—¡Hola, papá!
El lunes por la mañana, Mark alzó la mirada del lavabo y descubrió los ojos castaños de su hija en el espejo. Llevaba unos vaqueros de talle bajo, unas zapatillas deportivas y una sudadera de color beige de manga larga. El pelo se lo había recogido en una cola de caballo. A Mark se le encogió el corazón al verla. Dios, cuánto quería a aquella niña.
—Hola, Kelsey.
—He dado de comer a Gilda.
—Buena chica, gracias —contestó él mientras levantaba la cuchilla—. ¿Qué quieres para desayunar? ¿Papilla de cereales o tortitas?
—Para hacer las tortitas se necesitan más cacharros, así que mejor papilla de cereales. Mark se detuvo con la cuchilla a medio camino de su rostro y le sonrió.
—¿Qué importan los cacharros? No tienes que fregar.
—Lo sé.
Desvió la mirada desde la mano de su padre hasta el lavabo y lo miró de nuevo a los ojos, como había hecho durante la mayor parte de su vida. Aquel ritual era una de las mejores partes del día para Mark.
—Se me había olvidado decirte que ha llamado la madre de Lucy para invitarte a ir a jugar a su casa el viernes, después del colegio. Puedo pasar a buscarte de camino a casa, a no ser que prefieras quedarte a pasar la noche allí y vaya a recogerte el sábado por la mañana.
—No, gracias —comenzó golpear suavemente el armario con el pie.
—¿Qué te pasa? —preguntó Mark—. A ti te encanta ir a casa de Lucy. Y hace un par de semanas que no la ves.
Kelsey y Lucy habían ido juntas a preescolar antes de que la familia de la segunda se hubiera mudado al otro extremo de la ciudad.
—Ya lo sé. Pero este viernes no quiero ir. ¿Me vas a obligar?
—No, Kelsey, por supuesto que no. Pero puedes decirme por qué no quieres ir —lavó la cuchilla de afeitar y la guardó en el armario—. ¿Ocurrió algo la última vez que estuviste allí? ¿Te has peleado con Lucy?
—No.
—¿Entonces por qué no quieres ir?
—Por nada. Solamente, prefiero no ir.
A punto ya de llamarla mentirosa, con lo que tampoco conseguiría nada, Mark decidió abandonar. Pero aquello no le gustaba.
—Date la vuelta, cariño. Voy a arreglarte la cola de caballo —le dijo, tirando suavemente de la sudadera—. Si estás segura de que eso es lo que quieres, llamaré a la madre de Lucy a primera hora de la mañana.
—¿Diga?
—Hola, mamá, soy yo —Meredith sujetaba el teléfono entre la barbilla y el hombro mientras desenvolvía la barrita de cereales que, junto al vaso de cola, constituiría su desayuno.
—¡Hola, Meri!
A Meredith se le cayó el corazón a los pies. Demasiada alegría. Había hecho bien en seguir el impulso y llamar. Sabía que había ocurrido algo malo.
Al cabo de cinco minutos tendría que salir hacia el colegio si quería llegar antes que los niños. Y con los de tercer grado, era lo mejor.
—Esta mañana me he levantado un poco preocupada por ti —le dijo mientras dejaba el vaso para colocarse la bolsa al hombro.
—Anoche fui al club de bridge y se me pinchó una rueda del coche —contestó su madre.
Evelyn Foster, científica y antigua empleada de Phillip's Petroleum, vivía en un agradable barrio de Florida.
—¿Llamaste al servicio de carreteras? —con el vaso de nuevo en la mano, se dirigió hacia la puerta—. Todavía tenías las ruedas en garantía.
—Sí, ya lo sé. He llamado y han venido a primera hora de la mañana.
Humm. Entonces...
—No, todavía me siento incómoda. Vamos, mamá, llego tarde. Dime de una vez por todas lo que ha pasado.
Evelyn se echó a reír.
—¿Sabes lo difícil que es tener una hija a la que no puedes ocultarle nada?
—Mamá, tu hija ya es una mujer adulta. No tienes por qué esconderle nada. Vamos, dime lo que te ha pasado.
A esas alturas, Meredith ya estaba conduciendo su coche, un turismo descapotable.
—Estoy segura de que no es nada... —dijo Evelyn, en un tono tan animado que demostraba que no estaba tan segura—. Pero tengo que hacerme una biopsia del hígado.
Meredith frenó bruscamente.
—¿Qué?
—La semana pasada fui a hacerme el chequeo de todos los años y los análisis de sangre han planteado algunas dudas.
—¿Qué es lo peor que puede pasar?
—Cáncer, cirrosis, hepatitis quizá.
Meredith dejó la barrita de cereales en el salpicadero, junto al refresco. Fijó la mirada en el parabrisas sin registrar nada, limitándose a sentir.
Su madre viuda, sola, en Florida. Una mujer amable, de sesenta y un años. Activa.
Viva. Muy viva. Meredith asintió. Volvió a enfocar la mirada al oír que alguien tocaba el claxon detrás de ella. Tomó la barrita de cereales y pisó el acelerador.
—Todo va a salir bien, mamá —le dijo a su madre.
—¿De verdad?
Se le hacía duro distinguir el miedo en la voz de su madre. Durante toda su vida, Evelyn había sido el firme apoyo de Meredith. A veces, su único apoyo.
—Sí —le dijo, sonriendo aliviada.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé —respondió Meredith, dándole dos bocados a la barrita de cereales—. Pero siento que estás bien.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Bueno, yo ya sabía que no era nada serio —dijo Evelyn bruscamente. Pero inmediatamente añadió—: Te quiero, Meredith.
—Yo también te quiero, mamá.
Meredith colgó el teléfono y bebió un largo sorbo de refresco. Estaba cansada y el día apenas había empezado.
—Susan nos ha invitado a cenar esta noche en su casa. ¿Quieres ir?
Mark había estado preparando la pregunta durante toda la mañana. En aquel momento, estaban ya casi en el colegio.
—No.
—¿Y por qué no? Va a preparar pollo con pasta, y a ti te encanta cómo hace el pollo, ¿te acuerdas?
—No quiero ir.
—Pero los lunes por la noche cenamos con Susan...
—Eres tú el que tiene que cenar con Susan, no yo —replicó Kelsey—. Yo nunca he dicho que quisiera cenar con ella.
Las cosas iban de mal en peor.
—Dime lo que te ocurre, Kelsey —dijo Mark—, ¿por qué no te gusta Susan? ¿Te molesta que pase tiempo con ella?
—No.
Mark desvió el coche hasta el arcén.
—¿Entonces qué te pasa?¿Es porque no es tu madre?
—¡No!
—Dime cuál es el problema entonces.
Pero su petición no recibió respuesta. Ni siquiera un movimiento de cabeza.
—¿Por qué no te gusta? —volvió a preguntar.
No podía tratar con algo que no comprendía.
—Sí me gusta.
—¿Entonces por qué hablas tan poco con ella?
A Mark lo sorprendió la repentina dureza de su mirada. No sabía que su hija fuera capaz de albergar sentimientos tan negativos.
—Me trata como si yo fuera una marciana.
—No, no es cierto —contestó, e inmediatamente deseó haberse mordido la lengua—. Perdona, no pretendía desdeñar tus sentimientos.
Kelsey continuó con la mirada fija en el parabrisas.
—A Susan no se le dan muy bien los niños —dijo Mark—, pero es porque no los ha tratado mucho, no porque no le gusten. Además, ni siquiera tuvo oportunidad de ser niña. Pero le gustas, Kelsey, quiere conocerte y ser tu amiga.
—No, no es verdad.
—¿Por qué piensas eso?
—Lo pienso.
Era difícil no enfadarse con aquellas respuestas tan irracionales.
—Con la señorita Foster, con Meredith, no tienes ningún problema.
—¿Y?
—Y Susan y Meredith son amigas íntimas.
—¿Y?
Ni siquiera él lo sabía. Ése era el problema de aquella conversación. Pero era evidente que Kelsey no pensaba lo mismo que él. Hasta unos meses atrás, no tenían ningún problema para comunicarse. No entendía lo que podía haber pasado.
—Tú nunca hablas con Susan —intentó una forma de aproximación diferente.
Miró el reloj. Si se descuidaba, llegarían tarde. Pero bueno, él era el jefe.
—Ella tampoco me habla a mí.
Aquello era cada vez más frustrante.
—Pero tú no esperas a que Meredith te hable para hablarle.
La niña respondió encogiéndose de hombros.
—¿De qué soléis hablar? —preguntó Mark, sin muchas esperanzas de comprenderla.
—Ya soy mayor, papá, las chicas tenemos cosas de las que hablar.
Cosas. Por primera vez desde que había nacido, se sentía completamente incapaz de cuidar de su hija.
—¿Qué tipo de cosas?
—Ya sabes, cosas de mujeres.
Mark estuvo a punto de atragantarse. ¿Las niñas empezaban con ese tipo de cosas a los nueve años? Pero vio entonces la inseguridad que reflejaba la mirada de Kelsey. La niña estaba completamente perdida. Por lo menos tenían algo en común.
—No quieres contármelo.
—No.
—¿Pero estás bien?
—Sí, ¿por qué no iba a estarlo?
Mark no tenía la menor idea.
—¿Alguna vez has intentado hablar con Susan sobre esas «cosas»?
El silencio de Kelsey se hizo infinito.
Mark la miró pensando en todo lo que sabía sobre los patrones de conducta de los niños. E imaginó que, de momento, era preferible renunciar. Volvió a salir a la carretera y condujo en silencio durante el resto del trayecto.
Y lo primero que hizo al llegar al colegio fue llamar a la madre de Lucy para decirle que, al final, Kelsey no iría el viernes a su casa. Después llamó a Susan y canceló la cena de aquella noche. Como siempre, Susan se mostró muy comprensiva.
Meredith permanecía ante la puerta de clase, vestida con un jersey de cuello vuelto de color rojo y una falda de algodón de diferentes colores. Había elegido unos pendientes de oro con forma de herradura, una gargantilla y un brazalete. Recibía a sus alumnos sonriendo mientras éstos entraban lentamente en el aula, saludando a gritos a sus compañeros.
—Buenos días, Erin, ¿cómo ha ido el fin de semana?
Erin era una pelirroja que, a pesar de ser una de las más pequeñas de la clase, era una de las más revoltosas. Si surgía algún problema, normalmente, allí estaba Erin.
—Ha sido aburridísimo—contestó Erin mientras golpeaba involuntariamente a Jeremy Larson con la mochila al pasar hacia su taquilla.
—¡Eh! —Jeremy le devolvió el empujón.
—¡Ya basta! —Meredith interrumpió cualquier posible respuesta—. Jeremy, ¿cuál es la primera norma de esta clase?
El niño enrojeció y bajó la mirada. Después musitó algo.
—¿Perdón? —preguntó Meredith.
—Que no se pega —el niño se negaba a mirarla.
—¿Y qué más?
—No enfadarse.
Tampoco era eso exactamente, pero iba acercándose.
—¿Y crees que Erin te ha empujado a propósito?
Jeremy se movió nervioso y clavó la barbilla en el pecho.
—No ha sido a propósito —intervino Erin al ver que Jeremy permanecía en silencio.
—¿Jeremy? —insistió Meredith sonriendo—. ¿Crees que lo ha hecho a propósito?
—No.
—Muy bien. Erin, ¿no tienes nada que decir?
—Que no lo he hecho a propósito.
Meredith reprimió una sonrisa.
—Eso ya lo has dicho. ¿Qué más?
—Lo siento —dijo en voz tan baja que apenas se la oía.
Meredith decidió aceptar la disculpa y volvió de nuevo a la puerta.
—¡Macy! ¿Cuánto tiempo llevas allí?
Macy, la secretaria de Mark, era una de las heroínas de Meredith. Una mujer de cincuenta años, serena e imperturbable, que rezumaba buen humor. Normalmente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Meredith con suavidad mientras se acercaba a ella.
—Te llaman a dirección —dijo con voz seria y la preocupación patente en su mirada.
Meredith miró hacia los altavoces.
—No he oído nada.
Macy negó con la cabeza.
—No, me ha enviado a mí. Se supone que tengo que quedarme mientras tanto con los niños.
—¿Quiere que vaya ahora mismo?
Macy asintió.
—¿Por qué?¿Se puede saber qué ha pasado? —preguntó Meredith, intentando aliviar los nervios de su estómago.
Macy sacudió la cabeza y le apretó el brazo con cariño.
—No lo sé, pero a juzgar por su expresión, creo que es mejor que no lo hagas esperar.
Meredith dio un par de palmadas, les pidió a los niños que se sentaran y les dijo que Macy se quedaría a cargo de la clase.
Era la primera vez que Mark la llamaba tan seguidamente a su despacho.
Recorrió el pasillo a toda velocidad, haciendo todo lo posible para no preocuparse por algo que podía terminar no teniendo ninguna importancia. Pero, aunque le hubiera ido en ello la vida, no habría sido capaz de imaginarse por qué la llamaba Mark a aquella hora de la mañana. Como regla general, un profesor no debía abandonar su clase a menos que surgiera alguna emergencia.
Intentó recordar si había hablado con el padre de algún alumno últimamente. Si había dicho algo que pudiera haber provocado algún problema. Pero creía que no.
Pasó lista mentalmente a todos sus alumnos, rezando para que no hubiera habido ningún accidente, ni ninguna operación de emergencia durante el fin de semana; no quería que sus alumnos tuvieran que enfrentarse a ninguna desgracia.
Pero, aparte de Tommy Barnett, estaba segura de que todos sus alumnos habían llegado antes de que hubiera abandonado el aula. Y Tommy siempre llegaba cinco o diez minutos tarde.
Encontró a Mark de pie tras su mesa, asomado a la ventana. Los frondosos árboles de Bartlesville eran famosos por su exuberancia primaveral, pero Meredith estaba segura, a juzgar por la tensión que se reflejaba en los hombros y el cuello de Mark, de que no estaba disfrutando en absoluto de su belleza.
—¿Has leído el editorial de La República esta mañana? —preguntó Mark sin volverse.
—No.
El corazón le latía violentamente en el pecho. ¿Habría habido un accidente? El silencio de Mark se le hacía insoportable.
—No suelo leer el periódico, ni ver las noticias —dijo Meredith, por si acaso Mark pensaba que debía de ían hablar—. Es demasiado deprimente.
Mark sacudió la cabeza, exhaló un sonoro suspiro y se volvió. Meredith no era capaz de interpretar su mirada, pero sabía que no estaba contento.
Y si no se equivocaba, estaba más enfadado que triste, y aquel desagradable sentimiento iba dirigido directamente a ella.
Mark alargó la mano hacia el periódico y se lo tendió.
—Léelo.