1.
Las cuatro últimas palabras que papá me dijo nunca se las había escuchado en cuarenta y dos años: “Vete al carajo, hijo”. La orden me hizo gracia y colgué el teléfono. “Vaya, caray, qué maneras”, le comenté a Diego García Elío —que ese martes de marzo había ido hasta mi palomar de la calle América, colonia Los Reyes Coyoacán, ansioso por confesarme que tenía la frágil impresión de ser feliz: se pensaba enamorado—. Corría brisa aquella tarde. Bebíamos J&B en las rocas. Entre los de mi familia, e incluyo a los amigos, resulta práctica habitual intercambiar a quemarropa insultos cariñosos, algo que a extraños suele sorprender por la espontaneidad de los improperios; gracias a ese sistemático ejercicio del ingenio hemos logrado algunos magistrales. El día anterior, yo había sido una sabandija de escusado y Rapi una rata albina y Diego un cerdo en un charco de aguas de albañales. Sin embargo, el tono de la frase me congeló la frente y me puso a sudar. Yo no lo sabía, papá sí: se estaba muriendo. Mi hermana Fefé volvió a llamar por teléfono. “Se ahoga”, dijo. Hablaba llorando. “¡Los pingüinos!”, exclamé al colgar: “¡Los pingüinos!”. Los hielos se derritieron en el whisky. Diego condujo su coche a toda velocidad por la calzada Miguel Ángel de Quevedo y era tanto el tráfico en la Avenida Universidad que, para invadir el carril de Gabriel Mancera, no dudó en cortar camino a contra corriente. Mientras él llevaba el timón y movía la palanca de cambio, yo apretaba el claxon con el pulgar izquierdo. Volábamos. Cuando me senté junto a papá, en su cama, una gota de sangre le colgaba del labio inferior. Una gota fresca, también mía. El poeta llevaba camisa blanca, mal abotonada, y pantalón negro, de diario. Murió despeinado. Un calcetín en el pie izquierdo. Le acomodé las manos sobre el pecho, acorde a las convenciones funerarias, y me pregunté si sería capaz de perdonarle esa extraña despedida: “Vete al carajo, hijo”. Terminaba aquel martes primero de marzo de 1994, una fecha hasta entonces vacía. Y en el televisor del cuarto (sin audio, sin música de fondo, sin esperanza alguna) Charles Boyer, un agente confidencial e impávido, el mismísimo Charles Boyer, se abotonaba su gabardina y se perdía de vista por una callejuela tan silenciosa como oscura.
“Creo que murió, no me atrevo a entrar en su cuarto”, nos había dicho Fefé a Diego García Elío y a mí al llegar a la puerta del edificio de la calle Amores. La casa olía a lentejas. Mi hermano Rapi estaba asustado. Me inquietó el tic de sus párpados: se había encogido. Rapi tenía de pronto doce años. Mamá fumaba en la sala. “¿Sabes qué pasó, Lichi?”, dijo en una bocanada de humo: “Tu padre pidió que lo despertaran cuando comenzara la película del Canal 11, pero era un viejo suspenso de Charles Boyer que habíamos visto hace años en un cinecito de La Habana y lo dejé dormir un rato”. Siempre he tenido la impresión de que entre mamá y papá no quedó nada pendiente, nada de nada, ni siquiera una mísera mentira por revelar: luego de cuarenta y cinco años de matrimonio debieron haber acumulado más de un agravio, alguna que otra causal de roña o de celo o de cansancio, señales de desencanto, pero contra viento y marea lograron resolver dichos pendientes en la privacidad de una relación basada en la confianza. Ese pacto de perdones recíprocos fue tomado de común acuerdo; en consecuencia, tales secretos o reclamos terminaron guardados en los sótanos de sus recuerdos, donde ellos decidieron soterrarlos bajo cuatro varas de silencio, a cuenta y riego. Mamá fumaba. El departamento daba vueltas en redondo.
La memoria también. Era la tercera vez que Eliseo Diego se moría. La primera fue en el año 1975, la noche que un infarto masivo le paró en seco el corazón. Después del café con leche de la cena, papá y mamá habían visto en el televisor una de sus películas favoritas: Key Largo, con Humphrey Bogart, Lauren Bacall y Edward G. Robinson. En La Habana chiflaban ráfagas huracanadas; el viento sacudía la fronda de los árboles, igual que en el trepidante filme de John Huston. Mal presagio. Rapi lo llevó de urgencia al Hospital Manuel Fajardo, cercano a casa, y Fefé se quedó cuidando a mamá. Yo no estaba localizable. Rosario Suárez, Charín, bailaba en el Teatro García Lorca, y me gustaba aplaudirle cada función. Dice Rapi que el médico de turno reconoció al poeta y por ello se atrevió a formularle una pregunta inesperada: “Don Diego, dígame, ¿acaso tiene la sensación de estar muriendo?”. Luego explicaría que ése es un síntoma inequívoco, una pista, pues la muerte ronda: por eso los perros ladran con el rabo entre las patas y las yeguas recién paridas relinchan en las caballerizas y los cuervos levantan vuelo al sentir su espantapájara y movediza presencia. “Dígame, don Diego, ¿sí o no?”. Papá asintió al mejor estilo del mejor Bogart. Lo acostaron en una camilla metálica del Cuerpo de Guardia, en lo que los especialistas leían los mensajes cifrados del electrocardiograma y acordaban en equipo los pasos que debían dar en esa vertiginosa carrera contrarreloj. Papá tomó a Rapi de la mano y dictó en vida, casi sin aliento, lo que entonces parecía el único mandato que nos dejaría en herencia a sus tres hijos: “Quieran mucho a su madre, quieran mucho a su país”. Un coletazo de dolor lo retorció en un arco. Ojos vacíos. Después de su sorprendente resurrección, papá contaba que la última imagen que tuvo de este mundo fue la de una enfermera obesa que avanzaba hacia él con decisión y total conocimiento de causa, “una de esas mulatas saludables y magníficas que cuando se detienen siguen moviendo la mantequera hasta que el abdomen se posa por gravedad”, decía al recordar a su salvadora. La enfermera comenzó a golpearle los muros del pecho, lateral izquierdo, hasta hacerlo regresar a las malas, ya que por las buenas podía considerársele un caso perdido: “No se puede morir”, decretó. Tres noches más tarde me quedé con él en la Sala de Terapia Intensiva. Había pasado el susto, pero papá seguía hundido en un profundo ostracismo, acaso más peligroso que las cicatrices que comenzaban a sellar las heridas. “Tantos años pensando con qué frase me iba a ir a bolina… y esa se antojaba perfecta, pues testamenta lo más valioso que poseo, quieran mucho a su madre, quieran mucho a su país… Tú verás, hijo, que cuando me retire definitivamente al otro lado, diré alguna tontería sobre la impermeable belleza de los pingüinos”.
¡Los pingüinos, eso era, los pingüinos!