Capítulo 5

—Creo que quiero quedarme con ella, Don.

Barbie Shepherd permanecía desnuda en brazos de su amante, esperando que éste no se enfadara y se quedara con ella hasta que se hubiera quedado dormida. Odiaba las noches. La oscuridad. La soledad...

—¿Quedarte con quién?

—Con Kelsey.

Cada vez que pensaba en los cuatro últimos días que su hija había estado en aquella casa, se sentía bien. Una vez que Kelsey había conocido a Don, y, lo más importante, que Don la había conocido a ella, no podría volver a ser feliz sin saberse una verdadera madre.

—¿Quieres decir que quieres que viva con nosotros?

—Exacto.

—A mí me parece bien.

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

—Claro.

Don inclinó la cabeza y lamió su seno, haciéndole cosquillas con la barba. Después se sentó y alargó la mano hacia los cigarrillos que dejaba siempre en la mesilla.

—Soy su madre, tengo mis derechos.

—Por supuesto que los tienes. Fuiste tú la que la llevaste en tu vientre durante nueve meses —contestó Don tras encenderse el cigarrillo. Deslizó una mano lentamente por sus senos y su vientre—. Tú le diste a luz...

—Y la amamanté y la cuidé durante sus primeros cinco años de vida.

—Los niños sirven para muchas cosas —continuó Don—. Puede ayudarte en casa.

Barbie no había pensado en eso. Kelsey todavía era demasiado pequeña como para poder ayudarla. Pero no le importaba. A ella le encantaría cuidar de su hija. Aun así...

—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó.

Don apagó la colilla del cigarrillo en el cenicero y buscó su trasero.

—Consigue un abogado.

—¿Podemos permitírnoslo?

—Puedes conseguir un abogado gratis —era la mejor noticia que podía haberle dado. Ella pensaba que la parte legal sería la más complicada—. El estado puede proporcionártelo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

E, inmediatamente se movió y se colocó de tal manera que Barbie ya no pudo seguir pensando en Kelsey. Don no era como Mark en la cama. Tenía cientos de triquiñuelas, nunca dejaba de sorprenderla y siempre conseguía hacerla llegar al orgasmo. Para Barbie, aquellos momentos eran gloriosos.

Una hora después de terminar las clases, Meredith se dirigía hacia el aparcamiento del colegio, que estaba desierto. Todavía era miércoles y ya estaba agotada y deseando que llegara el fin de semana; cuarenta y ocho horas de anonimato, baños calientes, buenos libros y poca responsabilidad.

Sus alumnos, ya fuera porque percibieran su tensión o porque la llevaran incorporada de sus propias casas, también habían estado muy inquietos. No paraban de hablar y les costaba mantener la continuidad en el trabajo. Aquella tarde, durante la clase, Erin había tropezado cerca de la mesa de Meredith y, como resultado, ésta llevaba una mancha de pintura roja en la blusa de seda blanca que se había puesto aquel día con unos pantalones negros.

—Señorita Foster, ¿podría hablar con usted?

Meredith alzó la mirada bruscamente y se detuvo. Por supuesto, se había fijado en aquella furgoneta; lo suficiente como para saber que estaba allí, pero no tanto como para ver que llevaba el logotipo de la televisión local de Tulsa, o como para ver a las dos personas que acababan de salir de ella.

—Nos gustaría hacerle un par de preguntas. Tenemos mucho interés en el editorial que publicó el lunes La República. Tenemos entendido que el periódico no se puso en contacto con usted, ¿es eso cierto?

Meredith miró a la periodista, una mujer morena que debía de tener su edad, y se preguntó si le gustaría su trabajo.

—Tenemos una cinta grabada del señor Barnett —dijo la mujer, mirándola con algo parecido a la compasión—. Mi productor está dispuesto a emitirla, pero yo he insistido en que usted también

Meredith permaneció donde estaba, con las llaves en la mano, intentando analizar la situación. Por supuesto, en aquel momento no tenía sus sentidos alerta, pero creía que aquella mujer estaba siendo sincera.

La periodista dejó caer el micrófono.

—Sus declaraciones han sido brutales —dijo—. Me gustaría saber qué tiene usted que decir.

Meredith miró hacia el colegio. Mark la mataría si decía algo.

¿Y si no lo decía? En cualquier caso, iban a crucificarla públicamente. Y nadie iba a salir en su defensa.

—¿Qué quiere saber?

Se arrepentía de sus palabras a medida que iba pronunciándolas. Sabía que iba a tener que pasar por un infierno. Pero, al mismo tiempo, se sentía mejor. Ella no había hecho nada malo, no tenía nada de lo que avergonzarse. A diferencia de Larry Barnett.

—¿Usted le dijo a la señora Barnett que su ex marido estaba maltratando a su hijo?

Meredith volvió a mirar hacia el colegio. Aquélla era su última oportunidad de alejarse.

Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Para dejar que aquel hombre la acusara sin intentar siquiera defenderse?

—Si no le ofrece a la gente otro punto de vista, no podrá culparlos de lo que piensen.

—Lo que le dije a la señora Barnett fue que sospechaba que su padre estaba infligiéndole algún tipo de maltrato emocional a su hijo.

—Sospechaba —repitió la periodista acercándose con el micrófono mientras la cámara la enfocaba.

—Pero no tiene pruebas.

—No.

—¿Y qué la hizo sospechar?

Era una pregunta cargada de curiosidad, no encerraba ninguna acusación. Y estaban ofreciéndole la oportunidad de ser oída, que era mucho más de lo que esperaba.

«Dame fuerzas», le pidió a la fuente invisible de su intuición, como había hecho en numerosas ocasiones durante las últimas dos semanas.

—Tommy es uno de mis alumnos. Procuro escucharlo como escucho a todos los demás.

La periodista la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Entonces fue Tommy el que se lo dijo? —preguntó como si intuyera que allí podía haber un gran reportaje.

—No —Meredith odiaba desilusionarla—. Pero cada vez que se mencionaba a su padre, yo sentía una extraña agitación.

—Así que sentía una agitación extraña.

Meredith asintió.

—¿Y llegó a esa conclusión basándose únicamente en ese sentimiento?

Era el mismo razonamiento que había hecho Mark. Y, probablemente, el mismo que haría toda la población de Bartlesville. Meredith estuvo a punto de renunciar. Pero, si no se defendía ella misma públicamente, ¿quién lo haría? ¿Cómo podía tener nadie la oportunidad de creerla, de apoyarla, si no conocía su punto de vista?

—Tengo corazonadas —le aclaró—. Y a veces puedo llegar a sentir lo que sienten los demás.

—Así que está diciéndome que es adivina.

—No, yo no puedo hacer predicciones ni adivinar ás.

—¿Y yo qué estoy sintiendo ahora?

—No lo sé —no quería saberlo. Lo único que quería era irse a casa. Llorar, quizá. Darse un baño caliente.

—¿Y qué siente él?

—No sé... —miró hacia el cámara y bajó la guardia sin pretenderlo—. Bueno —dijo, inclinando ligeramente la cabeza—, está sintiendo algo agradable. Parece satisfecho. Supongo que está teniendo pensamientos que en este momento están completamente fuera de lugar sobre algo o alguien y está disfrutando con ellos.

El cámara bajó su equipo y Meredith pudo mirarlo a los ojos. No sabía si había sido ella el objeto de sus pensamientos y tampoco si éstos eran de naturaleza sexual o más espiritual, pero estaba segura de que lo había atrapado.

La periodista rió incómoda.

—¿No ha pensado nunca en trabajar con la policía?

La periodista la creía.

—No —Meredith sonrió y miró a la cámara—. Soy profesora, no periodista. Y no me considero nada especial. Todo el mundo puede hacer lo que hago yo —explicó, citando algunos libros que había leído—. Mis sentidos están más desarrollados en ese aspecto, pero, concentrándonos, todos podemos sintonizar con la energía y los sentimientos de los demás.

—Vaya, me gustaría oír más al respecto, pero, desgraciadamente, no tenemos tiempo. Les habla Ángela Liddy, de los informativos de KNLD —apagó el micrófono y le hizo un gesto al cámara, que bajó el equipo y se volvió hacia la furgoneta—. Gracias —le dijo a Meredith—. No sé si servirá de mucho, pero me alegro de contar con las dos versiones.

Meredith esperaba poder alegrarse ella también y no terminar arrepintiéndose de lo que había hecho.

—¿Cuándo se emitirá?

—Esta misma noche si llegamos a tiempo. En caso contrario, mañana por la mañana.

Meredith abrió su coche y dejó el bolso en el suelo, detrás del asiento del conductor.

—Probablemente no debería decírselo —le advirtió Ángela, hablando en voz baja mientras se detenía a lado de su coche—, pero debería saber que Larry Barnett está decidido a hacerle perder su trabajo.

Sí, Meredith ya se lo imaginaba.

—Supongo que hace falta algo más que mi conversación con su esposa para que me despidan —le dijo—. Tengo mis derechos.

—Y él tiene el poder —replicó la periodista—. Si yo estuviera en su lugar, tendría cuidado.

¿Y eso qué quería decir? ¿Que no debería hablar con la prensa? ¿Que no debería sentir? ¿Que no debería ser ella misma? ¿Y cómo diablos iba a hacer eso?

El viernes por la noche, Mark estaba en la cama con la televisión encendida, viendo las noticias e intentando conciliar el sueño. Y el corazón se le cayó a los pies cuando oyó la introducción de un nuevo bloque de noticias. Inmediatamente subió el volumen con el mando a distancia.

De modo que Meredith había hecho aquella maldita entrevista. Ya era suficientemente malo que Barnett hubiera difundido la noticia en los medios de comunicación como para que Meredith tuviera que alimentar también aquel frenesí. ¿Acaso había perdido el juicio?

Desde luego, de una cosa estaba seguro: lo estaba volviendo loco. Estaba furioso. E iba a tener que despedirla si no quería terminar retorciéndole el cuello.

Pero de momento, se encontraba de pie en su dormitorio, esperando a que terminaran los anuncios y devorado por la impaciencia. Él había hecho todo lo que había podido por Meredith, pero ella no había querido escucharlo. No podía hacer nada más. No iba a poder evitar que se quedara sin empleo.

—Buenas noches, apreciados telespectadores —estaba diciendo en aquel momento el presentador del informativo—. Hoy hemos estado en Bartlesville, donde cuentan con una curiosa adivina.

Mark inclinó la cabeza. No era capaz de mirar. En primer lugar, ofrecieron la entrevista con Barnett que estuvo impresionante; aquel hombre sería capaz de convencer a un jurado de que dejara en libertad a un violador en serie. Y allí estaba, con la única misión de destrozar la credibilidad de una relativamente indefensa profesora de tercer grado.

—Me duele decir esto, pero creo que Meredith Foster necesita cuidados psiquiátricos —declaró Barnett en tono compasivo—. Sé que es inofensiva, pero no sé si podemos confiarle a nuestros hijos...

¡Tonterías! ¡Sandeces! Mark paseaba nervioso por la habitación. Barnett estuvo hablando de otras ocasiones en las que Meredith había transmitido a los padres su preocupación por los niños haciéndola parecer una lunática.

¿De dónde habría sacado aquella información?

Mark le había dicho a Meredith en muchas ocasiones que lo dejara. Le había advertido que podría terminar pasando algo así. ¿Y le había hecho caso? No. Pero si se lo hubiera hecho, ¿Amber Walker estaría viva a esas alturas o habría muerto?

Barnett estaba citando estadísticas sobre el número de personas encerradas en psiquiátricos y en prisiones que creían tener poderes psíquicos. A Mark lo sorprendió el porcentaje.

Y, de pronto, apareció Meredith en la pantalla, con los sólidos ladrillos de la escuela a su espalda, ofreciéndole respuestas sensatas e inteligentes a la periodista.

Sensatas e inteligentes, dos rasgos que Mark le reconocía.

Pero aun así, se había equivocado en aquel caso. Se había equivocado al hablar basándose únicamente en su intuición. Se equivocaba al creer que podía ver en el interior de los demás y saber cuándo necesitaban ayuda. Aunque eso no quería decir que no fuera una mujer inteligente y buena.

Y... alargó la mano hacia el teléfono y la llamó.

—¿Diga?

—Has concedido esa maldita entrevista.

—¿Mark?

Sólo entonces Mark se dio cuenta de que estaba en medio del dormitorio, en pijama.

—Lo siento —dijo inmediatamente, y miró el reloj—. Me había olvidado de que era tan tarde.

—Sólo son las diez, todavía estoy levantada.

—¿Has visto las noticias?

—No.

—Pues has salido en ella.

—Ya lo sé.

—¿Y por qué no las has visto?

—Nunca veo los informativos.

—Ah, es cierto, son deprimentes.

—Y, sobre todo, no quería ver a Larry Barnett destrozándome. Al fin y al cabo, ¿de qué iba a servirme?

De nada. Por lo menos de nada productivo. Cualquier otra persona habría visto el informativo. Desde luego, él lo habría hecho.

—Bueno, ¿me ha destrozado? —quiso saber Meredith.

—Sí —contestó, enfureciéndose otra vez al pensar en la entrevista de Barnett—. Pero después has aparecido tú, y parecías completamente cuerda.

—Sí, bueno, es que lo estoy —se echó a reír.

Quince minutos atrás, él estaba dispuesto a despedirla.

—Te lo tomas todo con mucha calma, ¿verdad?

—Lo intento.

—Yo también lo intento, pero parece que a ti se te da mucho mejor, ¿cuál es el secreto?

—Vivo sola —bromeó—, y escondo muchas cosas.

Se interrumpió y Mark se preguntó si no estaría siendo demasiado transparente; si no estaría exponiéndose demasiado y dejando que Meredith supiera que, en aquel momento, la admiraba.

Esperaba que no. Tenía que colgar inmediatamente. De hecho, no debería haber llamado.

—Yo sólo sé que hay algunas cosas que soy capaz de controlar —dijo Meredith al cabo de unos segundos—. Intento concentrarme en ellas e ignorar todo lo demás. Son todas esas otras cosas las que nos hacen enloquecer cuando, en realidad, no podemos hacer nada para cambiarlas.

Mark intentaría pensar en ello.

—Y, mientras estamos tan preocupados pensando en cosas sobre las que no tenemos ningún control, perdemos la oportunidad de tomar decisiones sobre cosas que sí nos pueden ayudar a cambiar.

—¿Siempre te pones tan filosófica a estas horas de la noche? —preguntó Mark.

Temía todo aquello que no estaba controlando en aquel momento; temía que Meredith pudiera llegar a adivinar que quería que aquella conversación continuara, que le sentaba bien oír su voz. Que aunque no creía en sus supuestos poderes, confiaba en su manera de ver las cosas. Y que lo hacía sentirse seguro.

—Yo me pongo filosófica a todas horas —contestó riendo—, pero normalmente sólo me torturo a mí misma.

Mark necesitaba llamar a Susan. Inmediatamente. Antes de que sus pensamientos se adentraran en un territorio que pusiera en evidencia su propia cordura. Había algunos rasgos de Meredith Foster que admiraba, eso era todo. No quería continuar hablando por teléfono con ella, ni pensar en qué aspecto tendría a aquellas horas de la noche. Aquello no era asunto suyo.

Susan había tenido que ir al hospital aquella noche. A lo mejor todavía estaba despierta y estaba dispuesta a salir a tomar una copa.

—Bueno, perdona que te haya llamado tan tarde —le dijo—. Sólo quería decirte que has hecho un gran trabajo —aunque no esperaba que nada de lo que había dicho pudiera tener efecto en Larry Barnett.

—Eh, no te disculpes. Agradezco mucho el comentario, sobre todo viniendo de ti.

Mark sonrió. Era agradable complacer a alguien.

—De acuerdo, nos veremos mañana.

—Muy bien, buenas noches.

Meredith colgó antes de que hubiera podido desearle que durmiera bien. Mark marcó entonces rápidamente el teléfono de Susan. Acababa de aprender una lección: jamás debía llamar a una profesora a aquellas horas de la noche. Porque, a partir de las ocho, se transformaban en seres muy misteriosos. O quizá fuera él el que se había transformado.