Para cuando terminó el programa de Delilah White, la casa estaba completamente limpia.
—Ya he terminado de quitar el polvo, papá —anunció Kelsey, apareciendo detrás de él en el baño.
Cepillo en mano, Mark se apartó de la taza del váter y miró a Kelsey, que parecía haberse quedado con todo el polvo que había quitado.
—Buen trabajo cariño. En cuanto me lave las manos y me cambie de camisa, iremos a comprar.
—No han sido muy amables con Meredith, ¿verdad? —preguntó Kelsey, frunciendo el ceño mientras seguía a su padre a su habitación.
—No, no han sido muy amables.
La cama estaba sin hacer. Mark quería haber cambiado las sábanas, pero podrían aguantar un día más. Se quitó la camiseta y se puso un polo de color verde claro.
—¿Crees que habrán herido sus sentimientos? —preguntó Kelsey, colocándose justo tras él mientras Mark se detenía frente a la nevera para tomar la lista de la compra que tenía sujeta por un imán.
—Espero que no.
—¿Pero tú qué crees? —insistió su hija.
Mark se detuvo y miró a la niña que, con los vaqueros de los abalorios y una camiseta de color rosa y manga corta, parecía una versión minúscula de aquella profesora de la que había estado hablando sin parar durante todo el año.
—Sí, Kelsey, creo que esto ha debido de hacerle daño.
—Entonces deberíamos ir a verla, papá.
Su pequeña compañera tenía un gran corazón, gracias a Dios.
—Pero no creo que quiera vernos ahora, cariño.
—Seguro que a mí sí quiere verme —repuso Kelsey con toda la inocencia y la confianza de una niña de nueve años—. Lo sé. Y esta vez, tendrás que ser bueno con ella.
Mark continuaba nervioso mientras conducía hacia la calle de Meredith horas más tarde, después de haber ido a hacer la compra y haber llevado las compras de nuevo a casa.
—Prométeme que no le vas a gritar—dijo Kelsey, mientras miraba por la ventanilla la casa de Meredith.
—Caramba, Kelsey, lo dices como si fuera un ogro. Yo nunca grito.
—Tú sólo sé bueno con ella, ¿vale? Ha tenido un día muy duro.
—Cariño, yo soy un buen tipo.
—¡Papá! —exclamó Kelsey en tono de advertencia y desesperación.
—Te lo prometo.
—Gracias.
Mark le sonrió a su hija, preguntándose cómo habría llegado a crear una personita tan contestataria.
Vestida con una falda larga de tela vaquera, una blusa blanca con cuentas brillantes y la melena suelta, Meredith parecía estar preparada para enfrentarse al mundo cuando abrió la puerta. No estaba encerrada en casa, deprimida y necesitada de visitas. Mark se sintió como un auténtico estúpido al verse a sí mismo en el porche con un recipiente de helado de pastel de plátano en la mano.
—Hola, mi padre no está enfadado contigo —la saludó Kelsey antes de que él pudiera explicar aquella intromisión y largarse de allí.
—¡Kelsey! —la alegría de Meredith parecía sincera—. Adelante.
Un saludo demasiado efusivo para una despedida rápida. Entraron en la casa con aquella mujer que parecía estar perfectamente bien y no necesitar ningún tipo de cuidado.
—Te hemos traído un capricho, ¿verdad, papá?
—Eh, sí —dijo Mark por fin, tendiéndole el helado, pero evitando su mirada.
—Y también hemos traído helados para nosotros —dijo Kelsey, dirigiéndose a la cocina y sentándose en la mesa.
Su hija sólo había pasado una noche en aquella casa y ya se comportaba como si le perteneciera. Mark se recordó mentalmente que debería enseñarle a su hija buenos modales.
—¡Pastel de plátano! —exclamó Meredith—. Y para ti de galletas —puso un recipiente delante de Kelsey.
—Mi padre también va a tomar de plátano —le dijo Kelsey mientras le quitaba la tapa a su helado.
—Sí, ya lo veo.
Meredith colocó un cuenco delante de una de las sillas vacías y alzó la mirada. Miró a Mark directamente a los ojos, con una expresión cargada de preguntas que él no estaba en condiciones de contestar. Todavía no sabía siquiera qué estaba haciendo allí.
—Esa gente de la radio es una estúpida —dijo Kelsey con la boca llena de helado—. Papá también lo ha dicho, ¿verdad, papá?
Meredith continuaba mirándolo fijamente.
—Sí.
La maestra relajó visiblemente los hombros. E, ironías de la vida, también Mark.
—¿Quieres venir a las montañas Osage con nosotros? —preguntó Kelsey mientras lamía los últimos restos de helado de la cucharilla de plástico—. Vamos a ir a las cascadas y después papá y yo vamos a jugar al frisbee.
Caminar, jugar. Sonaba maravilloso.
—Estoy seguro de que Kelsey tiene muchas cosas que hacer esta tarde —intervino Mark antes de que Meredith pudiera responder—. Es evidente que estaba a punto de marcharse. Probablemente incluso la estemos entreteniendo.
Kelsey alzó la mirada hacia ella.
—¿Te estamos entreteniendo? —Kelsey la miró.
—No —contestó Meredith con una sonrisa.
Kelsey estaba haciendo un gran esfuerzo; no estaba tan contenta como quería hacerles creer, pero Meredith estaba empapándose del afecto sincero que emanaba de la niña. La había echado de menos. Mucho.
—Pero estoy seguro de que tu padre tiene otros planes para esta tarde, cariño.
No podía mirar a Mark otra vez. Era peligroso. Había algo que no entendía.
Y también un gran sentimiento de culpa. Lo había besado después de que su amiga los hubiera dejado solos, confiando plenamente en ellos. Y no importaba que posteriormente Susan hubiera roto con él. Su amiga podía haber cometido un error. En realidad estaba enamorada de Mark.
—No —estaba diciendo Kelsey, meciendo los pies por debajo de la mesa—. Hoy decido yo lo que vamos a hacer.
—Bueno, pero estoy segura de que no queréis cargar conmigo uno de los pocos días que tenéis para vosotros dos.
—Sí queremos —respondió Kelsey—, ¿eh, papá?
Si ella misma no hubiera estado tan incómoda, Meredith se habría echado a reír al ver la expresión de Mark.
—Sí —fue lo único que dijo él.
Y como Meredith estaba que se subía por las paredes, adoraba a Kelsey y no soportaba la idea de desilusionarla tan pronto, y porque Susan estaba en el hospital, atendiendo a sus pacientes, Meredith aceptó la invitación.
Caminaron, rieron y jugaron. Y, sin saber muy bien cómo, terminaron en casa de Meredith después de haber comprado comida china para cenar. Pusieron fin a la velada viendo Un astronauta en la corte del rey Arturo, la película favorita de Kelsey. La niña parecía feliz, contenta. Pero cada vez que Meredith fijaba en ella la mirada, sentía una desagradable tensión en el estómago.
Quizá la culpa la tuvieran el helado y la comida china.
A las nueve y media, le tocó el turno a una de las películas que más le gustaba a Meredith, El show de Truman; Mark no la había visto, y Kelsey se quedó dormida.
—Deberíamos marcharnos —dijo Mark cuando Meredith advirtió que la niña dormía con la cabeza apoyada en el brazo del sofá y detuvo la película.
Meredith sabía que debería dejar que se fuera. Pero después de la breve mención de Kelsey, habían estado evitando hablar del programa de radio de la mañana durante todo el día y Meredith necesitaba saber qué pensaba Mark y en qué situación se encontraba ella.
—Puedes llevarla a la cama de la habitación de invitados hasta que termine la película —sugirió.
Mark la miró. Parecía que iba a negarse. Pero al final, asintió.
—Buenas tardes, buenas noches y buenas madrugadas.
A Meredith le entraban ganas de aplaudir mientras Jim Carrey hacía su última intervención y cruzaba el escenario al que se había reducido su vida desde su nacimiento. Mark tenía la éditos de la película.
—¿Qué te ha parecido?
Mark la miró, se echó hacia delante y apagó el televisor.
—Es buena.
—¿Eso es lo que tienes que decir?¿Que es buena?
Aquella película le había producido una gran emoción la primera vez que había ido a verla al cine; tanta, que había ido a verlas dos veces más en la misma semana.
—Debe de ser muy desconcertante darse cuenta de que a uno pueden manipularlo de esa manera —comentó Mark—. Lo han mantenido atrapado durante décadas en ese mismo escenario y él ni siquiera era consciente de que no estaba viviendo la realidad.
—Eres más profundo de lo que quieres creer, Shepherd —dijo ella, diciéndose a sí misma que la intensidad de su placer era ridícula.
—Simplemente, soy como soy —dijo—. Y creo que ya es hora de irse a la cama.
Aquellas palabras, pronunciadas de una a forma completamente inocente, quedaron flotando entre ellos. Pero sólo porque era tarde. Y estaban rodeados de una luz tenue. Y Meredith había tenido un día muy duro.
Se inclinó hacia delante en la silla.
—Antes de que te vayas, ¿te importaría decirme qué te ha parecido el programa de radio de esta mañana?
—Creo que lo Barnett lo había preparado muy concienzudamente.
—¿Y?
—Y que ha conseguido sacarte mucha ventaja.
Sí, Meredith lo sabía, pero al oírselo decir, sintió de nuevo la puñalada del miedo.
—¿Cuánta?
—En realidad no quieres que hablemos de eso esta noche, ¿verdad? —le preguntó él suavemente—. Se supone que hoy es un día para olvidar.
—El problema de eso... —intentó reír, pero no lo consiguió—, es que uno siempre recupera la memoria.
—Pronto llegará el lunes. Date por lo menos todo el fin de semana.
—Mark, si sabes algo, dímelo, por favor. El resto del fin de semana va a ser una tortura si continúo esperando a tener alguna noticia. Preferiría saber ya a lo que me enfrento.
Mark suspiró, se frotó las manos y se reclinó en el sillón, mirándola de frente.
—Hoy he recibido una llamada del superintendente de educación. Me ha recomendado que te despida.
A Meredith se le cayó el corazón a los pies, pero intentó concentrarse.
—¿Basándose en qué?
Mark se inclinó hacia delante y la miró con expresión compasiva.
—Eso ahora no importa, Meredith. Acuéstate y hablaremos el lunes.
—¿Basándose en qué?
—En primer lugar, por maltratar psicológicamente a un niño.
Meredith no se lo podía creer. Apenas podía respirar. A pesar del calor de la habitación, tenía la piel helada.
—Me he pasado toda mi vida intentando ayudar a los niños.
—Lo sé. Ya te he dicho que deberíamos dejar esta conversación para otro momento.
Meredith lo miró fijamente.
—Eso no va a cambiar nada, Mark. Yo jamás, jamás, le he hecho ningún daño a un niño. Esto es ridículo. Lo único que hice fue hablar con la madre de Tommy. Nunca he hablado con él sobre esto. Y si está sufriendo, es por culpa de lo que están haciendo sus padres con la información que les di.
—Lo sé.
—No me sigas la corriente, Mark.
—No te estoy siguiendo la corriente —la firmeza de su tono la convenció—. Y no creo que ese cargo pueda prosperar —añadió—. Pero sí el segundo.
—¿De qué me acusa?
—De vileza moral.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y Meredith parpadeó rápidamente para apartarlas.
—¿Qué delito se supone que he cometido?
—Has hecho declaraciones falsas.
—Lo que he dicho es cierto.
—Según Larry Barnett, no.
—Lo único que he dicho es que tenía la sensación de que su hijo estaba siendo maltratado. Nadie puede juzgar mis sentimientos.
—Le dijiste a su esposa que Tommy estaba sufriendo maltrato —dijo Mark—. Y no tenías ninguna prueba para demostrarlo.
Sí, Meredith se lo había dicho, pero porque sabía que era verdad.
—El superintendente está en una situación muy difícil, Meredith —le advirtió Mark—, le están presionando para que tome una decisión y tiene que hacerlo basándose en los hechos que tiene ante él. Y cree que los hechos demuestran que has hecho declaraciones falsas.
—Eso significa que, si en el consejo escolar hay suficientes miembros que estén de acuerdo con él, antes o después recibiré una carta comunicándome el despido —había leído los estatutos del centro cuando la habían contratado y había vuelto a leerlos aquella mañana.
—Dispondrás de al menos veinte días antes de que te despidan y, durante se tiempo, podrás presentar alegaciones indicando los motivos por los que consideras que no debes ser despedida.
—Y después habrá una votación en el consejo.
Mark asintió.
—Así que tú no puedes hacer nada —susurró Meredith.
En realidad tampoco importaba. Mark había estado de acuerdo con Barnett desde el primer momento.
—No exactamente —contestó Mark lentamente, arrastrando las palabras—. Puedo presentar un informe similar al que llevé a la reunión de padres, acompañado de material más significativo, y ver si de esa manera puedo convencer también a todos los miembros del consejo.
—¿A qué tipo de material te refieres?
—Amber McDonald. La actual Amber Walker.
Meredith había recibido dos semanas atrás una carta de la madre de la niña. Amber se había quedado a dormir en casa de unas amigas y había llamado a su padrastro para que fuera a buscarla al día siguiente. Era la primera vez que se permitía a sí misma estar a solas con él, con cualquier hombre de hecho, después de haber sufrido abusos. Su madre estaba muy esperanzada, y Meredith también.
—Evidentemente, no podemos hablar de ella públicamente —estaba diciendo Mark—, pero podemos incluir la información de forma confidencial.
—¿Tú qué piensas de ese caso? —preguntó Meredith.
Estaba demasiado cansada para poder averiguarlo por sus propios medios.
—Creo que le salvaste la vida a esa niña.
—¿Y esta vez por qué tiene que ser diferente?
—Porque no has tenido suerte.
De modo que él pensaba que su acierto de la vez anterior sólo había sido una cuestión de suerte. Como si estuviera jugando a una especie de ruleta rusa con la vida de los niños. A Meredith no la sorprendieron tanto sus palabras como lo mucho que le dolieron.
Se levantó.
—Será mejor que te vayas.
Mark la agarró de la muñeca y le hizo sentarse de nuevo a su lado en el sofá.
—Meredith, escucha, estoy de tu parte.
Meredith no se atrevía mirarlo.
—¿Cómo puedes decir eso cuando crees que no sé de lo que estoy hablando?
—Creo que tú piensas que sabes de lo que estás hablando —respondió él, instándola a escucharle con la suavidad de su tono—. Y aunque puedas estar equivocada, sé que no estás intentando hacerle daño a nadie.
—Ellos no tienen que demostrar que he intentando hacerle daño a Tommy. Lo único que tienen que intentar demostrar es que he hecho unas falsas declaraciones para intentar ayudarlo.
—Y lo único que tienes que hacer tu es convencer al consejo escolar de que crees lo que dices.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
Mark se encogió de hombros y sonrió suavemente.
—No tengo ni idea, pero sé que lo conseguirás —respondió—. Desde luego, a mí me has convencido plenamente de que crees que lo que dices es cierto.
Bueno, eso ya era algo. Sobre todo porque ella ya no estaba segura de saber quién era.
Mark tenía las manos apoyadas en los muslos. Unas manos fuertes, capaces, delicadas. Y ella estaba en sus manos. Mark no creía en su don, pero al menos creía que Meredith no mentía.
Y parecía pensar que eso podría ser suficiente.
—Aquí tienes tu bolsa.
Kelsey sacó un bolsa de papel de la mochila y se la tendió a Kenny sin mirarlo apenas. Había ido corriendo hasta allí, mirando constantemente hacia atrás. Miró de nuevo tras ella, temiendo que pudiera haber alguien viéndola hacer aquello.
—Gracias —dijo Kenny—, ¿cómo estás?
—Bien. Pero tengo que irme —se agachó para meterse entre los arbustos y trepar por la verja.
—Eh, espera —Kenny dio un paso adelante.
—¿Qué pasa?
Aquel día, Kelsey se había puesto los vaqueros de las mariposas porque sabía que iba a ir a verla. Quería que se fijara en ella. Pero en aquel momento se sentía como una estúpida. No era divertido ver a Kenny cuando sabía que podía terminar en la cárcel.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Kenny.
—Nada.
—Sí, te pasa algo. ¿Estás enfadada conmigo?
—No.
—¿Entonces qué te pasa?
Parecía a punto de llorar. Kelsey se volvió y comprendió que no se había equivocado. La miraba con tristeza, no se reía como hacía normalmente. Y ella odiaba ver a la gente triste. Sobre todo si era por su culpa.
—Lo siento, Kenny.
Kenny no dijo nada. Se limitó a mirarla fijamente.
—¿Qué te pasa? —insistió.
Kelsey había prometido no contárselo a nadie. Pero seguramente Kenny no contaba, puesto que él formaba parte de todo aquello.
—¿Sabes que podemos buscarnos problemas?
—No, si no nos pillan.
No parecía preocupado y Kelsey imaginó que no sabía que podían terminar en la cárcel.
—Pero Kenny, ¿y si nos pillan?
—¿Cómo van a pillarnos? Sólo somos niños.
¿Debería decírselo?
—Hay cárceles para niños.
Kenny la miró con los ojos entrecerrados, como si estuviera pensando, pero en realidad la estaba mirando a ella.
—¿Lo sabes?
Kelsey asintió.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Don tiene un laboratorio en su garaje —le dijo a Kenny. Le sentaba bien poder pronunciar aquellas palabras en voz alta en vez de oírlas constantemente en su cabeza—. Entré sin querer en el garaje el viernes y él y mi madre se asustaron. Don me dijo que no tenía que contarle nada a nadie porque está haciendo experimentos que sólo se pueden hacer en laboratorios de verdad, no en casa...
Pero se interrumpió de pronto al ver que Kenny estaba negando con la cabeza.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Eres muy pequeña, ¿lo sabes?
—No, no soy pequeña —hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Y podía ir a la cárcel.
—Ese laboratorio no es para hacer experimentos, Kelsey —dijo Kenny—, es un laboratorio de anfetaminas.