11.

El abuelo asturiano había llegado a La Habana con un hijo a cuestas, por entonces un muchacho sin una educación esmerada a quien él debía abrirle camino en una isla de la cual, si acaso, le habían contado por cartas un par de paisanos de Infiesto. Se llamaba Constante pero le decían Constantico. Dieciséis años mayor que papá, llegó a ser un empresario habilidoso que pronto invertiría su capital en las minas de Matahambre, en la provincia de Pinar del Río (“la Cenicienta de Cuba”), con tan buena suerte que una tarde encontró la veta que le permitiría acumular una fortuna de “seis ceros” —como le escuché alardear alguna vez, medio en broma y medio en serio—. Vivía en un departamento de lujo en El Vedado de nuestros tropicales rascacielos, con terraza, toldos y vista al malecón, decorado con figuritas de porcelana y floreros de fino mal gusto. Visitaba Villa Berta por las festividades de Nochebuena, siempre con una cesta de mimbre envuelto en celofanes que ocupaba el asiento trasero de su Ford Lincoln Continental último modelo, color mandarina. Navidad tras Navidad se repetía la ofrenda y yo tenía la impresión que eran las mismas frutas que merendamos el año anterior, las mismas nueces y avellanas, el mismo surtido de turrones y hasta las mismas tarjetas de felicitación para cada uno de sus tres sobrinos. Rapi siempre tenía un regalo especial, pues Constantico era su padrino de bautizo. El tío llegaba a media mañana, tocando el claxon desde la puerta de la finca para que todos supiéramos que se acercaba el Rey Mago de la familia. En épocas de estrechez económica, Constantico se había casado con el gran amor de su vida, la atractiva Cuca “Mis ojos”, una cubana bastante mayor que él de cintura estrangulada y caminar provocativo que iba dejando a su paso un rastro de perfumes dulces como doble prueba de aquella repentina opulencia, por una parte, y, por otra, de un pasado un tanto vago o calenturiento que ella no sabía disimular, ni siquiera con el tinte del cabello y los collares de perlas. Papá se alegraba al verlos, pues sentía por su hermano un cariño auténtico —y por su cuñada, una pícara simpatía—, pero acababa lamentándose de la brevedad de aquellos encuentros que duraban apenas lo que el almuerzo, pues consumido el postre (frutas, turrones, avellanas), el tío de cadenas de oro, espejuelos oscuros y relojes más caros que un elefante emprendía la retirada en su mandarina Ford Lincoln Continental, haciendo rechinar los neumáticos. La criollísima Cuca “Mis Ojos” nos decía adiós con la mano, hasta la próxima cesta de diciembre. Mis hermanos y yo creíamos escuchar el tintinear de sus alhajas entre el cacareo de las gallinas que, engrifadas por el rugir del Ford, protegían a sus polluelos bajo la sombrilla del ala.

La única Navidad que Constantico y Cuca “Mis Ojos” no visitaron Villa Berta fue la de 1958. “El horno no está para pastelitos, Eliseo”, pudo haber dicho tío al excusarse. “Los rebeldes tomaron anoche Santa Clara”. En un santiamén cerraron a calicanto sus posesiones, envolvieron en papel de china las porcelanas y los floreros, y buscaron refugio en Miami, convencidos como muchos de que el gobierno de Estados Unidos no permitiría una revolución tan roja a noventa millas de sus costas. Se equivocaron. Lo perdieron todo, absolutamente todo —inclusive las ganas de reemprender la cuesta desde el nivel más ínfimo—. Los antiguos socios de las minas de Matahambre no le ofrecieron contrato de trabajo. Desconfiaban. ¿Cómo un empresario con las espuelas de Constantico, y sus contactos políticos, no tuvo la prudencia de transferir a tiempo algunas cuentas bancarias? Tío dio tumbos por la Calle 8. A duras penas consiguió el puesto de encargado en un edificio bastante más chato que el suyo en La Habana, con derecho a vivienda. Habitaba el departamento del fondo, sin vista a la calle. El destierro es implacable. Lame. Roe. Nubla. Nunca escribió una carta. Ni una postal por Navidad. Ni un telegrama. Lo poco que supimos de su desgracia fue por referencias de terceros, y ese poco fue suficiente para que mi abuela Berta, su madrastra, rezara por él noche tras noche.

Cuca “Mis Ojos” murió a principios de los setenta. Constantico pudo enterrarla en el sector más barato del cementerio, al descampado. Otoñaba. Poco tiempo después, dicen, el viudo decidió vender sus precarias pertenencias. Dejó la covacha en los huesos, dicen: quedó la cama, un juego de cubiertos, una foto de la boda enmarcada en plata y una pistola. Dicen que el dinero del remate le alcanzó para comprar un árbol crecido, de amplio ramaje, y que logró sembrarlo detrás de la tumba de su esposa, sobre la cabecera. Aguardó a que las raíces se adaptaran a la arena del terreno. Eso dicen. Que esperó a que terminara el invierno y que los tallos floreciesen en la siguiente primavera y que reverdecieran los frutos en el verano. Vagabundeaba. Otros dicen que no, que entrado el nuevo otoño se hizo un chequeo en el hospital de su seguro médico, pulmones, corazón, colesteroles, “exámenes de rutina”, dijo; ¿tendría la esperanza de que “la vela” se apagara sin verse en la obligación de cometer una locura?

La mañana del primer aniversario de la muerte de Cuca “Mis Ojos”, el hermano mayor de mi padre, un hombre que no era especialista en los detalles, un hombre al que nunca se le escuchó un comentario agudo sobre la poesía o las penurias del prójimo, un canoso minero enamorado, se vistió de punta en blanco, dicen, limpió los mocasines con una franela, caminó hasta el cementerio (¿qué iría pensando?) y en una última y española reverencia se ahorcó de la rama más fuerte del árbol. Dicen que pasó la noche allí colgado —péndulo fijo—. Sin embargo, están los que atestiguan que se mató de un tiro, a la salida del hospital, ¿le habrán confirmado la mala noticia de que estaba sano? Lo cierto es que lo enterraron junto a ella, bajo el árbol. Alguien debería tallar sus iniciales en el tronco: C y C. Sería un epitafio justo. Por esas fechas, papá se reponía de su primer infarto y mamá le ocultó la tragedia. Luego sabría del suicidio de Constantico, claro, y del árbol, la cuerda o la pistola. Nunca se lo reprochó. Nunca. Sé que papá pensó varias veces en esa posibilidad como una solución terminal, descorazonadora. Su fe le aguantó la mano. Todas las tardes, al levantarse de la siesta, cerraba las ventanas de su estudio, se recogía en su piel y comenzaba a rezar en voz baja, no sé de qué arrepentido. “Mi hermano era como era”, dijo papá. Pobre tío: sí, era como era. Sin “Mis Ojos” se veía ciego. Dios perdona, o debería perdonar, a los que se suicidan por amor.

Los mil ejemplares de Por los extraños pueblos estuvieron veinte años en la biblioteca de mi casa, en el estante superior del librero, cerca del techo y todavía envueltos en papel de estraza, hasta que yo abrí el último paquete de cien unidades y le solicité a papá que escribiera una dedicatoria a una muchacha delgada, modelo de pasarelas, con quien había quedado en vernos a la entrada de un cine, método de conquista que mi hermano también utilizó a menudo, para alegría de la pretendida y satisfacción del pretendiente. La edición había estado lista desde principios de 1958, pero mi padre decidió guardarla completa porque corrían tiempos de rebelión nacional y en días así, de balazos y torturas, la vanidad puede entenderse por banalidad. Los ejemplares que circularon fueron los que papá regaló, pues nunca estuvieron a la venta en librerías. “Es así que ahora todo nos falta. Si alguien nos ofreciera un poco de café nos salvábamos / porque la casa deshabitada es adusta como la justicia del fin”. Al triunfo de la Revolución, el novelista Severo Sarduy logró leer Por los extraños pueblos y publicó en la prensa un artículo donde afirma que el poeta Eliseo Diego no existe, que el autor de En las oscuras manos del olvido, En la Calzada de Jesús del Monte y Divertimentos era una ocurrente invención de sus amigos, y basaba su tesis en el hecho de que nadie lo había visto en persona. Severo agradece el surgimiento de un mito en medio de la aridez y los floripondios de la cultura oficial, entumecida en liceos de sociedad. Alguna razón tenía, al menos con respecto a su invisibilidad, pues mi padre se mantenía a distancia de los mundillos intelectuales, encerrado en su estudio de Arroyo Naranjo, y desde la desaparición de Orígenes apenas daba a conocer sus textos en las revistas. Abuela Berta guardaba el recorte de Severo entre sus cajitas de botones. Lo cierto es que el tal Eliseo Diego seguía siendo un enigma para muchos, y que llevaba casi dos décadas sin presentar un libro en público, si descontamos la secuestrada edición de Por los extraños pueblos, cuando en 1966 La Casa de las Américas lo invitó a participar en el ya histórico Coloquio por Rubén Darío, una fiesta continental que prometía ratos agradables porque, entre otros atractivos, tendría por sede la playa de Varadero. Los jóvenes escritores Raúl Rivero, Luis Rogelio Nogueras y Jesús Díaz recuerdan que durante la bienvenida que le dieron a los participantes en la cava-bar de Dupont, un castillo francés de tejas verdes levantado sobre los arrecifes de la costa, se comentaba que un incógnito Eliseo Diego y Fernández Cuervo se había hospedado en el hotel. A la espera de su llegada a la taberna, pedían mojitos y rones añejos a un empleado de blanquísima guayabera. “Otra ronda de lo mismo, compañero”, ordenaban desde la mesa: “¿Unos chicharrones?”, sugería el atento mesero. En una de esas idas y venidas, se sumó al grupo Roberto Fernández Retamar y los jóvenes, viejos alumnos suyos, le preguntaron quién de todos era el mítico Eliseo, pues no lo conocían y deseaban darle testimonio de una admiración generacional. “Él”, respondió Roberto y apuntó de dedos hacia el señor que se acercaba con la bandeja de los tragos: el mesero de la inmaculada camisa campesina. “Lástima que en este país hayan prohibido la propina”, dijo mi padre al saludar. Dos mosqueteros de la poesía asumieron la defensa del gran nicaragüense: el mexicano Carlos Pellicer y Eliseo Diego. “Amigo, el tiempo que no cree en nosotros / nos lleva el pan, el corazón y el día / como a las nadas del otoño muerto”, tronó mi padre al subir a la tribuna y leer su Responso por Rubén Darío. Ese mismo año lo visitarían en Villa Berta los poetas Otto Fernández, Sigifredo Álvarez Conesa y Félix Contreras para pedirle algún manuscrito inédito. Aún los veo avanzar a los tres en plena noche por el paseo de las palmas arroyonaranjeras, midiendo cada paso, dubitativos, y a papá esperándolos en el portal, bajo el farolito, igual de nervioso que ellos, pues después de tanto tiempo lejos del ruedo editorial dudaba si ése sería el mejor momento para multiplicar el eco de sus versos. Se conformaba con sus ediciones pulcras, caseras; se había resignado al anonimato. Los poetas se marcharon dando brincos con una joya bomba bajo el sobaco: El oscuro esplendor, tal vez el libro más perfecto de Eliseo Diego. Dos o tres años más tarde, sería Nicolás Guillén quien fuera a verlo al cubículo de la Biblioteca Nacional donde papá trabajaba para arrancarle (¡la bolsa o la vida!) un nuevo poemario: Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña. Papá agradeció la gentileza del grande Nicolás, pues hasta los biógrafos que lo endiosaron en vida aceptan que su camagüeyana inmodestia le dificultaba reconocer méritos a sus contendientes: el título de “Poeta Nacional” lo defendía a verso limpio. Papá lo admiraba sin recelo. Ese mediodía almorzaron en La Bodeguita del Medio y quedó sellada una amistad juguetona a salvo de presunciones fatuas. Con la publicación de Muestrario del mundo… terminó el mito del “poeta inexistente”, anunciado por Severo Sarduy, y en el lugar de su vacío cobró cuerpo otra figuración, igual de merecida: la de un Eliseo Diego visible y generoso. La aparición de Nombrar las cosas, un bolsilibro que antologaba la obra de papá, incrementó el círculo de sus lectores. En especial, jóvenes lectores.

Los universitarios que paseaban por la Avenida de los Presidentes rumbo a la Facultad de Humanidades o la Escuela de Periodismo se detenían en la esquina de las calles G y 21 a observar al poeta a través del ventanal de su estudio; se sentaban en las bancas del parque, como en el palco oblicuo de un teatro, a disfrutar el instante supremo en que aquel marcial “duende de barbas” buscaba algún libro en el estante, encendía su pipa de timonel de trasatlánticos o se quedaba dormido en la poltrona. Los jóvenes estudiantes que se atrevieron a tocar a la puerta del departamento siempre la encontrarían abierta, pues no hubo en La Habana de fin de siglo un poeta tímido, triste, solitario, pretencioso, suicida, de tierra adentro, crítico, jodido o altanero, no hubo en la ciudad una poeta provinciana, melancólica, eufórica, de ojos claros o de ojos pardos, de jeans o minifalda, desesperanzada o coqueta que mi padre no recibiera con los brazos en cruz y les regalara horas de amena conversación. Les leía sus versos, escuchaba los de ellos. Bebían aguardiente de caña. Si había que llorar, lloraban. ¡Benditos: cuánto lo acompañaron! Por eso, la noche de sus funerales decenas de muchachos y muchachas se posaron en los sillones del salón, al fondo, en los límites periféricos de la capilla, y yo sabía que estaban sufriendo en las tripas el dolor de haber perdido un buen amigo. Lo dijo Octavio Paz: a Eliseo sólo le faltaba morir para entrar de lleno en la leyenda. De a dos, y de la mano, las parejitas se asomaban fugazmente al ataúd y raspaban el acrílico con las uñas.