JOANNA durmió sorprendentemente bien a pesar del susto de la noche anterior. El dormitorio que Teresa había preparado era acogedor y fresco, y en cuanto apoyó la cabeza en la almohada se quedó dormida. Saber que Matt estaba cerca también había contribuido a calmarla.
Despertó temprano, se dio una ducha y tras tomar una botella de agua que encontró sobre la mesilla, salió al porche. Hacía calor, y a pesar de que solo iba envuelta en una toalla, pronto notó el sudor en la piel. Se preguntó si Matt le dejaría darse un baño en el mar, pero al pensar en el aspecto que presentaría en traje de baño, decidió dejarlo para otro día.
Al entrar, agradeció el aire acondicionado. Observó detenidamente la habitación, admirando el suelo de madera pulida, las paredes enteladas en seda, el rincón con sillones y una mesa circular.
Rebuscó entre las cosas que había metido en la bolsa y sacó un pantalón holgado. Todo lo que usaba aquellos días tenía cintura elástica. Tenía la sensación de que hacía siglos que no se ponía nada un poco sexy.
La noche anterior, había sido una humillación que Matt le pidiera que lo soltara. Por un instante, al abrazarse a él, Joanna había sentido que sí le importaba. También al percibir la ternura con la que le había puesto la mano en el vientre. Pero al momento, Matt la había tratado con una gélida frialdad. Y Joanna pensó que quizá era lo mejor. Por propia experiencia, sabía que un único acto de inconsciencia, como el de Miami, podía tener consecuencias impredecibles.
Matt avanzó hacia su barco en estado de total frustración. No había pegado ojo, y aunque se había dado una ducha fría, no había logrado borrar de su memoria la sensación de tener el cuerpo de Joanna pegado al suyo.
Había dado precisas instrucciones a Henry para que la casa de invitados estuviera habitable y la «señora Novak» pudiera volver a instalarse en ella aquel mismo día.
Una lagartija cruzó el embarcadero al tiempo que Matt respiraba profundamente el aire salado. Tenía que relajarse. Ante sí tenía la bahía en cuyas aguas tornasoladas olvidaría todos sus problemas.
Con la brisa le llegó el olor de un perfume que no se correspondía con las numerosas flores que lo rodeaban; era un perfume sensual, individual. Y no le costó identificarlo.
Joanna estaba paseando por la orilla de la playa que quedaba al otro lado del embarcadero. Llevaba unos pantalones cortos y una camisa que Matt identificó como suya.
Aunque no le hubiera oído llegar, Matt supuso que sí habría visto el bote meciéndose en el amarre; el roce de la proa con el embarcadero producía un sonido de succión y los mástiles vibraban con las sacudidas el oleaje. Matt sabía que en cuanto empezara a soltar el amarre, Joanna lo oiría, y no quería sobresaltarla. Tampoco quería que creyera que la seguía. Así que, con un suspiro de impaciencia, decidió volver a la villa y resignarse a no navegar
Dio media vuelta, pero justo en ese momento, Joanna giró la cabeza y lo vio. Ruborizándose, ella bajó la mirada y, descalza, caminó hasta el embarcadero. Al pasar junto a Matt se limitó a darle los buenos días con gesto amable, e hizo ademán de seguir de largo. Pero él se plantó ante ella.
–No hace falta que te vayas por mí –dijo sin dejar traslucir la menor emoción.
–Iba a desayunar –replicó ella con igual indiferencia–. Teresa debe de estar preguntándose dónde estoy.
–¿No has tomado nada? –Matt sonó escandalizado–. ¿No sabes que no puedes exponerte a este calor sin una botella de agua?
–He bebido una antes de salir –dijo Joanna altiva–. No soy idiota y sé que no debo deshidratarme.
Matt no pareció convencido, y lo cierto era que Joanna tenía sed. Con un gesto nervioso, se estiró la camisa. La había encontrado en un cajón y había asumido que pertenecía a Matt, pero no había contado con que fueran a encontrarse y se la puso.
Él presentaba un aspecto saludable y relajado, con unos pantalones cortos y un polo morado que dejaba sus bronceados brazos a la vista. La brisa le había alborotado el cabello, cuyos húmedos mechones indicaban que acababa de ducharse.
–Espero que no te importe que haya tomada prestada una de tus camisas –dijo entonces Joanna.
–¿Si me importara, te la quitarías? –Matt se arrepintió enseguida de hacer aquella insinuante broma–. Olvídalo. Puedes usar todo lo mío.
Un comentario que también podía dar lugar a confusión. Pero Matt no sabía qué hacer para dominar el instantáneo deseo que sentía al tener a Joanna ante sí.
Ella se humedeció los labios.
–Haré que la laven y te la devuelvan.
Matt estaba seguro de que no podría volver a ponérsela sin ver a Joanna en ella. ¿Llevaba sujetador? Habría jurado que no. Podía ver sus pezones presionados contra la tela.
–Espero no haberte preocupado –añadió Joanna–. Ahora, si me disculpas…
Matt apretó los labios al darse cuenta de que, tal y como había temido, Joanna se había llevado una idea equivocada.,
–Si crees que he venido buscándote porque estaba preocupado, te equivocas –indicó el barco con la barbilla–. Iba a navegar.
–Ah.
Matt resopló.
–De todas formas, no deberías salir sin decirle a alguien a dónde vas.
–¿Por qué? –Joanna abrió desorbitadamente sus ojos de color violeta–. ¿Es que no puedo hacer nada sin que tú lo sepas?
Matt parpadeó.
–Perdona, pero anoche te alegró verme –replicó irritado–. ¿O habrías preferido librarte sola del jutía?
Joanna alzó los brazos y la camisa se le deslizó sensualmente de un hombro.
–Eso es otra cosa –dijo a la defensiva.
Pero Matt no pudo concentrarse en sus palabras porque el movimiento le había dejado intuir el profundo valle entre sus senos y su cuerpo había reaccionado automáticamente. Irritándose consigo mismo, se balanceó sobre los talones forzando una sonrisa burlona.
–¿Quieres decir que a partir de ahora quieres enfrentarte a cualquier emergencia sola?
Joanna se abrazó a sí misma y miró hacia el agua.
–¿Podemos evitar este tipo de discusiones? –preguntó, sonando súbitamente abatida–. Es solo que no me gusta que me controlen. Ya tuve bastante de eso cuando… cuando…
–¿Cuando vivía tu papá? –sugirió Matt despectivamente.
–No –dijo Joanna bruscamente, aunque era cierto que su padre siempre quería saber dónde estaba–. No sé qué iba a decir. Da lo mismo. Ahora voy a volver a la villa.
–¿Quieres que vaya contigo? –preguntó Matt tras una breve vacilación.
Joanna lo miró con cautela.
–No hace falta. Por favor, sal a navegar si eso es lo que ibas a hacer.
Esperó con inquietud la respuesta de Matt, pero este no dijo nada.
Un par de semanas más tarde, Joanna se había habituado a vivir en Cayo Cable.
La casa de invitados se había convertido en su hogar y se sentía razonablemente contenta. Henry, no Matt, la había llevado a la ciudad para ver al doctor Rodrigues, quien había dicho que todo iba bien. De hecho, había bromeado diciendo que si todos los embarazos fueran tan saludables como el suyo, se quedaría sin trabajo.
A pesar de que seguía habiendo una tensión soterrada entre ellos, Matt tomó por costumbre ir a visitarla cada dos días, y Joanna tenía que admitir que esperaba ansiosa sus visitas.
Al margen de sus diferencias, habían estado casados cuatro años antes de separarse, y se conocían bien. Ciertas palabras, ciertos lugares, les inspiraban la misma reacción, y aunque Matt no lo hubiera creído posible, pasaban mucho tiempo recordando anécdotas que les hacían reír.
Aunque se mantenía en contacto con David Bellamy y con su madre, y trabajaba ocasionalmente en la página de la galería para actualizarla, lo que más disfrutaba Joanna eran las tardes sentada en el porche, tomando café y disfrutando de la deliciosa repostería de Rowena con Matt. Ocasionalmente, hablaban de su trabajo, de algún artículo para el que estaba documentándose, y ella le sugería temas sobre los que podía escribir.
Dudaba que encontrara su aspecto tentador porque ella misma prefería no verse en el espejo, y a veces pensaba en lo injusto que era que los hombres no sufrieran ninguna de las consecuencias del embarazo.
Afortunadamente, su suegra no había dado señales de vida, y Matt solo mencionaba a sus padres cuando ella le preguntaba por su padre. Joanna había temido que Adrienne fuera a ver cómo estaba y a intentar controlarla, pero, aunque le costaba creerlo, tal vez Matt ni siquiera le había dicho que estaba allí. Y siempre cabía la posibilidad de que se presentara sin previo aviso.
Matt le había dejado un coche y había ido a la ciudad un par de veces por su cuenta. Las carreteras eran razonablemente buenas, y le había encantado disfrutar de su independencia. Aunque se trataba de una ciudad pequeña, estaba muy bien abastecida. Había varios supermercados y tiendas de ropa, y Joanna había pasado un buen rato paseando por el mercado al aire libre.
Una agencia dedicada al buceo en aguas profundas y a deportes de agua le había llamado la atención, entre otras cosas porque el letrero decía: M.O.Novak. Estaba en las antípodas de Novak Corporation, pero Joanna no pudo evitar sentirse orgullosa de que Matt contribuyera a la mejora de la economía local.
Además, había establecido una buena relación con las dos mujeres que trabajaban en su casa. La mayor de ellas, Rowena, vivía en la ciudad. La joven, Callie, era la nieta de Teresa y de Henry, y vivía en la villa, con ellos.
Joanna no había vuelto a bajar a la playa por la mañana porque no quería que Matt se sintiera invadido. Así que se daba un paseo al atardecer, cuando refrescaba.
De vez en cuando, oía el coche dejar la villa después del desayuno. Callie le había dicho que probablemente era su abuelo, que solía ir a hacer la compra. Matt había montado su despacho en una de las habitaciones de la villa, y pasaba allí casi todo el día cuando escribía algún artículo… que luego Joanna buscaba en la prensa local.
Una mañana, tres semanas después de instalarse en la isla. Joanna oyó el coche partir más temprano que de costumbre, y se preguntó si sería Matt quien iba a la ciudad. Para comprobarlo, decidió bajar al embarcadero. Si no encontraba el barco, querría decir que no era Matt quien se había ido. Normalmente no navegaba más de un par de horas, y ese no era tiempo suficiente para lo que ella quería hacer.
Ya hacía calor, pero Joanna se había acostumbrado al clima y pasaba la mayoría del tiempo en el exterior. Estaba bronceada y su cabello se había aclarado. Por las tardes, solía usar el ordenador de su padre en el porche y a menudo tenía mensajes de David y de su madre, pero ya nunca echaba de menos Inglaterra.
Al oír el coche alejarse, decidió que tenía que ser Matt el que se iba. Había querido darse un baño desde que había llegado a la isla, pero no podía soportar la idea de que él la viera en traje de baño. Pero si había ido a la ciudad…
Joanna se puso el bañador, se envolvió en un pareo que había comprado en la ciudad y con una botella de agua y crema solar en una bolsa, salió de la casa a hurtadillas.
El barco estaba amarrado, así que Joanna dejó la bolsa y el pareo junto a una palmera, los tapó con una toalla y sin perder tiempo, se metió en el agua.
La sensación de flotar fue maravillosa. Por primera vez en meses no se sentía pesada, y el agua estaba deliciosamente fresca. Nadó a braza lentamente hacia el interior y luego flotó sobre la espalda, dejándose llevar por la corriente.
Estaba en el paraíso. Ni siquiera el sol resultaba demasiado fuerte todavía. No era de extrañar que Matt saliera a navegar tan temprano, antes de que subiera la temperatura.
Cerró los ojos y se dejó invadir por aquella maravillosa sensación de calma. No recordaba la última vez que había estado en el mar… Un año atrás, en Padsworth. Y cuando volvió a Londres, David le propuso que se hiciera su socia, a la vez que le insistía en que, si no se reconciliaba con Matt, lo mejor sería que se divorciara.
Al pensar en el divorcio, Joanna abrió los ojos. Se giró boca abajo y al mirar alrededor dejó escapar una exclamación ahogada. La corriente la había arrastrado a una buena distancia de la orilla. Tendría que nadar más de medio kilómetro.
El pánico la asaltó. Nunca había nadado especialmente bien. Manteniéndose a flote, respiró profundamente y se dijo que podía hacerlo. Tenía que lograrlo. No le había dicho a nadie dónde iba, y puesto que Matt se había marchado, nadie iría a rescatarla.
Matt seguía durmiendo cuando alguien llamó a su puerta insistentemente.
Había pasado una mala noche, como todas las anteriores. A menudo pensaba que habría dormido mucho mejor si Joanna estuviera en la villa.
Tampoco había ayudado saber que al día siguiente tendrían visita. No se lo había contado a Joanna porque temía su reacción. Consecuentemente, había pasado la mitad de la noche bebiendo whisky y la otra teniendo pesadillas de las que despertaba empapado en sudor.
Abrió los ojos al oír la llamada. Debía haberse quedado dormido de madrugada y estaba sumido en un profundo sopor; le pesaban los párpados.
–¿Qué demonios pasa? –preguntó, incorporándose malhumorado.
Teresa asomó la cabeza con gesto angustiado.
–Siento molestarle, señor Matt, pero la señora Novak ha desaparecido. Cuando Callie le ha llevado el desayuno, no estaba en su dormitorio, y aunque hemos buscado por todas partes, no la encontramos.