Saltó el contestador telefónico y Meredith interrumpió la llamada y colgó el auricular. Estaba cansada de hablar con Susan a través del contestador. Su amiga no estaba en el hospital, también la había llamado allí.
Apagó la luz de la cocina y caminó sin rumbo por su casa. Eran las siete de la tarde del viernes y no sabía qué hacer.
Se sentó en la mesa de la habitación que utilizaba como estudio y volvió a llamar. Y cuando saltó el contestador, colgó el teléfono. Al cuarto intento, fue recompensada por la voz, aunque poco amistosa, de su amiga.
—¿Diga?
—Soy yo.
—Ya lo sé —parecía sentirse culpable—. He visto tu número en el identificador de llamadas.
—Entonces has estado evitándome.
—En realidad, no.
Meredith esperó.
—Bueno, a lo mejor un poco, pero no del todo. He tenido una semana infernal. Ayer por la noche estuve a punto de perder a un apaciente que reaccionó a la anestesia.
—Oh, Suze, lo siento, ¿ya se encuentra bien?
—Sí.
—Pero tú no.
—Necesito recuperar la confianza en mí misma —dijo Susan—. Me asusta lo a punto que estuve de decir que sí cuando Mark me pidió matrimonio, sólo porque me parecía lo más seguro.
—Yo pensaba que estabas enamorada de él.
—Y creo que yo también —Susan parecía sorprendida—. Mark es un hombre maravilloso, sí, pero no estoy enamorada de él.
—Susan Gardener, ¿estás intentando convencerme de que ese hombre no te excitaba?
—Ni siquiera voy a intentarlo. ¿Cómo no iba a excitarme? Es guapísimo. Pero la atracción es solamente física. Y, en mi caso, eso no dura mucho más allá de un par de besos. Para estar enamorada, tiene que haber chispa, ¿entiendes? Una sensación que permanece más allá del orgasmo.
—Que hace que te dé un vuelco el corazón cada vez que aparece esa persona, aunque lleves cincuenta años casada con ella —se sabía la teoría, a pesar de que nunca la había vivido.
Las únicas veces que el corazón le daba un vuelco era cuando aparecía Mark Shepherd en su clase para regañarla. Y en esos momentos, en lo último en lo que estaba pensando era en el amor.
—¿Eso era lo que sentías por Bud?
—Sí.
—¿Y estás segura de que le has dado a Mark el tiempo suficiente?
—No.
—Entonces, llámale.
—No.
—¿Por qué no?
«Vamos, sintonízate conmigo», le pidió mentalmente. Quería que le permitiera sentirla. Meredith estaba experimentando algunos de los sentimientos de Susan, pero no era capaz de distinguirlos de los suyos.
—Porque no. No me parece bien.
—¿Por qué no? Él está enamorado de ti, Suze. Te ha pedido que te cases con él. Estoy segura de que le encantaría que le llamaras y le dijeras que has cambiado de opinión...
—No he cambiado de opinión.
—Mira, si lo que te pasa es que tienes miedo, voy a ir ahora mismo a tu casa y te voy a estrangular.
—Mark no está enamorado de mí.
—Por supuesto que está enamorado. Y cualquier tonto podría darse cuenta.
—Cuando hacemos el amor, piensa en otra persona.
Meredith sentía cómo se debilitaban sus nervios y la invadían el miedo y la culpa.
No, absolutamente no.
—¿En quién?
—No se lo he preguntado.
—¿Entonces cómo lo sabes?
—Porque eso sí se lo pregunté.
—¿Y por qué se lo preguntaste?
—Porque yo no pensaba en él.
—¿Y en quién pensabas?
—En Bud.
—Oh, Susan, eso es normal. Mark es el primero después de Bud.
—Como te he dicho, él tampoco pensaba en mí, Mer.
—Él también estuvo casado durante mucho tiempo. Además, los hombres fantasean mucho más que las mujeres.
Susan se echó a reír.
—De eso no estoy tan segura.
—Bueno, la verdad es que yo tampoco —admitió Meredith con una sonrisa. Pero se puso repentinamente seria—. Estoy preocupada por ti.
—Yo un poco también. Pero durante estos meses, he aprendido una lección muy importante: no quiero vivir a medias.
—Te quiero, Suze.
—Lo sé. Yo también te quiero.
Meredith no quería colgar todavía.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—¿Pase lo que pase?
—Pase lo que pase.
Meredith cerró entonces los ojos.
—Le besé —confesó.
—¿Cuándo?
—El sábado por la noche. Después de todo lo que pasó con Kelsey.
—¿Y te acostaste con él?
—¡Por supuesto que no! Mark es tuyo. Te quiero y tú estás enamorada de él. Me he estado muriendo por dentro desde entonces, Suze. Jamás, jamás he querido serte desleal. Nunca.
—Lo sé.
—Pero lo fui. No fue nada más que un beso y ninguno de los dos quería que ocurriera. Sé que te parecerá una locura, pero te
—¿Dónde estabais?
—En la cocina. Yo estaba a punto de marcharme.
—¿Y qué ocurrió después?
—Los dos admitimos que no había habido nada de carácter sexual en aquel beso y nos juramos que no volvería a ocurrir. No sé qué me pasó, Suze —se interrumpió, pero al ver que su amiga no decía nada, continuó—: Durante esta semana, he estado intentando convencerme de que lo único que sentí fueron tus sentimientos. Te habías ido muy alterada y, normalmente, sintonizo contigo cuando no estás bien. Pero no estoy segura. Y menos ahora que has roto con él...
Estaba divagando. Y sentía los nervios abrasándole la piel.
—Tenía que decírtelo —susurró—. No podía mantenerlo en secreto. No podemos dejar de ser sinceras entre nosotras. No sólo eres mi mejor amiga, Susan, sino que eres la hermana que nunca he tenido. Formas parte de mi familia.
—Tranquila, Mer —dijo Susan por fin—, de verdad. No sé si lo que ha pasado entre Mark y tú me provoca más curiosidad que dolor. Pensar que estabais juntos cuando yo estaba en casa, creyendo que te estarías haciendo cargo de Kelsey...
Le había hecho daño. Meredith sentía las lágrimas empapando su rostro, pero no se las secó.
—Y creo que esto me confirma que no estoy enamorada de él —continuó Susan lentamente.
—O quizá es sólo que llevas demasiado tiempo siendo mi amiga como para odiarme, así que estás haciendo todo lo posible para no hacerlo.
—Meredith —Susan endureció su tono de voz—. No te preocupes —suspiró—. Lo digo en serio. Aunque te hubieras acostado con él y yo estuviera locamente enamorada, no pasaría nada porque te conozco. Sé que jamás me harías daño de manera consciente. Sea lo que sea lo que ocurrió entre vosotros, tenía que ocurrir. Era más fuerte que cualquiera de vosotros. Y, hazme caso, Meredith, debía de ser muy fuerte.
—Lo siento mucho —sollozó.
—Olvídalo, Mer.
—No me quedaré tranquila hasta que no me perdones.
—No hay nada que perdonar.
Meredith parpadeó para retener las lágrimas.
—Claro que sí.
—No, no hay nada que perdonar. Pero si lo prefieres, te perdono.
—¿Cómo puedes perdonarme?
—No tengo ni idea, pero te perdono. Y estoy segura de que tú harías lo mismo por mí.
Meredith se quedó en silencio. Todo su cuerpo pareció relajarse y las lágrimas cesaron.
—En eso tienes razón —contestó, sintiéndose tranquila por primera vez desde hacía una semana—. Yo también te conozco y sé que nunca me harías daño intencionadamente. Que quieres para mí lo mejor.
—Exacto.
—Entonces, muchas gracias.
—De nada. Ahora, acuéstate y llámame mañana por la mañana.
—Sí, doctora.
Meredith estaba sonriendo cuando colgó el teléfono. Y tardó diez minutos en darse cuenta de que no le había hablado a Susan del programa de radio. Pero en ese momento, Larry Barnett era lo último que le importaba. Susan se había enterado de lo peor y todavía la quería.
—Hola, papá.
Mark, con la cara llena de espuma de afeitar, miró hacia su hija, todavía en pijama.
—Buenos días, Kelsey.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Vamos a limpiar la casa y a hacer la compra. Y después, decide tú lo que quieres que hagamos.
Era lo que hacían la mayor parte de los fines de semana, excepto cuando él tenía planes con Susan.
Kelsey asintió y Mark advirtió que estaba particularmente seria.
—¿Te pasa algo, Kelsey?
—No.
Era una respuesta precipitada. Y en un tono de voz ligeramente alto. El radar de Mark detectaba problemas. Mark, que estaba a punto de llevarse la cuchilla a la cara, se detuvo y la miró. Él pensaba que, una vez Susan fuera de escena, Kelsey volvería a la normalidad. A menos que supiera que había hablado el día anterior con el señor Brown. El profesor de Kelsey le había advertido que las notas de su hija habían bajado considerablemente durante las últimas dos semanas. Mark le había asegurado que ya había solucionado ese problema.
—Ayer vino a verme el señor Brown. Me contó que tenías problemas con las matemáticas y la lectura. ¿Necesitas que te eche una mano después del colegio?
—No.
—¿Estás segura?
Kelsey lo miró a los ojos.
—Sí.
Y Mark se derritió al ver la dulzura de su mirada. Terminó de afeitarse, se limpió la cara y se apoyó contra el lavabo.
—Creo que a lo mejor soy parcialmente culpable de esto, Kelsey —le dijo—. He estado tan ocupado intentando que aceptaras a Susan que no he prestado atención a tus sentimientos.
Kelsey parecía confundida, pero continuaba mirándole. Mark no sabría cómo hacerle entender algo que ni siquiera él comprendía del todo bien.
—En cualquier caso —dijo—, sospecho que la bajada de tus notas tiene que ver con Susan y conmigo.
Kelsey desvió la mirada y asintió. Mark la levantó en brazos como cuando era mucho más pequeña y le dio un beso en la nariz.
—Lo siento, cariño.
—Yo también lo siento, papá. Nunca volveré a gritarte como el otro día.
—Me alegro de oírlo —contestó—. No quiero volver a enfadarme contigo, no me gusta.
A mí tampoco.
Pero Kelsey continuaba triste y Mark imaginó que probablemente hacían falta algo más que palabras para superar aquel malentendido. Y, mientras tanto, tenía que atender al programa de radio.
Aquél era otro problema. Un problema que, sospechaba, también iba a ser difícil de resolver.
—¿Puede decirnos, doctor, cuántos de los pacientes que ha tratado creían tener capacidades psíquicas especiales?
Meredith permanecía en la cocina con la taza en la mano, escuchando la radio. Llevaba allí quince minutos y todavía no se había servido el café.
—Lo siento, no puedo. Es un número demasiado grande como para contarlo —Meredith sintió que le acababan de dar un puñetazo en el estómago—. Es habitual que muchas personas que sufren alteraciones mentales justifiquen sus acciones diciendo que tienen habilidades psíquicas especiales. Muchos, muchos criminales, han cometido sus delitos siendo víctimas de esa falsa ilusión.
—¿Qué es lo que le ocurre a esa gente?
—Muchas de esas personas, si llegan a juicio, son consideradas culpables con el atenuante de enfermedad mental y encerradas en psiquiátricos.
La taza que Meredith tenía en la mano terminó hecha añicos a sus pies. Se agachó para recoger aquel desastre. Tomó los trozos más grande y fue a buscar la escoba. Tenía algunos cortes en los tobillos, pero decidió que ya se ocuparía más adelante de ellos.
El programa continuó. Larry Barnett había soltado su perorata al principio y la periodista, Delilah White, había cedido después la palabra al resto de los invitados; un psicólogo, una psicóloga infantil que habló de lo vulnerables que eran los niños a los ocho años y de cómo la percepción que tuvieran de su padre podía marcarlos para toda una vida. Comentó también que, a menudo, los niños admiraban tanto a sus profesores que estaban dispuestos a creer cualquier cosa que éstos les dijeran.
La vidente fue la peor. Admitió que se había ganado muy bien la vida prediciendo el futuro en televisión y que había sido muy divertido, que no pensaba que la gente creyera de verdad lo que le decía.
Continuó hablando un neurocirujano, que explicó que no había ninguna prueba que demostrara la existencia de capacidades psíquicas especiales.
Sonó el teléfono de Meredith, pero decidió no contestar. Se fue a buscar la escoba. Como no la encontró, recogió los restos de la taza con un pedazo de papel de cocina. Y después, se sentó en el suelo.
Delilah White invitó a sus oyentes a llamar. Uno tras otro, diferentes ciudadanos fueron mostrando su indignación por el hecho de que niños tan pequeños pudieran estar expuestos a la influencia de profesoras como ella.
Y, como era habitual en ese tipo de programas, también hubo personas que llamaron para defender el derecho de Meredith a creer en lo que ella quisiera siempre y cuando no incluyera sus creencias en sus enseñanzas y no hiciera ningún daño a nadie.
—¿Ningún daño a nadie? —saltó Larry Barnett—. ¿Cómo puede ser nunca inofensiva una acusación de malos tratos?
—Lo siento, pero no puedo dejar de estar de acuerdo con el señor Barnett. Es evidente que aquí se ha hecho algún daño. La pregunta ahora es, ¿qué van a hacer los responsables del sistema educativo de Bartlesville al respecto?
Evidentemente, ya estaba hecho el daño. Sólo se había oído a una de las partes. No había habido un juicio, pero ya había sido sentenciada. Meredith se levantó de un salto, agarró el teléfono y marcó el número que Delilah White había estado repitiendo hasta el agotamiento.
Tuvo que intentarlo seis veces y después la dejaron esperando. Pero sólo hasta que dijo su nombre.
—Damas y caballeros, tenemos a la señorita Meredith Foster al teléfono. Y estoy segura de que nuestros oyentes quieren oír lo que tiene que decirnos.
—Soy profesora —dijo Meredith, haciendo un gran esfuerzo por hablar lentamente—. Enseño a los niños los contenidos marcados por el currículum académico, nada más. Durante los últimos cuatro años, mis alumnos han alcanzado niveles significativamente altos en las pruebas de aptitud. De hecho, han tenido las notas más altas de Bartlesville. Como profesora, estoy expuesta también a todo tipo de estallidos emocionales, puesto que a esta edad, los niños no han aprendido todavía a controlar su sentimientos. Precisamente por eso, puedo ser consciente de las dificultades que atraviesan. Y en cuanto ocurre algo que considero extraño, hablo directamente con los padres. La otra opción posible, sería permanecer en silencio, pero creo que son muchos los padres que prefieren saber qué posible problema puede tener su hijo.
—Pero, señorita Foster, en el caso que nos ocupa, tengo entendido que el niño no le transmitió ninguna información. Que usted dedujo que tenía problemas y, basándose únicamente en una corazonada, fue a ver a la madre del niño para decirle que estaba siendo maltratado.
—Me gustaría decirle al señor Barnett que, si está tan preocupado por su hijo, no entiendo por qué está haciendo público el hecho de que yo pensara que el niño tenía algún problema. A mi parecer, todo este exceso de atención puede ser mucho más perjudicial para un niño que cualquier cosa que yo pueda decirle a su madre en privado.
—Mi hijo está siendo utilizado públicamente, señorita Foster —replicó Barnett tranquilamente—, y ésa es la razón por la que quiero acabar con esto. Quiero que Thomas sepa que no tengo nada que esconder.
—Señorita Foster —era Delilah White otra vez—, ¿va a negar que dijo utilizar sus habilidades psíquicas con sus alumnos?
—Yo no soy ninguna vidente ni nada parecido —Meredith fijó la mirada en el papel de cocina que tenía en la mano—. No tengo ninguna capacidad que no tengan ustedes. Sencillamente, soy más sensible, tengo mayor capacidad de percepción. Pero eso es algo que puede tener todo el mundo.
—Así que percibió que el señor Barnett, un hombre cuyos actos han sido examinados con lupa desde hace años y que ocupa uno de los cargos más importantes de este estado, estaba maltratando a su hijo.
—Lo que yo creo es que el padre de uno de mis alumnos...
—De uno de sus antiguos alumnos... —intervino el fiscal.
—... estaba causándole problemas emocionales a su hijo —terminó Meredith.
—Algo que usted dedujo basándose solamente en su particular percepción —dijo la periodista.
—Sí.
—El niño no dijo una sola palabra al respecto.
Meredith tomó aire y cerró los ojos.
—Exacto.
—Eh, gracias por llamar, señorita Foster. Tenemos otros oyentes esperando.
Y le colgó el teléfono.
Meredith comprendió que acababa de ayudar a Larry Barnett a ponerle la soga al cuello.