito. Al hacerlo, ella escondía las manos a la espalda, como si estuviera atándose la cinta del delantal, pero sólo fingía hacerlo por desconcierto, al ser descubierta por su parte en una falta de respeto, en una falta de respeto que no es propia de ella en absoluto, según pensé, por su parte, ella muestra su abyección, pensé, su bajeza, al mirarme inquisitivamente. No hay que mirar así al Señor, pensé, pero cómo se me ocurre eso. Por otra parte, yo sabía que estaba en una situación mucho más penosa, porque mi bajeza había sido la primera, la suya, al fin y al cabo, sólo una reacción a la mía, mi desvergüenza en absoluto comparable a la suya, su desvergüenza es ridícula, pensé, comparada con la mía, que es fundamental, porque no hubiera debido permitirme mirar los periódicos, imponerme de su contenido, aunque entonces eso hubiera sido una falsificación de mi carácter, que exigía ese rápido hojear los periódicos. La cocinera miró el montón de periódicos de tal modo, que tuve la sensación de que me había descubierto, de eso no hay duda. Por un instante la aborrecí. Luego vi, sin embargo, que ella tenía miedo de mí, lo que me hizo adoptar hacia ella al instante otra actitud, no una de aborrecimiento directo, porque indudablemente ella había podido leer en mi rostro que yo me sentía culpable y pensaba que ella me había calado. Sin embargo, hubiera sido una tontería imperdonable tener miedo de una persona como la cocinera, ni por un instante, de alguien que, al fin y al cabo, depende de mí y, en definitiva, es tonta de la forma menos peligrosa. Si he de ser sincero, no me gustan esos rostros de aldeano hinchados y rosados, en los que la tontería, por decirlo así, se concentra. En el fondo siempre los he aborrecido, aunque eso sea injusto, porque precisamente en esos rostros de aldeano rosados e hinchados se encuentra también la bondad, como en ningún otro. Pero precisamente esa bondad me ha resultado siempre sospechosa, como en general la idea de bondad, con la que no sé qué hacer y que en el fondo me repele. La cocinera me conoce ya desde niño, pensé, no tengo que fingirle nada, no puedo fingirle nada, por qué me excito tanto por ella, pensé. Ella me conoce perfectamente. Pero naturalmente, pensé, también a ese respecto me equivoco, porque qué sabe esa cocinera sobre qué y quién soy, es ridículo hacerse ideas siquiera sobre la relación de la cocinera conmigo. No, dije, no quiero más café, lo había dicho de mal humor, y salí de la cocina. Caecilia vino a mi encuentro, detrás de ella Amalia, y detrás de Amalia el fabricante de tapones para botellas de vino, mi cuñado. A tu cuñado y a la palabra cuñado tendrás que acostumbrarte, pensé. Los tres estaban de repente ante mí, como si quisieran acusarme. No sabía cómo había tenido esa idea absurda, pero, pensé, de pronto están ante mí como acusadores, porque van a acusarme quién sabe por qué razón, posiblemente por todas las razones. Pero Caecilia dijo sólo que querían ir al otro lado, a la Granja, allí tenían que discutir con los cazadores que debían cargar al hombro los féretros y llevarlos durante el entierro, había que discutir quién llevaría qué féretro y así sucesivamente. Como sólo se hablaba de los cazadores para llevar los féretros, yo dije que, naturalmente, también los jardineros tenían que llevar los féretros, me irritaba tener que hablar continuamente de féretros, eso era lo insólito de toda la conversación, una y otra vez decíamos féretros, cuando lo normal es hablar sólo de un féretro en esas ocasiones. Los cazadores no son capaces al fin y al cabo de llevar todos los féretros, dije. Los cazadores y los jardineros llevarán los féretros, dije, dos de los féretros serán llevados por los cazadores, y un féretro por los jardineros. El féretro de mi padre lo llevarán los cazadores, naturalmente también el féretro de mi madre, dije, los jardineros llevarán a Johannes. Durante esa conversación sobre quién llevaría los féretros, Caecilia y Amalia habían apartado al fabricante de tapones para botellas de vino; de repente había quedado en segundo plano y no había podido decir nada. Es lógico, dije, que el féretro de nuestra madre lo lleven los cazadores, y al decirlo pensaba en la relación que había tenido mi madre con los cazadores, y que nuestro padre sea llevado por los cazadores es también evidente, porque él era su cazador y también, durante decenios, montero mayor del país, como suele decirse. Ese título se lo dieron en la época nazi y lo conservó hasta dos decenios después de la época nazi. Primero llevarán los cazadores a nuestro padre y nuestra madre, y detrás llevarán los jardineros a Johannes, es muy sencillo, dije. Mis hermanas se aferraban ahora a mí de repente como lapas. Lo descargaban todo sobre mí, me pareció como si hiciera ya tiempo que hubieran descargado todo Wolfsegg sobre mí. Cuando las veía a las dos juntas con sus vestidos negros, me producían la misma impresión cómica, y al mismo tiempo repulsiva, que con sus dirndl de mal gusto. Lo burlón había desaparecido de sus rostros, lo amargo había quedado, de repente tenían unos rostros grisáceos totalmente enfermizos, que como es natural, a causa de los vestidos negros que mis hermanas llevaban, resultaban todavía más deprimentes. Cuando una hablaba, la otra no podía esperar para hablar también, una le cortaba la palabra a la otra, como si allí no hubiera cambiado nada. Se habían peinado el cabello hacia atrás de la misma forma, vi que llevaban los mismos zapatos. Amalia, que había vuelto de la Casa de los Jardineros, pensé, era otra vez por completo la hermana de Caecilia, conjurada con ella. Pero ya no contra mí, sino de pronto por mí, según sentí, pero precisamente eso me repelía, su oportunismo desvergonzado que, con la muerte de mis padres y de mi hermano, se había proyectado totalmente sobre mí. Las hermanas para quienes he sido durante decenios el monstruo, el rebelde innoble, se aferran ahora a mí, interpretando la comedia del desamparo. Sin embargo, no debía ir demasiado lejos en ese sentimiento y en ese pensamiento, para no perder el dominio, pensé, me portaré con mucha tranquilidad. Poco a poco querían informarme de la forma de producirse el accidente, cuando ya estaba informado por los periódicos, una cortaba continuamente con sus palabras las palabras de la otra, y mi cuñado no tenía la menor posibilidad de decir nada. Las dejé hablar, comprobando al hacerlo que relataban el accidente de forma muy distinta que los periódicos, por decirlo así, cada uno relataba su accidente, cómo lo ve él, cómo lo ven los periódicos es al fin y al cabo a su vez muy distinto de cómo lo ven mis hermanas y de cómo lo ve probablemente mi cuñado, sobre un mismo accidente no relatan todos en absoluto lo mismo, cada uno relata a su modo un accidente distinto, cuando, sin embargo, se trata del mismo accidente, siempre de una forma distinta, de modo que, en definitiva, se trata de tantos accidentes como personas lo relatan. Cada uno relata el accidente tal como lo ve por sus impresiones y se trata siempre, desde luego, del mismo accidente, pero también, sin embargo, de un accidente distinto, pensé. Caecilia relataba un accidente muy distinto del de Amalia, Amalia interrumpía continuamente el relato de Caecilia, y a la inversa, Caecilia el relato de Amalia. Mi cuñado no tenía nada que decir. Mientras que Amalia hablaba siempre de una barra de hierro que había separado del tronco la cabeza de nuestra madre, Caecilia hablaba siempre de una viga que había atravesado la cabeza de nuestra madre. Yo no decía nada, porque no quería revelar que conocía ya todos los relatos de los periódicos, y que había leído en la cocina todos esos relatos de los periódicos no debía descubrirlo en ningún caso, no tenía la intención de quedar lo peor posible precisamente ya el primer día. De forma que mis hermanas creyeron que no sabía del accidente prácticamente nada, y dieron rienda suelta a su charla, a su estilo, soltándolo todo con voz muy alta y de forma totalmente indisciplinada. La gendarmería de Lambach era la que primero se lo había comunicado. En aquel momento estaban a punto de acostarse. En lugar de irse a la cama, tuvieron que emprender el camino de Lambach e identificar los cadáveres, como lo expresó Amalia. El coche estaba completamente destrozado, en la oscuridad que reinaba en el lugar del accidente, y tuvieron que, bajo las lámparas de los gendarmes, obligadas por ellos, meter la cabeza en el interior del coche, totalmente destruido, para identificar sin lugar a dudas a los tres muertos. Durante ese relato, no me había sido difícil pensar que el carácter de mi hermana era todavía mucho más abyecto que el mío. Su nerviosismo durante el relato no había podido ocultar su sangre fría. Había sido risible, como dijeron las dos casi al mismo tiempo, que nuestros padres y Johannes fueran transportados al principio en una ambulancia de Wels, cuando hacía tiempo que estaban muertos. La gendarmería se había portado bien. Naturalmente, el accidente había causado sobre el terreno una gran sensación, y muchos campesinos del entorno habían acudido. Algunos en camisón apenas abotonado, así Amalia. Que también mi cuñado estaba con ellas no lo mencionaron en absoluto al principio, aunque había sido quien las llevó en su coche al lugar del accidente. Aunque tuvieron que cumplir enseguida todas las formalidades imaginables, se vieron condenadas luego a una inactividad completa hasta la tarde siguiente. Amalia fue primero a Correos para enviarme el telegrama. Al fin y al cabo, hubieran podido también telefonearme, pero se evitaron ese horror enviando el telegrama, lo que comprendo. A mi cuñado lo habían enviado luego a la Granja, para buscar las banderas de luto, y fue él también quien había colgado la primera bandera, dejándola caer desde el balcón. Al principio hubo un terrible silencio, dijo Caecilia. Amalia fue primero a ver a los cazadores y les informó del accidente, ellos se habían preguntado ya dónde estaría el coche con el que los señores habían ido la tarde anterior a Steyr. Caecilia avisó a los jardineros. Caecilia le había dicho a Amalia que, al mismo tiempo que a mí, enviara también un telegrama a Spadolini, el texto del telegrama a Spadolini decía: Madre fallecida. Caecilia. Amalia. Contaban sin falta con que Spadolini asistiría a los funerales. Incluso habían tenido al principio la idea de hacer que el propio Spadolini oficiara el funeral, el arzobispo Spadolini, pero luego, sin embargo, estaban seguras al respecto de mi conformidad, se habían decidido por el arzobispo de Salzburgo, por sus buenas razones, así Amalia. También la llamada bendición la impartiría el arzobispo de Salzburgo. Spadolini se mantendría sin duda en segundo plano, dijeron. Por otra parte, pensaban que rehusar a su madre Spadolini para oficiar la misa e impartir la bendición haría pesar sobre ellas una culpa irreparable, pero ese pensamiento, al fin y al cabo expresado ante mí, era un pensamiento hipócrita, como comprendí enseguida. Era verdad, realmente era oportuno hacer que el arzobispo de Salzburgo oficiara la misa de difuntos e impartiera la bendición, pero pude contenerme y no decir a mis hermanas que era lógico que Spadolini oficiara la misa e impartiera la bendición, me guardé para mí la falta de delicadeza de decir que el amante de nuestra madre debía oficiar la misa e impartir la bendición sin falta. No debía, con una declaración tan impertinente, hacerme culpable para toda la vida, de manera que les dije a mis hermanas que la cosa quedaría así y el arzobispo de Salzburgo oficiaría la misa de difuntos e impartiría la bendición, al fin y al cabo ellas lo habían decidido ya hacía tiempo sin mí y no había por qué cambiarlo. Con esa claudicación y dándoles mi asentimiento conseguía una ventaja, y dije además que, al fin y al cabo, además del arzobispo de Salzburgo y Spadolini vendrían al entierro, sin duda, por lo menos otros tres obispos, concretamente el de Linz, de quien mi padre era tan amigo como de los otros dos, los de Innsbruck y Sankt Pölten. Con esos obispos fue también mi padre al colegio y el trato entre ellos y mi padre no se rompió nunca, mientras vivió mi padre, tampoco en la época nazi, pensé, mientras les decía a mis hermanas que los obispos habían tenido siempre buenas relaciones con nuestros padres, incluso durante la época nazi. Esa observación no había podido contenerla, y la verdad es que fue oportuna, porque evitó que la entrevista con mis hermanas se volviera demasiado sentimental y, por consiguiente, hipócrita. En el fondo, me aterraba aquel entierro más que ningún otro, en comparación, todos los que se habían realizado en los últimos años en el entorno de Wolfsegg no eran nada, de repente vi muy claramente lo que me esperaba el sábado, el día del entierro. Qué cierto es lo que le he dicho a Zacchi por teléfono, que se ha abatido sobre mí una catástrofe, pensé, mientras mis hermanas se volvían hacia mi cuñado, más o menos, como pensé, para darle una orden, le dijeron que se adelantara hasta la Granja, para ver si no había allí, en el desván, dos de los llamados sudarios, como afirmaba Caecilia, en una gran caja con la inscripción Sunlicht, hubiera podido soltar la carcajada ante aquella palabra, Sunlicht, pronunciada por ella en aquel momento de una forma totalmente espontánea y con su característico tono necio, pero me dominé. Pone Sunlicht en la caja, dijo Caecilia a su marido, que inmediatamente se fue a la Granja. Sin embargo, había sido sólo la intención de ella, como pensé, de quedarse sola conmigo y con Amalia la que la había inducido a enviar a mi cuñado a la Granja, sencillamente quería desembarazarse de él, el intruso, como pensé y como quizá pensó incluso ella misma en esos momentos, también ella, la esposa, siente de pronto a mi cuñado como un cuerpo extraño introducido por matrimonio, pensé, pero la idea no me divirtió tanto como hubiera merecido, era penosa. El fabricante de tapones para botellas de vino iba a la Granja sólo con el fin de que Caecilia, más o menos sin ser molestada por él, pudiera hablar conmigo y con Amalia, pensé. Mientras el fabricante de tapones para botellas de vino se alejaba de nosotros, no se había apartado aún veinte pasos, Caecilia dijo que su marido le atacaba los nervios, siempre estaba aferrado a ella y no podía estar sola un instante. Esa observación me asombró, porque hasta entonces había tenido siempre la impresión de que era ella, Caecilia, la que se aferraba a su marido, mi cuñado, pero no, él era la lapa y no a la inversa. Una semana después de la boda ella encontraba ya que su marido era una lapa y, por añadidura, lo decía delante de nosotros. Amalia sólo había podido reprimir la risa con dificultad, según vi. Con qué facilidad le viene a uno a los labios una risa así, incluso en una situación horrible, pensé. Efectivamente, una situación horrible así provoca precisamente esa clase de risa, pensé. Quien se encuentra tan tenso en un caso de desgracia como el nuestro se refugia rápidamente en la risa, pensé. Amalia dijo que mi cuñado no las había ayudado lo más mínimo en su desesperación, se había quedado en su cuarto, junto a la ventana, y no habían podido conseguir que hiciera nada, varias veces le rogaron que las ayudara, por ejemplo telefoneando a la empresa de pompas fúnebres de Vöcklabruck que habían contratado, pero no había ayudado lo más mínimo, así Amalia. Sólo hablaba siempre del choque que le había causado la desgracia, sin pensar que, en definitiva, la desgracia era un choque mucho mayor para su mujer y para su hermana, las cuales, sin embargo, no podían encerrarse en sus habitaciones, como él en la suya, más o menos para no hacer nada. Las personas del tipo de mi cuñado, dije, nunca están a la altura de esas desgracias, esas personas se ven abatidas por una desgracia fundamental así y no tienen fuerzas para levantarse, no como nosotros, dije, a quienes una desgracia así afecta de una manera mucho más profunda y fundamental aún, y abate también, pero nos volvemos a levantar y la superamos. Esa manifestación la lamenté al instante, pero no podía ya retirarla, que la superamos, había dicho realmente, y los otros no, con ello sólo quería decir que sabemos manejar una situación así, aunque sea la mayor, la más innoble, pero el pequeñoburgués no; naturalmente no pronuncié la palabra pequeñoburgués, que apuntaba deliberadamente a mi cuñado, sólo la pensé. El pequeñoburgués, pensé, se ve aplastado por una desgracia así y exhibe por completo su sentimentalismo al respecto, nosotros no. El pequeñoburgués, y también el proletario, se desgracian por así decirlo en una desgracia así, nosotros no. El pequeñoburgués, como el proletario, no tiene nunca la fuerza que nosotros tenemos para soportar una desgracia fundamental así, pensé. Les dije a mis hermanas que una desgracia así era superior a las fuerzas de mi cuñado, pero eso no lo entendieron en absoluto, no comprendieron lo que quería decir con ello, tampoco lo que tenía de despreciativo lo comprendieron. A personas como mi cuñado, dije, había que dejarlas totalmente fuera después de una desgracia fundamental así, y la nuestra era una desgracia fundamental. Pronuncié esa frase en el momento en que el fabricante de tapones para botellas de vino ni siquiera había desaparecido en la Granja, todavía lo veía dirigirse a la Granja. Personas como nuestro cuñado, dije sin embargo, son en el fondo demasiado comodonas para los casos de desgracia, porque en definitiva son demasiado comodonas para todo, no tienen esa mirada fría sobre el mundo que nosotros tenemos cuando es necesario. No había vacilado en decir lo que pensaba entonces, y les dije a mis hermanas, mi cuñado no encaja con nosotros. A eso Amalia hizo sólo una mueca, y Caecilia se volvió, en silencio, sin duda para mirar a mi cuñado, pero él había entrado ya en la Granja. Personas como ese honrado fabricante de tapones para botellas de vino tienen un concepto de la vida completamente sentimental, pensé sin decirlo, que nosotros no tenemos. Ese sentimentalismo es lo que es repulsivo en ellas. Ese sentimentalismo es también, sin embargo, la bajeza que practican durante toda su vida, en perjuicio de todos. El sentimentalismo de esas personas, que hace que todo les resulte tan cómodo, es la desgracia del mundo. Ese sentimentalismo con el que se presentan siempre y que los hace repulsivos para los que son como nosotros, pensé. Les dije a mis hermanas que mi cuñado se había adentrado en terreno resbaladizo en Wolfsegg. Amalia encontró motivos para reírse, Caecilia, que guardó silencio, no y, después de esa manifestación por mi parte, se volvió sólo hacia mí, mirándome fríamente a la cara. Con ello confesaba su error en lo relativo a aquel matrimonio absurdo, esa mirada no me engañó. No han pasado ocho días, pensé, y la escena ha cambiado por completo, no podría ser más diabólica. Sólo un loco podía casarse contigo, le dije a Caecilia, no lo había dicho con tanta dureza como ella lo sintió al instante, y lamenté que mi frase, que había pretendido ser un chiste, la hubiera afectado profundamente, Caecilia me sigue odiando, pensé, sigue siendo la de siempre. Y Amalia la apoyaba en su odio de hermana hacia mí. Pero ahora tendré que enfrentarme con las dos, pensé, y lo lamenté al mismo tiempo, porque aunque, desde luego, no tuviera una idea aproximadamente exacta, por no hablar de precisa, de lo que mis hermanas tendrían que soportar en los próximos tiempos, sí tenía en cambio una sospecha, y que esa sospecha no tenía nada de bueno me resultaba evidente. De repente, a Caecilia, que lo había traído a Wolfsegg desde la región de Baden para ofender a su madre, castigarla a su modo, aquel hombre de Friburgo de Breisgau, baluarte católico entre todos los católicos, le resultaba molesto. Una semana después de la boda lo ponía ya, por decirlo así, de vuelta y media, porque la razón por la que se había casado con el fabricante de tapones para botellas de vino, es decir, mi madre y su forma de comportarse contra Caecilia y Amalia en lo relativo a los hombres, había desaparecido de pronto, no existía ya, la muerte de nuestra madre había quitado a ese matrimonio todo fundamento, me dije, el fabricante de tapones para botellas de vino se había vuelto ya superfluo, sólo él mismo no se daba cuenta aún; en mis hermanas, es decir, no sólo en la cabeza de Caecilia, pensé, había empezado a trabajar lo que, como es natural, no se atrevían todavía a expresar, pero manifestaban ya claramente por sus maneras, por su comportamiento hacia el fabricante de tapones para botellas de vino, la idea de cómo librarse del que, de la noche a la mañana, resultaba inútil. Me ataca los nervios todo el tiempo, dijo Caecilia varias veces, Amalia, ante eso, se calló. No se podía mantener ya la fachada en lo relativo al fabricante de tapones para botellas de vino, detrás no se distinguía ya más que una aversión constante que se hacía cada vez más profunda. Habían enviado afuera a mi cuñado con un pretexto ridículo, para desahogarse sobre él conmigo, como pensé, de la forma propia de mis hermanas, a sus espaldas. Que le ataque ya todo el tiempo los nervios sólo prueba que siempre le ha atacado ya todo el tiempo los nervios, que ella, sin embargo, lo atrajo y lo llevó a Wolfsegg, y la tía del Titisee la apoyó, en su bajeza sin límites, sólo para castigar a su cuñada, nuestra madre. La tía del Titisee vendrá de la Selva Negra y se abrirá paso hasta la primera fila de los deudos, consciente de su triunfo, pensé. Aunque el matrimonio de Caecilia con su marido pudiera considerarse ya como fracasado, el triunfo de la tía del Titisee sólo resultaba por ello más espléndido, al fin y al cabo había conseguido lo que quería, asestar un golpe a su cuñada con esa boda, al principio sugerida a su sobrina, mi hermana, pero luego realmente consumada muy rápidamente. El que aquella contra quien iban dirigidas la conspiración y la jugada esté ahora muerta, pensé, no disminuye en lo más mínimo el triunfo de la tía del Titisee, sólo mi hermana tiene que pagar ahora por su abyección. El fabricante de tapones para botellas de vino estaba allí y había empezado a desempeñar su papel, por ridícula que pueda resultar la entrada en escena de ese personaje, pensé, será difícil deshacerse de él, en cualquier caso, Caecilia tendrá las mayores dificultades para ello, a mí en definitiva puede resultarme indiferente, porque al fin y al cabo haré que se vaya pronto de Wolfsegg, sin más, cuando quiera, es sólo cuestión de decisión por mi parte, no tengo intención de aguantarlo más tiempo en Wolfsegg, me dije, tampoco mi hermana estará ya pronto en Wolfsegg, quizá siente lo que yo pienso, pensé, incluso lo sabe quizá con seguridad, no es cosa mía romperme la cabeza al respecto.