—Señorita Foster, ¿está sola? —oyó Meredith a través de los altavoces del aula.
Era la tarde del miércoles, una tarde que Meredith dedicaba a planificar las clases. Se encontraba en el aula de tercer grado y alzó sobresaltada la mirada de un problema de matemáticas escrito descuidadamente que estaba intentando descifrar.
—Sí, señor Shepherd —se dirigió a Mark hablándole de usted, como hacía siempre que había alguna posibilidad de que pudieran oírlos.
—¿Podría bajar a mi despacho?
El despacho del director era el único lugar en el que podían estar seguros de que nadie iba a interrumpirlos.
Meredith dejó caer el bolígrafo rojo con el que estaba corrigiendo los exámenes.
—Sí, señor Shepherd, ahora mismo voy.
Acababa de estropearse un hermoso día de mayo; Meredith volvía a tener problemas.
—Eres la mejor profesora que he tenido nunca, Meredith. Año tras año, tus alumnos superan la media de otros estudiantes del distrito.
—Lo sé, gracias.
—Y también eres la profesora que provoca la mayor parte de las llamadas de los padres.
Meredith estaba sentada en uno de los dos sillones que había frente a un viejo, pero inmaculado, escritorio mientras el director permanecía de pie junto a la ventana que había tras él.
—Lo sé.
—Y son los padres los que nos pagan nuestro salario.
Meredith asintió, meciendo su larga cola de caballo al hacerlo.
—Algunos padres han solicitado una supervisión al consejo escolar.
Eso no debía de ser nada bueno.
—Y el ayuntamiento...
—Mark, ya me lo imagino —lo interrumpió Meredith—, ha llamado Barnett.
—Me llamó a casa ayer por la noche, cuando estaba cenando.
—Lo siento.
Aunque no estaba del todo segura de qué era lo que sentía. Por supuesto, haberle causado problemas. Y también que lo hubieran interrumpido durante la cena. Pero no lamentaba haberle dicho a la madre de Tommy que sospechaba que el padre de su hijo, del que estaba divorciada, lo maltrataba.
—No sólo has creado un problema que no necesitábamos, sino que, a raíz de tu conversación, los padres de Tommy han tenido una discusión terrible.
—¿Discusión que se supone debería haber evitado a costa de la seguridad de un niño de ocho años?
Cambió de postura y sintió que se le clavaba una astilla en la pierna. Si hubiera aprendido a estirarse la falda cuando se sentaba, como había estado urgiéndola a hacer su madre durante la mayor parte de su vida, aquello no habría ocurrido. Pero los largos pliegues de su colorida falda de algodón flotaban libremente a su alrededor.
—Eres la profesora de tercer grado, Meredith, no la psicóloga del colegio. A ti te corresponde hablar a los padres sobre problemas académicos, no sobre sospechas de las que no tienes pruebas o supuestas tendencias suicidas.
—¿Así que debo dejar que un niño se suicide? ¿O permitir que su padre continúe minándolo hasta que al final la criatura decida que no tiene sentido continuar viviendo?
—¡Tommy tiene ocho años!
—Es un niño de ocho años especialmente maduro.
—Existe un protocolo para este tipo de cosas. Hay profesionales que pueden ayudarte si sospechas que hay un problema, gente preparada para tratar con estas cuestiones tan delicadas.
—He hablado con Jean en dos ocasiones. Ella habló con Tommy y concluyó que no había ninguna necesidad de llamar a sus padres.
—Jean lleva cuatro años con nosotros. Ha estado preparándose durante casi diez años para ser psicóloga infantil y es una profesional con gran prestigio en su campo.
Posiblemente, pero Jean Saunders era una persona completamente racional. Si algo no le parecía lógico, si no encajaba en un patrón predeterminado, no existía.
—En este caso, creo que se está equivocando.
—¿Qué te dijo ella?
—Que Tommy sufre los miedos y las culpabilidades propias de un hijo de padres divorciados. Que, como mucho, sus padres lo están utilizando para enfrentarse el uno al otro, cosa que es cierta.
—Meredith, eso no tienes forma de saberlo.
—Tommy está pensando en suicidarse —dijo suavemente—. Su padre lo ha convencido de que es el responsable de su divorcio.
Su padre era un hombre rico y poderoso, ocupaba el cargo de fiscal del distrito.
Mark la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Te ha dicho eso exactamente?
—No.
—¿Y lo has oído decírselo a otros niños?
—No.
Mark se sentó al borde de la mesa, directamente frente a Meredith. Ella habría preferido que no lo hiciera. La proximidad de Mark hacía mucho más difícil la situación. Y aquello ya era suficientemente complicado.
En días como aquél, encontraba tentadora la idea de olvidarse de Mark Shepherd y volver a su trabajo de secretaria. Pero, en realidad, no sabía lo que haría si no pudiera dedicarse a la enseñanza. Y tenía que pensar en Tommy y en otros niños como él.
—Llamaré al señor Barnett y le pediré disculpas —dijo.
Alzó la mirada hacia el hombre con el que le habría encantado salir si no trabajaran juntos y las relaciones entre profesores no estuvieran en contra de la política educativa del distrito... y si él le hubiera pedido alguna vez que lo hiciera.
—Y llamaré también a la señora Barnett, le diré que me he extralimitado y que se olvide de lo que le he dicho.
—Sabes también como yo que no podrá olvidarlo.
Meredith se levantó; era sólo unos centímetros más baja que su jefe, de modo que sus ojos quedaron directamente frente a su boca. Frank, su ex prometido, medía lo mismo que Mark; ésa era una de las pocas cosas que todavía le gustaba de él.
—Eso espero, por el bien de Tommy. Y también que al final consiga alejarlo para siempre de su padre.
—Por supuesto, no vas a decirle nada de eso.
No, porque no le haría ningún bien a nadie que la despidieran y la alejaran de un niño al que podía ayudar. Pero iba a ser muy difícil.
—El padre de Tommy también la maltrataba a ella —contestó, enfrentándose a Mark—. Ésa es la razón por la que le resultó tan fácil creer que podía estar haciéndole lo mismo a su hijo.
—Por supuesto, eso no te lo ha dicho ella, sencillamente, lo sabes.
—No —sacudió la cabeza, haciendo tintinear sus pendientes—, me lo ha dicho ella.
—¿Has tenido un día muy duro?
Susan Gardener hundió la mano lentamente por el cabello de Mark. Algo que a Mark le encantaba que hiciera.
—Humm —contestó él con los ojos entrecerrados mientras se tumbaba a su lado en el sofá.
Había acostado a Kelsey una hora antes, se había asegurado de que la gata se quedara durmiendo acurrucada a los pies de la cama y por fin estaba comenzando a relajarse.
—Realmente, me admira tu capacidad para pasarte el día rodeado de niños sin volverte loco. Yo no tendría tanta paciencia.
—Yo no me pasaría el día mirando la garganta y la nariz de los demás —respondió Mark con una sonrisa.
Susan se echó a reír.
—Yo no me paso el día mirando la nariz de nadie —contestó Susan, tirándole suavemente del pelo—. Sólo lo hago un par de veces a la semana. Ahora, si quieres que hablemos de examinar oídos...
No, no quería, aunque admiraba el trabajo de Susan, que dedicaba su vida a sanar a los demás.
—Kelsey no estaba muy animada esta noche —comentó Susan.
—Ha sido muy maleducada —respondió Mark, frustrado con la actitud de su hija de nueve años.
Kelsey siempre había tenido un gran corazón y su capacidad para entender lo que ocurría a su alrededor superaba a la de los niños de su edad. Pero, últimamente, había ocasiones en las que se convertía en una persona a la que ni siquiera su padre reconocía.
—No le gusto.
—No eres tú —Mark volvió la cabeza hacia la mujer que tenía a su lado.
Susan era una mujer de pelo corto y oscuro y ojos grandes y luminosos. No se parecía en nada a la pelirroja de ojos verdes que le había hecho aquel día diez veces más difícil de lo que ía haber sido.
—Kelsey no está acostumbrada a compartirme.
—Pero si ya llevamos casi seis meses saliendo juntos.
—Sí, pero me ha tenido para ella sola durante casi tres años.
Susan bajó la mano desde su rostro hasta su cuello.
—Podría creerme lo que dices si todavía no tuvieras tres noches enteras a la semana para ella —dijo y sacudió la cabeza—. No se me dan muy bien los niños. Me gustan, pero no sé cómo relacionarme con ellos. No sé qué decirles.
—Basta con hablar con ellos —le explicó Mark, conmovido por su sinceridad—, son personas como las demás, aunque un poco más bajitas.
—No razonan como los adultos.
—Pero tú también has sido niña. Intenta recordar cómo eras entonces.
Susan suspiró y apoyó la cabeza en su hombro.
—Ni siquiera me recuerdo siendo niña. Mis padres me convirtieron en adulta desde antes de que tuviera cinco años.
Los padres de Susan eran mayores, Mark había tenido oportunidad de estar con ellos en varias ocasiones. Y ella había sido una especie de niña prodigio. Tenía cuatro años menos que Mark y ya estaba en la universidad de medicina cuando él todavía estudiaba en el instituto. No había tenido muchas oportunidades de hacer amigos de su edad, Mark lo sabía. Pero jamás había considerado la posibilidad de que aquella peculiar niñez le hubiera robado absolutamente la infancia.
—Trabajaremos en ello —se dijo, recordándose a sí mismo que tendría que pensar maneras de hacerlo.
Pero lo dejaría para el día siguiente. Aquella noche estaba cansado e inquieto. Deslizó el brazo por los hombros de Susan, disfrutando de su atlética belleza. Susan respondió con entusiasmo, alzando sus labios hacia él en busca de un beso.
No deberían acostarse. Mark nunca tenía relaciones sexuales en casa cuando estaba Kelsey. Pero aquella noche lo necesitaba más que muchas otras noches.
Susan abrió los labios y él deslizó la lengua en su interior, deleitándose en la inmediata respuesta de la doctora. Hasta que se recordó a sí mismo que tenía que detenerse.
—A veces, ser padre es algo muy duro —dijo con un gemido.
—¿Has conseguido a alguien que se quede con ella mañana por la noche? —susurró Susan con voz ronca.
—Todavía no —el humor de Mark cayó en picado—, su niñera no puede venir porque es el baile de la primavera.
—Si no encuentras a nadie, estoy segura de que Meredith se quedaría con ella encantada.
—No —Mark lamentó la dureza de su respuesta nada más responder.
—Oh-oh —Susan retrocedió para mirarlo.
Mark no dijo nada. No podía. Meredith Foster era la mejor amiga de Susan. Había sido la propia Meredith la que los había presentado.
—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Susan mirándolo preocupada.
Mark se lo contó rápidamente y ía al cabo de unos segundos para decir:
—¿Sabes? Probablemente tenga razón.
—No, no lo sé.
Estaba cansado, malhumorado. Larry Barnett había estado despotricando contra él esa misma tarde. Su hija estaba insoportable. Necesitaba hacer el amor. Y Meredith era su chivo expiatorio.
—¿Cuántas veces la has llamado a tu despacho durante los últimos cuatro años?
—No tengo ni idea. En cualquier caso, demasiadas.
—¿Y cuántas veces estaba equivocada Meredith?
—Todas y cada una de ellas. Se extralimita en sus funciones, se disculpa y después la vida continúa. Es una profesora condenadamente buena, Suze, odiaría perderla, pero esta vez se está enfrentando a un hombre muy influyente y no sé cómo voy a arreglar la situación.
—Me refería a los niños, Mark —dijo Susan con la voz cargada de compasión.
Mark no estaba muy seguro de si la compasión tenía como destinatario a Meredith o a él. Conociendo a Susan, probablemente los compadecía a ambos.
—¿Cuántas veces se ha equivocado con los niños? —insistió Susan.
—Es muy buena con los niños, eso nadie lo discute.
Susan se enderezó en el borde del sofá y lo miró.
—¿Y cuántas veces ha acertado en sus predicciones?
—Sinceramente, no puedo decírtelo. Pero eso es irrelevante. Cualquiera puede acertar en un cincuenta por ciento de los casos.
—Estoy dispuesta a apostar mi fondo de pensiones a que su porcentaje de aciertos se acerca más al ochenta o al noventa por ciento.
Mark lo dudaba seriamente, pero no podía demostrarlo. En cualquier caso, Meredith se estaba extralimitando en sus funciones y eso podía terminar costándoles el puesto de trabajo a los dos.
—¿Qué me dices de Amber McDonald?
—¿De quién?
Mark miró a Susan de reojo; al margen del tema de conversación por el que había optado, era una buena compañía. Se alegraba de que estuviera allí.
—De esa niña de la que se ocupó Meredith hace dos años. Un amigo de la familia estaba abusando sexualmente de ella y nadie sospechó nada hasta que Meredith lo denunció.
Amber McDonald se había convertido en Amber Walker. Su madre había vuelto a casarse y se había trasladado a otro estado. La última noticia que Mark tenía de ella era que se había apuntado a un grupo de exploradoras y estaba comenzando a socializar un poco.
—Amber debió de decirle algo.
—Se demostró que había sido amenazada y manipulada hasta tal punto que ni siquiera fue capaz de hablar sobre ello después de que detuvieran a ese tipo.
Mark lo había olvidado. Aquél era un detalle nimio comparado con la angustia vivida por todo el mundo. Aquel acontecimiento había reafirmado en él la necesidad de proteger a su hija.
—Meredith lo notó, Mark —dijo Susan frunciendo el ceño—. Sé qué es difícil comprenderlo, aceptar que tiene ese don, pero eso no significa que no sea real.
Mark se la quedó mirando fijamente sin saber qué decir. Sospechaba que Susan daba crédito a las fantasías de Meredith Foster, pero ella jamás se lo había dicho de manera explícita. De hecho, habían evitado el tema hasta ese momento.
Mark respetaba el derecho de Susan a creer en lo que quisiera, pero no iba a convencerlo. Aquello no tenía ninguna lógica.
—¿Alguna vez ha adivinado algo sobre ti sin que se lo hayas dicho? —le preguntó.
Tenía curiosidad por oír la respuesta, pero también esperaba poder demostrarle de aquella forma lo absurdo de su teoría. Meredith y Susan eran amigas desde que tenían quince años.
—Es algo que hace continuamente.
Mark la miró con los ojos abiertos como platos. Susan era doctora, por el amor de Dios, una científica.
—Diez minutos después de que Bud muriera, Meredith estaba en mi casa. Yo todavía estaba bajo el efecto de lo ocurrido, no había llamado a nadie. Y, sin embargo, allí estaba ella.
—Tú misma me dijiste que iba mucho a tu casa cuando tu marido estaba luchando contra la leucemia.
—Y es cierto. Pero siempre llamaba antes para ver si Bud estaba despierto. No quería quitarnos el poco tiempo que nos quedaba para estar juntos.
—Entonces, a lo mejor estaba por aquella zona.
Susan negó con la cabeza.
—Lo sabía, Mark. Ni siquiera llamó a la puerta. Utilizó la llave que yo le había dado, entró y me encontró al lado de la cama, llorando.
A Mark se le hizo un nudo en la garganta al ver los ojos de Susan llenos de lágrimas. Comprendía que necesitaba que la creyera, sufría por la angustia que aquella mujer había padecido y la quería lo suficiente como para intentar ahorrarle dolor.
La estrechó contra él y la abrazó mientras lloraba, dispuesto a hacer todo lo que pudiera para aliviar aquella tristeza que siempre la acompañaría. Habían pasado tres años y medio desde que Barbie los había abandonado a Kelsey y a él y, durante las horas sombrías, aquel dolor continuaba vivo.
—Esos hombres son malos.
Kelsey Shepherd se inclinó sobre el sofá para susurrárselo a su madre. Dos hombres de aspecto amenazador habían entrado por la puerta del garaje y estaban abriendo el refrigerador. Kelsey pensó que eran unos maleducados.
Barbie, su madre, sacudió la cabeza y sonrió.
—No, son buenos —le susurró en respuesta, y Kelsey se la quedó mirando fijamente.
¿Su madre estaría bien? Incluso después de haberla visto tantas veces, todavía no conseguía acostumbrarse a su pelo corto, a la falta de maquillaje y a su atuendo descuidado.
—Don, cariño, acércate a conocer a Kelsey —dijo su madre. Y le apretó a su hija la mano con tanta fuerza que casi le clavó las uñas en ella—. Kelsey, éste es Don.
El más grande de los dos hombres, el que tenía una barba que le cubría prácticamente la boca, se acercó hasta ellas.
—¡Hola! —la saludó, revolviéndole el pelo.
Kelsey quería apartarse, pero tenía miedo de que su madre se enfadara. Aquel día su madre no estaba muy bien. Tan pronto estaba contenta como se ponía de mal humor.
—Hola —saludó Kelsey por fin, inclinándose hacia su madre.
—Tú mamá me ha dicho que ya estás en cuarto.
—Sí, sí.
—¿Y te gusta tu profesora?
Lo que le gustaría era marcharse de allí.
—Sí, me gusta.
—¿Y sacas buenas notas?
—Sí.
¿De verdad vivía su madre con aquel tipo cuando podría vivir con su padre?
—Apuesto a que una niña tan guapa como tú debe tener muchos amigos.
Kelsey comenzaba a asustarse. Quería marcharse de allí. Pero su madre volvió a apretarle la mano, recordándole así que no había contestado.
—Sí.
Si no quisiera tanto a su madre, jamás volvería allí. Esperaba que su madre no volviera a obligarla a hacerlo. Prefería que se vieran en su coche, aunque fuera viejo, tuviera los asientos rotos y oliera tan mal.
Don se humedeció los labios, se agachó para darle un beso a su madre y deslizó un dedo por la cintura de su pantalón.
Justo cuando Kelsey empezaba a levantarse, Don se incorporó y volvió a salir por la puerta del garaje. Kelsey esperaba oír el sonido de un motor, tenía la esperanza de que se marchara, pero no se oía nada.
Su madre le soltó la mano para darle un beso y un abrazo, como solía hacer cuando se acostaba. Kelsey estuvo a punto de secarse la cara. No quería tener ninguna clase de contacto con la saliva de aquel tipo.
—¿Te acuerdas del cuento del cachorro que solíamos leer? —le preguntó su madre, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Sí —Kelsey todavía conservaba aquel cuento.
—¿Te acuerdas de que estaba roto y pintado por fuera?
Para Kelsey, era maravilloso que su madre se acordara todavía de aquel cuento. Y que fuera capaz de hablarle de aquellos momentos.
—Pues bien, así es como son Don y su amigo James. Parecen duros por fuera, pero por dentro, son los mejores.
—Tiene los dientes amarillos.
Su madre dejó de acariciarle la melena.
—Por culpa del café. Don conduce un camión y tiene que pasar muchas noches despierto.
—Papá también toma café.
Su madre no dijo nada. Cuando Kelsey nombraba a su padre, parecía dejar de escucharla, pero Kelsey no cesaba de intentarlo. Su madre la rodeó con los brazos y la estrechó contra ella con tanta fuerza que Kelsey se olvidó completamente de su padre. Si al menos pudiera recibir un abrazo de su madre cada día al volver del colegio...
—James tiene un hijo de tu edad —dijo su madre.
A Kelsey no le gustó que lo hiciera. Si su madre iba a continuar hablándole de aquellos hombres, preferiría no haber ido. ¿No se daba cuenta del castigo que iba a sufrir si su padre descubría que estaba allí? Su padre creía que estaba en casa de Josie y, por supuesto, ella iba a estar en casa de su amiga a la hora a la que su padre fuera a buscarla.
—El mes pasado, James se pasó toda la noche despierto para coserle a su hijo un traje que necesitaba para un campeonato de baile.
Kelsey asintió. Un padre que cosía. No estaba mal. Pero a ella no le gustaría tener un padre con un aspecto tan sucio como el de James.
Le hubiera gustado preguntarle a su madre si también el hijo de James llevaba tatuajes, pero temía ponerla de mal humor. A pesar de los años que tenía, aquella faceta de su madre continuaba asustándola.