1
Érase una vez un muchacho llamado Bongo, que trabajaba en una herrería. Bongo se levantaba todas las mañanas a las cinco, cuando el cielo estaba aún negro y titilaban las últimas estrellas. Bongo bajaba entonces a la herrería, prendía el fuego y ya no descansaba hasta la hora de comer.
El Herrero era un hombre jorobado, pecoso, con el pelo rojo y la cara cruzada por una cicatriz. Bongo solía preguntarle:
—¿Por qué tiene esa cicatriz en la cara, maestro?
—Me la hicieron los piratas —contestaba el Herrero.
Y, mientras Bongo le daba al fuelle, empapado de sudor, el Herrero golpeaba el yunque y le contaba sus andanzas por los mares de la China.
A Bongo le gustaban mucho estas historias, a pesar de que los demás muchachos del pueblo venían a escuchar, a escondidas, detrás de la puerta, y de repente interrumpían a gritos:
—¡Mentira, mentira! ¡Mentiroso el uno, tonto el otro!
Entonces el Herrero se enfurecía y salía a la puerta llevando en la mano un hierro al rojo. Los chicos huían como un tropel de pájaros y, ya de lejos, le tiraban piedras y continuaban burlándose. Pero el Herrero no les seguía nunca más allá de la tapia del huerto. Les amenazaba con el puño y decía:
—¡Desgraciados! ¡Desgraciados, vosotros!
Y su cara se llenaba de una pena tan misteriosa, que Bongo no pudo menos de preguntarle un día:
—¿Por qué les llama desgraciados, maestro? Todos ellos tienen padre y madre y una casa, y van a la escuela.
Bongo fue recogido por el Herrero cuando era muy pequeño, y dormía en el desván de la herrería, y trabajaba el día entero para ganarse el pan.
Entonces el Herrero dijo:
—Tú eres mucho más rico que ellos, Bongo.
Y, por primera vez, añadió:
—Vamos a comer, hijo mío.
Nunca le había llamado así y Bongo se sintió contento. Pues si bien su vida era dura, el Herrero nunca le pegó ni le hizo ningún mal. Y siempre compartieron juntos la comida, que unas veces era buena y otras no tanto. Pero siempre juntos, como verdaderos padre e hijo.
A Bongo también le gustaba que el Herrero le contase la historia de cuando lo encontró:
—Pasaba un carro de comediantes y estaba todo el campo muy verde y salpicado de hojas encarnadas, porque estaba lloviendo mucho aquellos días, y empezaba el otoño. Entonces yo vi un bultito que había quedado en el camino y me dije si sería un paquete de ropas o de comida o de cualquiera de los muchos equipajes que llevan consigo los titiriteros. En estas que fui a por él, dispuesto a devolvérselo; pero me llevé un gran chasco, cuando lo recojo, lo desenvuelvo y veo un niño pequeño, vestido de Arlequín.
—¿Era yo? —preguntaba Bongo, sonriendo.
—Eras tú. Entonces te tomé en brazos, corrí tras el carro y les grité: «¡Eh, titiriteros, eh, que os dejáis algo!» Ellos detuvieron el carro y asomaron a las ventanas sus caras morenas. Dijeron: «¿Qué es ello? ¿Acaso oro molido? ¿Acaso plata y diamantes? ¿Acaso trigo y manzanas?» Y yo contesté: «No, no, algo mucho mejor que eso.»
El Herrero se detenía aquí, porque sabía que Bongo enrojecía de placer y le interrumpía diciendo:
—¿Eso dijo, maestro?
—Eso dije. Les enseñé al muchacho (que eras tú). Pero ellos movieron la cabeza de un lado a otro y fruncieron el ceño: «¿Ese niño de pelo rubio, nuestro? ¡Qué disparate, Herrero! Nosotros tenemos el pelo como las alas del cuervo, los ojos como las endrinas, la piel como el cobre. Ese niño más parece cosa vuestra.» Y cerrando las ventanas del carro, azuzaron a los caballos y se marcharon corriendo, no fuera que yo les detuviese. Te llevé entonces a mi casa, y te guardé conmigo. A la noche, me corté con las tijeras un mechón de pelo y lo acerqué a tu cabeza. «No es la misma clase de oro —me dije—, pero parece más cosa mía que de aquellos tunantes.»
—¿Y qué se hizo del traje de Arlequín?
—No sé qué fue de él. Bien, ¿sabes una cosa? Se parecía tanto a los colores del otoño, que no sé yo si sería hecho de hojas de color verde, amarillo y rojo. Y no sé cómo, pero se fue desgajando, desgajando, hasta desaparecer.
—¿Y adónde fue a parar, maestro?
—Yo me digo si el viento se lo llevaría.
En aquel momento, las voces agudas de los muchachos llegaron a la herrería, con sus gritos burlones:
—¡Mentira, mentira! ¡Embustero el uno, tonto el otro!
Muchas veces, cuando Bongo iba con la cesta a comprar al pueblo, la gente le decía:
—Es muy malo el Herrero. ¿Verdad que te pega? ¿Verdad que no te da de comer?
—No es verdad —decía él.
—Es muy malo el Herrero. ¿Verdad que te trata muy mal?
—No es verdad —respondía Bongo, llorando.
Y así crecía, viendo cómo las gentes del pueblo no querían al Herrero, y no sabía por qué, pues con él era bueno. Bongo sentía por él cariño y le dolían estas cosas.
Las gentes acudían a la herrería como por obligación, ya que no había otro herrero en muchas leguas a la redonda. Y, además, el Herrero sabía muy bien su oficio. Las gentes pagaban sus encargos con el ceño fruncido, sin decir palabra.
Un día, Bongo preguntó:
—Maestro, ¿por qué son tan duras con nosotros las gentes de este pueblo?
—Porque ni tú ni yo hemos nacido aquí —contestó el Herrero—. Ellos no saben de dónde venimos, y estas gentes necesitan tocar las cosas con sus manos para creer en ellas.
—Y, ¿de dónde viene usted, maestro?
Pero a esto, por vez primera, el Herrero no contestó con una historia maravillosa. Siguió golpeando el yunque con más fuerza, y Bongo no se atrevió a preguntarle nada más.
2
Cierto día de noviembre, una gran niebla llegó al pueblo, borrando todas las cosas. Las gentes salían con faroles a las puertas de las casas, y unas a otras se gritaban sus nombres y recados. Los caballos blancos y negros relinchaban en la colina, asustados, y las vacas mugían. También las gallinas estaban sorprendidas, y los orgullosos gallos trepaban a las empalizadas y sufrían porque nadie podía contemplar sus colas de mil colores ni el brillo de sus ojos de oro.
De pronto, oyeron un gran estallido. Luego, otro y otro. Vinieron corriendo unos soldados, que atravesaron el pueblo e iban diciendo:
—¡Huid, huid, porque la guerra ha llegado!
Los hombres y las mujeres de la aldea empezaron a empaquetar sus cosas, entre gritos. Los colchones, las vasijas, todo, lo cargaban sobre los carros, hasta los animales. Y, sobre todo ello, se subían el marido, la mujer y los niños. También los perrillos eran aupados, a veces, a última hora. La niebla era cada vez más espesa. Sólo se veía, de aquí para allá, un estallido rojo, como un sol pequeño, y un gran humo negro, que lo convertía todo en algo extraño. Nadie sabía, al fin, si era de día o de noche, porque alrededor las cosas tenían el mismo resplandor blanco y rojo.
Bongo estaba en la herrería, dándole al fuelle, como acostumbraba. La niebla tapaba las ventanas y, repentinamente, se metió dentro. Bongo sintió una gran angustia, pues no veía al maestro. Sólo oía, en el silencio de la niebla, los golpes de su yunque:
—¡Toc, toc, toc...!
Le llamó:
—¡Maestro!
El Herrero no respondía. Bongo sólo oía aquel ruido:
—¡Toc, toc, toc...!
Bongo sentía mucho frío y ganas de llorar. Allá fuera se empezaban a oír las voces de los soldados, que decían:
—¡Huid, ha llegado la guerra!
Bongo se asomó a la puerta y vio luces que corrían de un lado a otro y, a trozos, caballos, hombres y carros que huían, medio borrados por la niebla. Oyó el estallido del fuego, en lo alto de la colina. Y, al fin, el galope del último caballo y el crujido de las ruedas del último carro. Llamó:
—¡Maestro, maestro!
En aquel momento, una gran explosión lo iluminó todo terriblemente y la herrería se desplomó. Bongo quedó a salvo, junto a la puerta, y, entre los jirones de la niebla, vio cómo se desmoronaban los muros de la casa. Entró en ella, apartando las piedras, y sólo quedaba el hogar apagado y lleno de cenizas. No había rastros del Herrero por ninguna parte.
Asustado, temblando, Bongo se sentó en una piedra. Poco a poco, el fuego se alejó de allí y un gran silencio llegó al pueblo. También la niebla se apartaba, y Bongo vio un sol muy pálido, como si estuviera amaneciendo.
Echó a andar por las calles. Las casas estaban cerradas y vacías, y algunas medio destrozadas. Por todos lados había mucho silencio. Únicamente un gallo blanco se paseaba por el centro de la plaza, con su estúpida cresta levantada y los ojos relampagueantes.
Bongo volvió a la herrería. Aún se levantaba humo de las ruinas del hogar. Aún quedaban en pie el fuelle y el yunque. Se sentó en el suelo quemado, entre cenizas y cascotes, y lloró, pues nunca se había sentido tan solo. Se dijo: «Todos los muchachos fueron recogidos por sus padres y montados en lo alto de los carros. Pero, ¿y yo? Nadie ha pensado en llevarme a mí, y el único que me quería ha desaparecido.»
—No llores, Bongo.
Levantó la cabeza y, sentado en los restos del hogar de la herrería, vio un Arlequín. Iba vestido con un alegre traje de colores rojo, verde, amarillo, azul... Todo él parecía hecho de cintas, de pedacitos de tela, o de hojas; no se podía distinguir muy bien. Pero el traje aquel resaltaba mucho en medio de tanta ruina y negrura.
—¿Quién eres tú? —dijo Bongo, asustado—. ¿De dónde sales?
—No tengas miedo —le contestó el Arlequín—. Dame la mano.
Bongo se la tendió, temblando. Porque necesitaba una gran compañía.
El Arlequín se levantó, llevándole de la mano. A poco de caminar sobre las ruinas, salieron al campo. El sol lucía otra vez, como si no hubiera pasado la guerra, y el suelo brillaba. Estaban en noviembre, el mes más hermoso para los campos.
—¿Cómo te llamas? —se atrevió a preguntar.
Y el Arlequín le contestó:
—Me llamo Carnavalito.
Cuando llegaron a lo alto de la colina, vieron, allá abajo, que la niebla huía lentamente hacia otros lugares. El sol la volvía de oro y todo parecía muy bonito.
Bongo se apartó las lágrimas con las manos y dijo:
—¿De dónde has salido, Carnavalito?
En lugar de contestarle, Carnavalito sacó una armónica del bolsillo y empezó a tocar una canción tan hermosa que hasta los pájaros se pararon a escuchar. Allí estaban, formando círculo, mirlos negros con ojos como diamantes, petirrojos, ruiseñores y los humildes pájaros grises que rondan el invierno. Todos escuchaban con mucha atención, y el mismo Bongo olvidó su miedo, su soledad y su tristeza.
3
Anduvieron sin parar a través del campo. Vieron, aquí y allá, aldeas quemadas, caballos que galopaban con la crin al viento, huyendo de la guerra, corderos perdidos que balaban tristemente y gentes que escapaban en sus carros con caras cerradas por el miedo y el egoísmo.
Varias veces Bongo se puso en mitad del camino y pidió que le llevaran con ellos. Pero aquellas gentes azuzaban sus caballos, y parecía que sus oídos estuvieran tapados.
—No te entristezcas, Bongo —dijo Carnavalito—. Tú no necesitas que te lleven con ellos. ¿Es que no te has dado cuenta de quién eres?
Le condujo de la mano hasta el río, y en un remanso, verde y liso como un duro cristal, le mostró su cara. El sol les daba a la espalda, y aparecían los dos rodeados de oro.
—Fíjate qué ojos tan valientes tienes —dijo Carnavalito.
—Yo no veo mis ojos —contestó Bongo—. El sol me da a la espalda, y sólo veo una cara negra ahí dentro.
—¡Ah, pero yo sí veo tus ojos! Son los de un muchacho a quien no le puede ocurrir nada malo.
Bongo le creyó firmemente y dijo:
—Así es. No tengo ningún miedo.
—Ahora sígueme, que te llevaré a la tierra de la paz.
Junto al río había una barca abandonada y subieron a ella. Cada uno empuñó un remo, y así cruzaron el río.
Pero a la otra orilla no estaba aún la tierra de la paz. De nuevo vieron casas quemadas, cosechas destruidas y buitres que volaban lenta y negramente sobre los campos abandonados.
—Tengo mucha hambre —dijo Bongo.
Por la carretera corría un hombre con un cesto lleno de fruta que, aunque golpeada, era cuanto había podido recoger. Bongo echó a correr hacia él y le tiró de la chaqueta para que le atendiese, diciendo:
—¡Por favor, por favor, buen hombre, deme usted aunque sea sólo una manzana!
Pero aquel hombre tenía los ojos como agujeros y le contestó:
—Y tú, ¿qué vas a darme? Sólo a cambio de oro te podría dar una manzana.
—Yo no tengo oro. Sólo tengo hambre —dijo Bongo, a punto de llorar.
Y el hombre le apartó de un empujón, y siguió corriendo por la cuneta de la carretera.
Carnavalito pasó su brazo sobre los hombros de Bongo, diciéndole:
—Tú no tienes hambre, Bongo.
Volvió a sacar del bolsillo su armónica, y esta vez la canción llenó de tal forma el aire que los buitres huyeron de allí, horrorizados, y Bongo olvidó los tirones de su estómago.
Entretanto, habían llegado a unos zarzales, llenos de moras negras y brillantes. Carnavalito y Bongo arrancaron cuantas pudieron, repartiéndoselas:
—Ésta te toca a ti, ésta me toca a mí...
Y así hasta que las acabaron. Pero Bongo no se daba cuenta de que Carnavalito no comía las suyas y se las pasaba a él disimuladamente.
Llegaron a un pueblo que aún humeaba. Por todos lados había ladrillos rotos, tejas y piedras quemadas, y mucha tristeza. Solamente un árbol estaba allí, en pie, lleno de hojas amarillas, como si fuera de oro.
Carnavalito dijo:
—¿No sería tonto aquel hombre? ¡Cuánta riqueza tenía aquí, y no lo sabía!
Sacudió las ramas del árbol y cayó sobre ellos una lluvia tan radiante que tapaba toda la desolación. Bongo reía muy alegre, hasta que se cansó y se sentó en una piedra. Entonces vio una cabeza que asomaba, llena de miedo, tras una tapia. Bongo volvió a sentir temor y quiso echar a correr.
Pero Carnavalito le sujetó por el fondillo del pantalón y le hizo retroceder.
—¿Adónde vas, Bongo? ¿Qué temes? Tienes que comprender que donde estemos tú y yo no hay miedo.
Carnavalito volvió a sacar su armónica y a tocar aquella canción, que era como el despertar del sol en el campo, pues hacía salir, de entre las ruinas, pájaros, mariposas verdes y cigarras.
Entonces la cabeza que había asomado tras la tapia rota volvió a aparecer. Era un niño muy delgado, con grandes ojos azules, que se les acercó. Estaba tiznado de hollín y descalzo.
Escuchó la canción embelesado y, cuando Carnavalito terminó, el niño de los ojos azules preguntó:
—¿Adónde vais?
—Ven con nosotros —dijo Carnavalito—. Dale la mano a Bongo, porque nos vamos al país de la paz.
—Esperadme —dijo el niño de los ojos azules—. Hay otros dos que tienen aún más miedo que yo. No les podemos abandonar.
Les condujo hacia una casa en ruinas y, apoyando la boca en un agujero del muro, llamó:
—¡Salid de ahí, que ha terminado el miedo!
Oyeron un ruido parecido al roce del viento en las rendijas y, saltando entre las piedras, vieron a otro muchachito aún más pequeño, con unos pantalones tan grandes que la cintura le llegaba hasta debajo de la barbilla y las cañas a los tobillos. Pero era todo lo que llevaba sobre el cuerpo y estaba aún más delgado y más sucio que el primero. Este último niño llevaba en brazos a un perrito negro, con ojos dulces como dos granos de uva moscatel. El perrito temblaba como la hoja en el árbol.
—¿Por qué temblar, tontos? —dijo el niño de los ojos azules—. ¡Estos dos han barrido todo el miedo, como si fuera ceniza!
Y les dijeron sus nombres: el primer niño se llamaba Cuco, el segundo Cuscurrín, y el perro Nabucodonosor.
—Ahora —dijo Carnavalito—, vamos a cargarnos de riquezas para llevárnoslas al país de la paz.
Recogió las hojas de oro y las repartió equitativamente entre ellos. Luego los condujo hacia el sembrado, donde estaban abandonados y enmohecidos el arado y las azadas. La simiente aparecía mal esparcida, y la tierra reventada aquí y allí. Recogió algunos granos de simiente y se los dio.
—Guardadlos —dijo—. Esto es un gran tesoro.
Ellos lo comprendieron y lo guardaron con gran respeto en el fondo de los bolsillos, junto a las hojas de oro.
Nabucodonosor empezó a llorar, porque realmente era el más cobarde de los cinco. Carnavalito volvió a sacar la armónica y al cabo de un rato Nabucodonosor se había puesto a la cabeza de la comitiva y corría alegremente.
De esta forma atravesaron campos y aldeas abandonadas, rotas y negras de humo. En todas partes Carnavalito hallaba alguna cosa buena: espigas caídas, amapolas, una rosa aterida y triste entre zarzales, un grillo que cantaba destempladamente entre las ruinas...
—Guardadlo todo —decía Carnavalito—. Todo esto son cosas que los hombres y el invierno no pudieron destruir.
Los niños le obedecían, y en cuanto flaqueaba su corazón y sentían miedo o cansancio, Carnavalito tocaba su canción en la armónica, y ellos lo olvidaban todo y se sentían muy alegres.
Por el camino se les unió, además, una niña de largos cabellos lisos y amarillos, con muñeca. Se llamaban Tina y Tinina, y habían quedado, como Bongo, Cuco, Cuscurrín y Nabucodonosor, abandonadas en una aldea de gentes duras y egoístas. Se les unieron también una legión de perrillos, pájaros, mariposas, cigarras, luciérnagas y mariquitas, porque, al oírles y verles, comprendían que con ellos volvería la primavera.
En una aldea vieron un potrillo que había quedado preso en un corral y que relinchaba tristemente, porque todos habían huido sin desatarle y él no podía escapar.
Carnavalito, los niños y los perros empezaron a apartar piedras y maderas derruidas, y liberaron al potrillo, que se acercó a frotar su cuello, uno a uno, contra los muchachos y los perros. Y daba unos saltos tan alegres, que todos se reían mucho viéndolos.
Carnavalito dijo:
—Ven con nosotros, Potrillo, que vamos con grandes riquezas a la tierra de la paz.
Así, cantando, bailando, comiendo zarzamoras y recogiendo maravillas de entre los campos y pueblos abandonados, llegaron a las puertas de la ciudad.
Desde lo alto de la colina se pararon a mirarla. Carnavalito dijo:
—Esa ciudad está triste y llena de miedo. Vamos a buscar quien quiera acompañarnos.
Bajaron a la ciudad. Y llevaban tanta alegría, que era como si un surco de oro les fuera siguiendo por entre aquellas calles oscuras y cerradas. Igual que esas colas llenas de luz que arrastran las estrellas fugaces.
4
La ciudad era gris y parda. Los escaparates estaban vacíos, las puertas y las ventanas cerradas. Por todas partes había carteles donde se leía: «No hay», «Se terminó», «Cerrado». Había también coches abandonados, y sólo de tarde en tarde se oía tras una esquina el manar de una fuente pública. Porque nadie puede cortar el curso del agua, que brota del fondo de la tierra.
Iban de tal forma alegres y contentos, que a su paso fueron abriéndose puertas y ventanas, y asomaron gentes adustas y ceñudas, pálidas de miedo, de odio o de egoísmo.
—¿Adónde vais, locos? —les decían—. ¿Qué significan esas canciones y esa alegría, cuando todo es tristeza y miedo?
Y los niños decían:
—No es verdad, no hay miedo, ni tristeza. ¿Queréis venir con nosotros? Vamos cargados de riquezas, hacia la buena tierra.
—¿Riquezas? ¿Dónde están las riquezas? —inquirían, entonces, con los ojos brillantes.
Y se acercaban a ellos, ocultando a la espalda un cuchillo o un palo.
Ellos mostraban todos sus tesoros: espigas, semillas, girasoles, amapolas, rosas salvajes, azadas mohosas, un arado, piedrecillas del borde de los ríos, y los pájaros, las mariposas y el pequeño grillo, que ya se había aprendido todas las canciones de Carnavalito.
Entonces las gentes torcían el gesto y decían:
—¡Embustero el uno, tontos los otros!
Y, oyéndoles, Bongo recordaba a los muchachos de su aldea, cuando el Herrero le hablaba de sus andanzas por el mar de la China y del día en que lo encontró en el camino de los titiriteros.
Pero también vieron algún muchachito, alguna niña, saliendo de solares y descampados. Entre bidones, ladrillos rotos y ramaje seco. Iban mal abrigados en pedazos de saco, y llevaban en las manos escudillas vacías, con la esperanza de que alguien se las llenara.
—¿Venís con nosotros? —les decía Carnavalito.
Y se sentaba con su armónica en lo alto de los muros derruidos. El sol le daba de lleno, y los colores de su traje brillaban de tal forma, que niños, niñas y perrillos perdidos le miraban embelesados. Y cuando terminaba de tocar su canción, le seguían. Y los niños olvidaban incluso sus escudillas en la tierra amarilla del solar.
Algunos hombres y mujeres les gritaban:
—¡Mentira, mentira, mentira!
Y querían correr tras ellos, con palos levantados. Pero entonces Carnavalito tocaba su canción, y una rara neblina de color dorado, que siempre flotaba en torno de aquella armónica, se esparcía tras los talones del último muchacho. Y los hombres y las airadas mujeres se borraban, y sus voces se confundían con el viento que se alejaba a sus espaldas.
De este modo, toda la comitiva llegó al otro extremo de la ciudad, donde había restos de una casa que, por las ruinas, debió de ser grande y lujosa. Quedaban vestigios de un gran parque y árboles decapitados.
Los niños se pararon a mirar por entre la verja, con las manos asidas a los barrotes. También Nabucodonosor metió su cabecita negra por entre la reja, y le imitaron los demás perrillos, el pequeño grillo, los pájaros y las mariposas.
Sentados en un banco de piedra vieron a un hombre y a una mujer. El hombre tenía la cabeza entre los puños y los codos en las rodillas. La mujer se tapaba la cara con las manos.
Bongo les gritó:
—¿Qué ocurre? ¿Qué hacéis?
El hombre levantó la cabeza y quedo muy sorprendido de verles. La mujer se quitó las manos de la cara, y vieron que estaba llena de lágrimas.
—Todo lo hemos perdido —dijo el hombre—. ¡Somos los seres más desgraciados de la tierra!
—¿Qué perdisteis? —preguntó Bongo.
Y todos, hasta los mirlos (que suelen parlotear a gritos estén donde estén), escucharon con gran atención.
—Hemos perdido la casa, el dinero y la tierra —dijo el hombre.
—¿La tierra? ¡Qué raro! —contestó Carnavalito, apareciendo tras un árbol—. La tierra no se puede perder.
El hombre y la mujer quedaron pasmados al verle, y la mujer preguntó con timidez:
—¿Tú crees?
—Estoy seguro —dijo Carnavalito.
Y, sacando la armónica, empezó a tocar su canción.
Y era extraño, pues aquella mujer entendió las palabras de aquella música y las iba repitiendo en voz baja al hombre:
—Ellos dicen: «Venid con nosotros a la buena tierra, donde viven todas las riquezas.»
El hombre dijo con voz dura:
—¿Y mis riquezas, me las devolveréis?
—¡Cómo no! —respondió Carnavalito—. ¡Ciento por uno!
El hombre dudó un momento. Pero enseguida hizo un gesto de incredulidad y volvió a cogerse la cabeza con las dos manos. Entonces la mujer dijo:
—Sigámosles, porque, ¿qué podemos ya perder? Tal vez digan la verdad, pues parecen muy felices.
Dudaron y hablaron entre ellos. Los niños y los perros escuchaban, pero no entendían sus palabras. Al fin el hombre y la mujer se levantaron y fueron a la verja. El hombre les preguntó:
—Vosotros, ¿qué habéis perdido?
Todos se miraron unos a otros, y no sabían qué responder, puesto que nunca tuvieron nada.
—Nosotros —dijo Bongo— vamos a la buena tierra, con nuestras riquezas.
Esto pareció contentar al hombre, y dijo:
—¿Y las repartiréis conmigo y con mi mujer?
—Sí; hay mucho para todos —contestó Carnavalito.
Y volviendo a tocar la armónica, se pusieron en marcha.
El hombre y la mujer aún dudaron un poco. Pero la mujer inició la marcha y el hombre la siguió. Y aunque iban un poco rezagados, y como desconfiados, al fin y al cabo les seguían, e iban donde les llevaba Carnavalito.
5
Dejaron atrás la ciudad y llegaron de nuevo al campo. La tierra estaba herida y rota por el fuego de la guerra, y aquí y allí descubrían camiones incendiados y armas arrojadas por los soldados que huían. Algún niño echó a correr hacia un fusil, o un puñal, con los ojos repentinamente duros. Pero antes de que su mano los tocara, Carnavalito sacaba la armónica, y el niño levantaba la cabeza y entendía aquella música que decía: «¿Para qué vas a coger eso, si no es riqueza ninguna en la tierra de la paz?»
Y el niño abandonaba el arma, volvía a la caravana, y olvidaba el hierro y el fuego.
Un atardecer lluvioso, llegaron a una gran zanja. Al borde terminaba la tierra quemada, con sus raíces cortadas y los árboles de troncos desnudos, con las ramas levantadas al cielo como brazos. Al otro lado de la zanja había una tierra tapada por la dorada niebla.
Carnavalito dijo:
—Bien, ya hemos llegado. Al otro lado de la zanja está la buena tierra, con la riqueza y la paz. Debemos pasar uno por uno, a medida que os fuimos encontrando. Primero pasa tú, Bongo, y detrás Cuco, Cuscurrín y Nabucodonosor; luego Tina y Tinina, el Potrillo, el grillo...
Fue de este modo enumerándolos a todos. Estaban muy asombrados, y como no atreviéndose a pasar la zanja. En aquel momento llegaron los buitres, con los ojos llenos de cólera, como botones de fuego. Gritaban:
—¡Mentira, mentira, mentira! ¡Ah, qué gran mentira! ¡Nosotros, que volamos sobre vuestras cabezas, vemos el otro lado de la zanja, y no hay en esa tierra riqueza alguna! ¡Mentira, mentira, mentira!
Llovía aún y todos tiritaban de frío. De pronto, parecía que la alegría había acabado y tenían ganas de llorar.
El hombre y la mujer se habían quedado rezagados, llenos de dudas, junto a un árbol quemado. Y empezaron a formarse grandes charcos en el suelo, como espejos sucios, donde se reflejaban los buitres, que parecían responder como un eco:
—¡Mentira, mentira, mentira! ¡Embustero el uno, tontos los otros!
Al oír aquello, Bongo recordó a los muchachos de la aldea, que decían lo mismo cuando el Herrero le contaba sus historias. Entonces sintió una gran indignación y gritó:
—¡Venid conmigo, muchachos, pues mentiras como ésa fueron el único bien que yo recibí de esta tierra quemada!
Y tendió la mano a Cuco, y Cuco a Cuscurrín, y Cuscurrín a Nabucodonosor —que le dio su patita—, y Nabucodonosor tendió su otra patita a Tina, y Tina a Tinina, y a la diminuta cintura de la muñeca Tinina se enrolló el extremo de la rienda del Potrillo, y a la cola del Potrillo se agarró el primer niño que se les unió en la ciudad, y el otro al otro, y al otro... Y de este modo, cuando aún los niños y los perrillos estaban enlazándose en la tierra quemada, Bongo ya había llegado al fondo de la gran zanja. Sudaba, y con sus pequeñas manos, y con las uñas, se agarraba a la tierra y trepaba hacia el otro lado. Y todos le imitaban y le seguían.
Cuando el último de los niños se volvió hacia el hombre y le tendió la mano, chillaron los buitres:
—¡Mentira, mentira, mentira!
El hombre temblaba y la mujer se tapó otra vez la cara con las manos. Los buitres empezaron a planear sobre ellos, con su vuelo lento y negro, a grandes círculos. Y, al verlos, el hombre se inundó de miedo, y se cogió de la mano que le tendía el niño, y tendió la suya a la mujer. Y la mujer también se dejó conducir.
Bongo ya llegaba al otro lado de la zanja. Y en cuanto alcanzó la otra orilla, se vio rodeado de niebla de oro. Y se volvió a ayudar a los que le seguían; tiró con fuerza de Cuco, y Cuco de Cuscurrín, y Cuscurrín de Nabucodonosor... y así, hasta llegar al hombre y la mujer. Todos estaban dentro de la niebla de oro, menos el hombre y la mujer, que aún estaban asustados y llenos de desconfianza.
Bongo gritó, consternado:
—¿Y Carnavalito? ¡Ay, amigo mío, amigo mío! ¿Dónde dejasteis a mi pobre Carnavalito?
Y a todos empezaron a caerles lágrimas, que se confundían con la lluvia. Y Bongo le dijo a Cuco:
—Cuco, ¿a quién diste tú la mano?
Y Cuco se volvió a Cuscurrín y le dijo:
—Cuscurrín, ¿a quién diste tú la mano?
Y Cuscurrín se volvió a Nabucodonosor y le dijo:
—Nabucodonosor, ¿a quién ayudaste tú?
Y Nabucodonosor dirigió sus ojos de uva, llenos de lágrimas, a Tina, ladrando tristemente. Y Tina miró a su muñequita Tinina, y preguntó, llorando:
—Tinina, ¿a quién diste tu manita?
Y Tinina, con su cara de madera empapada de lluvia, miró hacia el Potrillo. El Potrillo relinchó de pena, y miró al primer niño de la ciudad.
Y todos los niños de la ciudad, y los perrillos, y los pájaros, mariposas, luciérnagas, cigarras y grillo, se preguntaban unos a otros:
—¿A quién diste tú la mano?
—¿A quién ayudaste tú?
En estas, la última pregunta llegó hasta el hombre. Y el hombre dijo:
—Mujer, ¿a quién diste tú la mano?
La mujer levantó su mano izquierda, y ante el asombro de todos mostró la armónica de Carnavalito. Pero Carnavalito no estaba allí.
Entonces la mujer sintió miedo y dejó caer la armónica al suelo. Todos la rodearon, y la armónica, ella sola, empezó a tocar su canción. Y todos entendieron aquella música, que decía:
—Escuchad bien, que os voy a contar una historia. Ésta es la historia de un jorobadito, que vivía en un orfelinato. El jorobadito quería salir de allí, hacia el mundo, porque deseaba tener padre y madre, y por ello inventaba historias. Y los demás muchachos le decían: «Mentira, mentira.» Pero los pájaros y el viento le decían: «Tus mentiras no son mentiras negras, son mentiras de colores que no hacen daño a nadie. Antes bien, tus mentiras son como la esperanza.» Así pasó el tiempo, y el jorobadito aprendió el oficio de herrero. Cuando salió del orfelinato fue por el mundo con su oficio. Pero como era feo y jorobado, y nadie sabía de dónde venía ni dónde nació, las gentes no le querían, pues eran gentes de corazón duro, ideas mezquinas y mentiras negras. Y el jorobadito, para buscar amor, inventaba historias hermosas; y unos le creían y se llenaban de esperanza, y otros le insultaban. Un día fue a un orfelinato y se llevó un niño, al que llamó Bongo. Y cuando Bongo le preguntaba: «¿De dónde vine, Herrero?», él inventaba una maravillosa historia. Y cuando Bongo le decía: «¿Y esa cicatriz?», en lugar de contestar que se la había hecho la maldad de los hombres, inventaba mil historias maravillosas. Cierto día, la maldad de los hombres mató al Herrero. Y cuando se presentó a las puertas del Reino, le dijeron: «¿Qué pesa en tu balanza?», y él contestó: «Un puñado de mentiras.» Entonces le dijeron: «No basta.» Pero se compadecieron de él, porque había sufrido mucho, y decidieron: «Espera un poco: enviaremos tus mentiras a la tierra y veremos qué provecho sacas de ellas.» Estas mentiras se vistieron con sus colores, se llamaron Carnavalito, y os condujeron hasta aquí.
Todos se habían quedado asombrados. La armónica enmudeció y ninguno se atrevía a tocarla. Pero la lluvia había cesado y, entre tanto, la niebla de oro se había esparcido. Y vieron aquella tierra.
Aquella tierra era rojiza y ancha. Había algunos árboles, hierba y una casa de paredes encaladas.
Inmediatamente, los mirlos dijeron:
—¡Cuánta riqueza!
Se perdieron en las ramas de los árboles y reanudaron su griterío, como si el mundo acabara de nacer.
Las mariposas dijeron:
—¡Cuánta riqueza!
Y se perdieron entre la hierba. Como si el mundo acabara de nacer.
Entonces los niños y los perrillos se esparcieron de acá para allá, y empezaron a sembrar los granos recogidos en la tierra quemada. Y también a cubrir el suelo con las hojas de oro, las amapolas y las rosas salvajes. Y en ellas se perdieron el grillo, las cigarras y las luciérnagas. Todo empezó a poblarse de voces, de aroma y de tierra removida. Y era como si el mundo acabara de nacer.
Sólo Bongo se quedó quieto, apoyado en el arado, mirando la armónica y sin atreverse a cogerla.
El hombre dijo:
—¿Y las riquezas?
La mujer señaló la casa y los niños:
—Mira, ésa es la casa, y ésos nuestros hijos. ¿Qué otra riqueza quieres? ¡Nunca tuvimos nada igual!
Se dieron la mano y entraron en la casa.
El Potrillo se unció al arado, la muñeca Tinina se acostó a la sombra. La lluvia lo había dejado todo muy brillante, y el sol se apoderó de todo. Bongo arrastró el arado hacia la tierra, seguido de Nabucodonosor. Levantó la cabeza y vio en el cielo una ancha cinta de colores, en forma de puente. Y entonces descubrió a Carnavalito, que corría por aquel puente, hacia arriba, cargado con su saco de hermosas mentiras, una roja, otra azul, otra amarilla, otra verde, otra anaranjada y otra blanca. Y comprendió que el bien había pesado más en la balanza de su amigo el Herrero.