De marzo a diciembre, escribe Rudolf, mientras, como hay que decir en este contexto, tenía que tomar grandes cantidades de Prednisolon para combatir mi morbus boeck, por tercera vez agudizado, reuní todos los libros y escritos imaginables de y sobre Mendelssohn Bartholdy, y fui a todas las bibliotecas imaginables e inimaginables, para conocer a fondo a mi compositor favorito y su obra y, ésa era mi pretensión, con la más apasionada seriedad por una empresa como la redacción de un trabajo bastante importante, científicamente irreprochable, ante el que realmente había sentido ya el mayor de los miedos todo el invierno anterior, mi propósito había sido estudiar de la forma más cuidadosa todos esos libros y escritos y sólo entonces, por fin, después de esos estudios profundos, adaptados a su objeto, precisamente el veintisiete de enero a las cuatro de la mañana, poder abordar ese trabajo mío que, según creía, dejaría muy atrás y por debajo todas las publicaciones y no publicaciones escritas por mí hasta entonces en relación con la llamada musicología, proyectado ya desde hacía diez años, pero una y otra vez no realizado, después de la partida, fijada para el veintiséis, de mi hermana, cuya presencia durante semanas en Peiskam había aniquilado inmediatamente en sus comienzos hasta el menor pensamiento de emprender mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. La tarde del veintiséis, cuando mi hermana se había ido real y finalmente, con todos los honores derivados de sus enfermizas ansias de dominio y de esa desconfianza suya que devora sobre todo a ella misma, pero por otra parte la reanima a diario, hacia todo y en primer lugar hacia mí, y los horrores resultantes, recorrí varias veces la casa respirando, para ventilarla bien de una vez y finalmente, teniendo en cuenta el hecho de que a la mañana siguiente sería veintisiete, me puse a prepararlo todo para mi propósito, los libros, los escritos, las montañas de notas y los papeles, y a ordenarlo todo en mi escritorio exactamente según las leyes que eran siempre requisito previo para empezar un trabajo. ¡Tenemos que estar solos y abandonados de todos si queremos acometer un trabajo intelectual! Como no cabía esperar de otro modo, después de los preparativos, que me ocuparon más de cinco horas, desde las ocho y media de la tarde hasta la una y media de la madrugada, no dormí el resto de la noche, sobre todo me atormentaba continuamente la idea de que mi hermana pudiera volver por algún motivo y aniquilar mi plan, en su estado era capaz de todo, el más pequeño incidente, la menor molestia, me decía, e interrumpirá su viaje de regreso y estará otra vez ahí, no es la primera vez que la he llevado al tren de Viena, despidiéndome para meses, y dos o tres horas más tarde ella estaba otra vez en mi casa para quedarse tanto tiempo como le diera la gana. Escuchaba todo el tiempo despierto en mi cama si no estaría ella a la puerta, alternativamente escuchaba si no estaría mi hermana a la puerta y pensaba luego otra vez en mi trabajo, sobre todo en cómo empezaría ese trabajo, cuál sería la primera frase de ese trabajo, porque seguía sin saber cómo sería esa primera frase y, antes de saber cómo es la primera frase, no puedo empezar ningún trabajo, y por eso me atormentaba todo el tiempo para escuchar si no habría vuelto otra vez mi hermana y saber qué primera frase tenía que escribir yo sobre Mendelssohn Bartholdy, una y otra vez escuchaba y me desesperaba, y una y otra vez pensaba en la primera frase de mi trabajo sobre Mendelssohn, igualmente desesperado. Durante unas dos horas pensé al mismo tiempo en la primera frase de mi trabajo sobre Mendelssohn y escuché si no habría vuelto mi hermana para aniquilar mi trabajo sobre Mendelssohn antes de haberlo empezado yo siquiera. Finalmente, sin embargo, por agotamiento, porque cada vez con más intensidad escuchaba si mi hermana no habría vuelto quizá otra vez, y al mismo tiempo con la idea de que, si realmente volvía, aniquilaría irremisiblemente mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy y, por añadidura, lo que diría la primera frase de mi trabajo sobre Mendelssohn, tuve que dormirme; me desperté espantado, eran las cinco de la mañana. Había querido comenzar mi trabajo a las cuatro, ahora eran las cinco, me espantaba aquella imprevista negligencia, mejor aún, falta de disciplina por mi parte. Me levanté y me envolví en la manta, la manta de caballo heredada de mi abuelo materno, y até esa manta con el cinturón de cuero que, lo mismo que la manta, había heredado de mi abuelo, tan fuertemente como pude, tan fuertemente que apenas podía respirar, y me senté al escritorio. Como es natural, la oscuridad era aún máxima. Me cercioré de si realmente estaba solo en la casa, salvo mi propio pulso, no oí nada. Con un vaso de agua, me tragué las cuatro pastillas de Prednisolon que me había prescrito mi internista y alisé la hoja de papel que había colocado ante mí. Voy a tranquilizarme y a empezar, me dije. Una y otra vez me dije voy a tranquilizarme y a empezar pero, cuando lo había dicho unas cien veces y, sencillamente, no podía ya dejar de decirlo, renuncié. Mi tentativa había fracasado. En el crepúsculo matutino no me fue ya posible empezar mi trabajo. La luz del sol destruyó definitivamente mis esperanzas. Me levanté y abandoné, como si huyera, mi escritorio. Bajé al vestíbulo, porque creía poder tranquilizarme allí, con el frío, porque, sentado más de una hora entera al escritorio, había caído en una excitación que casi me había vuelto loco, una excitación provocada no sólo por las tensiones espirituales sino también por las pastillas de Prednisolon que había tomado. Apreté las palmas de ambas manos contra la pared fría, método a menudo acreditado para dominar esa agitación, y realmente me tranquilicé. Tenía conciencia de haberme entregado a un tema que, posiblemente, me aniquilaría, pero sin embargo había creído que podría al menos comenzar mi trabajo esa mañana. Me equivoqué, aunque ella no estaba ya allí, sentía en todas las esquinas y rincones de la casa a mi hermana, que es el ser más enemigo del espíritu que cabe imaginar. Sólo pensar en ella aniquila en mí todo pensamiento, siempre ha aniquilado en mí todo pensamiento, ha asfixiado en la cuna todos mis planes intelectuales. Hace tiempo que se ha ido y sigue dominándome aún, pensaba, apretando firmemente las manos contra la fría pared del vestíbulo. Finalmente tuve fuerzas para quitar las manos de la fría pared del vestíbulo y dar unos pasos. También en mi proyecto de escribir algo sobre Jenufa fracasé, fue a finales de octubre, poco antes de que mi hermana llegara a la casa, me dije, ahora fracaso también con Mendelssohn Bartholdy, y fracaso incluso ahora que mi hermana ya no está aquí. Ni siquiera he terminado mi esbozo Sobre Schönberg, ella me lo aniquiló, primero me lo destruyó y luego me lo aniquiló definitivamente, al entrar en mi habitación precisamente en el momento en que creía poder terminar de escribir ese esbozo. Pero no se puede uno defender de personas como mi hermana, que es tan fuerte y, al mismo tiempo, tan enemiga del espíritu, llega y aniquila lo que mi cabeza ha ideado con un demencial esfuerzo de memoria, sí, sobreesfuerzo de memoria durante meses, sea lo que fuere, aunque sea el más mínimo esbozo sobre el más mínimo de los temas. Y nada es tan frágil como la música a la que realmente me he entregado en los últimos años, primero me entregué a la música práctica, y luego a la teórica, al principio practiqué la práctica al máximo, luego la teórica, pero mi hermana, y todas las personas parecidas a ella, cuya incomprensión me persigue día y noche, ha aniquilado todos mis planes, me ha destruido Jenufa, Moisés y Aarón, mi escrito Sobre Rubinstein, mi trabajo sobre Los Seis, en general todas y cada una de las cosas que me eran sagradas. Es terrible, apenas soy capaz de un trabajo intelectual musical, surge mi hermana y me lo destroza. Como si lo orientara todo a la destrucción de mi trabajo intelectual. Como si en Viena se diera cuenta de que aquí, en Peiskam, estoy a punto de abordar un tema, cuando quiero abordar ese tema aparece ella y me lo destruye. Esas personas están ahí para rastrear la inteligencia y aniquilarla, se dan cuenta de que una cabeza está dispuesta a un esfuerzo intelectual y se dirigen aquí para ahogar ese esfuerzo intelectual en la cuna. Y si no es mi hermana, la infortunada, la perversa, la taimada, es otro de su calaña. Cuántos escritos he comenzado y luego, porque ha aparecido mi hermana, quemado. Arrojado a la estufa al aparecer ella. Nadie dice con tanta frecuencia como ella: ¿no te molestaré?, una burla cuando no se le cae de los labios a una persona que siempre ha molestado y siempre molestará y cuya misión en la vida parece ser turbar, turbar a todos y cada uno y, con ello, turbar, y, en fin de cuentas, aniquilar y, una y otra vez, aniquilar lo que a mí me parece lo más importante del mundo: un producto intelectual. Ya cuando éramos niños intentaba en cualquier ocasión molestarme, expulsarme de mi, como lo llamaba yo entonces, paraíso intelectual. Cuando yo tenía un libro en la mano, me perseguía hasta que dejaba el libro, se salía con la suya cuando, lleno de rabia, se lo tiraba a la cara. Me acuerdo muy bien: si yo había extendido mis mapas en el suelo, mi pasión de toda la vida, ella salía de su escondite a mis espaldas, asustándome al momento, y pisaba precisamente el lugar en que había puesto toda mi atención, por todas partes donde he extendido mis queridos países y partes del mundo para llenarlos con mis fantasías infantiles, veo su pie súbita y malignamente puesto encima. Ya con cinco o seis años me refugiaba en nuestro jardín con un libro, una vez, lo recuerdo claramente, era un tomo encuadernado en azul de poesías de Novalis de la biblioteca de mi abuelo, en el que, sin comprender realmente del todo lo que había en él impreso, leía toda mi felicidad de una tarde de domingo, hora tras hora, hasta que mi hermana me descubrió y, gritando, se precipitó hacia mí, saliendo de los arbustos, y me arrancó el libro de Novalis. Nuestra hermana menor era muy distinta, pero lleva muerta treinta años y es absurdo compararla hoy con mi hermana mayor, a la enfermiza y enferma y finalmente muerta con la siempre igualmente sana y dominadora de todo cuanto la rodea. Tampoco su marido la aguantó más que dos años y medio, y luego huyó de su abrazo a Sudamérica, al Perú, para no volver a dar señales de vida. Lo que ella tocaba lo destruía, y durante toda su vida ha tratado de destruirme. Al principio inconsciente, luego conscientemente, no ha escatimado esfuerzos para destruirme. Hasta hoy he tenido que defenderme contra esa desenfrenada voluntad de aniquilación de mi hermana mayor y no sé cómo, hasta hoy, he podido escapar de ella. Ella aparece cuando quiere, se va cuando quiere, hace lo que quiere. Se casó con el corredor de fincas, su marido, para expulsarlo al Perú y apoderarse por completo de su negocio de fincas. Es una mujer de negocios, ya de muy pequeña tenía disposición para ello, para la persecución de la inteligencia y el aumento de fortuna que va estrechamente ligado a ello. Que tuviéramos la misma madre nunca he podido comprenderlo. Ahora ella llevaba ya casi veinticuatro horas fuera de la casa y seguía dominándome. No podía sustraerme a ella, lo intentaba desesperadamente, pero no lo conseguía. Al pensar que, hasta hoy, ella sólo viaja en coche-cama, por principio, con sus propias sábanas, me horrorizo. Abrí por tercera vez las ventanas de par en par y ventilé toda la casa hasta que el frío que penetraba la convirtió en una pura nevera, en la que corría el riesgo de congelarme; si al principio había tenido miedo de ahogarme, ahora me angustiaba el pensamiento de helarme. Y todo por aquella hermana, bajo cuya influencia he corrido toda mi vida el peligro de ahogarme y helarme. Realmente, ella se queda en la cama en su piso de Viena hasta las diez y media de la mañana y hasta la una y media aproximadamente no va a comer al Imperial o al Sacher donde, desmenuzando su tafelspitz y bebiendo a traguitos su rosado, hace sus negocios con príncipes venidos a menos y, en general, con todas las altezas imperiales imaginables e inimaginables. Me asquea su existencia actual. También el día de su partida había dejado su habitación totalmente desordenada, de forma que, sólo con verla, me sentía molesto pensando en la señora Kienesberger, que no vendría hasta el fin de semana siguiente y que, desde hace más de diez años, pone orden en la casa; todo estaba enormemente revuelto, en tres grandes montones, y el cobertor en el suelo. Y aunque, como queda dicho, había ventilado ya tres veces, el olor de mi hermana seguía estando en la habitación, realmente su olor seguía estando en toda la casa, me asqueaba aquel olor. Ella tiene también a mi hermana menor sobre la conciencia, pienso a menudo, porque también ella tenía miedo continuamente de su hermana mayor, en sus últimos tiempos, probablemente, realmente un miedo mortal. Los padres hacen un niño y, con ello, traen al mundo un monstruo, pienso, que mata cuanto toca. Una vez había escrito yo un artículo sobre Haydn, no sobre Josef sino sobre Michael Haydn, cuando ella entró de pronto y me quitó de golpe la pluma de la mano. Como no había terminado el artículo, me lo echó a perder. ¡Te he echado a perder el artículo!, exclamó totalmente encantada, y corrió a la ventana y gritó varias veces hacia fuera aquella frase infernal, ¡te he echado a perder el artículo! ¡Te he echado a perder el artículo! Yo no estaba preparado para aquel horrible asalto. En la mesa, ella destruía cualquier conversación ya en sus comienzos, sencillamente la interrumpía con una carcajada súbita o con alguna observación de una tontería sin límites, que nada tenía que ver con la conversación apenas comenzada. Mi padre podía aún dominarla al principio, pero mi madre estaba a su merced sin remisión. Cuando nuestra madre murió, mi hermana, todavía estábamos de pie ante su tumba, dijo en alta voz con la brutalidad más grosera: se mató ella, sencillamente era demasiado débil para vivir. Unos son fuertes y otros débiles, fueron sus palabras cuando salimos del cementerio. Pero tengo que liberarme de mi hermana, me dije entonces, saliendo de la casa. Inspiré profundamente, lo que al instante me provocó un ataque de tos, e inmediatamente volví a entrar en la casa y tuve que sentarme en el sillón que hay bajo el espejo, para evitar un desvanecimiento. Sólo lentamente me repuse de la irrupción del frío en mis pulmones. Me tomé dos pastillas de glicerina y, de una vez, cuatro de las píldoras de Prednisolon. Calma, calma, me dije en voz alta, observando mientras tanto las vetas del suelo, las líneas de vida de las tablas de alerce. Esa observación me devolvió el equilibrio. Me levanté con precaución y volví a subir al primer piso. Quizá consiga ahora comenzar mi trabajo, pensé. Pero precisamente cuando me sentaba se me ocurrió que todavía no había desayunado y me levanté otra vez y bajé a la cocina. Saqué leche y mantequilla de la nevera, puse también en la mesa la mermelada inglesa y me corté dos rebanadas de pan de la hogaza. Puse el agua para mi té y luego, cuando lo había preparado todo para mi desayuno, me senté a la mesa. Pero sólo el hecho de tener que comerme la mantequilla sacada de la nevera y el pan sacado del cajón me deprimía. Bebí un solo trago y salí de la cocina. Si no soportaba ya desayunar todos los días con mi hermana, ahora no soportaba desayunar solo. Me asqueaba el desayuno con mi hermana lo mismo que ahora me asqueaba desayunar solo. ¡Otra vez estás solo, otra vez estás solo, alégrate!, me decía, pero la infelicidad no se dejaba engañar de esa forma tan burda. Tan sencillamente y con una táctica tan francamente desvergonzada no se puede convertir la infelicidad en felicidad. Al fin y al cabo, con el estómago lleno no hubiera podido empezar siquiera mi ensayo sobre Mendelssohn Bartholdy, pensé, en todo caso, sólo con el estómago vacío. Tengo que tener vacío el estómago si quiero empezar un trabajo intelectual como ése sobre Mendelssohn Bartholdy. Y realmente siempre había podido empezar sólo con el estómago vacío un trabajo como aquél sobre Mendelssohn Bartholdy, nunca con el estómago lleno. ¡Cómo he podido tener la idea de empezar después del desayuno!, me dije. Un estómago vacío permite el pensamiento, un estómago lleno lo amordaza, lo estrangula de antemano. Subí al primer piso, pero no me senté enseguida a mi escritorio, desde una distancia de unos ocho o nueve metros, por la abierta puerta de aquella habitación del primer piso, de nueve metros, contemplé el escritorio, sobre todo si todo estaba en orden sobre el escritorio. Sí, todo está en orden sobre el escritorio, me dije. Todo. Examiné todo lo que había sobre el escritorio, inamovible, incorruptible. Observé el escritorio hasta que, por decirlo así, me vi a mí mismo desde atrás sentado al escritorio, y vi cómo, como correspondía a mi enfermedad, me inclinaba hacia delante para escribir. Vi que mi postura era enfermiza, pero al fin y al cabo no estoy sano, al fin y al cabo estoy totalmente enfermo, me dije. Tal como te sientas ahí, me dije, has escrito ya unas cuantas páginas sobre Mendelssohn Bartholdy, tal vez ya diez u once páginas, así me siento al escritorio cuando he escrito ya diez u once páginas, me dije. No me movía, observando la posición de mi espalda. Esa espalda es la espalda de mi abuelo materno, pensaba, aproximadamente un año antes de su muerte. Tengo la misma posición de espalda, me dije. Inmóvil, comparaba mi espalda con la espalda de mi abuelo, pensando al hacerlo en una fotografía muy determinada, tomada sólo un año antes de la muerte de mi abuelo. Un intelectual se ve forzado de repente a esa enfermiza posición de espalda y muere poco después. Un año después, pensé. Entonces desapareció la imagen, ya no estaba sentado a mi escritorio, el escritorio estaba vacío, y la hoja de papel que había encima igualmente vacía. Si fuera ahora ahí y empezara, podría conseguirlo, me dije, pero no tenía valor para ir ahí, tenía la intención pero no las fuerzas para ello, ni las fuerzas físicas ni las fuerzas intelectuales. Estaba allí de pie, mirando a través de la puerta al escritorio y preguntándome cuándo llegaría el momento de acercarme al escritorio y sentarme y empezar mi trabajo. Escuchaba, pero no oía nada. Aunque los vecinos tienen sus casas inmediatamente al lado de la mía, no se podía oír nada. Como si, en aquel instante, todo estuviera muerto. De pronto aquel estado me resultó agradable y traté de prolongarlo tanto como pudiera. Pude prolongar y disfrutar ese estado varios minutos, la idea y la certeza de que a mi alrededor todo estaba muerto. Y entonces, de repente: vas a ir al escritorio y a sentarte y a escribir la primera frase de tu estudio. ¡No con precaución sino con decisión! me dije. Pero no tenía fuerzas para ello. Estaba allí de pie y apenas me atrevía a respirar. Si me siento, habrá enseguida alguna perturbación, algún incidente imprevisto, alguien llamará a la puerta, un vecino gritará, el cartero me pedirá una firma. Sencillamente tienes que sentarte y empezar, sin reflexionar, como en sueños tienes que escribir la primera frase en el papel y así sucesivamente. Por la noche, cuando todavía estaba con mi hermana, había tenido la seguridad de poder empezar mi trabajo de madrugada, cuando ella se hubiera ido por fin, escribir en el papel, de las muchas primeras frases de mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy que entraban en consideración, sencillamente la única posible y, por ello, acertada, y continuar mi trabajo, sin miramientos, cada vez más y más. En cuanto mi hermana esté fuera de la casa podré empezar, me dije una y otra vez, y lograré otra vez la victoria. Cuando el monstruo esté fuera de la casa, mi trabajo brotará por sí mismo, y convertiré todas las ideas relacionadas con ese trabajo en una sola, en mi obra. Pero ahora mi hermana llevaba ya más de veinticuatro horas fuera de la casa, y yo estaba más lejos que nunca de poder empezar mi trabajo. Ella, mi aniquiladora, seguía teniéndome en su poder. Ella guiaba mis pasos y, al mismo tiempo, oscurecía mi mente. Tras la muerte de nuestro padre, tres años después de la muerte de nuestra madre, su brutalidad conmigo se agudizó. Siempre tenía ella conciencia de su fuerza, y al mismo tiempo de mi debilidad. Esa debilidad por mi parte la aprovechó durante toda su vida. Por lo que se refiere a nuestro mutuo desprecio, la balanza está equilibrada desde hace decenios. A mí me asquean sus negocios, a ella le asquea mi fantasía, yo desprecio sus éxitos, ella desprecia mi falta de éxito. La desgracia es que ella tiene derecho, en cualquier momento, cuando quiere, a instalarse en mi casa, esa horrible cláusula del testamento de mi padre me resulta espantosa. La verdad es que la mayoría de las veces ni siquiera se anuncia, de repente está ahí y, como si le perteneciera por completo, anda por mi casa, en la que al fin y al cabo sólo tiene un derecho de habitación, pero ese derecho de habitación es vitalicio y no está limitado en el espacio. Y cuando se le ocurre traer a algunos amigos dudosos, nada puedo hacer para evitarlo. Se pone a sus anchas en mi casa, como si le perteneciera a ella sola, y me arrincona, y yo no tengo fuerzas para defenderme, tendría que tener un carácter muy distinto, ser una persona totalmente distinta. Entonces no sé si se quedará dos días o dos horas o cuatro o seis semanas o incluso varios meses, porque de repente no le gusta ya la ciudad y se ha recetado a sí misma los aires del campo. La forma en que dice mi querido hermanito me asquea. Mi querido hermanito, dice, ahora estoy yo en la biblioteca, no tú y exige realmente que, aunque yo haya entrado ya o incluso esté en la biblioteca bastante tiempo antes que ella, deje al instante la biblioteca. Mi querido hermanito, de qué te sirve haber estudiado todas esas bobadas, te has puesto enfermo, estás ya casi loco, eres un personaje triste, cómico, me dijo la última noche para herirme. Desde hace un año desvarías sobre Mendelssohn Bartholdy, pero ¿dónde está tu obra?, me dijo. Sólo te relacionas con muertos, yo con los vivos, ésa es la diferencia. En mi compañía hay seres vivos, en la tuya sólo muertos. Porque tienes miedo de los vivos, me dijo, porque no estás dispuesto a realizar el menor esfuerzo, el esfuerzo que hay que realizar cuando un ser quiere relacionarse con seres vivos. Estás metido en tu casa, que no es otra cosa que una cripta, y te relacionas con los muertos, ¡con madre y padre y nuestra desgraciada hermana, y con todos los que llamas grandes de espíritu! ¡Es aterrador! Realmente tiene razón, pienso ahora, dice la verdad. Con el tiempo me he extraviado por completo en esta cripta que es mi casa. Me levanto de madrugada en la cripta y ando todo el día de un lado a otro por la cripta y me acuesto tarde en la noche para dormir en esta cripta. ¡Tu casa!, me gritó a la cara, ¡tu cripta! Al fin y al cabo tiene razón, me decía ahora, todo lo que dice es cierto, no me relaciono con un solo ser vivo, e incluso he renunciado al contacto con los vecinos, salvo cuando tengo que procurarme víveres, la verdad es que no salgo para nada de casa. Y tampoco recibo casi ya correo, porque yo mismo no escribo ya cartas. Cuando salgo para comer, apenas he entrado y me he comido mi comida, que me asquea, huyo de la posada. Así resulta que apenas hablo ya con nadie y de vez en cuando tengo la sensación de que no puedo hablar ya con nadie y de vez en cuando tengo la sensación de que no puedo hablar ya en absoluto, de que se me ha olvidado hablar, incrédulo hago algún ejercicio de habla para comprobar si todavía puedo emitir sonidos, porque ni siquiera con la Kienesberger hablo la mayor parte del tiempo. Ella hace su trabajo y yo no le doy órdenes, a veces ni siquiera me he dado cuenta de que estaba cuando ya ha vuelto a irse. ¿Por qué he rechazado en efecto, realmente, la propuesta de mi hermana de ir a Viena unas semanas, groseramente, como si tuviera que atajar alguna ofensa malintencionada? ¿En qué clase de hombre me he convertido desde la muerte de mis padres?, me preguntaba. Me había sentado en el sillón del vestíbulo y ahora, de repente, estaba helado. La casa no estaba vacía, estaba muerta. Es una cripta, pensé. Pero si hay otras personas en ella además de mí no lo soporto en absoluto. Otra vez veía a mi hermana con malos ojos. Después de todo, ella sólo tenía para mí burla y desprecio. Me ponía en ridículo, siempre que podía, a cada instante y, cuando había ocasión de ello, delante de todos. Así, hace una semana, el martes, cuando visitábamos al llamado Ministro (¡Ministro de Agricultura y de Cultura en una pieza!), que ha hecho renovar a fondo su villa y que me resulta más repulsivo que todos los demás, dijo ante toda la reunión en el, así llamado, salón azul (!), él (¡o sea yo!) lleva escribiendo diez años un libro sobre Mendelssohn Bartholdy y ni siquiera ha pensado la primera frase. La consecuencia fueron unas carcajadas estrepitosas de toda aquella gente embrutecida, sentada en sus sillones repugnantemente blandos, y realmente uno de los presentes, un internista de Vöcklabruck, la ciudad vecina, preguntó quién era exactamente Mendelssohn Bartholdy. Y entonces mi hermana, riéndose diabólicamente, lanzó la palabra compositor, lo que provocó de nuevo unas asquerosas carcajadas en aquella gente, que son todos millonarios y embrutecidos y por añadidura condes rancios y barones seniles que, año tras año, sólo llevan pantalones de cuero impregnados de mal olor y llenan sus miserables días con su cháchara sobre la sociedad, las enfermedades y el dinero. Al instante quise dejar aquella reunión, pero una mirada de mi hermana bastó para que renunciase a mi propósito. Hubiera debido levantarme e irme, pensaba ahora, pero me quedé sentado y soporté aquella horrible humillación que se prolongó hasta bien entrada la noche. Después de todo hubiera sido imposible dejar a mi hermana sola en aquella reunión, que le convenía en todos y cada uno de los aspectos, se trataba precisamente de personas todas muy consideradas, con mucho, con infinitamente mucho dinero detrás y con todos los títulos imaginables, que dejaban al mundo sin aliento. Probablemente, pensaba ahora, ella olfatea algún negocio, al fin y al cabo hacía los mayores negocios con aquellos viejos condes y viejos barones que, muy a menudo, se deshacían, antes de acabar su vida, de gigantescos bocados de sus posesiones todavía más gigantescas, para aligerarse y con ello también, como es natural, aligerar a sus herederos. Naturalmente, una velada así en una casa así y con una reunión así puede significar para mi hermana un negocio de millones, pensaba, para mí no significa nada, pero al fin y al cabo tengo que tener en cuenta siempre a mi hermana. Cruza las piernas y le dice a un viejo barón una frase halagadora y completamente falsa, y se gana con ello un año entero de vida regalada, pensaba. Ya de niña, mi hermana tenía un espíritu comercial increíblemente desarrollado. Recuerdo que, sin rodeos, pedía dinero a todos los invitados que aparecían por aquí, la gente lo encontraba original en una niña de siete u ocho años aunque hubiera tenido que repelerlos, como me repelía ya entonces a mí. Nuestros padres, naturalmente, se lo prohibían, pero ya entonces no respetaba ninguna prohibición paterna. En aquella reunión de la que acabo de hablar, animó aún al final al llamado Barón Lederer, que en realidad, como me consta, no es barón en absoluto, a que la invitara al Bristol en su próxima visita a Viena; lo que a cualquiera tenía que parecerle una desvergüenza era en realidad una grandiosa jugada de ajedrez de mi hermana, que sabía siempre exactamente cómo preparar sus negocios. Y siempre tenía éxito. Cuando hoy dice que ha podido triplicar su fortuna desde la muerte de nuestros padres, tengo que suponer que no la ha triplicado una sino tres o cuatro veces, porque en los asuntos de negocios siempre me ha mentido, simplemente por miedo de que un día pudiera tener la idea de pedirle algo. De eso no necesita tener miedo. Lo que aún tengo me bastará mientras viva, porque al fin y al cabo no viviré ya mucho, me dije, levantándome del sillón y yendo a la cocina. Como al fin y al cabo he fracasado ahora en mi propósito de empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy ya muy de mañana, me dije, puedo, al fin y al cabo, sentarme en la cocina y desayunar. Mientras, de mala gana, me comía mi pan y me bebía el té, entretanto frío, no tenía ganas de hacerme otro, oí varias veces a mi hermana decir vente a Viena conmigo, unas semanas, ya verás, te ayudará, te sacará de todo, de ti mismo, había subrayado ella varias veces. Sólo la idea de tener que estar en Viena con mi hermana me daba náuseas. Y, aunque tenga razón cien veces, no lo haré jamás. Viena me resulta aborrecible. Recorro dos veces la Kärntnerstrasse y el Graben, arriba y abajo, y echo luego una ojeada al Kohlmarkt, y eso basta para que se me revuelva el estómago. Desde hace treinta años el mismo cuadro, las mismas personas, la misma estupidez, la misma infamia, bajeza, falsedad. Se había construido, me dijo, en el piso superior de su propia casa del Graben (!) una vivienda lujosa totalmente nueva, de trescientos metros, y yo tenía que verla. No pienso, pensaba, masticando mi pan duro. Había venido aquí, me dije, no sólo, como ella quería hacerme creer, para cuidar de un enfermo, posiblemente de un enfermo de muerte, lo que probablemente soy en realidad, sino de un loco, pero eso no se atrevía aún a decirlo. Al fin y al cabo me trata totalmente como a un loco, así sólo se trata a un loco, a un demente, tenía que decirme a mí mismo, masticando mi pan. Al final, sin embargo, dijo muy claramente mi venida a tu casa, según veo, no ha servido de nada. De todas formas, he hecho algunos negocios buenos con tus vecinos, así dijo. Desvergonzada, fría, calculadora. A ti no se te puede ayudar, a ti no puede ayudarte nadie, dijo en nuestra última comida. Tú desprecias, dijo, todo lo que hay en el mundo, todo lo que a mí me produce placer tú lo desprecias. Y, sobre todo, te desprecias a ti mismo. Acusas a todos de todos los crímenes, ésa es tu desgracia. Eso dijo realmente y no me di cuenta de toda la amplitud de aquella frase inaudita, sólo ahora me resulta claro que, por decirlo así, dio de lleno en el clavo. A mí la vida me divierte, aunque tenga también mis penas, todo el mundo tiene esas penas, mi querido hermanito, pero tú desprecias la vida, ésa es tu desgracia, por eso estás enfermo, por eso te mueres. Y te morirás pronto si no cambias, dijo. Ahora lo oía claramente, más claramente que en el instante en que lo dijo con la frialdad que la caracteriza. ¡Mi hermana, la clarividente, absurdo! Probablemente tiene razón, en el sentido de que sería buena cosa marcharme de Peiskam por algún tiempo, pero no tengo ninguna garantía de poder empezar mi trabajo en otro lugar, por no hablar de proseguirlo. Durante la cena exclamó varias veces ¡Mendelssohn Bartholdy!, como si con esa exclamación quisiera divertirse muy especialmente, probablemente porque sabía muy bien que, cada vez, tenía que herirme profundamente. La realidad es que, hace mucho más de diez años, le hablé de que tenía la intención de escribir algo, no dije un libro o un ensayo, algo sobre Mendelssohn Bartholdy. En aquella época ella no había oído hablar nunca de Mendelssohn Bartholdy, ahora, las palabras Mendelssohn Bartholdy, incesantemente pronunciadas por mí en toda ocasión, la volvían loca, no podía oírlas ya, por lo menos no viniendo de mí, me prohibió volver a pronunciar el nombre de Mendelssohn Bartholdy en su presencia, si se pronunciaba Mendelssohn Bartholdy tenía que ser por ella misma, porque eso le producía placer, ya que, después de diez años de intentos, tenía que dejarme en ridículo. Por lo demás, aborrece la música de Mendelssohn Bartholdy, lo que es muy propio de ella. ¡Cómo se puede amar a Mendelssohn cuando existen Mozart y Beethoven!, exclamó una vez. Hubiera sido absurdo darle alguna vez una explicación de mis razones para ocuparme precisamente de Mendelssohn Bartholdy. Desde hacía ya muchos años, Mendelssohn Bartholdy habían sido ya palabras irritantes que nos separaban, por ellas chocábamos con todas nuestras oposiciones horribles, enfermizas y, por ello, atroces. Al fin y al cabo, ese Mendelssohn Bartholdy te gusta sólo porque es judío, decía ella sarcásticamente. Y quizá, en esa observación inesperada, hecha por primera vez en su última visita, tenía razón. Ella había aparecido y había arruinado mi trabajo y, al final, casi me había arruinado a mí mismo. Las mujeres aparecen y se aferran a uno y lo arruinan. Pero ¿no la había llamado yo? ¿No le había propuesto venir a Peiskam por unos días? Le había enviado un telegrama en el que la invitaba a venir a Peiskam. Verdad es que por unos días sólo, no por meses. ¡Qué lejos había llegado yo para telegrafiarla! Realmente, esperaba de ella una ayuda, no mi destrucción. Pero siempre es lo mismo: ¡le ruego, le imploro francamente una ayuda y ella me arruina! Y aunque lo sé, volví a telegrafiarla, por centésima vez metí en mi casa a mi destructora. Es verdad, le telegrafié pidiéndole ayuda, no es verdad que viniera a Peiskam sin haber sido invitada en absoluto. La verdad es siempre lo más horrible, pero es mejor atenerse una y otra vez a la verdad que a la mentira, que mentirse a sí mismo. Pero no le telegrafié que se quedara durante meses, porque mi hermana en mi casa durante meses es un infierno, y así se lo dije también, si estás aquí durante meses es un infierno, y entonces ella se rió. Mi querido hermanito, dijo, la verdad es que hubieras degenerado si te hubiera vuelto a dejar solo tan pronto, posiblemente, ni siquiera hubieras sobrevivido. Luego guardé silencio, quizá porque en ese instante tuve conciencia de que ella tenía razón. Pero de qué sirve ahora partirme la cabeza sobre si la hice venir o no, lo que al fin y al cabo está aclarado, la realidad es, sin embargo, que en el instante en que yo estaba en condiciones de empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy ella hubiera debido irse, ¡desaparecer de Peiskam! Pero una persona como mi hermana no tiene un oído tan fino como para percibir ese instante. Y yo, como es natural, no me atreví a decirle que, en el instante en que estaba en condiciones de escribir el estudio o lo que fuera sobre Mendelssohn, al fin y al cabo unas ciento cincuenta páginas probablemente o más aún, ella estaba ahí y tenía que desaparecer. Por eso la odié de repente y ella probablemente no sabía en absoluto por qué, y la maldije y perdí así la oportunidad de empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. Pero probablemente me había avergonzado de explicarle que la había hecho venir a Peiskam sólo a causa de ese trabajo todavía no empezado, es decir, por decirlo así, que era muy capaz de abusar de ella como medio totalmente primitivo para mi producto intelectual. Al fin y al cabo, el llamado intelectual pasa una y otra vez por encima de la persona a la que ha matado para ello y, por consiguiente, convertido en cadáver para su fin intelectual. En el instante decisivo, un, así llamado, intelectual hubiera sacrificado sin más para ese producto intelectual, hubiera abusado a muerte en su diabólica especulación, de una persona que le hiciera posible ese producto intelectual. Así, yo había pensado poder abusar de mi hermana para mi producto intelectual, pero me habían salido mal las cuentas. Al contrario, había cometido la mayor de las tonterías al telegrafiar a mi hermana en Viena: ¡ven unos días! Resultó que ella misma, sin mi invitación, hubiera venido a Peiskam precisamente ese día, porque estaba hasta la coronilla de Viena, de pronto, aquellas continuas reuniones, todas aquellas gentes cuya estupidez le ponían los pelos de punta, le habían causado el asco que se merecían, porque en los últimos tiempos había exagerado aquellas reuniones. Me llevaba las manos a la cabeza pensando que hubiera podido ahorrarme el telegrama porque, sin mi telegrama, probablemente hubiera tenido sin más valor para decirle, al cabo de unos días, que tenía que desaparecer otra vez. Así, sin embargo, como le había pedido que viniera a Peiskam, no había tenido ese valor, la verdad es que hubiera sido una desvergüenza sin igual rogarle que viniera y luego volverla a echar de la casa enseguida. Por lo demás, la conozco demasiado bien para no saber que, si le hubiese dicho que debía desaparecer, no habría pensado en absoluto en desaparecer. Se me hubiera reído en la cara y se hubiera instalado a sus anchas en toda la casa. Por una parte, no aguantamos, los que somos como yo, estar solos, por otra no aguantamos el estar acompañados, no aguantamos la compañía masculina, que nos aburre a morir, pero tampoco la femenina, a la compañía masculina he renunciado en general durante decenios, porque es de lo más estéril, la femenina me ataca los nervios en un plazo brevísimo. De todas formas, había confiado una y otra vez en mi hermana para salvarme del infierno de la soledad y, dicho sea sinceramente, ella había conseguido efectivamente a menudo sacarme de mi soledad, que al fin y al cabo no es otra cosa la mayor parte del tiempo que una ciénaga negra devastadora, nauseabunda y pestilente, pero en los últimos tiempos tampoco ella tenía ya fuerzas para ello, y quizá tampoco el deseo ya; quizá dudaba también desde hacía demasiado tiempo de mi seriedad, y prueba de ello son efectivamente sus continuas bromas despiadadas a mi costa, por mi Mendelssohn Bartholdy. Desde hacía años yo no había terminado ningún escrito, a causa de mi hermana, según pretendía yo siempre, pero quizá también a causa de mi auténtica incapacidad para escribir jamás otro escrito. Lo intentamos todo para poder empezar ese texto, realmente todo y, aunque sea lo más horrible, no retrocedemos ante nada que nos permita escribir ese texto, aunque sea la mayor monstruosidad y la mayor perversidad y el más grave de los crímenes. Solo en Peiskam, rodeado de todos aquellos muros fríos, con los ojos puestos sólo siempre en los muros de nubes, no hubiera tenido ninguna probabilidad. La verdad es que había hecho los intentos más absurdos, por ejemplo me había sentado en la escalera que conduce del comedor al primer piso y había recitado unas páginas de Dostoievsky, de El jugador, con la esperanza de poder empezar, gracias a esa medida, mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy, pero naturalmente ese intento absurdo fracasó, terminó con unos escalofríos bastante largos y con que, durante varias horas, me revolví en la cama empapado en sudor. O bien corría al patio, inspiraba tres veces profundamente y espiraba tres veces profundamente, y luego estiraba alternativamente el brazo derecho y el izquierdo, tanto como podía. Pero también ese método me agotaba sólo. Lo intenté con Pascal, luego con Goethe, luego con Alban Berg, inútilmente. ¡Si tuviera un amigo!, me dije otra vez, pero no tenía ningún amigo y sé por qué no tengo ningún amigo. ¡Una amiga!, exclamé, de forma que resonó en el vestíbulo. Pero no tengo ninguna amiga, de modo totalmente deliberado no tengo ninguna amiga, porque entonces hubiera tenido que renunciar totalmente a mis ambiciones intelectuales, no se puede tener una amiga y al mismo tiempo ambiciones intelectuales, cuando el estado general de uno es tan malo como el mío. ¡No se puede pensar en una amiga y en ambiciones intelectuales! O tengo una amiga, o tengo ambiciones intelectuales, las dos cosas juntas es imposible. Y me decidí ya muy pronto por las ambiciones intelectuales y en contra de la amiga. Un amigo no había querido tenerlo nunca, desde el momento en que tuve veinte años y con ello, de pronto, fui un pensador independiente. Los únicos amigos que tengo son los muertos, que me han dejado su literatura, no tengo otros. Y siempre me fue difícil tener siquiera un ser humano, y por eso no pienso en absoluto en una palabra tan explotada por todos y tan nauseabunda como la palabra amistad. Y ya muy pronto, temporalmente, no tuve absolutamente ningún ser humano, todos los demás tenían algún ser humano, yo no tenía ninguno, por lo menos yo sabía que no tenía ninguno, aunque los otros pretendían continuamente que tenían alguno, decían tú tienes a alguien, cuando yo estaba completamente seguro de no tener a nadie y, quizá fuera ese pensamiento el decisivo, el más aniquilador, el de no necesitar a nadie. Me figuraba que no necesitaba ningún ser humano, me lo sigo figurando todavía hoy. No necesitaba a nadie y, por consiguiente, no tenía a nadie. Pero como es natural necesitamos algún ser humano, porque si no, nos convertimos inevitablemente en lo que me he convertido: difícil, insoportable, enfermo, en el sentido más profundo de la palabra, insoportable. Siempre creí poder realizar mi trabajo intelectual totalmente solo, sin ninguna clase de seres humanos, lo que tuvo que revelarse como un error, pero también el que realmente necesitamos a alguien es a su vez un error, necesitamos un ser humano para ello y no necesitamos ninguno, y unas veces necesitamos a alguien y otras veces no necesitamos a nadie y otras veces necesitamos a alguien y al mismo tiempo no necesitamos a nadie, ahora, en estos días, he vuelto a tener conciencia de este hecho, el más absurdo de todos; nunca sabemos, ni sabremos, si necesitamos a alguien o no necesitamos a nadie, ni si al mismo tiempo necesitamos a alguien y no necesitamos a nadie y, como no sabemos ni nunca sabremos lo que realmente necesitamos, somos infelices y por ello incapaces de empezar un trabajo intelectual cuando queremos, cuando nos parece acertado. Al fin y al cabo, yo había creído fervientemente que necesitaba a mi hermana para poder empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy, y cuando estuvo ahí supe que no la necesitaba, que sólo podría empezar cuando no estuviera ahí. Pero ahora se ha ido y es ahora cuando no puedo empezar mi trabajo. Al principio, la razón era que ella estaba ahí, ahora la razón es que ella no está ahí. Por una parte sobrestimamos al otro, por otra lo subestimamos y nos sobrestimamos continuamente a nosotros mismos y nos subestimamos, y cuando debiéramos sobrestimarnos nos subestimamos, lo mismo que debiéramos subestimarnos cuando nos sobrestimamos. Y realmente, sobrestimamos sobre todo, todo el tiempo, lo que nos proponemos, porque en verdad todo trabajo intelectual, como cualquier otro trabajo, se sobrestima desmesuradamente y no hay ningún trabajo intelectual en el mundo al que este mundo, en definitiva sobrestimado, no pudiera renunciar, lo mismo que no hay ningún ser humano y, por consiguiente, ninguna inteligencia, a la que no se pudiera renunciar en este mundo, lo mismo que en general se podría renunciar a todo si tuviéramos el valor y las fuerzas para ello. Probablemente lo que me falta es la máxima concentración, pensé, y me senté en la gran habitación de abajo, que mi hermana continuamente, hasta donde puedo recordar, ha llamado el salón, lo que constituye una horrible falta de gusto, porque en una vieja casa de campo así un salón no pinta nada. Pero también esa designación para la habitación de abajo le va a ella muy bien, en general, tiene en los labios con demasiada frecuencia la palabra salón, aunque ella misma, como es natural, tenga en Viena realmente un salón y dirija realmente un salón, aunque la forma en que dirige ese salón es algo sobre lo que yo podría escribir todo un tratado voluminoso, si tuviera ganas de ello. Así pues, en la habitación de abajo, que mi hermana llama salón, lo que, cada vez, me da ganas de vomitar, estiré las piernas, las estiré tanto como pude, tratando de concentrarme en Mendelssohn Bartholdy. Pero, naturalmente, es totalmente erróneo comenzar un trabajo así con: el tres de febrero de mil ochocientos nueve, y así sucesivamente. Aborrezco los libros o escritos que empiezan por una fecha de nacimiento. En general, aborrezco los libros o escritos en que se procede de forma biográfico-cronológica, ése me parece el método de peor gusto y, al mismo tiempo, el menos intelectual. ¿Cómo empezaré? Es la cosa más sencilla, me dije y no comprendo que esa cosa sumamente sencilla no la haya hecho hasta ahora. ¿Tal vez he tomado demasiadas notas? ¿He anotado demasiadas cosas sobre Mendelssohn Bartholdy en esos cientos y miles de papeles que se amontonan en mi escritorio, me he ocupado en general demasiado de Mendelssohn Bartholdy, mi compositor favorito? Ya a menudo había pensado, ¿no me habré fatigado en exceso en mis investigaciones sobre Mendelssohn Bartholdy y, por ello, soy ahora incapaz de empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy? Un tema fatigado en exceso no puede llevarse ya al papel, me dije, de ello tenía multitud de pruebas. No quiero enumerar todo lo que no he podido hacer por haberlo fatigado con exceso en mi cabeza. Por otra parte, la verdad era que, precisamente sobre Mendelssohn Bartholdy, aquellas investigaciones de años, cuando no de decenios, eran necesarias. Si digo que tengo todo el texto o la obra que sea en la cabeza, como es natural no puedo realizarlo ya. Así son las cosas. ¿Son así con Mendelssohn Bartholdy? Me volvía casi loco, incluso demente ya la idea de que, posiblemente, había fatigado con exceso el tema y, por ello, de nada me servía telegrafiar a mi hermana para que viniera por una parte, por decirlo así, como ángel salvador, y por otra para echarla de mi casa, y así sucesivamente. Yo había estado dos semanas en Hamburgo, dos semanas en Londres, y en Venecia, curiosamente, había encontrado los documentos más interesantes sobre Mendelssohn Bartholdy. Para protegerme del mejor modo, me había retirado enseguida al Bauer-Grünewald, a una habitación con vistas sobre los rojos tejados, que daba a la iglesia de San Marcos, y había estudiado los documentos prestados por el palacio episcopal. En Turín había encontrado papeles manuscritos del propio Mendelssohn Bartholdy sobre Carl Friedrich Zelter, y en Florencia todo un montón de cartas escritas por Mendelssohn a su hermana Cécile. De todos aquellos escritos y documentos me había hecho u ordenado hacer copias, que luego había enviado a Peiskam. Pero esos viajes de investigaciones sobre Mendelssohn Bartholdy se remontan a muchos años atrás, algunos a más de un decenio. Ya en un cuarto preparado expresamente sólo para esos escritos y documentos relativos a Mendelssohn Bartholdy había catalogado finalmente todos aquellos escritos y documentos, y a menudo había vivido solo en ese cuarto durante semanas (¡encima de la habitación verde del primer piso!). No pasó mucho tiempo sin que mi hermana bautizara ese cuarto como cuarto de Mendelssohn. Al principio, pienso, ella había hablado realmente llena de respeto y consideración de ese cuarto de Mendelssohn, pero finalmente de forma más bien despreciativa, burlona que me hería. Sólo años después había empezado yo a sacar del cuarto de Mendelssohn diversos escritos que me parecían importantes y a llevarlos a mi escritorio, siempre en la creencia y con la esperanza de que el momento en que podría empezar mi trabajo no estaba lejos. Pero estaba equivocado. Mis preparativos duran ahora ya años, como queda dicho, más de un decenio. Quizá, así pienso, no hubiera debido interrumpir mis preparativos por nada, no acometer nada sobre Schönberg, nada sobre Reger, no considerar siquiera el esbozo sobre Nietzsche, todas esas desviaciones de mi tema, en lugar de hacer que yo madurase para Mendelssohn, me habían apartado en definitiva aún más de Mendelssohn. Y si por lo menos esos temas, que no puedo enumerar ya, me hubieran encantado algo, pero sin embargo sólo me han mostrado una y otra vez lo difícil que es realizar siquiera un trabajo intelectual, aunque sea el más breve, aparentemente el más secundario, aunque no hace falta decir que no puede existir un trabajo intelectual secundario, no tal como yo lo entiendo. En el fondo, todos esos intentos con Schönberg, Reger, etcétera, no fueron otra cosa que desviaciones de mi tema principal y además, lo que acabó por debilitarme totalmente, todos ellos se malograron. Y es una suerte que los haya aniquilado todos, esos ensayos que, en fin de cuentas, se quedaron en sus comienzos y cuya publicación, si hubiera llegado a hacerla, me lastimaría hoy profundamente. Pero siempre he tenido buen sentido para saber lo que hay que publicar y lo que no, aunque también siempre la idea de que publicar es, en general, un absurdo, si es que no un crimen intelectual o, mejor aún, un crimen capital contra la inteligencia. Al fin y al cabo, publicamos sólo para satisfacer nuestras ansias de gloria, por ninguna otra razón, a no ser por la razón, todavía mucho más abyecta, de ganar dinero, la cual, sin embargo, por las circunstancias en que he nacido, queda eliminada en mi caso, ¡gracias a Dios! Si hubiera publicado mi artículo sobre Schönberg, no me atrevería a salir ya a la calle, y tampoco si hubiera editado mi escrito sobre Nietzsche, aunque éste no sea un fracaso completo. Toda publicación es una tontería, y prueba de un desagradable rasgo de carácter. Editar la inteligencia es el más vergonzoso de los crímenes y yo no he vacilado en cometer varias veces ese crimen, el más vergonzoso de todos. Al fin y al cabo, ni siquiera fue la grosera necesidad de comunicarme, porque nunca he querido comunicar nada a nadie, con eso no tenía ninguna relación, fueron simples ansias de gloria y nada más. Qué suerte no haber editado Nietzsche y Schönberg, por no hablar de Reger, no me lo perdonaría. Si ya los otros miles y cientos de miles de escritos publicados me asquean, los propios me asquean de la forma más horrible. Pero no escapamos a la vanidad, a las ansias de gloria, entramos en ella, como si la necesitáramos, con la cabeza muy alta, aunque sabemos que nuestra forma de actuar es imperdonable y perversa. ¿Y qué pasa con mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy?, la verdad es que no lo escribo únicamente para mí solo y luego, cuando esté terminado, dejarlo estar. Como es natural, tengo la intención de publicarlo, de editarlo con todas las consecuencias. Porque creo realmente que ese texto es el texto del que puedo decir que es el más logrado o, mejor aún, el menos fracasado de los míos. ¡Desde luego que pienso publicarlo! Pero, antes de poderlo publicar, tendré que escribirlo, pensé y, con ese pensamiento, estallé en una carcajada, en una de esas que llamo carcajadas de mí mismo a las que, con el curso de los años, me he acostumbrado a causa de mi continua soledad. ¡Sí, tienes que escribir antes ese texto para poderlo publicar!, exclamé y esa exclamación me divirtió. Realmente, mediante esa carcajada súbita me libré de mi crispación y, levantándome de un salto, fui a la ventana. Pero no vi nada. Una espesa niebla se pegaba a los cristales. Me apoyé en el alféizar y traté de distinguir, mediante una concentración continuada, los muros del otro lado del patio, pero ni siquiera con la concentración más extrema conseguí reconocer esos muros. ¡Sólo veinte metros y no veo los muros! ¡Simplemente existir en medio de esta niebla es demencial! ¡En un clima que dificulta mil veces todas y cada una de las cosas! Resultaba, como siempre en esa época del año, opresivo. Golpeé brevemente con el índice derecho en el cristal, para espantar quizá algún pájaro de fuera, pero nada se movió. Lo mismo que había dado golpecitos en la ventana con el índice, me di golpecitos luego en la cabeza y me dejé caer otra vez en el sillón. En diez años ¡ni un trabajo logrado!, pensé. Como es natural, con ello me he vuelto indigno de crédito. Mi hermana propala por toda Viena, y precisamente allí donde tiene para mí el efecto más devastador, que soy un fracasado. Continuamente la oigo decir a todas las gentes imaginables: mi hermanito y su Mendelssohn Bartholdy. Sin reparo, me llama loco delante de todo el mundo. Alguien que no está ya muy bien de la cabeza, sé que ella habla así de mí y propala de mí una reputación que me perjudica enormemente. Al fin y al cabo, no retrocede ante nada para obtener dinero, es decir, para hacer sus negocios y, para no molestar a sus relaciones sociales, me llamaría cualquier cosa. No tiene escrúpulos. Y puede ser innoble. Por otra parte, siempre la he querido, a pesar de todos sus horrores. Querido y odiado, y unas veces la quería más que la odiaba y a la inversa, pero la mayor parte del tiempo la he odiado, porque siempre ha actuado contra mí, con plena conciencia, lo que quiere decir con lucidez, que nunca se le ha podido negar. Ella ha sido siempre la persona realista, lo mismo que yo la fantasiosa. Te quiero por lo fantasioso que eres, me dice bastante a menudo, pero hay más desprecio en esa observación que lo contrario. Con una persona como ella, al fin y al cabo es sólo mentira cuando dice te quiero. ¿O es que soy yo el horrible? A su marido le dijo te quiero hasta que él no lo soportó más y desapareció. Al Perú, realmente el fin del mundo visto desde aquí, de donde no ha vuelto ya. Los maridos engañados y embaucados y convertidos en bufones huyen desde hace siglos a Sudamérica, para no volver ya, es una realidad que tiene una tradición. Soy una persona hecha para tener amantes, dice mi hermana. Siempre fui poco apta para el matrimonio, dice. Tener un hombre a cuestas durante toda la vida, sólo como idea me resultaba repugnante, dice ella. No sé por qué, finalmente, me casé a pesar de todo. ¿Quizá por mis padres? me dijo. El negocio que le quedó de su matrimonio, que se ocupaba y se ocupa exclusivamente de las propiedades de millones más extensas y más escogidas de Austria, lo ha puesto en una situación, después de haberla dejado su marido, que unos, los serios, califican de repelente, pero otros de inauditamente afortunada. Yo pertenezco por completo a los primeros, sea o no acertado, para mí la vida que mi hermana lleva ahora es vergonzosa, realmente basada nada más que en los beneficios. Al final del año una donación de millones a Cáritas, sobre la que ella misma puede leer satisfecha en los periódicos y de la que, durante semanas, puede reírse a morir, como dice ella misma, eso me repele. Un palacio que recibió de un viejo príncipe Ruspoli, muerto súbitamente por un fallo renal, al que conoció en otro tiempo en Roma y con el que, durante decenios, no sólo asistió a fiestas y mantuvo correspondencia, y del que pretende que es pariente suyo, un palacio de las proximidades de Siena, en el que, de todos modos, desde hace ya decenios las ratas mandaban, se lo legó hace dos o tres años a la Iglesia para un asilo de ancianos, en cuya construcción participó ella con dos millones de chelines. Cuando le pregunté si no iba a ir a Italia para ver el palacio terminado, me dijo tajantemente que no, que no le interesaba. En el fondo, los edificios viejos no le decían nada. Las personas viejas sí, dijo burlonamente, pero no los edificios viejos. Tengo que estar a bien con la Iglesia, hermanito mío, me dijo, y yo encontré aquel proceder y lo que ella decía al respecto repugnante en grado sumo. Pero ella es así. Siempre aparece con alguno de esos pisaverdes, que sólo se calzan en Nagy y, por añadidura, como decimos nosotros, llevan zapatos claveteados y, sólo por eso, tienen unos andares poco naturales y repelentes, y pretende que esas gentes están emparentadas con ella y, por consiguiente, también conmigo. No tengo parientes, le he dicho una y otra vez, sólo tengo parientes intelectuales, los filósofos muertos son mis parientes. Entonces ella, como siempre, se sonreía insidiosamente. Pero con la filosofía no puedes acostarte, hermanito mío, me decía ella a menudo, y entonces yo, igualmente a menudo, respondía que naturalmente que puedo, por lo menos no me ensucio al hacerlo. Esa observación hizo que ella dijera de mí una vez en mi presencia, en una reunión en Mürzzuschlag a la que ella me había arrastrado después de insistir sin pausa: mi hermanito duerme con Schopenhauer. Alternativamente con Schopenhauer y con Nietzsche, y entonces, como es natural, tuvo el éxito esperado, como siempre a mi costa. En el fondo, sin embargo, he admirado durante toda mi vida la facilidad con que mi hermana es capaz de llevar una conversación, todavía hoy o, con seguridad, todavía hoy con mucho mayor dominio, se libra de los más difíciles obstáculos sociales, si es que para ella existen siquiera esos obstáculos sociales. De dónde le viene ese talento no lo sé, porque a nuestro padre no le interesaba para nada la sociedad y a nuestra madre no le gustaban todos esos remilgos sociales, como nuestra propia madre decía siempre. El sentido comercial, que caracteriza a mi hermana más que cualquier otra cosa y del que nadie que no la conozca tanto como yo sospecha nada, lo tiene de nuestro abuelo paterno, que fue también quien acumuló nuestra fortuna, en las circunstancias más curiosas pero de todas formas y cualquiera que fuese el modo, tan grande que nosotros, mi hermana y yo, tenemos bastante para existir todavía en la tercera generación y ninguno de los dos existimos, considerándolo todo, de la forma más modesta. Porque, aunque viva en Peiskam solo, gasto más dinero que el que otras grandes familias tienen disponible al mes, porque, por poner sólo un ejemplo, quién calienta todo el invierno nueve habitaciones y no demasiado pequeñas, sólo para él y así sucesivamente. Realmente, e incluso tomando en consideración que soy de lo más incapaz en todas las llamadas cuestiones de dinero, podría vivir aún veinte años sin tener que ganar un groschen y luego me quedaría siempre la posibilidad de vender poco a poco una parcela tras otra, sin afectar esencialmente la propiedad, desvalorizándola así, lo que no me hace falta en absoluto y lo que, teniendo en cuenta que al fin y al cabo sólo me queda el tiempo más breve por vivir, como consecuencia de mi enfermedad que avanza incesante e irresistiblemente, todo lo más uno o dos años, no más ni más tiempo, momento en el que mi necesidad de vivir y existir, cualquiera que sea en este mundo, debería estar realmente por completo agotada, es absurdo. La verdad es que, si quisiera, podría calificarme a mí mismo de acomodado, a diferencia de mi hermana, que es realmente rica, porque la riqueza suya que se ve no es, ni con mucho, toda, pero yo me diferencio de ella por ejemplo, muy claramente, en el aspecto ya mencionado una vez: ella hace donaciones para ir al cielo y para divertirse, contribuciones de millones a la Iglesia y a otras de esas asociaciones dudosas, mientras que yo no hago absolutamente ninguna donación ni dedico el menor pensamiento a donar nada en un mundo que se ahoga en miles de millones y finge Cáritas cuando hay la menor posibilidad de ello. Pero tampoco tengo ganas de divertirme durante semanas mediante una donación a Cáritas, por ejemplo, ni el don de deleitarme con las noticias de los periódicos sobre mi generosidad y mi amor al prójimo, porque no creo en la generosidad ni en el amor al prójimo. La llamada gente buena es totalmente hipócrita y quien proclama lo contrario o incluso lo afirma es un redomado pisoteador de seres humanos o un zoquete imperdonable. Hoy tenemos que vérnoslas con un noventa por ciento de esos redomados pisoteadores de seres humanos y con un diez por ciento de esos zoquetes imperdonables. No se puede hacer nada con los unos ni con los otros. La Iglesia, porque, para mí, se presta a ello, explota a ambos, cualquier Iglesia que sea, pero conozco demasiado bien la católica para dejarle cualquier legado imaginable, es la más astuta de todas y, dondequiera que puede, explota, y la mayor parte de su dinero lo obtiene de los pobres y pobrísimos. Pero tampoco por esos pobres y pobrísimos se puede hacer nada, y la mentira de que se podría es la más difundida y sobre todo a los políticos no se les cae de los labios. La pobreza es inextirpable y quien piensa en extirparla no se propone otra cosa que extirpar a los seres humanos como tales y, por consiguiente, también realmente a la Naturaleza. Cuanto mayores y cuanto más altas son las donaciones que mi experta hermana reparte, tanto mayores y más infernales son también sus carcajadas por ello, y quien la ha oído hablar alguna vez en relación con alguna de sus donaciones sabe cómo anda el mundo. La he oído tan a menudo que ya no quiero oírla más. Los hombres hablan constantemente de que deben y tienen que descubrir a los otros y, como dicen también continuamente con toda la abyección de sus falsos sentimientos, descubrir al prójimo, cuando se trata única y exclusivamente de encontrarse a sí mismos, todo el mundo se encuentra ante todo a sí mismo y, como hasta ahora, apenas hay nadie que se haya encontrado a sí mismo, resulta también inimaginable que cualquiera de esos miles de millones de infortunados haya encontrado jamás a otro o, como dicen chorreando autoengaño, a un prójimo. El mundo es tan rico que realmente puede realizarlo todo, pero, con plena conciencia, lo impiden los políticos que gobiernan ese mundo. Gritan pidiendo ayuda, y diariamente arrojan por la ventana miles de millones, sólo para armas, y sin avergonzarse. No, dar a ese mundo aunque sólo sea un groschen es algo a lo que me niego decididamente, porque tampoco tengo esas retorcidas ansias de agradecimiento que tiene mi hermana. Esas gentes que dicen constantemente que están dispuestas a cualquier sacrificio y que lo sacrifican todo sin pausa, finalmente su vida y así sucesivamente, esos santos, que se agolpan para su sacrificio y su disposición al sacrificio como cerdos en el comedero, y que hay en todos los países y partes del mundo, ya pueden llevar todos los nombres imaginables o inimaginables, ya pueden llamarse Albert Schweitzer o Madre Teresa, me son profundamente antipáticos. Esas gentes no se proponen otra cosa que, a costa de aquellos de los que supuestamente tan bien se cuidan y que los reclaman con las manos extendidas buscando ayuda, cubrirse de páginas de gloria y dejarse colmar de condecoraciones. A esas gentes peligrosas, más egoístas y despóticas que cualesquiera otras, y en el fondo, hasta muy hondo en sus centros anímicos, ávidas de poder, que entre San Francisco de Asís y la Madre Teresa son millones y que se mueven en innumerables asociaciones religiosas y políticas de todo el mundo, día tras día, sólo por sus propias ansias de gloria, las aborrezco profundamente. El, así llamado, factor social, del que se habla ininterrumpidamente y hasta el hastío desde hace siglos, es la más innoble de las mentiras. Yo me niego, incluso a riesgo de ser mal entendido, lo que, dicho sea sinceramente, siempre me ha resultado indiferente. Mi hermana organiza, con otras, así llamadas, señoras de la mejor y más alta sociedad un bazar, y dona a los ingresos de ese bazar, en el que, ininterrumpidamente, también el Niñito Jesús tiene que graznar desde un horrible altavoz, quinientos mil chelines, y no considera demasiado tonto explicarme que quiere a los más pobres y a los pobres. Pero se dio cuenta muy pronto, también o precisamente porque guardé silencio ante su hipócrita empresa, de que yo la había calado. En cambio disfruta de que el Monseñor y Presidente de Cáritas, que no es otra cosa que un viejo zorro de salón, le bese galantemente la mano. A mí me espantaría la mano de ese señor. Hace ya quince o dieciséis años, cuando yo mismo tenía cierto contacto, aunque muy escaso, con tal señor, él, el de espíritu artístico y refinado, le pidió a mi hermana que le amueblara, contra entrega en mano de ochocientos mil chelines, un piso en el Schottenring, lo que efectivamente hizo mi hermana; nada más que con muebles Renacimiento de Florencia y objetos preciosos de estilo josefino, de dos castillos de Marchfeld que habían caído en sus manos, le amuebló al Monseñor su piso. Cuando terminó, dio para él una recepción para cincuenta personas escogidas, entre las cuales la menos importante era un conde irlandés al que, junto con Monseñor, había elegido para aquella velada sólo porque tenía unas hilanderías en la frontera entre la Baja Austria y el Burgenland, de las que ella, a toda costa, quería apoderarse, lo que, como me consta, consiguió efectivamente; en ese terreno mi hermana lo consigue todo. Por ochocientos mil chelines, que indudablemente provenían de contribuciones a la Iglesia, mi hermana le amuebló al Monseñor su piso del Schottenring, en uno de los mejores lugares, y realmente le dije a mi hermana a la cara que le había amueblado el piso al Monseñor con fondos de la Iglesia, unos ochocientos mil chelines, que serían hoy seis o siete millones. Hay que imaginárselo: el Monseñor se amuebla un piso por ochocientos mil chelines y, al mismo tiempo, hace propaganda en la radio, con un lenguaje lacrimoso y orientado al engaño hasta en sus menores detalles, de su pordiosería de Cáritas ante los más pobres de los pobres. Si no le daba vergüenza, quise saber, pero mi hermana no se avergonzaba, para ello era, como diría ella misma, demasiado inteligente y se limitó a decir: cuatrocientos mil son míos. El Monseñor ha pagado solamente cuatrocientos mil. A mí me repugnó aquella forma de actuar. Pero es característica de la llamada clase alta, y pertenecer a ella para siempre y eternamente ha sido para mi hermana, durante toda su vida, el más alto de todos los fines de la vida. Un conde tenía que ser ya muy encantador y tener infinitamente mucho dinero para que ella se dejara arrastrar siquiera a una conversación larga con él, sólo en los príncipes comenzaba para ella lo normal, y de dónde le viene esa horrible manía no lo sé. Si una persona así tiene todavía lo más mínimo que ver con la Naturaleza, me he preguntado a menudo. Por otra parte, cada una de mis consideraciones relativas a ella, en algún momento y, de hecho, de un instante a otro, se convierte en admiración. Ante una persona tan radiante, como ella misma se califica a menudo, el hermanito es impotente. La aparición de ella cambia cualquier lugar, todo, da igual dónde y cuándo aparezca, todo se transforma, y al mismo tiempo se subordina sólo a ella. Y sin embargo no es realmente bella, a menudo me he preguntado, es bella, no lo es, no puedo decir que sea bella, no lo es, es distinta de todas las demás y tiene la facultad de, si no eclipsar a todos los que la rodean, al menos hacerlos retroceder al segundo plano, a la sombra. Por lo tanto, es exactamente lo contrario de mí, que durante toda mi vida he sido insignificante. No modesto, ésa sería la palabra más equivocada, sino insignificante y además, continuamente, en el fondo, siempre reservado. Con ello me había liquidado a mí mismo con el tiempo, podría decir, lo digo porque es verdad. Tu tragedia es, hermanito mío, que siempre te quedas en segundo plano, me dice ella muy a menudo. Por otra parte, una vez me dijo que su tragedia era que ella siempre tenía que buscar el primer plano, lo quisiera o no, la empujan a ese primer plano, dondequiera que sea, en la situación que sea. Nunca es tonto lo que dice, porque en cualquier caso es mucho más sensato que lo que dicen los otros, pero, sin embargo, tantas de las cosas que dice son falsas. A veces, no sólo a veces, siempre me gustaría gritarle por las tonterías con que, indudablemente, provoca siempre por todas partes la mayor admiración. Como es natural, va a la ópera y no se pierde ninguna ópera de Wagner, con una excepción, no va a El holandés errante porque, según sus propias palabras, El holandés errante no es una ópera de Wagner. Y cree realmente, como tantos, tener razón en ello. Los vestidos que lleva en esas ocasiones son los más sencillos de todos, todavía mucho más sencillos que los más sencillos, pero sin embargo es precisamente eso lo que hace que llame la mayor atención. Sabes, la ópera es para mis negocios lo más importante de todo, dice una y otra vez. La gente está completamente loca por la música, que no comprende en absoluto, y me compra mis géneros invendibles. Ella entiende por «mis géneros invendibles» propiedades no inferiores a mil hectáreas. O las que ella llama cosas del distrito I, con las que se puede ganar sobre todo a corto plazo. Y realmente es un placer observarla durante las comidas. Todos los que la rodean se vuelven de repente, si no vulgares, al menos inferiores a ella en cualquier caso en sus modales, por ejemplo la forma de comer la sopa o la ensalada, etcétera. Tendría que ser lo que se llama una ancianísima señora de la más alta alcurnia la que pudiera realmente competir con ella. Pero qué espantoso, ser continuamente el centro de atención y que no le quiten a uno los ojos de encima, sólo puedo sentirlo por simpatía, pero sin duda es más horrible de lo que puedo imaginarme. Siempre he tenido el don de permanecer más o menos inobservado, de estar más o menos solo conmigo mismo incluso en las mayores reuniones, y por ello siempre he tenido la ventaja de poder seguir mis intenciones, mis fantasías y pensamientos como yo quería. Así pues, mi actitud en sociedad ha sido siempre para mí totalmente la más ventajosa, siempre la más útil, precisamente la que me convenía, a diferencia de la que conviene a mi hermana. Y siempre, dondequiera y cuandoquiera que ella aparezca y se convierta en el centro, parece como si fuera de la mayor naturalidad imaginable, realmente todo es natural en ella, todo lo que hace, todo lo que dice, así como todo lo que no dice y calla, se podría creer que no existe en absoluto un ser más natural que mi hermana. Como si no tuviera que preocuparse por nada, por absolutamente nada. Pero eso, naturalmente, es también un error, yo sé qué confabulado está todo lo que emprende, qué preparado todo lo que, en definitiva, presenta a toda esa gente. De la forma más natural, aunque como es natural no es verdad, da a entender continuamente a toda esa gente que, si no todo, ha leído la mayor parte, que, si no todo, ha visto la mayor parte, que, si no a toda, ha conocido y conoce bien a la mayor parte de la gente importante y famosa que realmente cuenta. Y lo da a entender sin decir expresamente nada parecido. Aunque no entiende absolutamente nada de música, en efecto, su comprensión de la música no es siquiera superficial, toda la gente cree que entiende mucho de música, y lo mismo ocurre con la literatura e incluso con la filosofía. Allí donde otros tienen que esforzarse continuamente para mantenerse, ella no necesita ocuparse absolutamente de nada, todo ocurre como ella quiere, totalmente por sí solo. Naturalmente, ella es por decirlo así culta, pero todo eso es sólo superficial, naturalmente sabe muchas cosas, más que la mayoría de la gente con que trata, aunque sólo sea de la forma más superficial, pero nadie se da cuenta. Cuando los otros tienen que convencer continuamente, para no hundirse y ponerse en ridículo y naufragar, ella se calla sencillamente y logra su triunfo, o dice algo dicho exactamente en el momento exacto, con lo que se deduce como consecuencia que domina la escena. Nunca he visto a mi hermana derrotada. A la inversa, ella ha presenciado a menudo cómo yo he fracasado en algún aspecto, incluso realmente ridículo. Tenemos los caracteres más opuestos que cabe imaginar. Probablemente de ello se deriva precisamente también nuestra tensión. Nunca hablo de dinero, pero lo tengo, dijo ella una vez, tú no hablas nunca de filosofía, y la tienes. Esa frase prueba dónde estamos los dos y, posiblemente, como me temía, nos hemos detenido. En la casa, en todas partes, sigue habiendo huellas de mi hermana, a dondequiera que dirijo la mirada, allí estuvo, eso lo desplazó, eso lo dejó ahí, esa ventana no la cerró como es debido, todos esos vasos que andan por ahí, apurados sólo a medias, los dejó ella. Y no pienso en poner otra vez orden en todo eso que ella dejó en desorden. Sobre su cama, como arrojado furiosamente, encontré el Combray de Proust, estoy seguro de que no ha llegado muy lejos. Pero tampoco puedo decir que no lea nada o sólo cosas de mínima calidad, para una mujer de su edad y de su nivel y en general de su posición y disposición, alcanza una y otra vez un nivel extraordinario en lo que a lecturas se refiere. Quien lea alguna vez este esbozo se preguntará qué significa esta continua insistencia en lo relativo a mi hermana. Sí, porque mi hermana, sencillamente, me domina desde la infancia y, cuando se ha ido, necesito siempre varios días para asimilarlo, sin duda se ha ido físicamente, pero sin embargo está presente por todas partes de la forma más clara y para mí realmente más horrible, sobre todo lo estaba esa última velada, como sentía de la forma más dolorosa y de lo que tuve cada vez mayor conciencia a causa de su ausencia que seguía siendo monstruosa, precisamente porque se había ido ya, el hecho de que, unas horas después de su partida real, no puedo echarla de la casa, no se deja echar, se queda ahí lo que quiere y esa velada lo quería con monstruosa intensidad, porque yo quería que se fuera de la casa, porque a la mañana siguiente quería empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. Un necio que creyó poder empezar realmente ese trabajo ya unas horas después de haberse ido ella, de forma totalmente inesperada, ése soy yo realmente. Siempre he necesitado varios días después de su marcha para liberarme de mi hermana. Esa única vez esperaba tener una suerte especial. Pero no la tuve. Esa clase de suerte nunca la he tenido. Y ¿no tiene quizá razón cuando dice que mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy sólo es un ardid para justificar mi forma de vida absurda, y que él, salvo si escribe y termina algo, no tiene otra justificación? Me precipité sobre Schönberg para justificarme, sobre Reger, sobre Joachim, incluso sobre Bach, sólo para justificarme, lo mismo que me precipito ahora sobre Mendelssohn con el mismo fin. En el fondo, no tengo ningún derecho a mi forma de vida, que realmente es tan única como costosa e igualmente horrible. Por otra parte, ¿a quién tengo que rendir cuentas, salvo a mí mismo? Si por lo menos consiguiese al día siguiente empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. ¿Tengo las mejores condiciones? Las tengo y no las tengo, por una parte las tengo, por otra no las tengo, me decía. Si mi hermana no hubiera venido, me decía, por otra parte, precisamente porque vino a Peiskam. Tenemos que emprenderlo todo al ciento por ciento, decía siempre mi padre, se lo decía a todo el mundo, a mi madre, a mi hermana, a mí, si no lo emprendemos al ciento por ciento, fracasamos ya antes de haber empezado siquiera. Pero ¿qué quiere decir en este caso el ciento por ciento? ¿No me he preparado al ciento por ciento para este trabajo? Quizá me haya preparado al doscientos por ciento, quizá incluso al trescientos por ciento, eso sería una catástrofe. Pero ese pensamiento era naturalmente absurdo. Tu error es, decía mi hermana, que te aíslas totalmente en tu casa, que no visitas ya en absoluto a amigos, cuando, sin embargo, tenemos tantos amigos. Decía la verdad. Pero qué quiere decir: ¡amigos! Conocemos a varias, quizá incluso a muchas personas, a algunas que todavía no han muerto o se han ido para siempre, todavía de la infancia, todos los años hemos ido muy a menudo a su casa, han venido a nuestra casa, pero no por ello, ni con mucho, son amigos. Mi hermana califica pronto a alguien de amigo, incluso a gente que apenas conoce, si eso entra en sus cálculos. Si lo pienso bien, no tengo en absoluto amigos, no he tenido nunca, desde el fin de mi infancia, ningún amigo. Amistad, ¡qué palabra más leprosa! La gente la tiene todos los días en los labios, hasta el hastío, y está totalmente devaluada, por lo menos tan devaluada como la palabra, pisoteada a muerte, de amor. Tu gran error es que no vas ya a pasear, antes salías durante horas de tu casa, ibas a través de los bosques, por los campos, a orillas del mar, y por lo menos disfrutabas de tus propias tierras. Hoy ya no sales de casa, eso es lo más perjudicial, dijo, precisamente ella, que en todas partes y por todos es conocida como poco aficionada a andar y que, en las tres semanas que estuvo aquí, ni una sola vez dio un paseo. Pero naturalmente, pienso, la verdad es que no tiene la enfermedad que yo tengo. Yo tendría que pasear. Pero nada me aburre más. Nada me fastidia más, me pesa más angustiosamente sobre corazón y pulmones que pasear. No soy un hombre de la Naturaleza, nunca he sido un hombre de la Naturaleza, nunca me he dejado obligar a ser ese hombre de la Naturaleza. Así se te ensancharán los pulmones, dijo ella burlonamente, bebiéndose luego un vaso lleno de jerez, Agustín Blázquez naturalmente, el único que es para ella suficientemente caro. Desde hace años hace que se lo traigan de España sus amantes, en Viena no se consigue, y aquí en absoluto, en esta horrorosa región. Como no eres ya católico, dijo riéndose, tampoco vas ya a la iglesia. Por consiguiente, no sales ya en absoluto al aire libre. Y por eso degeneras y te mueres. Con predilección me decía en los últimos tiempos, una y otra vez: te mueres. Eso me taladraba cada vez, aunque me decía a mí mismo o, por lo menos, me convencía de que no tenía nada en contra de mi propia muerte. Y se lo decía a menudo, lo que ella, a su vez, calificaba sólo de coquetería infantil. Evidentemente, hubiera sido razonable respirar aire puro, pero al fin y al cabo aquí no hay en absoluto aire puro, sólo un aire diabólico, espeso, maloliente, que además está totalmente envenenado por la química de la cercana fábrica de papel. Y a veces pienso si ese aire de la fábrica de papel no está tan envenenado que, para mí, resulta mortal, a la larga, el hecho de que desde hace ya decenios respire ese aire envenenado por la fábrica de papel me hace pensar de repente y también esa noche, después de la partida de mi hermana, me hizo pensar si mi incapacidad para empezar mi trabajo, mi enfermedad en general y mi muerte previsible no serían imputables a ese aire envenenado por la fábrica de papel. Un hombre hereda una propiedad de sus padres y cree que tiene que quedarse toda su vida en esa propiedad hasta que muera, y no se da cuenta de que muere tan pronto porque la fábrica de papel cercana envenena día y noche el aire que respira. Sin embargo, no me dejé llevar por esas especulaciones y volví a salir al vestíbulo. Al ver el rincón en el que, cuando éramos niños, teníamos un perro, tuve que pensar, si por lo menos tuviera un perro. Pero, desde que soy adulto, he odiado siempre a los perros. Y ¿quién se ocuparía de ese perro y qué aspecto tendría ese perro, qué clase de perro tendría que ser? Entonces, precisamente por ese perro, tendría que tener en la casa a un hombre que cuidara de ese perro, y no soporto a ningún hombre, no soporto a un perro ni a un hombre. Al fin y al cabo hace ya tiempo que tendría a una persona en la casa si soportase a esa persona, pero no soporto a ninguna persona, y como es natural tampoco a ningún perro. No he llegado al perro, me decía y no llegaré al perro, reventaré pero no llegaré al perro. En este rincón, inmediatamente al lado de la puerta de entrada al patio, estaba el perro, y nosotros lo queríamos, pero hoy tendría que odiar a un animal así, continuamente al acecho. Y al fin y al cabo la verdad es que me gusta estar solo, al fin y al cabo no me siento solitario ni tampoco sufro por ello, aunque mi hermana intente convencerme continuamente de que sufro por ello, me siento feliz de estar solo, sé lo que tengo con ello, observo a los otros que no tienen esa soledad, que no pueden permitírsela, la desean durante toda la vida pero no pueden tenerla. La gente tiene un perro y es dominada por ese perro, e incluso Schopenhauer, en definitiva, no fue dominado en verdad por su mente sino por su perro. Ese hecho resulta más deprimente que cualquier otro. En el fondo, la mente de Schopenhauer no determinaba su pensamiento, sino el perro de Schopenhauer, no era la mente la que odiaba el mundo de Schopenhauer, sino el perro de Schopenhauer. No tengo que estar loco para afirmar que Schopenhauer tenía un perro, no una mente. Los hombres quieren a los animales porque ni siquiera son capaces de amarse a sí mismos. Los que son más innobles en el fondo de su alma tienen perros y se dejan tiranizar y, finalmente, destruir por esos perros. Colocan el perro en el primer lugar y el más alto de su hipocresía, que en fin de cuentas es un peligro público. Preferirían salvar a su perro de la guillotina que a Voltaire. La masa está en favor del perro, porque en su fuero más interno ni siquiera quiere realizar el esfuerzo de estar sola, lo que realmente presupone grandeza de alma, yo no soy la masa, durante toda mi vida he estado contra la masa y no estoy a favor del perro. El llamado amor a los animales ha causado ya tantas desgracias que, si pensáramos realmente en ello con la mayor intensidad, quedaríamos al instante aniquilados de espanto. No es tan absurdo como parece a primera vista que yo diga que el mundo debe sus guerras más horribles al llamado amor a los animales de sus dominadores. Todo eso está documentado y habría que aclarar de una vez ese hecho. Esas gentes, políticos, dictadores, están dominadas por un perro y por ello precipitan a millones de personas en la desgracia y la degeneración, aman a un perro y maquinan una guerra mundial en la que, por ese perro, mueren millones. Sólo hay que pensar en qué aspecto tendría el mundo si una vez, ese llamado amor al prójimo se redujera por lo menos a algún porcentaje ridículo, en beneficio del amor al prójimo que, como es natural, tan sólo se llama así. La pregunta no puede ser, tengo un perro o no tengo un perro, partiendo de mi mente no estoy en absoluto en condiciones de tener un perro, que además, como me consta, hay que cuidar y atender de forma intensa, como a cualquier ser humano, que hay que cuidar y atender más de lo que yo mismo exijo, pero la Humanidad, incluidas todas las partes del mundo, no encuentra nada raro en cuidar más y atender mejor a los perros que a sus semejantes, en efecto, cuida más y atiende mejor todos esos miles de millones de casos de perros que a ella misma. Me permito calificar un mundo así de perverso y en el más alto grado inhumano y totalmente loco. Si estoy aquí, el perro está también aquí, si estoy allá, el perro está también allá. Si el perro tiene que salir, tengo que salir con el perro, etcétera. No tolero la comedia del perro, que diariamente, cuando abrimos los ojos y no nos hemos acostumbrado aún a la ceguera diaria, podemos ver. En esa comedia del perro, aparece un perro que molesta a un ser humano, lo explota y, en el curso de varios o pocos actos, expulsa a su inocente humanidad. La losa sepulcral más alta y más cara y realmente más preciosa que jamás se ha levantado en el curso de la Historia fue levantada, al parecer, para un perro. No, no en América, como habría que suponer, sino en Londres. Ver claramente otra vez ese hecho basta para mostrar al hombre en su auténtica luz de perro. La realidad es que, en este mundo, la cuestión no es ya desde hace tiempo hasta qué punto es uno humano sino hasta qué punto es canino, pero hasta hoy, cuando, en el fondo, si hubiera que hacer honor a la verdad, donde habría que decir realmente hasta qué punto es canino el hombre, se dice hasta qué punto es humano. Y eso es lo repelente. Tener un perro no se me plantea. Si por lo menos tuvieras un perro, dijo mi hermana inmediatamente antes de irse. No por primera vez, es una de esas observaciones con que, desde hace años, me irrita. ¡Por lo menos un perro! Yo no necesito perro, tengo a mis amantes, según ella. Una vez, por capricho, como creo, renunció a sus amantes y tuvo un perro, tan pequeño que, al menos en mi fantasía, hubiera podido meterse bajo sus zapatos de tacón alto. Le gustaba lo grotesco del hecho y encargó para el perro, que no merecía en absoluto ese calificativo, un abrigo de terciopelo con ribete dorado. En el Sacher admiraron el perro, y eso le resultó a ella tan repugnante que le regaló el animal a su ama de llaves, la que por su parte, naturalmente, lo regaló a su vez. Lo mismo que, al fin y al cabo, mi hermana está siempre fascinada por todo lo peregrino, pero luego, por sus buenas razones y porque, después de todo, tiene una inteligencia superior, no exagera lo peregrino tanto que, realmente, pueda considerarse ridículo. O un viaje, me dijo. Deberías hacer un viaje. Si no te vas pronto de viaje degenerarás, perecerás. Ya veo cómo, en uno de tus rincones, te vuelves primero loco y luego degeneras. ¡Viajar! Mi afición de antes, mi única pasión. Pero la verdad es que ahora estoy demasiado débil para cualquier viaje, me dije, no hay ni que pensar en irse de viaje. ¿Y si me fuera, adónde? Posiblemente, pensaba, el mar será mi salvación. Ese pensamiento se asentó en mí, no podía apartarme ya de ese pensamiento. Me llevé las manos a la cabeza y me dije: ¡el mar! Tenía mi palabra mágica. Cuando viajamos, si es que no estamos aún tan extinguidos, volvemos a revivir. Pero ¿estoy en condiciones de viajar, a donde sea? Todos los viajes que había hecho habían obrado milagros. Nuestros padres nos habían llevado ya muy pronto a los niños en sus viajes y, de esa forma, ya antes de los doce y trece años habíamos visto muchas cosas. Estuvimos en Italia, en Francia, estuvimos en Inglaterra y en Holanda, conocimos Polonia y Bohemia y Moravia y, realmente, ya con trece años teníamos una estancia en Norteamérica a nuestras espaldas. Más tarde, por mi propio impulso y siempre que me ha sido posible, he hecho grandes viajes, he estado en Persia, en Egipto, en Israel, en el Líbano. He recorrido Sicilia con mi hermana y he estado semanas en Taormina, en el famoso Hotel Timeo, bajo el teatro griego, he vivido algún tiempo en Palermo, y también en Agrigento, muy cerca de la casa en donde vivió y escribió Pirandello. He estado varias veces en Calabria y, lógicamente, en cada viaje a Italia, en Roma y Nápoles y, cada primavera, he estado con mis padres y con mi hermana en Trieste y en Abbazia. Por todas partes teníamos parientes que, de todas formas, sólo visitábamos de la forma más breve, porque, lo mismo que yo, también mis padres sentían la mayor predilección por las estancias de hotel, eran, tanto mi madre como mi padre, apasionados residentes de hotel, y en los mejores y más hermosos se sentían, lo mismo que yo, más en casa que en la suya. No puedo recordar todos los magníficos palacios en que estuvimos. Ni siquiera la guerra pudo impedirnos viajar y parar en las mejores casas, como decía mi padre muy a menudo. De todos esos hoteles, del Seteais de Sintra y, naturalmente, del Timeo son de los que guardo el recuerdo más agradable. Cuando, no hace mucho, pregunté a mi internista si yo podía pensar en viajar me dijo naturalmente, en cualquier momento, pero la forma en que dijo ese naturalmente me resultó siniestra. Por otra parte, cualquiera que sea nuestro estado tenemos que hacer en todo momento lo que queremos hacer y, si queremos viajar, tenemos que viajar, sin preocuparnos de nuestro estado, aunque sea el peor, sobre todo cuando es el peor, porque entonces, al fin y al cabo, viajemos o no viajemos, estaremos perdidos, y más vale morir y haber hecho un viaje deseado y ansiado más que cualquier otra cosa que asfixiarse con ese deseo y esa ansia. Desde hacía ya año y medio no había hecho ningún viaje, la última vez estuve, porque al fin y al cabo es para mí el lugar ideal, en Palma. En noviembre, cuando la niebla nos oprime y reprime de la forma más cruel, he andado por Palma en mangas de camisa y me he tomado diariamente mi café en el famoso Borne, a la sombra de los plátanos; y precisamente en Palma me fue posible tomar las notas decisivas sobre Reger que, de todas formas, perdí después, hasta hoy no puedo decir dónde aniquilé dos meses de largos esfuerzos intelectuales por mi propio descuido, imperdonablemente. ¡Cuando pienso sólo en comerme mis aceitunas y beberme mi vaso de agua en la terraza del Nixe Palace, no absorto sino totalmente chiflado por observar a toda aquella gente que, en esa terraza, siguen como yo sus deseos e ideas! A menudo no nos damos cuenta de que, sencillamente, tenemos que arrancarnos con toda violencia y en un instante del punto al que estamos aferrados, para poder seguir existiendo. Mi hermana tiene razón en tener en los labios continuamente la palabra viaje en mi presencia, me azota ininterrumpidamente con la palabra viaje, me digo, no sólo dice a cada instante casualmente la palabra viaje, sino que persigue ese fin determinado de salvarme la vida. Quien contempla penetra en la persona que contempla, como es natural, de forma más despiadada y más auténtica que el propio contemplado, me decía. Hay tantas ciudades espléndidas en el mundo, paisajes, costas que he visto en mi vida, pero ninguna de ellas ha sido para mí nunca tan ideal como Palma. Pero ¿y si en Palma tengo uno de mis temidos ataques, si, sin auténtica ayuda médica, tengo que estar echado en mi cama de hotel temiendo a la muerte? Tenemos que tomar en consideración el más horrible de los casos y hacer ese viaje a pesar de todo, me decía. Pero, sin embargo, no puedo llevarme todo mi montón de notas, me dije al mismo tiempo, que difícilmente caben en dos maletas, y llevar más de dos maletas a Palma es una locura. Sólo la idea de que tendría que ir con dos o incluso tres maletas a la estación y subir al tren y del tren al aeropuerto y subir allí a un avión y así sucesivamente me volvía casi loco. Pero no renunciaba al pensamiento de Palma y el Meliá, después de estar el Mediterráneo cerrado para siempre desde hace años. Me había aferrado a ese pensamiento, y a la inversa ese pensamiento se había aferrado a mí. Iba por la casa de un lado a otro, arriba y abajo, subía y volvía a bajar y no podía separarme ya del pensamiento de dejar Peiskam atrás; pero realmente la verdad es que no hacía el menor intento de liberarme de ese pensamiento de Palma, al contrario, lo atizaba ininterrumpidamente y finalmente lo exacerbé, sacando mis dos grandes maletas de viaje del arcón del vestíbulo y colocándolas al lado del arcón, como si realmente fuera a marcharme. Por otra parte, me decía, no debemos ceder enseguida a un pensamiento tan súbitamente surgido, adonde iríamos de esa forma. Pero el pensamiento estaba allí, y puse las maletas entre el arcón y la puerta y las contemplé desde un ángulo apropiado para esa contemplación. ¡Cuánto tiempo hace que no saco esas maletas del arcón!, me dije. Demasiado tiempo. Realmente, las maletas, aunque habían estado todo el tiempo desde mi último viaje, es decir, mi último viaje a Palma, en el arcón, estaban llenas de polvo, y fui a buscar un trapo para el polvo y las limpié. Eso, sin embargo, me produjo enseguida el mayor malestar. Ni siquiera había limpiado de polvo una maleta cuando tuve ya que apoyarme en el arcón, me había acometido un espantoso sofoco. Y en este estado piensas volar a Palma con todas las espantosas dificultades que un viaje así produce inevitablemente, y que a una persona sana no le importan lo más mínimo, pero a una enferma le exigen demasiado, posiblemente la muerte. Después de algún tiempo, sin embargo, limpié, esta vez con más cautela, la segunda maleta, y me senté luego en el sillón de hierro del vestíbulo, que es mi sillón favorito. En una maleta los escritos sobre Mendelssohn Bartholdy, me dije, en la otra los trajes y la ropa blanca, etcétera. En la más grande, la documentación relativa a Mendelssohn, en la más pequeña, los trajes y la ropa blanca. Para qué tengo este equipaje tan elegante, me dije, que tiene por lo menos sesenta años y proviene de los últimos años de mi abuela materna, que tenía buen gusto, como prueban precisamente estas maletas suyas. Los toscanos tienen buen gusto, me dije, eso se demuestra una y otra vez. Si me voy, me dije en mi sillón de hierro, al fin y al cabo dejaré sólo un país cuya absoluta falta de sentido no hace más que deprimirme diariamente al máximo. Cuya estupidez amenaza al fin y al cabo a diario asfixiarme, cuya tontería hará, incluso sin mis enfermedades, que yo perezca tarde o temprano. Cuyas circunstancias tanto políticas como culturales se han vuelto tan caóticas en los últimos tiempos que cada vez, cuando nos despertamos por la mañana, antes de levantarnos siquiera de la cama se nos revuelve el estómago. Cuya falta de necesidades de espíritu hace ya mucho tiempo que no desespera a un hombre como yo, sino que lo hace sólo vomitar, si he de decir la verdad. Me voy de un país, me dije en mi sillón de hierro, en el que todo lo que complacía a lo que se llama un intelectual y, si no lo complacía, le daba al menos la posibilidad de entregarse a su existencia, ha sido expulsado, eliminado, extinguido, en el que no parece reinar más que el más primitivo de todos los instintos de conservación y en el que la menor pretensión de lo que se llama un intelectual es asfixiada en la cuna. En el que el Estado corrupto y la igualmente corrupta Iglesia tiran juntos de esa cuerda interminable que, desde hace siglos, tienen arrollada en torno al cuello de ese pueblo ciego y realmente encerrado en su tontería por sus dominadores, con la mayor brutalidad y, al mismo tiempo, naturalidad, y realmente tonto. En el que la verdad es pisoteada y la mentira santificada por todos los cargos oficiales, como único medio para todos los fines. Me voy de un país, me decía en mi sillón de hierro, en el que la verdad no se comprende o, sencillamente, no se acepta, y lo contrario de la verdad es la única moneda de cambio. Dejo un país en el que la Iglesia finge y el socialismo llegado al poder explota y el arte les sigue a los dos la corriente. Dejo un país en el que un pueblo educado para la estupidez se deja tapar los oídos por la Iglesia y por el Estado la boca, y en el que todo lo que para mí es sagrado termina desde hace siglos en los cubos de basura de sus gobernantes. Si me voy, me dije en mi sillón de hierro, me iré al fin y al cabo sólo de un país en el que, en el fondo, no tengo ya nada que hacer y en el que tampoco he encontrado nunca la felicidad. Si me voy, me iré de un país en el que las ciudades apestan y los habitantes de esas ciudades están embrutecidos. Me iré de un país en el que el lenguaje es vulgar y el estado intelectual de los que hablan ese lenguaje vulgar los hace en conjunto irresponsables. Me iré de un país, me decía en mi sillón de hierro, en el que los llamados animales salvajes se han convertido en el único modelo. Me iré de un país en el que, incluso en pleno día, reina la noche oscura y en el que, en el fondo, sólo estrepitosos analfabetos ocupan el poder. Si me voy, me dije en mi sillón de hierro, me iré sólo, al fin y al cabo, de una letrina de Europa repelente, desolada y en un estado de increíble suciedad, me decía. Me iré, me decía sentado en mi sillón de hierro, lo que quiere decir dejar atrás un país que, desde hace años, no hace más que oprimirme de la forma más perniciosa y que en toda ocasión, da igual dónde y cuándo, no hace más que ciscarse en mi cabeza de forma insidiosa y malévola. Sin embargo, ¿no es una locura, en un estado y en una condición física en general que ni siquiera me permiten dar doscientos pasos fuera de casa, pensar en un viaje a Palma?, me preguntaba, sentado en mi sillón de hierro. Y alternativamente pensaba, sentado en mi sillón de hierro, en Taormina y el Timeo con Christina y su Fiat, y en Palma y el Meliá y las Cañellas con su palacio de tres pisos y su Mercedes, y de repente, sentado en mi sillón de hierro, me veía ya recorriendo las estrechas calles palmesanas. ¡Recorriendo!, exclamé en mi sillón de hierro llevándome las manos a la cabeza, cuando en el fondo ni siquiera estoy en condiciones de andar por la casa, por no hablar de recorrer Palma; semejante idea de un enfermo como yo no sólo raya en la megalomanía, sino que ha ido mucho más allá de esa raya, se había transformado realmente en locura y, de hecho, en una locura tal que, sencillamente, no quería quitárseme ya de la cabeza; en mi sillón de hierro no había podido cortar esa locura y ni siquiera lo había intentado, al contrario, en mi sillón de hierro la llevé hasta el punto en que, de forma totalmente natural, tuve que gritar la palabra loco, el Meliá o el Timeo, Christina o las Cañellas, el Fiat o el Mercedes, había tenido que pensar y especular todo el tiempo en mi sillón de hierro, refrescándome incluso con esa especulación ridícula, el Meliá con sus cientos y miles de yates ante las ventanas, el aspecto de gran ciudad de Palma, el Timeo con sus buganvillas que florecen junto a la ventana, la increíble brisa del mar en el Meliá, el antiquísimo cuarto de baño del Timeo, Christina o las Cañellas, las buganvillas o la brisa del mar, la catedral o el teatro griego, pensaba en mi sillón de hierro, los mallorquines o los sicilianos, el Etna o Pollença, Ramon Llull y Rubén Darío, o Pirandello. Finalmente me dije, en este instante y precisamente porque quiero empezar mi Mendelssohn Bartholdy, necesito una atmósfera de gran ciudad, más gente, más acontecimientos, más turbulencia, pensaba en mi sillón de hierro, no sólo una sola calle y ésa empinada y por consiguiente cansada, no sólo un café, sino muchas de esas calles (¡y plazas!) animadas y muchos de esos cafés y, en general, tanta gente a mi alrededor como sea posible, porque nada necesito más ahora que tener gente a mi alrededor; no es que quiera tener tratos con ella, ni siquiera quiero hablar con ella, pensaba en mi sillón de hierro, pero tengo que tenerla a mi alrededor y, por todas esas razones comprensibles, me decidí por Palma y en contra de Taormina, por las Cañellas además y en contra de Christina y, en conjunto, por un clima beneficioso precisamente para mi estado de una forma totalmente decisiva, por un clima estival, que podía esperar en Palma ya en enero, pero no en Taormina, en donde febrero es todavía invernal y por añadidura llueve la mayor parte del tiempo, y el Etna, pensaba en mi sillón de hierro, se ve en febrero sólo raras veces y, cuando se ve, está cubierto de nieve de arriba abajo y me recuerda constantemente y de la forma más perniciosa los Alpes y, por consiguiente, Austria y mi casa, lo que, en definitiva, no puede hacer más que darme náuseas una y otra vez. Pero todo eso me pareció de repente sólo una especulación absurda de un enfermo excitado e instalado en su sillón de hierro, que en primer lugar sólo me entristeció más de lo que ya estaba y que, realmente, terminó con un abatimiento. Pero no había ya escapatoria, aunque, sentado aún en mi sillón de hierro, trataba de convencerme de si no bastaría quizá con visitar sencillamente a algún vecino. De forma que me levanté y me vestí y me fui a Niederkreut, que está muy cerca, adonde incluso yo, en mi lastimoso estado, puedo llegar y en donde hay un caserón de cuatrocientos años, húmedo y de mal aspecto, habitado por un ex oficial de caballería de la Primera Guerra Mundial que, como toda esa gente, se llama barón, por consiguiente, un tipo raro. No fui allí porque el hombre me interesara especialmente, sino porque era al que podía ver de la forma más rápida y más fácil, absolutamente una curiosidad humana, cuando lo visito me tomo una taza de té y dejo que me cuente historias de la Primera Guerra Mundial, de cómo lo hirieron en el Monte Cimone y cómo estuvo tres meses en el hospital de Trieste y luego recibió la medalla de oro al valor. En el fondo cuenta siempre la misma historia y esa historia siempre igual no me la cuenta sólo a mí sino a todos los que, sea cuando sea, lo visitan. Ese hombre tiene la ventaja de saber hacer un té excelente y de que, aunque es ya muy viejo, unos ochenta y cinco años, no tiene mal aliento, porque visitar a los viejos me da miedo sobre todo a causa de su mal aliento. En general, el hombre, aunque, como queda dicho, tiene unos ochenta y cinco años, no se abandona y tiene un aspecto muy agradable. Tiene un ama de llaves que lo cuida, a la que llama Muxi, nadie puede decir qué significa eso, y que, cuando se le visita, desaparece en la cocina. Aproximadamente cada media hora asoma la cabeza por la puerta y pregunta al viejo si quiere algo. No, Muxi, dice cada vez el viejo y, cuando ella vuelve a cerrar la puerta otra vez, se inclina hacia uno y dice: ¡es más tonta que un plato de habas! Siempre es lo mismo. Fui a ver al viejo a Niederkreut por desesperación, tengo que decir, y sólo para apartarme de la idea absurda de marcharme y, por añadidura, de marcharme a Palma, lo que indudablemente era el más absurdo de mis pensamientos en mi situación, me aproveché sencillamente de él en mi situación espantosa, para abreviar, me venía muy bien para alejar a mi Palma. Cuando tiré del cordón de la campanilla, oí los pasos del ama de llaves, que me abrió. El señor estaba en casa. Entré. Espero no molestar, dije al entrar en su habitación, en la que el ama de llaves había encendido la calefacción de una forma confortable, sumamente agradable, y me irrité ya mientras hacía esa observación por haber hecho precisamente esa observación, que mi hermana me hace a mí y que me exaspera más que cualquier otra observación, porque esa observación es una de las observaciones más hipócritas que existen. El caballero se puso en pie, me estrechó la mano y se volvió a sentar conmigo. Precisamente me estoy haciendo un té, dijo. Tenía un libro en la mano. Es la hora de la lectura, dijo, un libro disparatado, algo sobre Marie-Louise, me lo ha enviado mi hermana, pero lo encuentro muy insulso. ¡Qué cosas escribe la gente, no les importan ni pizca los hechos y, en realidad, cómo se imaginan ser competentes! Yo no tenía ninguna gana de empezar una conversación con el anciano en ese sentido, pero ya al sentarme, esperando una taza de té, observé cómo me alejaba de mi plan de viaje. Al fin y al cabo, las cosas no son aquí tan imposibles, me dije, contemplando los cuadros de las paredes. Ése es mi abuelo, mariscal de campo y general en jefe de todo el frente meridional adriático, dijo el anciano, pero sin duda lo he dicho ya cientos de veces, mientras el ama de llaves traía el agua y volvía a desaparecer. Al fin y al cabo, las guerras se hacen hoy de una forma muy distinta, dijo. Básicamente distinta. Todo es hoy distinto. Levantó la tapa de la tetera, revolvió y dijo: todo está sumamente trastornado. Esa expresión la utilizaba siempre, apenas se está con él, encuentra un pretexto para hacer la observación: todo está sumamente trastornado. Sólo quedan trece personas vivas que hayan recibido individualmente la medalla de oro al valor del Emperador, dijo. Sólo trece, figúrese. Al principio, dijo, había pensado en legar su propiedad a su hija que vivía en Inglaterra, pero había caído en la cuenta de que sería una tontería. Entonces había pensado en legar su propiedad a la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia lo había decepcionado y quiso por ello hacer a la asistencia social su heredera. Pero también la asistencia social, dijo ahora, era algo innoble. No existe absolutamente ninguna institución a la que quiera dejar algo. Pero tampoco ninguna persona que yo conozca. Por ello decidí hacer que me enviaran una guía de teléfonos de Londres. ¿Y con qué fin, cree usted? Hizo una pausa, me sirvió y se sirvió té y dijo: la abrí por cualquier página, después comprobé que era la página doscientos tres y puse, desde luego con los ojos cerrados, el dedo índice de la mano derecha en un punto. Cuando abrí los ojos y miré bien, vi que la punta de mi dedo se apoyaba sobre el nombre Sarah Slother. Me da igual quién sea esa Sarah Slother, su dirección es Knightsbridge 128. A esa dirección, da lo mismo quién o qué se esconda tras ella, dejaré todo lo que tengo. Mi querido vecino, eso me proporciona la mayor de las satisfacciones. Por lo demás, he arreglado ya la parte jurídica de ese curioso asunto. Si lo pensamos bien, la verdad es que no podemos legar nada a una sola persona que conozcamos, dijo. Por lo menos yo no. Yo estaba totalmente fascinado por el anciano, no lo había creído capaz de hacer algo así. Pero él había dicho la verdad. Todo lo demás de esa tarde, que se prolongó entonces con el habitual parloteo del anciano hasta la noche, no fue ya nada frente a aquella declaración suya. Pero guarde silencio al respecto, me dijo, no le he dicho nada a nadie sobre ello. Y realmente no es una broma. Es usted la única persona de la que sé que guardará para sí lo que le he dicho. Me siento muy aliviado. Sea como fuere, dijo, usted sabe lo que recibirá esa Slother. Dios santo, dijo aún, qué insidioso soy, y evidentemente se complacía en esa insidia. Cuando me fui a casa, no sólo no estaba disuadido de mi plan de viaje, sino que de repente no me parecía ya en absoluto absurdo, al contrario, de pronto tenía la impresión de que no podía prestarme a mí mismo mejor servicio que el de marcharme tan pronto como pudiera y, naturalmente, a Palma. De repente tuve el pensamiento refrescante de que, en el último momento, me catapultaba fuera de mi cripta, en el último momento de todos, y pensé que, por mucho que la maldijera, otra vez había tenido mi hermana la idea acertada. De repente estaba completamente obsesionado por mi plan de viaje. También el anciano de Niederkreut me había abierto de repente los ojos, que tanto tiempo había tenido cerrados. Si había ido a verlo para que me apartara de mi plan de viaje, por el contrario me había vuelto medio loco precisamente por ese viaje. Tienes que irte de toda esta región, no reflexionar continuamente en cómo distraerte gracias a todas las gentes imaginables e inimaginables de la vecindad, etcétera, sino marcharte, irte, lo antes posible. Mi hermana, la maldita, había vuelto a tener buen olfato. De todas formas podía elegir también irme a Viena durante cierto tiempo, al fin y al cabo no tengo por qué vivir en el piso de mi hermana, me decía, puedo ir al Elisabeth o al König von Ungarn, pero, por mucho que pensara en Viena, Palma me dominaba por completo. Qué se me ha perdido en Viena, me preguntaba y, simplemente rememorando los nombres de todos los que conozco en Viena, me espantaba, con pocas excepciones, y esas excepciones no contaban ya, a causa de alguna enfermedad o porque hacía tiempo que habían muerto. Al fin y al cabo, durante años había tenido a Paul Wittgenstein, el sobrino del filósofo, pero murió finalmente, tengo que decir, de la enfermedad que lo atormentó durante años, en fin de cuentas precisamente en el momento exacto en que Viena no significaba ya realmente nada para él. Durante decenios había recorrido Viena y Viena no tenía ya nada que ver con él. Nadie era tan inteligente como él, nadie tan poético, tan insobornable en todo. Ahora que lo he perdido, no se me ha perdido ya nada en Viena. He vivido en Viena ininterrumpidamente veinte años, probablemente mi época mejor y al mismo tiempo más hermosa, pero esa época es irrepetible, por comparación todo es hoy nada más que un pobre recuelo en el que me debería dar vergüenza colaborar. Viena es hoy una ciudad totalmente proletarizada, que sólo puede inspirar a un hombre honrado burla y escarnio y el más profundo desprecio. Lo que había en ella de grande o aunque sólo fuera de notable, en comparación con el resto del mundo, ha muerto hace tiempo, la bajeza y la tontería, y la charlatanería que hace causa común con esas dos, dominan la escena. Mi Viena ha sido echada a perder radicalmente por políticos insulsos y codiciosos, y no es ya reconocible. Algunos días soplan aún vientos de antes, pero sólo por breve tiempo, enseguida la escoria que en los últimos años se ha extendido por esta ciudad lo cubre todo otra vez. El arte en esta ciudad no es más que una farsa asquerosa, la música una tarareante cantilena, la literatura una pesadilla y de la filosofía no quiero siquiera hablar, para eso incluso a mí, que no soy de los más carentes de imaginación, me faltan las palabras. Durante mucho tiempo había pensado que Viena era mi ciudad, incluso que era mi hogar, pero ahora sin embargo tengo que decir que no me encuentro en mi casa en una cloaca que los seudosocialistas han llenado hasta los bordes con su basura. Además, mi interés por escuchar la música en la práctica no es ya el de antes, prefiero leer para mí solo mis partituras, aunque ese placer sea enormemente costoso. Pero ¿qué ofrecen ya hoy esos conciertos de la Musikverein o de la Konzerthaus? Los grandiosos directores de orquesta de antes se han convertido en toscos domadores, ansiosos de sensacionalismo, y las orquestas, bajo esos domadores, se han vuelto imbéciles. Los museos los he visto todos y el teatro es el más polvoriento de toda Europa. El Burgtheater no es hoy otra cosa que una parodia insulsa, aunque involuntaria, del teatro en general, en el que falta todo lo que tiene algo que ver con el espíritu; provincialismo, farsa. Por no hablar de los otros teatros, cuyo diletantismo cotidiano es precisamente el adecuado para una sociedad nueva, totalmente insulsa. Y naturalmente me resultaría insoportable vivir bajo el mismo techo que mi hermana, al fin y al cabo eso se ha visto precisamente ahora cuando ella estuvo en Peiskam. Ella me haría, yo le haría un infierno, uno de los dos mataría al otro en el plazo más breve. Nunca hemos podido vivir bajo un mismo techo. Pero al fin y al cabo es muy posible que mi hermana haya pensado en mí y en mi porvenir, con la mejor intención, cuando me invitó a su casa, a su piso de Viena, lo que en fin de cuentas, sin embargo, no puedo creer, porque la conozco. Por otra parte, me decía, no soy suficientemente curioso para ir a Viena sólo para inspeccionar su nuevo piso, en el que probablemente habrá un objeto precioso tras otro y en absoluto sin gusto, al contrario, pero precisamente eso me pondría al rojo vivo. Mira, hermanito, ese jarrón es del Alto Egipto, oigo cómo lo dice y espera luego lo que tenga que decir yo al respecto, aunque sabe lo que diré al respecto. Somos hermanos inteligentes que, en cuatro decenios y medio, han podido desarrollar mucho y muy bien su inteligencia, cada uno a su modo, cada uno en su propia dirección, yo en la mía, ella en la suya, hasta hoy. A Viena no tendría que llevar más que mi bolsa de viaje, porque en mi trabajo no se puede ni pensar en Viena. En cualquier caso, no en casa de mi hermana. Pero tampoco cuando vivo en un hotel, porque Viena está en contra de mi trabajo, siempre ha estado en contra de mi trabajo, en Viena nunca he conseguido hacer un trabajo, he empezado muchos trabajos en Viena pero no he terminado ninguno, lo que cada vez me ha producido un horrible efecto de vergüenza. Una vez, hace veinticinco años, pude terminar de escribir algo sobre Webern pero lo quemé inmediatamente después de haberlo terminado, porque era un fracaso. Viena ha tenido siempre en mí un efecto paralizante, aunque nunca había querido reconocerlo, me paralizaba en todas y cada una de las cosas. Y las personas que he conocido en Viena me paralizaban también, prescindiendo de dos o tres excepciones. Pero mi amigo Paul Wittgenstein murió, de su locura, bien entendido, y mi amiga Joana, la pintora, se ahorcó. Quien va a Viena y se queda en Viena y deja pasar el momento en que tiene que desaparecer otra vez de Viena se convierte en víctima sin sentido de una ciudad que quita todo a todo el mundo y no da nada en absoluto; hay ciudades, como por ejemplo Londres o Madrid, que quitan también, pero no mucho, y lo dan casi todo, Viena lo coge todo y no da nada, ésa es la diferencia. Esa ciudad se obstina en chupar a los que caen en su trampa y los chupa hasta que caen muertos. Yo me había dado cuenta de ello pronto y había evitado Viena en lo posible. Sólo para visitar de cuando en cuando en Viena a algunas personas entrañablemente queridas por mí he ido luego a Viena, después de esos años vieneses casi ininterrumpidos. Son los menos los que tienen fuerzas para volver la espalda a Viena suficientemente pronto, antes de que sea demasiado tarde, se quedan pegados a esa ciudad peligrosa, incluso venenosa y finalmente, cansados, se dejan aplastar por ella como por una serpiente tornasolada. Y cuántos genios han sido aplastados en esa ciudad por ella, no se pueden contar. Pero a aquellos que consiguieron volverle la espalda en el momento exacto les salió siempre bien todo o, por lo menos, casi todo, como muestra la Historia y no hace falta asegurar forzosamente otra vez. Si fuera ahora a Viena, me aburriría ante todo hasta sentir asco de mí mismo, pensé. Me destruiría por decirlo así, en el más breve plazo, lo poco que tengo aún. Por consiguiente, eliminé Viena. Por corto tiempo apareció también Venecia, pero la idea de tener que estar durante meses en ese montón de piedras sin duda magníficas pero sin embargo totalmente perversas, aunque fuera en el lugar más ideal, me estremeció. Venecia es sólo para unos días, como una anciana elegante, a la que cada vez por última vez se visita unos días, pero no más tiempo. Ahora estaba nada más que concentrado en Palma y ya en la misma noche en que volví de Niederkreut, donde el anciano me reveló sus últimas voluntades, que me fascinaron lo mismo que antes y, en el fondo, fueron lo que más me preocupó todo el tiempo, esa misma noche comencé a pensar en qué metería en mis dos maletas que, entretanto, había subido al primer piso para dejarlas las dos totalmente abiertas sobre la cómoda de mi dormitorio. Ante todo, siempre pensando en llevar sólo lo más necesario, mi antiguo principio en materia de viajes, metí trajes, ropa blanca y zapatos. Sólo dos chaquetas, sólo dos pantalones, sólo dos pares de zapatos, me decía reuniendo lo correspondiente, y mientras tanto pensaba continuamente que debían ser chaquetas y pantalones de verano, zapatos de verano, porque en enero en Palma es ya verano, hace un tiempo más o menos veraniego, según me corregí. Todos cometen siempre el error de llevar consigo de viaje demasiada ropa y tienen que arrastrarla casi a morir y al final se ponen siempre sólo lo mismo en el lugar que sea, si son un poco razonables. Ahora, sin embargo, viajo desde hace ya más de tres decenios por mi propia iniciativa y, sin embargo, una y otra vez, me llevo siempre en el último momento demasiadas cosas, y en este viaje, que posiblemente y con probabilidad rayana en la seguridad será el último, según pensaba, no me llevaré demasiadas cosas, por lo menos tenía ese propósito. Pero ya ante la pregunta de si, además de los pantalones gris oscuro me llevaría unos marrón oscuro o unos negros, me sentía en un dilema. Al final puse sin embargo en la maleta unos marrón oscuro y unos negros. En cambio, en lo que a las chaquetas se refiere, no tenía dudas de que serían una gris y una marrón. Si resultara que en Palma necesitaba lo que se llama un traje oscuro, al fin y al cabo podría comprarme ese traje oscuro, por decirlo así un traje elegante, aunque estaba seguro de que no tendría ninguna oportunidad de vestir uno de esos, así llamados, trajes elegantes. A donde se exige ese, así llamado, traje elegante oscuro, al fin y al cabo no voy. Y quién sabe si iré siquiera a casa de los Cañellas en mi estado, pensé. Conozco las posibilidades y las imposibilidades de naturaleza social en Palma y sus alrededores, en la isla. ¡Probablemente amo la isla precisamente porque está llena de ancianos y enfermos! Pasaré la mayor parte del tiempo en el hotel y escribiré mi trabajo. Hacer la segunda maleta no fue, como es natural, tan fácil como hacer la primera, porque hubiera necesitado una maleta dos veces más grande para meter todo lo que me parece absolutamente necesario para mi trabajo. Finalmente construí ante mí, en la mesa de la ventana, dos torres de libros y escritos sobre Mendelssohn Bartholdy: la primera se formó con los libros y escritos y otros documentos absolutamente necesarios, la otra con los no absolutamente necesarios, y finalmente tuve realmente ante mí sobre la mesa, uno al lado de otro, dos montones aproximadamente de igual altura. Metí los libros y escritos y otros documentos absolutamente necesarios en la segunda maleta y luego tuve sitio aún para algunos no absolutamente necesarios, con los que llené la maleta de tal forma que casi no se podía cerrar ya. Finalmente, después de haber metido también en ella mis trastos de aseo, pude encajar aún tres libros sobre Mendelssohn Bartholdy en mi maleta de ropa. Todo eso el mismo día que siguió al día en que mi hermana se marchó y realmente no volvió ya. Después de haber hecho las maletas, estaba totalmente agotado. Entretanto me había llamado el hombre de la agencia de viajes al que había llamado yo unas horas antes para saber si había todavía plaza en el avión, y me dijo que todo estaba arreglado. Incluso, después de cerrar la oficina, me enviaría mis papeles de viaje a Peiskam, me había dicho. Mi partida de Múnich a Palma estaba prevista para el día siguiente por la noche, y por consiguiente podía confiar en tener un viaje relativamente agradable. Como siempre, me había decidido a hacer ese viaje en un momento. Para las primeras horas de la mañana había llamado a la señora Kienesberger, a fin de hablar con ella de lo que ocurriría durante mi ausencia, y luego quería ir aún a Wels a ver a mi internista. Opine lo que opine él ahora, me marcharé de todas formas, me dije. Ahora, gracias a mi decisión de hacer el viaje, no me sentía tan mal como sólo la víspera, como sólo por la mañana. De todas formas por la noche, precisamente cuando, bastante tranquilizado ya por el aspecto de mis dos maletas bien cerradas, veía ya ante mí, sentado en el sillón junto a mi cama, los contornos de Palma, me llamaron de la agencia de viajes para decirme que no podría viajar hasta dos días después, así habían ocurrido las cosas. De momento no me pareció mal. Me hice el decepcionado, pero en el fondo estaba contento de aquel aplazamiento. Tu velocidad asesina ha recibido un frenazo, eso está bien, pensé. Pero hay que esperar, pensé al mismo tiempo, que entretanto, hasta dentro de dos días, no abandone mi plan ahora tan entrañablemente querido y me atenga a él, es de esperar. Me conozco demasiado bien para no saber qué voluble puedo ser y, dentro de dos días, todo puede ser totalmente distinto y haber cambiado por completo y, posiblemente, unas cuantas veces en dos días en todo y por completo. Pero estaba seguro de que Palma era lo acertado. Ahora puedes ir tranquilamente a tu internista, tranquilamente al banco, tranquilamente terminar aquí. Era como si hubiera acabado una pesadilla. Cuando llamé a mi hermana y le dije: pasado mañana estaré en Palma, me he decidido fulminantemente, ella me dijo: bueno, ya ves, hermanito mío. Eso es lo más sensato, que te vayas a Palma. La segunda parte de su frase había tenido por consecuencia inmediata, otra vez, mi irritación, porque me lo había dicho en un tono de burla, pero no reaccioné y me despedí de mi hermana bastante rápidamente, no sin decirle que, en cuanto llegara a Palma y estuviera en el hotel, se lo comunicaría. Siento curiosidad por saber qué pasará con tu Mendelssohn Bartholdy, me dijo aún y, como es natural, sin que pudiera esperar de mí una respuesta. Por otra parte se despidió de mí con una observación muy simple, concretamente la de que me cuidara, lo que otra vez me conmovió. Sin embargo, yo no quería dejar que se produjera ningún sentimentalismo y sofoqué un sollozo convulsivo cuando colgué el auricular. Qué frágiles somos, pensé, todos nos llenamos la boca de palabras rimbombantes e insistimos diaria y continuamente en nuestro temple y nuestra inteligencia y, en un momento, perdemos el equilibrio y tenemos que sofocar un sollozo. Naturalmente, como siempre que he estado en el extranjero, llamaré a mi hermana todas las semanas, y a la inversa, estoy seguro de que también ella me llamará todas las semanas. Siempre lo hemos hecho así. Si estás en el Meliá, ya lo conoces, me dijo aún. Naturalmente, respondí yo. Por magnífica que fuera la perspectiva de estar ya en Palma dos días después, el miedo a lo que en verdad y en realidad me esperaba en Palma, y que al fin y al cabo yo no podía saber, era sin embargo grandísimo. No, quien emprende un viaje y se dirige una y otra vez allí donde, según cree, todo le resulta ya totalmente conocido y familiar, no puede tener ninguna seguridad; si tengo suerte, pensé, me darán mi habitación. Si tengo suerte, superaré los primeros días, en lo que a mi enfermedad se refiere, peligrosos. Si tengo suerte, podré empezar mi trabajo al cabo de pocos días. Siempre, cuando he hecho las maletas y todo está decidido antes de un viaje y, en el fondo, no puedo ya volverme atrás, he tenido miedo de sacar todas las consecuencias que se derivan de un viaje así. Entonces preferiría volver a anularlo todo. Entonces comprendo que Peiskam no es en absoluto tan horrible como me lo he imaginado durante meses, que es una casa magnífica, cómoda, con todas las ventajas imaginables, y no tiene nada, pero absolutamente nada, de cripta. Entonces amo todas sus habitaciones, todos sus cuartos, todos sus muebles de una forma especialmente insistente y recorro la casa entera, tocando con amor cada objeto. Entonces me siento agotado en mi sillón, en mi alcoba, y me pregunto si vale la pena marcharse, realizar ese monstruoso esfuerzo. Pero tengo que irme, me decía. Precisamente porque quizá sea la última vez, tengo que irme. No puedo renunciar ahora y ponerme en ridículo, sobre todo ante mí mismo, convertirme ante mí mismo en bufón. Lo hablas todo con la Kienesberger y vas al internista y coges todos los medicamentos necesarios y los guardas en la maleta y desapareces. Vuelves la espalda a esta casa y a todo lo que hay en ella y que sin embargo, como sabes muy bien, amenazaba aplastarte y asfixiarte en los últimos meses. Dejas atrás, sin emoción, lo que te ha llevado despiadadamente al límite de tu existencia. En ese instante, me avergoncé de los sentimientos que acababa de tener por mi casa, y que inmediatamente después, sin embargo, sólo podía calificar otra vez de diabólicos. El sentimentalismo hacia mí mismo me repelió enseguida otra vez. Si no hubiera sido de decisiones rápidas en todas las cosas durante toda mi vida, como me consta, desde el principio, como me consta también, me habría quedado como paralizado en un mismo y único lugar y habría degenerado, y por eso he podido siempre sorprenderme a mí mismo, tanto si se trataba de viajes como de trabajos o de cualquier otra cosa imaginable, tenía que utilizar siempre ese efecto de sorpresa. Durante mi visita al anciano de Niederkreut había pensado aún en no hacer el viaje a Palma y en que quizá sería posible, mediante visitas realizadas regularmente con intervalos de unos días al anciano de Niederkreut y a otros ancianos o también jóvenes, disciplinarme de forma que, sin marcharme, pudiera empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. Pero, después de haber contado el anciano la historia del anuario telefónico de Londres y de su testamento con él relacionado, me resultó evidente que tenía que marcharme. Sarah Slother, eso se queda grabado, sin duda alguna. Pero aquella historia de Sarah Slother había sido absolutamente el punto culminante de aquel invierno austríaco todavía interminable y, en mis otras visitas, sólo me hubiera sentido profundamente decepcionado. Y lo que los otros vecinos pueden ofrecerme, lo sé, no basta para ayudarme a levantarme y, por consiguiente, para mi trabajo. Aquella historia del anciano sobre su Slother había sido sólo el momento desencadenante para decidirme inmediatamente por el viaje a Palma, que real y probablemente había sido previsto ya desde hacía tiempo por mi hermana, según pensaba yo ahora. Realmente vino a Peiskam para llevarme primero a la idea y finalmente al hecho de viajar a Palma, con seguridad, tenía que decirme ahora, no sólo con el fin de divertirse y tiranizarme, como había creído yo todo el tiempo, sino de salvarme. Había conseguido su objetivo. Mi solícita hermana mayor. En aquel instante, me desprecié. Otra vez había sido el débil. Una y otra vez desempeñaba, aunque me resistiera a ello, mi papel. Lo mismo que ella el suyo. Mientras que ella ha hecho hace tiempo su entrada en escena en Viena, yo espero mi entrada en escena en Palma. Realmente todo en nosotros era también teatral, era la horrible realidad, pero teatral. Sentado en mi sillón, observando la irresistible decadencia de mis muebles, lo mismo que de toda la habitación, pensaba con un estremecimiento en tener que pasar aquí en Peiskam el invierno, muy largo y que, como me consta, se prolonga hasta mayo como hasta la eternidad, confiado a la por mí llamada ayuda de la vecindad, al anciano de Niederkreut, por ejemplo, al ministro y a sus iguales y así sucesivamente. Por medio de todas esas gentes desde hace ya muchos años rancias y embrutecidas y al fin y al cabo ya, desde hace años, insoportables, tener que chapucearme un camino, como decimos nosotros, a través de los húmedos y fríos meses de niebla. Ese pensamiento me cubría la mente como un sudario. Tener que ponerme a merced de todas esas gentes y al mismo tiempo, sin embargo, estar solo conmigo y con mi Peiskam, de repente otra vez taimado hasta en sus últimos rincones. Tener que seguir asqueándome de un desayuno hecho por mí mismo a otro desayuno, de una cena hecha por mí mismo a otra cena, de una decepción meteorológica a otra decepción. Tener que leer diariamente los periódicos y su porquería política local, su obtusa suciedad política y económica y ensayística. No poder sustraerme a esos periódicos y a sus asquerosos productos, porque, por otra parte, tengo que devorar diariamente con gran ansia esa suciedad de los periódicos, como si padeciera francamente una perversa gula periodística. No poder sustraerme en absoluto, aunque tenga la voluntad para ello, realmente la voluntad de sobrevivir, a todas esas suciedades públicas y publicadas, porque no puedo sustraerme a esa gula de ellas, a todas esas perversas historias de terror de la Ballhausplatz, donde un Canciller que se ha convertido en un peligro público da a sus idiotas de Ministros órdenes que son igualmente un peligro público. Todas esas noticias parlamentarias que ponen los pelos de punta, que diariamente me cacofonizan los oídos y ensucian mi inteligencia, y que están envueltas en la hipocresía cristiana. Tenemos que hacer las maletas tan deprisa como podamos y marcharnos, y dejar atrás este caos, me dije, observando las grietas de los muros y de los muebles y comprobando que las ventanas estaban tan sucias que ni siquiera podía ver ya a través de ellas. ¿Qué hace la Kienesberger?, me pregunté. Al mismo tiempo tuve que decirme que siempre esperamos demasiado de todo, todo nos parece hecho demasiado poco a fondo, todo nos parece nada más que imperfecto, todo sólo tentativa, nada perfección. Mi enfermiza manía perfeccionista se había manifestado una vez más. El hecho de que siempre exijamos lo más alto, lo más profundo, lo más fundamental, lo más extraordinario, donde al fin y al cabo sólo puede comprobarse siempre lo más bajo y lo más superficial y lo más corriente, es algo que pone realmente enfermo. No hace avanzar al ser humano, lo mata. Vemos la decadencia donde esperábamos el progreso, vemos la falta de esperanza donde tenemos la esperanza, ése es nuestro error, nuestra desgracia. Siempre lo exigimos todo donde, como es natural, sólo puede exigirse poco, eso nos deprime. Queremos ver a ese ser humano en la cumbre y él fracasa ya en los bajos fondos, queremos realmente conseguirlo todo y no conseguimos realmente nada. Y, como es natural, nos fijamos a nosotros mismos las más altas y las más altísimas pretensiones y, al hacerlo, olvidamos totalmente la naturaleza humana, que al fin y al cabo no está hecha para esas pretensiones más altas y más altísimas. El espíritu del siglo sobrestima, por decirlo así, al del hombre. Y al fin y al cabo fracasamos siempre también porque hemos colocado el listón unos cientos por ciento más alto de lo que nos corresponde. Y vemos, cuando miramos, por todas partes y adondequiera que dirijamos la vista, sólo fracasados, que pusieron su listón demasiado alto. Pero por otra parte, pienso, ¿adónde llegaríamos si pusiéramos el listón continuamente demasiado bajo? Contemplé mis maletas, por decirlo así la intelectual y la no intelectual, desde mi sillón, y al instante, si hubiera tenido en ese momento las fuerzas, hubiera podido estallar en una estruendosa carcajada sobre mí mismo o, muy al contrario, en lágrimas. Otra vez más, estaba preso en mi propia comedia. Había dado un golpe de timón y otra vez sólo podía reír, o llorar, según, pero como no quería ni reír ni llorar, me puse de pie y comprobé si había guardado en el equipaje también los medicamentos debidos, los había metido en mi bolsa de medicamentos de lunares rojos, si había guardado suficiente Prednisolon y Sandolanid y Aldactone-Saltucin, abrí la bolsa de medicamentos y miré en ella y la volqué sobre la mesa de la ventana. Según mis cálculos, esa cantidad debe bastarme para unos cuatro meses, me dije, y volví a meter los medicamentos en la bolsa. Nos asquea la química, me dije, a media voz, como me he acostumbrado a hacer a causa de estar mucho solo, pero al fin y al cabo debemos a esa química, que odiamos más que cualquier otra cosa en el mundo, nuestra vida, nuestra existencia, sin esa maldita química nos habrían arrojado ya desde hace decenios al cementerio o a donde fuera, en cualquier caso no estaríamos ya en este mundo. Después de que a los cirujanos no les queda ya nada que cortarme, dependo completamente de esos medicamentos, y cada día doy las gracias a Suiza y a sus industrias del lago Leman de que existan y, gracias a ellas, yo, lo mismo que probablemente millones de personas, deben cada día su vida y su existencia, por miserable que sea, a esas gentes, hoy denigradas por todos más que cualesquiera otras, de las cajas de cristal de las proximidades de Vevey y Montreux. Como casi toda la humanidad está hoy enferma y depende de medicamentos, haría bien en pensar que, en la más alta medida, depende al fin y al cabo exclusivamente de esa química que tanto condena. Desde hace tres decenios por lo menos no existiría yo, y no hubiera visto ni vivido todo lo que en estos treinta años he visto y vivido, y en el fondo me aferro a todo eso que he visto y vivido con todo mi corazón y con toda mi alma. Pero el hombre está hecho precisamente de tal modo que lo que más maldice es lo que lo mantiene y, en general, lo mantiene con vida. Devora las pastillas que lo salvan y desfila a cada instante, con estúpido impulso condenatorio, por las grandes ciudades, hoy degeneradas, para manifestarse precisamente en contra de esas pastillas que lo salvan; actúa continuamente, y como es natural instigado continuamente a ello por los políticos y su prensa, de forma vociferante y en cualquier caso sin pararse siquiera a pensar, en contra de los que lo mantienen vivo. Yo mismo se lo debo todo a la química, por decirlo con una sola frase, desde hace treinta años. Después de esa comprobación, guardé mi bolsa de medicamentos, y por cierto, en la llamada maleta intelectual, no en la maleta de la ropa. Hace tres días no hubiera pensado lo más mínimo, pensé volviendo a sentarme en el sillón, en dejar Peiskam, lo odiaba y amenazaba con aplastarme y asfixiarme, pero la idea de marcharme sencillamente no se planteaba, quizá precisamente porque mi hermana hacía siempre sus insinuaciones en ese sentido, es decir, el de dejar Peiskam tan rápidamente como fuera posible. Una y otra vez citaba nombres de ciudades, ahora lo comprendo, sólo para excitarme, la palabra Adriático, la palabra Mediterráneo, con tanta frecuencia la palabra Roma y las palabras Sicilia y, finalmente, también varias veces Palma, lo que sin embargo sólo me había hecho pensar más intensamente en comenzar mi trabajo en Peiskam; no hace más que hablar y hablar, había pensado yo, y no se marcha, debería, bien lo sabe Dios, marcharse a donde fuera, por mí al Pacífico meridional, pero tan pronto como sea posible y para mucho tiempo, porque me había atacado ya los nervios y me preguntaba qué buscaba ella realmente en Peiskam, al que denigraba a cada instante, calificaba siempre de la cripta, de su desgracia y la mía, y que habría preferido, si yo hubiera estado dispuesto a ello, malvender; las casas paternas son mortíferas, decía, toda herencia paterna es mortífera, y quien tenga fuerzas para ello debe rechazar esas herencias de casas paternas y herencias paternas tan rápidamente como pueda, y librarse de ellas, porque sólo serán para él una soga al cuello y, en todo caso, le impedirán desarrollarse. Eso te gustaría, obtener provecho hasta de Peiskam, había dicho yo, sin herirle siquiera, lo que me asombró. Ahora pienso que probablemente ella se había dedicado a mí realmente por completo, para venir en mi ayuda, esa mujer horrible, como la calificaba siempre en mi interior cuando tenía oportunidad de ello. Hace ya año y medio que no sales de Peiskam, me dijo varias veces. Yo estaba furioso, porque ella no cejaba, tratando de sacarme de Peiskam. A nadie le gusta viajar tanto como a ti, ¡y ahora estás metido desde hace año y medio aquí, consumiéndote! Lo dijo con mucha calma, como un médico, pienso ahora. Aquí no podrás comenzar jamás tu Mendelssohn Bartholdy, eso te lo garantizo. Estás condenado a la improductividad. Por una parte Peiskam es una cripta, por otra, una prisión que continuamente amenaza tu vida, me dijo. Y realmente me habló entonces de repente largo rato del Timeo con entusiasmo, en donde estuvo una vez conmigo hace quince años, ¿no ves aquellas buganvillas?, me dijo. Pero todo lo que me decía me resultaba molesto. No hacía más que hablarme y hablarme sin pensar en marcharse. Hasta que, sin embargo, le resultó demasiado tonto, porque tuvo que comprender que no se me podía convencer para que me marchase otra vez de Peiskam para salvarme, y se fue. Pero ahora se había salido con la suya, ahora había seguido yo su idea, había reunido de repente todas mis fuerzas, me iré realmente, pensé. Pero para llegar a esa decisión y a ese resultado, es decir, Palma, ella tenía que haberse marchado antes. Ahora yo me comportaba con ella como si ir a Palma fuera ocurrencia mía, invención mía, decisión mía. Con ello no sólo le mentía a ella, lo que como es natural no era posible, porque ella leía en mi interior, sino también, sobre todo, a mí mismo. Tú eres y sigues siendo el loco, pensé. El día de la partida hacía doce grados bajo cero todavía a las ocho de la mañana. El día anterior había estado en casa la Kienesberger y yo había hablado con ella de todo lo necesario, sobre todo de que no dejara enfriarse la casa, tres veces por semana, aunque no excesivamente, debía encender la calefacción como era debido, le había dicho, porque nada hay más horrible que volver a una casa totalmente vieja y fría y al fin y al cabo yo no sabía cuándo volvería, pensaba que dentro de tres meses, de dos meses, de cuatro meses, y le dije a la Kienesberger dentro de tres o cuatro semanas y le encargué que limpiara por fin las ventanas, cuando hubiera cedido el frío, sacara brillo a los muebles, lavase la ropa blanca, etcétera, y sobre todo le pedí que limpiara el patio y, si caía nieve, la quitase a ser posible inmediatamente, para que la gente creyera que yo estaba allí y no fuera, por esa razón había instalado también en la habitación del oeste de arriba lo que se llama un mecanismo de relojería en una lámpara, que da luz varias horas por la noche y por la mañana, eso lo dejo en marcha siempre cuando me voy de viaje; le dije tantas cosas a la Kienesberger que, de pronto, tuve horror de mí mismo, porque, aunque en realidad me había interrumpido ya, tenía todavía en los oídos mi propia y espantosa verborrea sobre cómo había que planchar y colocar las camisas y amontonar el correo que el cartero arroja por la ventana siempre abierta del lado de levante, a la llamada habitación de la prensa del maestro, cómo tenía que sacar brillo a las escaleras, cómo tenía que sacudir las alfombras, cómo tenía que quitar las telas de araña por todas partes detrás de las cortinas y en sus profundidades, etcétera. Que no tenía que decir a los vecinos adónde había ido yo, eso no le interesaba a nadie, que posiblemente regresaría mañana, en cualquier caso mi vuelta era posible a cada instante, que tenía que deshacer las camas y airear los colchones y volver a poner sábanas limpias, etcétera. Y que nunca y por ningún concepto debía tocar nada en mi escritorio, pero eso se lo había dicho ya mil veces y siempre había respetado estrictamente esa orden mía. En el fondo, la Kienesberger es, desde hace decenios, la única persona con la que hablo, me digo, aunque también eso es realmente una exageración desmesurada y hay que refutarlo inmediatamente, pero tengo la sensación de que es la única con la que durante un tiempo bastante largo, incluso larguísimo, muy a menudo, sin exagerar, de meses, tengo contacto verbal abundante. Vive con un marido sordomudo (!) en una casita de una sola planta en el lindero del bosque, no lejos del pueblo, y sólo tiene que andar diez minutos para llegar a mi casa. Ella misma tiene dificultades de habla, y eso es una garantía de que no chismorreará demasiado, pero no es por naturaleza chismosa, hace catorce años que viene a mi casa y en esos catorce años no ha habido ninguna discordancia entre ella y yo, todo el mundo sabe lo que eso significa. Y a menudo pienso que, al fin y al cabo, sólo tengo a esa persona de confianza, por lo demás a nadie. Y quizá ella lo presiente o lo sabe también. Al fin y al cabo, no es que le dé continuamente órdenes y normas de comportamiento, al contrario, muy rara vez quiero algo y la mayor parte del tiempo la dejo totalmente tranquila y si, porque no es posible de otro modo, hace ruido al trabajar, me marcho de la casa unas horas o me retiro durante ese tiempo sencillamente al llamado pabellón de caza. Una catástrofe, pienso, si un día la Kienesberger deja de venir, por la razón que sea, y a cada instante puede presentarse de repente una razón para ello; pero probablemente ella sabe tan bien como yo lo que tiene en mí y a la inversa, y ésa es la relación más conveniente, cuando cada uno puede decirse que obtiene tanto como el otro que lo necesita. Tiene tres hijos y a veces me cuenta, de pie en el vestíbulo, la historia de sus vidas, cómo se desarrolla su prole, qué enfermedades tienen, qué torturas tienen que soportar en el colegio, qué se ponen para ir en trineo y cuándo se duermen y se despiertan otra vez y qué les da de comer los martes y qué los sábados, y cómo reaccionan ante todas y cada una de las cosas, las madres, tengo que decirme cada vez en esas ocasiones, observan a sus hijos penetrantemente, cuando son madres como la Kienesberger, y no los miman demasiado ni demasiado poco, ella educa a sus hijos al no pensar siquiera en esa educación de sus hijos, practica de una forma ideal lo que otros tienen que idear primero en su fanatismo especulativo y no fracasa donde los otros tienen que fracasar. En contraposición a todas mis anteriores encargadas de la casa, que no eran otra cosa que torpes maritornes, su forma de ser es de lo más cuidadosa. ¿Dónde se encuentra aún algo así?, me pregunto. Mirando por la ventana, tengo que decidirme a ponerme en el viaje mi abrigo de piel, ropa interior de abrigo y medias de lana, porque nadie se enfría tan fácilmente y cae gravemente enfermo enseguida como yo. Desde que se manifestó mi morbus boeck, no puedo permitirme ningún enfriamiento, aunque todos los años me enfrío gravemente tres o cuatro veces y estoy siempre por ello a punto de perecer. A causa del Prednisolon, mis resistencias son nulas. Si me enfrío, hacen falta muchas semanas para que me reponga de un enfriamiento así. Por eso no temo a nada tanto como a un enfriamiento. Y una pequeña corriente de aire basta para hacerme guardar cama durante semanas, por eso vivo al fin y al cabo en Peiskam, la mayor parte del tiempo, con miedo de enfriarme, y ese miedo de enfriarme, que raya en la locura, es probablemente también la causa de que me cueste tanto comenzar cualquier trabajo intelectual bastante largo; cuando tantos miedos se concentran de repente en una persona, para esa persona todo está continuamente por completo a punto de quebrarse. Me pongo el abrigo de piel y la ropa interior de más abrigo y las medias de más abrigo, porque tengo que ir a la estación y en Múnich de la estación al aeropuerto, y quién sabe, me dije, qué tiempo hará en Palma; cuando hace año y medio, en noviembre, volví en avión de Palma, había una tormenta de nieve y me congelé totalmente y a mi regreso estuve en Peiskam dos meses en la cama, y el efecto de ir a Palma para reponerme quedó de golpe nulo de pleno derecho a causa de ese enfriamiento; en lugar de volver más fresco y más fuerte, como deseaba y como había tenido también que suponer, volví a Peiskam enfermo de muerte y la gente que me vio entonces no me reconocía, por desgracia no me reconocía en el sentido más triste, no en el de que tuviera mucho mejor aspecto y estuviera mejor que al marcharme a Palma. El abrigo de piel y el gorro de piel y la abrigada bufanda inglesa, me dije. ¡Doce grados bajo cero!, estaba asustado. Pero si luego se produce el contraste deseado, me dije, si en Palma no hace como aquí doce grados bajo cero sino doce grados sobre cero o incluso mucho más, quizá hasta dieciocho o incluso veinte grados, como es muy posible en Palma en esta estación del año, a finales de enero, mi provecho será tanto mayor; intencionadamente no dije alegría, como es corriente en esas ocasiones, sino provecho, para contener un tanto la exuberancia de mis deseos. Entonces, con dieciocho o veinte grados, obtendré mi provecho de Palma, me dije, incluso con el tono exacto de mi hermana, que pronuncia esa palabra de provecho de forma tan incomparable, yo había aproximado mi tono casi al suyo, cuando dije la palabra provecho en relación con la temperatura de Palma, me pareció como si la hubiera pronunciado ella en relación con sus negocios. ¡Ay, eso da otra vez un provecho razonable!, dice efectivamente muy a menudo y, por lo demás, se calla la cuantía real y, en general, la forma en que acaba de obtener otra vez precisamente un provecho. Y si en Palma, de pronto, hace demasiado calor, me dije, llevaré el abrigo de piel al brazo, en viajar sólo con el abrigo de loden, como había tenido la intención, no hay ya que pensar. Y colgué el abrigo de loden, que había sacado del armario el día anterior, otra vez en el armario, y saqué mi abrigo de piel. Cuántos abrigos de piel he tenido, pensé en esa ocasión, pero todos esos abrigos de piel los he regalado poco a poco, me he deshecho de ellos con violencia, me digo, porque con cada uno de esos abrigos de piel estaba relacionada alguna ciudad visitada por mí, porque uno lo compré en Varsovia, otro en Cracovia, un tercero en Split, un cuarto en Trieste, siempre precisamente allí donde, de repente, había tenido frío de forma imprevista y donde he creído que me pondría enfermo o incluso que sin abrigo de piel me congelaría. Regalé una gran parte de esos abrigos a la Kienesberger. Sólo me quedé con el abrigo de piel que me compré en Fiume hace veintidós años, mi abrigo de piel favorito. Lo sacudí y lo puse sobre la cómoda. Cuánto tiempo hace que no llevo este abrigo de piel, pensé. No era tan costoso como los otros que regalé, es pesado, pero es mi abrigo de piel favorito. Desde hace decenios está en el armario, y así huele también, me dije. Amamos prendas de ropa muy determinadas y nos separamos de ellas cuando casi se nos caen del cuerpo, de rotas y raídas que están, porque esas prendas de ropa nos recuerdan algún viaje y algún viaje especialmente hermoso y alguna experiencia especialmente hermosa. Por eso podría, efectivamente, de todas las prendas de ropa que aún tengo, que en su mayoría las he rechazado, regalado, quemado, como siempre, contar una historia, en realidad siempre sólo una hermosa historia. De las prendas de ropa que estaban relacionadas con una experiencia triste o incluso espantosa no tengo ya ninguna, me separé de ellas tan rápidamente como pude porque no soportaba abrir el armario y, por ejemplo, que una bufanda, aunque costosa, me recordara algún horror. Desde hace tiempo sólo guardo prendas de ropa que me recuerdan algo satisfactorio, por lo menos algo agradable, pero tengo no pocas que me recuerdan un sentimiento de felicidad muy alto y que al verlas significan para mí realmente, todavía después de años, incluso después de decenios, tengo que decirme, la más grande felicidad. Pero sobre eso se podría escribir realmente un libro entero. Cuando perdemos a un ser querido, conservamos siempre alguna de sus prendas de ropa, por lo menos mientras podemos percibir todavía en ella el olor de la persona perdida y realmente hasta nuestra muerte, porque creemos todavía que ese vestido nos trae su olor, aunque desde hace tiempo no sea más que imaginación. Por eso he conservado siempre un abrigo de mi madre, pero nunca he revelado ese secreto, a nadie, tampoco a mi hermana. Ella sólo se hubiera burlado de ese hecho. El abrigo de mi madre cuelga en un armario por lo demás vacío y cerrado por mí con llave. Pero no pasa semana sin que abra el armario y huela el abrigo. Me puse mi abrigo de piel y comprobé que me sentaba bien. Todavía me sentaba bien, tuve que decirme, después de haberme visto en el espejo con él, porque en los últimos años, según me parecía, había adelgazado quedándome al menos en la mitad. El morbus boeck que se había manifestado nuevamente, los enfriamientos que se repetían todos los años, el estado de debilidad general y permanente que resultaba de ellos y luego, una y otra vez, el mismo ritmo de hinchamiento a causa del demasiado Prednisolon y de adelgazamiento a causa, una y otra vez, de la necesaria disminución e incluso supresión del Prednisolon. Ahora acababa precisamente de adelgazar y sólo esperaba volver a hincharme, porque hacía dos semanas había empezado otra vez con grandes dosis de Prednisolon, ahora tomaba ocho tabletas diarias. Que ese método de sobrevivir no podría soportarlo ya mucho tiempo me resultaba claro. Pero reprimía ese pensamiento, lo reprimía aunque estuviera ahí ininterrumpidamente, lo reprimía ininterrumpidamente porque estaba ininterrumpidamente ahí. Me he acostumbrado a ello. Naturalmente, el abrigo de piel se ha pasado de moda, pensé delante del espejo, pero precisamente me resultaba agradable que se hubiera pasado de moda, por otra parte, la verdad es que nunca he llevado trajes de moda, los aborrecía desde el principio y los sigo aborreciendo todavía hoy. Tiene que darme calor, me decía, qué aspecto tiene es, en el fondo, totalmente indiferente, tiene que cumplir su finalidad y todo lo demás es indiferente. No, nunca había llevado encima nada de moda, lo mismo que tampoco había tenido nunca nada de moda en la cabeza. Por eso la gente prefería decir de mí, está pasado de moda que está a la moda, o incluso es moderno, esa palabra repulsiva. Al fin y al cabo siempre me había preocupado poquísimo la opinión pública, porque siempre tenía que ocuparme de la forma más fatigosa de la mía propia y, por consiguiente, no tenía tiempo para la opinión pública, no la aceptaba ni la acepto todavía hoy y nunca la aceptaré. Me interesa lo que dice la gente, pero, antes que nada, no hay que tomárselo en absoluto en serio. Así es como mejor me va. Ya me veo en Palma bajando del avión y con el cálido viento africano en la cara, me dije. Y me echo el abrigo de piel por los hombros y de repente siento otra vez las piernas ligeras, una inteligencia clara, etcétera, y no esta falta de esperanza que me destroza en la mente y en todo el cuerpo. Naturalmente, es posible también que todo resulte un engaño infame. ¡Cuántas veces me ha pasado! Me he marchado de viaje para meses y, al cabo de dos días, he vuelto otra vez, cuanto más equipaje me he llevado tanto más deprisa he vuelto a estar en casa, si me llevaba equipaje por lo menos para dos meses, estaba otra vez en casa a los dos días y así sucesivamente. Y me he puesto en ridículo sobre todo ante la Kienesberger, a la que había dicho que era para meses y fueron sólo dos días, a la que dije para medio año y fueron sólo tres semanas. Entonces me avergonzaba y durante días enteros iba sólo de un lado a otro de Peiskam con la cabeza gacha, pero sólo me avergonzaba delante de la Kienesberger y de nadie más, porque, entretanto, todos los demás me resultan más indiferentes que indiferentes. Entonces no tenía ninguna explicación, porque la palabra desesperación hubiera sido tan ridícula como la palabra loco. Con eso no podía irle a una persona como la Kienesberger, con esas palabras apenas puede el hombre convencerse a sí mismo, por no hablar de a una persona tan difícil como la Kienesberger, que es cualquier cosa menos sencilla; continuamente, todos tienen la expresión de personas sencillas en los labios y nadie es más difícil y en verdad más complicado que las llamadas personas sencillas. A ellas no se les puede ir con palabras como desesperación y loco. Las llamadas personas sencillas son en verdad las más complicadas y cada vez me resulta más difícil entenderme con ellas, en los últimos tiempos he interrumpido casi totalmente mi trato con ellas, desde hace ya mucho tiempo no me resulta posible el trato con las personas sencillas, es superior a mis fuerzas, con las personas sencillas no sé ya cómo comportarme. Realmente he renunciado totalmente al trato con las personas sencillas que, como queda dicho, son las más difíciles de todas, porque me resultaba demasiado fatigoso y no quiero que me comprendan por el rodeo de la mentira. Y también que las personas más sencillas son en el fondo las más exigentes me resulta también claro. Nadie es tan exigente como las personas sencillas y he llegado al punto en que no puedo permitírmelas. Apenas puedo permitirme ya a mí mismo. Acuso a mi hermana de que se va de viaje por varias semanas o por meses y luego, posiblemente unas horas más tarde, vuelve a aparecer, y yo soy exactamente igual, me voy de viaje por largo tiempo y dos días más tarde estoy otra vez ahí. Con todas las consecuencias, que sólo pueden ser horribles. Los dos somos así, nos acusamos mutuamente durante decenios de imposibilidades y no podemos renunciar a esas imposibilidades, esas variabilidades, esas veleidades, esas inestabilidades, de las que existimos los dos, mi hermana y yo, de las que siempre hemos existido, lo que a todos los demás les ha atacado siempre los nervios y lo que a todos los demás los ha fascinado igualmente una y otra vez, y por eso han buscado también, una y otra vez, el trato con nosotros, en el fondo a causa de esa veleidad, variabilidad, inestabilidad y falta de fiabilidad, con eso atraemos siempre los dos a todos los demás. La gente busca a los que excitan, los que ponen nervioso, los inconstantes, los que a cada instante son distintos y la mayoría de las veces a cada instante totalmente opuestos. Y durante toda la vida los dos, mi hermana y yo, nos hemos preguntado qué es lo que queremos y no podemos decir, hemos buscado algo y finalmente todo lo imaginable y no lo hemos encontrado, hemos querido siempre obtenerlo todo por la fuerza y no lo hemos conseguido, o lo hemos conseguido y en el mismo instante lo hemos vuelto a perder. Es, según pienso, una antiquísima herencia, no paterna ni materna, una herencia antiquísima. Pero la Kienesberger al fin y al cabo ni siquiera se sorprende ya cuando, dos días después de mi partida para tres o cuatro meses, me encuentra otra vez en casa deshaciendo las maletas. No se sorprende ya de nada que a mí se refiera, ¡una persona tan sencilla y un sismógrafo tan infinitamente despierto!, pienso. Pero de repente todo habla sólo en favor de ese viaje y de Palma y de mi trabajo: afuera, fuera de Peiskam, realmente no me atrevo a decirlo, mientras que sin embargo me atrevo a pensarlo, hasta que acabe ese trabajo, posiblemente incluso lo termine por completo. Esa partida de Peiskam es lo que más odio. Voy de habitación en habitación, bajo y vuelvo a subir, atravieso el patio, sacudo las diversas puertas y portales, pruebo las fallebas y en general todo lo que hay que probar en una partida así y, una vez que he comprobado los cerrojos de las puertas, no sé si las ventanas están con cerrojo, esa interrupción abrupta de mi estancia en Peiskam, y desde hace decenios sólo interrumpo abruptamente mis estancias en Peiskam, me vuelve loco y me siento contento de que nadie me vea en esa ocasión, de que no haya testigos de mi total desorden exterior e interior. Qué ideal sería si ahora, en este instante, pudiera empezar mi trabajo en mi escritorio, pensaba, qué ideal sentarme y escribir la primera frase que desencadenaría todo lo demás y luego, durante semanas, quizá durante meses concentrarme nada más que en ese trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy y activarlo y acabarlo, qué ideal, qué ideal, qué ideal, pero el escritorio está limpio y con esa limpieza me he privado de todos los requisitos para comenzar al instante mi trabajo, posiblemente, con esos abruptos arreglos de partida y reservas, etcétera, me he privado de todo, posiblemente no sólo de mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy, en general de todo, ¡quizá de la última probabilidad de sobrevivir! Me aferré a las jambas de la puerta de mi cuarto de trabajo, para calmarme, y me tomé el pulso, pero no pude percibirlo en absoluto, como si en aquel momento hubiera perdido el oído, me pareció, y apoyé tan fuertemente el cuerpo y la cabeza contra las jambas que hubiera podido gritar de dolor. Al final, me dije otra vez, todavía sin la cabeza clara ni mucho menos, cuando creo haberlo comprobado todo, sobre todo todas las conducciones de agua y las eléctricas, me dejo caer en el sillón, pero inmediatamente vuelvo a ponerme en pie de un salto porque me he olvidado de cerrar el depósito de agua caliente, lo que no puedo pedirle a la Kienesberger, y vacío el gran cesto de la ropa sucia para arrojar sobre la mesa de la colada toda la ropa sucia, montañas de cuatro semanas, como cabe imaginar en mi situación en que, realmente, varias veces al día estoy totalmente sudado, todas esas prendas de ropa además con el olor de las inmensas cantidades de Aldactone-Saltucin que tengo que tomar para desaguar y, por consiguiente, para descargar mi corazón; me asqueó sacar aquellas prendas de ropa del cesto para echarlas sobre la mesa de la colada, aunque o precisamente porque era mi propia ropa, comencé, sin darme cuenta de que posiblemente también eso indicaba locura, a contar todas esas piezas de ropa, lo que como es natural era un absurdo total, pero, cuando tuve conciencia de esa absurdidad, había alcanzado ya un grado máximo de agotamiento y me costó esfuerzo volver a subir al primer piso para sentarme otra vez en mi sillón. La desgracia de los hombres es al fin y al cabo que siempre se deciden por algo que en fin de cuentas está totalmente contra su voluntad, y cuando consideraba ahora mejor, sentado en mi sillón, mi abrupta decisión de dejar Peiskam atrás para volar a Palma, en donde al fin y al cabo tengo a las Cañellas en su palacio del Borne, me parecía totalmente dirigida contra mí, no comprendía esa decisión mía, pero ahora, eso lo veía, con todas aquellas condiciones ya reunidas, no era posible volverme atrás, tenía que irme, por lo menos intentar comenzar mi trabajo en Palma, por lo menos intentarlo, continuamente me repetía esas palabras, por lo menos intentarlo, por lo menos intentarlo. ¿Para qué, precisamente en las últimas semanas, he hecho tapizar el sillón de ese terciopelo francés, si ahora no me siento en él y disfruto del sillón, me decía, de qué me sirven la nueva lámpara de mesa, la nueva persiana, si me marcho, posiblemente a un nuevo infierno? Mientras me cercioraba de si había metido realmente todo lo necesario, por lo menos todo lo absolutamente necesario, en mi maleta y en la pequeña bolsa de viaje de mi abuelo, sin la cual no viajo nunca, traté de tranquilizarme, pero pensaba al mismo tiempo cómo puedo tener siquiera la idea, en mi actual disposición de ánimo, de poder tranquilizarme, realmente era una idea absurda por mi parte, que me había hundido totalmente en mi sillón y hasta tenía la sensación de no poderme levantar ya. Y una persona así al fin y al cabo medio muerta vuela a Palma, me dije varias veces, otra vez a media voz, como se ha convertido en costumbre mía imposible de erradicar, lo mismo que las personas de edad, que están solas durante años y sólo esperan a poder morirse por fin, yo era ya una de esas personas de edad, mientras estaba allí sentado en mi sillón, un anciano, ya más al otro lado, del lado de los muertos, que del de los vivos, tenía que haber hecho con seguridad una impresión lastimosa en mi observador, que no estaba allí, si es que no quiero calificarme a mí mismo de observador de mí mismo, lo que sin embargo es una tontería, porque soy mi observador, me observo realmente a mí mismo desde hace años, si es que no desde hace decenios ininterrumpidamente, no vivo más que en la observación de mí mismo y en la contemplación de mí mismo y como es natural, por ello, en la maldición de mí mismo, la negación de mí mismo y el escarnio de mí mismo. Vivo desde hace años en ese estado de maldición de mí mismo, de negación de mí mismo y escarnio de mí mismo, en el que, en definitiva, tengo que refugiarme siempre para salvarme. Sólo me pregunto todo el tiempo: ¿salvarme de qué? ¿Es realmente tan malo eso de lo que yo me quiero salvar continuamente? No, no es tan malo, me decía, y continuaba enseguida otra vez con la observación de mí mismo y la maldición de mí mismo y el escarnio de mí mismo. Al fin y al cabo no quiero otra cosa que prolongar el estado en que me encuentro, que me lleva directamente fuera del mundo, según pensaba, lo que sin embargo no me atrevía realmente a decirme a mí mismo, juego con ese estado y juego con ese estado tanto como quiero. Tanto como quiero, me repetía ahora, escuchando luego, pero no oí nada. Los vecinos, pensé, me consideran desde hace muchos años loco, ese papel, porque se trata de un papel en este teatro más o menos insoportable, me está inmejorablemente cortado a la medida. Tanto tiempo como quiera, volví a decirme, de repente me gustó escucharme, lo que era algo nuevo en ese instante, porque desde hacía ya años odiaba mi voz, aborrecía ese órgano mío. ¿Cómo puedo pensar, aunque sólo sea por un instante, en tranquilizarme, pensaba, cuando todo está en mí tan lleno de agitación? Y probé con un disco, mi casa tiene la mejor acústica que cabe imaginar y la llené con la sinfonía Haffner. Me senté y cerré los ojos. ¡Qué sería de todo sin la música, sin Mozart!, me dije. Una y otra vez es la música lo que me salva. Mientras que, una y otra vez, resolvía por mí mismo con los ojos cerrados el enigma matemático de la sinfonía Haffner, lo que siempre me ha producido el mayor de los placeres, me calmé realmente. Precisamente Mozart es para mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy el más importante, a partir de Mozart se me aclara todo, pienso, tengo que partir de Mozart. ¿Le he dado a la Kienesberger el dinero que le corresponde? Sí. ¿He metido también en la maleta todos los medicamentos? Sí. ¿He metido en la maleta todos los libros y escritos necesarios? Sí. ¿He inspeccionado el pabellón de caza? Sí. ¿Le he dicho a mi hermana que no tiene que pagarme el precio de empapelar su habitación de Peiskam, que en un principio le reclamé? Sí. ¿Le he dicho al jardinero cómo tiene que podar los árboles en enero? Sí. ¿Le he dicho al internista que ahora, de noche, tengo también dolores en el lado derecho del tórax y no sólo en el izquierdo? Sí. ¿Le he dicho a la Kienesberger que no debe abrir las persianas del lado de levante? Sí. ¿Le he dicho que, desde luego, tiene que encender la calefacción durante mi ausencia, pero no demasiado? Sí. ¿He quitado la llave del pabellón de caza? Sí. ¿He pagado la cuenta del empapelador? Sí. Me preguntaba y me respondía. Pero el tiempo no quería pasar. Me levanté y bajé al vestíbulo y examiné mis maletas, quería saber si estaban suficientemente bien cerradas, y comprobé las cerraduras. ¿Por qué me hago todo esto?, me pregunté. Me senté en la habitación de abajo que da a levante y contemplé el retrato de mi tío, que en otro tiempo fue embajador en Moscú, como puede verse en el retrato. Pintado por Lampi, la verdad es que tiene un valor artístico mucho mayor que el que en un principio supuse. Me encanta ese retrato, mi tío me recuerda a mí. Pero se ha vuelto más viejo de lo que me volveré yo, pensé. Tenía ya puestos mis zapatos de viaje, todo lo que llevaba me resultaba demasiado, todo me estaba demasiado estrecho o era demasiado pesado. Y por añadidura el abrigo de piel, pensé. ¿No será mejor sumergirse en Voltaire, como me había propuesto, en mi querido Diderot, que irme de repente y dejar todo lo que, en el fondo, me resulta tan querido? La verdad es que no soy ese ser sin sentimientos que ven en mí muchos, porque quieren verme así, porque muy a menudo me muestro también así, porque muy a menudo no me atrevo tampoco a mostrarme como soy. Pero ¿cómo soy? La especulación sobre mí mismo me había invadido otra vez. No sé cómo, pero de repente pensé que hace veinticinco años, es decir, poco más de veinte, era miembro del Partido Socialista. ¡Para partirse de risa! Mi afiliación no duró mucho. Lo mismo que con todo lo demás, al cabo de unos meses rompí. ¡Que una vez quisiera hacerme fraile! ¡Que realmente tuviera un día la idea de convertirme en sacerdote católico! ¡Y que diera una vez ochocientos mil chelines para los hambrientos de África! ¡Y que eso sea cierto! En su momento consideraba todo eso como lógico, como natural. Hoy no tengo con ello la menor relación. ¡Que un día creyera poderme casar! ¡Tener hijos! ¡Quizá el Ejército!, pensé incluso una vez, ¡General, mariscal de campo, como uno de mis antepasados! Absurdo. No hay nada por lo que, un día, no lo hubiera dado todo. Pero todas esas especulaciones se disolvieron, si no en la nada, al menos en la ridiculez. Pobreza, riqueza, iglesia, ejército, partidos, instituciones de beneficencia, todo ridículo. Sólo me quedó en fin de cuentas mi propia miseria, de la que no se puede sacar ya demasiado. Pero está bien que sea así. Ninguna doctrina surte ya efecto, todo lo que se dice y se predica cae en lo ridículo, para ello ni siquiera hace falta mi desprecio, ya no, en absoluto. Si conocemos realmente el mundo, se trata nada más que de un mundo lleno de errores. Pero sin embargo nos separamos de él de mala gana, porque, a pesar de todo, hemos seguido siendo bastante ingenuos e infantiles, pensaba. Qué suerte, me dije, haberme hecho medir la tensión ocular. ¡Treinta y ocho! No debemos hacernos ilusiones. En cualquier momento podemos zozobrar. Cada vez más sueños en que los hombres vuelan, saliendo por la ventana y volviendo a entrar, hombres hermosos, plantas como nunca he visto, con hojas gigantescas tan grandes como paraguas. Tomamos todas las medidas de precaución, pero no para vivir sino para morir. Fue una decisión súbita la de dar a mi sobrino novecientos mil, para confesar también ahora ese hecho, a fin de que, como él dice, pueda arreglarse un consultorio adaptado a las relaciones actuales. ¿Qué quiere decir adaptado a las relaciones actuales? Por una parte fue una insensatez darle por nada esa suma, al fin y al cabo bastante elevada, por otra, ¿qué podemos hacer con el dinero? Cuando mi hermana se dé cuenta de que he vendido los terrenos de Ruhsam, al fin y al cabo no estaré ya ahí. Ese pensamiento me tranquiliza. He metido en la maleta mi Voltaire, y mi Dostoievsky, una decisión acertada. Antes tenía unas relaciones muy buenas con las gentes sencillas, a las que hace mucho tiempo sólo llamo las así llamadas gentes sencillas, pero mi enfermedad lo ha cambiado todo, ahora no las visito ya, ahora huyo de ellas, cuando puedo, me escondo de ellas. Irse de viaje entristece, pensaba entretanto. Las así llamadas gentes sencillas, como por ejemplo los leñadores, tenían mi confianza, y ellas se fiaban de mí. Me pasaba la mitad de la noche con los leñadores. ¡Durante decenios sólo ellos tuvieron mi simpatía! Ahora ya no me ven. Y en verdad nosotros, que estamos echados a perder en el fondo para todo lo sencillo, sólo importunamos a esas gentes, sólo les hacemos perder el tiempo, cuando estamos con ellas, no les servimos de nada, sólo las perjudicamos. La verdad es que ahora sólo los disuadiría de todo aquello de que dependen, del Partido Socialista por ejemplo o de la Iglesia católica, los dos hoy, como siempre, asociaciones sin escrúpulos para explotar a los hombres. Pero es básicamente falso decir que sólo el débil de espíritu es explotado, todos son explotados, eso, por otra parte, es también tranquilizador, es la compensación, quizá sólo así funcionan las cosas. ¡Si pudiera no leer los asquerosos periódicos que se publican aquí, que no son periódicos sino sólo papeles sucios, publicados por advenedizos codiciosos, si pudiera no ver ya lo que aquí me rodea!, me dije. Un sofisma, como veo ahora, venía, mientras estaba sentado en mi sillón esperando la partida, detrás de otro. Al fin y al cabo dejo un país totalmente arruinado, una forma de Estado repugnante, del que uno se espanta cada mañana. Primero lo explotaron y desecharon los llamados conservadores, ahora los llamados socialistas. Un zoquete recalcitrante, en calidad de viejo canciller megalómano, imprevisible, un peligro público. Cuando un hombre dice que sus días están contados se vuelve ridículo. Realmente, ¿por qué no he escrito ya a nadie, y me he apartado también de mi correspondencia?, antes, si no necesariamente de buena gana, escribía al menos regularmente. De forma totalmente inconsciente renunciamos a todo y desaparece. ¿Fue mi estado, que se empeoraba cada vez más, lo que hizo a mi hermana aguantar tanto tiempo en Peiskam y no, como creía yo, que Viena de repente la aburriera? Si le preguntaba, recibiría en la cabeza alguna de sus encantadoras mentiras. Pred-ni-so-lon, lo dije unas cuantas veces muy lentamente y exactamente de la forma que acabo de escribir, para mí. Los médicos no penetran mucho más allá de la superficie. Son negligentes en todo, y precisamente eso, la negligencia, es lo que reprochan continuamente a sus pacientes. Los médicos no tienen conciencia, sólo hacen en nosotros sus necesidades médicas. Pero nosotros nos refugiamos una y otra vez en ellos, porque no podemos creer en esa realidad. Si llevo yo mismo esas maletas, aunque sea el trayecto más corto, eso puede significar mi fin, me dije. Como en los viejos tiempos, gritamos por decirlo así la palabra mozo, pero ya no hay mozos. Los mozos se han extinguido. Cada uno agarra sus cosas como puede. El mundo se ha enfriado unos grados, no quiero calcular exactamente cuántos, los hombres son mucho más crueles, más despiadados. Pero todo eso es una evolución totalmente natural, con la que teníamos que contar y que, como no somos tontos, habíamos previsto. Sin embargo, los enfermos no se alían de buena gana con los enfermos ni los viejos de buena gana con los viejos. Se escapan corriendo unos de otros. Hacia su perdición. Todo el mundo quiere vivir, nadie estar muerto, todo lo demás es mentira. Al final se sientan en un sillón, en algún sillón de orejas, y se inventan una existencia, que han existido, y que, sin embargo, no tiene que ver lo más mínimo con su propia existencia. Sólo debería haber seres felices, se dan todas las condiciones para ello, pero sólo hay infelices. Sólo lo comprendemos demasiado tarde. Mientras somos jóvenes y no nos duele nada, no sólo creemos en la vida eterna, sino que la tenemos. Luego el derrumbe, luego el derrumbamiento, luego las lamentaciones por ello y el fin. Siempre es igual. En otro tiempo tenía ganas de engañar al fisco, ni siquiera tengo ya ganas de ello, me dije. Dejo que todo el que quiera me mire las cartas. En este instante pienso así. En este instante. La cuestión es sólo, en realidad, cómo pasar el invierno en lo posible sin dolores. Y la primavera, mucho más cruel aún. Y el verano lo hemos odiado siempre. El invierno nos priva entonces otra vez de todo. Entonces dejó ver el pecho más hermoso que la naturaleza había formado nunca, Zadig. No sé por qué recordé precisamente esa frase, que me hizo reír. Tampoco es necesario, sólo el hecho de que me riera de forma totalmente imprevista es decisivo. Por una cosa de la que no tenía por qué avergonzarme. Periódicamente entramos en excitaciones, que a veces pueden durar semanas y no se pueden hacer cesar, y de repente desaparecen. Existimos ya desde hace bastante tiempo en una tranquilidad. Pero no podemos decir con seguridad cuándo ha comenzado esa tranquilidad. Durante años había bastado con ir a los leñadores y hablar con ellos de su trabajo. ¿Por qué no basta ya ahora desde hace tiempo? Dos horas en línea recta y otra vez de vuelta en invierno, diariamente, una pequeñez, todo imposible hoy, pensé. Los métodos baratos se han gastado todos, visitas, leer periódicos, etcétera, y tampoco la lectura de la llamada gran literatura tiene el efecto que en otro tiempo tuvo. Temíamos de repente el chismorreo, sobre todo el que chismorrean ininterrumpidamente los periodistas de suplementos literarios llamados conocidos y famosos pero tanto más repulsivos. Y nos hemos dejado cubrir de ese repulsivo chismorreo durante años, durante decenios. Es verdad que nunca me he encontrado en la situación de tener que pignorar mis pantalones para poder poner un telegrama, como Dostoievsky, lo que quizá haya sido después de todo una ventaja. Relativamente independiente, podría decir. Y sin embargo, como todos, encadenado y aprisionado. Más empujado por el asco que obsesionado por la curiosidad. Siempre hablábamos de ideas claras, pero nunca tuvimos ninguna, no sé de dónde viene esta frase, quizá de mí mismo, pero la he leído en alguna parte, quizá se encuentre un día entre mis notas. Decimos notas para no tener que avergonzarnos, aunque en secreto creamos que esas frases que calificamos muy vergonzosamente de notas son algo más. Pero de todo lo que nos afecta creemos, siempre, que es algo más. De esa forma nos mantenemos sobre el abismo del que tampoco sabemos la profundidad. Al fin y al cabo es indiferente, ya que en cualquier caso es mortal, lo que nos consta. Antes hacía siempre preguntas a los otros, hasta donde puedo acordarme, la primera pregunta con seguridad a mi madre, y finalmente llevé a mis padres al borde de la locura con mis preguntas, de pronto me preguntaba sólo a mí mismo y eso solamente cuando estaba seguro de tener ya preparada una respuesta para mi pregunta. Cada individuo es un virtuoso en su instrumento, todos juntos una cacofonía insoportable. Esa palabra, cacofonía, era, por cierto, la palabra favorita de mi abuelo materno. Y la expresión que odiaba más y más profundamente era la expresión materia de reflexión. Una de sus palabras favoritas era, por cierto, la palabra carácter. Por primera vez, durante esas reflexiones, pensé en lo sumamente cómodo que es mi sillón, hace sólo tres semanas un trasto, y ahora, después de haber estado en el tapicero, un mueble de lujo. Pero de qué me sirve, si ahora me marcho. Interiormente me defendía ya con mucha fuerza contra mi partida. Pero realmente no podía anularla ya. Y además, no quería tampoco ceder al sentimiento de aquel instante de estar apegado a pesar de todo a Peiskam, y encontrar en realidad todo lo demás sólo penoso, inútil. Un par de zapatos negros y un par de marrones, me dije, y otro para el tiempo absolutamente tormentoso. Cuando camine a lo largo del muelle, lo que siempre me ha gustado hacer. Pero naturalmente no había ni que pensar en caminar. Bajarás muy lentamente al muelle y harás tus observaciones y verás hasta dónde puedes llegar. Los primeros días de un cambio de clima tan radical son los más peligrosos, no debes abusar de tus fuerzas, me dije. La gente, como he podido ver con espanto por mí mismo, se levanta a las nueve de la mañana, se mete bajo la ducha y corre a un partido de tenis, cae redonda y a las dos de la tarde está ya en el cementerio. El sur aparta enseguida a sus muertos. Todo despacio, levantarse despacio, desayunar despacio, ir despacio a la ciudad, pero mejor no ir ya el primer día a la ciudad, sino sólo bajar al muelle. Entonces respiré profundamente y me enderecé tanto como pude y luego, por agotamiento, me dejé caer en mi sillón. Por viejos que seamos, esperamos siempre un cambio, me dije, una y otra vez un cambio decisivo, porque estamos muy lejos de tener las ideas claras. Todos esos cambios decisivos se remontan a decenios, pero entonces no nos dimos cuenta de que eran esos cambios decisivos. Los amigos de antes, o están muertos y han vivido una vida infeliz, se han vuelto locos antes de morir, o viven en alguna parte y no me interesan ya. Todos se han quedado atascados en sus ideas y, entretanto, se han hecho viejos, y en el fondo, aunque, como me consta, se debatan furiosamente aquí o allá, han renunciado. Si nos los encontramos, hablan como si no hubiera pasado el tiempo en los últimos decenios y hablan por lo tanto en el vacío. Hubo un tiempo en que realmente cultivé mis amistades, como suele decirse. Pero todo eso se rompió en algún momento y, prescindiendo de que, de cuando en cuando, leo en los periódicos algo de éste o de aquél, a los que en otro tiempo consideraba indispensables, alguna tontería, alguna insulsez, no sé ya nada de ellos. Casi todos han fundado una familia, como suele decirse, han hecho sus negocios y se han construido casas y han tratado de asegurarse por todas partes y, con el transcurso del tiempo, se han vuelto carentes de interés. No los veo ya y, si los veo, no tenemos nada más que decirnos. Uno insiste ininterrumpidamente en que es artista, otro, científico, un tercero, comerciante de éxito, y eso me pone ya malo, sólo con verlos y mucho antes aún de que abran la boca, de la que sólo brotan cosas triviales y, una y otra vez, sólo leídas y ninguna propia. Es inimaginable que esta casa estuviera en otro tiempo llena de gentes que yo mismo había invitado y que, durante largas noches enteras, bebieron a gusto y comieron a gusto y se rieron a gusto. Que no solamente me gustaran las reuniones, sino que las diera también, que realmente pudiera divertirme en esas reuniones. Pero hace ya tanto tiempo que no se puede reconocer huella alguna. ¡Esta casa está pidiendo a gritos gente!, exclamó mi hermana hace muy poco. ¡Has hecho de ella una cripta! No comprendo en absoluto cómo has podido evolucionar en un sentido tan espantoso. Aunque dicho patéticamente, lo decía en serio y me llegó a lo más hondo. Hoy todas esas personas sólo me atacaban los nervios. Y realmente fui yo quien durante años entretuve y enseñé también a todas esas personas, aunque inútilmente. Al final lo consideran a uno un necio. No sé si primero se presentó la enfermedad o mi repentina aversión hacia toda clase de reuniones, si primero se presentó mi aversión a ellas y, a partir de esa aversión mía, pudo desarrollarse la enfermedad, o si primero fue la enfermedad y, a partir de esa enfermedad, se desarrolló mi aversión hacia esa sociedad y hacia esas reuniones y hacia la sociedad en general, no lo sé. ¿Había ahuyentado a todas esas personas o se habían apartado ellas de mí? No lo sé. ¿Había interrumpido yo mi trato con ellas o a la inversa? No lo sé. La verdad es que una vez tuve la idea de escribir sobre esa gente, pero luego renuncié a esa idea, me resultaba demasiado absurdo. Un día pensamos realmente en esas gentes y de repente las odiamos, no podemos hacer otra cosa que odiarlas y las apartamos o a la inversa, porque en un instante las vemos muy claramente, tenemos que apartarnos de ellas o a la inversa. La verdad es que durante decenios estuve en la creencia de que no podía estar solo en absoluto, de que necesitaba a todas esas gentes, pero en realidad no necesito a todas esas gentes, me las he arreglado muy bien sin ellas. Al fin y al cabo sólo vienen para aliviarse y descargar sobre mí toda su miseria y todo su pesar y la porquería relacionada con ellas. Creemos, cuando las invitamos, que nos traen algo, como es natural algo animador y renovador, pero sólo nos quitan todo lo que tenemos. Nos empujan en nuestra propia casa contra algún rincón, del que en definitiva no hay ya escapatoria y nos chupan de la forma más desconsiderada hasta que dentro de nosotros no hay más que asco hacia ellos; entonces se despiden y nos dejan plantados y otra vez solos con todos nuestros horrores. Al traerlos a nuestra casa, traemos a casa al fin y al cabo sólo a nuestros torturadores, pero no tenemos otra elección que dejar entrar en nuestra casa una y otra vez precisamente a los que nos desnudan totalmente y, cuando estamos desnudos delante de ellos, se ríen de nosotros. Quien piense así no puede extrañarse naturalmente de que, con el tiempo, se quede totalmente aislado, de que un día esté totalmente solo, ¡y todo lo que eso significa, en sus últimas y ultimísimas consecuencias! Durante toda nuestra vida hacemos una y otra vez borrón y cuenta nueva, aunque sabemos que no estamos en condiciones de hacerlo. Cuando tenemos esa enfermedad pensamos que todas esas gentes son demasiado ruidosas. ¡Y no se dan cuenta de ello! Lo brutalizan todo. Se levantan ruidosamente y durante todo el día van ruidosamente de un lado a otro y vuelven a acostarse ruidosamente. Y hablan ininterrumpidamente de una forma demasiado ruidosa. Están tan interesados por sí mismos que no se dan cuenta en absoluto de que continuamente hieren a los otros, a los enfermos, lo que hacen, todo lo que dicen, hiere a los que son como nosotros. De esa forma empujan al enfermo cada vez más al segundo plano, hasta que no se le ve ya. Y el enfermo se retira él mismo a su segundo plano. Pero toda vida, toda existencia pertenece sólo a uno y, de hecho, a ese individuo, y ningún otro tiene derecho a aplastar, apartar y alejar de la vida esa existencia. Andamos totalmente solos, a lo que al fin y al cabo tenemos derecho. Como es natural. En el único momento posible, es decir, cuando murieron mis padres, no me di cuenta de que, como mi hermana, hubiera debido volver la espalda a Peiskam, realmente hubiera debido venderlo y, con ello, salvarme, pero no tuve fuerzas para ello, un abatimiento de años después de la muerte de mis padres me hizo imposible tomar ninguna iniciativa, ni siquiera pude empezar unos estudios, sí, inicié varios estudios, varios al mismo tiempo y, como hubiera podido prever, fracasé enseguida en todos esos estudios. Me propuse hacer unos estudios de matemáticas, unos estudios de filosofía, pero pronto me repelieron las matemáticas, pronto la filosofía, por lo menos las matemáticas que se enseñan en la universidad, la filosofía que se enseña allí y que, al fin y al cabo, no puede enseñarse en absoluto. Luego fue de repente la música lo que, en el sentido más exacto de la palabra, me entusiasmó y a la que me dediqué de cabeza. Me levanté del sillón y miré el reloj y volví a sentarme, incapaz de hacer nada antes de mi partida, y por eso volví a dejarme caer en mis fantasías. Las universidades me rechazaron, me matriculé en varias, eso era algo natural para mi padre, pero sólo asistí a ellas un tiempo brevísimo, asistí en Viena, Innsbruck, finalmente Graz, que he odiado toda mi vida, estaba absolutamente decidido a empezar y terminar allí unos estudios y fracasé ya desde el principio mismo. Por una parte, porque esas universidades, con su papilla científica revenida desde hace siglos, me revolvieron inmediatamente el estómago y al mismo tiempo, naturalmente, la cabeza, y por otra porque no soporté ninguna de esas ciudades, ni Innsbruck, ni Graz, ni Viena a la larga. Todas esas ciudades, que como es natural conocía ya antes, aunque no a fondo, me deprimieron de la forma más aterradora y la verdad es que son, sobre todo Graz, repugnantes poblachos provincianos, cada una de ellas se considera el ombligo del mundo y cree tener el monopolio del espíritu, sí, pero se trata sólo del totalmente primitivo espíritu pequeñoburgués; en esas ciudades conocí la insulsez de los pobres de espíritu que enseñan filosofía y cultivan la literatura, nada más, y el hedor de la torpe vulgaridad de esas cloacas austríacas me quitó de antemano el apetito de una estancia más prolongada que no fuera de lo más breve. Y en Viena no quería permanecer tampoco más de lo absolutamente necesario. Pero, para decir la verdad, debo sin embargo a la ciudad de Viena el haber llegado a la música, de la forma más ideal, tengo que decir. Por mucho que desprecie y maldiga esa ciudad y por muy repulsiva que me haya sido siempre la mayor parte del tiempo, le debo en definitiva el acceso a nuestros compositores, a Beethoven, a Mozart, al propio Wagner y naturalmente a Schubert, que de todos modos me resulta difícil de nombrar entre los que acabo de enumerar, y le debo naturalmente ante todo la música nueva y novísima de esta ciudad, de la que mi padre me hablaba sólo como de la más desvergonzada. Schönberg, Berg, Webern, etcétera. Y que en mis casi veinte años vieneses me convertí totalmente en el hombre de ciudad que tuve que ser siempre luego, lo quisiera o no, mis años vieneses, primero con mi hermana, luego solo, primero en el centro de la ciudad, en casa de mi tío de Döbling, y en la Hasenauerstrasse, donde tenía una casa entera para mí, mis años vieneses me estropearon definitivamente para Peiskam. Me hicieron Peiskam en el fondo imposible. No fui nunca el hombre natural que resulta necesario para vivir en Peiskam. Pero la enfermedad me sacó finalmente de las salas de concierto y me empujó a Peiskam, a causa de mis pulmones tuve que separarme de Viena, lo que quería decir de todo lo que para mí tenía entonces algún valor. Esa separación no la he superado nunca. Pero si me hubiera quedado en Viena no habría existido más que el tiempo más breve. Peiskam había estado vacío casi veinte años después de la muerte de nuestros padres, había quedado abandonado a la Naturaleza. Nadie había creído que nadie pudiera instalarse nunca otra vez en Peiskam, pero un día, sin embargo, me instalé yo otra vez, abrí de par en par las ventanas hacia todas las direcciones y, por primera vez desde hacía años, dejé entrar otra vez en la casa el aire fresco y, con el tiempo, me la hice habitable. Pero me siguió resultando extraña, si soy sincero, hasta hoy, pensé. Había tenido que renunciar a Viena y a todo lo que para mí representaba, es decir, a todo, precisamente en el momento en que creía estar ligado de una vez para siempre, de forma inseparable, a esa ciudad a la que sin duda odiaba ya entonces y, como me consta, he odiado siempre, pero al mismo tiempo he querido más que a cualquier otra. Al fin y al cabo sólo envidio hoy a mi hermana porque puede vivir en Viena, eso es lo que continuamente me irrita contra Viena, la envidia, lo que me arrastra a las mayores injusticias y, en definitiva, incluso villanías contra mi hermana, mi envidia porque ella puede vivir en Viena y, por añadidura, como me consta, de la forma más agradable y feliz, y no yo. Si se trata de elegir alguna parte, así pienso siempre, entonces sólo en Viena, en ninguna otra ciudad del mundo, pero me he cerrado Viena, me la he hecho definitivamente imposible. Y no merezco ya esa ciudad, pensaba. Y por primera vez escuché en Viena una obra de Mendelssohn Bartholdy, a saber, Los cómicos ambulantes, en la sala de la Musikverein, una obra y una interpretación que tuvieron en mí un efecto fundamental. En aquella época no sabía todavía por qué esa obra era tan penetrante, hoy lo sé. A causa de su genial perfección. Pero un día tuve incluso la idea de ir a la Escuela Superior de Minas de Leoben, no porque quizá me interesase de repente por las riquezas del suelo, sino a causa de la situación de Leoben, en las montañas de la Estiria y, en aquella época al menos, conocida aún por su aire especialmente puro, pero que hoy está tan contaminado como en todas partes. Porque ya cuando no tenía aún veinte años los médicos me habían aconsejado insistentemente que viviera en el campo y no en la ciudad, pero en aquella época hubiera preferido morir enseguida, de la forma que fuera, en la ciudad, antes que irme al campo. La idea de estudiar en Leoben, al fin y al cabo, la tuve sólo una vez, de todos modos fui a Leoben, para enterarme de más cosas de las que ya sabía sobre las posibilidades de unos estudios de minas, pero, en cuanto me bajé del tren en Leoben, el lugar me repelió. En un lugar así sólo puedes perecer, pero no existir un día más de lo necesario, me dije entonces, y realmente no me fue necesario estar ni un día en Leoben, y ese mismo día volví a Viena, desde donde había querido inspeccionar Leoben. Ya cuando estuve al otro lado del Semmering se apoderó de mí una sensación de opresión, en mi cabeza y en todo mi cuerpo. Cómo es posible que haya gente que aguante en pequeñas ciudades como Leoben, había pensado entonces, y en definitiva, sólo en nuestro país, hay unos cientos de miles que existen sin rechistar toda su vida en poblachos como Leoben. Pero la idea de iniciar quizá unos estudios en Leoben no había partido en el fondo ante todo de mí, esa idea la había tenido mi abuelo materno, que había estudiado en otro tiempo ingeniería de minas, de todos modos no en Leoben sino en Padua, lo que sin duda es una diferencia inmensa. Y una vez pensé ir a Inglaterra, posiblemente será a Oxford o a Cambridge, había pensado, para situarme enseguida con esa idea en las filas de nuestras inteligencias más destacadas, de las que algunas de las más importantes han estudiado efectivamente en Inglaterra y por consiguiente en Oxford y en Cambridge y han enseñado luego allí y, como el idioma inglés no me planteaba ninguna dificultad, creía, de camino hacia Inglaterra, estar en el buen camino. Pero no había contado con el clima inglés, en cualquier caso no con el de Oxford y Cambridge, que produce un efecto todavía más devastador en portadores de enfermedades como yo y aniquila de antemano en esas personas todo esfuerzo, cualquiera que sea la dirección en que se oriente. Estuve sólo diez días en Inglaterra, cuando me había despedido de mis padres para por lo menos medio año, y todavía hoy se me presenta con todo su peso el abatimiento en que me encontré cuando, sólo diez días después de mi partida hacia Inglaterra, estaba otra vez en Peiskam. Entonces me puse realmente en ridículo, pero ya entonces la culpa era de mi enfermedad, que proliferaba dentro de mí aunque todavía no se hubiera declarado. Después de ese revés, que naturalmente sólo me había dejado una imagen bastante equivocada de Inglaterra y de Londres, había renunciado a todas las posibilidades en el extranjero y me había concentrado totalmente en las que me habían quedado en el país, pero esas posibilidades, entre Viena por una parte e Innsbruck por otra, habían sido totalmente inaceptables. Como tampoco quería desempeñar el papel del estudiante descarriado, al que no pocas veces se ven empujadas precisamente personas como yo, con un origen como el mío, me decidí por la posibilidad que, en mi opinión, era la mejor, es decir, la de no estudiar en absoluto, en cualquier caso no en una escuela oficial, y creí ser suficientemente fuerte y con carácter para, de esa forma, poder desarrollarme en lo que se llama una vía espiritual. Además, de repente había comprendido también que, salvo la música, nada en el mundo me atraía en mayor grado y que, por ello, todo, salvo la música, carece para mí de sentido. Así se explican mis años vieneses. Y en lo que se refiere a la música, desde el instante en que la descubrí por mí, fui de lo más receptivo. Una vez, gracias a conocer a un redactor amigo de mi padre, hubiera podido entrar en la redacción de Die Presse, pero mi instinto a pesar de todo muy bueno me protegió de semejante perversidad. Visité diariamente, mientras vivía con mi hermana en el llamado Stubenring, todas las bibliotecas imaginables y me reuní con las personas útiles para mis estudios y, por consiguiente, musicalmente cultas, que más o menos pronto se encontraron por sí mismas, porque, poco a poco, se habían hecho indispensables para mis investigaciones. De esa forma, no sólo conocí los libros y trabajos de teoría musical más importantes, sino también a una serie de los que habían escrito esos libros y obras y obtuve de ello el mayor provecho. De paso, me ocupaba de las producciones artísticas de los vieneses en general e iba casi todos los días a un concierto o a la ópera. Pronto alcancé un grado tan alto de independencia musical que pude restringir primero mis visitas a la ópera y luego también mis visitas a los conciertos, siempre había en los programas demasiadas repeticiones de lo mismo, al fin y al cabo eso fue siempre lo característico de Viena, el que muy pronto no tuviera ya nada que ofrecer a los ansiosos de cosas nuevas y, por ello, realmente interesantes. Además, en mi época vienesa, no tocaban como antes diariamente las más variadas orquestas de todo el mundo, sino siempre las mismas y, por buenas que fueran y son en el fondo, tenía y tengo siempre la impresión de que las mismas orquestas tocaban siempre lo mismo, aunque siempre tocaran y toquen algo distinto. Pero una persona que se ha decidido por la música tiene su sitio como es natural, todavía hoy, en Viena. Sin embargo, la atmósfera de esa ciudad no puede soportarse en absoluto un tiempo bastante largo, prescindiendo de que los médicos me dijeron claramente que Viena era para mí el clima más perjudicial de todos. En conjunto, he pasado más de veinte años en Viena, en rigor, sólo con la música. De pronto me bastó y me volví a Peiskam. Naturalmente, ese paso me condujo a un callejón de salida, del que estas notas son también testimonio. Si en Peiskam, en donde me recogieron a las dos de la tarde, hacía todavía once grados bajo cero, a mi llegada a Palma, donde escribo estas notas, el termómetro señalaba ya dieciocho grados sobre cero. Pero, como es natural, mi estado no había mejorado por ese hecho, al contrario. Tuve miedo de no sobrevivir a la primera noche en el hotel. Quien conoce esta enfermedad sabe de qué hablo. Hice bien en permanecer en la cama, con las cortinas corridas, todo el día que siguió a mi llegada. No había ni que pensar en deshacer las maletas. Como es natural, sabía de antemano lo que significa un cambio tan abrupto de clima, pero no me había esperado un estado tan digno de compasión. Me limité a quedarme realmente el día entero en la cama y beberme dos veces un vaso de agua, pero eso sólo porque tenía que tomarme mis pastillas. Probablemente en la recepción habían visto enseguida lo mal que estaba, y no habían puesto dificultades y me habían dado la habitación que deseaba. Desharé mis maletas muy lentamente, me dije, mientras, estirado sobre la cama, observaba el techo de la habitación y podía continuar mis fantasías donde las había interrumpido en Peiskam. El vuelo, como todos los vuelos que había soportado ya antes, había sido el horror de los horrores. De una forma que en realidad no debía, me levanté sin embargo la segunda noche, hacia las tres de la madrugada, y comencé a deshacer mis maletas, y al hacerlo comprobé que no estaba en absoluto tan débil como había creído. Me gustan esas habitaciones grandes, normalmente destinadas a dos personas, que tienen además un gran baño y una antesala no menos grande y desde las que se puede ver no sólo la ciudad vieja sino también, al mismo tiempo, el mar. Y que son absolutamente tranquilas. Por la mañana oigo sólo cantar a los gallos, algunos golpes sordos del astillero allí abajo, ladridos de perros y quizá también a alguna madre regañando a un hijo travieso. No tengo aquí la impresión de estar aislado de la gente del país, aunque a mí, que realmente vivo en una habitación tan espléndida en medio del lujo y ellos en la ciudad vieja debajo de mí, precisamente en lo contrario de ese lujo, me separa de ellos casi todo. Mi enfermedad, así pienso, disculpa ese lujo. Pero en el fondo no tengo ya ningún escrúpulo, me digo. Al final de la vida, los escrúpulos son de lo más ridículo. Después del primer desayuno comencé a deshacer mis maletas. Primero la maleta de los trajes y la ropa blanca. Además, había sacado algunos trajes o prendas de ropa blanca y los había guardado en el armario, me vi otra vez arrojado a la cama. Una falta de aliento como no había sentido en mucho tiempo me causaba las mayores dificultades. Atribuí ese estado al abrupto cambio de clima, que al fin y al cabo tiene al principio un efecto devastador en los sanos, por no hablar de alguien como yo. Pero finalmente había deshecho la primera maleta y me puse a deshacer la segunda, es decir, aquella en donde estaban todos los libros y escritos que había llevado para mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. Al principio no sabía dónde meter los libros y escritos y pensaba dónde meter éste y dónde meter aquél, hasta que tracé un plan sobre cómo colocar esos libros y escritos sobre la mesa y en el armario y seguí ese plan mientras deshacía realmente el equipaje. Me preguntaba mientras tanto si tenía sentido siquiera emprender aún un trabajo como mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy. Por una parte me decía que emprender un trabajo así carece de sentido, por otra me decía tienes que emprender ese trabajo, cueste lo que cueste. Pero ¿justifican sólo los preparativos de un decenio, porque al fin y al cabo hace ya ese tiempo que me preparo para ese trabajo, comenzar un trabajo así, cuando se encuentra uno en un estado de agotamiento tan total como en el que yo me encuentro? Decía alternativamente que nada justifica un trabajo así y que todo justifica un trabajo así. Lo mejor era renunciar a seguir planteándose la cuestión del sentido o la falta de sentido de un trabajo así, y renuncié a ello e hice como si estuviera decidido a emprender realmente el trabajo tan pronto como pudiera. ¿Debía precisamente ahora, tan cerca de mi objetivo, tirarlo todo por la ventana, aniquilarme todo aquello de lo que, en fin de cuentas, dependía toda mi existencia, el delgado hilo de ese poco de esperanza de realizar finalmente, a pesar de todo, el trabajo? Escribiré ese trabajo, aunque no pueda empezarlo inmediatamente, al fin y al cabo lo había previsto y nunca lo había creído, porque al fin y al cabo no estoy tan loco, si no es hoy, mañana, si no es mañana, pasado mañana, y así sucesivamente. Al fin y al cabo, sólo a causa de ese trabajo he cargado con ese viaje, me dije. Me convencí a mí mismo, lo ordené todo sobre mi escritorio de forma que en cualquier momento pudiera empezar el trabajo y me senté en el balcón, en el sillón de hierro pintado de blanco, y luego volví a echarme en la cama y alterné durante varias horas, hasta que acabó el día, entre el sillón del balcón y la cama, y a la inversa. Hacia la noche me fui a la ciudad. En un principio había tenido la intención de ir sólo hasta el muelle, y quizá hasta el restaurante de pescado del muelle, que conozco muy bien de otras veces y donde siempre he comido inmejorablemente, y así pasé la Lonja hasta llegar al llamado Borne, que en vida de Franco, es decir, desde la victoria de los fascistas hasta su caída, sólo se llamaba Paseo del Generalísimo, y me senté, porque hacía tanto calor pero sin embargo de la forma más imprudente, como tuve que decirme, en la terraza de café situada frente a la casa de los Cañellas, en donde durante años, incluso casi durante decenios, me he organizado mi comida fría, realmente siempre la misma, compuesta de jamón y queso y aceitunas y un vaso de agua, y pensé de repente con los ojos cerrados, sentado en aquel sillón de mimbre viejísimo pintado de blanco, mientras me tomaba un gran café exprés y el sol brillaba a través de los plátanos, por desgracia todavía desnudos, en el nombre de aquella joven de Múnich a la que dirigí la palabra aquí en el Borne en mi última estancia en Palma y que luego, después de haberla invitado a tomar un café conmigo precisamente en aquella terraza en la que ahora estaba sentado en el sillón de mimbre con los ojos cerrados, me contó su horrible historia. Anna Härdtl se llamaba aquella joven. Y no fui yo quien le dirigió la palabra en el Borne sino al revés, ella a mí. Sea como fuere. Yo iba con una de las hijas de los Cañellas, a la que conozco de Viena, donde estudió música (piano, con el famoso Wührer) y que tiene una perfumería frente al café, riéndome por algún motivo que ya no recuerdo, por la avenida de plátanos, y pronuncié el nombre de Anna, esa Anna pronunciada por mí de pronto con voz fuerte se refería a una chica que conocimos en una visita a Andraitx, en una de las muchas excursiones de tarde que he hecho en los últimos años con las hijas de los Cañellas y que siempre recordamos con agrado. Cuando pronuncié ese Anna, ya no sé por qué tan fuerte, con tanto ¡ruido!, y por tal razón, audible desde lejos, una joven que caminaba delante de nosotros se volvió súbitamente y dijo: ¿Sí? Y luego, con la mayor confusión: yo me llamo Anna. Se había vuelto espontáneamente porque creía que la llamaban. La súbita contemplación de la joven había cambiado completamente mi humor y el de mi acompañante. Me había sentido espantado al contemplar a la joven. Evidentemente llevaba luto y daba una impresión de trastorno y miseria. No es mi estilo entablar conversación con una persona desconocida en un instante, para eso me faltan todas las condiciones, pero cuando vi el rostro de la joven, al instante y realmente sólo por un sentimiento instantáneo no de compasión sino de consternación inmediata ante un rostro tan desesperado, le dije a la joven si no quería sentarse a tomar un café en una terraza con nosotros, es decir, la hija de los Cañellas y yo; apenas había formulado la invitación, me lo reproché, porque había hecho esa invitación en un tono que hasta posiblemente heriría a la joven, nada protector, y me arrepentí ya de haber formulado siquiera la invitación, pero en ese instante la verdad es que no podía ya retirarla, ni lo que había dicho, y por eso repetí mi invitación en otro tono, según me pareció al principio más apropiado, pero que sin embargo era también totalmente desacertado, como volví a pensar entonces. Para mi sorpresa, la joven que se había presentado como Anna Härdtl accedió enseguida. Era agradable volver a hablar con personas después de varios días, dijo, y todo lo que dijo después fue dicho por una persona interiormente totalmente turbada y perturbada, vivía en Santa Ponça, había dicho, y luego algo de un fallecimiento, luego algo de un consulado cerrado, luego algo de una comida cara, de una habitación fría, todo aquello sonaba, ya mientras nos dirigíamos hacia el café, como dicho por una persona que está a punto de volverse loca. Apenas estuvimos sentados los tres en la terraza, tuve conciencia de toda aquella situación sumamente penosa y no supe ya en absoluto cómo tenía que reaccionar, después de haberme dejado totalmente en la estacada la menor de las Cañellas, que no comprendía nada de lo que acababa de ocurrir y se limitaba a mirar indiferentemente a la calle por la ventana, lo que yo no comprendía, porque podía verse qué clase de persona se sentaba con nosotros a la mesa, y que era la más desesperada que cabe imaginar. Para la menor de las Cañellas que, como en general todas las españolas, no estaba acostumbrada a estar sentada de repente a una mesa con una persona extraña, toda la situación era penosa. Y yo me avergonzaba, sin poder decir palabra, buscando las palabras pero sin encontrar ninguna, y me reprochaba el haber forzado posiblemente de una forma francamente brutal a una persona a hacer algo que no quería, esa joven no quiere quizá sentarse a una mesa conmigo ni con la Cañellas, que no podía importarle nada, para tomar un café; sólo porque, con mi tono, si no grosero por lo menos nada delicado, la había puesto más o menos con mi invitación ante el hecho de tomar con nosotros café en la terraza, me avergonzaba y no estaba en condiciones de entablar conversación, de pronunciar una sola palabra, por no hablar de mostrar interés por lo que fuera que la joven había dicho con la mayor desesperación y desorientación. Así se sienta ahí una persona a la que he obligado a ello, pensé. La menor de las Cañellas, sin embargo, debía sentirlo de la misma forma, porque durante cierto tiempo no me dirigió una sola vez la mirada. Pero, pensando en mi vergüenza, yo no tenía ninguna posibilidad de salir de aquella situación que había provocado. De pronto le pregunté a la joven, por puro nerviosismo, su nombre, aunque me había dicho ya su nombre enseguida, después de haberla invitado al café. Pero ella lo repitió gustosa: Anna Härdtl. Yo no estaba a la altura de la situación. De forma que los tres nos quedamos callados y sabiendo cada uno en secreto por qué, y no podía desconocerse lo penoso que era aquel conjunto de circunstancias. De pronto oímos decir a Anna Härdtl lo siguiente: a finales de agosto había venido a Santa Ponça para pasar dos semanas, con su marido y un hijo de tres años, porque, después de haber abierto un negocio de artículos eléctricos en Trudering, un suburbio al este de Múnich, los dos, como también el niño, estaban totalmente agotados, sobre todo por las incesantes molestias, que los atormentaban, de las autoridades, que no los habían dejado en paz durante la apertura de ese negocio. No podía imaginarme, había dicho ella, todo lo que habían tenido que soportar ese año antes de la apertura del negocio y hasta entonces, lo más horrible era quererse hacer independiente, lo más imposible, hoy todavía mucho peor que nunca. Y su marido, eso lo había dicho ella enseguida desde el principio mismo, había sido de lo más difícil. Cuando ella dijo había sido supe enseguida que llevaba luto por su marido, hasta entonces no lo había comprendido. Su marido sólo tenía veintitrés años, dijo, procedía de Núremberg, de una familia pobre, mientras que ella procedía de una, según ella, más acomodada de las proximidades de Rosenheim. Su marido había estudiado en una escuela de ingeniería de Núremberg y había terminado efectivamente sus estudios en esa escuela de ingeniería, aunque ya se habían conocido y, por ello, para él había sido de lo más difícil seguir estudiando, pero finalmente lo consiguió, porque, si hubiera dejado de ir a la escuela de ingeniería, los pagos mensuales que su padre le hacía, de lo más exiguo naturalmente, según dijo ella, se habrían interrumpido, pero su marido hizo acopio de fuerzas y pudo terminar realmente sus estudios de ingeniería con éxito extraordinario, según dijo ella, un semestre antes de lo que hubiera sido realmente preciso. Por ella había empezado el negocio de Trudering, lo que había sido idea de ella, porque tenía miedo de que su marido se pudriera en una oficina y porque era también mejor para aquella familia recién fundada tener su propio negocio que ir a una oficina, sobre todo la palabra independencia le había fascinado más que cualquier otra, pero había caído en la trampa de esa palabra. Su marido no había considerado una degradación ser en adelante un pequeño comerciante y no, como siempre en los suburbios, un empleado respetado, posiblemente de algún servicio público, en donde tendría garantizados unos ingresos durante toda la vida, al contrario, había hecho suyos inmediatamente los deseos de su esposa y pensado que, como comerciante, podría finalmente, mediante su trabajo e inteligencia, convertirse un día de pequeño comerciante insignificante en gran comerciante, incluso importante, si no le faltaba la suerte y podía confiar en su mujer. Después de esa decisión los dos habían podido alquilar y arreglar y finalmente abrir aquel local en Trudering. Pero aquellos acontecimientos tan rápidamente descritos por mí y vistos de forma igualmente rápida en el Borne, con los ojos cerrados, en el calor de la tarde, habían durado más de un año, que la joven calificó de desesperado, porque además de todos los horrores oficiales llegó el niño y luego, probablemente como consecuencia de todo, también una extraña enfermedad, una enfermedad latente, aunque no peligrosa sí desagradable y que le producía en todo el cuerpo manchitas pardas, de las que los médicos decían que nunca habían visto unas manchas así en un cuerpo. Pero finalmente los dos, con ayuda de los padres de la joven, que habían ayudado con una suma elevada, no más exactamente precisada sin embargo por la joven, habían podido abrir su negocio. Sin embargo, cuando estuvo abierto, comenzaron realmente las dificultades, dijo la joven, y yo lo oía otra vez claramente, sentado en mi sillón del Borne, su tono, todo. Los suministradores no querían suministrar a crédito y, sin embargo, las existencias debían ser tan grandes como fuera posible, luego suministraban algo equivocado o una mercancía defectuosa, como lo expresaba ella, a menudo llegaban una serie de cajas en las que había aparatos medio destruidos, porque los transportistas eran muy chapuceros y, en general, nadie aceptaba ya hoy ninguna responsabilidad por nada. Por una parte, estaba ocupada todo el día con el niño, por otra había tenido que ayudar todo el día en el negocio a su marido que, a diferencia de ella, que había ido en otro tiempo a una academia de comercio, curiosamente en Erlangen, probablemente porque tenía allí parientes, era tan poco entendido en el aspecto comercial que rayaba en la irresponsabilidad. Pero en ese sentido no podía hacer ningún reproche a su marido, porque ella lo había obligado más o menos a empezar el negocio y renunciar a su verdadera profesión, que era la de ingeniero eléctrico. Quizá fue equivocado por mi parte y el mayor de los errores, dijo, apartar a mi marido de su camino al fin y al cabo ya trazado y obligarlo a emprender ese negocio. Como es natural, no habían previsto las verdaderas dificultades, aunque habían estado preparados para las mayores y, además, tenían tan buena voluntad y estaban en un período tan valeroso de esperanza de superar todas las dificultades que se les presentaran, por grandes que resultaran. Sin embargo, su marido, y eso sólo lo había comprobado ella cuando era ya demasiado tarde, era de lo más inadaptado para cualquier clase de independencia. Eso no lo había sabido ella, aunque hubiera tenido que verlo, porque al fin y al cabo había vivido con él suficiente tiempo antes de tomar la decisión de abrir el negocio de Trudering, pero quizá, según ella, vi todo eso pero sin querer verlo. Se lo había imaginado tan bonito, ser una comerciante en Trudering, en el fondo sin grandes aspiraciones y sencillamente feliz con su marido y sus hijos. No le habían salido bien las cuentas. A su marido lo había apartado de su camino y al niño, a causa de la participación de ella en el negocio, le faltaron la atención y el cuidado absolutamente indispensables para su educación. El niño se dio cuenta de cómo nos habíamos extraviado, dijo ella. La hija de los Cañellas, que al principio había querido despedirse pero a la que yo había rogado que se quedara, escuchaba ahora de repente con atención lo que decía la joven Anna Härdtl, naturalmente no mostraba ninguna emoción, lo que hubiera sido realmente pedir demasiado, pero me pareció entonces al menos llena de comprensión. Además, dijo la joven, el negocio había estado en una de las mejores calles de Trudering. Le costaba trabajo no romper a llorar, pero por otra parte la verdad es que yo no tenía la intención de distraerla de su infelicidad, que hasta entonces no nos había revelado en toda su extensión, porque la verdad es que ahora yo quería saber qué era lo que había pasado realmente entonces y luego. La joven, como es natural, no estaba en condiciones de hacer un relato cronológico y tal como ahora lo escribo es mucho más lógico de lo que ella pudo contarlo. Mis padres estaban demasiado lejos para poder ocuparse de nuestro hijo, dijo. Mi madre no quería hablar con mi marido; su madre, como todas las madres de hijas casadas, tenía la manía de que el marido de ella le había quitado a su hija, se la había arrancado de las manos y, de hecho, de una forma totalmente ilegal. En el fondo estábamos abandonados de todos y sólo teníamos las dificultades del negocio, dijo. Entonces, en el punto más alto del no-aguantar-más, según ella misma, tuvo la idea de ir en avión a Mallorca, con su marido y su hijo, para pasar unas semanas. No había contratado el viaje más barato, pero sí, sin embargo, casi el más barato, la habitación debía tener un balcón desde el que pudiera verse el mar, había sido su única exigencia, y a finales de agosto, es decir, hacía más de año y medio, había volado de Múnich a Mallorca. Sabe usted, dijo, al fin y al cabo sólo tengo veintiún años, y luego no pudo seguir hablando. Fue en el Hotel París, dijo, en el que estábamos alojados. Me lo había imaginado todo distinto. No pudo decir en qué distinto, ni siquiera cuando le pregunté en qué distinto pudo decirlo. Cuando por primera vez después de su llegada, muy de mañana, se metió con el niño en el mar, le dio asco. Y también al niño. Habían alquilado dos tumbonas y habían estado varias horas en silencio, inmediatamente debajo de los muros del hotel, en esas tumbonas, con otras mil o dos mil personas. No habían podido hablar en absoluto, porque junto al hotel había unas obras que les impedían toda conversación. Habían intentado dejar el hotel, pero no fue posible, en ninguna parte encontraron alojamiento. Por eso, finalmente, pensaron ya al segundo día en volver a Múnich, pero tampoco pudieron hacerlo, porque no se podía conseguir plaza en el avión. De día y de noche teníamos que taponarnos los oídos, dijo, y de puro asco no nos metimos ya en el agua sino que fuimos hacia el interior, pero allí casi nos morimos de calor y de peste. Y ni por un instante escapaban al ruido, sólo por agotamiento podían dormirse siempre en una habitación de paredes tan delgadas que oían cuando en la habitación de al lado alguien se revolvía en la cama. Cuando abría la puerta del armario, dijo, veía el exterior, porque la parte de atrás del armario no era más que el muro de hormigón ya agrietado por la intemperie, no más espeso de diez centímetros. De noche había tales corrientes de aire que los tres nos enfriamos. También el niño se nos puso enfermo. Durante el día nos refugiábamos en el bar, en donde, aunque el aire estaba viciado, resultaba soportable. Teníamos pensión completa, dijo, pero no podíamos comernos la comida. Al quinto día ocurrió, dijo. Ella, sin duda otra vez por agotamiento, se había dormido hacia las dos de la madrugada y se había despertado luego hacia las cinco. Asustada. Estaba muy oscuro, dijo. Como mi marido no estaba en la cama y el niño dormía, me levanté y salí al balcón. Pero en el balcón no estaba mi marido. Volví a echarme en la cama, pero enseguida volví a levantarme y salí al balcón y tuve ya un presentimiento horrible, dijo, y miré por el balcón hacia abajo. Sobre el hormigón, debajo del balcón, había un cadáver, cubierto con una manta. Enseguida supe que era mi marido, dijo la joven. En el vestíbulo del hotel le dijeron que habían encontrado el cadáver ya a las tres de la madrugada sobre el suelo de hormigón, con la cabeza totalmente destrozada. El director del hotel le había dicho que no había querido despertarla y asustarla y por eso había esperado a que ella bajara al vestíbulo, como había ocurrido ahora. Si se trataba realmente de su marido, y de eso no había ninguna duda, y podía identificarlo sin reservas, él se ocuparía inmediatamente de todas las demás gestiones. La joven había podido hacer su relato de repente con mucha calma y yo tuve la impresión de que precisamente porque la había inducido a hacer ese relato se había calmado, pensaba ahora. Como si hubiera ocurrido ayer, volví a oírla hablar. Sin decir palabra había subido a buscar a su hijo al octavo piso, el ascensor estaba estropeado, como casi siempre en los hoteles baratos, y cogió al niño y volvió a bajar con el niño al vestíbulo. Entretanto, según ella misma, se habían congregado ya muchos curiosos, aunque sólo eran alrededor de las seis. Había aparecido un médico, la policía, y luego habían metido el cadáver de su marido en un coche fúnebre que habían hecho venir de Palma y se habían ido con él. Ella se había quedado entonces sentada en el vestíbulo, totalmente desinteresada de los acontecimientos, incapaz durante media hora de volver a levantarse y apretando a su hijo contra el cuerpo. Luego se había ido a su habitación y no la había dejado ya en dos días. Cuando al segundo día, hacia el mediodía, bajó al vestíbulo, le dijeron que su marido había sido enterrado en el cementerio de Palma, y le pusieron en la mano un papel con el número de la sepultura. Eso fue todo. Fue en taxi al cementerio y, después de una desesperada búsqueda de horas, encontró la tumba. Había hecho un calor terrible y ella sólo había deseado una cosa, morirse al instante. Pero como es natural su deseo no se cumplió. Para espanto suyo, ni siquiera habían enterrado a su marido solo, sino que lo habían metido, cadáver contra cadáver, con una Isabella Fernández muerta una semana antes, en uno de esos cajones de hormigón que sirven de sepultura, a una altura de siete pisos, y son necesarios y corrientes en los países meridionales, por falta de sitio. Así estaba con su hijo, dos días ya después de la muerte de su marido, del que nadie sabía por qué razón ni cómo había caído al vacío desde el balcón del Hotel París, ante una sepultura hormigonada hacía tiempo, en la que ni siquiera estaba inscrito el nombre de él, sólo el nombre de una mujer totalmente extraña para ella, de setenta y dos años, y el número picoteado en la amarillenta lápida de mármol que era el número de su marido. También ese relato lo hizo la joven, que entretanto había encargado otro café, con mucha calma. Entonces se levantó de pronto y dijo que, en realidad, había estado a punto de ir al cementerio, como todos los días, llevaba ya ahora siete en Palma e iba todos los días al cementerio, en el que se orientaba ya muy bien. Hubiera preferido quedarse aquí en Palma, porque en Alemania sólo sería desgraciada. Entretanto había estado ya dos veces en Palma, a causa de los aspectos jurídicos que había tenido para ella aquel triste acontecimiento. Al principio había creído poder confiar en el consulado alemán, pero ese consulado la había dejado totalmente en la estacada, y finalmente había considerado un atrevimiento ser molestado por Anna Härdtl, y la joven había renunciado a seguir acudiendo al consulado, pero entonces había caído en manos de un astuto abogado palmesano, que sin duda lo arregló todo, pero le costó no sólo toda su fortuna sino además una suma elevada, que tomó a préstamo en un banco de Múnich. Sin embargo, lo más extraño de todo el asunto había sido que por parte de la policía, en aquel caso, no había habido la menor relación con Anna, nunca había hablado con nadie de la policía y sólo le habían enviado la cuenta de la empresa funeraria. Mucho después me dijo la hija de los Cañellas que, por un instante, había creído que al fin y al cabo podía tratarse de un asesinato, aunque ese pensamiento resultó completamente absurdo y además no volvimos a pensarlo. El hecho era, sin embargo, que las rejas del balcón del Hotel París de Santa Ponça sólo tienen setenta centímetros de altura y realmente están prohibidas también según la ley española y lo más probable es que el joven Härdtl saliera sólo un instante al balcón, para tomar el aire, posiblemente sólo para encender un cigarrillo y, quizá todavía en lo que se llama duermevela, cayera al vacío por encima de la reja del balcón, directamente al hormigón que había bajo el balcón. Entretanto se había iniciado un procedimiento, dijo ahora la joven Härdtl, ya de pie y a punto de ir al cementerio, pero no tenía idea siquiera de qué clase de procedimiento. Había traído una fotografía de su marido de Múnich que quería mostrarnos, y nos mostró la fotografía, en la que aparecía un joven de pelo oscuro, un adolescente como millones de otros, sin nada de extraordinario, delgado, de rasgos tristes, más bien un tipo meridional, pensé, no bávaro. Y entonces no fui yo quien tuvo la idea o la monstruosidad de preguntar a la joven Härdtl si tenía algún inconveniente en que nosotros, la menor de las Cañellas y yo, la acompañásemos al cementerio, sino la Cañellas. No sé qué se proponía con ello, probablemente había querido tener pruebas, la contemplación casi directa de la tragedia, de la que ahora, aunque era ya mucho, habíamos vuelto a tener sólo unas insinuaciones más bien torpes. Los tres subimos entonces por Jaime III y tomamos luego un taxi hasta el cementerio. El cementerio de Palma es gigantesco y al principio, al menos para las ideas centroeuropeas, causa una impresión insólitamente extraña y por ello siniestra, recuerda más bien el Norte de África y el desierto, y yo pensé, aunque siempre había pensado que me daba igual, que allí no quería ser enterrado. La joven Härdtl no sabía ya por qué entrada del cementerio tenía que entrar el taxi y realmente el taxi se detuvo en el punto más equivocado. De forma que la joven comenzó a vagar apresuradamente, perdiéndonos continuamente, unas veces en una dirección, otras en otra, sin soltar de la mano la fotografía de su marido muerto y sin encontrar la sepultura. Finalmente, le rogué que preguntara a las personas que había delante del depósito de cadáveres, del que brotaba un olor de putrefacción indescriptible, dónde estaba la sepultura de su marido muerto. Sin embargo, ella no estaba en condiciones de hacerlo. Le quité la foto y le dije a uno de los hombres de abrigos de plástico grises que había delante del depósito el número de la sepultura y él señaló en una dirección determinada, en la que fuimos entonces los tres, la joven Härdtl delante y nosotros detrás, la situación no hubiera podido ser más penosa ni más repulsiva, pero al fin y al cabo nosotros lo habíamos querido así, lo habíamos provocado así y no tanto, según creo, por compasión como por curiosidad, incluso probablemente por afán de sensacionalismo, a lo que había contribuido mucho al final la menor de las Cañellas. Al final estuvimos ante uno de aquellos miles de cubos de mármol hormigonados, en el que pudimos leer el nombre, recientemente grabado, de Isabella Fernández. La joven Härdtl tenía ahora lágrimas en los ojos y trató de fijar a la lápida de mármol la foto de su marido que había traído, lo que al principio no consiguió. Sin embargo, yo tenía por casualidad un resto de cinta adhesiva en el bolsillo y sujeté con ella la foto al mármol. La joven Härdtl había escrito con lápiz bajo el nombre de Isabella Fernández el nombre de su marido, es decir, Hans Peter Härdtl, la lluvia había borrado algo ese nombre, pero todavía podía leerse claramente. La gente pobre, dijo, o la que se ve afectada súbitamente por una desgracia así y no sabe hacerse entender bien, si se muere, va a parar, ya el mismo día, a uno de esos cubos de hormigón situados en alto, que a menudo no están destinados sólo a dos sino a tres cadáveres. Por todas partes, de las lápidas de mármol hormigonadas, colgaban ramilletes de flores de plástico pequeños o grandes. El cementerio entero estaba lleno del olor del depósito de cadáveres. Al principio, había pensado yo, ahora dejaremos sola a la joven Härdtl, pero luego me pareció mejor llevarla otra vez en taxi a la ciudad y, cuando ella comenzó a llorar a lágrima viva, apartamos la vista avergonzados y miramos hacia abajo, al desierto que había detrás del cementerio. Al cabo de unos cinco minutos no tuvo ya fuerzas para estar allí y nos rogó que la sacáramos del cementerio. Salimos y, como no se veía ningún taxi por parte alguna, encargamos uno por medio del portero del manicomio que había contiguo al cementerio, en un gran parque lleno de palmeras. Volvimos a la ciudad, pero entonces decidimos llevar a su hotel a la joven, que hacía ahora la impresión más triste que cabe imaginar. Otra vez había buscado como alojamiento un hotel horrible, pensé, pero al mismo tiempo que al fin y al cabo no le quedaba otra solución, porque, como sencillamente no poseía otra cosa que su horrible desgracia, no tenía otra opción que ir a aquel espantoso Hotel Zenith, que es el más venido a menos de toda Cala Mayor y en el que, sobre todo, confinan a las viudas alemanas de setenta a noventa años sus hijos de Alemania, con la segunda intención de deshacerse de ellas definitivamente y de la forma más barata. Doce semanas en un hotel así con pensión completa no cuestan tanto como vivir decentemente media semana en Alemania, me digo. Decenas de miles de viudas alemanas encuentran todos los años en Navidades, bajo el árbol de Navidad, lo que se llama un vale de invernada, lo que se llama una estancia prolongada, como ofrecen las agencias de viajes a centenares en todos los hoteles imaginables entre los más horribles de Mallorca, y son enviadas de viaje a Mallorca, de donde, y ése es el secreto de sus hijos y costeadores de los vales, no volverán ya a ser posible y, si vuelven, lo harán nada más que como lo que llaman un joschi, lo que en la jerga de las agencias de viaje equivale a un cadáver envasado en una bolsa de hielo. Naturalmente, conozco también esa Mallorca y esa Palma. Vivir en el Zenith es de lo más deprimente, tomar el desayuno en un llamado comedor pestilente, con muebles de plástico rotos y sucios, que es un sótano oscuro y sin luz y con ancianos y ancianas ya extinguidos que se arrastran penosamente con muletas, y disfrutar de la vista del mar contemplando los infranqueables muros de hormigón de las altas casas de alquiler que se alzan a sólo cinco o seis metros de la ventana. ¿Vive ahí?, dije yo, cuando dejamos bajar a la joven Härdtl. No hubiera debido decirlo, porque la consecuencia de mi ¿Vive ahí? fue un violento ataque de llanto que brotó de ella. Como hubiera sido imposible interrumpir para siempre el contacto con aquella joven desesperada, realmente sola en su terrible desgracia, con aquel ataque de llanto, los dos, la menor de las Cañellas y yo, decidimos llevar a la joven Härdtl la tarde siguiente al escenario, ¡según su propio calificativo!, de su desgracia, ella nos lo rogó y no pudimos decirle que no, aunque supiéramos que con ello nos adentraríamos aún más en una situación ya apenas soportable. En mi hotel, como es natural, no dormí, el encuentro con la joven Härdtl se había convertido en una pesadilla casi insoportable. A las once en punto, como habíamos convenido, la menor de las Cañellas y yo recogimos a la Härdtl en el Hotel Zenith. Si se quisiera describir esa clase de hoteles, que son construidos y explotados casi exclusivamente por codicia, habría que decidirse a describir una letrina para personas, lo que no es mi intención. Fuimos, ahora en el coche de la menor de las Cañellas, a Santa Ponça y nos dirigimos enseguida al Hotel París, que naturalmente no conocíamos. Anduvimos entre dos muros de hormigón, construidos a sólo metro y medio uno del otro y evidentemente por dos propietarios, nos abrimos paso por decirlo así y de repente nos encontramos en un lugar desde el que podía verse precisamente el balcón desde el que el joven Härdtl cayó al vacío. Ahí arriba está el balcón, dijo la joven Härdtl, mostrándonoslo. Y ahí abajo estaba tendido, dijo. Nadie dijo nada más. Nos volvimos a abrir paso de vuelta entre los muros y subimos al coche. En silencio volvimos en coche a Palma, dejando antes a la joven en su Hotel Zenith. Nunca la volvimos a ver. Nos resultó imposible. Por otra parte, no habíamos quedado ya en nada con ella. Además, ella quería volver en avión a Múnich al día siguiente. Todavía veo su cara cuando se despidió. Siempre veré esa cara. La menor de las Cañellas, chica inteligente; que entretanto, ¡a los veinticuatro años!, ha conseguido ya dar un concierto de Chopin en Zaragoza y otro en Madrid, y ser invitada ya a los Festivales de Salzburgo, me propuso ir hasta las cercanías de Inca, para cenar allí. Recuerdo que estuvimos hasta las dos de la madrugada y que, lo que no había hecho desde hacía más de veinte años, bailé con ella. Me desperté con esa imagen en mi sillón de mimbre del Borne y miré hacia las ventanas de los Cañellas que tenía enfrente. Tenían luz y por consiguiente estaban en casa. Pero hoy, ya hoy, no me presentaré, me dije, y quién sabe si me presentaré siquiera. ¡Un hombre en mi estado! Ya veré. Llegaba el crepúsculo, me levanté, pagué y volví a mi hotel, lentamente, como corresponde a un enfermo. En el muelle hablé con algunos pescadores. Pero sólo brevemente, para seguir mi camino enseguida. Vemos tanta tristeza, me dije en el camino hacia el Meliá, cuando miramos, vemos la tristeza y la desesperación de los otros, mientras que los otros ven las nuestras. Quiere venirse a vivir a Palma, esa joven desgraciada, pensé, para estar en la proximidad más próxima de su joven marido muerto. Pero ¿cómo y de qué vivirá en Palma? Si, como dice, no puede vivir ya ahora en Alemania, aquí tampoco podrá en absoluto. Como es natural, tampoco ahora podía quitarme de la cabeza el pensamiento de aquella joven y me pregunté cuál podía ser realmente la razón de que inmediatamente en el Borne, es decir, en cuanto me senté en el sillón de mimbre al lado de la calle, hubiera vuelto a enfrentarme con aquella tragedia, por qué me había dejado realmente enfrentar con ella. Hubiera debido concentrar todas mis energías en mi Mendelssohn Bartholdy, pero mi pensamiento en ese trabajo mío se me había olvidado ya a causa de la tragedia de la Härdtl, que al fin y al cabo, como tuve que pensar enseguida otra vez, se remonta en realidad a más de dos años, y quizá sólo ahora me afecta realmente esa tragedia, mientras que la joven Härdtl, la verdadera víctima, y su hijo, posiblemente en estos momentos hace ya tiempo que la han superado, también eso sería posible, pensé lógicamente. Realmente, después de mi última estancia en Palma no había vuelto a pensar en la Härdtl y en su desgracia, nunca la había recordado. Ahora, sin embargo, por el hecho de haberme sentado en el Borne en el sillón de mimbre, para tranquilizarme y también para descansar realmente, ella estaba otra vez de repente en mi cabeza y no hacía más que taladrarla, volviéndome casi loco. En el camino del hotel, había querido al principio llamar aún a la puerta de las Cañellas, pero luego había podido dominarme y no había llamado, en el camino del hotel pensé entonces que había querido ya tres o cuatro veces comenzar en Palma mi Mendelssohn Bartholdy y nunca lo había conseguido. En ninguna parte lo había conseguido. Ni en Sicilia, ni en el lago de Garda, ni tampoco en Varsovia, tampoco en Lisboa, ni en el Mondsee. En todos esos lugares y muchos más había intentado una y otra vez comenzar mi Mendelssohn Bartholdy, a todos esos lugares había ido en el fondo sólo, una y otra vez para empezar mi Mendelssohn Bartholdy, y me había quedado en ellos tanto tiempo como había podido, inútilmente. Con ese pensamiento, como es natural, mi camino hasta el hotel me deprimió. De pronto, un aire espeso y maloliente, un aire opresivo, tuvo la culpa de un súbito ahogo, que me hizo detenerme en el pequeño parque que hay delante del Club Náutico, incluso tuve que sentarme en uno de los bancos de piedra que allí hay, para tranquilizarme. Esos ataques de ahogo se me producen de pronto, nunca sé por qué, por qué razón momentánea, y entonces me trago dos o tres píldoras de glicerina, del tubito de cristal que llevo conmigo ininterrumpidamente, a dondequiera que vaya. Pero de todas maneras hacen falta cinco o diez minutos para que hagan su efecto. Cómo se ha deteriorado sin embargo mi estado en comparación con mi última estancia, pensé. Si me vieran los Cañellas se asustarían. Por otra parte, pienso, no se ve en mí realmente mi verdadero estado, que difícilmente podría ser peor, o me lo imagino al menos. Hacerlo todo lentamente, todo con prudencia, me dije, prudentemente, ésas eran las palabras más insistentes de los internistas. Pero no renunciaré, pensé. Precisamente ahora no. Al principio el aire es espléndido, aromático, revivo por completo y, en un instante, me golpea como a un perro. Lo conozco. Pero, de todas las condiciones climáticas que conozco, las de Palma son las mejores. Y la isla sigue siendo la más bella de Europa, ni siquiera los cientos de millones de alemanes y los igualmente horribles y pendencieros suecos y holandeses han podido aniquilarla. Hoy es más bella que nunca. ¿Y qué lugar y qué región y qué lo que sea, pensé, no tiene siempre su reverso? Es una suerte haberme marchado de Peiskam y haber empezado en Palma de nuevo. Es un nuevo comienzo, pensé, y me levanté del banco de piedra y seguí mi camino. Las palmeras, que recordaba tan grandes, eran ahora mucho mayores aún, de unos veinte metros de altura, y todas tenían aproximadamente a la mitad de su último tercio superior una ligera curvatura. Qué espléndidas brillaban las luces de los buques de pasaje desde el gran puerto. Hotel Victoria, leí, también allí me había alojado en otro tiempo, pero ahora, en los últimos años, toda la repulsiva jauría de los llamados nuevos ricos se ha lanzado sobre él, haciéndolo insoportable. No, nunca más en el Victoria, me dije. Ahora caminaba, unos quince minutos después de mi ataque de ahogo, con mucha ligereza a lo largo del muelle y, de forma totalmente inconsciente, había vuelto a adoptar mi vieja costumbre: contaba los mástiles de los barcos de vela y de los yates, fondeados aquí a millares, la mayoría pertenecían a ingleses que querían vender sus barcos y casi uno sí y otro no tenían un letrero de for sale; ahora también Inglaterra ha abdicado definitivamente, dije en alta voz. Sin embargo, la frase me divirtió, aunque hubiera podido ponerme más triste de lo que ya estaba. En el hotel no fui enseguida a mi habitación, sino que me quedé sentado en el vestíbulo. Si vemos a una persona desconocida, me dije, desde un lugar en el vestíbulo realmente ideal, queremos saber enseguida quién puede ser y de dónde ha salido. A esa curiosidad puedo ceder del mejor modo en los vestíbulos de los hoteles, y en cualquier estancia de hotel la convierto siempre en mi juego favorito. ¿Quizá sea ingeniero? ¿O, más exactamente, constructor de centrales eléctricas? ¿Quizá sea ése médico, internista o cirujano? ¿Y ése comerciante al por mayor? ¿Y ése bancarrotista? ¿Un príncipe?, en cualquier caso, venido a menos. De esa forma puedo estar sentado durante horas en el vestíbulo de un hotel, preguntándome quién es éste o aquél, y finalmente quiénes son todos los que pasan por el vestíbulo. Si estoy cansado, me voy a mi habitación. Aquella noche, sólo a causa del paseo por el Borne y vuelta y, sobre todo, por la catástrofe de aquella Härdtl, que no había podido quitarme de la cabeza en todo el tiempo, estaba completamente agotado. Antes me llevaba un vaso de whisky a la habitación, ahora sólo un vaso de agua mineral. Pensé, me dormiré, pero no me dormí. La verdad es que era una suerte que me hubiera echado el abrigo de piel por los hombros, pensé, con seguridad me hubiera enfriado sentado en el Borne. Cuando tenemos las frases en la cabeza, pensé, todavía no tenemos la seguridad de poder llevarlas al papel. Las frases nos dan miedo, al principio nos da miedo la idea, luego la frase, luego el no tener ya posiblemente esa frase en la cabeza cuando queremos anotarla. Muy a menudo escribimos una frase demasiado pronto, y otras veces demasiado tarde; tenemos que escribir la frase en el momento exacto, de otro modo se pierde. Mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy es al fin y al cabo un trabajo literario, me dije, no un trabajo musical, mientras que, sin embargo, es un trabajo totalmente musical. Nos dejamos cautivar por un tema y estamos cautivos de él muchos años, decenios y, llegado el caso, nos dejamos aplastar por un tema así. Porque no lo acometemos suficientemente pronto o porque lo hemos acometido demasiado pronto. El tiempo nos lo aniquila todo, da igual lo que hagamos. Coloqué los libros y escritos necesarios para mi trabajo en el escritorio que me habían puesto en la habitación del hotel, tan ordenadamente, que en definitiva pudiera confiar también en la exactitud, es decir, en la legitimidad de su ordenación. Probablemente sólo por eso no he podido comenzar mi trabajo una y otra vez, porque los libros y escritos no estaban bien ordenados en mi escritorio, me dije. Antes de ir a mi habitación, les di a todos una propina, según creo, muy generosa, tenía la impresión de que todos la consideraron tan elevada como yo. Al fin y al cabo siempre lo han hecho todo por mí, son tan amables como siempre. Desde hace treinta años vengo a Palma y desde hace más de diez años al Meliá, esa gente conoce al Austríaco. Cada vez he dicho a mi llegada que escribiría un trabajo sobre mi compositor favorito, pero hasta hoy no lo he escrito. Cuando llego a mi habitación setecientos treinta y cuatro, hay ya un montón de papel sobre el escritorio. Cuando me marcho, el montón de papel no existe ya, porque lo he escrito todo, aunque lo haya ido tirando poco a poco. ¡Quizá tenga suerte este año!, me dije. Salí al balcón, pero la luz cruda que bañaba la catedral me cegó y me retiré definitivamente por esa noche a mi habitación, corrí las cortinas y creí, como queda dicho, poder dormir, pero naturalmente no me pude dormir. Cuando ella vino a Palma en avión por primera vez después de la muerte de su marido, se enteró con espanto a su regreso de que, entretanto, habían limpiado su negocio de Trudering, salvo algunos objetos sin valor. El seguro que había concertado cuando vivía aún su marido no pagó, porque ella no había protegido su negocio de acuerdo con las normas de seguridad, según la Härdtl. Luego la demandó una empresa norteamericana, de la que había tenido la mayoría de los aparatos en depósito, será un proceso de millones, según la joven Härdtl. Pero a una persona así, pensé, llevaba ya echado en la cama tres horas, sin poder dormir, no se la puede ayudar. Hay realmente millones de esas naturalezas desgraciadas, a las que no se puede salvar de su desgracia. Van, mientras viven, de desgracia en desgracia, sin que se pueda hacer nada para remediarlo. Una persona así es la joven Härdtl, pensé. Me levanté y puse el libro de Moscheles, que estaba al lado derecho del escritorio, sobre el libro de Schubring, en el lado izquierdo, debajo del libro de Nadson. Luego volví a echarme en la cama. Pensé en Peiskam, que probablemente estaba totalmente nevado y con hielo. Cómo había podido pensar siquiera que ese invierno podría permanecer aunque sólo fuera unas semanas en Peiskam. La verdad es que soy muy testarudo, pensé. He agotado totalmente Peiskam y todo lo que con él se relaciona, pensé. No olvidar a Johann Gustav Droysen, pensé. 1844, terminación del concierto para violín en mi bemol, pensé. Me levanté y anoté esa frase, para volver a echarme enseguida. Primera representación del Elias en Birmingham, 26 de agosto de 1846, recordé, y otra vez me levanté y fui al escritorio e hice la oportuna anotación. Cuando encontramos a una persona como la Härdtl, pensé, que es tan desgraciada, nos decimos enseguida que nosotros mismos no somos tan desgraciados como creemos, al fin y al cabo tenemos un trabajo intelectual. Pero ¿qué tiene esa joven, salvo un niño de tres años de un hombre que se le murió a los veintitrés, y de qué forma? Realmente, nos consolamos inmediatamente ante una persona todavía más desgraciada. Y nuestra enfermedad, incluso nuestra enfermedad mortal, no es casi nada. En lugar de escribir sobre Mendelssohn, escribo estas notas, pienso y: tengo que llamar a Elisabeth, mi hermana, en Viena. Hasta las dos y media de la madrugada no me dormí, pensaba en mi trabajo, diez años aplazado, desplazado, pensaba y en cómo lo empezaría por la mañana, con qué frase, y de repente tuve una serie de, así llamadas, primeras frases en la cabeza. Y a la joven Härdtl. Su desgracia es, me dije, haber obligado al joven Härdtl, su marido, a renunciar a una carrera de ingeniero y a ocuparse de un negocio que no le convenía, y por añadidura, por la razón que fuera, haberlo convencido para hacer aquel viaje a Mallorca. Una idea horrible, pensé, ¡ir a Palma a finales de agosto! La ciudad y la isla entera sólo son bellas en invierno, pero entonces son más bellas que cualquier otra cosa en el mundo. Sólo había dormido dos horas y a las cinco y media me desperté con este pensamiento: tengo ahora cuarenta y ocho años y estoy harto. Al final no tenemos que justificarnos, ni a nosotros mismos ni a nada. No nos hemos hecho a nosotros mismos. Y, en lugar de abordar a Mendelssohn, lo que al fin y al cabo me había propuesto sin falta y para lo que en el fondo tenía de repente, como había creído a las tres y media de la madrugada, las condiciones ideales, al despertarme no pensé más que en la joven Härdtl. El caso no me dejaba en paz y me levanté ya a las seis menos cuarto con un dolor de cabeza quizá relacionado también con un inminente cambio de tiempo, porque no quería exponerme de ningún modo a una depresión previsible y que realmente me acometería con seguridad, entre el estar echado y el de levantarme. La joven Härdtl no me dejaba en paz y, como es natural, esa mañana no estaba en absoluto en condiciones de comenzar mi trabajo sobre Mendelssohn. Tengo que ir tan rápidamente como pueda al cementerio, me dije, no sé por qué razón de repente con una decisión espantosa. Encargué ya antes de las siete un taxi y me dirigí al cementerio. Allí no tuve ninguna dificultad para encontrar el último lugar de reposo del joven Härdtl. En pocos minutos estuve allí. Pero, para mi estupefacción, no estaban ya en la lápida de mármol correspondiente, empotrada en el hormigón, lo mismo que hacía sólo año y medio, los nombres de Isabella Fernández y Hans Peter Härdtl, sino, cincelados ya los dos en el mármol, Anna y Hans Peter Härdtl. Me di la vuelta al instante y me dirigí rápidamente al portero del cementerio que prestaba servicio junto al depósito de cadáveres. Después de haberle podido hacer comprender muy claramente mi pregunta y, según pude ver, incluso muy bien en español, el portero pronunció varias veces la palabra suicidio. Corrí al manicomio de enfrente para hacer venir un taxi, lo que desde el cementerio no era posible y volví inmediatamente al hotel. Corrí las cortinas de mi habitación, escribe Rudolf, me tomé varias pastillas de somnífero y no me desperté hasta veintiséis horas más tarde, con la mayor angustia.