Realmente, como cabe imaginar, desde la muerte de nuestros padres no había cambiado allí nada aún, no se apreciaba el menor cambio, cuando en realidad todo había cambiado ya dentro de nosotros. También en Spadolini eso era lógico. Había estimado mucho a nuestro padre, había sido alguien noble, dijo, como italiano, podía permitirse ese noble y la forma en que pronunció ese noble era característica en él, acentuando por igual la primera y la segunda vocal, consciente de haber pronunciado bien la palabra, mirando a su alrededor y disfrutando del efecto. Con nuestro padre lo había unido una amistad de toda la vida, otra vez una noble amistad. En cualquier otra boca, aquella fórmula hubiera resultado insoportable, pronunciada por Spadolini no era otra cosa que excelente. Había conocido a nuestro padre antes aún que a nuestra madre, en una cena en la Gentzgasse de Viena, en el palacio del embajador de Irlanda, inmediatamente después de la guerra, como él decía, en la época de la mayor penuria. Nuestro padre le había llamado la atención enseguida entre todos los invitados como el más extraordinario, como un personaje distinguido, una persona sumamente bien educada. Había preferido conversar con él, y mi padre le había invitado entonces enseguida a Wolfsegg, en aquella época era yo aún consejero de la Nunciatura, así Spadolini. Wolfsegg lo había fascinado, en su vida había visto antes nada parecido, unas edificaciones de tal elegancia y grandeza austríacas, majestuosidad y, al mismo tiempo, naturalidad, unas personas tan amables y una comida tan excelente. Nuestra madre lo había acogido como a un hijo, así Spadolini. Nuestro padre le había visitado en Roma con Johannes, con motivo de un viaje a Palermo, y él les había enseñado Roma a los dos, pero al mismo tiempo no había podido dejar de pensar en Wolfsegg, en su magnificencia. Cuando los italianos dicen la palabra alemana Herrlichkeit (magnificencia), suena como Ehrlichkeit (sinceridad), varias veces creyó Spadolini decir magnificencia y, sin embargo, dijo siempre sinceridad, eso me divirtió, lo mismo que a mis hermanas, pero no en el sentido de hacernos reír, sino como algo agradable, encantador. Además, Spadolini habla de una manera muy musical, pienso. Describió a nuestro padre como a un hombre reflexivo, que fue todo bondad para los suyos, nunca se daba importancia y se hacía querer en todas partes adonde iba. Los caballos, dijo Spadolini, eran sus animales favoritos. Era con los animales cuando vuestro padre era más feliz, sólo con poder estar con sus animales. Y la caza, dijo Spadolini. Él había ido a menudo a cazar con nuestro padre, aunque vuestra madre tenía siempre miedo entonces. Los cazadores son imprevisibles, dijo Spadolini, con una r doble o incluso triple, es decir, imprrrevisibles. Nuestro padre había sido un auténtico príncipe, un auténtico aristócrata. Y un hombre inteligente. De una gran cultura. Spadolini veía a otro padre distinto que yo y también a otro distinto que mis hermanas. Todo el mundo ve siempre a otro distinto, aunque describa al mismo, pensé. Hay tantas personas que describen como personas que ven, cada una desde un punto de vista distinto, cada una desde un ángulo distinto, a la misma persona, y por consiguiente tantas formas de ver a una única y misma persona, me dije, y Spadolini tiene también otra distinta de la nuestra, en cualquier caso inusitada, pensé, insólita, que, sin duda teniendo en cuenta también su muerte, ha situado a nuestro padre indudablemente más alto de lo que realmente podía sentirlo él, incluso durante su relato de ahora. Nuestro padre había sido más inteligente que otros, interesado por tantas cosas como rara vez una persona de su clase. Nuestro padre había sido el hombre más tranquilizante por una parte, el más intranquilo sólo unas frases más tarde. Un ejemplo de hombre honrado. Un gran señor. Un filósofo. Un hombre inteligente. Un hombre generoso. Un hombre que lo mantenía todo unido, sensato, bueno, y al mismo tiempo dueño de sí y querido. Spadolini no escatimó calificativos elogiosos en relación con mi padre. Lo encontré en El Cairo, juntos trepamos a la pirámide de Keops, dijo Spadolini, cada vez más alto por las planchas de madera, hasta quedar agotados. Desde Alejandría nos enviaron una postal que nunca llegó. En Roma iba siempre con nuestro padre a la Via Veneto, porque a nuestro padre le gustaba la Via Veneto. A vuestro padre le gustaba Roma, afirmó Spadolini. Era tan agradable ir a beber vino con vuestro padre, dijo. Vuestro padre era un hombre filosófico, dijo. Tenía una gran cultura política. En el fondo pensé que todo lo que Spadolini decía entonces sobre nuestro padre, mientras se tomaba su cena en nuestra presencia, era falso, todo lo que Spadolini ha dicho ahora sobre nuestro padre es completamente falso. Yo hubiera dicho que no era ni sensato, ni dueño de sí ni un hombre filosófico, y así sucesivamente. Spadolini pintó un padre que no existió, pero que debía de tener ahora en la cabeza, pensé. Pero aunque sea falso todo lo que Spadolini ha dicho sobre nuestro padre, pensé, tenía sin embargo apariencia de auténtico. A menudo oímos decir de alguien nada más que cosas que no son ciertas y falsedades, pensé, y creemos que es lo auténtico sobre él, sencillamente la verdad, porque lo ha dicho alguien tan convincente como Spadolini. Pero en aquel caso Spadolini no me convenció, de forma totalmente evidente ha trazado de mi padre un retrato que es el que él quería tener de él, no el que corresponde a la verdad y realidad, pensé. Mi padre era completamente distinto del que Spadolini acaba de esbozar, pensé. El padre spadoliniano había sido idealizado por Spadolini con la mayor naturalidad y ni siquiera idealizado con mal gusto por Spadolini, pensé, porque Spadolini ha trazado su esbozo de mi padre de una forma encantadora, sin descuidar el acento de tristeza que ahora resultaba oportuno habida cuenta de que mi padre sólo llevaba dos días muerto, de forma que el auténtico mal gusto de su falsificación no podía aparecer, como él mismo sabía, porque era demasiado inteligente para no darse cuenta de hasta qué punto, en definitiva, había resultado de mal gusto el retrato que nos había trazado de nuestro padre, que sin duda era honrado, como había dicho Spadolini, tranquilizante, probablemente un señor también, pero todo lo demás no. Mis hermanas, sin embargo, estaban pendientes de los labios de Spadolini, como si sólo anunciasen la verdad y la realidad, como demostraban sus rostros. Spadolini evitó largo rato empezar a hablar de nuestra madre y se detuvo mucho tiempo con nuestro padre, nuestro padre, aunque en el fondo en absoluto suficientemente interesante para hablar de él tan larga y detalladamente, era un medio para desviar la atención de nuestra madre, de su amante. Y, sin embargo, Spadolini sabía muy bien que, mientras hablaba de nuestro padre, todos esperábamos que hablase de nuestra madre. Con nuestro padre había hecho una vez una ascensión al Ortler, dijo, y allí nuestro padre le salvó la vida, al arrojarle a él, Spadolini, en el último momento, una cuerda en una pared rocosa, en el ultimísimo momento, así Spadolini. No le molestaba lo más mínimo ser el último en comer y que nosotros sólo estuviéramos sentados a su lado. Nosotros pensábamos sólo que la cena le gustaba. La cocina se había esforzado especialmente por Spadolini, no le habían servido una comida rápida sino una cuidadosamente preparada, como vi enseguida. En Sitten, en Suiza, o sea, en el valle del Ródano, había entrado con nuestro padre en una pequeña iglesia, en una iglesia románica, como dijo Spadolini, y en esa iglesia habían visto un cuadro de Cristo, que mostraba al Hijo de Dios con un rostro curiosamente contraído, un rostro enfermizamente contraído. Al parecer, nuestro padre le dijo a él, Spadolini, que el cuadro le había impresionado más que ningún otro cuadro que hubiera visto nunca. Nuestro padre había sido un gran experto en arte y también amigo de los artistas. La palabra artistas gustó a Spadolini y la repitió varias veces seguidas, sólo para alegrarse de ella. Era un hombre de la Naturaleza, dijo Spadolini. Un hombre de la Justicia, dijo luego, y que nuestro padre había tenido una sana relación con su fe. Vuestro padre era un buen católico, dijo, mirando a mis hermanas. Con esa observación terminó de caracterizar a nuestro padre y, al mismo tiempo, dejó de comer. Nadie se limpia tan elegantemente la boca con la servilleta como él, pensé. Caecilia le sirvió vino, él se echó atrás en la silla y dijo que al día siguiente por la noche tenía que estar otra vez en Roma, el Papa lo había convocado, pero con aquel papa nunca se sabía si recibiría realmente a la hora convenida a quien había convocado. En Roma reinaban ahora las condiciones más fatales, el ambiente político se había endurecido, los comunistas y los fascistas aspiraban ahora a apoderarse pronto del poder, dijo. Cuando salía de casa no sabía si volvería vivo, los fascistas disparaban sencillamente contra la gente, daba igual que tuvieran que ver algo con su causa o no, sólo para llamar la atención, dijo. Era una época inquieta, espantosa. Por otra parte, también la más interesante que ha conocido nunca Italia. Estoy tan vinculado a Roma, dijo, que no puedo imaginarme irme de allí, aunque yo mismo no pueda decidir si me quedaré o no. Estoy entregado a los poderes superiores, dijo. Me pregunté en qué consistía mi admiración por Spadolini. Él mismo da la respuesta, sólo con su presencia, pensé. Cómo dice algo y al mismo tiempo se exhibe, y no lo que dice, es lo que suscita mi admiración, pensé. Él lo dice todo de una forma distinta que todos los demás, pensé. Sin sentirse en absoluto molesto habló entonces de pronto de nuestra madre. Aunque no se la podía describir, así él, la describió. Siempre elegante, había sido ella quien lo llevó por primera vez a la Ópera de Viena, al Caballero de la Rosa, gracias a ella había conocido a las cantantes más famosas que cantaban en la Ópera y, hasta entonces, había conservado un contacto amistoso con esas cantantes, gracias a nuestra madre había conocido la música austríaca, porque ella lo había llevado a los conciertos filarmónicos cuando estaba en Viena, acompañados por nuestro padre habían ido a la llamada Musikverein y a la Konzerthaus, pero sobre todo tenía que agradecer a nuestra madre haber oído tanto en Viena a Mahler, sobre el que nuestra madre le llamó la atención y que ella adoraba realmente, había ido a todos los conciertos de Mahler con nuestra madre, dijo, nuestra madre había tenido mucho sentido musical y él siempre había lamentado que ella no tocara ningún instrumento, aunque, probablemente, según él, se habría convertido en una gran pianista, él había lamentado sobre todo que lo hubieran trasladado de Viena porque, de repente, sobre todo a causa de sus destinos en ultramar, se había visto separado de la Música. Nuestra madre había remontado con él el Danubio hasta Dürnstein, en Wachau, lo había guiado por Salzburgo, le había enseñado el Salzkammergut y, ya poco tiempo después de su primer encuentro, lo había invitado a París, en donde, en aquella época, no había estado aún. Como consejero de la Nunciatura, no tenía aún las posibilidades de viajar que tuvo luego como Nuncio y había estado aún bastante, así él mismo, encerrado. Nuestra madre lo había invitado a Florencia, en donde pasaba con nuestro padre varias semanas de otoño, y le había mostrado bien por primera vez Florencia, él había estado ya antes, a menudo, en Florencia, pero nuestra madre le había enseñado a querer a la ciudad de los Uffizi. De que conociera tan bien la Alta Austria el mérito era de nuestra madre, esos soberrrbios lagos y montañas, la Montaña Muerta, el Alto Priel, dijo. Y todos esos soberrrbios castillos que no hay en ninguna otra parte. Toda esa soberrrbia región de la Alta Austria, la más hermosa de todas las austríacas, declaró. A nuestra madre la había venerado siempre profundamente, sí, no podía dejar de gustarle su extraordinaria forma de ser. Aquella amistad de más de treinta años, sin paralelo. Nuestra madre le había devuelto la salud, dijo, una y otra vez le había dado las mejores medicinas, lo había visitado siempre en sus horas más difíciles, cuando estaba en el lecho del dolor, más o menos en un estado desesperado, abandonado por los médicos. Vuestra madre fue siempre el mejor médico, me llevaba a Roma esas hierbas de la Alta Austria que me curaron, dijo. Debo la vida quizá sólo a esas hierbas de la Alta Austria, declaró, que vuestra madre me llevaba a Roma, no regateó esfuerzos para visitarlo, hasta en las circunstancias más difíciles fue a Roma para salvarlo. Con sus hierbas medicinales me salvó la vida, exclamó Spadolini y declaró que las hierbas medicinales de la Alta Austria de nuestra madre lo habían conservado para la Humanidad, literal y bastante enfáticamente, pero sin embargo sin que resultara en lo más mínimo penoso, porque lo había manifestado con el mayor encanto. Si resultara necesario, le recomendaré al Papa esas hierbas medicinales de la Alta Austria, dijo. A continuación guardó un silencio de varios minutos que ninguno de nosotros se atrevió a interrumpir. Mi cuñado se sentaba frente a Spadolini, completamente perplejo, como suele decirse. Mis hermanas se habían sometido totalmente a ese silencio de Spadolini situado precisamente en el momento exacto. Entonces dijo Spadolini que sólo la semana anterior había convenido con nuestra madre un viaje a Calabria, lo que ahora no tenía ya sentido. A los trulli,[6] dijo. Calabria había sido un antiquísimo sueño de nuestra madre, que ella había querido realizar a principios del verano. Pero de repente, dijo Spadolini, todo es distinto. Entonces se puso a hablar de una excursión al Etna que había hecho con nuestra madre y conmigo, desde Taormina, hacía bastantes años, creo que hace unos cinco o seis años mi madre vino a verme a Roma, durante días enteros recorrí Roma con ella, buscando para ella un par de zapatos que se le había metido en la cabeza, tenían que ser azules y de una piel de cerdo muy determinada, tan delgada y blanda como el cuero de guantes y realmente, después de buscar durante días, encontramos el par de zapatos que le convenía. Se compró tres pares. Me arrastró más o menos a varias cenas con personas que ella conocía pero no emparentadas con nosotros, sólo para tener una coartada con nuestro padre, a fin de poder disimular ante él que estaba continuamente con Spadolini, lo que nadie le reprochaba en el fondo y, en fin de cuentas, se conocía, pero que tenía que esforzarse ininterrumpidamente por mantener en secreto. Me llevaba a aquellas espantosas cenas, de las que no volvía conmigo a casa, porque quería pasar las noches con Spadolini y las pasaba realmente. Yo no reprochaba a mi madre esos encuentros con Spadolini, sólo la compadecía por depender de esos encuentros, como había tenido que comprobar. Spadolini la esperaba siempre después de esas cenas en algún lugar del Trastevere, como me consta, e iban a algún piso de amigos de Spadolini y se quedaban juntos hasta el amanecer. No compadecía sólo a mi madre, compadecía también a Spadolini. Por otra parte, los despreciaba a los dos. Sin embargo, la excursión al Etna, a finales de enero, la habían hecho conmigo. En Taormina, naturalmente, paramos en el Timeo. Alquilamos un taxi y fuimos con él hasta el límite de las nieves. Desde allí fuimos con el teleférico hasta la meseta del Etna. El cráter principal estaba completamente envuelto en niebla y no se podía ver. Los tres éramos las personas más felices que cabe imaginar. Ahora, Spadolini describió esa excursión al Etna así: fuimos con el teleférico hasta las alturas y entramos en el restaurante. Allí, sin embargo, hacía tanto frío que no quisimos quedarnos más que el tiempo necesario para tomar una taza de té. Entonces tu madre y yo, me dijo, decidimos bajar el Etna a pie, mientras que tú te negaste, tenías miedo, ¿te acuerdas?, me preguntó. Sí, dije, tenía miedo. Tú tenías miedo, dijo Spadolini, pero nosotros no teníamos miedo. Cogí de la mano a tu madre y bajamos por el Etna, dijo. Tú volviste con el teleférico. Te vimos desde abajo en el teleférico y tú nos viste desde el teleférico, dijo. De pronto hubo una tempestad de nieve, dijo. La tempestad de nieve se hizo tan violenta que no podíamos verte ya, nosotros no te veíamos ya y tú a nosotros tampoco, dijo Spadolini, no podíamos ver ya el teleférico, tú, que estabas de pie en el teleférico, no podías vernos ya. Dijiste que el teleférico había oscilado tanto que habías tenido miedo de que se desprendiera de sus anclajes, dijo Spadolini. Dijiste que nos buscaste en la nieve bajo el teleférico pero no nos viste ya. El teleférico oscilaba tanto que creíste que había llegado tu última hora, dijo Spadolini. Nosotros tampoco habíamos podido ver nada en la tempestad de nieve, y nos metimos en una grieta del hielo. La ventisca nos cubrió casi de nieve en unos minutos. Como en los Alpes, dijo Spadolini, como en los Alpes. Habíamos pensado que pereceríamos como perece la gente en los Alpes. No veíamos ya nada en absoluto, dijo Spadolini. Pero, si no queremos congelarnos, pensé, tenemos que continuar. De manera que agarré a tu madre y continué. Pero entonces me sentí enseguida agotado, y tu madre me agarró a mí, y así sucesivamente, dijo Spadolini. Hacía tiempo que tú estabas abajo en la estación del valle, pero la tempestad de nieve no había amainado. Entonces informaste a los gendarmes. Pero los gendarmes no subieron, porque la tempestad de nieve era demasiado fuerte. Estábamos en una fisura de la lava, dijo Spadolini, y creíamos que nos íbamos a despeñar, no nos movíamos. Pero tu madre no hacía más que decir, tenemos que continuar. Me agarró y me empujó hacia delante, me empujó sin cesar hacia delante, me empujó sin cesar hacia delante, dijo Spadolini. Finalmente nos acurrucamos en otra fisura de la lava y pensamos, ahora vamos a morir. Recé, dijo Spadolini, para mí, sin que vuestra madre lo supiera. Sólo para mí. Entonces la tempestad de nieve se calmó, dijo Spadolini, y nos salvamos. Tú nos advertiste, me dijo ahora Spadolini, no hubiéramos debido bajar a pie del Etna hasta el valle. Muchos han muerto ya de esa forma, dijo Spadolini. El Etna es una montaña fatal, dijo patéticamente. Pero tu madre y yo nos sentimos tan felices. Esa excursión al Etna me resulta inolvidable, dijo Spadolini. Entonces volvimos en coche a Taormina. Los semicongelados, dijo, se acostaron, por agotamiento. Por la noche entramos ceremoniosamente en el comedor, dijo Spadolini, como si no hubiera pasado nada. Hubiera debido escucharte, dijo Spadolini, pero mi afecto por tu madre me enloqueció. Si tu madre no me hubiera agarrado siempre y apartado, dijo, me habría precipitado simplemente desde el Etna, dijo. Tu madre era, cuando hacía falta, una mujer, como suele decirse, intrépida. Enérgica, dijo Spadolini, resuelta. Y por las noches, una persona elegante. Llevaba un vestido persa, ese de color crema, dijo, sin duda lo conoces. ¡Dios santo, qué aspecto tenía vuestra madre con ese vestido!, dijo. Quizá no recordáis a vuestra madre como yo, dijo. Yo tengo de ella el mejor recuerdo. Esto ha sido para mí una noticia horrible, dijo Spadolini, la noticia más espantosa, la noticia más espantosa en mucho tiempo. Cuántas veces me ha salvado vuestra madre de la muerte, digo la verdad, al invitarme a Wolfsegg. Aquí tenía la calma necesaria para salvarme, dijo. Esta casa y este país me son más queridos que ningún otro. Esta cultura elevada, dijo Spadolini, que se encuentra aquí por todas partes y que nos salva de la desesperación. Cuando estaba de Nuncio en el Perú pensaba siempre sólo en Wolfsegg, en vosotros y en vuestra madre. Ese pensamiento me permitió sobrevivir allí. Pero el Perú es un país soberrrbio, dijo Spadolini, soberrrbio, soberrrbio, soberrrbio. Esta noticia es realmente la más triste, dijo y se levantó, dando a entender que ahora estaba decidido a ir a la Orangerie a ver a los difuntos. A mí se acercó otra vez, antes de que los cinco saliéramos de la habitación, y me dijo que la muerte de nuestra madre había sido la mayor de las pérdidas. No pierdas el dominio de ti mismo, me dijo, y que yo era ahora el Señor de Wolfsegg. Para Spadolini ése era exactamente el momento apropiado para ir a la Orangerie. Todos los demás invitados a los funerales se habían retirado hacía tiempo a sus habitaciones, sólo en la cocina se oían ruidos, por lo demás todo estaba silencioso. Caecilia iba delante como si corriera, pero no corría, abrió todas las puertas, fue la primera en llegar a la Orangerie, unos diez o doce metros antes de la Orangerie aflojó el paso y recorrió luego, con especial dominio, ese último trecho hasta la Orangerie, sin entrar en ella inmediatamente, porque naturalmente esperó a Spadolini, que la había seguido, lógicamente sin perder la compostura. Él llevaba los zapatos más elegantes que he visto nunca, esos zapatos suyos me habían llamado ya la atención cuando lo acompañé al primer piso yendo detrás de él, Spadolini ha dado siempre la mayor importancia a los zapatos más elegantes, era siempre un placer verlo comprarse zapatos, naturalmente también sólo en la Via Condotti, nunca en el Corso, en donde yo me compraba siempre los zapatos, yo miraba asombrado sus zapatos en la hierba verde, que, a la luz de los faroles del catafalco que, desde la Orangerie, iluminaban también una parte del parque normalmente oscurecida, quedaban especialmente realzados. Spadolini quiso al principio hacerme entrar primero en la Orangerie, o al menos a Amalia, pero nosotros le cedimos el paso. Spadolini cogió del brazo a Caecilia y entró. Se situó delante de los féretros, apretando a Caecilia contra sí. Detrás de Caecilia se había situado mi cuñado, detrás de Spadolini, Amalia, y detrás de todos, en segundo plano, yo. Los que velaban a los difuntos no se movían, como si se tratara de una capilla ardiente eminentemente militar, los dos cazadores que montaban la guardia no hicieron ningún gesto. La escena me recordaba el Monumento al Soldado Desconocido de Varsovia, que vi una vez con Johannes, con el que me reuní en Varsovia para visitar luego Cracovia, él había estado cazando en Zakopane y yo había visitado a unos parientes en las proximidades de Wilanow. Todos estuvimos unos minutos allí, inmóviles. De pronto quise ver los rostros de mis hermanas, de mi cuñado y de Spadolini, no los de los difuntos, ya totalmente ajenos a los de mis padres y mi hermano, y me acerqué a los féretros, haciendo como si quisiera comprobar el estado de los bloques de hielo. Miré bajo los paños mortuorios, levantándolos y dejándolos caer de nuevo, mientras que, sin embargo, sólo me interesaban los rostros de Spadolini, de mis hermanas y de mi cuñado. Pero en sus rostros no vi ningún indicio de lo que pasaba en aquel instante en el interior de los propietarios de aquellos rostros. No me revelaban nada. Estaban completamente inmóviles y eran como cortinas, detrás de las cuales, por decirlo así, lo escondían todo. Yo había esperado que aquellos rostros revelaran todo lo que había detrás, mientras que, en realidad, ocultaban completamente todo lo que había detrás, ocultaban todo lo que hubiera sido interesante para mí. Son todos ellos astutos, muy dueños de sí mismos, pensé, cuando todavía estaba delante de ellos, por un instante inseguro, preguntándome si quizá habrían descubierto mis intenciones. Spadolini era muy capaz de ello, lo mismo que mis hermanas. El único que había mostrado su verdadero rostro, sin echar las cortinas por así decirlo, había sido mi cuñado, el fabricante de tapones para botellas de vino, que no había echado ninguna cortina para ocultar su estupidez y que tampoco tenía conciencia alguna de esa estupidez, según pensé, todos los demás habían echado las cortinas de sus rostros, pero mi cuñado, el fabricante de tapones para botellas de vino, era el único de los que estaban en aquel instante ante los féretros que no me interesaba en absoluto. Sin embargo, detrás de las cortinas echadas de sus rostros tienen sin duda los pensamientos más interesantes para mí, me dije. Y sé qué pensamientos, no tengo que abrir de par en par las cortinas para saber qué piensan ahí detrás, qué pasa ahí detrás, pensé. Cuidadosamente, como correspondía a la ocasión, levanté otra vez uno de los paños mortuorios para volver a dejarlo con toda calma sobre los bloques de hielo, mientras tenía conciencia sin embargo de mi infamia al tratar de averiguar sólo lo que había de innoble e infame detrás de las cortinas echadas de los rostros. Lógicamente, Spadolini había cogido del brazo a Caecilia. Una escena de cine, pensé. Rostros de cine, pensé. Rostros de actores de cine. Retrocedí rápidamente, como si en aquel instante hubiera tenido conciencia de haber perturbado un acto solemne al acercarme, y me situé otra vez detrás del grupo funeral. Los cazadores estaban irritados, pero trataban de no perder el dominio de sí mismos a pesar de esa irritación. Una escena de cine, pensé. Los cadáveres expuestos eran ya como de cera, de un gris sucio ya. Habría que lavarlos, aquellos rostros hundidos de un gris sucio, por la mañana, pensé, daré la orden, que no se me olvide. De pronto Spadolini se arrodilló ante el féretro de nuestra madre. La escena era penosa. Mis hermanas no pudieron hacer otra cosa que arrodillarse también. Yo, naturalmente, me quedé de pie. Durante dos o tres minutos, mucho tiempo en una situación así, Spadolini y mis hermanas estuvieron arrodillados ante los féretros. Una escena de cine, volví a pensar. Antes de entrar en la Orangerie, el arzobispo Spadolini ha recuperado fuerzas con una cena, pensé. Primero cenar, luego rendir honores, pensé. Con qué elegancia se pone en pie, pensé entonces, a diferencia de mis hermanas, que lo hacen con unos remilgos francamente torpes. Spadolini se volvió hacia mí, como si quisiera preguntarme, ¿y ahora qué? Yo me dirigí a la salida. Spadolini salió de la Orangerie. Fuera estaba de repente por completo oscuro. Sin duda nuestra madre había resultado tan gravemente herida, dijo Spadolini en voz muy baja, que no se la había podido exponer como a nuestro padre y a Johannes. Y luego, unos pasos más allá, yendo hacia el edificio principal, que cómo se había producido el accidente. Mis hermanas fueron incapaces de darle una explicación. Yo, sin embargo, le dije a Spadolini lo que había leído en los periódicos, con frases cortas, como si me limitara a ordenar los titulares de los diarios. Después de un concierto, dije. Ah, después de un concierto, dijo Spadolini. Nuestras vidas están en manos de Dios, dijo. Y, naturalmente, no comprendemos a Dios. No tenemos fuerzas para comprenderlo. Dios os dé fuerzas para enfrentaros con vuestras vidas, dijo. Luego quiso sólo irse a su habitación, retirarse hasta los funerales. Rogaré por los difuntos, dijo. Nuestros queridos difuntos. Como mis hermanas habían creído que Spadolini pasaría con nosotros la velada, se sorprendieron mucho cuando Spadolini las dejó sencillamente plantadas. Así quedaban bruscamente otra vez reducidas a mí y dijeron que podríamos beber aún un vaso de vino arriba, en el salón. Mi cuñado se mostró dispuesto. Yo, sin embargo, quise terminar el día a mi modo y no volver a ver a los míos. Dije que me iba a mi habitación y dejé a mis hermanas y a mi cuñado sencillamente plantados, exactamente igual que Spadolini antes que yo, y me fui a mi habitación. Allí me cerré con llave al principio, pero no tenía intención de irme a la cama enseguida, eso hubiera sido de lo más tonto, porque no podía pensar en dormir. Lo que Spadolini ha dicho sobre nuestra madre es al fin y al cabo superficial, pensé, ha pintado a nuestra madre como quería mostrárnosla ahora, vista por él en el momento actual, pensé, esa contemplación superficial suya ha mostrado a nuestra madre como quería verla ahora, sentado con nosotros a la mesa, y no como la veía realmente, esa madre amante de Austria, amante de la Música, amiga del género humano, incluso amiga de los artistas en calidad de madre, de tal forma que a mí mismo, en atención a Spadolini, me había resultado penoso, aunque no a mis hermanas, que habían tomado en serio las palabras de Spadolini que, sin embargo, no se podían tomar en serio, aunque la verdad era que había hecho una descripción francamente buena de la excursión al Etna, pensé, se había esforzado por describir la excursión al Etna de tal manera que yo, más o menos, no había tenido nada que objetar, pero sin embargo la había descrito de tal manera que, sin embargo, sólo podía calificarse de episodio superficial por los que habían oído su descripción y que, al fin y al cabo, no habían sido testigos de ese episodio, a diferencia de mí, que sin embargo tenía en la cabeza también lo diabólico de ese episodio del Etna, como pensé, sentándome en el sillón, sin encender la luz y dejando que la oscuridad me hiciera efecto, él había descrito el episodio del Etna como algo anodino más o menos sin importancia, contándolo como si no tuviera nada de diabólico en sí, según pensé, cuando sin embargo fue diabólico, completamente diabólico, pensé ahora. Spadolini contó una inocente excursión de Taormina a Catania y sobre el Etna, pero fue cualquier cosa menos una excursión inocente. El descenso de los dos desde la meseta del Etna había sido diabólico, maquinado por los dos, pensé, tanto por mi madre como por Spadolini. Aprovecharon la tormenta de nieve, pensé. Aprovecharon las fisuras del hielo. Tuvieron en cuenta los remolinos de nieve y, deliberadamente, descendieron en medio de aquella tormenta de nieve, pensé, me abandonaron de forma desvergonzada en la meseta del Etna sin que supiera nada, como pensaron, porque al fin y al cabo los dos eran siempre cualquier cosa menos inocentes, pensé, y siempre tuvieron el cálculo por principio. Spadolini había descrito a nuestra madre en la mesa como si ella hubiera sido realmente alguien inocente, alguien que lo quería a él inocentemente, que lo veneraba, pero nuestra madre no era así, pensé. No era alguien inocente que había hecho con Spadolini una inocente excursión al Etna, sino alguien astuto, cuya astucia no cedía en nada a la de Spadolini, al contrario, la astucia de nuestra madre era mucho más retorcida, pensé, porque nuestra madre fue siempre retorcida. Esa fea palabra me pareció en aquel instante la más exacta y no vacilé un instante en utilizarla. Los dos fueron siempre retorcidos. Mi madre había sido descrita por Spadolini como si se tratara en su caso de una mujer superficial, que sólo tuviera aspectos positivos, que no conociera el mal, se protegiera del mal, no lo dejara acercarse, pensé, pero mi madre era totalmente distinta, ella era el Mal, pensé, sin vacilar en desarrollar ese pensamiento, continuarlo ahora, sentado en el sillón. Mi madre era el Mal personificado, pensé, y Spadolini no había podido dejar de ver ese Mal personificado de nuestra madre, para eso era demasiado inteligente, demasiado adiestrado en lo intelectual, como me dije, para utilizar una expresión acuñada por el mismo Spadolini. Había descrito a mi madre durante aquella pequeña cena como una mujer de mundo incluso, por decirlo así, lo que ella no fue nunca, porque mi madre era típicamente provinciana, una arribista, alguien absolutamente anticultural, pensé, ese concepto me pareció de repente más aplicable a mi madre que ningún otro, a quien nunca gustó Mahler, que, en general, no admiraba a ningún compositor y siempre abusaba de la Música sólo como un medio que le permitía exhibir sus más recientes vestidos de mal gusto en una sociedad que ella adoraba, aunque no había nada que adorar, porque es la más repulsiva que existe, pensé. Para quien ningún cuadro significaba nada, ninguna obra de arte en general, que despreciaba todo lo que tenía que ver con el arte. Spadolini nos había presentado una madre que le había enseñado a querer a Florencia, cuando nuestra madre sólo de mala gana iba a esa antigua ciudad, sólo de mala gana a las iglesias antiguas como obras de arte, sólo de mala gana a cualquier concierto, a cualquier exposición y, al fin y al cabo, nunca leyó un buen libro, lo que era también típico, me dije. Spadolini nos había servido una madre totalmente falsificada, me dije. Qué insulso me pareció de repente el discurso de Spadolini sobre nuestra madre, totalmente hipócrita, mentiroso, totalmente hecho a medida para la ocasión, que en la mesa calificó siempre además de triste suceso, sin sentir al hacerlo verdadera tristeza, de eso no era capaz. Al fin y al cabo, mi madre era de repente, no a los ojos de Spadolini sino tal como la había descrito, una persona de mucho gusto, totalmente alegre, como él dijo, optimista, una mujer interesada por todo, una buena madre, una educadora nata. Y por añadidura un ama de casa nata, pensé. Spadolini la había calificado varias veces de el alma de Wolfsegg, pensé. De competente observadora de la Naturaleza, y también de señora hospitalaria, señorra hospitalarria había dicho. Spadolini nos hablaba de alguien que, con el tiempo, había hecho de Wolfsegg un paraíso para todos nosotros, caracterizado por la bondad y la alegría de vivir, de alguien a quien teníamos que querer. Spadolini hablaba de alguien para quien ser querido por su entorno había sido, por decirlo así, la cosa más natural del mundo. Vuestra madre era la bondad personificada, nos dijo Spadolini, ella lo mantenía todo unido aquí. Vuestra madre era un alma de Dios, había dicho literalmente, y ahora me preguntaba aún de dónde había sacado esa expresión insulsa. En el discurso de Spadolini una mentira tiraba de la otra, por decirlo así, pensé. Pero Spadolini no es un mentiroso sino alguien totalmente calculador, pensé. La forma en que ha dicho ese alma de Dios es realmente inimitable. Nadie que yo conozca, pensé, sería capaz de decirlo con una suavidad y una nobleza tan naturales. Sólo el arzobispo Spadolini, pensé, sentado en el sillón, absorbiendo la oscuridad. Al fin y al cabo, era un placer para mí repetir palabra por palabra para mí los cálculos de Spadolini, su acento, estudiar el arte oratorio de Spadolini. De Spadolini puedo aprender mucho, pensé, siempre de nuevo. La forma en que había pronunciado la palabra Caecilia, cuando vio a Caecilia por primera vez después de su llegada, la palabra Amalia, la palabra cuñado, que le había venido a los labios con una torpeza tan increíblemente calculada, pensé. La forma en que se dio la vuelta cerca de la Orangerie y miró al edificio principal, para decir: ese edificio soberrrbio, esa obra de arte extraordinarria. La forma en que le dijo a Amalia: tu madre me ha hablado mucho de ti, sólo bien. Y a Caecilia: tu madre te dedicaba siempre elogios. Y a mí: tu madre lo esperaba todo de ti. También había hablado de Johannes, hablando de él como hombre piadoso, que había sido el mejor parecido que había visto nunca, la personalidad más pura, el interlocutor más reservado. El hermano tranquilizador, abnegado, había dicho Spadolini. Johannes le había llegado al corazón, como también mi padre, los dos, desde el principio, le habían llegado al corazón. A Johannes le enseñé una vez los palacios vaticanos, dijo Spadolini, y le presenté al Santo Padre, dijo. De repente se ha producido aquí un vacío, había dicho también Spadolini pero, inmediatamente después, que personas nuevas se harán cargo de Wolfsegg y todo será para bien. Entretanto, probablemente le habrán planchado también la chaqueta, como él deseaba, pensé, los pantalones, mis hermanas le plancharán la ropa, mientras él, en la habitación de mi padre, reza por todo lo que nos afecta, pensé. Antes iba a la capilla a rezar, pensé, pero hoy teme que le molesten los invitados que, como él, pasan la noche en la casa. El duelo es una hermosa virtud, ha dicho, pensé. El Todopoderoso cierra una puerta para abrir otra, dijo. De repente me asquearon sus palabras, que desde luego conocía demasiado bien pero que sin embargo nunca había sentido antes con tanta claridad como asquerosas. Después de haberse comido el asado, después del relato del Etna, pensé, él había dicho también que la última vez mi madre lo había visitado en su despacho, llorando y sintiéndose miserable, así él mismo. Llorando y sintiéndose miserable vino a verme a Roma, había dicho, buscando en mí ayuda. Todavía hoy no sabía el motivo de su desesperación. Quiso saber si conocíamos el motivo de la desesperación de nuestra madre. Algo que tenía que ver con vuestro padre, dijo. Algo que a él, nuestro padre, lo había afligido en relación con Wolfsegg. Ella, nuestra madre, había sentido siempre las mayores preocupaciones por Wolfsegg, las mayores de todas por sus hijos, por nosotros. Con nadie había podido hablar mejor que con nuestra madre, que sabía también escuchar muy bien, y era exactamente lo contrario, pensé, nuestra madre nunca supo escuchar, interrumpía siempre, nunca dejaba a nadie terminar de hablar, destruía siempre toda conversación desde el principio. No soportaba las conversaciones. No dejaba que surgiera ninguna conversación, pensé. Con la mayor falta de escrúpulos se apoderaba de la escena, destruyendo cualquier conversación. Eran tan tontas sus observaciones, pensé, con las que aniquilaba cualquier conversación. Era una de sus cualidades insoportables el aborrecer toda conversación, y más aún cuando se trataba de una conversación, así llamada, intelectual, por decirlo así, de una conversación más elevada, eso no lo soportaba y la hacía más o menos pedazos con su tontería. Ella era la que hacía pedazos nuestras conversaciones, pensé. Todos padecían por ello. Spadolini había trazado su retrato de nuestra madre de la forma más desvergonzada, pensé, como lo trazan los que quedan para presentarse ellos favorablemente. Ha dicho que ella escuchaba a Mahler como un ángel, cuando se aburría mortalmente en todos los conciertos, se tocase lo que se tocase, sólo cuando era de lo más superficial se le iluminaba el semblante, pensé. Sólo cuando era el libro más superficial leía unas páginas, tampoco más, porque aborrecía la lectura más que nada. Fingía en todas y cada una de las cosas y se apoderaba de todo, pensé, lo falsificaba todo desconsideradamente y al mismo tiempo lo degradaba, no tenía el menor respeto por las creaciones del espíritu, pensé. Por eso aborrecía a mi tío Georg y por ese motivo me aborrecía también, aborrecía todo lo que tenía que ver con el espíritu, pensé. Spadolini había ido lejos, demasiado lejos, pensé, cuando dijo que nuestra madre era, cosa insólita en una mujer, dijo además con su pasión característica, alguien interesado en todo lo espiritual, una persona con sensibilidad artística, dijo. En verdad, a nuestra madre no le interesaba en absoluto el espíritu y estaba a millas de distancia de ser una persona con sensibilidad artística, hasta mi padre, a quien en el fondo le era indiferente si su mujer estaba interesada o no en el espíritu, si era una persona con sensibilidad artística o no, la llamaba al fin y al cabo a cada instante palurda sin espíritu, y mi padre, pensé, el compañero de su vida, debía de haberla conocido al fin y al cabo mejor. Spadolini enriqueció aún la glorificación de nuestra madre con la observación de que nuestra madre había tenido una fibra filosófica, fibrra dijo unas cuantas veces, lo que dio incluso a su hipocresía un acento amable, cuando dijo esa palabra, fibrra, pensé aún que había dicho la palabra fibrra de una forma especialmente amable, sin reflexionar en lo que realmente expresaba con la palabra fibrra. En él, el cómo tapaba siempre el qué, pensé. No podía faltar que calificase también a nuestra madre de persona devota, una auténtica hija de la Iglesia, una buena cristiana. En Roma, nuestra madre, naturalmente en la Via Condotti, le había comprado un camisón de seda que, sin embargo, él llevaba sólo en los auténticos días de fiesta. Ella lo había elegido, dijo, y había elegido lo más bonito y lo mejor. Vuestra madre me cuidaba como una madre, dijo de pronto. Muy a menudo ella se sentía infinitamente sola, abandonada de todos, dijo. En Wolfsegg, entre vosotros, dijo Spadolini, totalmente sola, realmente sola. Un ser solitario también, dijo sobre mi madre, que huía más que nada de la soledad a un mundo que aborrecía por aburrido, como, a diferencia de Spadolini, me consta. De Spadolini, curiosamente, pasé a Goethe: al Goethe granburgués que los alemanes han cortado y cosido convirtiéndolo en Príncipe de los Poetas, le había dicho la última vez a Gambetti, al bueno de Goethe, el coleccionista de insectos y aforismos, con su empanada filosófica, así yo a Gambetti, que naturalmente no comprendió la palabra empanada, de forma que tuve que aclarársela. A Goethe, el pequeñoburgués filosófico, a Goethe, el eterno oportunista, del que Maria decía siempre que no había puesto el mundo de cabeza sino que se había metido él de cabeza en los jardincillos de verduras alemanes. A Goethe, el clasificador de minerales, el astrólogo, el que se chupa filosóficamente el dedo de los alemanes, el que les metió su mermelada espiritual en tarros para todos los fines y ocasiones. A Goethe, que empaquetó perogrulladas para los alemanes y se las hizo vender por Cotta como bien supremo del espíritu, haciendo que los profesores se las metieran por los oídos hasta taponárselos definitivamente. A Goethe, que traicionó el espíritu alemán más o menos para siglos apoyándolo en la mediocridad de los alemanes con esa laboriosidad que califiqué delante de Gambetti de laboriosidad goethiana. A Goethe, el flautista de Hamelín filosófico, como le dije a Gambetti la última vez. Goethe era el alemán de uso corriente, le había dicho a Gambetti, los alemanes toman Goethe como una medicina y creen en sus efectos, en su virtud curativa; Goethe no es en el fondo otra cosa que el curandero de los alemanes, le había dicho a Gambetti, el primer homeópata alemán del espíritu. Por decirlo así, ingieren Goethe y se encuentran bien. Todo el pueblo alemán ingiere Goethe y se siente bien. Pero Goethe, le dije a Gambetti, es un charlatán, como son charlatanes los curanderos, y la poesía y la filosofía goethianas son la mayor charlatanería de los alemanes. Tenga cuidado, Gambetti, le dije a éste, guárdese de Goethe. Levanta el estómago a todo el mundo, le dije, salvo a los alemanes, ellos creen que Goethe es una de las maravillas del mundo. Y, sin embargo, esa maravilla del mundo no es más que un pequeño hortelano filosófico y burgués. Gambetti soltó la carcajada cuando le expliqué qué era un pequeño hortelano. Eso no lo sabía. En resumen, le dije a Gambetti, la obra goethiana es un huertecillo filosófico burgués. Goethe no ha alcanzado lo más alto en nada, le dije, en todo ha dado sólo la media. No es el mayor poeta lírico, no es el mayor prosista, le dije a Gambetti, y sus obras teatrales son, comparadas con las de Shakespeare, como un enorme perro pastor de los Alpes frente a un raquítico perro salchicha de las afueras de Fráncfort. El Fausto, le había dicho a Gambetti, ¡qué megalomanía! El intento totalmente fracasado de un megalómano escritor, le había dicho a Gambetti, a quien se le subió a la cabeza francfortense el mundo entero. Goethe, el francfortense y weimariense megalómano, el granburgués megalómano en sus relaciones con las mujeres. Goethe, el que hizo perder la cabeza a los alemanes, el que los lleva sobre su conciencia desde hace ya ciento cincuenta años, tomándoles el pelo. Goethe es el enterrador del espíritu alemán, le dije a Gambetti. Si lo contraponemos a Voltaire, Descartes, Pascal, le dije a Gambetti, a Kant, pero naturalmente también a Shakespeare, Goethe resulta espantosamente pequeño. Príncipe de los Poetas, qué concepto más ridículo y, por añadidura, radicalmente alemán, le había dicho a Gambetti. Hölderlin es el gran poeta lírico, le había dicho a Gambetti, Musil el gran prosista y Kleist el gran autor dramático, Goethe no es ninguna de las tres cosas. Entonces volví otra vez a lo que Spadolini había dicho sobre mi madre, que ella era alguien especial y pensé, Spadolini tiene razón en la medida en que todo el mundo es especial, sin excluir a mi madre, pero él, Spadolini, no lo ha dicho en ese sentido, Spadolini ha falsificado a mi madre de una forma oportunista, nos la ha presentado, durante la cena, como alguien especialmente bueno, especialmente culto, alguien especialmente interesado por todo, lo que no era, porque, en el fondo, mi madre era totalmente ordinaria, nada especial en absoluto, no había en ella nada de extraordinario, por no decir que era especialmente despiadada y especialmente tonta en mi opinión, especialmente vanidosa de una forma primitiva y, eso pensé también, especialmente avara. Pero quizá Spadolini no sabía eso, no podía saberlo. Si pienso sólo en los muchos, así llamados, pisos en propiedad que nuestra madre adquirió en secreto, en todas las ciudades imaginables, en su mayor parte a espaldas de mi padre que, posiblemente, no sabía nada de la auténtica avaricia de ella, no la valoraba de una forma que le permitiera descubrir esa avaricia, pensé. Pienso sólo en el perverso entusiasmo de ella por las acciones de bolsa. Spadolini, durante esa cena, nos ha falsificado a nuestra madre de una forma inadmisible, nos ha presentado, por decirlo así, una madre opuesta a la real, de una forma encantadora, como él sabe hacerlo, pensé, ha idealizado a nuestra madre mucho más aún que a nuestro padre, a quien al fin y al cabo había idealizado ya antes de la forma más insoportable, por cálculo. Y lo que nos ha dicho a nosotros, a mis hermanas y a mí, pensé ahora, conduce también, en el fondo, a una idealización de nosotros mismos, una idealización totalmente inadmisible que, sin embargo, yo he calado, pensé, que no se me ha escapado porque, entretanto, tengo buen oído para los acentos de Spadolini. El Spadolini calculador era el que se sentaba frente a nosotros en esa cena, el Spadolini calculador fue con nosotros a la Orangerie para representarnos entonces en la Orangerie una comedia fúnebre igualmente calculadora, pensé. Y ha idealizado Wolfsegg, porque el Wolfsegg que nos describe no tiene nada que ver con el real. El hombre de Iglesia, ya en sus primeras horas aquí, ha hecho florecer su indescriptible arte del cálculo, pensé, su calculado arte de la falsificación, ante nuestros ojos y oídos, por decirlo así, ha hecho de zoquetes, intelectuales, y de malvados, santos, de analfabetos, filósofos y de verdaderamente abyectos, caracteres elevados. De la fealdad, belleza, de la abyección y bajeza, grandeza interior y exterior, de seres inhumanos por decirlo así, seres humanos, para ser exactos. De un país atroz, un paraíso y de un pueblo embrutecido, uno digno de admiración. Spadolini ha levantado a los muertos ahí expuestos a una altura que en ningún sentido les corresponde. Los ha falsificado básicamente, pensé, y nos ha vendido esa falsificación de una forma totalmente inadmisible, como real y verdadera. Por decirlo así, ha abusado de nuestros ojos y oídos al engañarlos deliberadamente, sólo para presentarse lo más favorablemente posible, para quedar lo más tranquilo posible, ponernos de su parte, lo que, sin embargo, ha sido un completo error por su parte, me dije, porque ha llevado demasiado lejos sus falsedades y falsificaciones. Spadolini nos ha subestimado, pensé, también a mis hermanas, que en definitiva no son tan tontas como para dejarse sugerir e imponer por Spadolini ahora unos padres, y por añadidura un hermano, magníficos y dignos de elogio, lo que tampoco fueron nunca para ellas, para eso no son suficientemente tontas, para dejarse engañar por Spadolini, para caer, por decirlo así, en la trampa de sus falsificaciones, pensé, también mis hermanas han tenido sin duda la sensación de que Spadolini disparataba, de que no estaba soltando más que un disparate oportunista y superficial, lo mismo que es costumbre en esas situaciones que los deudos, en presencia de la muerte, como suele decirse con tan mal gusto, hagan de repente deliciosos a los difuntos que, sin embargo, durante toda su vida, fueron intragables e insoportables. También él se ha sometido a la norma, me dije, de presentar a los muertos bajo una luz que no les sienta bien, pensé, Spadolini ha puesto ahora a los difuntos expuestos bajo una luz tan clara que resultan francamente poco apetitosos. El muerto ha llevado una vida real, me dije ahora, sea la que fuera, y nadie tiene derecho a falsificarla, a convertir de repente la naturaleza que fue en una antinaturaleza, porque le resulte útil, porque con ello quiera presentarse en escena favorablemente. Spadolini ha querido presentarse en escena favorablemente con la descripción de mi madre, como con la descripción de mi padre, como con la descripción de mi hermano, pensé. El hombre de Iglesia se ha presentado en escena favorablemente, de una forma que me ha horrorizado todo el tiempo, ésa es la verdad, pensé. Spadolini ha creído probablemente que éramos tan primitivos como para dejarnos engañar por él, que tenía que pintarnos a los muertos como nos los ha pintado en la mesa, deformados, del revés, pensé. Spadolini ha pintado seres humanos que nunca había visto, no ha vacilado en presentar una mentira tras otra a nuestros oídos, a nuestros ojos, que sin embargo siempre han oído bien y han visto bien, según pienso, y por consiguiente algo totalmente distinto que Spadolini. Spadolini es el falsificador nato, me dije ahora, el oportunista nato, por consiguiente el Príncipe de la Iglesia nato. De repente comprendí por qué había hecho Spadolini una carrera tan increíble, por qué se había desarrollado ésta tan vertiginosamente deprisa, hasta las más altas alturas. Ésa es la ventaja que tiene Maria sobre mí, pensé, su mirada realmente insobornable que no se deja engañar por ningún signo exterior, nunca se ha dejado engañar por los signos exteriores de Spadolini, por su arte depurado de la persuasión, pensé. Nunca, pensé. Maria ha valorado siempre exactamente a Spadolini, no lo ha admirado como yo, siempre se ha sentido repelida por él. Spadolini me resulta antipático, para ti es peligroso, me ha dicho muy a menudo. Spadolini es peligroso para todo lo que toca, ella lo ha llamado siempre también el peligroso Spadolini. Hoy hemos tenido a la mesa a ese peligroso Spadolini, pensé. Tenemos en la casa al que Maria califica de peligroso Spadolini, pensé. Canonizamos enseguida a los muertos para sentirnos seguros y tranquilos ante ellos es también una frase de Maria, pensé. Como tantas veces, pensé que me había equivocado con Spadolini. El repulsivo Spadolini. Al fin y al cabo, en este estado estoy también en Roma una y otra vez, me siento repelido por Spadolini, y luego, al día siguiente, a la hora siguiente, otra vez fascinado por él. Esas personas repelen continuamente y fascinan otra vez, pensé. Spadolini es un ejemplo de una persona que repele y fascina y, muy a menudo, no estamos seguros de si estamos ahora fascinados por él, o repelidos, debemos, podemos dejarnos fascinar ahora por él o tenemos que sentirnos repelidos por él. Sin embargo, no podemos renunciar a una persona así, nos decimos, y yo nunca he podido renunciar a Spadolini. Luego, en Roma, pensé, iré otra vez a verlo y me dejaré repeler y fascinar, pero sin embargo siempre me dejaré más fascinar que repeler y él es para mí el Indispensable, pensé. Yo sólo he tenido siempre al Spadolini indispensable, pensé y, al mismo tiempo, que en aquel instante, sin embargo, el repelente estaba en la habitación de mi padre, ocupado probablemente a su estilo, a su estilo spadoliniano, en llevar adelante tanto como podía, hasta el límite, sus cálculos en relación con el mundo. Spadolini va siempre en sus cálculos hasta el límite, no tiene miramientos consigo mismo, pensé, antes de irse a la cama se traga media docena de pastillas y se observa en el espejo. Posiblemente lleva el camisón de seda que mi madre le compró, duerme con él, las faltas de gusto de Spadolini son las opuestas a las faltas de gusto de nuestra madre, pero son faltas de gusto. Durante la cena, él ha evitado penosamente, como suele decirse, recordar, por algún error suyo, sus innumerables encuentros secretos con mi madre, aunque al fin y al cabo conozco casi todos esos encuentros, y también mis hermanas. Yo pensaba todo el tiempo, qué hábilmente habla de un encuentro conocido, pasa de largo otro, por decirlo así desconocido, pasando de largo sencillamente también con el pensamiento, y de esa forma le ha sido posible apartar sencillamente los encuentros secretos. Pero no hubiera debido apartarlos, pensé, ha sido mucho más penoso, como suele decirse, apartar precisamente esos encuentros secretos que hablar de ellos abiertamente, Spadolini se habría ahorrado entonces mucha tensión nerviosa, pensé, hubiera podido contarlo todo mucho más tranquilamente, no hubiera tenido que presentar con una prudencia tan excesiva sus esbozos ante nosotros, que al fin y al cabo sabemos posiblemente más sobre sus encuentros secretos con nuestra madre que sobre los, por decirlo así, difundidos. Pero Spadolini ha sido siempre un hombre excesivamente prudente, y precisamente por ello el Admirable, no sólo el por mí admirado, pensé, no sólo el diplomático nato. Spadolini ha hablado de la excursión al Etna, pensé, que fue interesante, pero sin embargo no tan interesante como la excursión a Siracusa, como la excursión a Trapani, por no hablar del viaje a Malta que hizo con mi madre, a mis espaldas. Contar esos viajes y excursiones hubiera sido indudablemente más interesante, en cualquier caso para mí, aunque también mucho más penoso para él, Spadolini, pensé. Tuve que pensar en las muchas cuentas de hotel que nuestra madre se dejaba una y otra vez en su habitación, en las que siempre se incluía a dos personas, esa segunda persona era Spadolini, al que mi madre, en todos esos viajes y excursiones, lógicamente, como suele decirse, mantenía. El arzobispo viajaba a costa de ella y ella se salía con la suya. Al mismo tiempo yo pensaba que, sin embargo, había que sentirse altamente conmovido al pensar que ella hizo excursiones y viajó con Spadolini durante más de treinta años y, en ese tiempo, ni Spadolini se cansó de ella ni mi madre de Spadolini, como me consta, su relación no se debilitó nunca, al contrario, al envejecer los dos sólo se intensificó. Para mi padre esa relación fue siempre conveniente, pensé, gracias a ella pudo reprimir a mi madre cada vez más. Mi padre era el resignado consciente que, en ese papel, que representaba en secreto, también delante de los dos, resultaba magnífico, como me consta. Mi padre no tuvo nunca nada contra esa relación, quizá muy al principio, pero sin embargo debió de pensar que la culpa era suya, porque fue él quien presentó a mi madre a Spadolini, de quien tenía que saber cómo era. Mi padre contempló durante treinta años, con la mayor naturalidad, cómo evolucionaba esa relación desde una relación infame y turbulenta hasta una necesaria para la existencia, como tenía que pensar, tranquilizado, a la que había que dejar en paz. Spadolini, durante la cena, se había guardado todo lo que realmente le resultaba más querido de su relación con nuestra madre, sólo mencionó y ponderó lo accesorio, eso nos lo echó, por decirlo así, como pasto, dejándoselo quitar, pero no lo que le era precioso. Sin embargo, Spadolini hubiera podido decirlo todo tranquilamente y, por consiguiente, reconocerlo, pensé, al fin y al cabo nosotros estábamos en el secreto desde hacía años y, por ello, nos tuvo que resultar penoso una vez más su comportamiento, cuando para nosotros, desde hacía tiempo, nada nos resultaba ya penoso. Pero Spadolini no había llegado a pensar que sabíamos más que él, me dije, que desde hacía tiempo habíamos sacado conclusiones de ese saber más, cada uno por su cuenta, yo a mi modo, mis hermanas al suyo y que para nosotros era ya cosa pasada lo que para Spadolini seguía siendo una razón para guardar reserva, quiero decir para cerrarse y encerrarse, para guardar el secreto. En ese sentido, resultaba también ridículo ser testigos de los recuerdos que Spadolini tenía de nuestra madre. Spadolini se las arreglará muy bien sin nuestra madre en el futuro, pensé ahora, en el fondo hace tiempo que ha terminado con ella, sólo tiene aún pendientes las formalidades de los funerales, pensé. En Roma me contará aún muchas historias de mi madre, pensé, tomará a mi madre como pretexto para recibir también de mí más dinero, como pensé de repente, para sacármelo por el rodeo de mi madre muerta. Sin embargo, ese pensamiento me horrorizó al instante y me horroricé profundamente de mí mismo, y me habría sentido feliz si no lo hubiera pensado pero, en el curso de mis reflexiones en relación con la cena con Spadolini, no había podido ya contenerlo ni apartarlo. Tenía que ser pensado, me dije, como tantos otros pensamientos que no quieren ser pensados pero tienen que ser pensados por nosotros. No había que pensar en dormir y, como es natural, tampoco quería tomar ninguna pastilla, teniendo en cuenta el madrugón que me esperaba, de forma que traté de pasar el tiempo leyendo, ese método acreditado millones de veces, al que me he acostumbrado desde hace decenios. Pensé en Kierkegaard y en su Enfermedad mortal y, como tenía idea de que el libro se encontraba en la librería más próxima a mí, la de arriba a la derecha, salí de mi cuarto, haciendo el menor ruido posible, para buscar el libro de Kierkegaard, había leído la Enfermedad mortal hacía muchos años, por lo menos veinte. Sin embargo, al ir hacia la biblioteca me pareció ridículo querer leer precisamente la Enfermedad mortal y precisamente un libro de Kierkegaard, teniendo en cuenta las circunstancias y, consciente de que Spadolini estaba en la proximidad más próxima, que realmente era una idea perversa querer leer entonces a Kierkegaard y su Enfermedad mortal, pensé, y me di la vuelta ya antes de la biblioteca, porque me pareció absurdo, en general, leer cualquier libro entonces; la verdad es que no podía imaginarme qué libro podría interesarme realmente, incluso cautivarme, pensé quizá un Jean Paul, un Börne, luego quizá un Kleist, quizá Heine, pensé otra vez, o directamente un Schopenhauer, pero no había sido buena la idea de querer leer algo, en general, en lugar de quedarme tranquilamente en mi cuarto y, sencillamente, reflexionar; cuánto tiempo hace que no me he estado tranquilo, reflexionando sencillamente, me dije, y volví a mi cuarto, me senté y, con las piernas estiradas, cerré los ojos. Sin embargo, estaba ya demasiado intranquilo para poder quedarme sentado tranquilamente mucho rato en el sillón, había perdido la ocasión, ya no era posible, de forma que me levanté y fui de un lado a otro por mi cuarto, pero tampoco con ese ir de un lado a otro podía tranquilizarme, porque tenía continuamente en la cabeza el pensamiento de cómo pasar la noche, aquella noche indudablemente más terrible que todas las noches, como pensé, que no acabará nunca, sin que pueda hacer nada para acortarla, ya puedo reflexionar lo que quiera que no podré acortarla, y la verdad es que nada temo más que esas noches que no acaban nunca, que no pueden acortarse, yo, que me domino y que, desde hace ya tiempo, no tomo ya pastillas; apenas pienso que no podré dormirme son ya las doce y media o la una y media de la madrugada, y entonces no tomo ninguna pastilla y el problema se resuelve, porque ahora no puedo tomar una pastilla de ningún modo, según pensé, porque tenía que levantarme como muy tarde a las cuatro para iniciar el día de los funerales. Abrí la ventana para dejar entrar aire fresco pero no entró aire fresco, el aire que entró era cálido y pesado. Curiosamente, el aire de la habitación era más puro que el de fuera, y cerré otra vez la ventana. Spadolini puede permitirse tomar una pastilla, pensé, lo envidié por eso, él puede quedarse en la cama hasta las ocho o las nueve, pensé. Y mis hermanas han dormido siempre bien, las muy tontas, pensé. En su vida han tomado nunca una pastilla. Sin embargo, como no podía tomar una pastilla ni quería leer nada, porque en aquel momento me asqueaba también cualquier clase de literatura, también la francesa, incluso la inglesa, según pensé, de la que normalmente, cuando no soportaba ya la alemana, abusaba sin más, por decirlo así como medio de superar la noche, según pensé, tenía que ocurrírseme algo distinto, porque quedarme sencillamente allí sentado o ir de un lado a otro resultaba por una parte insuficiente, y por otra imposible, como al fin y al cabo había visto ya. Pensé si no sería mejor salir del cuarto e incluso de la casa, y me puse la chaqueta y salí del cuarto y bajé al vestíbulo. Eché una ojeada a la cocina, en donde las chicas de la cocina no habían recogido en absoluto el bufé totalmente revuelto por los invitados, lo que me dio que pensar, porque eso revelaba una negligencia de las chicas de la cocina y naturalmente, de forma indirecta, también una negligencia de mis hermanas como señoras, en cualquier caso una situación de descuido que habría que cambiar, y descubrí que la pila de periódicos seguía estando sobre la mesa. Me senté a la mesa y cogí los periódicos tal como me venían a las manos, y creí poder leer y mirar ahora esos periódicos con tanta desenvoltura como hacía unas horas mi cuñado, que al fin y al cabo me había enseñado ya cómo podían leerse esos periódicos con desenvoltura y sin vergüenza, pero yo no estaba en condiciones de hacerlo. Mientras que mi cuñado había sido literalmente absorbido por los periódicos, incluso de la forma más desvergonzada, yo me sentí inmediatamente repelido por esos mismos periódicos, lo que me había imaginado como placer no era de pronto más que nauseabundo, y tiré los periódicos y salí de la cocina. En el vestíbulo flotaba el olor de las personas que pasaban aquí la noche, según me pareció, sobre todo el olor de la tía del Titisee. La capilla tenía el olor de la tía del Titisee cuando entré. Posiblemente eran ya hacia las doce, ya no lo sé. La capilla me había dado siempre miedo, porque, como queda dicho, me había parecido siempre una sala de juicios, no sólo de niño, también más tarde, ya de mayor, y ahora tenía la misma sensación de que no podría quedarme más tiempo en ella sin verme afectado, de forma que tuve que salir. La chaqueta me daba ahora demasiado calor, me la quité, me la eché sobre los hombros y me dirigí a la Orangerie atravesando el parque. La Orangerie estaba naturalmente abierta y pensé, el parque entero está ya lleno del olor a putrefacción que despiden los cadáveres. Entraré sencillamente en la Orangerie, pensé, y entré en ella. Los cazadores, que seguían estando allí y no habían sido relevados, se cuadraron inmediatamente cuando me vieron entrar, mi entrada los había sorprendido por completo porque me había acercado a la Orangerie muy silenciosamente. Esas gentes son personajes teatrales, pensé al verlos, quien los tiene en sus manos puede hacer con ellos lo que quiera, en definitiva cumplirán cualquier orden, también la de menos sentido, la más absurda, al fin y al cabo es lo militar que hay en ellos, pensé, se les ordena salir y obedecen, se les ordena entrar y obedecen, se los envía a la muerte y obedecen. Mi padre seguía siendo aún para ellos el Coronel, pensé, que al fin y al cabo fue en la guerra, en la época nazi. Sin embargo, el Coronel no ha caído, por decirlo así, conforme a su rango, en el llamado campo del honor, sino que ha resultado muerto por el choque de su cabeza contra el parabrisas de su coche en el cruce de carreteras de Lambach, pensé. Otra vez quise saber si habían cambiado los bloques de hielo y si había simplemente suficientes bloques de hielo, pero para ello no hice un gesto, como hubiera sido natural, a uno de los cazadores para que se acercara, sino que me dirigí a uno de los dos y le pregunté si habían cambiado los bloques de hielo y si, simplemente, había suficientes bloques de hielo, a lo que me respondió el cazador que montaba la guardia diciendo que sí con la cabeza. Mientras hablaba con el cazador, me había sometido totalmente al ceremonial implantado allí por mis, en resumen, diligentes hermanas. Según nuestro antiguo plan de capillas ardientes y funerales. Otra vez no pude dominarme e intenté levantar la tapa del féretro de mi madre, pero la tapa estaba realmente bien atornillada. Lo penoso de ser observado por los dos cazadores al intentar levantar la tapa me resultaba ahora ya indiferente, lo había aceptado. Al fin y al cabo, ya no sabemos lo que hacemos, me dije, cuando tenemos los nervios tensos al máximo, de forma que creemos que pueden rompérsenos en cualquier momento. Después de retroceder desde los féretros y únicamente para no resultar imposible ante los cazadores al dejar al instante despreocupadamente la Orangerie, me inmovilicé otra vez ante los féretros, pero pensando sólo que los cazadores son repugnantes, los más repugnantes que existen, que no soporto ya ver sus uniformes, que detesto sus rostros y sus fisonomías me han sido siempre antipáticas, y de repente tuve miedo del día que se acercaba. Pero todo irá como una seda, me dije enseguida con palabras de mi hermana Caecilia, que en las últimas horas había dicho ya varias veces como una seda, según pensé, en lo que se refiere a las formalidades de los funerales. Puedo confiar totalmente en mis hermanas, me dije, sobre todo en Caecilia. Seguro que ella no duerme, está echada en la cama y ve desfilar ya por delante de ella el cortejo fúnebre, vigilándolo de la forma más minuciosa. Y no se le escapará nada que sea molesto o pueda hacer un efecto molesto, pensé. El arte de la composición, del arreglo, lo ha heredado Caecilia de nuestra madre, pensé, por decirlo así, de la escenificación. Y va a escenificar los funerales exactamente igual que los hubiera escenificado nuestra madre. Y al hacerlo, tendrá siempre la sensación de que nuestra madre vela por que todo se escenifique como ella quiere y no de otro modo. Se representan unos funerales, pensé, los funerales, además, de nuestros padres y nuestro hermano, puesta en escena: Caecilia, en aquel instante vi ya un anuncio de teatro en el que se indicaba exactamente lo que se iba a representar. Título, actores, puesta en escena y así sucesivamente, pensé. Los cazadores no habían perdido su dominio, ni yo tampoco, porque me quedé bastante rato ante los féretros, imaginándome el estreno que me esperaba aquella mañana, escenificado por mi hermana, y disfrutando incluso de él. De pronto pensé, qué ocurriría si, a pesar de todo, se abriera la tapa del féretro de mi madre y obligara a Spadolini a mirar el contenido del féretro, pero interrumpí ese pensamiento, violentamente. Para no dejar que surgiera de nuevo, salí de la Orangerie. Pero el aire fuera era ahora casi peor que antes, sofocante, casi irrespirable. Creí que si iba entonces a la Villa de los Niños, por primera vez de nuevo solo, mi estado de ánimo mejoraría, y fui a la Villa de los Niños pero antes me detuve aún en la Granja. Los animales yacían en los establos como muertos, su vista era nauseabunda, yo no soportaba las emanaciones de los cuerpos de los animales, no era como Johannes a quien siempre atrajo el olor de los animales, a quien le gustaba ese olor. No soy Johannes, pensé. Tampoco se desprendía para mí ninguna calma de los animales, como todo el mundo pretende siempre que se calma con los animales, al contrario, siempre me ponía nervioso cuando estaba con los animales y tenía que respirar el olor de esos animales. Con el llamado amor a los animales no he tenido nunca ninguna relación, y con el paso del tiempo tampoco lo he aprendido. Los animales me han angustiado siempre. Mis sueños estaban siempre poblados de animales que me acometían y me devoraban, mi infancia me produjo siempre esos horribles sueños de animales. Una y otra vez he comprobado que, a diferencia de Johannes, los animales siempre me han causado inquietud, miedo y espanto, como suele decirse. Todavía hoy me persiguen, me atacan o me devoran los animales en mis sueños. Sin embargo, una y otra vez he intentado calmarme con los animales, porque todos los demás lo consiguen, según he pensado al respecto, pero mis esfuerzos en esa dirección, puedo decirlo, han fracasado toda mi vida. Por lo menos inquietantes me han resultado siempre los animales, hasta los más pequeños, los más insignificantes, y todavía seguía temiendo el contacto con los insectos, por ejemplo, por no hablar de los peces, que mi hermano capturaba él mismo con el mayor placer, los agarraba por la cola para romperles la cabeza y los arrojaba, todavía hoy veo a menudo los peces muertos por mi hermano bajar por el arroyo que hay detrás de la Villa de los Niños, con sus costados expuestos a la luz del sol centelleando plateadamente. Los niños de los criados no daban ninguna importancia a cortarles la cabeza a las gallinas en el tajo, al contrario, les producía el mayor placer, y también a Johannes, a quien se lo habían prohibido nuestros padres, pero que precisamente por ello lo hacía muy a menudo para su propio placer, cortar la cabeza a las gallinas. Ya de niño conseguía de un solo golpe de cuchilla cortarle la cabeza a una gallina y mirar cómo el cuerpo de la gallina, separado de la cabeza, volaba aún por el aire unos veinte o treinta metros en su loca agitación mortal. A Johannes le causaba también siempre el mayor placer mirar cómo mataban a los cerdos y cuando se sacrificaban vacas para nuestro puchero, como decía siempre nuestro padre. Yo lo he mirado asombrado y asistido también, pero nunca me ha causado el placer que a Johannes, a mí todo eso me ha espantado siempre, pensé. No soy Johannes. En la vaquería conté de una sola ojeada noventa y dos reses, la cifra ideal, así mi padre. Por lo menos aquí la explotación está aún intacta, pensé. Las conducciones de leche por encima de las cabezas de las vacas costaron trescientos ochenta mil chelines, pensé, lo recordé, mi madre lo había subrayado una vez especialmente. Naturalmente, pensé, vale la pena echar una ojeada a la lechería. Luego fui a la Villa de los Niños. Realmente habían dejado abiertas todas las ventanas de la Villa de los Niños, pensé, pero no porque yo hubiera dicho que las ventanas debían permanecer abiertas durante días, sino porque se habían olvidado de cerrarlas. No ha habido tormenta, pensé, pero indudablemente una tormenta así flota en el aire. Ahora tampoco puedes ir ya a buscar a Alexander, pensé, y me senté en el banco de la Villa de los Niños. Si hubiéramos tenido también a Alexander en la cena, Spadolini no se hubiera explayado tanto, pensé. La cena se hubiera desarrollado de una forma totalmente distinta, Spadolini se hubiera mostrado muy distinto. Alexander, sencillamente, hubiera soltado la carcajada y dejado a Spadolini en ridículo ante muchas observaciones de Spadolini, que hubiera tenido que seguir una táctica totalmente distinta en presencia de Alexander. Spadolini me pareció entonces el malo, Alexander el bueno. Pero si digo que Alexander es el bueno y Spadolini el malo, pensé, tampoco es justo. Por lo que se refiere a Alexander, su hombre bueno, por decirlo así, oculta muchas cosas malas que nunca se ven. Por ejemplo, una brutalidad francamente obstinada, que Alexander utiliza cuando quiere imponer a alguien su pensamiento, la forma en que, a quien no le complace, lo castiga con un silencio de días enteros, se encierra en su habitación, amenaza con suicidarse, ese hombre bueno es un hombre amenazador, brutal, pensé, que, por algún pensamiento indudablemente ridículo por él pensado, puede llevar a un hombre a la desesperación y, llegado el caso, matarlo, pensé. Pero ese Alexander diabólico queda oculto por el querido, siempre amable, siempre servicial. Si contemplamos cierto tiempo a un hombre, por amable que sea, aunque sólo sea en nuestra cabeza, en lo que no juega ningún papel la distancia que separa al contemplado de nosotros, se convierte, cada vez más, de hombre bueno en malo, no nos damos tregua hasta haber hecho de un hombre bueno, amable, uno malo, indigno, cuando nos conviene, porque estamos dispuestos a ese abuso, como al fin y al cabo estamos dispuestos a toda clase de abusos, para, por ejemplo, salvarnos de estados de ánimo horriblemente torturadores en los que hemos caído sin saber por qué. Realmente, al fin y al cabo al instante, pensé, probablemente porque Spadolini no me bastaba ya, y tampoco todos los demás me bastaban ya para ello, abusé de Alexander a fin de salvarme, me apoderé del buen Alexander sencillamente y lo transformé para mis fines, poco a poco, en un hombre malo, malvado, como todos los demás que me habían parecido antes apropiados para ello. No nos basta ya con la lectura, tampoco con ir-de-un-lado-a-otro, tampoco con mirar-por-la-ventana, de forma que tenemos que recurrir a nuestros amigos más íntimos y entrañables para salvarnos de un estado de ánimo despiadado, pensé. Eso lo observaba en mí una y otra vez, que cuando ese estado de ánimo despiadado se apodera más o menos totalmente de mí, voy tomando sencillamente, una tras otra, a todas las personas imaginables, para despedazarlas y denigrarlas en mi cabeza, destruirlo todo en ellas para salvarme, sin dejar de ellas más o menos el menor elemento positivo para, en definitiva, poder respirar de nuevo. Cuando no fueron ya mis padres y mis hermanas, porque no me bastaban ya, pensé, y tampoco Johannes y todos los demás, he sido yo mismo, como último recurso y consecuencia, el destruido por mí a mi manera, que puedo calificar después de todo como la más brutal de todas. Y entonces, en ese momento, era precisamente Alexander, porque mis hermanas y Spadolini y mi cuñado no bastaban ya para mi abuso. Ésa es la verdad. Para aliviarnos, la verdad es que marchamos realmente sobre cadáveres, pensé ahora. En la Villa de los Niños buscaba mi infancia, pero naturalmente no la encontré. ¿Con qué fin exactamente, pensé, voy a restaurar la Villa de los Niños? Cuando ya no hay nadie que pueda disfrutar de la Villa de los Niños, aprovecharla, pensé y, luego, que era absurdo, como me había propuesto hasta ese instante, restaurar la Villa de los Niños, volver a hacer de ella la Villa de los Niños que fue en otro tiempo para nosotros los niños, pensé, eso es absurdo, simplemente pensarlo, porque la infancia no se puede restaurar ya al restaurar la Villa de los Niños, pensé, había creído que, al restaurar de arriba abajo la Villa de los Niños, al renovarla, como dicen mis hermanas, restauraría otra vez mi infancia, la renovaría por decirlo así de arriba abajo. Mi infancia está ahora tan abandonada como la Villa de los Niños, pensé. Las habitaciones de mi infancia han sido vaciadas y dilapidadas, han sido saqueadas exactamente igual que la Villa de los Niños, pero mi infancia no como la Villa de los Niños, por mi madre, sino por mí mismo, yo he saqueado y dilapidado mi infancia con una brutalidad mucho mayor aún que mi madre la Villa de los Niños, sobre todo malvendido los más hermosos objetos de mi infancia, exactamente igual a como mi madre los más hermosos objetos de la Villa de los Niños, y de nada sirve ya que abra de par en par las ventanas de mi infancia, sería tan ridículo como abrir las ventanas de la Villa de los Niños, pensé. He explotado mi infancia hasta lo último. Buscamos por todas partes nuestra infancia y sólo encontramos por todas partes el famoso vacío absoluto, pensé, creemos, cuando entramos en una casa en la que hemos pasado horas o incluso días tan felices de nuestra infancia, que miramos esa infancia, pero sólo miramos el famoso-tristemente famoso vacío absoluto. Entro en la Villa de los Niños quiere decir sólo, al fin y al cabo, que entro en el vacío absoluto, lo mismo que, si entro en el bosque en el que fui tan feliz en mi infancia, no significa otra cosa que entrar en el famoso vacío absoluto, lo mismo que cuando entro en todas partes en donde fui feliz de niño y sólo se me muestra el vacío absoluto. Dilapidamos nuestra infancia como si fuera inagotable, pero no lo es, pensé, se agota muy pronto y sólo deja atrás ese famoso vacío absoluto. Pero eso no me pasa sólo a mí, pensé, eso le pasa a todo el mundo y sentí como consuelo instantáneo que ese conocimiento no se le evitara a nadie, en ese instante concedí ese conocimiento a todo el mundo. Buscar nuestra infancia, cuando somos más viejos o viejos, no es otra cosa que mirar el famoso-tristemente famoso vacío absoluto, que nos horroriza más que cualquier otra cosa. En ese sentido había sido una suerte tener la idea de entrar en la Villa de los Niños creyendo que, con ello, entraría en la infancia misma, que eso era posible, lo que ahora se había revelado como error saludable, porque, a partir de ahora, no creeré ya que sólo necesito entrar en la Villa de los Niños para entrar en mi infancia. Que sólo necesito entrar en el bosque de mi infancia para entrar ya en mi infancia, entrar en el paisaje de mi infancia y creer que entro otra vez en mi infancia, porque sólo entro en ese famoso-tristemente famoso vacío absoluto. Y no me expondré más a esa espantosa confrontación con ese famoso-tristemente famoso vacío absoluto, pensé. En Roma me parece cada vez, cuando pienso en Wolfsegg, que sólo tengo que ir a Wolfsegg para entrar en mi infancia. Y esa idea se ha revelado siempre como un error, como un error totalmente innoble, abyecto, pensé. Si visitas a tus padres, he pensado a menudo en Roma, visitarás a los padres de tu infancia, pero al final habrás visitado sólo ese famoso-tristemente famoso vacío absoluto al visitar a tus padres. No puedes visitar ya tu infancia porque no existe ya, me dije. La Villa de los Niños te muestra sin piedad que tu infancia no es ya posible. Tienes que resignarte a ello. En general, cuando te vuelves, no ves más que el vacío absoluto, pensé, no sólo en lo que a tu infancia se refiere, da igual lo que sea, cuando ha pasado, no es más que el vacío absoluto, me dije. Por eso es bueno que no te vuelvas ya en absoluto, no debes hacerlo, aunque sólo sea para protegerte a ti mismo, no volverte ya, eso debes saberlo, pensé ahora. Si te vuelves hacia el pasado, sólo ves el vacío absoluto, pensé, si miras hacia el ayer, no es ya más que el vacío absoluto, pensé, incluso cuando miras el instante que acabas de vivir no ves ya más que el vacío absoluto. Has querido entrar en la Villa de los Niños para entrar en tu infancia, pensé, que durante decenios has tirado por la ventana como si fuera inagotable, agotándola así por completo, la has gastado sin reflexionar, pensé. Has cedido a un sentimentalismo totalmente primitivo y, después de haber agotado totalmente todas tus otras posibilidades, has tenido esa idea sobre la Villa de los Niños. Pero esa idea se muestra ahora en todo su horror y terror, la Villa de los Niños es de repente una pesadilla. Al pensar y decir además a tus hermanas que harías restaurar la Villa de los Niños, creíste realmente que era posible restaurar, al mismo tiempo que la Villa de los Niños, también tu infancia. Por decirlo así has creído realmente que, lo mismo que la Villa de los Niños, podías hacer pintar también tu infancia, por decirlo así limpiarla de arriba abajo, ponerle un tejado nuevo, etcétera. Cuando, sin embargo, has vivido ya cien veces con esa forma de pensar la derrota de tu infancia, pensé, porque eso de hacer restaurar la Villa de los Niños y, al mismo tiempo, tu infancia, no es la primera vez que se te ocurre, pensé. Eso lo has practicado ya a menudo, has impuesto también esa idea a otros y has visto cómo fracasaban con esa idea, con esa idea más absurda que cualquier otra. De un modo totalmente consciente los has empujado a esa forma de pensar condenada al fracaso, les has silenciado tu cruel experiencia con esa idea más absurda que todas las ideas absurdas y, con ese silencio, los has dejado solos. Infame. Dejé atrás la Villa de los Niños y fui a la Oficina. La Casa de los Cazadores no estaba cerrada, probablemente para que los cazadores pudieran entrar y salir libremente, teniendo en cuenta que montaban guardia junto a los féretros, pensé. Que, con toda seguridad, no iría como mi padre todos los días a la Oficina ni me quedaría allí para despachar la correspondencia comercial, hablar con el granjero al que hubiera llamado, con los empleados en general en aquel aire sofocante. No consideraré como mi padre la Oficina, en el futuro, como mi auténtico espacio vital, pensé. Los archivadores no comprimirán mi existencia como comprimieron la existencia de mi padre, aplastándolo por fin. Los archivadores comprimieron al principio la existencia de mi padre, pensé, y luego se precipitaron un día sobre él y lo aplastaron. No es imaginación, pensé, es la realidad. La correspondencia comercial hizo de mi padre un esclavo de la explotación comercial, sometiéndolo totalmente a esa diaria correspondencia comercial, pensé. Sus padres, mis abuelos, lo encerraron al principio en la Oficina, y luego la Oficina, sencillamente, lo aplastó, pensé. A mí no me aplastará, no me dejaré aplastar por ella, pensé. No encendí la luz para no ser descubierto. Pero naturalmente los cazadores han notado hace tiempo que estoy en la Oficina, pensé. Nunca pondré el pie en la Oficina como agricultor, no soy agricultor, la agricultura no me interesa en absoluto. En uno de los archivadores se conservarán también los datos sobre cuándo y cuánto me han enviado desde Wolfsegg en todos estos decenios que llevo fuera de Wolfsegg. Me levanté y busqué el archivador correspondiente, pero no encontré ninguno con mi nombre. Todos los nombres imaginables estaban escritos en los diversos archivadores, pero no el mío. ¿Cómo es realmente de grande la enorme suma de que hablaba siempre mi padre, la enorme suma que mi madre, pero más malignamente aún mis hermanas, me han reprochado siempre? Que yo me había dejado siempre mantener por Wolfsegg, no había vacilado en exigir cada vez más de la caja de Wolfsegg, las había poco a poco extorsionado, como dicen ellas, pensé. Ahí, me dije, debe estar el archivador en que está consignada la enorme suma, ahí, ahí, ahí, pero no lo encontraba. Saqué varios archivadores, los hojeé, pero no encontré el correspondiente y mortal para mí, porque recordé que mi madre me había dicho una vez que me moriría al instante si viera lo alta que era ya la suma que habían gastado en mí. En el vago, pensé, como siempre me llamaban, el que abusa de Wolfsegg para sus fines dudosos, incluso nauseabundos, para sus nauseabundos fines intelectuales, según pensé. Mi querido hijo se pasea por Roma mientras aquí trabajamos, decía mi padre a todo el mundo cuando estaba mal dispuesto hacia mí y, en los últimos años, cuando resultó evidente que yo no tenía intención de volver ya a Wolfsegg y me quedaría en Roma, en cualquier caso muy lejos de Wolfsegg, en una región intelectual por decirlo así, mi padre sólo estaba siempre mal dispuesto hacia mí, pensé. No vacilaba en denigrarme delante de todo el mundo a causa de la mensualidad que me pasaba y que me correspondía, como pensé ahora. En cuántas tonterías tiraban ellos siempre el dinero por la ventana, pensé, si pienso sólo en la manía de los vestidos de mi madre, en la hipócrita manía de subvencionar asociaciones de mi padre y en la manía de los barcos de motor y de vela de Johannes, que costaban mucho más dinero que yo jamás. Es verdad, pensé, que mis hermanas han sido siempre las que menos han costado, pero tampoco valen más, pensé. Lástima de cada groschen que se les ha puesto en la mano, pensé. Mi padre se encontraba más o menos a sus anchas en esa espantosa oficina mal ventilada. Esa tabla del escritorio era, por decirlo así, la tabla de salvación con la que se salvaba de los suyos escribiendo cartas de negocios tan absurdas como la que, de su puño y letra, había todavía sobre el escritorio, se escapaba de los suyos. Por una parte se sentaba en el tractor y aceptaba el mal olor y la mortífera trepidación del tractor para escapar de los suyos, por otra, por la misma razón, huir, iba todos los días a la oficina. Mi padre era un hombre totalmente abandonado al final horroroso de su vida, pensé. Digno de compasión. Pero enseguida pensé también que él mismo se había puesto en esa situación digna de compasión, de forma totalmente consciente, sin hacer nada en contra. Mi padre nunca hizo nada en contra, era demasiado débil para hacer algo en contra, de lo que fuera, ese en contra no fue nunca algo de mi padre, pensé, prefirió seguir el camino lamentable de la atrofia innoble, total, pensé. Una Naturaleza tan descomunal, pensé, y una propiedad realmente tan descomunal, y mi padre llevaba una existencia tan lamentable de escritorio. La Oficina hizo de su rostro el rostro inexpresivo que últimamente tenía, pensé. La Oficina lo aniquiló, en definitiva. Los, así llamados, viajes culturales realizados dos veces al año no servían ya. Los emprendía sólo fatigado y volvía fatigado de ellos, hastiado del intento fracasado de escapar de sí mismo. Entonces su oficina era otra vez su refugio, pensé. Poco a poco, y totalmente en segundo plano, fue aniquilado por una parte por los suyos, que preveían esa aniquilación, pensé, y por otra por aquella oficina, en la que toda la estupidez burocrática se había acumulado con el único fin de aplastar a mi padre y su existencia. Sin embargo, mi padre se refugiaba también en esa estupidez burocrática, pensé, de su histérica mujer, nuestra madre, allí en la Oficina, en la que se encerraba la mayor parte del tiempo, como pensé. Sólo los cazadores tenían acceso libre a la Oficina, nadie más. Los miembros de la familia tenían que anunciarse; si llamaban a la puerta sin ser anunciados, no se los dejaba entrar, mi padre les impedía la entrada a aquellos, por decirlo así, destructores implacables. No me dejaré destruir ni aniquilar por esa oficina, pensé, no será mi refugio. No convertiré los archivadores, como mi padre, en mis compañeros silenciosos y secretos durante medios días o días enteros, y a menudo también, de la forma más repulsiva, durante medias noches o noches enteras. No será mi puente de mando, así mi padre muy a menudo sobre su oficina, pensé, y al instante sentí aún como una humillación infame hacia mí que mi padre, conscientemente o no, llamara a su oficina su puente de mando, cuando la verdad es que nunca ejerció un auténtico poder de mando en Wolfsegg, porque el mando allí sólo fue ejercido siempre por mi madre. Ella había dejado a mi padre pronunciar sin más la expresión puente de mando, incluso en sociedad, porque sabía lo ridícula que le resultaba al instante la expresión puente de mando pronunciada por él. No, no, ésta no será mi oficina, pensé. No me dejaré dominar por los archivadores. Millones de personas son dominadas por los archivadores y no pueden salir ya de esa humillante dominación, pensé. Millones de personas son oprimidas por esos archivadores. Toda Europa se deja oprimir desde hace un siglo por los archivadores y esa opresión de los archivadores se acentúa, pensé. Pronto Europa entera no sólo será dominada sino aniquilada por los archivadores. Al fin y al cabo, eso le dije también una vez a Gambetti, sobre todo los alemanes se dejan oprimir por los archivadores. Hasta la literatura de los alemanes es una literatura oprimida por los archivadores, le dije una vez a Gambetti. Todo libro alemán que abrimos y que haya surgido en este siglo, le dije a Gambetti, es un libro oprimido por los archivadores. Los alemanes escriben una literatura oprimida y ya casi totalmente aniquilada por los archivadores, le dije a Gambetti. En Alemania todo está dirigido por los archivadores, le dije a Gambetti. Y esa literatura actual, oprimida por los archivadores, es por ello, como es natural, la literatura más lamentable, nunca ha habido antes una literatura tan torpe y lamentable, le dije a Gambetti. Es una literatura de oficina ridícula, dictada por los archivadores, así me lo parece al menos cuando leo algún libro escrito hoy. Todos esos libros son infinitamente lamentables, le dije a Gambetti, porque vienen de la cabeza de personas que se dejan dominar completamente por los archivadores, durante toda su vida, Gambetti, le dije. Tenemos ante nosotros una literatura de funcionarios pequeñoburguesa, tampoco los grandes ejemplos de esa literatura alemana son otra cosa, Gambetti, Thomas Mann, incluso Musil, le dije, a quien sin embargo sitúo en el primer puesto entre todos esos creadores de literatura de funcionarios. Pero tampoco Musil ha escrito otra cosa que una lamentable literatura de funcionarios. Esa literatura es totalmente burguesa, en gran parte pequeñoburguesa, le dije a Gambetti en el Pincio, también la de Thomas Mann, también la de Musil, que al fin y al cabo se dejaron dominar completamente por los archivadores en cada línea que escribieron. Cuando leemos esa literatura, vemos cómo la escribe un funcionario, un funcionario unas veces más y otras menos pequeñoburgués, cuya pluma han guiado en el fondo y en definitiva sólo los archivadores. El granburgués Thomas Mann escribió una literatura totalmente pequeñoburguesa, le dije a Gambetti, que está destinada y escrita absolutamente también para el pequeñoburgués, los pequeñoburgueses devoran esa literatura con placer, Gambetti, le dije. Desde hace por lo menos cien años no hay más que esa que llamo literatura de oficina, una poesía de funcionarios pequeñoburguesa, le dije a Gambetti. Y sus maestros fueron Musil y Thomas Mann, por no hablar de otros. Si dejamos aparte a Kafka, le dije a Gambetti, que era realmente empleado, pero es el único que no escribió una literatura de funcionarios y empleados todos los demás no han escrito otra cosa, porque no eran capaces de ninguna otra cosa. El empleado Kafka, le dije a Gambetti, es el único que no escribió una literatura de funcionarios y empleados sino una gran literatura, lo que no se puede afirmar de todos los, así llamados, grandes escritores alemanes de este siglo, si no se quiere alinear uno con los millones de periodistas charlatanes que, desde hace cien años, han hecho de los periódicos una cocina popular periodística en la que cuecen una y otra vez hasta la saciedad sus errores, que ponen los pelos de punta, Gambetti. En el fondo, le dije a Gambetti, los alemanes no han producido en este siglo más que una literatura dominada por los archivadores, que quiero calificar francamente de literatura de archivadores para no resultar culpable en una época que, un día, comprenderá que esa literatura de archivadores es una literatura de archivadores y la vaciará donde debe estar, en los cubos de basura de la Historia de la literatura, Gambetti. Por otra parte, esa literatura hoy escrita es la nuestra, le dije a Gambetti y, lo queramos o no, tendremos que vivir con ella, porque nos la hemos prescrito, como le dije a Gambetti de una forma bastante patética, no nos queda otro remedio. Realmente, tenemos al fin y al cabo tantas, por decirlo así, cumbres imponentes en nuestra literatura, le dije a Gambetti, pero por ejemplo no podemos compararlas con Shakespeare. Gambetti me escuchó atentamente, pensé, me prestó atención, como puede decirse, pero sin embargo, según creo, no me tomó en serio, y yo pensé, qué pena que, precisamente en ese punto, en relación con la literatura alemana actual, no me tome en serio. Por lo demás, al final de mis explicaciones, por decirlo así para tranquilizarlo, le dije, salvo Maria, con ello quería decir que Maria había escrito poemas que, en pocas palabras, son mejores que todo lo demás producido en lengua alemana en su época y, por consiguiente, en la nuestra. Él pudo tomarlo por una amistosa broma encantadora por mi parte, pero yo había pensado que le decía la verdad, que siento por completo que los poemas de Maria son una cumbre de nuestra literatura, y no sólo de estos miserables decenios, sino de este siglo nuestro que, así le dije a Gambetti, pasará probablemente sin depararnos ninguna cumbre literaria, ésa es totalmente mi opinión, Gambetti, le dije, los alemanes y nosotros estamos tan debilitados, por lo menos para medio siglo, que ni ellos ni nosotros podremos producir ya una de esas cumbres. Porque creer en milagros, Gambetti, no me lo permito ya desde hace tiempo. Y mucho menos en un milagro literario. Por lo demás, le dije a Gambetti, es improbable que, al final de este siglo, este mundo, tal como lo conocemos y tenemos que digerir cada día, siga existiendo, eso lo dudo decididamente, todos los signos son de que ese mundo cambiará tanto, en el plazo más breve, que será ya irreconocible, será cambiado de arriba abajo y, realmente, destruido de arriba abajo. Todo apunta a ello, le dije a Gambetti. Pero, le dije a Gambetti, la posibilidad de error va incluida también en esa visión. Entonces Gambetti se rió, con su risa gambettiana fuerte, sin obstáculos ni inhibiciones. A menudo nos dejamos llevar de tal forma a la exageración, le dije luego a Gambetti, que consideramos luego esa exageración como la única realidad consecuente y no percibimos ya la auténtica realidad, sólo esa exageración desmesuradamente llevada al extremo. Desde siempre me ha aliviado ese fanatismo de la exageración, le dije a Gambetti. A veces es la única posibilidad, es decir, cuando he transformado ese fanatismo de la exageración en arte de la exageración, de salvarme de la miseria de mi estado de ánimo, de mi hastío intelectual, le dije a Gambetti. Me he adiestrado tanto en ese arte de la exageración que, sin más, puedo calificarme del mayor artista de la exageración que conozco. No conozco a nadie más. Nadie ha llevado nunca tan lejos su arte de la exageración, le dije a Gambetti, y luego que, si me preguntaran un día de improviso qué soy realmente y en secreto, sólo podría responder eso, el mayor artista de la exageración que conozco. Entonces Gambetti soltó otra vez su risa gambettiana y me contagió esa risa gambettiana, de forma que esa tarde nos reímos los dos en el Pincio como nunca nos habíamos reído antes. Pero también esa frase es, naturalmente, una exageración, pienso ahora, mientras la escribo, y característica de mi arte de la exageración. Aquel día le dije a Gambetti que el arte de la exageración es un arte de la superación, a mi parecer, un arte de superar la existencia, le dije a Gambetti. Mediante la exageración, finalmente mediante el arte de la exageración, soportar la existencia, le dije a Gambetti, hacerla posible. Cuanto más envejezco, tanto más me refugio en mi arte de la exageración, le dije a Gambetti. Los grandes superadores de la existencia fueron siempre grandes artistas de la exageración, da igual lo que fueran, lo que produjeran, Gambetti, lo fueron en definitiva sólo gracias a su arte de la exageración. El pintor que no exagera es un mal pintor, el músico que no exagera es un mal músico, le dije a Gambetti, lo mismo que el escritor que no exagera es un mal escritor, aunque pueda ocurrir también que el verdadero arte de la exageración consista en minimizarlo todo, entonces tenemos que decir, él exagera la minimización y convierte así la minimización exagerada en su arte de la exageración, Gambetti. El secreto de la gran obra de arte es la exageración, le dije a Gambetti, el secreto del gran filosofar también, el arte de la exageración es en suma el secreto del espíritu, le dije a Gambetti, a ese pensamiento indudablemente absurdo que, al examinarlo más detenidamente aún, tenía que revelarse como el único exacto, renuncié sin embargo y me alejé de la Casa de los Cazadores en dirección a la Granja y me dirigí a la Villa de los Niños, pensando al hacerlo que era la Villa de los Niños la que me había llevado a ese pensamiento absurdo. Extinción, pensé en el camino de vuelta de la Villa de los Niños a la Granja, por qué no. Pero no será enseguida. Para eso necesito mucho tiempo. Más de un año. Quizá dos, quizá incluso tres años. Al fin y al cabo nos creemos sin duda, de vez en cuando, capacitados para un trabajo intelectual, incluso para un trabajo de escritura como esa Extinción, pero luego retrocedemos una y otra vez ante él, porque sabemos muy bien que, probablemente, no aguantaremos y luego, cuando estemos quizá bastante avanzados ya, fracasaremos en él de repente y todo se habrá perdido entonces para nosotros, no sólo todo el tiempo que habremos aprovechado y, por consiguiente, desaprovechado para ello, como se revela entonces brutalmente, sino que nos habremos desacreditado, además, de la forma más espantosa, si no ante el mundo entero sí al menos ante nosotros mismos. No queremos provocar sin remedio ese fracaso y, aunque tenemos la sensación de que podríamos comenzar un trabajo intelectual así, nos resistimos a comenzarlo, lo aplazamos, como si quisiéramos aplazar un monstruoso descrédito, un monstruoso autodescrédito, pensé. Exigimos de los demás que hagan sus cosas por lo menos bien, en el fondo, que las realicen extraordinariamente, pensé, y nosotros mismos no terminamos lo más mínimo, ni el más ridículo producto intelectual escrito, así es sin embargo, pensé, exigimos de todos lo más alto y lo máximo y no producimos nosotros ni lo más mínimo. No queremos exponernos a esa horrible humillación del propio fracaso, y por eso aplazamos una y otra vez nuestra idea para ese producto intelectual escrito, por todos los medios, con todos los pretextos, con todas las bajezas que nos vienen bien para ello. De repente somos demasiado cobardes para empezar con ello. Pero por otra parte tenemos siempre en la cabeza un trabajo intelectual así y queremos realizarlo a toda costa. Nos lo hemos propuesto, decimos, y con ese concepto de propuesto vamos de un lado a otro, durante días, durante semanas, durante meses, durante años, llegado el caso durante decenios, pero no nos sentamos para empezarlo realmente. Lo que proyectamos es algo inmenso, nos decimos y, llegado el caso, porque somos demasiado vanidosos para callárnoslo, se lo decimos también a otros, pero sin embargo sólo somos realmente capaces de algo absolutamente ridículo. Escribiré una obra inmensa, me digo, y al mismo tiempo tengo miedo de ello y, en ese instante del miedo, he fracasado ya, en la imposibilidad absoluta de poder empezar siquiera con ello. Decimos enfáticamente que lo que proyectamos es algo inmenso y único, no retrocedemos en absoluto ante una manifestación así, pero al mismo tiempo nos vamos con la cabeza baja a la cama y tomamos un somnífero, en lugar de comenzar lo inmenso y único. Así somos, le dije una vez a Gambetti, pretendemos ser absolutamente capaces de todo, hasta de lo más alto y lo más grande, y ni siquiera estamos en condiciones de coger la pluma para llevar al papel aunque sólo sea una palabra de ese algo inmenso y único anunciado. Todos padecemos manía de grandezas, a fin de no tener que pagar por nuestra ininterrumpida bajeza. Extinción, pensé, pero, dicho sinceramente, incluso después de años, sólo tenía una concepción aproximada, no pienso al respecto en algo inmenso, le dije a Gambetti, ni tampoco en algo único, pero sin embargo sí en algo más que un esbozo, más que un esbozo de existencia, en algo que se pueda mostrar. Sólo en algo que se pueda mostrar y de lo que no tenga que avergonzarme, le dije a Gambetti. Me considero capacitado y competente para escribir lo que me parezca digno de ser escrito, porque es importante para mí y, por añadidura, me causa un gran placer, según pienso. Al fin y al cabo no soy realmente escritor, le dije a Gambetti, sólo un intermediario de la literatura y, concretamente, de la alemana, eso es todo. Una especie de corredor de fincas literarias, le dije a Gambetti, actúo, por decirlo así, como intermediario de propiedades literarias. Y aunque hoy cualquier escritor de postales se llama escritor, le dije a Gambetti, yo mismo, a pesar de los cientos de obras que he ensayado y que he redactado ya, no me califico de escritor. Por lo demás, aborrezco a la mayoría de los escritores, le dije a Gambetti, y quiero a muy pocos, pero a éstos con tanto fervor como puedo. A los escritores, los que levantan actas, como me gusta llamarlos, sobre todo a los alemanes, le dije a Gambetti, los he evitado durante toda mi vida y durante toda mi vida tampoco me he sentado a una mesa con ellos, porque, así yo a Gambetti, conocer a un escritor y sentarse con él a una mesa me lo imagino como lo más repugnante que cabe imaginar. La obra sí, le dije a Gambetti, pero su creador no, le dije a Gambetti. La mayoría tienen mal carácter, si es que no un carácter francamente increíble y repugnante y, al conocerlos personalmente, sean quienes sean, reducen a la nada en cualquier caso su creación, la extinguen, le dije a Gambetti. La gente se esfuerza por conocer a los escritores que quiere o venera, o incluso aborrece y, con ello, aniquila su obra por completo, le dije a Gambetti. El mejor método para liberarse de la obra de un escritor que, en el sentido que sea, no nos deja en paz, ya sea porque se la tiene en la más alta estima, ya sea porque se la aborrece, es conocer a su creador. Vamos a ver al creador de una obra literaria y nos libramos de ella, le dije a Gambetti. Los escritores, en conjunto, son la gente más repugnante que hay, le dije a Gambetti y, al principio de mis estudios, visité realmente a escritores, me abrí camino hasta ellos, como tengo que reconocer, los sorprendí y en definitiva asalté, como tengo que reconocer, le dije a Gambetti, incluso me introduje en casa de algunos para espiarlos. Después de mis visitas, los aborrecí sin excepción y no pude leer ya ninguna de sus creaciones, Gambetti. A todos esos escritores que visité o más o menos espié los considero hoy como abyectos, sí, innobles, sí, tontos, que han conseguido cierta fama literaria, le dije a Gambetti, pero a cuya compañía puedo renunciar, porque sólo me dan su mediocridad. Todo en esa gente es mediocre, le dije a Gambetti. Todo en esa gente es pequeñoburgués y lamentable. Todo en esa gente apesta a maldad innoble y a la bajeza del clásico burgués que, por añadidura, se ha adentrado en la megalomanía. En fin de cuentas, todos ellos son absolutamente burgueses, lo mismo que lo que escriben y lanzan al mercado, le dije un día a Maria. Es como si, desde hace cien años, sólo los provincianos se hubieran adentrado en la literatura alemana. Hoy tenemos una literatura provinciana y nada más, le dije a Maria, sólo la tuya, Maria, es la grande, la única, la que quedará y de la que no tendremos que avergonzarnos ni dentro de cien años. No, le dije a Gambetti, nunca quise ser escritor, nunca se me ocurrió esa idea, pero sin embargo siempre he tenido la idea de escribir algo, sólo para mí. Que luego haya sido publicado aquí o allá, lo lamento. Pero no soy realmente escritor, Gambetti, le dije, en absoluto. A través de las ventanas semiabiertas de la Granja oí la respiración de las vacas al pasar y pensé que muchas veces recordamos bien detalles, las, así llamadas, trivialidades, cuando las captamos e incluimos en nuestra contemplación. Cuando estamos disponibles para esas trivialidades y esos detalles, mirándolos primero exterior y luego interiormente, por ejemplo, cuando había observado exactamente, al ir de la Villa de los Niños a la oficina, cómo las nubes de detrás de la Villa de los Niños habían tomado la forma de un dragón con la boca muy abierta. También en el recuerdo puede una de esas trivialidades resultarnos luego clara, vemos luego, llegado el caso, semanas más tarde, durante meses, años más tarde, el desarrollo exacto del movimiento de esa formación de nubes, pienso, lo evocamos en nuestra memoria sin la menor dificultad, lo hacemos por decirlo así obedeciendo a una orden de nuestro cerebro, como por ejemplo también el movimiento de un rostro que vimos una vez, años atrás, no nos causa la menor dificultad, tampoco me causa la menor dificultad ver ahora exactamente los rostros de los míos, cómo eran de pie ante los féretros, cómo se mostraron a mí entonces, cuando los vi, con todos sus movimientos exactos, porque también lo que se llama un rostro petrificado está totalmente en movimiento, porque no está muerto, incluso un rostro muerto porque en realidad no está muerto, y así sucesivamente. Años después podemos ver y oír aún con precisión si dominamos ese mecanismo que nos lo hace posible. Y lo mismo actúa el sentido del olfato, como nos consta. Vamos en París por la calle y un olor nos llama la atención sobre algo que, realmente, se remonta a veinte o treinta años o incluso más, y vemos ese objeto o ese acontecimiento o ese encuentro con todos sus detalles, aunque no los hayamos visto ya en veinte o treinta años. Ese mecanismo lo he convertido de natural en un arte, pienso, que ejercito todos los días y en ese arte me perfeccionaré aún. Las vacas de la Granja respiraban y, de pronto profundamente agotado, me fui a mi habitación. Era la una y media. Corrí las cortinas. Naturalmente no pude dormirme y, durante mi insomnio, sólo pensaba, ¿qué va a pasar ahora con todo? Con Wolfsegg y con todo lo que le pertenece. Durante más de dos horas me ocupé sólo de ese pensamiento, no pensaba entonces ¿qué pasará con Wolfsegg?, sino ¿qué voy a hacer con Wolfsegg?, que, por la muerte de mis padres, había caído sobre mi cabeza ahora realmente y en el sentido más exacto de la palabra, y que ahora amenazaba aplastarme, Wolfsegg ha caído sobre mi cabeza con todo su inmenso peso, pensé. Era una locura tratar de convencerme de que podría calmarme dando vueltas en la cama, unas veces de un lado y otras de otro, mi situación sin salida de la que, de repente, había tenido conciencia en todo su horror no me dejaba en paz, no me permitía pensar ningún pensamiento razonable y ni siquiera estaba en condiciones de permanecer un rato, por lo menos un minuto, echado de costado, porque tenía el corazón sumamente agitado. De forma que pasé el resto de la noche observando tensamente mi corazón, contando continuamente los latidos, las irregularidades que alteraban una y otra vez el ritmo de esos latidos del corazón con intervalos cada vez más cortos, de forma que estaba sumido en la mayor angustia. La verdad es que mi internista de Roma me ha inspirado realmente un espanto incurable, pensé, persuadiéndome de que no me quedaba una vida relativamente larga sino sólo corta, con una desvergüenza y una brutalidad sin igual, como ahora pensaba, sin la menor sensibilidad. Los médicos, pensé, quieren verse confirmados en sus juicios y prefieren hablar de un próximo fin que prometer uno más prolongado en el tiempo, para no desacreditarse, porque de nada tienen más miedo los médicos que del descrédito causado por una muerte súbita, inesperada, que no hayan previsto, y por eso prefieren continuamente predecir sólo una vida corta, sí, de lo más corta, para evitarse ese descrédito, como mi internista romano. Pero tengo que decir que los médicos romanos son mejores que los austríacos, a los que sólo puedo calificar de faltos de escrúpulos y totalmente insensibles. Así que mi internista romano me ha prometido sólo una vida corta y por eso, echado en la cama, sin poder dormir, pensé qué haría realmente con Wolfsegg, lo que naturalmente no podía resultarme claro y mucho menos dadas las circunstancias, todo el tiempo observaba la rapidez de los latidos de mi corazón, sus irregularidades. Naturalmente oímos lo que dice el médico, en un caso así, el internista, pero no lo creemos, hemos oído lo que ha dicho, pero no lo creemos, hacemos caso omiso de ello. Quizá ese hacer caso omiso sea el mejor método, pienso ahora, pero como es natural sufrimos ininterrumpidamente por lo que el médico nos ha dicho, que no nos queda mucho tiempo de vida y, por eso, huimos continuamente de sus palabras, de sus frases aniquiladoras, porque la verdad es que queremos vivir, aunque hablemos mal de la vida y la despreciemos posiblemente, nos aferramos sin embargo a ella y queremos en realidad tenerla eternamente. Durante todo el tiempo, durante semanas, pensé, no había cobrado conciencia de mi verdadero estado de salud, pero sí ahora, con la mayor brutalidad, mientras estaba echado en la cama, sin dormir, agitado por todo. Cuando tendría que hacerlo todo para cuidarme, con la idea de escribir aún quizá esa Extinción que se me ha metido en la cabeza, me dejo ahora agitar de una forma que, si no mortal, sólo puede perjudicarnos, pensé. Que en Roma me había acostumbrado a un ritmo que sentaba bien a mi enfermedad, pensé, también en lo que se refiere a las clases de Gambetti había adaptado ese ritmo exactamente al estado de mi enfermedad, lo había subordinado todo en Roma al estado de mi enfermedad, y que ahora me dejaba agitar de una forma que en ningún caso podía permitirme, pensé. Pero siempre, cada vez que en los últimos años había venido a Wolfsegg, me había agitado y exigido demasiado de mi corazón, pensé, lo que siempre le ha sido sumamente perjudicial. La verdad es que, siempre, después de mis visitas a Wolfsegg, he visitado siempre a mi médico romano y él ha comprobado que había exigido demasiado de mi corazón sólo por mi estancia en Wolfsegg, por mi estancia en Austria, como me puntualicé. Todas esas estancias en Austria y en Wolfsegg de los últimos años han sido sumamente perjudiciales para mi corazón, llevándolo siempre hasta el límite de sus posibilidades. Pero tampoco he tenido nunca consideración con mi corazón, pensé, y por eso, al fin y al cabo, ha llegado mi corazón a ese punto, porque nunca he tenido consideración con él, desde mi infancia, una naturaleza como la mía no la soporta un corazón, me dije, pronto enfermó, se debilitó, porque desde la infancia se abusó de él, he abusado de mi corazón desde la primera infancia y exigido siempre demasiado de él, pensé, no concediéndole nunca reposo. Mi corazón no ha conocido nunca el reposo que hubiera debido tener, pensé, ahora está hecho trizas. Pero, en lugar de cuidarlo, de cuidarlo en Roma, con mi ritmo subordinado a él, como pensé, vengo a Wolfsegg de la forma que le es más perjudicial y lo agito de nuevo terriblemente. Pero al fin y al cabo se trata sólo de este día, me dije y, aunque sólo sea por mi corazón, volveré a Roma tan pronto como pueda, a casa, como me dije, porque en Roma estoy en casa, no aquí en Wolfsegg, y entonces cuidaré otra vez mi corazón, no le pediré demasiado, como ha dicho el internista y como dice Maria una y otra vez, le pides demasiado a tu corazón, dice ella siempre, ten cuidado con tu corazón, la escucho siempre cuando dice eso, pero sin embargo no pienso en nada, aunque ella tiene razón, pensé. Maria, mi doctora romana, pensé, mi gran poetisa, mi gran médica, mi gran artista de la vida, cuando estoy agitado corro a ver a Maria, pensé. Como no podía seguir echado en la cama con mi agitado corazón, me levanté, me refresqué en el baño y me senté, todavía en bata, en el sillón de la ventana, había cogido de la estantería una, así llamada, Monografía sobre Descartes. Contra toda esperanza, Descartes pudo distraerme súbitamente de todas mis angustias, ya después de las primeras frases, no sobre sino de Descartes, estuve salvado. Leí esas frases y me distraje, no quiero decir que me calmé, pero sí que me distraje. Los grandes filósofos son mis salvadores, pensé, lea lo que lea de ellos me distrae, me salva, pensé. Al parecer, ningún conocimiento es posible mientras no se conozca al creador de la propia existencia, leí, y me distraje, me salvé. Con esa frase pude pasar esas horas junto a la ventana hasta que tuve que levantarme y bajar porque los funerales habían comenzado. Ya durante bastante rato había observado desde mi ventana a mis hermanas, que estaban delante de la Orangerie hablando con los cazadores y jardineros y con los asistentes a los funerales, por decirlo así con cargo oficial, que entretanto habían aparecido en gran número, y también con mi cuñado, pero sin embargo no había bajado a reunirme con ellos, tenía la impresión de que me esperaban pero sin embargo no bajé a reunirme con ellos porque no quería interrumpir mi observación, que podía intensificar de una forma ideal desde mi ventana sin ser molestado en absoluto. Estaban haciendo ya muchos cumplidos delante e, indudablemente, todavía más cumplidos dentro de la Orangerie, y en dos grandes carros habían cargado enormes montones de coronas y ramos, y esos carros habían sido empujados por los jardineros y por dos mozos de establo, ¡todavía los tenemos en Wolfsegg!, hasta el muro de la puerta, de forma que el coche fúnebre pudiera pasar sin obstáculo por delante, todo lo que yo veía desde mi ventana parecía desarrollarse exactamente de acuerdo con el plan de funerales del que había hablado siempre nuestra madre, como si nada ocurriera al margen de ese plan, ni mucho menos contradiciéndolo o contraviniéndolo. Era un día lluvioso pero no llovía y yo pensé, tampoco lloverá. La gente iba toda más o menos, por decirlo así, de luto, cuando no totalmente vestida de negro, mucha gente del pueblo de abajo se había congregado ya delante de la Orangerie. Vi también ya a los primeros músicos de la orquesta de viento del pueblo ocupar sus puestos. Los instrumentos centelleaban, los uniformes de la orquesta eran de un verde negruzco, mi color preferido. Caecilia, como veía yo desde la ventana, dominaba el espectáculo que, poco a poco, se iba haciendo impresionante. A cada instante decía algo al oído de Amalia o de su marido, el fabricante de tapones para botellas de vino, que cumplían entonces en la Orangerie esas órdenes indudables, de qué órdenes se trataba no podía decirlo. Evidentemente, habían apagado las luces de la Orangerie. Ahora se trataba de poner en movimiento los funerales, susurrar a todos una vez más, por decirlo así, las necesarias consignas, puntualizar otra vez sus entradas. La directora escénica tenía ya ahora sus grandes momentos, aunque no todavía sus puntos culminantes, pero esos puntos culminantes, pensé, están ya en la proximidad más próxima. Como en un ensayo, los músicos se habían dispuesto delante de la Orangerie, separándose luego otra vez, los jardineros y cazadores habían acercado los dos carros con las coronas y los ramos, deteniéndolos otra vez enseguida, también como en un ensayo, todo controlado por mi hermana Caecilia, como vi. Amalia seguía estando detrás de ella y también mi cuñado. Cada vez más gente salía de la Granja, venía de la Casa de los Cazadores, subía del pueblo. Pero de los, así llamados, notables no se veía aún a ninguno, al fin y al cabo tenían tiempo. Finalmente, Caecilia vino corriendo al edificio principal, lo que me hizo comprender que tenía que dejar mi habitación y bajar a reunirme con ella. Cuando bajaba me encontré con la tía del Titisee, la saludé pero la evité luego, y durante todos los funerales la seguí evitando tanto como pude. En la cocina había preparado para mí un desayuno, que me tomé más o menos apresuradamente con mi cuñado, el cual me hizo compañía. Qué hombre más estúpido, francamente sin alma, pensaba yo mientras tanto, observando cómo cogía el pan y untaba encima la mantequilla y la mermelada con movimientos pesados, pero esa gente, al fin y al cabo, no puede hacer nada para evitarlo, pensaba durante todo el tiempo de mi observación, no puede hacer absolutamente nada para evitarlo, pensé que esa gente no podía hacer nada para evitarlo hasta que me di cuenta de que estaba pensando eso e interrumpí toda mi observación porque en aquel instante me pareció inconveniente, no injusta, sino inconveniente, y me resulté a mí mismo profundamente repulsivo por ese pensamiento. No debemos observar a esas gentes continuamente, vigilarlos de cerca sin interrupción, me dije, eso no conduce a nada, sólo a que nosotros mismos tengamos que despreciarnos luego profundamente. Caecilia dijo que debía ponerme una corbata negra, lo que hice entonces sin resistencia, porque pensé que era lógico aparecer en los funerales, si no con un traje negro, sí, al menos, con una corbata negra. Me había puesto antes zapatos negros y un traje gris, porque realmente nunca he tenido un traje negro y tampoco he tenido nunca la idea de comprarme un traje negro, ni siquiera durante esos dos días horribles. Que se contentaría ya con que me pusiera una corbata negra, dijo Caecilia. Al decirlo no me hizo ninguna impresión malévola, al contrario, como pensé, una llena de comprensión. Mi hermana me pareció de repente llena de comprensión, por eso se muestra ahora llena de comprensión conmigo, pensé, porque ahora está en su elemento. La gente más diversa, cuya presencia no había sospechado en absoluto, estaba de repente en la cocina para comer algo pero no hablé con ninguna de aquellas personas. Aunque en aquel acontecimiento fuera yo el principal personaje, no me consideraba como tal. La gente me miraba fijamente pero yo apartaba la vista de ella. Hubiera debido dar la mano a muchos, pensé, pero no di la mano a ninguno. Cómo voy a estrechar la mano a toda esa gente, pensé. Presentarme como un hipócrita, lo que no era mi intención. Me tomé una taza de café y me comí un pedazo de pan y salí al vestíbulo, mis hermanas estaban allí con el alcalde, que acababa de llegar en ese momento para dar el pésame, según vi, varias de esas frases insulsas, consabidas cuando se trata de un pésame dijo el alcalde a mis hermanas, que se comportaron como se esperaba de ellas, a diferencia de mí que, de acuerdo con mi naturaleza, no me comporté en absoluto en todo el tiempo como se esperaba de mí. Mis hermanas recibieron aún una serie de pésames en el vestíbulo, de todas las gentes a las que se llama bien situadas, imaginables e inimaginables, cargos públicos, como pensé, durante todo ese tiempo me mantuve completamente apartado, en el ángulo más oscuro de la puerta de la capilla, en donde se puede estar sin ser reconocido. Por lo menos, pensé, que no me reconozcan mientras estoy ahí, y la verdad es que no me reconocieron, porque de otro modo toda aquella gente, al fin y al cabo, se hubiera precipitado sobre mí y no sobre mis hermanas, sobre el hijo, como es debido, y no sobre las hijas. Así, sin embargo, todos se precipitaron enseguida sobre las hijas, dejándome en paz. Una y otra vez preguntaron por mí pero mis hermanas no respondían a esas preguntas, porque temían que, a causa de sus respuestas, pudiera pedirles explicaciones después de los funerales, según pensé, aunque sabían o porque sabían que yo estaba al fin y al cabo delante de la capilla. No tenía ya ganas de seguir contando la gente que entraba, como había hecho al principio, pronto me resultaron demasiados. Finalmente entraron empujándose manadas enteras, yo tenía posibilidad de poder observar desde mi ángulo, sin ser molestado, a toda aquella gente. Pero entonces, de repente, la multitud se abrió porque había llegado el obispo de Linz. A ése tengo que recibirlo, pensé, no tengo otro remedio, de forma que fui a recibirlo y saludé al obispo de Linz. Detrás de él estaba ya el obispo de Salzburgo. Tuve que quedarme entonces con los obispos. Los conduje arriba, al primer piso. El hábil Spadolini no aparecerá hasta el último momento, pensé, y así fue también. Yo llevaba hablando por lo menos media hora con los obispos cuando entró Spadolini con Caecilia, que lo acompañaba. Los obispos saludaron a Spadolini como si el rango de él fuera muy superior al de ellos, no se levantaron poniéndose de pie para saludarlo sino que se levantaron dando un salto. Una ocasión triste, dijo el obispo de Linz, y Spadolini, entonces: una terrible desgracia, sentándose todos después. Hablaron entre ellos y no pude participar en su conversación, hablaban de Roma, lo que hizo mucha impresión a los obispos austríacos, todo lo que decía Spadolini era nuevo para ellos y Spadolini sabía lo que tenía que decir para suscitar el asombro de los obispos. El abad de Kremsmünster, que entretanto había aparecido, se había sentado con ellos en silencio, sin ninguna ceremonia. Era gordo y parecía un mesonero bien alimentado de la región del Inn. Durante media hora había hablado Spadolini de Roma y del Vaticano, diciéndolo todo, por decirlo así y, sin embargo, nada, luego Caecilia rogó a los obispos que bajaran. En el vestíbulo, los obispos, cuya cabeza era indudablemente el elegante Spadolini, esperaron una señal que daría Caecilia cuando llegara el momento de ir a la Orangerie, por decirlo así para comenzar los verdaderos funerales. Salvo los obispos no había nadie más en el vestíbulo, la multitud estaba ya en la Orangerie y se extendía ya hasta mucho más allá de la gran puerta del muro, probablemente, pensé, hasta el pueblo de abajo, de forma que realmente no se podía hablar de cortejo fúnebre, porque el cortejo era probablemente tan largo como todo el trecho desde la Orangerie hasta el cementerio. La bendición, como estaba previsto, no se impartió en la capilla sino en la iglesia del pueblo. Los obispos hablaron primero de Roma y luego de Wolfsegg, después de haberse dirigido exclusivamente a mí y de que Spadolini se hubiera presentado a ellos como uno de mis mejores amigos, como mi mejor amigo romano, según dijo. Desde hacía decenios había sido un gran amigo de la casa, había sido con frecuencia invitado a ella y siempre se había sentido entusiasmado por Wolfsegg, un paisaje tan soberrrbio, un edificio tan soberrrbio, una vida tan soberrrbia, dijo. Los obispos no se cansaban de verlo y oírlo, llevaba la ropa más elegante que probablemente habían visto nunca. Mi papel era el del profundamente emocionado y consideré ese papel como el más ventajoso. No tenía que decir casi nada y cuidar sólo de tener la cabeza, en lo posible, siempre baja cuando me observaban, lo que no quiere decir que todo aquello me dejara completamente frío, aunque realmente no sentía nada más que en otros funerales, el hecho de que fuera mi familia a la que fueran a dar tierra ahora no me conmovía, porque el espectáculo era demasiado grandioso para permitir siquiera esa emoción, pero tampoco había sentido aún esa emoción, sólo la sentiré, me dije, cuando todo haya pasado, el choque lo he tenido, pero la emoción vendrá aún, así pensé, de pie en el vestíbulo con los obispos. Ellos admiraban mi actitud, pero esa actitud no era, como creían, la de alguien que domina una inmensa desgracia, sino que esa actitud era la que yo me había propuesto, pertenecía a mi papel. Yo mismo sentía que, por lo menos hasta aquel momento, había representado mi papel, aunque con repugnancia, de una forma excelente, el actor, si es bueno, sabe cuando es bueno, no necesita que se lo digan, pensé. Spadolini tuvo la frescura de señalar a los obispos varias veces mi espléndida actitud, precisamente Spadolini, que sin duda me había calado, pero no hacía más que decir a los obispos, de una forma unas veces más y otras menos repugnante para mí, lo espléndidamente que me comportaba, habida cuenta de que estaban dando tierra a mis padres y a mi hermano. Yo me comportaba de acuerdo con mi papel. Caecilia invitó a los obispos a ir a la Orangerie. Allí habían cerrado ya y cargado los féretros. Los obispos siguieron a los féretros que, sobre carros tirados por dos caballos, cada féretro en su propio carro, daban exactamente, sin ningún adorno floral, la impresión de pobreza prevista en el plan de los funerales, los obispos seguían y luego yo y, a mi lado, mis hermanas y detrás de nosotros todos los parientes, Alexander, lógicamente, en primera fila. Detrás de los parientes seguían, como me había temido, los antiguos gauleiter y otros personajes nacionalsocialistas, que me inspiraban el mayor aborrecimiento y el mayor miedo, como tengo que decir. Habían aparecido con todas sus condecoraciones nacionalsocialistas en el pecho. Detrás de ellos se había situado la, así llamada, Kameradschaftsbund, una asociación de antiguos combatientes de tendencia absolutamente nacionalsocialista. Otros grupos diversos se unieron, se había formado un cortejo de muchos centenares de personas que apenas podía ponerse en movimiento porque era realmente tan largo como todo el recorrido, y sólo podía atribuirse al talento organizador de mi hermana Caecilia el que tal cortejo pudiera siquiera formarse; ella había hecho que la multitud se situara detrás de la Granja y delante de la Villa de los Niños. Como es natural, los carros con los féretros descendían lentamente al pueblo, no en el cortejo fúnebre sino pasando por delante de éste, que los contemplaba asombrado, porque no hubiera sido posible de otro modo, la gente retrocedía cuanto podía a los lados de la carretera de grava que subía del pueblo para dejarnos pasar a los carros con los féretros y a nosotros, el plan de Caecilia se desarrollaba, todo encajaba, realmente había podido formarse un cortejo fúnebre y ponerse en movimiento, ella iba a mi lado como la inquietud personificada, temblando con todo el cuerpo, como yo notaba, porque ahora, como tenía que formar parte ella misma del cortejo, había dejado de la mano, como suele decirse, la ceremonia. Pero no tenía nada que temer, el plan se cumplía aun teniendo en cuenta a todos aquellos cientos de personas. Si a un entierro completamente corriente en el campo van por lo menos cien personas, en el nuestro eran posiblemente, según pensé, miles los asistentes, no lo sé. El arzobispo de Salzburgo celebró, como estaba previsto, la misa de difuntos. Mientras lo veía decir la misa, colocaron los féretros delante del altar, y pensé que hacía ya más de veinte años que yo me había salido de la Iglesia, como suele decirse. Por consiguiente, podía permitirme ahora una contemplación totalmente independiente del desarrollo litúrgico de los funerales. Que yo me saliera de la Iglesia no pudieron perdonármelo nunca los míos, ésa fue quizá la razón principal de que me condenaran, pensé. Pero me salí de la Iglesia exactamente en el momento en que ya no tenía nada que ver espiritualmente con la Iglesia, como me dije ahora otra vez, y tampoco quería tener nada más que ver. Los obispos sabían, naturalmente, que yo había salido de la Iglesia hacía ya más de veinte años. La circunstancia de haber salido tan pronto de la Iglesia y no estar ya vinculado a ella me afectó agradablemente durante toda la misa, ves ese magnífico espectáculo pero no te concierne, pensaba todo el tiempo, hueles el incienso pero no se te sube a la cabeza. Oyes las palabras pero no tienen en ti un efecto destructor. Durante decenios, toda tu infancia y tu primera juventud, pensé, temí al clero católico, ahora no lo temes. No tienes por qué temerlo ya. El espectáculo es grandioso, pensé, y con toda su grandiosidad te ataca sin embargo los nervios pero no te emociona ya. Y de tus padres y de tu hermano te despediste ya, más o menos breve y concisamente, cuando recibiste el telegrama, pensé. El entierro no es más que un drama que te han impuesto y cuyo título, acompañar a la última morada, sólo te repele en el fondo, porque es mentiroso. Pero todo drama es mentiroso, pensé. Y esa clase de dramas, la más mentirosa. Un entierro así es el drama más grandioso que se puede pensar, pensé. Ningún escritor dramático, ni siquiera Shakespeare, pensé, ha escrito nunca un drama tan grandioso, en comparación toda la literatura dramática mundial es ridícula, pensé, cuando vi y oí al arzobispo de Salzburgo decir la misa de difuntos y a la multitud delante de él. Qué suerte es que me sustrajera tan pronto a la Iglesia católica, pensé. Estaba sentado en el primer banco, a mi izquierda Caecilia, a mi derecha Amalia, exactamente según lo prescrito, junto a Amalia tomó asiento Alexander. Spadolini se sentaba donde se sientan normalmente los sacerdotes, con el abad de Kremsmünster y los obispos de Linz y Sankt Pölten, por decirlo así en un lugar elevado, al lado mismo del altar, separado del vulgo. Es el actor principal del conjunto, pensé, no el arzobispo de Salzburgo que celebra y que, hacia el final de la misa de difuntos, pronunció una breve alocución, más bien una plática, en la que sin embargo habló de nuestro padre como del amigo fallecido de forma tan trágica, de la madre de buen corazón y del hijo igualmente de buen corazón. Los arzobispos tienen una forma de hablar muy peculiar, pensé, salmodian todo lo que dicen, al haber ido al seminario han ido en realidad a la escuela de arte dramático católico, pensé, incluso las almas simples entre los obispos, como los de Salzburgo y Linz, hablan salmodiando como si fueran actores consumados, verdad es que como actores de provincias queridos y considerados, no como Spadolini que, en cada palabra que dice, cada gesto que hace, es, por decirlo así, un genio de la escena que supera a todos esos actores de provincias, un teatro universal absolutamente católico, por decirlo así. Spadolini se ha sumido en su papel silencioso, pensé, con la cabeza hundida se sentaba en el banco reservado sólo para él con conciencia de su genio dramático, de su genio arzobispal, pensé. Que hubiera venido de Roma le daba, en nuestra iglesia de pueblo, un aura suplementaria, incluso realmente inmensa. La gente de la iglesia lo admiraba a él, el arzobispo venido de Roma y no al celebrante de Salzburgo, que a su lado tenía que parecer mucho más simple aún, realmente más primitivo de lo que era en realidad. La orquesta del lugar, después de la misa, cantada por la coral del pueblo, tocó precisamente la pieza de Haydn que había ensayado la tarde del día anterior, muy serenamente y sin errores, según pensé. Spadolini había aparentado recogerse en sí mismo por completo para esa misa de difuntos, ni siquiera se permitió levantar la vista una vez. Con las manos juntas estaba, por decirlo así, totalmente sumergido en su dolor y, cuando se habló de mi madre, se hubiera dicho que ese dolor suyo no era representado sino auténtico, pero sólo me lo pareció un instante, inmediatamente después pensé, domina impecablemente su papel. Realmente lo quería cuando lo veía en esa actitud, porque quería en él al gran actor Spadolini, no conozco a ninguno mayor, ninguno con mayor presencia escénica, como suele decirse. De pronto se me hicieron presentes los muchos viajes que había realizado él con mi madre y también conmigo, o sea los tres. Spadolini, que hizo de todos esos viajes un placer tan grande, que convirtió todos esos viajes, a su manera, en algo mágico, como suele decirse, veía a Spadolini el encantador, al hombre de mi mundo de quien mi madre se enamoró por completo, según pensé. Mientras lo observaba a él, no al arzobispo de Salzburgo, lo veía recorrer Roma, ir a las tiendas más elegantes, los restaurantes más caros, cómo entraba en esas tiendas, cómo se presentaba en esos restaurantes, lo veía en el Pincio, en los jardines Borghese, lo veía destacar en las embajadas y brillar en las exposiciones, como suele decirse, todos se agolpaban en torno al elegante hombre de mundo católico, que puede titularse arzobispo y nuncio y deleitar a muchos cientos de amigos, pensé. Spadolini, pensé, a quien mi madre pagó todos esos viajes, le financió dos viajes a América, una estancia que él deseaba en El Cairo, un viaje a Persépolis y un viaje a Túnez porque deseaba ver Cartago más que nada, le compró una gran parte de su guardarropa y le instaló una biblioteca entera. Spadolini, que sabe, con mayor elegancia que nadie, tener un libro en la mano y beber un vaso de vino, Spadolini, a quien acosan las señoras de la llamada alta sociedad exactamente igual que los funcionarios comunistas de la ciudad de Roma, por cuyo alcalde comunista es amablemente recibido cada tantas semanas. Spadolini, que mantiene correspondencia con el mundo entero y con todas las clases sociales, Spadolini, que conoce el Vaticano al dedillo, lo mismo que la ciudad de Roma, que lo venera y que lo ha convertido en el Spadolini venerado y realmente querido de todos. Lo observaba de perfil, como se contempla a un gran actor, estudiando cada uno de sus movimientos, indudablemente es arte grande el suyo, pensé, no muestra ninguna debilidad, no se permite el menor descuido. Lo mismo que en el teatro los papeles más difíciles de todos son los que no tienen texto, no los locuaces, los parlanchines, así ha asumido Spadolini en este espectáculo, indudablemente, el papel más difícil de todos, pensé, y el traje que él mismo ha elegido es, para ese espectáculo, el más ideal y el más perfecto. Ver a Spadolini sin venerarlo al instante, si es que no se le quiere también sin reservas, es imposible, pensé. Todo el que ve a Spadolini queda sometido inmediatamente a su fascinación, pensé. Gambetti me dijo una vez que, para él, Spadolini era el más extraordinario de todos los actores, de todos los actores del mundo que conocía, incluidos los más seductores, y que era una lástima que sólo actuara en la Iglesia católica y no en nuestros mejores teatros. Ningún director de escena puede enseñar nada a ese Spadolini, me dijo Gambetti, él lo sabe ya todo, puede hacerlo ya todo, lo es ya todo. Recordaba esa declaración de Gambetti mientras contemplaba a Spadolini de perfil, con desenvoltura, como tengo que decir, totalmente desinteresado de mi entorno inmediato. Automáticamente, como los otros, me había levantado también, siguiendo el ceremonial de la misa, había vuelto a sentarme cuando todos los demás se sentaban, pero en verdad sólo había admirado el arte de Spadolini. Como si me hubiera seducido otra vez ese arte spadoliniano, lo mismo que tantas veces. Es como si el mayor actor de su época hubiera venido a un pueblo desconocido y más o menos también totalmente insignificante para interpretar a un Hamlet archicatólico, pensé, observando a Spadolini. Al terminar la misa, sacaron los féretros de la iglesia, primero el féretro de mi padre, luego el féretro de mi madre y luego el de Johannes. Realmente me temblaron de pronto las rodillas cuando los jardineros sacaron el féretro de Johannes de la iglesia, pasando por delante de mí. Se lo habían echado al hombro muy hábilmente, como si se echaran al hombro todos los días un féretro, pensé. Los cazadores habían sacado de la iglesia el féretro de mi padre y el féretro de mi madre, a Johannes, por deseo mío expreso, lo sacaron los jardineros. Caecilia no lloraba, no había tenido ocasión de mirar a Amalia a los ojos, el fabricante de tapones para botellas de vino, como cuñado nuestro, había puesto, por decirlo así, a mal tiempo cara buena y torpona. Era realmente quien estaba fuera de lugar en el conjunto, reconocible ahora mucho más claramente que nunca antes como ese alguien totalmente fuera de lugar. Por una parte, todas las miradas se habían fijado en mí, por otra, en Spadolini. Caecilia obligó a su marido, nuestro cuñado, no a mí, a que, como es natural, la sostuviera, y el fabricante de tapones para botellas de vino acompañó a Caecilia, junto a mí, fuera de la iglesia, a mi lado iba Amalia, durante esos días de duelo se había acostumbrado a llevar la cabeza baja, pensé, observándola. Los rostros burlones de mis hermanas se transformaron primero en rostros amargos, y ahora en llenos de dolor, pensé. Caecilia era, como es natural, la que se dominaba mejor de las dos, Amalia parece siempre mucho más joven de lo que es realmente, pensé, pero nunca parece atractiva. Eso es también lo que hasta ahora la ha mantenido sola, pensé, porque ningún hombre se ha sentido hasta ahora atraído por ella, ni siquiera alguien del tipo del fabricante de tapones para botellas de vino. Por un instante Amalia me dio pena, pero inmediatamente después tuve que pensar en la forma realmente torpe con que se presenta en todas partes, donde sea, según pensé. Amalia no podrá convertirse nunca en una persona feliz, ni siquiera contenta, pensé, pero tampoco Caecilia, al fin y al cabo lleva ahora realmente a su desgracia del brazo, pensé, y vi de perfil al fabricante de tapones para botellas de vino, el rostro de alguien por debajo de la media, pensé entonces, que ha conseguido introducirse en Wolfsegg. No pude reprimir ese pensamiento. La banda del pueblo tocaba ahora otra vez la pieza de Haydn, mejor que antes, según pensé, el cortejo fúnebre se movía ahora más despacio aún hacia el cementerio, lo mismo que antes hacia la iglesia. Siempre he aborrecido los cortejos, los desfiles me repugnan más que nada, y más aún los acompañados por la música, toda la desgracia del mundo ha salido siempre de esos cortejos y desfiles, pensé. La idea de que no lejos, detrás de mí, iban los ex gauleiter del Alto Danubio y del Bajo Danubio, que me ensuciaron la Villa de los Niños y, en definitiva, me la echaron a perder para toda la vida, me resultaba repugnante, detrás de los ex gauleiter iban los miembros de la Kameradschaftsbund, algunos con muletas, los viejos luchadores y caballeros de la Orden de la Sangre por sus execrables ideales nacionalsocialistas. Y detrás de ellos, así me susurró Caecilia, poco antes de que el cortejo fúnebre se pusiera en movimiento, iba mi compañero de estudios Eisenberg, mi hermano espiritual, el rabino de Viena, con el que hablaré en cuanto termine la ceremonia, según pensé. Un cortejo fúnebre así es grotesco, pensé. Un cortejo fúnebre así es una infamia. Un cortejo fúnebre así prolongado no es sólo una insolencia sino también una monstruosa falta de gusto, pensé, sabiendo muy bien que nadie del cortejo fúnebre pensaba como yo, se atrevía a pensar, que nadie hubiera tenido la idea de pensar así, al contrario, si, por decirlo así, me hubieran visto y oído pensar, hubieran pensado todos que yo era el de peor gusto de todos. Quizá sea yo ese de peor gusto, pensé. Pero no sentí ninguna vergüenza, no hasta estar ante la cripta abierta. A Gambetti le había dicho una vez, cuando estamos ante una cripta abierta no hay en nosotros más que traición. Tuve conciencia de la perversidad de la ceremonia cuando el arzobispo de Salzburgo se acercó a la cripta abierta para pronunciar un discurso en el que, ya desde el principio, habló del gran luchador valiente en el campo del honor, con lo que el arzobispo de Salzburgo no se refería a nadie más que a mi padre. Sólo se habló de mi padre, mi madre no fue mencionada siquiera, tampoco Johannes, pero no intencionadamente sino por olvido, por presunción, por egolatría masculina y sobrestimación masculina, según pensé. Doce alocuciones fueron pronunciadas ante la cripta abierta por aquellos hombres que se las daban de ser los mejores amigos de mi padre, lo que, como es natural, nunca fueron, el arzobispo de Salzburgo y los obispos de Sankt Pölten y Linz lo pretendieron, los dos antiguos gauleiter lo pretendieron, dos obersturmbannführer de las SS lo pretendieron, y también el llamado jefe de la Kameradschaftsbund, y también el presidente de la Sociedad de Caza. Durante una hora entera nuestro padre fue calificado siempre de mejor amigo precisamente por los que nunca hubieran debido permitirse tal petulancia, pero que, como es corriente en los entierros, no fueron contradichos. Hacía tiempo que los féretros estaban en la cripta. Por último se adelantó Spadolini y yo creí que diría algo, pero eso hubiera sido totalmente contrario al verdadero Spadolini, inmediatamente se replegó a una discreción total, como quiso hacer creer, lo que, sin embargo, precisamente porque él era el centro absoluto de la ceremonia, era una hipocresía; se situó, sin haberse hecho culpable de una sola vulgaridad, en la fila de los que se amontonaban al borde de la cripta. Casi había subestimado a Spadolini, pensé. El discurso del llamado jefe de la Kameradschaftsbund me pareció innoble, incluso abyecto, así, el jefe dijo de mi padre que, en realidad, sólo había vivido para los objetivos de la Kameradschaftsbund. Al principio ese discurso del jefe me había parecido innoble y abyecto, pero unos minutos más tarde ya no, porque tuve que decirme que el jefe, hasta cierto punto, había dicho la verdad. También el presidente de la Sociedad de Caza ha dicho la verdad, tuve que decirme, y también los dos antiguos gauleiter habían dicho la verdad, mi padre, el miembro del Partido, fue uno de ellos, había sido, para todos los que hablaban, uno de ellos. Una y otra vez me dije que, sin embargo, era penoso que, por descuido, no hubieran dedicado ni una palabra a mi madre. A Caecilia le dije aún ante la cripta abierta que nadie había considerado necesario molestarse en decir nada sobre nuestra madre. El mundo viril ha hablado, pensé. Mi madre no había sido tenida en cuenta por ese mundo viril. Y Johannes era un personaje totalmente carente de importancia en el conjunto, por su muerte temprana se había convertido en un personaje totalmente carente de importancia y también carente de interés. De él, salvo porque se había llevado su féretro, que se había bajado a la cripta, no se había tratado para nada. Mi padre era la gran personalidad a la que había que explotar ante la cripta y que era explotada por todos como es debido. Una vez más, mi padre era el útil para sus fines, nadie más, pensé. El arzobispo de Salzburgo y los obispos echaron otra ojeada a la cripta abierta y se fueron. Después de lo cual todo el mundo desfiló por delante de nosotros, de mí y de mis hermanas, como es costumbre. Ciento veinte leñadores, ahora son veinte, pensé, dos docenas de jardineros, ahora son siete, pensé ante la cripta abierta. Gigantescos daños en los bosques desde el norte hasta abajo en Gallspach, pensé, sólo a causa de la llamada concentración parcelaria, treinta y dos hectáreas de primera clase perdidas, eso enfureció a mi padre durante semanas. Por otra parte, pensé en el gigantesco fraude fiscal, gracias al asesor fiscal de Wels. Siempre me ha sido repulsiva la forma en que dice Wolfsegg, y también cómo la pronuncian los otros de Wels y de Linz y de Vöcklabruck y de Ebensee. Siempre detestada la palabra Wolfsegg, pensé ante la cripta abierta, siempre aborrecido todo lo relacionado con esa palabra de Wolfsegg, detestado y aborrecido. Por eso, todo lo que se relaciona con Wolfsegg, siempre aborrecido ya desde la infancia, ésa es la verdad, pensé. Unos bajan hipócritamente de Wolfsegg al pueblo y al país, y otros suben del pueblo y del país a Wolfsegg. Me he replegado ya pronto en mí, repelido por ellos, pensé ahora ante la cripta abierta. Toda una gigantesca estafa Wolfsegguiana, pensé, una sociedad criminal de siglos. La Iglesia primero temida, luego aborrecida, todo lo que procedía de la Iglesia primero temido y luego aborrecido, con un aborrecimiento cada vez más profundo, pensé. En definitiva, la Iglesia sigue dominándolo todo en este país y en este Estado, pensé ante la cripta abierta, el Catolicismo lo sigue dirigiendo todo en este país y en este Estado, gobierne quien gobierne. Católico, charlatán, pensé, padre espiritual de la hipocresía. No queremos tener nada más que ver con ello, decimos, y nos asquea. En este país y en este Estado, nada escapa aún al clero católico, pensé. Sustraerme, sustraerme a todo, pensé, no tenía ya otro pensamiento. Sufrir la ceremonia y luego sustraerme para siempre, pensé. Veía cómo me aborrecían todos, ni siquiera en secreto. Interés filosófico por una parte, desinterés filosófico por otra. Nauseabundo fanatismo del arte, pensé. La gente en Roma tampoco es distinta, mucho más hipócrita aún, pero con qué alto grado de inteligencia, pensé. Unos cientos de hombres no bastaban, tenían que ser unos millones, pensé, millones de hipócritas, no sólo cientos, millones de repugnantes, no sólo cientos. Por decirlo así tomar un baño espiritual en una ciudad como Roma y sumergirse en ese baño espiritual, pensé. Los pasos de los aborrecidos, las voces de los aborrecidos, pensé ante la cripta abierta, la absoluta repugnancia de los aborrecidos. El entierro es el punto final, pensé. No sólo me han ensuciado la Villa de los Niños, me lo han ensuciado todo, pensé. Al principio tuve miedo de la vida, luego la aborrecí, pensé ante la cripta abierta. Cuando nos imaginamos que Roma es la solución nos equivocamos también, como es natural. Nos aferramos a una persona como Gambetti, a quien posiblemente he destruido ya, o a una persona como Maria y nos perdemos también junto a esos personajes, pensé ante la cripta abierta. Ah, sabe usted, Gambetti, le dije a éste ante el Hotel Hassler, pensé ahora ante la cripta abierta, si somos sinceros, el proceso general de embrutecimiento está tan avanzado que ya no hay retroceso posible. Con la invención de la fotografía, o sea, con la iniciación de ese proceso de embrutecimiento hace más de cien años, el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de embrutecimiento universal, que ha alcanzado esa velocidad realmente mortal para la Humanidad en el momento en que esas imágenes fotográficas se han hecho móviles. Estúpidamente, la Humanidad no contempla hoy ni desde hace decenios más que esas imágenes fotográficas mortales y está como paralizada por ellas. Al final de este milenio a esa Humanidad no le será ya posible pensar, Gambetti, y el proceso de embrutecimiento, traído por la fotografía y convertido en costumbre universal por las imágenes en movimiento, estará en su punto culminante. Existir en un mundo así, dominado nada más que por la estupidez, difícilmente será ya posible, Gambetti, le dije a éste, pensé ahora ante la cripta abierta, y será bueno que, justo antes de que ese proceso de embrutecimiento del mundo se produzca por completo, nos suicidemos. En esa medida, resulta sólo lógico, Gambetti, que al final del milenio los que existen por el pensamiento y gracias al pensamiento se hayan suicidado. Mi consejo al hombre que piensa sólo puede ser suicidarse antes de finales del milenio, Gambetti, ésa es realmente mi convicción, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta. Había seguido pareciendo como si fuera a llover en cualquier momento, pero no llovía. Yo me había hecho el propósito de no dar la mano a ninguno de los que desfilaban ante mí. Y así fue. Algunos intentaron darme la mano pero yo no les di la mano. Esa cosa penosa la asumí de forma totalmente consciente. Sólo pensar en esta Austria mutilada y degenerada y, en definitiva, acabada, pensé, le había dicho a Gambetti sólo unos días antes de aquel entierro de un mal gusto casi insoportable, produce ya náuseas, por no hablar de ese Estado completamente degenerado, Gambetti, cuya bajeza y abyección no tienen ejemplo no sólo en Europa, sino en el mundo entero; desde hace decenios, gobiernos estúpidos, innobles y degenerados, y un pueblo mutilado a muerte ya hasta ser irreconocible por esos gobiernos innobles y degenerados y estúpidos, le había dicho a Gambetti, pensé ahora. Primero ese Nacionalsocialismo innoble y abyecto, y luego ese Seudosocialismo innoble y abyecto y criminal, le dije a Gambetti en el Pincio, pensé ahora ante la cripta abierta. Esa destrucción y aniquilación nacionalsocialista y seudonacionalsocialista de nuestra patria austríaca, en colaboración con el Catolicismo austríaco, del que para esa Austria sólo han venido siempre desgracias. Hoy es Austria un país gobernado por especuladores sin escrúpulos de partidos sin conciencia, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta. Ese pueblo austríaco engañado en todo, le dije a Gambetti, al que en los últimos siglos le ha sido extirpada la razón, de la forma más infame, por el Catolicismo, el Nacionalsocialismo y el Seudosocialismo, Gambetti, le dije a Gambetti, pensé ahora. La bajeza es la consigna, la abyección el motor, la hipocresía la clave de esa Austria de hoy, Gambetti. Cada mañana en la que nos despertamos tenemos que morirnos de vergüenza por esa Austria de hoy, Gambetti, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta. Una y otra y otra vez me digo que queremos ese país pero aborrecemos ese Estado, Gambetti. En Roma y donde sea en el mundo, Gambetti, pensé ahora, le dije a Gambetti, esa Austria no nos concierne ya. A donde vayamos en esa Austria de hoy entraremos en la mentira, a donde miremos en esa Austria de hoy miraremos sólo lo hipócrita, hablemos con quien hablemos en esa Austria de hoy hablaremos con alguien mentiroso, Gambetti, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta. En el fondo, no vale la pena hablar de ese país ridículo y de ese Estado ridículo, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta, y todo pensamiento al respecto no es más que una pérdida de tiempo. Pero ¡ay de quien no está ciego en ese país, le dije a Gambetti, ni está sordo ni ha perdido la razón! Ser austríaco hoy es una pena capital y todos los austríacos están condenados a esa pena capital, le dije a Gambetti, pensé ahora ante la cripta abierta. Todo lo austríaco carece de carácter, le dije a Gambetti, pensé ahora. Volver a Austria produce cada vez un efecto de ensuciamiento total, pensé ante la cripta abierta. Los caballeros de la Orden de la Sangre, los obersturmbannführer de las SS apoyados en sus muletas y sus bastones, los héroes nacionalsocialistas, por su parte, no se dignaron dirigirme, como suele decirse, ni una mirada. Se había rogado a los invitados a los funerales, con excepción de los arzobispos y obispos y de nuestros parientes más allegados, que fueran a los mesones Brandl y Gesswagner. Allí tocó para ellos la orquesta enviada por mi hermana Caecilia, por una parte a Brandl y por otra a Gesswagner. Se había invitado a comer, como suele decirse, arriba en nuestra casa, a los arzobispos y obispos y los parientes. La mayoría de ellos se quedaron hasta últimas horas de la tarde. Spadolini se fue a Roma aquella misma noche, al principio pensé que me iría enseguida con él, pero ese pensamiento, como comprendí enseguida, era de lo más absurdo. Nos veremos dentro de unos días en Roma, le dije. De forma totalmente discreta, desapareció. Me retiré con Alexander a mi habitación y, para estar con él, cerré con llave la habitación, no quería que me molestaran. Alexander estaba otra vez obsesionado por una de las ideas de su vida, quería pedir al Presidente de Chile que liberase a todos los presos políticos de Chile, de esa dictadura, la más atroz de todas. No le molestó que le dijera que no tendría ningún éxito en su petición. Volvió a Bruselas una hora después de Spadolini. Yo me quedé hasta la noche encerrado en mi cuarto y no salí de él hasta estar seguro de no encontrar ya a ninguno de los invitados a los funerales. Durante ese tiempo había pensado en qué haría con Wolfsegg que, como entretanto se había comprobado irrecusablemente, me pertenecía ahora de forma exclusiva, con todos sus derechos y obligaciones, como se dice jurídicamente. Tenía ya un plan en la cabeza para el futuro de Wolfsegg y de todo lo que le pertenecía también en la Baja Austria y en el Burgenland y en Viena, cuando hablé con mis hermanas sin dejar participar a mi cuñado, a lo que me había negado expresamente, hasta las dos de la mañana, sobre el futuro de Wolfsegg. Al final de la conversación, no pude decir a mis hermanas qué sería de Wolfsegg, aunque en ese momento lo sabía ya les dije a ellas, que durante toda la conversación no tuvieron nada que decir pero sin embargo me mostraron siempre sus rostros burlones y amargos, que no sabía qué sería de Wolfsegg, que no tenía la menor idea al respecto, mientras que, sin embargo, estaba firmemente decidido a concertar una entrevista con Eisenberg en Viena, en la que le ofrecería todo Wolfsegg, tal como es y está. Y todas sus dependencias, como donación totalmente incondicional a la comunidad israelita de Viena. Esa entrevista la tuve ya con Eisenberg, mi hermano espiritual, sólo dos días después del entierro, y Eisenberg aceptó mi donación en nombre de la comunidad israelita. Desde Roma, en donde estoy ahora otra vez y en donde he escrito esta Extinción, y en donde me quedaré, escribe Murau (nacido en 1934 en Wolfsegg, muerto en 1983 en Roma), le di las gracias por su aceptación.