9.

A finales de los cuarenta, Eliseo había publicado un libro de tapas color vino y sobrio diseño que habría de cambiar el perfil de nuestra literatura: En la Calzada de Jesús del Monte. En aquellas páginas maestras, poesía y prosa se funden en un discurso de novedoso aliento. La mirada del poeta define aquí su interés en “atender” los actos o sucesos de la vida cotidiana, esa realidad suspendida que nos rodea y que a veces, muchas veces, demasiadas quizás, pasa inadvertida. Una pelota, un lienzo, un caracol, unas hebillas, un baúl, una espada, un abrigo, un ánfora, unas monedas, un bastón, un laúd: tesoros de arriba a abajo, de abajo a arriba. “Entre nosotros y un objeto dado”, dice Eliseo en su conferencia A través de mi espejo, “se interpone una proliferante zarabanda de asociaciones, de tal forma que al ver un jarro, y no un utensilio, una invención, un recuerdo, es casi una imposibilidad y una dicha. Pero quien sea capaz de ver un jarro en toda su virginal realidad, no es un hombre de excepción: es simplemente un hombre como debieran ser los otros”. En la Calzada… se hace evidente una obsesión que luego sería regla de oro en el quehacer literario de papá: conseguir una entereza final más propia de un libro de narrativa que de uno de poesía. Celoso de la forma, amante de la perfección, armaba varios cuadernos a la vez, con meticulosidad de relojero que guarda en cajas de fósforo las rueditas dentadas del tiempo, los diamantes específicos que hacen andar los cronómetros. Los poemas debían leerse en orden consecutivo, como si cada uno fuese antecedente del otro y consecuencia del anterior, y por suma acumulativa aportaran misterios al horno de la creación, hasta alcanzar la totalidad del prodigio imaginario, la unidad que anuncia el título: un viaje por la Calzada de Jesús del Monte, el muestrario de las maravillas inventadas por ese hombre que en vida fue José Severino Boloña, un recorrido por “los extraños pueblos” (Arroyo Naranjo, Calabazar) donde a papá le gustaba vivir, lejos de las calderas de la modernidad, entre oscuros esplendores.

“Por la Calzada de Jesús del Monte transcurrió mi niñez, de la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad. Por la Calzada de Jesús del Monte, por esta vena de piedras he ascendido…”. Desde el hallazgo de esa convivencia de prosa y verso, mérito de En la Calzada…, sus pulcros poemas tendrán un tono confesional, testimonial, y sus relatos, ensayos o conferencias darán espacio a los fulgores de la poesía, todo dicho por una misma e inconfundible voz —expresada, modulada, acorde a los requerimientos de los géneros, sin traicionarlos. En las buenas y en las malas, papá jamás abandonó la prosa. Entre libro y libro (Por los extraños pueblos, El oscuro esplendor, Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, Los días de tu vida, Cuaderno de Bella sola, Cuatro de oros) iba cosechando cuentos en la penumbra de su estudio habanero, entre ellos dos que acabaron siendo sus consentidos: El hombre de los dientes de oro y Jugando. A mediados de los sesenta da a conocer un libro sencillamente mágico, Versiones, joya de prosa poética (papá odiaba el concepto “prosa poética”, pero no se me ocurre otro menos académico) que había escrito a lo largo de muchos años, y permitió la resurrección de su primer cuaderno, aquella “partitura” de tapas acartonadas, algo a lo que se había negado en múltiples ocasiones, como explica en el prólogo a esa edición de En las oscuras manos…, porque no quería manosear viejos costurones de su adolescencia. No me canso de volver a Versiones. Cada lectura borra la anterior: el libro se rescribe en su reposo. Es un mapa, un mapa que uno debe deletrear para descubrir realmente lo que esconde. Y lo que esconde es su propia sabiduría —o dicho de otro modo: su bondad. “Todos hemos visto a la cigüeña, detenida en el aire del grabado. Qué mirará la cigüeña, preguntamos, desde su alta chimenea, impasible en el aire impasible del grabado. Y volvemos la página, sospechando que su paciencia es más fuerte que el tiempo, más pura que la nostalgia”, dice papá. Tiempo después de la aparición de Versiones (tuvo una edición en Uruguay), y cediendo a la solicitud de jóvenes devotos, por fin agruparía sus cuentos dispersos bajo el título de Noticias de la quimera. Aceptó con una condición: que Rapi dibujara la portada.

Si bien los temas que preocuparon al poeta Eliseo Diego abarcaron un amplio espectro de obsesiones (la muerte, las cosas, lo eterno, lo innombrable), tengo la impresión de que su narrativa nace invariablemente de una experiencia íntima, una vivencia, un azoro. El niño que descubre a La Muerte subida a un árbol, en Jugando, sin dudas es mi padre, como también debe serlo la niña a la que acosa “el hombre del diente de oro” durante una travesía marítima. La Muerte, El Diablo, El Negro Haragán, La Señora, El Desterrado, Su Excelencia, El Señor de la Peña, El Laberinto son las barajas de un personalísimo Tarot, y la interpretación de esas cartas podría revelarnos claves para entender las angustias y ansiedades que lo acosaban cuando, encerrado en su estudio, tomaba en la mano su estilográfica, traqueaba el esqueleto y se disponía a exorcizar sus pesadillas. Encerrado en mi estudio, tomo en mis manos su libro, traqueo el esqueleto, y leo: “El mayor de los dioses cabe en la palma de tu mano. Y debe hacerse lugar entre las sillas rotas, las viejas iluminaciones, los búhos de trapo, los vasos atónitos. Muy suavemente debe hacerse lugar, por miedo a que, dormido como estás, no vayas a cerrar los dedos”.