5.
En las oscuras manos… permaneció, como pronosticaba el verso de Francisco de Quevedo, en el fondo sin fondo del olvido. “Fuera de los cristales, el viento animaba los árboles y me parecía que grandes pájaros oscuros volaban sobre nosotros, enturbeciendo el aire con su plumón negro. Y los árboles agitaban sus brazos enemigos”. Papá debió haber interrumpido la hechura de un proyecto tan personal por dos razones que vienen a ensamblarse como fragmentos terminales de un rompecabezas: por una parte, sabía que de lanzarse a fondo en un alegato en contra de sus inmerecidas penas se habría visto obligado a dar fe de una temporada que había jurado sepultar, como un náufrago que en la orilla, ahogado, bocabajo, se niega a recordar la tormenta de la noche anterior; y, por otra, porque una tarde de esas, habaneras, anaranjadas, perdidas en los laberintos salitrosos del Caribe, conoció a las “hermanitas” Bella y Fina García Marruz y Badía. Las vio en una sala de conferencias donde un sofocado Juan Ramón Jiménez embrujaba a la concurrencia con la desnudez de sus madrigales. Las dos llevaban boinas. A Eliseo le volvió el ánimo al cuerpo: Bella, la mayor de las muchachas, la bellísima Bella Esther, Yita, sería su dueña. Eso necesitaba: alguien que le arrasara el corazón. Durante el noviazgo, papá terminaría junto a mamá uno de sus libros más misteriosos, Divertimentos, conjunto de cuentos breves, sutiles, tan nocturnos que siempre he tenido la impresión de que, si se le suprimen los títulos de cabecera, puede leerse como una noveleta, así de recia es su estructura interna. Con los años, y los cuadernos sucesivos, la crítica entendería este segundo libro como un puente entre su narrativa pasada y la poesía por venir. Sus páginas guardan algunos de los textos más perfectos de nuestro idioma. En América Latina, nadie ha vuelto a intentar una hazaña semejante, salvo Augusto Monterroso, que almacenaba muchos encantos en su guatemalteco corazón, como mostraría en público algunos años después, o el mexicano Juan José Arreola, en su centrífuga (¿o centrípeta?) novela La feria, ejemplo de contención y vehemencia. Ni siquiera Eliseo Diego se lo propondría. Divertimentos es un Ave Rara. “¡Ayayayay! Hay que velar la velada. El Tío Pedro y la Tía Águeda, su mujer, están sentados en un rincón, mientras su hija Consuelo baila por alguna parte. Una cinta de colores vivos desciende hasta la ancha nariz del Tío Pedro y la incomoda. Al tío se le ha muerto, por la tarde, una muela”. Convencido y orgulloso de su olfato precursor, José Lezama Lima publicó en la revista Orígenes una nota admirativa, sin escatimar adjetivos. Aquel elogio pudiera leerse hoy como las revelaciones de un arqueólogo que decide hacer pública la noticia de un hallazgo insólito.10 En 1965 dedicaría a papá un ejemplar de la edición príncipe de Paradiso (Colección Contemporáneos, UNEAC, portada de Fayad Jamis, 727 erratas), y muy en su estilo irónico y grandilocuente confiesa (cito de memoria) que él había decidido publicar su novela cuando ya no le quedaron dudas de que mi padre nunca escribiría la suya. Hoy siguen estando cerca: la tumba de uno se ubica a escasos quince metros de la del otro, aceras contrarias, en una callecita arbolada del cementerio de Colón, la primera a la derecha, ya vencido el arco de la entrada.
Divertimentos fue, creo no equivocarme, la tabla de salvación que permitió a mi padre desentenderse sin rencores del infante solitario que había sido, al tiempo que le brindó la oportunidad de rendir tributo a sus lecturas y homenaje a sus maestros: por sus páginas se perciben ecos del anticuario Charles Dickens, la audaz Selma Lagerlöf, el eterno adolescente Alain Fournier, el tímido Aloysius Bertrand, el pirata Robert Louis Stevenson, el fantástico Hans Christian Andersen, el viejo lobo de mar de Joseph Conrad, el malencarado Charles Perrault, el imaginativo Marcel Schwob, el perverso Lewis Carroll, la inigualable Virginia Woolf, ídolos a los que sería fiel la vida entera. Siempre los llamo “sus amigos”. Lo eran. Ellos lo acompañarían en el adiós definitivo: papá falleció en su dormitorio, mientras leía Orlando entre los ahogos de una deficiencia pulmonar. El libro quedó abierto sobre su pecho, en un capítulo cualquiera. Me ilusiona pensar que Virginia acudió a la cita y lo enganchó con el garfio de un dedo, cielo arriba. ¡Ah!, ligero humo.
10 “Sobre Divertimentos de Eliseo Diego”, Orígenes 3 (10), verano de 1946.