Ante los escaparates de las tiendas famosas, no siempre las mejores, teníamos que detenernos siempre con nuestra madre. Ella entraba en esas tiendas con la cabeza muy alta y nunca la he visto salir de una de esas tiendas famosas sin haber comprado algo, ya después de dos o tres tiendas los míos y yo teníamos que acarrear a su lado grandes paquetes y, sólo cuando los paquetes se habían vuelto realmente demasiado pesados para nosotros, cedía y renunciaba, sentándose, agotada, en el Sacher o en el Bristol, en donde parábamos la mayoría de las veces. Ella hubiera preferido comprarlo todo y llevárselo a Wolfsegg. ¿Qué vas a hacer con todas esas cosas?, decía entonces siempre mi padre, no te las pones, en Wolfsegg no puedes llevarlas, porque sería ridículo, en Salzburgo no se dan cuenta en absoluto de que se trata de cosas tan preciosas, y tampoco en Linz y mucho menos en Wels, todo cuelga en los armarios y se pasa de moda y lo tiras o lo regalas. Pero mi madre era incorregible. De Viena volvía siempre por lo menos con una docena de paquetes, y por lo menos media docena le enviaban luego las tiendas, es decir, las prendas de vestir que había comprado en Viena en secreto, sin que estuvieran presentes los míos. Mi madre se gastaba siempre una fortuna en vestidos, que sin embargo no llevaba y, cuando lo hacía, sólo dos o tres veces, para tirarlos o regalarlos después. Pero ay si mis hermanas tenían ganas de comprarse esos modelos, como suele decirse; no podían comprarse nunca en Viena ni un solo vestido, tampoco a los cuarenta años, a los cuarenta años recibían todo lo más uno o dos vestidos de saldo de Wels, porque, de siempre, nuestro sastre de Lambach era su principal proveedor de equipo que, como queda dicho, sólo se componía de asquerosos dirndl que su madre les encargaba a medida dos veces al año y cuya tela ni siquiera podían elegir, porque su madre encontraba que ni siquiera para eso tenían el gusto necesario, cuando la verdad es que nuestra propia madre jamás tuvo el menor gusto. El dibujo de esos dirndl resultaba demasiado grande o demasiado pequeño, o los colores se mataban, los cuellos eran demasiado anchos o demasiado estrechos, las mangas demasiado largas o demasiado cortas, las faldas en cualquier caso por lo menos veinte centímetros demasiado largas y los delantales nunca iban bien con los vestidos. Mi madre vestía a sus hijas siempre como muñecas porque, en fin de cuentas, siempre las trataba como muñecas, nunca vio a sus hijas más que como muñecas. Como tantas madres, consideró a sus hijas desde el principio como muñecas, y probablemente trajo a sus hijas al mundo, no es exageración, también como muñecas, no como seres humanos, también de adulta quiso tener una o varias muñecas. Sus hijas no fueron nunca otra cosa que muñecas para su pasión por el juego, por eso tampoco las había dejado escapar y ellas tenían que reaccionar y obedecer siempre como muñecas, y todos los días las vestía y las alimentaba y las paseaba y las acostaba por la noche como muñecas. Todavía a los cuarenta años, esas muñecas, mis hermanas, están sometidas a la pasión por el juego de su madre, pienso. Pero también mi hermano llevó durante toda su vida una existencia de muñeca, era, por decirlo así, el polichinela de mi madre, ella lo había criado como una especie de pelele sustitutorio para el momento en que su marido, el pelele principal, faltara. Mis hermanas eran realmente para mi madre, que tenía pasión por las muñecas, muñecas parlantes que, cuando ella quería, podía hacer reír o llorar, a las que podía despedir cuando quería, hacer venir cuando quería, vestirse y desnudarse cuando y como quería, y su marido, mi padre, y mi hermano, su hijo, eran los peleles que ella podía manejar a su gusto y capricho. Mi madre estaba poseída por una pasión por el juego francamente perversa. Se había hecho de Wolfsegg un mundo de muñecas que funcionaba perfectamente, en el que todos obedecían sus órdenes de la forma más exacta. Wolfsegg era su casa de muñecas, el universo su mundo de muñecas. Como yo no quería ser una muñeca en esa casa de muñecas y en ese mundo de muñecas, me alejé ya pronto de esa casa de muñecas y de ese mundo de muñecas. Y, vistos desde fuera y desde muy lejos, esa casa de muñecas y ese mundo de muñecas parecen todavía mucho más opresores, mucho más horribles. Wolfsegg es una casa de muñecas, le dije a Gambetti, su entorno nada más que un mundo de muñecas dirigido por mi madre sin escrúpulos, inhumana, incluso horriblemente. Gambetti había soltado la carcajada y me había llamado desmedidamente exagerado, calificándome de pesimista típicamente austríaco, de grotesco negativista. A eso le dije que mis exageraciones eran, en verdad y realidad, enormes intrageraciones, que Wolfsegg, tal como yo se lo describía, era en realidad todavía un lugar idílico comparado con lo que Wolfsegg era realmente. Gambetti, le dije, usted no puede imaginarse Wolfsegg, nunca ha tenido oportunidad de poner el pie en una casa de muñecas tan horrorosa, una casa de muñecas tan horrorosa no puede repetirse. Mi padre, le dije, un muñeco de mucho más de setenta años, cuyos miembros están mortalmente enfermos y cuya cabeza, de tirar de ella durante toda su vida, se ha vuelto obtusa y dura. Mi hermano, le había dicho a Gambetti, un muñeco de cuarenta años, que tampoco se defiende de los tirones, y que también ha renunciado ya a defenderse contra esa infame madre de los muñecos. Los alemanes tienen un complejo materno, le dije, lo mismo que los austríacos, a las madres no hay que tocarlas, le dije a Gambetti, las madres son en esos países sagradas, pero en verdad la mayoría de ellas son perversas madres de muñecos, que tiran de sus hijos y de su familia como de muñecos, y siguen tirando hasta que han empujado a esos hijos a la muerte, los han empujado a la muerte lo mismo que a sus maridos. No hay en Alemania ni en Austria madres como en los países latinos, en donde las madres son naturales y no madres muñecos, le dije, lo mismo aquí que allá no hay más que madres muñecos, y esas madres muñecos no hacen otra cosa, mientras viven, que tirar con la mayor brutalidad de sus hombres muñecos y de sus hijos muñecos, hasta que esos hombres muñecos y esos hijos muñecos han sido empujados por ellas a la muerte. En la Europa central no hay ya madres naturales, sólo madres artificiales, por decirlo así madres programadas, le dije, madres muñecos que, de antemano, dan a luz hijos artificiales, es decir, hijos más o menos artificiosos, niños artificiales. Ni siquiera en los valles de montaña más apartados se encuentran ya madres naturales, sólo madres artificiales. Y esa madre artificial, lógicamente, sólo engendra siempre un hijo artificial, y ese hijo artificial, en definitiva, también otro hijo artificial, de esa forma hoy no hay ya más que hombres artificiales, no naturales, es un error calificar a los hombres de naturales, porque no los hay ya, es el hombre artificioso, el hombre artificial el que hoy encontramos y con el que tenemos que ver, por eso nos asustamos al fin y al cabo cuando alguna vez encontramos a un hombre natural, porque no nos lo esperábamos, porque desde hace ya tanto tiempo nos enfrentamos sólo con el hombre artificial, con el hombre artificioso, que domina ya desde hace tanto tiempo el mundo, que al fin y al cabo tampoco es desde hace tiempo un mundo natural, sino totalmente nada más que un mundo artificioso, Gambetti, un mundo artificial. El mundo artificial ha producido al hombre artificial, el hombre artificioso al mundo artificioso, y a la inversa. No hay nada ya natural, le había dicho a Gambetti, nada, absolutamente nada ya. Sin embargo, seguimos partiendo de la idea de que todo es natural, y eso es un error. Todo es artificioso, todo es artificio. No hay ya Naturaleza. Seguimos partiendo de la contemplación de la Naturaleza, cuando desde hace ya tiempo deberíamos partir sólo de la contemplación del artificio. Por eso, le dije a Gambetti, todo es tan caótico. Tan falso. Tan desafortunado. Tan mortalmente confuso. Donde no hay ya Naturaleza no puede haber tampoco contemplación de la Naturaleza, Gambetti, después de todo es lógico, le dije a Gambetti. La foto en que aparece mi hermano precisamente en el momento en que entra en su velero en el lago de Wolfgang lo muestra en la actitud de un hombre feliz, pero sin embargo es en esa foto el hombre más infeliz que cabe imaginar. Mis hermanas, en la foto que las muestra en Cannes ante la villa de mi tío Georg, están congeladas en una expresión de felicidad, y por ello parecen todavía mucho más infelices de lo que son en realidad. Mi padre y mi madre parecen en la foto que los muestra en la Estación Victoria de Londres tan infelices como eran, aunque se esforzaban por parecer felices. ¿Qué hace pensar siempre a los hombres que se dejan fotografiar que han de parecer felices en las fotografías que los muestran, en cualquier caso no tan infelices como son?, pienso. Todo el mundo quiere ser representado como un hombre feliz, nunca como hombre infeliz, siempre como alguien totalmente falsificado, nunca como quien es en realidad, es decir, siempre, el más infeliz de todos. Todos quieren ser representados continuamente como hermosos y como felices, mientras que, sin embargo, todos son feos e infelices. Se refugian en la fotografía, se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total, los muestra como felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos y menos infelices de lo que son. Exigen de la fotografía su imagen deseada e ideal, y cualquier medio les parece bien, aunque sea la mueca más horrorosa, para realizar en una foto esa imagen deseada y esa imagen ideal. No se dan cuenta en absoluto de lo horrible y lo espantosamente que se comprometen cada vez. El hombre hermoso de la fotografía es cada vez el más feo, el más feliz en ella, cada vez el más infeliz. En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer, como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo y más infeliz y más mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes felices de las paredes y se sienten contentos, cuando sin embargo sólo tendrían que sentir aversión. Pero no piensan, y eso los libra de la horrible comprobación de que son feos, infelices y mentirosos. Llegan hasta a enseñar a los visitantes de sus pisos, que los conocen a ellos, los anfitriones, como personas feas e infelices y embrutecidas e innobles, esas fotos, en las que, según creen, aparecen como personas felices y hermosas, no se avergüenzan de mostrar esas fotografías incluso a aquellos que los conocen en realidad y, por consiguiente, los conocen en esa foto lógicamente como mentirosos y realmente por completo mentirosos y perdidos. Vivimos en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso, pero para la mayor parte de la Humanidad el mundo deseado y el mundo ideal. Si se quitara al hombre de hoy la fotografía, se la arrancara de los muros, le había dicho a Gambetti, y se la aniquilara, de una vez para siempre, se le quitaría hoy más o menos todo. Por eso puede decirse consecuentemente que la Humanidad no pende ya de nada, no se aferra ya a nada y, en definitiva, no depende ya de nada más que de la fotografía. La fotografía es su salvación, Gambetti, le había dicho, a lo que Gambetti se rió llamándome visionario matutino, es decir, utilizó una expresión que yo no había oído nunca, lo que por mi parte tuvo como consecuencia una carcajada, a la que tuvo que unirse lógicamente Gambetti y que disfrutamos los dos durante un buen rato, con el mayor placer. Si no tuviéramos nuestro arte de la exageración, le había dicho a Gambetti, estaríamos condenados a una vida espantosamente aburrida, a una existencia en la que no valdría ya la pena existir. Y he desarrollado mi arte de la exageración hasta alturas increíbles, le había dicho a Gambetti. Para hacer algo comprensible, tenemos que exagerar, le había dicho, sólo la exageración hace las cosas evidentes, y tampoco el peligro de que nos consideren locos nos molesta ya a una edad avanzada. No hay nada mejor que ser llamado loco a una edad avanzada. La mayor felicidad que conozco, le había dicho a Gambetti, es la locura del viejo, que puede entregarse a su locura de una forma totalmente independiente. Si tenemos posibilidad de ello, deberíamos declararnos viejos locos lo más tarde a los cuarenta y tratar de llevar nuestra locura al máximo. Es la locura lo que nos hace felices, le había dicho a Gambetti. Puse la fotografía que muestra a mi hermano Johannes en primer lugar, y en la parte más baja la que representa a mis padres en la Estación Victoria, lo que al instante produjo un efecto desconcertante: mi hermano arriba y mis padres abajo estaban ahora para mí en una relación muy distinta con mis hermanas en el centro. Éstas habían tenido siempre con mi hermano una relación de rechazo, pero no abierta como conmigo, con mi hermano era una relación escondida. Tenían necesidad de mi hermano, a mí no me necesitaban. Mi hermano había sido siempre su sustentador futuro inmediato, y por consiguiente tenían que portarse con él de una forma muy distinta que conmigo, de quien en fin de cuentas nada tenían que temer. A mis padres, como sustentadores y mantenedores inmediatos habían tenido que respetarlos y atenderlos como tales y servirlos también por esa razón, a mi hermano, como sustentador y mantenedor mediato, que respetarlo y atenderlo no ininterrumpidamente, sino sólo llegado el caso, a mí no tenían que respetarme ni atenderme en absoluto, porque nunca entré en consideración para su sustento y mantenimiento. Conmigo era con quien las cosas les resultaban más fáciles, porque también a los ojos de mis padres yo había sido siempre alguien a quien no hay que respetar, aunque sin embargo sí que atender siempre, pero por una razón muy distinta, por la razón de que tenían que protegerse siempre inmediatamente de mí, porque siempre les parecí imprevisible e impenetrable, pero nunca fui yo una persona esencial de la que dependían o un día dependerían, según pensaban. De mi hermano dependerían un día, de mis padres dependían, de ello resultaba muy lógicamente su respeto y atención, su servicio, etcétera. A mí no me respetaban, a mí no me atendían, de mí sólo se guardaban. La foto de mi hermano arriba significaba ahora que él era ya el más importante de la familia, mis padres abajo ya mucho menos importantes. Y mis hermanas tenían dificultades tanto con mis padres como con mi hermano, con los actuales, que pronto dejarían su puesto, y con el hermano futuro, que ocuparía ese puesto en breve como sustentador, mantenedor, etcétera. A mí no me respetaban ni atendían en absoluto, a mí me habían temido siempre, pero sólo hasta el momento en que me fui de Wolfsegg prácticamente para siempre. Desde Roma no las asustaba, naturalmente que no, tampoco desde Londres, desde Viena. Desde hacía ya tiempo, como suele decirse, no entraba ya para ellas en consideración. Y ahora, pensé, contemplando sus rostros burlones, la catástrofe se ha abatido sobre ellas, porque ahora es de mí de quien dependen, sin duda alguna. Al morir mis padres y mi hermano, Wolfsegg ha recaído sobre mí. Jurídicamente, como me consta. A Gambetti le había dicho hacía tres semanas, cuando vuelva ahora de la boda de mi hermana Caecilia no iré en mucho tiempo a Wolfsegg. Wolfsegg se ha acabado para mí. No tengo ya ninguna razón para ir a Wolfsegg, no necesito ya Wolfsegg, los de Wolfsegg no me necesitan ya. Qué era un fabricante de tapones de botellas de vino, me había preguntado Gambetti, yo había tratado de explicárselo, le dije que Friburgo era una ciudad espantosa, pequeñoburguesa, católica, insoportable. El fabricante de tapones de botellas de vino de mi hermana Caecilia era igualmente pequeñoburgués, católico e insoportable. Pero posiblemente, le había dicho a Gambetti, le va bien a mi hermana Caecilia. Quizá ese hombre sea incluso su salvación. Nunca había pensado yo que alguna de mis hermanas se casase jamás, nunca habían estado interesadas en algo así, sus padres, sobre todo su madre, no habían escatimado medios para excluir el matrimonio de sus hijas. Mi tía del Titisee, le había dicho a Gambetti, había patrocinado esa boda, ese enlace totalmente ridículo. Hay que imaginárselo, ¡un fabricante de tapones de botellas de vino irrumpiendo de pronto en Wolfsegg! Un pequeñoburgués católico, a quien mi madre tuvo que señalar ante todo que no se presenta uno a la mesa con tirantes. Un alemán del rincón más alemán, le había dicho a Gambetti. De la Selva Negra, en los quintos infiernos, donde triunfa la tontería alemana. Del fabricante de tapones de botellas de vino no tenía ahora miedo, en el fondo tampoco de mis propias hermanas, no las temía, sin embargo, me resultaba evidente que, en aquella horrible situación, me importunarían hasta el hastío y hasta la desesperación. Amalia se casará posiblemente un día, había pensado muchas veces, pero Caecilia jamás, así me había expresado un día ante Gambetti. Ahora ellas están ahí y dependen totalmente de mí. Sus expectativas, y al mismo tiempo su desconfianza, estarán ahora tensas al máximo. Tal vez se haya abierto ya la cripta, me dije. De las ventanas de Wolfsegg cuelgan banderas negras. La última vez ondearon por la muerte del tío Georg. Y sólo media hora después de haber recibido la noticia de su muerte, ellas andaban ya por allí de luto. Ahora echaba mucho de menos al tío Georg. Él me lo hubiera facilitado todo. La comicidad de los rostros congelados en la foto de mis hermanas, pensé, es doble. Ese gesto burlón de sus rostros es consecuencia del dominio sobre ellas, durante decenios, de su madre, me dije. Su única arma son sus rostros burlones. Amalia se ha retirado a la Casa de los Jardineros y aborrece ahora a Caecilia, que probablemente se ha casado con el fabricante de tapones de botellas de vino para fastidiar a su madre, que siempre le había prohibido aproximarse siquiera a los hombres, y aborrece a la, por decirlo así, fugitiva. Amalia se unió enseguida a su madre, para hacer totalmente causa común con ella, sobre todo para destruir el matrimonio de Caecilia. Estará sentada, porque la conozco, en un taburete en la Casa de los Jardineros, cavilando en cómo romper, por todos los medios, el matrimonio inesperado y absolutamente indeseado de su hermana. Madre e hija se habían conchabado contra el matrimonio de Caecilia con el fabricante de tapones para botellas de vino. Eso no puede resultar bien, le había dicho a Gambetti antes de mi partida hacia Wolfsegg, mi hermana Caecilia y un fabricante de tapones para botellas de vino de la Selva Negra, eso se acabará tarde o temprano, porque todos están en contra y Caecilia no está a la altura del fabricante de tapones para botellas de vino, aunque él sea un zoquete. El triunfo de mi hermana, su artimaña, le había dicho a Gambetti, terminará un día en catástrofe. Ella no aguantará en la Selva Negra, lo sospecha ya ahora, por ese motivo no quiso seguir a su marido a Friburgo inmediatamente después de la boda, creyó que podría permanecer en Wolfsegg sin él, lo que sin embargo es absurdo, tendrá que irse con él, lo quiera o no, él la obligará a ello, no se puede contraer un matrimonio sólo por las apariencias y porque se quiere herir a una madre, sin consumarlo luego. Ese hombre, le había dicho a Gambetti, debe de sentirse en Wolfsegg totalmente desplazado, totalmente infeliz y, si ha especulado con el dinero y los bienes, en mi opinión ha sido una especulación equivocada. No puede esperar nada, en ningún caso, de eso se ocupa ya mi madre. La sagacidad de ella en materia de intereses jurídicos es conocida y temida. Si no es un especulador, qué ha podido inducirlo a casarse con Caecilia, me pregunto, le había dicho a Gambetti. Mi hermana Caecilia es cualquier cosa menos atractiva, menos matrimoniable. Lo mismo que Amalia. Pero la verdad es que eso nos lo preguntamos muy a menudo, qué es lo que ha atraído a dos personas que se casan, las ha inducido al matrimonio, ante esa pregunta casi siempre nos llevamos las manos a la cabeza, ¿cómo es posible, precisamente esas dos personas?, y no llegamos a ninguna conclusión. Conocemos a alguien como una persona de la que estamos convencidos de que en ningún caso se casará con esta o aquella persona que conocemos igualmente, nos parece completamente imposible, y precisamente con ésta se casa aquélla, y no está dicho que ese matrimonio sea infeliz, al contrario, pero con más frecuencia es, sin embargo, un matrimonio infeliz, que habíamos previsto y contra el que habíamos advertido sin ser escuchados. Quizá el fabricante de tapones para botellas de vino ha actuado, según cree, en el momento oportuno, le había dicho a Gambetti, mientras que, como supongo yo, ha cometido el mayor de los errores. La verdad es que mi hermana Caecilia es también astuta, le había dicho a Gambetti. Es una pilla redomada, como, por cierto, también Amalia. Su tontería no excluye la astucia. Y, como es sabido, los más tontos son los más peligrosos, cuando, le había dicho a Gambetti sin rodeos, la tontería se une a la bajeza. Sobre los míos, pensé ahora, sólo le había dicho a Gambetti siempre lo negativo, lo repugnante, lo repulsivo, porque con él he encontrado siempre totalmente natural confiarle mis sentimientos tal como se me presentaban, y mis sentimientos hacia los míos habían sido en los últimos años siempre sólo de lo más negativo, lo más repulsivo, lo más repugnante. No tenía ocasión de expresarle más que esos sentimientos negativos por mi parte. Lo repulsivo. Lo repelente. En el mejor de los casos, lo absurdo. Y nunca me avergonzaba de hacerlo. Nunca debes revelarte a Gambetti como hipócrita, había pensado siempre, dejarte descubrir por él en ninguna mentira, en ninguna insinceridad, porque eres su maestro y de un maestro hay que esperar verdad y sinceridad como algo natural. Con Gambetti tienes una relación de absoluta confianza. Con Gambetti nunca debes parapetarte tras una insinceridad ni mucho menos una mentira, aun a riesgo de ser clasificado precisamente por él como brutal, llegado el caso como innoble. Y de que muy a menudo yo mismo soy brutal e innoble no hay duda, a ese peligro y a ese mal no escapa el hombre que piensa, tiene que contar con ello, tiene que resignarse a ello, tiene que existir con ello. Tiene que dejar que se lo digan y no debe contradecirlo. Wolfsegg se me ha vuelto absolutamente imposible, le había dicho a Gambetti. Es una atmósfera para asfixiarse. ¡Para volverse loco homicida!, había exclamado ante él. Por otra parte, Gambetti, le había dicho, si pudiera ver usted aquellas espléndidas habitaciones, aquellas bóvedas, aquellos pasillos, ese único y así llamado claustro, en el que en invierno, cuando todavía era un niño, tenía corzos, mi hermano Johannes y yo teníamos todos los inviernos dos corzos en el claustro, cada uno. ¡Los alimentábamos, hablábamos con ellos, los mimábamos! La palabra mimar, como es natural, no la comprendió Gambetti, y yo traté de explicársela, lo que sólo conseguí con esfuerzo. En la primavera volvíamos a dejar libres a los corzos. Se trataba de corzos ligeramente heridos, le había dicho a Gambetti, esos que nos llevábamos al claustro. Invernaban en nuestro claustro y sobrevivían. Les dábamos nombres fantasiosos, mi hermano y yo, por ejemplo los llamábamos Sarabande o Locarnell. En la primavera, cuando los dejábamos libres, se habían acostumbrado a nosotros como es natural y sólo de mala gana se dejaban enviar del claustro a la libertad; mi hermano Johannes y yo recorríamos los bosques para reunir y enterrar a los corzos muertos que no habían sobrevivido al invierno. Los leñadores nos ayudaban a hacerlo. Con los leñadores me entendía siempre muy bien, eran mis mejores amigos, yo los quería como a nadie, sabía los nombres de todos, bromeaban conmigo, pero estaban dispuestos también a hablar de sí mismos, lo que a menudo les rogaba. Siempre me han atraído las gentes sencillas, le había dicho a Gambetti. Con ellas y solamente con ellas me sentía bien. Tenían toda mi simpatía. En la conversación, eran siempre silenciosos, nunca charlatanes. Utilizaban un lenguaje simple, nada afectado. No fingían nada, como los otros, que ininterrumpidamente fingen algo. Indudablemente, le dije a Gambetti a menudo, Wolfsegg fue para mí en otro tiempo un paraíso, en los primeros años de mi vida, todavía por algún tiempo durante mis primeros años en la escuela. Y yo sabía que se trataba de un paraíso. Pronto, sin embargo, ese paraíso se ensombreció, poco a poco se transformó para mí primero en la antesala del infierno y, finalmente, en un infierno. Quería salir de ese infierno, quería dejar ese infierno tan rápidamente como fuera posible. No veía llegar el momento, le había dicho a Gambetti, de ir a un internado, finalmente a Viena. Sin saber qué sería de mí realmente, qué sería capaz de hacer de mí mismo, por dónde tendría que empezar para avanzar de la forma que me conviniera. No tenía ninguna idea. Me gustaban los libros que ya había leído y los que tenía aún por leer, ese número infinito de libros en los que estaba escrito prácticamente todo, según pensaba; me gustaba, puedo decir sin temor, ya desde niño, la vida intelectual más que la otra, pero no tenía ninguna idea de qué tenía que hacer, de lo que me permitiría participar y ser parte de esa vida intelectual que tanto me gustaba y llevar una vida intelectual así. No tenía a nadie que me hiciera indicaciones al respecto, hasta que mi tío Georg, dándose cuenta de mis necesidades, me dio esas primeras indicaciones. En primer lugar tienes que liberarte por completo de los tuyos, me había dicho el tío Georg, hacerte totalmente autónomo, primero interiormente, y luego también exteriormente. Y yo había seguido lo que me había aconsejado, me había liberado primero interiormente y luego también exteriormente, me había hecho independiente primero interiormente, y luego exteriormente también. Y naturalmente tienes que irte de Wolfsegg, me había dicho él. Tienes que reírte de los puntos de vista y opiniones de los tuyos de Wolfsegg, y marcharte de Wolfsegg en contra de su voluntad, no seguir sus consejos, que sólo tienen por objeto encadenarte a Wolfsegg para toda la vida, sacrificarte a Wolfsegg, tienes que hacer precisamente lo contrario de lo que te aconsejen, no debes compartir sus puntos de vista más o menos nunca, porque sus puntos de vista son opuestos a los tuyos y, por consiguiente, a tu desarrollo. Sus consejos no valen nada, sus opiniones no valen nada, me había dicho mi tío Georg. Es verdad que dicen siempre que quieren lo mejor para ti, como sabes, pero están contra ti, no reparan en nada para encadenarte a ellos y, si no te dejas encadenar a ellos, lo intentarán todo para aniquilarte. Te hará falta el máximo, no sólo el mayor esfuerzo para sustraerte a ellos, para contraponer a su inflexibilidad tu inflexibilidad. Estás en condiciones de hacerte autónomo, independiente con respecto a ellos, me había dicho mi tío Georg, pero tengo que hacerte observar que el precio por ello es el precio máximo. Ese precio máximo tienes que pagarlo. Realmente pagué un precio máximo por mi independencia de Wolfsegg, me digo. Mi tío Georg tenía razón. Opuse mi inflexibilidad a la de ellos, y la mía fue más fuerte, porque estaba más libre de compromisos. Cuánto me costó escaparme a Viena, esa ciudad inútil, como ellos la llamaban. Cuánto me costó ir a Inglaterra, finalmente a París. Cuánto me costó conseguir la libertad interior, para alcanzar la exterior. Debo mi independencia a mi tío Georg, le había dicho en el Pincio a Gambetti, mientras le ponía en las manos El proceso de Kafka que, cuando lo leí por segunda vez en mi vida, me entusiasmó todavía más que la primera. Hay escritores, le había dicho a Gambetti, que entusiasman al lector, cuando los lee por segunda vez, en mucha mayor medida que la primera, y con Kafka me pasa siempre así. Recordaba a Kafka como un gran escritor, le había dicho a Gambetti, pero al volver a leerlo tuve absolutamente la impresión de acabar de leer a otro mucho mayor. No hay muchos escritores que a la segunda lectura se vuelvan más importantes, más grandiosos, a la mayoría los leemos por segunda vez y nos avergonzamos de haberlos leído siquiera la primera, con cientos de escritores nos ocurre así, pero no con Kafka y no con los grandes rusos, Dostoyevski, Tolstoi, Turgueniev, Lermontov, no con Proust, con Flaubert, con Sartre, a los que cuento entre los más grandes. No considero el peor método leer por segunda vez a los escritores que hemos leído una vez y nos han impresionado, porque entonces son, o mucho mayores, o mucho más importantes, o no vale la pena hablar ya de ellos. De esa forma, además, no llevamos durante toda la vida un enorme lastre de literatura en la cabeza, que en definitiva hace enfermar, enfermar mortalmente, a esa cabeza nuestra, le había dicho a Gambetti en el Pincio. Mi tío Georg me enseñó casi todo lo que luego fue importante para mí en la vida. Fue mi maestro, nadie más. Fue mi educador, nadie más. Mis padres, con su estúpido carácter, me habían deformado hasta los nueve o los diez años en lugar de formarme, y mi tío Georg tuvo que intervenir para anular poco a poco la destrucción casi total que mis padres habían causado en mí, se esforzó al máximo, le había dicho a Gambetti, para volver a hacer de mi cabeza totalmente caótica otra aceptable, otra receptiva. Mis padres, creyendo educarme, me habían en verdad destruido, lo mismo que destruyeron a mi hermano Johannes y a mis hermanas. Cuando decían educación hubieran debido decir mejor destrucción, con su educación que, como queda dicho, no era otra cosa que destrucción, mutilaron todo lo que había en mi cabeza hasta dejarlo irreconocible, como suele decirse siempre en otro contexto. Con la mayor brutalidad hacia mí, revolvieron mi joven cabeza durante años a su estilo católico y nacionalsocialista, trastornándolo todo, de forma que mi tío Georg necesitó igualmente años para poner otra vez orden en esa cabeza mía. En fin de cuentas, mis padres, en lugar de educarnos a mí y a mis hermanos, nos desfiguraron francamente, causando sólo desastres en nuestras cabezas. Nuestros padres, como es natural ante todo católicos, le había dicho a Gambetti, echaron a perder nuestras cabezas con esos desastrosos métodos católicos. La Iglesia católica causa en las jóvenes cabezas tantos desastres, cuando los padres son católicos y siguen más o menos automáticamente la religión católica, que resulta inimaginable. Que hemos sido educados católicamente quiere decir que hemos sido radicalmente destruidos, Gambetti. El Catolicismo es el gran destructor de almas infantiles, el gran inspirador de miedos, el gran aniquilador del carácter del niño. Ésa es la verdad. Millones y, en definitiva, miles de millones deben a la Iglesia católica el haber sido radicalmente destruidos y echados a perder para el mundo, el que su naturaleza se haya convertido en antinaturaleza. La Iglesia católica tiene sobre su conciencia al hombre destruido, al caotizado, al en definitiva completamente infeliz, ésa es la verdad y no lo contrario. Porque la Iglesia católica sólo tolera al hombre católico y a nadie más, ésa es su intención y su objetivo constante. La Iglesia católica hace, de los hombres católicos, criaturas embrutecidas que han olvidado el pensamiento independiente y lo han traicionado por la religión católica. Ésa es la verdad, le había dicho en el Pincio a Gambetti. Y aunque tenemos también en cuenta que las costumbres católicas nos encantaban siempre de niños, no fueron para nosotros en el campo, desde el principio, más que un cuento de hadas, Gambetti, indudablemente el más bello, y para los adultos su único espectáculo, el mayor, para toda la vida, esos cuentos de hadas y ese espectáculo echaron a perder sin embargo todo lo natural en el hombre, destruyéndolo con el tiempo. La Iglesia católica, con ese cuento de hadas suyo para niños y con ese espectáculo para adultos, no ha pretendido otra cosa que la seducción total de sus presas, hacerlas dóciles mediante ese cuento de hadas y ese espectáculo, extinguirlas como seres humanos para hacer de ellas católicos sin voluntad ni pensamiento, creyentes, como ella dice con infamia, le había dicho a Gambetti. La fe católica es, como toda fe, una falsificación de la Naturaleza, una enfermedad que millones contraen voluntariamente porque para ellos es la única salvación, para el hombre débil, el totalmente carente de independencia, el que no tiene una cabeza propia y tiene que dejar que otra cabeza, por decirlo así superior, piense por él; los católicos dejan que la Iglesia católica piense por ellos y, con eso, actúe también por ellos, porque les resulta más cómodo, porque, según creen, no pueden hacer otra cosa. Y la cabeza católica de la Iglesia católica piensa horriblemente, le había dicho a Gambetti. Sólo piensa para sí y contra la naturaleza humana, sólo piensa para sus fines, para ninguno más, piensa para su gloria, Gambetti, para ninguna más. Ningún otro Estado de Europa, le había dicho a Gambetti, se llama Estado católico y deja que la cabeza católica piense por él, y ya vemos adónde ha llevado eso. Sólo tenemos católicos en Austria, no hombres de espíritu libre e independiente, católicos, cuando se necesitarían espíritus libres. En Austria piensa la cabeza católica y ninguna más. En eso tampoco han cambiado nada los más diversos trastornos políticos de los últimos decenios, hasta los socialistas dejan pensar en Austria a la cabeza católica, porque en el fondo no tienen una socialista. Por todas partes en Austria encontramos el espíritu católico, que sin duda nos ha regalado cientos y miles de obras de arte católicas, pero aniquila el espíritu propio, el autónomo, independiente, que es sólo el natural. ¿De qué nos sirven esas obras de arte como iglesias y palacios católicos, si no tenemos una sola cabeza propia desde hace siglos?, le había dicho a Gambetti. Pero nuestro pueblo ha padecido ya siempre por su absoluta debilidad de espíritu, le había dicho a Gambetti, que ha sido explotada por la Iglesia católica como en ningún otro país de Europa, ni siquiera en Alemania, en donde se ha conservado hasta hoy cierto espíritu libre y propio, aquí la Iglesia católica y el Catolicismo, desde el principio, han podido fácilmente ejercer la presión necesaria sobre el hombre austríaco y, en definitiva, poner por completo a su servicio al pueblo y al Estado, subordinarlos totalmente. Sólo en los últimos decenios observamos signos de una liberación del dominio católico, de la infame opresión católica, del abrazo brutal de siglos del Catolicismo, sólo en los últimos decenios observamos aquí y allá, aunque sólo vacilantemente, una forma de pensar, de filosofar, que se desarrolla con independencia del Catolicismo, le había dicho a Gambetti, se atreven algunas de nuestras cabezas austríacas a pensar de nuevo autónomamente y con su propia cabeza austríaca, no sólo con la católica. El Catolicismo tiene la culpa de que en Austria, durante tantos siglos, no haya habido filósofos y, por consiguiente, absolutamente ningún pensamiento filosófico y, por ello, tampoco ninguna filosofía. La Iglesia católica, se puede decir sin miedo, ha oprimido brutalmente y por completo al pensamiento en este milenio. Y ese pueblo ha vivido cómodamente bajo la cabeza católica que, representando a ese pueblo, ha pensado siempre todo en su propio sentido, le había dicho a Gambetti. El Catolicismo y los Habsburgo han tenido en este milenio un efecto aniquilador en la cabeza de nuestro pueblo, mortal, como sabemos y como nos prueba todo lo que contemplamos en Austria. En este milenio, puede decirse, el Catolicismo ha interrumpido el pensamiento en nuestro pueblo, haciendo florecer la música, como la menos peligrosa de las artes. Al fin y al cabo, sólo somos el país de la música porque aquí el espíritu ha sido oprimido totalmente durante siglos, le había dicho a Gambetti. Nos hemos convertido en un pueblo totalmente musical, porque nos hemos convertido en un pueblo totalmente sin espíritu en esos siglos católicos, le había dicho a Gambetti, en la medida en que, por el Catolicismo, ha sido expulsado el espíritu, hemos dejado surgir la música, al fin y al cabo debemos a esa situación a Mozart, Haydn, Schubert, dije. Pero para mí no vale absolutamente nada, le había dicho a Gambetti, que tengamos a Mozart pero ninguna cabeza propia ya, a Haydn, pero se nos haya olvidado pensar y hayamos renunciado casi totalmente a ello, a Schubert, pero en resumidas cuentas nos hayamos vuelto estúpidos. Eso no le ha ocurrido a ningún otro país, le había dicho a Gambetti, que se haya dejado arrebatar sin escrúpulos el pensamiento por la Iglesia católica, que, por decirlo así, se haya dejado decapitar por el Catolicismo. No tenemos ningún Montaigne, ningún Descartes, ningún Voltaire, le había dicho a Gambetti, sólo esos monjes poetizantes y esos aristócratas poetizantes con su imbecilidad católica. En los últimos tiempos se ha producido un cambio, dije, pero no harán falta sólo decenios, sino siglos, para que pueda repararse lo que el Catolicismo ha causado, devastado y acarreado en nuestro espíritu. Si es que se repara alguna vez, le había dicho a Gambetti. Más que ningún otro pueblo, el nuestro se ha dejado explotar por la Iglesia católica. ¡Durante casi un milenio! Sólo con dificultad podrá librarse del abrazo católico, de sus garras. Las revoluciones superficiales, más o menos diletantes, le había dicho a Gambetti, no sirven aquí de nada, como vemos en otros países de Europa, sólo una revolución realmente fundamental, elemental, le había dicho a Gambetti, puede ser la salvación, una revolución que comience por derribar y destruirlo todo, realmente todo. Pero, para una revolución fundamental y elemental así, somos hoy todavía demasiado débiles, todavía no estamos maduros para ella, no nos atrevemos a pensar siquiera en una revolución fundamental y elemental así. Somos ahora una humanidad austríaca debilitada, realmente sin espíritu, le había dicho a Gambetti, para la que lo fundamental y lo elemental no resulta posible. Desde hace mucho más de un siglo entero una humanidad austríaca totalmente debilitada, le había dicho a Gambetti. Mis padres, como es natural, sólo habían considerado para mí una educación católica, no hubieran podido imaginarse siquiera otra, le había dicho a Gambetti. Hasta donde se puede recordar, todas las generaciones fueron educadas católicamente en Wolfsegg. Hasta que mi tío Georg se opuso ante todo al Catolicismo, lo que no significaba otra cosa que oponerse a todo. Mi tío Georg me facilitó el camino, me lo hizo posible. Me llevó primero a la idea y luego al verdadero camino, al camino opuesto, le había dicho a Gambetti. En nuestras bibliotecas, imagínese, le había dicho a Gambetti, habían encerrado por decirlo así los libros profanos, a diferencia de los católicos, los armarios con los libros profanos habían estado cerrados con llave durante decenios, si es que no siglos, le había dicho a Gambetti, sólo los católicos eran libremente accesibles, los profanos estaban apartados, inaccesibles, no debían ser leídos sino permanecer encerrados, como si se hubiera encerrado a la libertad de espíritu en esos armarios de libros, Gambetti, habían encerrado los libros que no eran católicos en esos armarios de libros. Voltaire, Montaigne, le había dicho a Gambetti, encerrados, la tontería de los monjes y condes reunida en cientos y miles de volúmenes en cuero, no. Los Voltaire y Montaigne y Descartes debían estar para siempre sellados en esos armarios, imagínese, le había dicho a Gambetti. Nunca se habían abierto esos armarios, cuando un día, porque mi tío Georg insistió en ello, se abrieron, para los míos fue como si mi tío Georg hubiera abierto un recipiente sellado durante siglos, del que, en el momento de la apertura, saliera un terrible veneno, ante el que emprendieron al instante la huida, porque creían realmente que era mortal. Los míos nunca perdonaron a mi tío Georg que hubiera abierto ese recipiente, le había dicho a Gambetti, que hubiera dejado salir de repente el veneno del espíritu. Realmente opinaron siempre que nuestro tío Georg había envenenado Wolfsegg al abrir el recipiente del espíritu, sellado durante siglos, al abrir sencillamente los armarios de libros bien cerrados durante siglos. El que en Wolfsegg, de pronto, pudiera olerse no sólo la estupidez católica sino también la libertad de espíritu no se lo perdonaron a mi tío Georg, el que también Descartes y Voltaire estuvieran en el aire de Wolfsegg y no sólo el Catolicismo y el Nacionalsocialismo. Habían creído que, por decirlo así, habían encerrado el espíritu malo en esos armarios de libros cerrados con llave, y ahora mi tío Georg lo había dejado salir. Pero no pasó mucho tiempo para que volvieran a encerrar a ese espíritu malo en los armarios de libros, cuando, concretamente, mi tío Georg dejó Wolfsegg y, volviéndoles la espalda, se estableció en Cannes, imagínese, en la Riviera, en esa costa diabólica que, para los míos, era equiparable al infierno. Ya desde el primer momento, cuando mi tío Georg había dejado Wolfsegg con dos maletas, no tuvieron en la cabeza nada más urgente que hacer que volver a encerrar en sus armarios de libros al espíritu malo que, durante unos años, sin impedimento y, según creían, de la forma más devastadora, había envenenado Wolfsegg, y al hacerlo no dieron una vuelta de llave, sino inmediatamente dos o tres. A mí no me permitieron ya abrir esos armarios de libros, me lo rehusaban con la mayor obstinación y, como hoy sé, con un miedo mortal. Incluso cuando yo tenía ya mucho más de veinte años, no me permitían abrir esos armarios de libros y, con el tiempo, renuncié a preocuparme de abrirlos, porque aborrecía y temía la disputa cotidiana al respecto. Lo primero que había hecho en Viena, le había dicho a Gambetti, había sido organizar una biblioteca que debía contener todo lo que mi tío Georg me había señalado primordialmente para lo que se llama un hombre de espíritu; ya en el plazo más breve, gastando en ello casi todo el dinero de que disponía, había juntado los libros más importantes, reuniendo para mí mismo una biblioteca por decirlo así del espíritu malo, y fue natural que empezara por Montaigne y Descartes, por Voltaire y Kant. En definitiva, había reunido lo más importante para la cabeza, como decía una y otra vez mi tío Georg, y el centro no había sido naturalmente otro que Schopenhauer. Había adquirido lo que llamaba una biblioteca móvil con las obras más importantes del espíritu malo, que podía llevarme en cualquier momento sin dificultad a todas partes, de forma que nunca tuviera que estar sin libros. Primero me había procurado los filósofos, que en Wolfsegg me habían estado prohibidos, o sea, el veneno mortal, y luego, poco a poco, también las obras de nuestros escritores importantes. En esas adquisiciones había seguido el plan exacto que me había trazado mi tío Georg, le había dicho a Gambetti. El primer volumen que me compré fue el Enrique de Ofterdingen de Novalis, le había dicho a Gambetti, el segundo, me acuerdo muy bien, las Historias de almanaque de Johann Peter Hebel. De ahí hasta Kropotkin y Bakunin faltaba todavía mucho, le había dicho a Gambetti, hasta Dostoyevski, Tolstoi, Lermontov, que me gustan más que cualquier otra cosa. Lo primero que haré, me dije ahora, será liberar el espíritu malo encerrado en Wolfsegg, al que los míos condenaron, por decirlo así, a cadena perpetua, y no volveré a cerrar con llave las puertas de los armarios de libros, sino que las dejaré para siempre abiertas de par en par. Tiraré al pozo las llaves de esos armarios de libros, para que no puedan volver a ser cerrados por mano de nadie. En general, ante todo recorreré Wolfsegg con el único fin de abrir una tras otra todas las ventanas y dejar entrar aire puro, imagínese, le había dicho un día a Gambetti, muchas ventanas de Wolfsegg no se han abierto en decenios, es espantoso. Luego volveré a Roma y podré decirle a Gambetti: Gambetti, he abierto de par en par todas las ventanas de Wolfsegg dejando entrar aire puro. Abriré todas las ventanas y puertas, me dije. Al contemplar la foto que muestra a mis padres en la Estación Victoria de Londres me dije ahora que ellos quisieron agarrotarme para toda la vida, a su estilo católico, que sólo puedo calificar de estilo estúpido. Lo mismo que al espíritu malo en los armarios de libros, quisieron encerrarme en Wolfsegg a mí, que a sus ojos era un espíritu igualmente malo. Encerrar al que contradice, al que rehúsa. Al tránsfugo. No puedo recordar que mis padres me dejaran una sola vez solo y en paz en alguna afición, que me elogiaran una sola vez en una afición así. No hubiera podido dejar de escuchar su elogio, jamás me lo hicieron. Ya de muy niño me consideraban sólo con la mayor desconfianza, pienso, ya incluso en mis primerísimos años, en los que, cuando me miraban, tenían que mirar casi al suelo, cuando estaba en la cuna, cuando aprendí a andar, ya entonces les resultaba todo en mí sospechoso y, en el verdadero sentido de la palabra, inquietante, el hecho de que posiblemente hubieran hecho conmigo un ser que un día podría emanciparse de ellos y acusarlos e incluso quizá destruirlos y aniquilarlos. Ya en esos primeros años me contemplaban con la desconfianza con que, durante toda mi vida, me persiguieron, de la que al principio no supe por qué tenía que dirigirse precisamente contra mí, por qué razón, para qué fin, por qué bajeza o maldad mía. Hacia mi hermano Johannes estuvieron desde el principio bien dispuestos, hacia mí nunca bien, sólo mal, esa verdad debe decirse de una vez, me dije contemplando la foto. Mi padre me hizo, mi madre me dio a luz, pero desde el principio mismo no quisieron tenerme, ella habría preferido al nacer yo volver a meterme enseguida en su vientre, por todos los medios, si eso hubiera sido posible, me dije. Al principio nos imaginamos siempre que, como es natural, somos queridos por nuestros padres, pero de pronto nos damos cuenta de que, de forma igualmente natural, sólo somos odiados, por la razón que sea, cuando les parecemos, como yo les parecía a mis padres, un hijo que no correspondía a lo que se imaginaron, que había salido mal, como suele decirse. No habían contado con mis ojos que, ya enseguida, cuando los abrí por primera vez, habían visto probablemente lo que nunca les podía parecer bien a ellos que vieran. Yo los había mirado al principio con incredulidad, como suele decirse, luego fijamente, y finalmente, un día, los había calado, eso no me lo perdonaron, eso no podían perdonármelo. Los había calado, como suele decirse, y sometido a un juicio insobornable, que no podía gustarles. Dicho sea con toda crudeza, al engendrarme a mí habían engendrado a su descuartizador y disgregador. Yo estuve, tengo que decirlo, desde el primerísimo momento en contra de ellos, con toda decisión. Una vez, en un día de otoño hermoso y suave, había intentado hacer a Gambetti una descripción de Wolfsegg, habíamos vuelto de Rocca di Papa, por decirlo así a la Piazza del Popolo, y nos habíamos sentado delante del café en la terraza, eran ya mucho más de las nueve de la noche, el sol tenía fuerza aún para calentar la Piazza de la forma más agradable; voy a intentar hacerle una descripción exacta de Wolfsegg, le había dicho a Gambetti, a quien había dicho en Rocca di Papa algunas cosas, según me parece hoy, totalmente desafortunadas sobre el Zaratustra de Nietzsche, siempre había tenido yo las mayores dificultades con Nietzsche, y tampoco ese día había conseguido expresar nada oportuno sobre Nietzsche, mire, Gambetti, le había dicho, me he ocupado durante decenios de Nietzsche, pero no he avanzado, Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de él casi nada. Si soy sincero, me pasa lo mismo con todos los demás filósofos, le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal, por no citar más que a esos dos además de Nietzsche, todos siempre difíciles para mí durante toda mi vida, que nunca he conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí, cuando me he sentido siempre atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado. Cuanto más me intereso por los escritos de esa gente, le había dicho a Gambetti, tanto más desvalido me siento yo, sólo con megalomanía puedo decir que los he comprendido, lo mismo que sólo con megalomanía podría decir de mí mismo que me he comprendido, cuando realmente nunca me he comprendido a mí mismo hasta el día de hoy, cuanto más me ocupo de mí mismo, tanto más me alejo de mi auténtica realidad, tanto más se oscurece todo lo que a mí se refiere, le había dicho a Gambetti, lo mismo que con esos filósofos, creo haberlos comprendido, le había dicho a Gambetti, pero no he comprendido nada, probablemente ocurre así con todo aquello de lo que me he ocupado hasta ahora. Pero de vez en cuando me tomo la libertad, le había dicho a Gambetti, de afirmar que he comprendido, en mi megalomanía, algo de esos filósofos y de sus creaciones. Todos esos nombres y sus obras no pueden comprenderse en absoluto, le había dicho a Gambetti, ni Pascal, ni Descartes, ni Kant, ni Schopenhauer, ni Schleiermacher, por no enumerar más que los que me ocupan en este momento. Con los que en este momento me he aventurado. Con la mayor brutalidad hacia ellos, lo mismo que contra mí mismo, le había dicho a Gambetti. Con la mayor osadía y al mismo tiempo desvergüenza. Porque cuando nos ocupamos de alguno de esos filósofos, Gambetti, le había dicho, somos desvergonzados, cuando nos atrevemos a agarrarlos y, por decirlo así, arrancarles en vivo sus entrañas filosóficas. Somos siempre desvergonzados cuando abordamos una obra filosófica, pero sin esa desvergüenza no nos acercamos, no avanzamos filosóficamente. Realmente tenemos que acercarnos con la mayor brusquedad y rudeza a esos escritos filosóficos y a sus autores, que tenemos que imaginarnos siempre como nuestros enemigos, como nuestros más terribles adversarios, Gambetti. Tengo que tomar partido contra Schopenhauer, si quiero comprender, contra Kant, contra Montaigne, contra Descartes, contra Schleiermacher, comprende. Tengo que estar contra Voltaire, si quiero enfrentarme con él de la forma más sincera con alguna perspectiva de éxito. Pero mis anteriores enfrentamientos con los filósofos y sus productos han tenido hasta ahora bastante poco éxito. Pronto habrá pasado mi vida, se extinguirá mi existencia, le había dicho a Gambetti, y no habré llegado a nada, todo habrá seguido para mí cerrado bastante firmemente. Igual que mi enfrentamiento conmigo mismo ha tenido hasta hoy bastante poco éxito. Soy mi enemigo y actúo filosóficamente contra mí, le había dicho a Gambetti, me ataco con todas las dudas imaginables y fracaso. No consigo lo más mínimo. Tengo que considerar al espíritu como enemigo y actuar contra él de una forma filosófica, le había dicho a Gambetti, para poder disfrutar realmente de él. Pero para eso mi tiempo es probablemente demasiado corto, lo mismo que el tiempo de todos ha sido demasiado poco tiempo, la mayor desgracia del hombre es que su tiempo sea siempre y en cualquier caso demasiado corto, eso ha hecho siempre imposible el conocimiento. Por eso nunca ha habido más que una aproximación, un casi, todo lo demás es absurdo. Si pensamos y no dejamos de pensar, lo que llamamos filosofar, llegaremos finalmente a la conclusión de que hemos pensado equivocadamente. Todos han pensado hasta ahora equivocadamente, cualquiera que sea el nombre que hayan llevado, cualesquiera los escritos que hayan escrito, pero no han renunciado por sí mismos, le había dicho a Gambetti, no por su voluntad, sólo por voluntad de la Naturaleza, por enfermedad, locura, muerte en definitiva. No quisieron detenerse, les resultaba aún tan frustrante, espantoso, tan horriblemente contra todas las reglas y contra todas las advertencias. Pero todos ellos se dedicaron siempre sólo a conclusiones equivocadas, le había dicho a Gambetti, en definitiva por nada, sea lo que sea esa nada, le había dicho a Gambetti, de la que sabemos que, desde luego, no es nada, pero sin embargo al mismo tiempo puede ser inexistente, en la que todo fracasa, en la que todo cesa, termina definitivamente en definitiva. También esa noche, en lugar de hacer enseguida la anunciada descripción de Wolfsegg que había prometido a Gambetti ya en la Flaminia para la Piazza del Popolo, había llegado a una de las digresiones que yo mismo más temo y que me he acostumbrado a llamar filosofantes, porque en los últimos años se acumulan, porque son tan fluidas como la filosofía misma, como todo lo filosófico, sin tener realmente que ver con la filosofía más que su causa. En lugar de hacer enseguida la anunciada descripción de Wolfsegg, había dicho a Gambetti algo sobre Nietzsche que hubiera hecho mejor en no decir, algo sobre Kant que era incluso totalmente absurdo, algo sobre Schopenhauer que al principio consideré especialmente pertinente, pero que luego, sólo unos momentos después, tuve que reconocer como bastante demencial, algo sobre Montaigne que yo mismo no comprendí en el momento en que se lo dije a Gambetti; porque, apenas había expresado ante Gambetti esa observación relativa a Montaigne, él me había rogado que le explicara la observación que acababa de formular, de lo que no fui capaz porque, en aquel mismo segundo, ya no sabía qué había dicho siquiera sobre Montaigne. Decimos algo y lo vemos muy claro, y al instante siguiente no sabemos ya lo que acabamos de decir, le había dicho a Gambetti, acabo de decir algo sobre Montaigne, pero ahora, dos o tres segundos más tarde, no sé ya lo que acabo de decir real y verdaderamente sobre Montaigne. Tendríamos que tener la facultad de decir, formular algo, y al mismo tiempo registrar en nuestra cabeza lo que acabamos de formular, lo que sin embargo no es posible, le había dicho a Gambetti. Ya no sé siquiera por qué he dicho en este instante algo sobre Montaigne, le había dicho a Gambetti, y como es natural mucho menos qué he dicho sobre Montaigne. Creemos que hemos llegado ya a ser una máquina pensante, pero no podemos confiar en el pensamiento de esa máquina pensante nuestra. En el fondo, trabaja ininterrumpidamente contra nuestra cabeza, le había dicho a Gambetti, produce continuamente pensamientos que no sabemos de dónde han venido ni para qué se piensan ni en qué relación están, le había dicho a Gambetti. Estamos realmente abrumados por esa máquina pensante que trabaja ininterrumpidamente, nuestra cabeza está abrumada por ella, pero no puede salirse, durante toda su vida está inevitablemente conectada a esa máquina pensante nuestra. Hasta que nos morimos. Montaigne dice usted, Gambetti, y en ese instante ya no sé qué es eso, le había dicho a Gambetti. ¿Descartes? No lo sé. ¿Schopenhauer?, no lo sé. Lo mismo podría decir usted diente de león, y no sabría qué es, le había dicho a Gambetti. Había creído que, si iba a Sils Maria, le había dicho a Gambetti, comprendería mejor a Nietzsche, que si alquilaba una habitación en las proximidades del paso de Maloja, subiendo desde Sondrio, es decir, desde abajo, comprendería a Nietzsche mejor o lo comprendería simplemente. Pero me equivoqué, después de haber estado en Sils Maria, subiendo desde Sondrio, o sea, desde abajo, comprendo a Nietzsche todavía menos que antes, afirmo que ahora no comprendo absolutamente nada, nada ya de Nietzsche. Al haber ido a Sils Maria, me he echado a perder completamente a Nietzsche. Así me eché a perder también un día a Goethe, le había dicho a Gambetti, sólo por la desafortunada tontería de visitar Weimar, y a Kant, al haber estado en Königsberg. En otro tiempo fui empujado por todos esos filósofos y poetas y escritores, lo que sean, a través de Europa, para visitar sus lugares, y desde entonces los comprendo mucho menos que antes. Guárdese, Gambetti, de visitar los lugares de los escritores y poetas y filósofos, después no los comprenderá en absoluto, se los habrá hecho realmente imposibles en su cabeza por el hecho de haber visitado sus lugares, los lugares de su nacimiento, los lugares de su existencia, los lugares de su muerte. Evite más que nada los lugares de nacimiento y de existencia y de muerte de nuestros grandes espíritus, le había dicho a Gambetti, prohíbase visitar los lugares de Dante, Virgilio y Petrarca, porque se aniquilará lo que hay en su cabeza de esos grandes espíritus. Nietzsche, le había dicho a Gambetti, me golpeo la cabeza y está vacía, totalmente vacía. Schopenhauer, me digo, y me golpeo la cabeza y está vacía. Me golpeo la cabeza y digo Kant, y tengo una cabeza totalmente vacía. Eso deprime horriblemente, le había dicho a Gambetti. Piensa uno en un concepto totalmente ordinario, y la cabeza está vacía. Nada. No hay nada en la cabeza cuando se quiere concebir un concepto así totalmente ordinario. Durante días enteros anda uno con una cabeza vacía así y golpea en ella y comprueba siempre sólo que está completamente vacía. Eso vuelve loco, demente, infeliz, loco y demente de la forma más infeliz y hastiado de la existencia de la forma más horrible, mi querido Gambetti. Yo soy desde luego su maestro, pero la mayor parte del tiempo tengo una cabeza totalmente vacía en la que realmente no hay nada. Probablemente porque he abusado excesivamente de mi cabeza, le había dicho a Gambetti. Porque, con el tiempo, he esperado demasiado de ella. Porque, sencillamente, la he sobrestimado. Sobrestimamos nuestras cabezas y esperamos demasiado de ellas y nos asombramos cuando de pronto están totalmente vacías al golpear en ellas, le había dicho a Gambetti. Ni siquiera hay entonces en nuestras cabezas lo más necesario, le había dicho a Gambetti. Probablemente porque hemos agotado a los filósofos que significan para nosotros algo y que, llegado el caso, significan mucho o prácticamente todo, le había dicho a Gambetti, se retiran de cuando en cuando de nuestras cabezas con todo lo que son, dejándonos solos. Se largan sencillamente y las dejan totalmente vacías, de forma que, en lugar de tener pensamientos en nuestras cabezas y hacer algo con esos pensamientos, razonable o no, filosófico o no, le había dicho a Gambetti, sentimos sólo un dolor insoportable, un dolor tan insoportable que sólo tendríamos que gritar continuamente. Pero naturalmente nos guardamos de revelar, con esos horribles gritos, que tenemos una cabeza totalmente vacía, porque, en un mundo que sólo espera que gritemos y revelemos que tenemos la cabeza completamente vacía, eso significaría inevitablemente nuestro fin. Con el tiempo nos hemos acostumbrado a mantener todo secreto en nuestro interior, en cualquier caso lo que pensamos, lo que nos atrevemos a pensar, para que no nos maten, porque sabemos que matan a quien no sabe mantener secreto su pensamiento, su auténtico pensamiento, del que nadie, salvo él mismo, puede tener idea, le había dicho a Gambetti. El pensamiento mantenido en secreto, le había dicho a Gambetti, es el decisivo, no el expresado, no el publicado, que tiene muy poco en común, la mayoría de las veces absolutamente nada, y es siempre un pensamiento mucho más bajo que el mantenido en secreto, que lo es todo, mientras que el publicado, como sabemos, sólo es de lo más indigente. Pero si tuviéramos la posibilidad de publicar el pensamiento secreto, de expresarlo aunque sólo fuera un instante, le había dicho a Gambetti, estaríamos acabados. Entonces cesaría todo de pronto. Con la mayor, con la mayor explosión de todas, todo se haría pedazos. Nos acercamos a lo filosófico con cautela, le había dicho a Gambetti, con la mayor precaución posible, y fracasamos. Luego con decisión, le había dicho a Gambetti, y fracasamos. Incluso si nos aproximamos sin ningún miedo y desnudándonos de la forma más radical, fracasamos. Como si no tuviéramos absolutamente ningún derecho a lo filosófico, le había dicho a Gambetti. Lo filosófico es siempre como el aire, que inspiramos pero, sin embargo, sin poder conservarlo mucho tiempo, tenemos que espirar. Continuamente y durante toda la vida lo inspiramos y espiramos sin poder conservarlo, no ese instante decisivo de más, no ese instante de más que haría falta. Ay, Gambetti, le dije, queremos emprenderlo y comprenderlo todo y atraerlo a nosotros, y no nos resulta posible en lo más mínimo. Nos pasamos la vida entera para comprendernos a nosotros mismos y no lo conseguimos, cómo podemos creer que podremos comprender algo que ni siquiera somos nosotros. En lugar de describirle Wolfsegg a Gambetti, como le había anunciado, durante todo el recorrido por la Flaminia y luego volviendo un trecho por la Flaminia y otra vez en dirección opuesta y otra vez a la inversa, hasta la Piazza del Popolo, lo había irritado con aquellas frases pronunciadas continuamente y, además, en un tono mucho más alto de lo que le convenía, y no le había dejado hablar ni una sola vez, cuando yo sabía muy bien todo el tiempo que él hubiera tenido una u otra vez algo que decir a mis manifestaciones, que él había calificado de pronto, entremedias, de discurso filosofante característico en mí, y que hubiera sido mejor dejarme interrumpir por él y dejarle hacer algún comentario, en lugar de escuchar continuamente de forma desenfrenada mi propio discurso y entusiasmarme con él por lo menos en el momento, cuando al mismo tiempo tenía conciencia, sin embargo, de que aquellas manifestaciones, en pocos minutos, me atacarían a mí terriblemente los nervios y me llevaría las manos a la cabeza por haberlas dejado más o menos libre curso desenfrenado, y por añadidura en presencia de Gambetti, que tenía derecho a esperar de su maestro algo más de disciplina de la que me era posible entonces. En general, debía tener más cuidado de no dejarme arrastrar en presencia de Gambetti, sobre todo, a aquellas escapadas filosofantes, había pensado cuando los dos íbamos por la Piazza del Popolo, en la que, a las nueve de la noche, había tanto tráfico ese día como en otras grandes ciudades todo lo más poco antes del mediodía. Sin embargo, no deberíamos avergonzarnos nunca, le había dicho a Gambetti, si alguna vez nos salimos más o menos de nuestras casillas, porque nuestra cabeza lo quiere, nuestra cabeza siempre realmente excitada cuando la animamos a pensar. Gambetti había tenido que reírse de esa excusa, sin duda inevitable. Como siempre, muy hábil, muy elegante, nos había pedido sólo media botella de vino blanco, y yo había podido comenzar mi descripción de Wolfsegg. Como siempre, mi observación había partido de abajo, desde el pueblo. Yo miraba hacia las alturas. Arriba, le había dicho a Gambetti, está Wolfsegg, a más de ochocientos metros de altura, durante siglos inexpugnable, una fortaleza compuesta por un, así llamado, edificio principal y varias dependencias, a saber la Casa de los Jardineros, la Casa de los Cazadores, la Granja, la llamada Orangerie, la Villa de los Niños, también un edificio señorial, que probablemente fue construido para los niños de Wolfsegg hace trescientos años, le había dicho a Gambetti, situado un poco aparte, en el lado oriental, del que, sin embargo, se tiene la vista más amplia sobre los Alpes. En general, le había dicho a Gambetti, se tiene desde Wolfsegg la más amplia vista sobre los Alpes, se puede ver a la vez toda la zona situada entre las montañas del Tirol y las orientales de la Baja Austria. Eso no se puede hacer desde ningún otro sitio de Austria, le había dicho a Gambetti. Yo tenía siempre en Gambetti un oyente atento que, pacientemente, me dejaba desarrollar lo que trataba de decir, sin interrumpirme jamás, la verdad es que la mayoría de las veces nos interrumpen ya, nos cortan, nos frenan al menos, pero no con Gambetti, a quien han enseñado a escuchar sus padres, su familia prudente en todas y cada una de las cosas. Wolfsegg está unos cien metros más alto que el pueblo, y desde el pueblo sube una sola carretera, que en cualquier momento puede cerrarse mediante un puente levadizo, allí donde un corte en la roca separa el pueblo de Wolfsegg. Wolfsegg mismo no puede verse desde el pueblo, un bosque espeso y alto lo protege desde hace siglos de las miradas de quienes no deben verlo. La carretera es una carretera de grava, le había dicho a Gambetti, que sube abruptamente cuesta arriba hasta un muro de tres metros de alto, tras el cual el edificio principal y las dependencias siguen ocultas. Si el visitante entra por la puerta abierta, ve ante todo a la izquierda la Orangerie con sus altas ventanas de cristal, en esa Orangerie se cultivan todavía hoy naranjos, le había dicho a Gambetti, se desarrollan magníficamente gracias a la buena situación de la Orangerie, que tiene sol todo el día, también los limoneros y, exactamente como en el famoso palmar imperial de Viena, crecen también en ella todas las demás plantas tropicales y subtropicales imaginables, más que ninguna me gustaban ya de niño las camelias, le había dicho a Gambetti, las flores favoritas de mi abuela paterna. De niños, la Orangerie era donde más nos gustaba estar, sobre todo con mi tío Georg estaba la mitad del día en ella, para que me explicara el origen de las plantas, lo que para mí era siempre un gran placer, en la Orangerie escuché las primeras palabras latinas, le había dicho a Gambetti, los nombres latinos de las muchas flores criadas y cultivadas en todas las macetas pequeñas y grandes imaginables, cuidadas por los tres jardineros que siempre teníamos en Wolfsegg. Y que también hoy siguen teniendo, lo que, como puede imaginarse, Gambetti, le había dicho, es un gran lujo en estos tiempos en la Europa central. Mi primer contacto con las llamadas otras personas fue el contacto con los jardineros, los observaba tan pronto y tan frecuentemente y tanto tiempo como podía. Pero ya desde el principio no me di por contento con el esplendor de los colores de las plantas, le había dicho a Gambetti, siempre quería saber también enseguida de dónde venía ese esplendor de los colores, cómo surge y cómo puede denominarse de forma exacta. Los jardineros de Wolfsegg fueron siempre la gente más paciente, irradiaban la mayor calma y vivían en la regularidad y la sencillez, que yo admiraba más que cualquier otra cosa. Los jardineros fueron siempre los que más me atraían, sus movimientos eran los absolutamente necesarios, tranquilizadores, siempre útiles, su lenguaje era el más sencillo, el más claro. En cuanto pude andar solo, mi lugar preferido fue la Orangerie, mientras que mi hermano Johannes se pasaba la mayor parte del tiempo en los establos de la Granja, con los caballos, vacas, cerdos y gallinas, yo fui siempre, por decirlo así, un hombre de plantas, mi hermano Johannes un hombre de animales, toda mi alegría eran las plantas de la Orangerie, la suya los animales de la Granja. Sobre todo en invierno, cuando la Naturaleza de fuera estaba cubierta de nieve y fría y desnuda, le había dicho a Gambetti, era el gran momento de la Orangerie. Desde el principio pude estar con los jardineros y mirarlos, y finalmente trabajar con ellos. Era para mí un gran sentimiento de felicidad, le había dicho a Gambetti, cuando, en la Orangerie, desde un pequeño banco, junto a las azaleas, que son mis flores preferidas, podía observar a los jardineros. Ya la palabra Orangerie me había fascinado siempre, era mi palabra favorita entre todas mis palabras favoritas. La Orangerie había sido construida de tal modo, contra la pared rocosa que caía abruptamente hacia el pueblo, que el suave sol que daba sobre ella fue siempre de lo más favorable para todas las plantas; los antiguos constructores, le había dicho a Gambetti, eran inteligentes, más inteligentes que los de hoy. Y lo asombroso es que no construían en tanto tiempo como hoy, incluso años, un solo edificio, sino que, en poco tiempo, construían un castillo para siglos, le había dicho a Gambetti, con toda clase de comodidades, incluso de refinamientos, terminado en unos meses. En algún horror espantoso, grosero y perversamente inutilizable se dilapidan hoy muchos años, y uno se pregunta cómo es posible, le había dicho a Gambetti. En aquellos tiempos todo el mundo tenía gusto y todo el mundo trabajaba con placer. Eso se ve al fin y al cabo en las viejas construcciones, más completamente logradas que ninguna actual. Cada detalle de las viejas construcciones ha sido realizado con amor, le había dicho a Gambetti, con el mayor cuidado, con sentido artístico y con el mejor gusto, incluso en los, así llamados, detalles accesorios. La Orangerie no sólo ha sido construida en el lugar ideal, sino también con el mejor gusto, le había dicho a Gambetti, es una obra de arte que puede compararse sin más con las más espléndidas creaciones parecidas del norte de Italia y de la Toscana. Todos aquellos constructores eran pequeños Paladios, le había dicho a Gambetti. Nuestra arquitectura actual ha degenerado, no sólo es de mal gusto sino también, en gran parte, inutilizable, en grado alto y altísimo enemiga del hombre, mientras que la antigua era artística y amiga del hombre. En el costado izquierdo de la Orangerie se ha construido un gran arco de conglomerado, tan alto que todos los vehículos pueden pasar, y detrás está el amplio patio de la Granja, que consta fundamentalmente de tres establos para vacas y una cuadra magníficamente dotada. Encima se encuentran los alojamientos de los granjeros, que siempre han tenido un buen sueldo; la Granja tiene forma de herradura. En los alojamientos situados sobre los establos hubieran podido alojarse cómodamente unas cien personas, todos tienen grandes habitaciones que no son más pequeñas que las habitaciones del edificio principal, construido exactamente frente a la Granja, con el mayor sentido artístico, sobre una altura distante unos doscientos metros de ella; desde la Granja se tiene la más hermosa vista sobre él, a través del ya mencionado arco en el muro. Tiene dos pisos y exactamente veinticuatro metros de alto, le había dicho a Gambetti. Me encanta verlo. La fachada es más severa que todas las que he visto en Austria, más distinguida que todas. En el centro hay una puerta de entrada de ocho metros de altura, pintada de un verde tan oscuro que siempre parece pintada de negro, totalmente sin adornos, si prescindo de un llamador de latón atornillado que no se limpia nunca y de la campanilla de hierro que hay a la izquierda a su lado. Las ventanas de la planta baja son exactamente de la altura necesaria para que no pueda mirarse por ellas. Entrar en el vestíbulo es para mí cada vez, viniendo de Roma, le había dicho a Gambetti, algo monstruoso, el frío, y al mismo tiempo la grandiosidad, la altura y la profundidad de la sala hacen que, cada vez, contenga el aliento. El vestíbulo tiene unos treinta y cuatro metros de largo hasta el muro del patio, la luz del día cae sólo desde arriba sobre las tablas de alerce de ciento cincuenta años que cubren el suelo, unas tablas de alerce de casi medio metro de anchura, le había dicho a Gambetti, que se han vuelto ya totalmente grises de tanto ser pisadas por las generaciones que nos precedieron. No conozco ningún vestíbulo más hermoso, le había dicho a Gambetti, es señorial por su tamaño y su severidad absoluta, en las paredes no hay el menor adorno, ningún cuadro, nada. Los muros están blanqueados y hacen un efecto implacable en quien los contempla. Así ha sido durante siglos. En los últimos tiempos, le había dicho a Gambetti, mi madre ponía de vez en cuando en el vestíbulo algunos cestos de flores, que no lo mejoraban pero, sin embargo, no eran capaces de destruirlo, obstruirlo un poco sí, le había dicho a Gambetti, pero no destruirlo, para eso es demasiado grandioso. Cuando alguien entra, le había dicho a Gambetti, el vestíbulo, que yo mismo he encontrado siempre grande y frío y monstruoso, puede parecerle inquietante y muchos han tenido miedo de congelarse en ese vestíbulo inmediatamente después de entrar, la mayoría de las personas se estremecen además cuando entran, le había dicho a Gambetti, porque no están acostumbradas en absoluto a entrar en un vestíbulo tan grande y grandioso y extraordinariamente señorial, todos los otros vestíbulos que yo conozco no son tan grandes, tan grandiosos ni tan extraordinariamente señoriales, y por ello, como es natural, tampoco tan ingratos como el nuestro, que siempre resulta ingrato para todo el mundo, salvo para mí, para quien precisamente la grandiosidad y la frialdad han sido siempre atractivas, hasta hoy; cuando se entra, le había dicho a Gambetti, se cree por un instante morir en nuestro vestíbulo y se busca un apoyo en alguna parte, también los ojos se quedan siempre deslumbrados cuando se pasa de la luz del día de afuera al vestíbulo, más bien en sombra. Por un instante se siente uno completamente indefenso. Inmediatamente a la izquierda, al entrar, está la puerta del office. La puerta siguiente es la de la habitación donde se guardan los utensilios domésticos. Al lado está la puerta que da a la capilla. Realmente, la capilla es tan grande como cualquier iglesia de un pueblo mediano, le había dicho a Gambetti, tiene tres altares, uno gótico en el centro y dos a los lados. Todavía hoy se dice misa en ella todos los domingos a las seis de la mañana, para ello viene el cura personalmente o sube el vicario del pueblo, a pie, lo que supone un gran esfuerzo, al menos para el viejo cura. En la sacristía tenemos todavía hoy grandes armarios llenos de vestiduras eclesiásticas de tres siglos, le había dicho a Gambetti. Al fin y al cabo, en Wolfsegg no hemos padecido la mayoría de las guerras de Europa, y los incendios que se declararon en el siglo pasado fueron extinguidos siempre inmediatamente, en nuestro pueblo hay uno de los cuerpos de bomberos más famosos y eficaces de Austria, le había dicho a Gambetti. No pasa tarde sin que mi madre, entre siete y ocho, se arrodille en la capilla. Desde el principio nos acostumbraron a ir todas las tardes a la capilla. Naturalmente, era un gran momento recibir allí al arzobispo de Salzburgo, revestido de pontifical, con motivo de acontecimientos extraordinarios como bautismos, confirmaciones, bodas, etcétera, le había dicho a Gambetti. El espectáculo eclesiástico fue también para mí, en otro tiempo, el más sublime y el único, como para todos los míos. Eso ha cambiado rápidamente. Pero lo impresionante de esas ceremonias se me ha quedado en el recuerdo, Gambetti, la gran vidriera radiante sobre la ceremonia impresionante y de espléndido colorido. Frente a la capilla se encuentra la cocina, tan grande como un picadero, todavía hoy, incluso en invierno, sin calefacción, con grandes fogones, en parte fuera de servicio ya y utilizados nada más que como trincheros, cientos y, puedo decir sin miedo, miles de platos, tazas y cuencos en los armarios y en las paredes. Allí se afanaban ocho mujeres y muchachas todavía cuando yo tenía treinta años, porque me acuerdo de mi trigésimo cumpleaños y, sobre todo, de la actividad en la cocina. La cocina estuvo siempre en mi afecto casi a la altura de la Orangerie, allí trataba con el elemento femenino, a diferencia de con el masculino de la Orangerie, y no me interesaba menos. Si en la Orangerie me gustaba el perfume de las flores, allí en la cocina eran los olores de los postres más deliciosos los que me atraían a diario. Y la alegría de las cocineras, todas bien dispuestas hacia mí, como sentí desde el principio, garantizaba mi propia alegría. Si estaba en la cocina, nunca me aburría, en suma, le había dicho a Gambetti, la cocina y la Orangerie fueron mis puntos de referencia más importantes en la primera mitad de mi infancia. Entre las flores de la Orangerie por una parte y los postres de la cocina por otra, tuve en resumidas cuentas una infancia feliz. En la cocina nunca me hacían preguntas molestas, en la cocina podía mostrarme tan natural como quería, y lo mismo en la Orangerie, en suma en todas partes donde no estaban mis padres. A cada instante trataba de ir abajo a la cocina o a la Orangerie enfrente, todavía hoy me veo muy a menudo en sueños correr abajo a la cocina o a la Orangerie enfrente, le había dicho a Gambetti, en cualquier estación del año, ese niño corre abajo a la cocina a ver a las personas que, en su opinión, son felices y están bien dispuestas hacia él, y enfrente a la Orangerie, a ver a las personas, igualmente en su opinión, felices. A cada instante deja a las personas severas, a las, en su opinión, malignas, que exigen con impaciencia de él más de lo que le resulta posible. De la impaciencia y severidad de mis padres huyo en mis sueños saliendo del vestíbulo, pasando por delante de la Orangerie, por delante de la Granja, y entrando en los bosques circundantes, le había dicho a Gambetti. Durante horas me quedo echado a la orilla de algún arroyo, observando los peces en el agua y los escarabajos en las serpentarias. Los días son largos, las veladas demasiado cortas. Al entrar en el vestíbulo, le había dicho a Gambetti, después de una veintena de pasos a la derecha hay una ancha escalera de madera que sube al primer piso. Torciendo a la derecha llegamos al llamado vestíbulo superior, en cuyo extremo oriental puede verse el gran comedor, cuya puerta está siempre abierta. El comedor está exactamente encima del vestíbulo de abajo, y tiene un gran balcón. Allí, de niños, no nos dejaban estar, salvo cuando, en ciertas ocasiones solemnes, se nos ordenaba expresamente. Vestidos con severidad, en la mesa teníamos que estar sentados y callarnos. Allí se ven todavía hoy los armarios y aparadores llenos de cubiertos y vajilla preciosos, allí hay por todas partes los más costosos tesoros que los nuestros han acumulado con el transcurso del tiempo. De las paredes cuelgan los retratos de los que construyeron Wolfsegg, y de los que lo conservaron y administraron y están ya desde hace tiempo en el cementerio en nuestra cripta. Si ese comedor pudiera hablar, le había dicho a Gambetti, tendríamos una historia de la Humanidad totalmente sin falsificar, tan fantástica como real, tan radiante como horrible. En ese comedor, sin duda, se ha hecho Historia, le había dicho a Gambetti, y no sólo historia local. Pero los comedores no hablan, le había dicho a Gambetti, y es una suerte, porque, si hablaran, serían destrozados poco tiempo después por los que tienen que sentarse en ellos. Recuerdo que estuve sentado en ese comedor con, en conjunto, ocho arzobispos y cardenales distintos y con, por lo menos, una docena de archiduques, le había dicho a Gambetti, eso, como es natural, me hizo una gran impresión de niño. Y con muchas damas de la alta sociedad, cuyos nombres no recuerdo ya y que habían venido de París o de Londres para visitarnos. Y que durmieron todas aquí en Wolfsegg y para las que se abrieron las habitaciones que, por lo demás, estaban siempre cerradas con llave, esas grandes habitaciones con olor a cerrado, con sus oscuros tapices en las paredes y sus pesadas cortinas, que alguien relativamente débil no puede mover, no puede correrlas por la noche ni abrirlas por la mañana. En esas, así llamadas, habitaciones de invitados, que están todas en el lado norte, siempre tenía miedo, le había dicho a Gambetti. Cualquiera que se alojara en ellas, aunque fuera el tiempo más breve, caía enfermo inevitablemente. Pero en Wolfsegg habían instalado con toda deliberación esas habitaciones de una forma tan poco acogedora, situándolas en el lado norte y manteniéndolas también en ese grado de frialdad perjudicial para la salud que es característico de esas habitaciones, no querían que ningún huésped se quedara más de lo imprescindiblemente necesario y sólo habían invitado siempre a la gente, al fin y al cabo, por alguna razón determinada, cuando querían obtener de ella algo muy determinado, alguna ventaja que de otro modo no hubieran podido conseguir. En el desayuno, los huéspedes que habían pasado la noche en esas habitaciones mostraban ya los primeros síntomas de enfriamiento, la mayoría llevaba ya un pañuelo atado al cuello y lo más notable en ellos era su tos, le había dicho a Gambetti. Pero a pesar de todo, le había dicho a Gambetti, esas personas volvían una y otra vez, porque Wolfsegg ejercía sobre ellas, a pesar de todo, una gran fascinación. Mis abuelos habían invitado aún a mucha gente, mis padres ya a mucha menos, no estaban tan ansiosos de vida social, mi padre en absoluto y mi madre tenía al principio demasiadas inhibiciones y por consiguiente complejos hacia toda esa gente que, según creía, venía a Wolfsegg sólo para espiar sus faltas sociales y difundirlas por todas partes donde podrían hacerle daño. En los primeros tiempos, incluso durante un decenio, no había invitado tampoco a los conocidos de mi padre, sino a los suyos, de los que tenía que temer mucho menos, y el resultado fue, como queda dicho, esa gente horrible, la llamada clase media culta, de la que uno se horroriza siempre, le había dicho a Gambetti, especialmente si es de Wels y Vöcklabruck, de Linz y de Salzburgo, y se cree superior al resto del mundo. Esas invitaciones las encontré siempre repulsivas. Por otra parte, mi madre en Wolfsegg, que le era totalmente nuevo y extraño y, en verdad, incluso totalmente inapropiado, se hubiera sentido muy pronto totalmente sola junto a mi padre, que no era precisamente muy excitante, le había dicho a Gambetti, se hubiera aburrido mortalmente. Wolfsegg hubiera aplastado inevitablemente en plazo breve a aquella mujer de baja extracción, como se atrevía a decir aún mi padre, bromeando, en los primeros años de su matrimonio con mi madre, que hubiera perecido en Wolfsegg, como suele decirse. Por eso, a partir de un momento determinado, que fue decisivo para su futuro, ella había atraído sencillamente a Wolfsegg, allá arriba, a sus iguales, proletarizándolo, así mi padre, le había dicho a Gambetti. Ella tenía derecho a salvarse, le había dicho a Gambetti, pero nos resultaba insoportable ver por qué medios. Sólo en el edificio principal hay más de cuarenta habitaciones, nunca las he contado. Una propia no habíamos tenido los niños más que a los doce años y, de forma interesante, mi hermano y yo teníamos una cada uno en el lado sur, mientras que nuestras hermanas tenían sus habitaciones en el lado norte. También ellas estaban continuamente resfriadas, y es muy posible que su propensión a los enfriamientos la debieran a esa circunstancia de haber sido relegadas al lado norte. Las chicas habían estado siempre relegadas al lado norte, por decirlo así como castigo por ser chicas. Pero eso es sólo una suposición por mi parte, le había dicho a Gambetti. Las personas que se crían al norte son también en su vida ulterior lo que se llama personas desaventajadas, le había dicho a Gambetti, y siguen siendo personas desaventajadas durante toda su vida. El lado norte tampoco en verano era agradable, porque no se calentaba nunca, los muros de Wolfsegg, tanto si están al norte como al sur, no se calientan nunca, siempre están fríos, peligrosos si uno se aproxima a ellos demasiado. Las ventanas de Wolfsegg tienen, también en el segundo piso, más de dos metros de alto, y a los niños nos había resultado siempre difícil abrirlas, teníamos que recabar siempre ayuda si queríamos dejar entrar aire fresco; nuestros padres tenían lo que se llamaba una campanilla de servicio junto a la cama, pero nosotros, naturalmente, no teníamos ninguna campanilla. En nuestra infancia no había aún retretes en el segundo piso, en el que dormíamos y pasábamos también la mayor parte del día, nuestras habitaciones eran a la vez nuestros cuartos de estudio y nuestros dormitorios, y por la noche teníamos que hacer nuestras necesidades en viejos orinales de porcelana, tal como habían hecho nuestros abuelos, como algo natural, y por la mañana volcábamos los orinales sencillamente en el abismo desde una ventana del segundo piso, de forma muy experta, tengo que decir. Por la noche teníamos que subir nosotros mismos al segundo piso y a nuestras habitaciones, en grandes jarros de loza, el agua para lavarnos, porque arriba no había fuentes de agua. También el agua sucia la tirábamos sencillamente al abismo desde el segundo piso y, donde volcábamos nuestros orinales y palanganas, proliferaban en el abismo, a unos cincuenta metros o más por debajo de nosotros, gigantescas serpentarias, que se desarrollaban allí como en ninguna otra parte. Los niños de Wolfsegg se deshacían muy pronto de su miedo, pronto se acostumbraban a la sensación de estar a merced de aquel edificio gigantesco y frío, los niños extraños tenían en Wolfsegg un miedo enorme, incluso gritaban en cuanto se los dejaba solos aunque fuera por el tiempo más corto; nosotros no teníamos ningún miedo. Creo que ya cuando teníamos cuatro o cinco años, le había dicho a Gambetti, nuestra madre nos había expulsado de su habitación, primero, naturalmente, a las habitaciones comunes, pero sin embargo expulsado, y aparecía todas las noches, después de habernos lavado nosotros, para darnos un beso de buenas noches. Johannes reclamaba siempre su beso de buenas noches, pero yo rechazaba interiormente ese beso de buenas noches, lo aborrecía, aunque nunca pudiera escapar de él. Todavía hoy me persigue mi madre en sueños con su beso de buenas noches, le había dicho a Gambetti, se inclina sobre mí y me veo indefenso, a merced de ese beso de buenas noches, ella aprieta los labios contra mi mejilla, fuertemente, como si quisiera castigarme. Cuando nos había dado a los dos su beso de buenas noches, apagaba la luz, sin salir enseguida de la habitación, se quedaba un rato en la puerta y esperaba a que nos diéramos la vuelta y nos durmiéramos. Como ya de niño yo tenía un oído extraordinariamente agudo, sabía que ella se quedaba escuchando tras la puerta cerrada antes de bajar al primer piso, donde dormían mis padres. Ella desconfiaba también de los niños, no sé por qué razón, le había dicho a Gambetti, la desconfianza de nuestra madre era de lo más grande, padecía una desconfianza insaciable, incurable, compulsiva, hoy tengo que decir completamente perversa. En Wolfsegg todas las habitaciones, y por consiguiente también los dormitorios, estaban blanqueadas. Las cortinas eran de un verde oscuro, casi negro, en las habitaciones del segundo piso, y de un rojo oscuro, casi negro, en las del primer piso. En el segundo piso, donde estaban nuestras habitaciones, eran de una tela pesada, llamada del Barrio del Molino, en las habitaciones del primer piso, de pesado terciopelo, según decían importado de Italia, antes ya de comienzos de siglo, por mi abuela. Hasta donde puedo recordar, esas cortinas no se lavaban jamás, lo que quiere decir que tampoco se descolgaban de las paredes. Para hacer nuestros deberes escolares, nos encerraban en nuestras habitaciones, a mi hermano Johannes y a mí, y luego también a mis hermanas, hasta que habíamos terminado esos deberes escolares, y sólo en los casos más urgentes, cuando no sabíamos qué hacer, podíamos pedir ayuda, aunque nuestra madre no nos ayudaba nunca, siempre decía únicamente que teníamos que encontrar por nosotros mismos la solución de nuestros problemas y acertijos. Esa práctica no era por su parte en absoluto educativa, y respondía únicamente a su comodidad. Nuestro padre nunca se ocupaba de nuestros deberes escolares. Sólo se irritaba cuando volvíamos a casa con malas notas, éramos absolutamente indignos de él, decía, cuando alguno de nosotros sacaba un cinco o incluso un seis, en nuestra época escolar había seises. Dos seises hubieran supuesto inevitablemente tener que repetir el curso, pero nunca tuvimos dos seises, aunque sí uno con gran frecuencia. Sólo se encendía la calefacción en nuestras habitaciones del segundo piso en casos extremos, sólo cuando hacía diez grados bajo cero, aunque en Wolfsegg teníamos siempre la mayor abundancia de madera, y entonces teníamos que encender nosotros mismos la calefacción con la madera que, por decirlo así, teníamos que subir con nuestras propias manos al segundo piso, porque a los criados no se les permitía subirnos la leña al segundo piso. Esa orden se la había dado mi padre, que quería hacer de nosotros hombres endurecidos. Gambetti no había entendido el término endurecidos y yo había intentado explicárselo. En realidad, con esos métodos de endurecimiento, que nuestro padre mismo calificaba de educación endurecedora, no nos endurecimos en absoluto, sino que nos volvimos especialmente propensos a todas las enfermedades imaginables, aunque no tan propensos como nuestras hermanas, que se criaron en las habitaciones del norte. Con esos métodos educativos, métodos de endurecimiento de nuestro padre, no nos endurecimos, sino que nos volvimos especialmente vulnerables, le había dicho a Gambetti. Nuestro padre consiguió con esos métodos de endurecimiento exactamente lo contrario, siempre estábamos mucho más enfermos que los que no estaban sometidos a ninguno de esos, así llamados, métodos de endurecimiento, más enfermos que todos los niños del pueblo de abajo que, naturalmente, aunque eran más o menos pobres, como queda dicho, y no tenían nada, a diferencia de nosotros que, en comparación con ellos, como puede decirse sin miedo, estábamos podridos de dinero, tenían calefacción en sus habitaciones. Por lo demás, en Wolfsegg, le había dicho a Gambetti, imperó siempre una terrible avaricia. Mi madre era la más avara, más avara que todos los demás. A menudo he pensado que su única pasión auténtica era la avaricia. Si prescindo de las enormes sumas que gastaba en vestidos, era la persona más avara que he conocido en mi vida, incluso consigo misma. No se permitía nada. En los pucheros de Wolfsegg sólo se debía cocinar lo más necesario, si era posible todo de la propia explotación y nada comprado en el pueblo. Por eso comíamos también siempre tanta carne de cerdo y carne de vaca, y a cada instante había morcilla en Wolfsegg y toda clase de papillas de harina y de sémola y de avena y suflés. Y, naturalmente, todo el tiempo platos de huevos. Sólo cuando venía lo que se llamaba una visita importante, se echaba el resto, y entonces la cocina de Wolfsegg caía en la superabundancia, mostrándose derrochadora con una riqueza sin igual de exquisiteces. Nuestra madre fue siempre una persona totalmente orientada al exterior, lo más importante para ella era siempre sólo lo que pensaban de ella desde el exterior, cómo se la juzgaba desde el exterior, y como es natural quería que siempre pensaran bien de ella y siempre la juzgaran bien desde el exterior. ¡En la cocina sabían cocinar maravillosamente!, había exclamado yo ante Gambetti, pero la mayor parte del tiempo sólo cocinaban una comida aburrida, que se repetía cada tres días. A menudo me pregunto, le había dicho a Gambetti, para qué teníamos tres jardineros, si jamás nos daban de comer una verdura decente, nunca nada sensato procedente de la huerta, cuando tan fácil hubiera sido servirnos en la mesa verduras como es debido y deliciosas, de todas las formas imaginables, espléndidas lechugas, precisamente porque me gusta mucho comer verduras y lechugas; no, la cosecha de verduras y la cosecha de lechugas se vendían totalmente, no aparecían en nuestra mesa, los jardineros las llevaban al mercado de Wels o de Vöcklabruck, lo que fuera más rentable. No hubiera sido necesario, le había dicho a Gambetti, que nuestro padre enfermara en Wolfsegg del estómago. Las cocineras y sus ayudantas se ocupaban la mayor parte del tiempo, como he dicho ya una vez, de cocer fruta y poner interiores en conserva, incluso de hacer salchichas a cada instante, porque en Wolfsegg se hacían también matanzas, siempre se comía sólo lo que se sacrificaba. Sin duda alguna, preparaban siempre las mejores morcillas que he comido en mi vida. Del pueblo subía un carnicero y sacrificaba las vacas, los terneros, sangraba a los cerdos y los despedazaba muy limpiamente en la carnicería del propio Wolfsegg, al lado de la Granja. Siempre era un placer contemplar al carnicero, como es natural, cuando todavía éramos pequeños, inquietante, repelente, incluso asqueroso, más tarde yo había considerado el trabajo del carnicero como una de las artes más elevadas, poniéndolo al mismo nivel que el médico-quirúrgico y, en contraposición, me parecía más digno de admiración aún. Ya de muy pequeños en Wolfsegg nos resultaba totalmente natural que se sacrificara y preparara a los animales, pronto no nos asustó ya lo que, al principio, habíamos encontrado repulsivo, supimos más tarde que era totalmente necesario, y el trabajo del carnicero un trabajo sumamente difícil y, cuando se hace de forma destacada, digno de admiración. Los niños del campo se acostumbran muy pronto, por decirlo así después del primerísimo choque, a tratar con la vida y la muerte, pronto no tienen ya para ellos nada de espantoso, porque no es nada sensacional, sólo algo absolutamente natural. Por lo demás, en el desván teníamos un gran ahumadero, le había dicho a Gambetti, la palabra ahumadero le había divertido y yo había tenido que repetírsela algunas veces, había querido oírla más veces; en una habitación de ahumar de la Granja, le había dicho, colgaban siempre cientos de salchichas, cientos de pedazos de carne ahumada. Alrededor del patio interior del edificio principal, en el que se desarrolla más o menos la vida familiar, le había dicho a Gambetti, hay una arcada abierta que lleva a los tres pisos, en donde yo siempre me limpio los zapatos. Esa observación mía había hecho reír otra vez a Gambetti mientras me servía vino. Y en ese patio de abajo habíamos guardado en el invierno a los corzos heridos o débiles, le había dicho, que los cazadores buscaban para nosotros y traían a Wolfsegg. La Casa de los Cazadores está delante de la llamada Villa de los Niños pero detrás de la Casa de los Jardineros, le había dicho a Gambetti. A vista de pájaro, Wolfsegg se presenta así: alto y escarpado sobre el lugar, el edificio principal, delante del cual, en dirección al Este y en un óvalo mal formado de unos ciento cincuenta o ciento sesenta metros se extiende hasta el muro el llamado parque, interrumpido por la alta puerta de sillería por la que pasan los vehículos de la explotación y, a la derecha del muro, adosada a él, la Orangerie, Gambetti, le había dicho yo, frente a la llamada ala izquierda de la Granja, la cual, dispuesta en forma de herradura, tiene sin duda, en fin de cuentas, una longitud de doscientos cincuenta metros. Detrás, precisamente en dirección al Este, la Casa de los Jardineros, y detrás de ella la Casa de los Cazadores y, un poco más allá, la así llamada y querida Villa de los Niños. Esa llamada Villa de los Niños fue construida hace unos doscientos años al estilo de las villas florentinas, como todavía hoy se encuentran en la carretera de Fiesole, no tan fastuosa, naturalmente, le había dicho a Gambetti, pero sin embargo extraordinaria para esa región de la Alta Austria. Sin embargo, no podría decirse que no va bien con ese paisaje, al contrario, es realmente más encantadora que todo lo demás que hay en nuestro paisaje. Suena absolutamente extraño, pero fue construida para niños. En ella hay un teatro de marionetas, en el que siempre se han dado representaciones teatrales, organizadas por niños. Obras escritas por los propios niños, pequeñas comedias, juguetes cómicos, tal como les vienen fácilmente a la cabeza a los niños, con un desenlace triste que, mirado más de cerca, no es tan triste. En verso, naturalmente. En la Villa de los Niños hay cientos de trajes de teatro para niños. Hoy la Villa de los Niños está cerrada, creo que hace años ya que nadie pone los pies en ella. Muchas ventanas están rotas, probablemente por los niños del pueblo, le había dicho a Gambetti, pero aún no se cuela la lluvia por el tejado, Gambetti. Precisamente esa Villa de los Niños la he querido arreglar siempre, le había dicho a Gambetti, pero eso no lo permitieron los míos, gastar dinero en semejante absurdo. Mi hermano y mis hermanas y yo representamos teatro allí muy a menudo, hasta que nos lo prohibieron, porque debíamos aprender más e interpretar menos teatro. Es una lástima, le había dicho a Gambetti, que la Villa de los Niños sea un edificio muerto, precisamente la Villa de los Niños, el edificio más bonito que hay a la redonda en todo el país, con tanto encanto que no puede figurárselo, Gambetti, en una región que no es rica en edificios amables, casas atrayentes, en una arquitectura alegre. Tal vez un día consiga imponerme sin embargo a los míos, le había dicho a Gambetti, y abrir precisamente la Villa de los Niños, arreglarla y abrirla, para inaugurarla con una comedia interpretada por los niños del pueblo. Eso me daría la mayor alegría, le había dicho a Gambetti, una obra interpretada por los niños del pueblo, con esos trajes de época tan espléndidos de color, tan llenos de fantasía, Gambetti, tan altamente artísticos, verdaderamente poéticos. Pero como siempre, le había dicho a Gambetti, lo realmente poético se ve descuidado más que cualquier otra cosa. Como si no se quisiera tener en absoluto eso que es realmente poético. Esa Villa de los Niños cerrada y abandonada a la ruina es un capítulo totalmente triste, pero interesante, de la historia de nuestro Wolfsegg, le había dicho a Gambetti, quizá el más triste de todos. Los cazadores nunca fueron amigos míos, le había dicho a Gambetti, sólo entraba en la Casa de los Cazadores de mala gana, mientras que era el lugar favorito de mi hermano. Como para mi padre, también para mi hermano la caza fue muy pronto la única pasión verdadera. Hoy, le había dicho a Gambetti, él va de caza siempre que puede, y hay en Wolfsegg varias veces al año grandes partidas de caza, en las que nunca he aparecido yo en los últimos años, todos los llamados grandes señores imaginables de toda Europa van a Wolfsegg, le había dicho a Gambetti, durante todo el día se hablan en Wolfsegg muchos idiomas, el español sobre todo, cuando están allí nuestros parientes españoles, de Bilbao, de Cádiz. Sin embargo, esas partidas de caza se deben a la iniciativa de nuestro padre, que no quiso que nuestra madre se la quitara, son, como suele decirse, una antiquísima tradición en Wolfsegg. Entonces están ocupadas casi todas las habitaciones, le había dicho a Gambetti, también las menos acogedoras, también las más frías. También muchos italianos son en esas ocasiones huéspedes de Wolfsegg, y entonces se vacían las despensas, le había dicho a Gambetti, y se abren a docenas los tarros de mermelada y hay incluso las ensaladas y compotas más variadas. La Casa de los Cazadores es el lugar preferido de mi hermano, allí se retira para hacer los balances de Wolfsegg, toda la contabilidad está en la Casa de los Cazadores. Nunca he sentido afición por los trofeos de caza, le había dicho a Gambetti, el culto a los trofeos de caza me ha repelido siempre, la caza misma la he rechazado y aborrecido siempre interiormente, aunque estoy convencido de su absoluta necesidad. Cada vez que mi hermano puede, va a Polonia para ir allí de caza, incluso a Rusia, por amor a su pasión no retrocede siquiera ante las llamadas condiciones de vida comunistas que allí imperan. Deja que la caza le cueste cualquier cosa. Por una parte es un chiflado por la vela, por otra un chiflado por la caza. Y tampoco se le ve más que en traje de cazador, le había dicho a Gambetti, que en el campo austríaco se ha convertido desde hace tiempo, por decirlo así, en el traje nacional. Porque es tan práctico, le había dicho a Gambetti, todos andan por ahí en traje de cazador, sean de la clase social que sean, aunque no tengan absolutamente nada que ver con la caza, andan por ahí de verde y gris, y a veces parece como si todo el pueblo austríaco no fuera más que un pueblo de cazadores, incluso en Viena andan a miles vestidos de cazador por las calles. También a los habitantes de las ciudades parece habérseles subido a la cabeza el instinto de la caza, le había dicho a Gambetti, porque, cómo podría explicarse si no el que por todas partes anden hombres en traje de caza, incluso allí donde no sólo resulta cómico, sino grotesco y perverso. La Casa de los Cazadores no fue construida hasta finales del siglo pasado, para sustituir a otra que ardió en el mismo emplazamiento. En ella uno de mis bisabuelos estableció una biblioteca personal, imagínese, le había dicho a Gambetti, hubiera sido por decirlo así la sexta de Wolfsegg, una biblioteca que al principio fue concebida sólo como biblioteca de caza, pero luego fue ampliada a biblioteca general. En ella encontré en otro tiempo los tesoros más increíbles, le había dicho a Gambetti, estaba destinada a quien quisiera dedicarse realmente a los libros sin ser molestado, entregarse a ellos de forma ideal. A la Casa de los Cazadores no va nadie, no hay que temer ninguna intrusión, está inundada de aire, cálida, de sus paredes cuelgan los más bellos ejemplos de las antiguas pinturas sobre vidrio, pintadas sobre todo en el siglo XVII con el mayor gusto artístico, y hay en ella una historia universal de Schedel coloreada por una de mis bisabuelas, sobre un escritorio José II procedente de la Estiria, con una pesada plancha, de veinte centímetros de grueso, de mármol de Carrara, algo único, le había dicho a Gambetti, como rara vez se encuentra al norte de los Alpes. En ese escritorio y en esa placa de mármol podía, de la forma más ideal, llevar al papel sus pensamientos, decía siempre mi tío Georg, y la verdad es que sobre esa placa de mármol comenzó a escribir lo que él llamaba su Antiautobiografía, un manuscrito de muchos cientos de páginas, que continuó en Cannes durante dos decenios y en el que anotaba todo lo que consideraba digno de ser anotado. Sin embargo, a su muerte ninguno de nosotros ha encontrado ese manuscrito, y corrió la voz de que él mismo, poco antes de su muerte, lo había quemado, porque sólo dos semanas antes, como sabemos por los que lo rodeaban, hizo una anotación, y de hecho una que se refería a Wolfsegg. El bueno de Jean mismo había visto esa anotación relativa a Wolfsegg, pero no podía decir lo que decía, al parecer era breve y lacónica. Por lo que sé de mi tío Georg, sólo podía tratarse de alguna frase radical, que posiblemente hubiera asustado mortalmente a los míos. Es posible, le había dicho a Gambetti, que el bueno de Jean mismo hubiera hecho desaparecer el manuscrito, pero la posibilidad de que lo aniquilara mi madre no puede excluirse tampoco, al fin y al cabo ella había tenido acceso al gabinete de mi tío Georg cuando todavía no se había tocado nada, el manuscrito estaba siempre en un cajón del escritorio, y dos días después de haber estado mi madre en el gabinete del tío Georg, el manuscrito, la antiautobiografía indudablemente interesante del tío Georg, faltaba y no se pudo encontrar ya. Probablemente mi madre era la que peor quedaba en esa antiautobiografía, y puede pensarse que ella, que durante cierto tiempo, como si lo llorase, estuvo encerrada en el gabinete del tío Georg y leyó esa antiautobiografía, sintiéndose ofendida, liquidara entonces probablemente ese manuscrito que realmente la perjudicaba. Al fin y al cabo, mi tío Georg la hizo responsable de todo durante toda su vida. A cada instante me decía, tu madre es la desgracia de Wolfsegg. Cabe suponer que esa frase la escribió también en la Antiautobiografía. La plancha de mármol de Carrara del escritorio José II de la Estiria está siempre fría, helada, le había dicho a Gambetti, da igual lo alta o lo baja que sea la temperatura exterior, también en pleno verano, cuando todo gime bajo el calor, el mármol de Carrara está helado. Sobre ese frío helado había anotado mi tío Georg sus ideas, en general, había dicho una y otra vez, donde mejor se piensa es sobre esa placa de mármol fría. Yo mismo, en los últimos años en que, sin duda, vivía aún en Wolfsegg pero, consciente o inconscientemente, me había despedido de Wolfsegg, por decirlo así para siempre, le había dicho a Gambetti, había anotado sobre esa plancha de mármol de Carrara algunas cosas que me habían parecido dignas de ser anotadas, en aquella época, le había dicho a Gambetti, pensamientos filosofantes, que de todas formas no conducían a nada y que luego aniquilé otra vez, como tantas otras cosas. Sobre una plancha de piedra fría, en lo posible fría como el hielo, es donde mejor pensamos, le había dicho a Gambetti, sobre una plancha así es donde escribimos mejor. Algo único, le había dicho a Gambetti, absolutamente sin par, esa plancha de mármol de Carrara. Era también lo que de vez en cuando me hacía atractiva la Casa de los Cazadores; por lo demás, como queda dicho, no ponía nunca el pie en ella, y mucho menos cuando era temporada de caza. Los cazadores eran los amigos de mi hermano, no los míos, yo tenía al fin y al cabo mis jardineros. A la Casa de los Jardineros iba a menudo, casi todos los días. Cuando iba enfrente a la Casa de los Jardineros, iba a ver al pueblo, y el pueblo me gustaba. Deseaba vivamente estar allí y en ningún sitio me sentía más feliz. Me gustaban las gentes sencillas, su forma de ser sencilla. Lo mismo que a sus plantas me trataban a mí también cuando iba a verlos, con cariño. Tenían comprensión para mis tristezas y miserias, precisamente la comprensión que los cazadores de enfrente nunca tuvieron, siempre tenían dispuestas para mí sólo sus máximas señoriales, creían que tenían que contarme, ya de muy pequeño, sus chistes picantes, animarme agitando sobre sus cabezas botellas de aguardiente, cuando, con esa forma repulsiva de presentarse, sólo me volvían más inseguro y más triste de lo que estaba, a diferencia de los jardineros que, sin muchas palabras, me comprendían y podían ayudarme en cualquier caso. Los cazadores me agredían siempre, ya de lejos, con sus modales arrogantes y dominadores, con sus fuertes voces de borracho, los jardineros tenían exactamente la sensibilidad que me tranquilizaba. A los jardineros iba cuando era más infeliz de lo que podía soportar, cuando estaba en la mayor miseria, le había dicho a Gambetti, pero no a los cazadores. En Wolfsegg se habían enfrentado siempre dos campos, el de los cazadores y el de los jardineros. Durante siglos se soportaron mutuamente, lo que desde luego no fue fácil. ¿No es interesante, le había dicho a Gambetti, que una y otra vez algún cazador se matara, de un tiro naturalmente, pero nunca un jardinero? Hay muchos suicidios de cazadores en Wolfsegg, ni uno solo de jardineros. Cada tantos años algún cazador se pega un tiro en Wolfsegg y hay que buscar otro. Además, los cazadores no llegan a ancianos, pronto chochean, le había dicho a Gambetti, y se emborrachan. Los jardineros de Wolfsegg llegan siempre a ancianísimos. No es raro que un jardinero cumpla los noventa, los cazadores se jubilan la mayoría de las veces a los cincuenta porque ya no están en condiciones de prestar servicios. Tiemblan al apuntar y, a los cuarenta años, ya tienen trastornos de equilibrio. La mayor parte del tiempo se los encuentra en el pueblo, en donde andan por las tabernas junto a sus armas sin seguro y, saciados de comer, hacen sus absurdos comentarios políticos, lo que degenera muy a menudo en trifulcas que, como es natural, terminan, como siempre en el campo, con peleas y, como consecuencia, con heridos, incluso con muertos. Los cazadores han sido siempre los alborotadores, los agitadores. Cuando alguien no les gustaba, le disparaban sencillamente en la primera oportunidad, y se justificaban ante el tribunal diciendo que habían tomado a su víctima por una pieza de caza. La historia de los procesos en la Alta Austria está llena de esos accidentes de caza, que la mayoría de las veces sólo supusieron para el culpable una advertencia, siguiendo el lema: quien recibe un tiro de un cazador se lo ha buscado. Los cazadores han sido siempre los más fanáticos, le había dicho a Gambetti, realmente se puede probar que todas las desgracias del mundo pueden atribuirse en gran parte a los cazadores, todos los dictadores han sido cazadores apasionados, hubieran dado cualquier cosa por la caza, matado incluso a su pueblo por la caza, como al fin y al cabo hemos visto. Los cazadores eran los fascistas, los cazadores eran los nacionalsocialistas, le había dicho a Gambetti. Abajo, en el pueblo, los cazadores fueron los que llevaron la voz cantante durante el dominio nazi y en definitiva fueron también los cazadores los que, por decirlo así, coaccionaron a mi padre al Nacionalsocialismo. Eran, cuando surgió el Nacionalsocialismo, los más fuertes, y mi padre el debilucho que tuvo que someterse a ellos. Por eso Wolfsegg, a causa de los cazadores, se convirtió sin rodeos en nacionalsocialista. Mi padre fue un nazi coaccionado, sépalo, Gambetti, aguijoneado como es natural por mi madre, que fue una nacionalsocialista histérica, durante todo el dominio nazi, sépalo, una mujer alemana, como se calificaba siempre a sí misma. En el cumpleaños de Hitler se izaba en Wolfsegg regularmente la bandera nazi, le había dicho a Gambetti, era asqueroso. Al fin y al cabo, mi tío Georg se marchó de Wolfsegg, sobre todo, porque no quería soportar ni podía soportar el Nacionalsocialismo, que se había extendido allí con toda violencia. Fue a Cannes, luego durante cierto tiempo a Marsella y trabajó desde allí contra los alemanes. Eso fue lo que menos le perdonaron los míos. En definitiva, mi padre no fue sólo realmente un nazi coaccionado sino también convencido, y mi madre una fanática. Esa época es la más repulsiva que he conocido en Wolfsegg, le había dicho a Gambetti, la que envileció Wolfsegg, la que fue mortal para Wolfsegg, la que nunca jamás deberá silenciarse ni disimularse, porque es la verdad. Si le cuento que mi padre, sólo porque mi madre se lo pedía, invitaba a Wolfsegg a los jerarcas nazis, todavía hoy siento un escalofrío en la espalda. ¡Que la llamada SA del pueblo[4] entraba en el patio gritando Heil Hitler! Sin duda, mi padre se benefició de los nazis. Y cuando se fueron no le pasó nada, absolutamente nada. Sin transición fue también el Señor para los de la posguerra. De forma totalmente espontánea había puesto a disposición de los nazis, para sus reuniones, la Villa de los Niños, según me consta, ni siquiera tuvo que incitarlo a ello mi madre. Las Juventudes Hitlerianas se afanaban en la Villa de los Niños, y aprendían allí sus estúpidos cantos nazis. Año tras año, la bandera de la cruz gamada ondeó en la Villa de los Niños, hasta que, totalmente estropeada y desteñida, fue arriada por mi madre, unas horas antes de que llegaran los americanos. Al arriar esa bandera de la cruz gamada se torció la nuca, le había dicho a Gambetti, y desde entonces tuvo una especie de reumatismo crónico en el cuello. Por cierto, de las docenas de banderas de cruces gamadas de Wolfsegg se hicieron delantales para los jardineros y las muchachas de la cocina, que fueron teñidos de azul oscuro por mi madre en persona. Mi padre, por indicación de mi madre, le había dicho a Gambetti, ingresó en el Partido y, desde su ingreso, llevó la insignia del Partido, sin ninguna vergüenza, tengo que decirlo, abiertamente y en toda ocasión. Todavía hoy tiene chaquetas en las que hay un agujero que se debe sólo a esa insignia del Partido llevada durante años. Cuando mi tío Georg estuvo la última vez en Wolfsegg, al terminar una discusión en la que se había tratado más o menos de todo lo que pasaba en el mundo, pero principalmente del equilibrio de armamentos entre los rusos y los americanos, recordó a mi padre que, en otro tiempo, y no muy breve, había sido miembro del Partido. Entonces mi padre se puso en pie de un salto, rompiendo su plato de sopa contra la mesa y precipitándose fuera del comedor. Mi madre había lanzado aún a la cara de mi tío las palabras tipo innoble y había seguido a su marido. De esa forma, la última estancia de mi tío Georg en Wolfsegg tuvo un triste final. Pero casi siempre había sido el Nacionalsocialismo, le había dicho a Gambetti, el que, al terminar la estancia de mi tío Georg en Wolfsegg, los había separado, siempre de una forma repulsiva. Apenas se habían ido los nazis, le había dicho a Gambetti, los míos se habían echado al cuello de los americanos, y otra vez habían sacado sólo ventajas de esa relación repugnante. Los míos han sido siempre oportunistas, y su carácter puede calificarse sin miedo de vil. Se adaptaban siempre a las condiciones políticas existentes y no reparaban en medios para obtener alguna ventaja del régimen que fuera. Eran siempre partidarios de quienes en aquel momento se encontrasen en el poder y, como austríacos natos, dominaban mejor que nadie el arte del oportunismo, y nunca sufrieron un revés político. A su falta de carácter, tengo que decirlo, debe Wolfsegg el haber sido perdonado hasta hoy, quiero decir la propiedad, los edificios y las tierras que les pertenecen nunca han sido bombardeados ni incendiados por el enemigo. Lo inverosímil es un hecho: Wolfsegg fue durante el dominio nazi un bastión del Nacionalsocialismo, y al mismo tiempo un bastión del Catolicismo. Los arzobispos y los gauleiter[5] se sucedían allí los fines de semana, abriéndose mutuamente la puerta. En esa época mi madre llevaba la dirección, y los cazadores, que al fin y al cabo tampoco hoy son más que nazis, lo mismo que mi madre que, en el fondo de su corazón, sin haberse visto afectada en nada en su hipocresía católica, no es hasta hoy más que una nacionalsocialista. El Nacionalsocialismo fue siempre su ideal, lo mismo que para el noventa por ciento de las restantes mujeres austríacas, le había dicho a Gambetti. Por eso la Casa de los Cazadores estuvo siempre de parte de mi madre, le había dicho a Gambetti. Nuestro padre fue durante toda su vida sólo su órgano ejecutivo, para hablar en el lenguaje del Nacionalsocialismo, Gambetti. El hombre tonto, según la propia expresión de ella, que no entiende de nada y tiene que obedecerla. Pensar en la Casa de los Cazadores me ha inducido a contar estos excesos, le había dicho a Gambetti. Basta la expresión Casa de los Cazadores para que se me haga presente la época nacionalsocialista. Podría contarle aún otras cosas muy distintas sobre esa Casa de los Cazadores, que de niño me resultó siempre inquietante, le había dicho a Gambetti, hablarle por ejemplo de asesinatos que tienen que ver con la Casa de los Cazadores y con el Nacionalsocialismo, pero ahora, en este ambiente en resumidas cuentas feliz, no tengo ganas. Pero un día, le había dicho a Gambetti, quiero sin embargo registrar por escrito todo lo que, en relación con Wolfsegg, no me deja en paz, todo lo que se refiere a Wolfsegg. Desde hace decenios no me deja en paz. Realmente me persigue noche y día. Como los míos no tienen la intención de describir Wolfsegg, ni la capacidad para ello, cómo es y cómo ha sido siempre, me corresponde a mí, como es lógico. Quiero intentar al menos, le había dicho a Gambetti, describir Wolfsegg tal como yo lo veo, porque cada uno puede describir sólo lo que él ve, lo que a él le parece, nada más. Y aunque tuviera que decirme que sólo veo un Wolfsegg espantoso con personas espantosas, no debería dejarme disuadir de documentarlo. Estoy seguro de que mi tío Georg se proponía algo parecido en su Antiautobiografía. Como esa antiautobiografía no existe ya, tengo incluso la obligación de hacer una contemplación despiadada de Wolfsegg y relatar esa contemplación. Cuándo si no ahora, cuando estoy en condiciones de hacerlo, tengo la cabeza para ello, le había dicho a Gambetti, aquí, desde la distancia de Roma, que sólo puede ser utilísima para un proyecto así. Aquí, donde tengo paz en esa casa de la Piazza Minerva, y en el fondo estoy totalmente tranquilo en un centro del mundo actual francamente ideal para un relato así. Durante años pienso, tengo que escribir ese relato sobre Wolfsegg, sobre las gentes de Wolfsegg, sobre las relaciones de Wolfsegg, sobre su infelicidad y su vileza, sobre su decrepitud y su falta de carácter, sobre todo lo que me fingieron y que, desde que vivo, me ha quitado el sueño y me ha echado a perder más o menos las noches de mi vida, si he de decir la verdad, Gambetti. Intentaré mostrar a los míos como son, aunque sólo quedarán escritos como yo los he visto y como yo los veo. Como nadie hasta ahora ha registrado por escrito nada sobre ellos, salvo mi tío Georg, cuya Antiautobiografía, sin embargo, ha sido aniquilada, tengo que hacerlo yo, Gambetti. Al fin y al cabo, la dificultad es siempre sólo cómo comenzar un relato así, de dónde sacar una primera frase realmente utilizable para ese registro, una primerísima frase así. En verdad, Gambetti, a menudo he comenzado ya ese relato, pero he fracasado ya en la primerísima frase registrada. Entonces lo he dejado estar una y otra vez, y me he llevado las manos a la cabeza, pensando ser probablemente un loco, sólo por pensar en querer hacer un relato así sobre Wolfsegg, porque sólo un loco puede hacer semejante relato. ¿Y con qué fin?, me decía cada vez, y siempre llegaba a la conclusión de que un relato así no puede servir para ningún fin. Pero siempre me ha resultado evidente, y en los últimos tiempos más evidente aún, que no puedo sustraerme a un relato así sobre Wolfsegg, tenga lo que tenga contra él, tendré que hacerlo algún día. Eso exige mi cabeza de mí. Y mi cabeza se ha convertido en una cabeza implacable, sobre todo hacia mí mismo. De lo más implacable, le había dicho a Gambetti. Y, sabe usted, le había dicho a Gambetti, mi tiempo, el que aún me queda, es también sólo el más breve, si no empiezo pronto mi relato, será demasiado tarde. No lo sé pero lo siento, le había dicho a Gambetti, no tengo ya mucho tiempo. Y un relato de esa clase exige que quien lo registra se ocupe de él durante años, llegado el caso no sólo unos años, sino muchos, le había dicho a Gambetti. No basta con hacer sólo un esbozo, le había dicho a Gambetti. Lo único que tengo ya definitivamente en la cabeza, le había dicho a Gambetti, es el título Extinción, porque mi relato sólo estará ahí para extinguir lo en él descrito, para extinguir todo lo que entiendo por Wolfsegg y todo lo que Wolfsegg es, todo, Gambetti, me entiende, real y verdaderamente todo. Después de ese relato, todo lo que es Wolfsegg deberá quedar extinguido. Mi relato no será otra cosa que una extinción, le había dicho a Gambetti. Mi relato extinguirá sencillamente Wolfsegg. Hasta casi las once estuve con Gambetti en la Piazza del Popolo, me dije contemplando las fotos sobre mi escritorio. Todos llevamos un Wolfsegg con nosotros y queremos extinguirlo para salvarnos, aniquilarlo, extinguirlo al registrarlo por escrito. Pero la mayor parte del tiempo no tenemos las fuerzas necesarias para esa extinción. Pero posiblemente haya llegado el momento. Tengo la edad apropiada, le había dicho a Gambetti, la ideal para un proyecto así. Mi piso en la Piazza Minerva, le había dicho, en semipenumbra, es decir, con las cortinas casi corridas por completo, para estar en paz, estar protegido de la luz romana y comenzar el trabajo. ¿Qué me impide, le había dicho a Gambetti, empezar al instante? Pero, casi enseguida, otra vez: creemos que podemos empezar un proyecto así y sin embargo no estamos en condiciones de ello, todo está siempre contra nosotros y contra un proyecto así, y por eso lo aplazamos siempre y nunca lo acometemos, por eso tantos trabajos intelectuales que deberían escribirse no se escriben, y tantos manuscritos que tenemos en la cabeza todo el tiempo, durante años, durante decenios, se nos quedan en la cabeza. Recurrimos a todas las razones imaginables para no tener que empezar un trabajo así, sacamos a relucir todas las excusas imaginables, conjuramos a todos los espíritus imaginables, que sólo pueden ser malos espíritus, para no tener que empezar lo que debemos empezar. Ésa es la tragedia de quien quiere registrar algo por escrito, que una y otra vez llama a los que le impiden registrarlo, le había dicho a Gambetti, una tragedia que, al mismo tiempo, es una comedia pérfida y perfecta. Sin embargo debería ser posible redactar un escrito, si no completo, al menos válido sobre Wolfsegg, sobre ese Wolfsegg del que ya le he hablado tanto, Gambetti, y que para mí ha significado siempre tanto y que para mí es probablemente más importante en mi vida que todo lo demás. No basta con que tomemos notas sólo sobre lo que es importante para nosotros, sobre lo que es posiblemente lo más importante para nosotros, le había dicho a Gambetti, sobre todo el complejo de nuestro origen, con haber llenado tantos cientos y miles de hojas escribiendo sobre ese tema, que es el tema de toda nuestra vida, indudable y realmente tenemos que hacer un relato bastante largo, para no tener que decir un largo relato de aquello de lo que en definitiva hemos nacido y hemos sido hechos y por lo que, durante todo el tiempo de nuestra existencia, estamos marcados. Durante muchos años podemos retroceder ante ello y espantarnos más que de cualquier otra cosa de un esfuerzo así, al fin y al cabo casi sobrehumano, pero en fin y final de cuentas tenemos que abordarlo y realizarlo. Para qué tengo todo este ambiente romano, para qué tengo mi piso de la Piazza Minerva si no es para ese fin, le había dicho a Gambetti. Pero probablemente he reflexionado ya demasiado a menudo en él, eso debilita indudablemente un proyecto así, llamaré a ese relato Extinción, le había dicho a Gambetti, porque extinguiré realmente todo en ese relato, todo lo que registre por escrito en ese relato quedará extinguido, su época quedará extinguida, Wolfsegg quedará extinguido en mi relato a mi manera, Gambetti. Eso se lo debo también a mi tío Georg, le había dicho a Gambetti. Lo que fue posible para mi tío Georg en Cannes, le había dicho a Gambetti, registrar por escrito Wolfsegg, debe serme igualmente posible a mí en Roma, y a mí todavía con mayor independencia e integridad. Roma, le había dicho a Gambetti, es un lugar ideal para una extinción como la que tengo en la cabeza. Porque Roma no es el antiguo, el antiquísimo centro de la historia pasada del mundo, es, como vemos y como cada día y cada hora, si estamos atentos, sentimos, el centro actual del mundo, Gambetti, no es Nueva York el centro actual del mundo, ni lo es París, ni Londres, ni Tokio, ni Pekín ni Moscú, como leemos y oímos por todas partes, no, lo es Roma, hoy lo es Roma otra vez, no puedo probarlo, en cualquier caso no en este instante y en cualquier caso tampoco con mis palabras, pero lo siento. Usted no lo cree, le había dicho a Gambetti, pero en la Piazza Minerva me he convertido en otro hombre. Sólo aquí he vuelto a encontrarme a mí mismo, después de haberme perdido tantos años en todos los otros lugares imaginables, de haberme perdido a mí y, por consiguiente, todo lo que soy. Y durante tantos años no había creído ya en una salvación, sólo había visto siempre mi hundimiento, mi propio fin, cómo perecía, Gambetti, lentamente, en esos largos años sólo he visto por todas partes cómo me perdía y perecía y no podía detenerse mi fin, y realmente también dentro de mí todo se había vuelto totalmente sin sentido. En París, en Lisboa, no he encontrado lo que he buscado tantos años, un nuevo punto de apoyo, un nuevo comienzo. En Roma sí. Y sin embargo no había esperado nada de Roma, sólo había pensado siempre, estará bien para una semana de distracción, no más. Todo lo más para una evasión de unos cuantos meses, y para nada más. Por cierto, fue idea de mi tío Georg que yo fuera en definitiva de Lisboa, que me gusta, a Roma; Lisboa, por magnífica que sea, me había dicho mi tío Georg, es una ciudad provinciana, pero Roma es una gran urbe, lo que se llama una gran urbe, me había dicho, corrigiéndose, y fui a Roma sólo para aplazar mi decadencia que proseguía sin cesar, casi sin ninguna esperanza de salvación. Y luego se ha visto que mi decisión de ir a Roma había producido una renovación de mi existencia, por decirlo así un giro espiritual. De pronto he empezado a respirar. Una ciudad ruidosa, terriblemente ruidosa, pestilente, había pensado al principio, Gambetti, pero enseguida vi que era para mí la adecuada, la única, la necesaria, la salvadora. En Roma he comenzado, lo que desde hacía años no me resultaba ya posible, a tomar de nuevo notas, a hacer reflexiones en general sobre todo, que no eran sólo las que se referían siempre a mi propio fin. Sobre todas y cada una de las cosas, Gambetti. De repente volvía a interesarme por todas y cada una de las cosas, incluso por la situación política, por la que no me había interesado desde hacía ya años. Por todos los llamados objetos artísticos. Por las personas, Gambetti, porque en verdad durante muchos años ni siquiera me he interesado por las personas, me resultaban sólo molestas, pero no habían suscitado en mí el menor interés en mucho tiempo. Por primera vez después de muchos años, volví a ir en Roma al teatro. A la ópera, Gambetti, que había evitado durante muchos años como la peste. Y he vuelto a empezar a leer, porque durante años tampoco leía ya más que periódicos; libros, Gambetti, auténticos libros, no sólo los diarios con los que diariamente sólo me saciaba, con su porquería insoportable, con el único y exclusivo fin de no aburrirme mortalmente, porque durante años, Gambetti, le había dicho, casi me he aburrido a muerte. Todo tenía que aburrirme, no había encontrado ninguna posibilidad de variar, y por consiguiente no la había tenido. Lo había evitado todo, las personas, las cosas, finalmente hasta el aire puro, lo que tuvo como consecuencia la atrofia de mi cuerpo, realmente me puse enfermo y no visitaba más que a médicos, dondequiera que fuese, a nadie más, mi única compañía ha sido el cuerpo médico, con el que sólo hablaba de enfermedades y, naturalmente, sobre todo de las mías, indefinibles, de mis enfermedades incurables, como decían todos, de mis enfermedades mortales, y qué hay más horrible que hablar con médicos, que por regla general son los seres menos interesantes de la Tierra, porque son los que menos se interesan. Los médicos son los interlocutores más tristes que se puede imaginar y al mismo tiempo los más innobles, porque le dicen a uno continuamente que sólo vivirá poco tiempo y qué vida más espantosa y lamentable, inútil y perversa, centrada sólo en sí misma y en sus enfermedades, y que no vale la pena en absoluto prolongar. Me retiré a mis pisos de París y Madrid y Lisboa, y mis únicos recorridos fueron sólo los recorridos hasta correos, para comprobar si llegaban mis transferencias de dinero desde Wolfsegg. Era tan deprimente, que finalmente sólo iba y venía entre médicos avarientos y que eran un peligro público, y los correos de Lisboa y Madrid, durante algún tiempo también de Nápoles, le había dicho a Gambetti, ciudad que sin embargo me sentó mal, tiene un clima que no soporto y es además, de lo más provinciano. Eso tiene que perdonármelo, le había dicho a Gambetti, que Nápoles sea para mí de lo más provinciano, no puedo calificarla de otra forma, mirar al Vesubio es para mí una catástrofe, porque tantos millones, quizá miles de millones lo han mirado ya. En estos últimos años, antes de Roma, sólo podía concentrarme ya en mí mismo y por eso me había descuidado de la forma más grosera e imperdonable. Me dejé degenerar sobre todo intelectual, pero también físicamente. Me convertí en un hombre totalmente degenerado. Enfermo por completo, impaciente, más insoportablemente desconfiado que nadie, casi me asfixié en la continua observación de mí mismo y contemplación de mí mismo. Casi había olvidado por completo que, además de mi mundo espantoso, existe otro mundo que no es sólo espantoso. Sobre todo había olvidado que hay una vida del espíritu. Había olvidado a mis filósofos, mis poetas, a todos mis creadores artísticos, Gambetti. De hecho, puedo decir, había olvidado mi cabeza, me había aferrado a mi cuerpo ahora enfermo y, al aferrarme continuamente a ese cuerpo enfermo mío, casi me había destruido. Hasta que vine a Roma. Hasta que mi amigo Zacchi me consiguió el piso de la Piazza Minerva porque, como sabe usted, en los primeros tiempos viví en el Hassler, no en el Hôtel de la Ville como mi tío Georg, no, tenía que vivir en el Hassler, me había entrado manía de grandezas. Ya en el primer instante miré desde el Hassler por encima de la Piazza di Spagna a Roma, respiré profundamente y tuve la sensación de haberme salvado. De aquí no me iré ya, pensé en ese primer instante. Estaba ante la ventana abierta y me dije, aquí estoy y aquí me quedo, de aquí no me sacará ya nadie. Y me salieron bien las cuentas, me quedé en Roma y no me fui ya. Todas esas ciudades, desde luego, me habían gustado, pero ninguna tuvo en mí un efecto existencial tan esencial. En todas esas ciudades he vivido un tiempo bastante largo o simplemente largo, pero nunca me he sentido en ellas como en casa. Todas esas ciudades, sin duda, como se dice siempre aturdidamente, me han llegado al corazón, pero ninguna se ha convertido por ello en mi ciudad. Me gustan todas, Lisboa sobre todo, Varsovia, Cracovia, Palma, incluso Viena y París, sí, Londres también y Palermo, pero en ninguna de esas ciudades aguantaría hoy un tiempo bastante largo. Las he dejado atrás sin tener la sensación de haber perdido algo que me pertenecía a mí, absolutamente a mí. A veces tenía el pensamiento de que en Lisboa podría pasar también tantos años como en Roma, pero luego recuerdo una y otra vez a mi tío Georg con su acertada frase sobre esa ciudad, como creo, la más espléndida de todas. Lisboa es realmente más bella aún que Roma, pero es una ciudad provinciana. En Lisboa he pasado la época más hermosa de mi vida, pero no, como en Roma, la mejor. En Lisboa hay, como en ninguna otra ciudad del mundo, lo que yo llamo una naturaleza arquitectónica. En Lisboa ese concepto es perfección, Gambetti, es una pena que nunca haya tenido usted ocasión de estar en Lisboa. Fueron mis años más hermosos, probablemente también los más felices. Pero ideal para mi cabeza, que en definitiva siempre ha reclamado mi mayor interés, no lo fue nunca Lisboa en fin y final de cuentas, mientras que Roma lo ha sido siempre. Roma es la ciudad para la cabeza, para la cabeza de la antigüedad fue Roma la ciudad ideal, para la cabeza de hoy es también la ciudad ideal y, en las condiciones políticas caóticas que hoy reinan aquí, precisamente para la cabeza de hoy. Las otras ciudades no lo son, pienso a menudo, cuando pienso en la ciudad ideal para la cabeza, ni siquiera lo es Nueva York; Roma lo es, muy decididamente, con seguridad. Esto es explosivo y eso me va bien, Gambetti. Es explosivo, Gambetti, y eso me gusta. Entonces pensé que había apartado ya mucho a Gambetti de sus padres, y hasta dónde debía y podía ir en ese sentido, es decir, apartándolo cada vez más de sus padres y del mundo de ellos, es decir de sus ideas, pero al instante ese pensamiento me pareció absurdo, me irritó, porque mi relación con Gambetti es, como es natural, una relación que lo aparta de sus padres y de sus ideas, al enseñarle yo, por decirlo así, alemán, ponerle en las manos el Siebenkäs y El proceso, pretendo acercarlo a la literatura alemana, con el tiempo familiarizarlo con la literatura alemana, pero en realidad lo aparto de manera muy deliberada de sus padres y de sus ideas, pensé, actúo como si tuviera derecho a apartarlo de sus padres y de sus ideas, a alejarlo cada vez más de su mundo, en definitiva contrario a mí, es decir, hago ahora con Gambetti lo que hice conmigo mismo hace tiempo, al alejarme de Wolfsegg, y que ahora era bueno para Gambetti lo que fue bueno para mí, represento el papel del tío Georg, pensé, que me echó de Wolfsegg con sus pensamientos y manifestaciones sobre Wolfsegg y lo que significaba, hasta que Wolfsegg me resultó sencillamente imposible, y que, como mi tío Georg de Wolfsegg, yo echaba a Gambetti del mundo de sus padres. Pero no he trabajado conscientemente, pensé, en apartar a Gambetti del mundo de sus padres, ha ocurrido por sí solo, sin que al principio me resultara evidente, por decirlo así, al margen de mi llamada actividad docente con Gambetti. La atención, incluso fascinación, de Gambetti es mayor cuando le digo cómo habría que cambiar el mundo, en mi opinión, destruyéndolo primero de forma totalmente radical, aniquilándolo casi hasta la nada, para reconstruirlo entonces de la forma que me parece, en una palabra, soportable, como un mundo totalmente nuevo, aunque no pueda decir cómo deberá ocurrir eso, sólo sé que deberá ser primero totalmente destruido para ser reconstruido, porque sin su aniquilación total no podrá ser renovado, que cuando le pongo a Gambetti en las manos el Siebenkäs y le ruego que luego, al terminar la lectura, me haga preguntas sobre el Siebenkäs. La cabeza de Gambetti ha tomado ya muchas cosas de mi cabeza, pensé, pronto habría más de mi cabeza en la cabeza de Gambetti que de la suya. Sus padres observan ese proceso con inquietud, pensé. No me ven con tanto gusto como Gambetti intenta hacerme creer, verdad es que me invitan a comer en su casa, pero en el fondo desean que me vaya al diablo, porque me consideran ya desde hace años como deformador de su único hijo, que entretanto se ha hecho adulto y ha crecido más que ellos, están asustados de haber engendrado en definitiva a un futuro filósofo y revolucionario, lo que no era su intención, a alguien que se propone aniquilarlos en lugar de depender de ellos irreflexivamente durante toda su vida. Eso es lo que me reprochan ahora, el que, posiblemente, no sea sólo el seductor de su hijo lógicamente querido, sino también su aniquilador y que por ello, muy naturalmente, sea además su propio aniquilador, al que han acogido en su casa y al que pagan caro, porque las lecciones que doy a Gambetti no son baratas, su precio excede del que normalmente se paga por ello, pero los Gambetti son ricos, me digo, y no tengo por qué tener mala conciencia por recibir de ellos tanto dinero, que por lo demás no necesito, porque a mí mismo me sobra. Pero de eso los Gambetti sólo sospechan algo, no saben nada concreto. Gambetti, por supuesto, conoce bien mi situación financiera, y me ha dicho, si mis padres supieran lo rico que es usted, no me permitirían dar clases con usted. Así, sin embargo, creen que un generoso gesto de mecenas juega un papel en esas lecciones que, realmente, les resultan inquietantes desde hace ya tiempo, en ese mecenazgo por su parte se refugian, naturalmente, para no pensar en que, posiblemente, no hacen una buena obra, sino una obra destructora, al pagarme las lecciones con usted. Gambetti, sin embargo, encuentra perfectamente bien que sus padres, por decirlo así, tiren dinero por la ventana para que yo aparte a Gambetti de ellos e implante en él ideas que, probablemente, se volverán un día terriblemente contra ellos, contra todo lo que a ellos se refiere. Sin embargo, nunca me han podido considerar como un inofensivo profesor de alemán de Austria, pensé, para eso, lo que soy y lo que hago resulta demasiado evidente, pensé. Así pues, no me hago ningún reproche por mi oficio de inculcar a Gambetti la literatura alemana, pero también, además, mis ideas sobre la transformación y, por consiguiente, la aniquilación del mundo. Al fin y al cabo, yo no me he insinuado, ni tampoco impuesto, pensé, Gambetti, a propuesta de Zacchi, vino a verme, y los padres de Gambetti me rogaron expresamente que tomara a su hijo por discípulo, diciendo que yo era el profesor ideal. Yo mismo siento que soy el profesor ideal para Gambetti. Y Gambetti comparte conmigo ese sentimiento. Lo que, entretanto, les resulta inquietante de mí a sus padres le parece a él necesario, lógico, Gambetti dice una y otra vez que yo le enseño de forma consecuente y que él mismo considera en el fondo la literatura alemana, por la que, en fin de cuentas, se decidió por casualidad, como un pretexto para todo lo demás que le enseño, con lo que no quiere decir otra cosa que mis ideas, que entretanto ha convertido en suyas. Poco a poco tenemos que rechazarlo todo, le había dicho a Gambetti en el Pincio, estar poco a poco contra todo, para cooperar sencillamente a la aniquilación general que nos proponemos, desintegrar lo antiguo para, en definitiva, poder extinguirlo totalmente para lo nuevo. Hay que renunciar a lo antiguo, aniquilarlo, por doloroso que sea ese proceso, para hacer posible lo nuevo, aunque no podamos saber qué será lo nuevo, pero que deberá ser lo sabemos, Gambetti, le dije a éste, no hay vuelta atrás. Naturalmente, si pensamos así, tenemos a todo lo antiguo contra nosotros, y por consiguiente lo tenemos todo contra nosotros, Gambetti, le había dicho a éste. Pero eso no debe impedirnos aniquilar nuestra idea de cambiar lo antiguo por lo nuevo que deseamos. Renunciar a todo, le había dicho a Gambetti, rechazarlo todo, extinguirlo todo en definitiva, Gambetti. Mirando abajo a la Piazza Minerva, me vi de repente contando a Gambetti al mismo tiempo un sueño en el que me encontraba con mi compañero de estudios Eisenberg, con Maria y Zacchi, en un valle transversal del Val Gardina. Ese sueño, le había dicho a Gambetti, se remonta por lo menos a cuatro o cinco años. Yo era todavía muy joven en ese sueño, le había dicho a Gambetti, quizá de veinte años, Eisenberg de la misma edad que yo y Maria apenas mayor. Habíamos alquilado habitaciones en un hostal pequeño y antiguo, llamado La Ermita, todavía hoy veo la muestra del hostal tan claramente como la primera vez, le había dicho a Gambetti. De ese sueño me he acordado muy a menudo y cada vez he intentado más penetrar en él, esta vez con más energía aún que nunca antes, porque, con el telegrama en la mano, quería en cualquier caso distraerme del telegrama, y por eso me pareció ese sueño el mejor medio para distraerme así de ese telegrama indudablemente horrible, no puedo decir por qué pensé en ese sueño, pero probablemente por una observación de Gambetti que me hizo sólo dos o tres horas antes de que yo recibiera el telegrama, una, así llamada, observación de pasada, en la que, sin embargo, aparecía la expresión alta montaña; Gambetti me dijo que, el próximo verano, iría con sus padres y conmigo, como subrayó expresamente, a la alta montaña, eso le gustaba extraordinariamente, y allí, en un estrecho valle que conocía y le era familiar desde la infancia, nos resultaría provechoso a los dos, de la forma más agradable, avanzar en nuestros estudios, totalmente protegidos de las molestias que, normalmente, perturbaban esos estudios nuestros, muy de pasada dijo Gambetti que, sin duda, iría con sus padres a la alta montaña del norte de Italia, pero en el fondo conmigo y, si no me importaba, me invitaría a esas jornadas de estudio en la alta montaña, como lo expresó él, acabábamos de hablar de Schopenhauer, del perro del filósofo, al que éste situaba más alto aún que a su ama de llaves, para poder acabar de pensar y acabar de escribir realmente su Mundo como voluntad y representación, de que el perro y el ama de llaves habían guiado la pluma de Schopenhauer, como decía Gambetti, cuando Gambetti de repente, para mí al menos de forma totalmente sorprendente e inconexa, me había hablado de la excursión a la alta montaña el próximo verano, y de un cuaderno de notas cuadriculado que quería llevarse a ella, sin que me dijera qué significaba ese cuaderno de notas cuadriculado, y yo tampoco le pregunté cuál era el significado de ese cuaderno de notas cuadriculado mencionado expresamente, pero todavía oigo a Gambetti decir claramente con mis padres a la alta montaña, lo que equivale a decir con usted, así Gambetti en el Pincio, lo que, según pienso, me hace volver ahora al sueño que, como quiero decir, me visita varias veces al año, con todas sus cosas extrañas, estoy seguro de que soñé ese sueño por primera vez hace cuatro o cinco años, en Neumarkt en la Estiria, en una oscura habitación, así llamada, de dos camas de una antigua villa señorial, en la que me habían metido mis parientes por dos días para que me curase, como lo expresaron ellos, porque tenía una enfermedad febril de la que nadie sabía de qué enfermedad se trataba realmente. Con las cortinas corridas, estaba echado en esa habitación de dos camas de mis parientes, que explotan en Neumarkt una empresa de madera de construcción y están emparentados con mi madre y, por lo tanto, también conmigo, ya no recuerdo por qué razón los visité entonces, según pienso hoy, probablemente sólo para resfriarme en Neumarkt, uno de los lugares más sombríos y húmedos que conozco. Dos días y dos noches con las cortinas corridas y sin tomar ningún alimento, según pienso, en Neumarkt, que es realmente un pueblo horrible, tampoco veo ya ante mí el rostro de ninguno de mis parientes, ni siquiera borrosamente, pero que fue allí donde tuve ese sueño lo sé aún. Habíamos llegado con tiempo lluvioso a ese valle del norte de Italia, Gambetti, le había dicho a éste, Eisenberg, de mi misma edad, Zacchi, el filósofo igualmente de la misma edad, y Maria, mi primera poetisa, Maria, así yo a Gambetti, mi mayor poetisa ya entonces; Maria había venido a vernos desde París, no desde Roma, en donde vivía ya entonces, en el piso en que está ahora, pero ese piso no tenía aún el aspecto de ahora, todavía no había miles de libros en su piso, sólo cientos. Todavía no había alfombras en su piso, Gambetti, le había dicho a éste. Pero ya entonces Maria se pasaba en la cama la mayor parte del tiempo y recibía a sus huéspedes en la cama. Maria se reunió con nosotros, viniendo de París, llevando un traje-pantalón extravagante, le dije a Gambetti. Parecía como si estuviera a punto de ir a la ópera o acabara de venir de la ópera. Unos pantalones de terciopelo negro, Gambetti, atados bajo la rodilla con grandes lazos de seda, y una chaqueta de un rojo cardenal con cuello de color turquesa. Como es natural, causó la mayor sensación que Maria apareciera con ese atuendo de ópera en el valle de alta montaña. Eisenberg fue a su encuentro, mientras yo observaba ya de lejos a la que llegaba, cuando se dirigía hacia el hostal La Ermita, con movimientos operísticos, Gambetti, le dije a éste, brazos y piernas y la cabeza continuamente con un movimiento operístico, a sacudidas, como si fuera hacia el hostal bailando, Gambetti, le dije a éste. Al principio, a distancia, su traje no se veía tan claramente, naturalmente, yo no había pensado tampoco que fuera Maria, nunca hubiera tenido la idea de que Maria fuera allí realmente, efectivamente, pero mucho menos que viniera con semejante atuendo y de París en lugar de Roma, Gambetti, le había dicho a éste. Eisenberg fue a su encuentro, no Zacchi ni yo, como si Eisenberg hubiera sabido que ella llegaría precisamente a esa hora, Zacchi y yo, evidentemente, no lo habíamos sabido, de pie junto a la ventana del hostal, a Zacchi lo supongo en su habitación, no levantado aún pero sin embargo sin dormir ya, porque siempre lo he conocido como alguien que se levantaba tarde, a diferencia de Eisenberg y de mí, que siempre hemos sido madrugadores, Eisenberg se levanta siempre todavía más temprano que yo, le dije a Gambetti, por eso era lógico que fuera Eisenberg al encuentro de Maria y no Zacchi ni yo, Maria se reunió con nosotros ya muy temprano, le dije a Gambetti, antes de las cinco de la mañana. Yo había pasado, como siempre que estoy en la alta montaña, una noche de insomnio, estuve toda la noche más o menos junto a la ventana mirando afuera, hora tras hora, hasta desmayarme, le dije a Gambetti, pero sin desmayarme real y verdaderamente, y entonces vi a Maria venir hacia el hostal en el que me alojaba desde la víspera, con el único objeto de hablar de Schopenhauer y de los poemas de Maria, en el sueño, nos permitíamos esa estancia sólo con ese único fin, le dije a Gambetti, y habíamos elegido con ese fin el clima que nos parecía ideal, aquel estrecho valle de la alta montaña al que sólo conducía un sendero, ninguna carretera, y que, por consiguiente, sólo podía alcanzarse a pie. Maria hubiera debido estar ya con nosotros en el valle la noche anterior y todavía me veo calmando al patrón del hostal, y cómo le convenzo ininterrumpidamente asegurándole que la persona principal, es decir, nuestra amiga Maria, vendría sin falta, y que estuviera tranquilo, el patrón de La Ermita temía que sólo quisiéramos pagar por tres, o sea, Eisenberg, Zacchi y yo, el llamado precio de la pensión, porque no habíamos alquilado sólo habitaciones, sino la pensión completa, para poder abordar y realizar, sin ser molestados en absoluto, nuestro proyecto, es decir, contraponer el Mundo como voluntad y representación a los poemas de Maria, lo que en Roma, de donde habíamos venido Eisenberg, Zacchi y yo, nos había parecido una empresa especialmente atrayente, Eisenberg había tenido la idea, Zacchi se había entusiasmado con ella, yo había reservado entonces las habitaciones en La Ermita y Maria había estado de acuerdo con nuestro proyecto, si no es Heidegger, había dicho Maria, será Schopenhauer, dijo que se alegraba de la empresa, pero que aquella noche tenía que ir aún a París, no quiso revelar el objeto de ese viaje a París, por mucho que le insistiera para que me lo dijera, porque al fin y al cabo era insólito ir de Roma a París para una sola noche, le había dicho a Maria en ese sueño, tenía que ser una razón existencial, así yo a Maria, que sin embargo no me escuchó sino que se puso el abrigo y se fue de Roma al instante. Que se reuniría puntualmente con nuestro grupo, me dijo aún al salir. Y realmente la veía ahora, con su atuendo operístico, dirigirse hacia el hostal en el momento oportuno, cuando ya estábamos dispuestos para nuestro debate. Durante toda la víspera, más o menos, aunque de pie todo el tiempo junto a la ventana, me había ocupado de Schopenhauer y de los poemas de Maria, había puesto en relación las dos cosas, es decir, los pensamientos de Schopenhauer y los de Maria, tratando de establecer una auténtica relación filosófica entre las dos mentalidades, las poesías de Maria y los esfuerzos filosóficos de Schopenhauer, subordinando una y otra vez los unos a los otros, contraponiendo éstos y aquéllos, y tratando de destacar lo filosófico en los poemas de Maria y lo poético o, mejor, la poesía, en la obra de Schopenhauer. Para ello, el hecho de pasar una noche de completo insomnio había sido favorable, incluso ideal, le dije a Gambetti, tenemos que estar agradecidos por cada noche de insomnio de nuestra vida, Gambetti, le había dicho a éste, porque, en cualquier caso, nos hace avanzar filosóficamente. Gambetti me escuchaba atentamente mientras continuaba el relato de mi sueño, sin dejarme irritar en lo más mínimo por los ruidos del Pincio, ni siquiera el gorjeo de los pájaros, que me ha parecido siempre enemigo del espíritu, podía estorbar el relato de mi sueño. Había estado de pie toda la noche junto a la ventana de mi habitación en el hostal La Ermita, Gambetti, reflexionando en Maria y Schopenhauer, y ya la víspera me había propuesto prolongar esa reflexión tanto como me fuera posible, lo que probablemente fue también la causa de mi noche de insomnio. Cuando vi venir a aquella figura grotesca hacia el hostal La Ermita, Gambetti, que al principio fue sólo de un negro profundo y no reconocible como Maria, y que se acercó más de cincuenta o cuarenta metros, saliendo de un torbellino de nieve, cuando me resultó evidente que aquella persona grotesca de movimientos de marioneta no podía ser otra que Maria, supe también inmediatamente cuál había sido la razón para aquella estancia nocturna en París de Maria, sólo había ido a París para ir a la ópera, Gambetti, le dije a éste, y naturalmente con ese atuendo, que al fin y al cabo yo conocía ya de Roma, porque Maria compró esos pantalones y esa chaqueta conmigo en Roma, fuimos juntos de compras una tarde que, como decía siempre Maria, era para desesperarse y, gracias a la compra de esos pantalones y esa chaqueta, hicimos de una tarde desesperada una tarde feliz, las compras, le dije a Gambetti, nos salvan llegado el caso más que cualquier otra cosa, cuando nos animamos y cuando no tememos tampoco el mayor lujo, es decir, no tememos comprar lo más precioso, y al mismo tiempo lo más costoso, lo más caro de todo, aunque sea grotesco, como ese atuendo, le dije a Gambetti; antes de morirse de desesperación, es mejor salir a la calle y entrar en una tienda de lujo, y vestirse de nuevo de la forma más grotesca, hacer de nosotros una criatura de lujo incluso para un Don Giovanni kitsch, antes que refugiarnos en la cama con una dosis triple de somníferos, sin saber si nos despertaremos, cuando, sin embargo, siempre ha valido la pena despertarse, le dije a Gambetti; en el momento en que Maria se dirigía a La Ermita con ese traje grotesco, me resultó evidente: ha ido a París para ver su ópera favorita, Peleas y Melisanda, de Debussy/Maeterlinck. Maria no duda en venir directamente de la ópera de París a nuestro valle de la alta montaña, para cumplir su promesa, pensé, de pie junto a la ventana y observando cómo se acercaba a La Ermita, mientras Eisenberg se dirigía a su encuentro, le dije a Gambetti. Eisenberg, pensé observándolo, no ha podido, como yo, dormir y es lógicamente el primero que ha visto a Maria, y por tanto también el que ha ido primero a su encuentro. Eso es característico de Eisenberg, pensé, de pie junto a la ventana. Maria y Eisenberg se han comprendido siempre no sólo bien, sino del mejor modo, y eran intelectualmente de la misma altura. A Eisenberg le gustaba la misma filosofía que a Maria, tenían las mismas ideas sobre la poesía. De los dos he aprendido lo mismo, pensé. Maria no llevaba nada en las manos, le dije a Gambetti, en un estado de felicidad elemental había surgido del torbellino de nieve y se había dirigido a La Ermita. ¡Qué tranquilo se va a quedar el patrón!, me dije al ver entonces a Maria. Zacchi había sido el único que dudó de que Maria viniese. Cómo puede por la noche, en lugar de venir inmediatamente con nosotros a la alta montaña en el norte de Italia, ir a París y, sin embargo, estar con nosotros a la mañana temprano en el hostal La Ermita, en el que hemos reservado también una habitación para ella, había dicho Zacchi. Zacchi fue siempre desconfiado, le dije a Gambetti. Al fin y al cabo, siempre llamábamos también a Zacchi el Escéptico. Maria se detuvo y Eisenberg se acercó a ella, le dije a Gambetti, pensé ahora, de pie junto a la ventana de mi gabinete, mirando hacia abajo a la Piazza Minerva, y entonces oí, le dije a Gambetti contándole mi sueño, un terrible estruendo, como un trueno, y en ese instante toda la tierra tembló. Lo extraño fue que, salvo yo, nadie había oído aquel estruendo y nadie se había dado cuenta de que la tierra temblara, como comprobé luego. Tampoco Maria y Eisenberg se habían dado cuenta de ese estruendo atronador y ese temblor. Me pareció, cuando Maria y Eisenberg se dirigían al hostal sin reparar en mí, que los observaba a los dos intensamente desde mi ventana, que Maria venía descalza a La Ermita, y realmente vi entonces que Eisenberg llevaba los zapatos de ella en la mano y que ella estaba descalza. Eisenberg fue siempre el más previsor, le dije a Gambetti, sobre todo el que, por decirlo así, adoptó la previsión como una segunda naturaleza. Yo me quedé todavía un rato junto a la ventana mirando hacia abajo y tratando de remontar, tan lejos como era posible, las huellas de los pasos que habían dado Eisenberg y Maria en su camino hacia La Ermita. Conté unos ciento veinte pasos, lo recuerdo muy bien, Gambetti, le dije a éste, como si soñara ese sueño ahora y no lo hubiera soñado hacía ya cuatro o cinco años. La imagen se quiebra y veo a Maria de pronto en el vestíbulo de La Ermita, abajo, con Eisenberg, quitándole los zapatos a Eisenberg, y entonces Maria le pone a Eisenberg sus zapatos y Eisenberg le pone los suyos a Maria. Mientras tanto se ríen los dos a carcajadas, pero interrumpen inmediatamente sus risas cuando entro yo. Tras una breve pausa, vuelven a reírse los dos tan fuerte que La Ermita entera se estremece. Maria estira las piernas y las sostiene así en el aire con los zapatos de Eisenberg, es decir, con esas botas altas y negras de Eisenberg que siempre lleva, esas botas negras increíblemente suaves pero sin embargo altas, Gambetti, digo. Y Eisenberg da saltos de un lado a otro por el vestíbulo de La Ermita con los zapatos de Maria, esas zapatillas de ballet ligeras y plateadamente relucientes; mientras tanto los dos gritan: ¡Nos hemos cambiado los zapatos! ¡Nos hemos cambiado los zapatos! ¡Nos hemos cambiado los zapatos!, hasta que los dos están agotados y Maria se echa a mi cuello y me atrae hacia ella en el banco del vestíbulo y me besa, mientras Eisenberg está de pie, con la espalda contra el muro del vestíbulo, observándonos mientras nos sentamos en el banco del vestíbulo. Eisenberg exige en ese momento que Maria vuelva a quitarse sus zapatos. Maria se quita los zapatos de Eisenberg y se los tira a la cabeza, Eisenberg ha retrocedido, evitando así que los zapatos lanzados por Maria le dieran realmente en la cabeza. Eisenberg se inclina para recoger sus zapatos del suelo, mientras Maria señala sus zapatillas de ballet, que Eisenberg sigue llevando, Gambetti, le dije a éste. Aquello era grotesco, Gambetti, Eisenberg, con su abrigo negro casi hasta los tobillos y las zapatillas de ballet de Maria en los pies. Eisenberg dice que no se quitará los zapatos de Maria, y que nosotros debemos quitarle las zapatillas de ballet de Maria. Maria deja entonces a Eisenberg con un palmo de narices. Luego, sin embargo, cuando ve que Eisenberg se siente infeliz por tener que quitarse él mismo las zapatillas de ballet de Maria, se inclina y se las quita. Él se queda descalzo allí, en el vestíbulo de La Ermita, le dije a Gambetti, y se dirige hacia Maria, que se aprieta contra mí. Eisenberg se arrodilla ante Maria y le tiende los zapatos. Son tus zapatos, me los he quitado para ti, dice Eisenberg, le da los zapatos a Maria y vuelve a ponerse de pie. Maria besa a Eisenberg, le dije a Gambetti, y sale corriendo afuera con los zapatos en la mano. Eisenberg y yo la seguimos con la vista. Esperemos que nuestra niña no se muera, dice Eisenberg en ese instante, le dije a Gambetti. Había empezado a nevar otra vez. Entonces me veo con Eisenberg y Zacchi sentado a una mesita de un rincón en La Ermita, le dije a Gambetti. Tenemos delante los poemas de Maria y El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Todo abierto ante nosotros, le dije a Gambetti. El patrón de La Ermita entra y quiere servirnos el desayuno en la mesa, y dice que despejemos la mesa. Quiten todo eso de la mesa, dice el patrón, y quiere empezar él a despejar la mesa. Maria entra en el instante en que el patrón, sin nuestro permiso, se dispone a despejar la mesa con sus propias manos. Sin embargo, no llega a quitar de la mesa El mundo como voluntad y representación, porque Eisenberg le apostrofa. ¡Atrévase!, le grita a la cara Eisenberg al patrón, mientras Maria sigue estando detrás del patrón. Ella no comprende lo que ha pasado en ese instante, le dije a Gambetti. Eisenberg se puso en pie de un salto y le gritó al patrón a la cara varias veces: ¡Atrévase! Eso hace que el patrón se irrite realmente con nosotros. Intenta con la rapidez del rayo agarrar el libro abierto de Schopenhauer, pero Eisenberg es más rápido. Eisenberg se apodera del libro de Schopenhauer y lo aprieta contra su pecho. Yo había arrebatado los poemas de Maria, y Zacchi nuestros cuadernos de notas, que habíamos tenido sobre la mesa. El patrón de La Ermita estaba tan fuera de sí que nos amenazó con matarnos. Realmente el patrón era un hombre fuerte, y todos tuvimos miedo de él. Maria se había sentado a mi lado, apretándose contra mí, le dije a Gambetti. No comprendía lo que había pasado. Al fin y al cabo, en Roma se le había descrito La Ermita como un lugar ideal, que pertenecía a un patrón amable, incluso sumamente acogedor, y que en resumidas cuentas reunía unas condiciones favorables para nuestro proyecto. Y ahora estaba ante un hombre terriblemente irritado, que nos amenazaba con matarnos y que, como todos tuvimos que ver, no retrocedía ante nada. Habíamos elegido La Ermita porque nos había parecido que ningún otro lugar entraba en consideración para nuestro propósito, es decir, contraponer los poemas de Maria a los pensamientos de Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación. El patrón de La Ermita, mientras nos amenazaba con matarnos, ponía la mesa, porque tenía por costumbre poner la mesa para el desayuno, cualesquiera que fueran las circunstancias, le dije a Gambetti, tenía que ponerla porque su mujer se lo había ordenado, le dije a Gambetti, de manera que nos amenazaba realmente con matarnos y, al mismo tiempo, ponía la mesa. ¡Y ni siquiera han pagado aún!, exclamó el patrón de La Ermita, mientras nosotros, todavía asustados, apretábamos nuestros libros y papeles contra el pecho, sin poder decir una sola palabra. ¡Tienen que pagar inmediatamente!, gritó el patrón, y lo gritó varias veces más, hasta que acabó de poner la mesa. Nosotros no habíamos sido capaces de decir ni una palabra, pero sabíamos que, detrás de la puerta de la cocina de La Ermita, acechaba la mujer del patrón. En cualquier caso yo lo sabía, y creía oír respirar a la mujer del patrón detrás de la puerta de la cocina. Al ver nuestros libros y nuestros papeles, el patrón no había podido calmarse e, incluso después de haber puesto la mesa, no cesaba en sus amenazas. Gente así debería ser encerrada, exclamó de pronto, debería estar detrás de cerrojos y candados, gente como ustedes, nos dijo, totalmente sin aliento, que anda por ahí con tales libros y tales papeles y que lleva tales ropas, y señaló primero el traje de Maria y luego el largo abrigo negro de Eisenberg, y dijo irritado, sobre la barba de Eisenberg, que esas barbas las llevaba gente que debería ser ahorcada. El patrón de La Ermita acabó por hacernos una escena horrible, le dije a Gambetti, gritando varias veces, chusma como ustedes (o sea como nosotros) debería ser exterminada. Varias veces nos gritó a la cara la palabra exterminada. Entonces fue como si sufriera un ataque, porque de pronto se llevó la mano al pecho y, realmente, se apoyó en la mesa. Aprovechamos ese ataque de debilidad del patrón de La Ermita para dejar al instante la sala y huir del hostal La Ermita. Salimos corriendo del valle, le dije a Gambetti, con nuestro Schopenhauer y los poemas de Maria apretados contra nosotros, como si corriéramos para salvar la vida. A Maria la habíamos puesto en el medio. Había una nevasca tan espesa en el valle, que no veíamos ya absolutamente nada, pero, como el valle era estrecho, llegamos al final. Gambetti, como siempre, había escuchado atentamente. No me había hecho una sola pregunta sobre mi sueño. Ese sueño se lo había contado también, lógicamente, a Eisenberg, Zacchi y Maria. Todos se habían quedado callados luego. Gambetti habla de Maria como de alguien en quien todo está siempre presente, y la fuerza de espíritu para soportar ese todo, en la compañía que sea. Por eso Maria era siempre también el centro, sin que tuviera que decir una palabra. Spadolini lo es a su estilo, entre cualquier clase de gentes. Maria es inevitablemente, al instante, aquella sobre la que todo tiene que concentrarse, eso lo sabe, lo mismo que Spadolini sabe siempre inmediatamente que él tiene que ser el centro en cualquier reunión. Si se encuentran Maria y Spadolini, destruyen inevitablemente esa reunión, sencillamente la descomponen. Eso lo he presenciado a menudo, le dije a Gambetti, que, cuando los dos estaban juntos en una reunión, esa reunión se descomponía inmediatamente, como suele decirse, en sus partes componentes, porque era destruida por los dos. O bien es Spadolini el centro o Maria, le dije a Gambetti, pero los dos no pueden serlo. Spadolini aparenta al menos que no aborrece a Maria, pero Maria no oculta nunca su desprecio hacia Spadolini, al contrario, lo explota a fondo cuando tiene ocasión, le dije a Gambetti. Spadolini dice a cada instante que aprecia tanto los poemas de Maria, porque, de esa forma, quiere distraer la atención de su aversión hacia Maria, y ve en esas declaraciones de aprecio y estima de sus poemas un medio para disimular su aversión hacia Maria, lo que naturalmente no consigue, Gambetti, le había dicho a éste. Spadolini va siempre un ápice demasiado lejos al elogiar los poemas de Maria, que, por lo demás, no pueden gustarle en absoluto, le dije a Gambetti, porque van dirigidos en todas y cada una de las cosas contra Spadolini y actúan de forma francamente destructora sobre Spadolini, le dije a Gambetti. Spadolini elogia abiertamente las traducciones que ha hecho Maria de poemas de Ungaretti, y exagera tanto, que en ello se expresa toda la aversión de Spadolini, le dije a Gambetti, hace la corte a Maria, aunque ella no le gusta y todo lo que dice Maria le resulta antipático. Maria, sin embargo, rechaza a Spadolini de forma totalmente abierta, y no comprende que yo no haya roto y renunciado hace tiempo al contacto con Spadolini, Gambetti. No puede comprender que esté apegado a Spadolini y no quiera renunciar a él. El carácter de Spadolini lo califica ella siempre de depravado, y me explica también por qué, Gambetti, reprochándome que, con relativa frecuencia, me encuentre con Spadolini, con ese hombre insulso, que seduce a tu madre una y otra vez, como dice ella. Spadolini es, a sus ojos, el ser más hipócrita que conoce, Spadolini es el charlatán nato, el oportunista nato, cuando se trata de sus fines, ni siquiera de los de la Iglesia, de sus fines personales totalmente viles; yo no tengo carácter, al seguir tratando con Spadolini, así Maria otra vez sólo la pasada noche, así yo a Gambetti en el Pincio. Maria lee en el Instituto Austríaco de Cultura sus poemas y Spadolini aplaude entusiasmado, porque espera sacar ventaja de ello y no porque sus poemas le hayan gustado, así Maria, le dije a Gambetti. Spadolini presenta a Maria al embajador peruano literalmente como la mayor poetisa viviente y no puede soportarla, la aborrece y la invita a comer todos los meses una vez al menos en la Via Veneto, que a Spadolini le gusta y que Maria aborrece, detesta, le dije a Gambetti, aunque Maria ha rechazado siempre todas esas invitaciones, Spadolini sigue invitando a Maria una y otra vez. A mí me dice, he vuelto a invitar a Maria, pero ella ha rehusado, la invitaré una y otra vez y ella rehusará una y otra vez, le dije a Gambetti. Spadolini es, a su estilo, lo que se llama una gran personalidad, que Maria tiene que rechazar, ella no soporta a su lado ninguna gran personalidad, como en el fondo tampoco Spadolini, pero Spadolini es un diplomático mundano, que domina todos los refinamientos, Maria no los domina y lo muestra abiertamente, porque no puede hacer otra cosa. Cada uno de los dos, tanto Spadolini como Maria, le dije a Gambetti, es el centro, no hay dos centros, Spadolini lo es por refinamiento, Maria lo es por naturaleza, le dije a Gambetti. Lo austríaco es en Maria lo natural, lo vaticano lo artificial en Spadolini, le dije a Gambetti. Los dos son igual de grandes y se aborrecen igual, le dije a Gambetti, y tienen conciencia de su grandeza y su aborrecimiento, pero Spadolini es el más fuerte, y por eso no tiene que retirarse siempre, como Maria, cuya única arma ha sido en definitiva siempre la retirada. Spadolini no entra en escena verdaderamente más que cuando resulta peligroso, Maria se retira. Los dos tienen, no sólo propensión a la ropa extravagante, le dije a Gambetti, sino a la extravagancia en general. En definitiva, los dos vinieron de provincias, Gambetti, y sólo pudieron afirmarse mediante la extravagancia, todo en Spadolini es extravagancia, todo en Maria, aunque en el uno sea de lo más refinado y en la otra de lo más natural, Gambetti. Si ella se propusiera escribir un libro que tuviera por contenido la quintaesencia del charlatán, así Maria una vez a mí, así yo a Gambetti, no titubearía un instante en describir a Spadolini como protagonista de ese libro. Por lo demás, escribir prosa siempre fue su sueño, pero todos sus intentos en ese sentido fracasaron, siempre renunció inmediatamente y, si no, comprendió que no había creado una obra de arte sino sólo realizado un trabajo sorprendente, así ella misma, Gambetti. Spadolini es el gran trabajador, Maria la gran artista, le dije a Gambetti. En el fondo, le dije, me siento feliz de tener por amigos a dos personas así y realmente grandes personalidades, da igual cómo se vean esas amistades desde el exterior, cómo vea Spadolini a Maria y a la inversa, quiero cultivarlas y no perderlas, jamás, le dije a Gambetti. Cuando Spadolini me habla del Perú es exactamente igual que cuando Maria me lee sus poemas, tiene el mismo valor, Gambetti. Si nos atenemos sólo a las personas de gran carácter, nos volvemos estériles ya en el plazo más breve, le dije a Gambetti, al contrario, tenemos que tratar con las personas, así llamadas, sin carácter, para aguantar, para no degenerar intelectualmente. La gente que tiene lo que se llama un buen carácter es la que, con el tiempo, nos aburre y nos mata sólo, tenemos que guardarnos sobre todo de su compañía, le dije a Gambetti. Además, Maria y Spadolini han sido siempre para mí grandes maestros, Gambetti. Sin que yo se lo dijera jamás.