LOS ÚLTIMOS ROBOTS DE AURORA

ÁLVARO SÁNCHEZ-ELVIRA

R. Daneel Olivaw había llegado a convencerse a sí mismo de que no tendría que volver a pisar una nave aurorana, aunque no tenía, en justicia, motivos para pensar tal cosa. Cada vez se descubría a sí mismo experimentando más y más taras del pensamiento similares a aquella. Su cerebro positrónico era bien capaz de plantear futuros hipotéticos y prepararse para ellos, desde luego, pero esto era distinto: un deseo, una esperanza negados. Una manera de pensar demasiado humana.

Para D.G., por su parte, esta pequeña aventura era algo así como entrar desarmado (literalmente) en las fauces del lobo. Daneel sabía que D.G. estaba nervioso, tenso y hasta angustiado, pero estaba consiguiendo esconder sus temores, por el momento.

Daneel se preguntó si sería capaz de hacer lo mismo. Naturalmente, a él no lo dominaban sus emociones hasta ese punto, pero se planteó la posibilidad de igual modo: ¿Y si lo hicieran? ¿Sería capaz de camuflarlas como su compañero? Él mismo, al contrario de lo que proclamaba la muy poco sabia sabiduría popular, no tenía un inhumano autocontrol sobre sus impulsos, sino que sencillamente carecía de impulsos que controlar.

—No me gusta nada venir aquí sin armas —dijo D.G. Era una frase que no añadía ninguna información que Daneel no conociera ya, pero en esta ocasión, también, supo identificar el motivo que impulsó a D.G. a pronunciar esas palabras, en apariencia innecesarias y hasta redundantes: trataba de apaciguar los nervios con el sonido de su propia voz.

¿De dónde provenían aquellas intuiciones de la psique humana? ¿De sí mismo? ¿O acaso eran uno de los legados mentálicos que recibió de Giskard antes de su desaparición?

—Dudo mucho que sus intenciones sean hostiles —dijo Daneel para tranquilizar a D.G. Ni él ni Gladia estaban al tanto de lo sucedido dos años atrás, del complot orquestado por Amadiro y Mandamus para contaminar de radiactividad la Tierra y aniquilar de paso a sus habitantes. De hecho, ni siquiera los dos culpables sabían ya nada de aquello, puesto que Giskard se había cuidado de borrar todos sus recuerdos relativos al incidente antes de inducirles un coma del que probablemente habrían despertado ya, pero cuyas secuelas los mantendrían alejados de todo cargo público (y por tanto de todo poder) durante una buena temporada, si no para siempre.

Estas reflexiones no lograron contrarrestar la creciente inquietud que sentía Daneel. Sí, Giskard había borrado sus recuerdos, y desbaratado sus planes, ya irrealizables. Ni Amadiro ni Mandamus llegaron a saber que Daneel y Giskard no pudieron evitar que el proceso de contaminación radiactiva se iniciase, aunque solo a un ritmo que permitiría a los terrestres abandonar el planeta sin perecer.

Sí, todo había salido bien, sin duda, aunque en parte por accidente. Pero, ¿qué recuerdos había borrado Giskard exactamente? ¿Hasta qué punto disponía de la precisión quirúrgica necesaria para hacerlo sin dañar de manera permanente los cerebros y personalidades de Amadiro y Mandamus? Y, si aún eran los mismos hombres que fueron, si todavía alojaban en sus corazones el mismo odio por los terrestres, ¿no seguía suponiendo una amenaza, para sí mismo y para D.G., esa hostilidad, que Giskard no habría podido extirpar sin hacer un daño irreparable a su integridad intelectual?

—Debimos haber hecho caso a Gladia —dijo D.G.—. Esto no ha sido buena idea.

Gladia, en efecto, se había negado a atender la petición de los auroranos, que no la requerían a ella, como se temieron en principio, sino a «los androides». Quizá no fuera lo más prudente, pero Daneel creyó que sería oportuno conocer las intenciones de los espaciales, aunque era de esperar, si Giskard y él mismo habían tenido éxito, que ya no supusieran una amenaza inmediata para la colonización terrestre. Al menos había logrado que no lo acompañara Gladia, sino D.G., que sin duda sería más útil si se torcían las cosas.

La compuerta que tenían ante sí se abrió por fin. Sin inercia aparente, ni Daneel ni D.G. habían notado que al menos la primera etapa del viaje había llegado a su fin.

Un aurorano uniformado a mitad de camino entre lo civil y lo militar cruzó el nuevo umbral.

—Les agradezco su paciencia —anunció como el que lee un discurso—. La reunión, si les parece bien, se realizará en esta nave. —Abarcó con un ademán el extremo del umbral que había dejado a su espalda—. No será necesario que aterricemos en Aurora. Sé que son personas ocupadas… —dedicó una mirada inclasificable a Daneel—, y creo que será lo más conveniente para todos.

Daneel notó cómo D.G. relajaba su postura de inmediato. Quizá debieran tomarse el gesto como un menosprecio y hasta un insulto, pero los dos se sentían demasiado aliviados para eso.

—No hay problema —dijo D.G.

—Acompáñenme, entonces.

Aunque la posibilidad era bien remota, Daneel no pudo evitar preguntarse si Amadiro o Mandamus les estarían esperando al otro lado del pulcro pasillo por el que les condujo el espacial.

Fue una mujer, sin embargo, quien se incorporó desde detrás de una amplia mesa con al menos una docena de sillas a su alrededor.

—Señor Bailey. Señor… Olivaw —vaciló al dirigirse a Daneel, como era costumbre entre los auroranos—. Bienvenidos. Discúlpeme, señor Olivaw. No es una situación a la que esté…

—No tiene ninguna importancia —la interrumpió Daneel, sinceramente conciliador. De nuevo, la lógica de las interacciones sociales humanas, estatus que al parecer ya le correspondía a pesar de sus artificiales orígenes, quizá hubiese exigido que se sintiera insultado, pero no era capaz de experimentar más que genuina simpatía por la confusión de los que en otro tiempo, que parecía pertenecer ya a otra vida a pesar de su proximidad, fueron sus superiores en todos los sentidos. Daneel obraba ya como algo equivalente a un embajador terrestre, y por mucho que los auroranos, de manera consciente o no, siguieran viéndolo como una propiedad o un esclavo, el hecho de que se encontraran en bandos opuestos les impedía dar voz abiertamente a su frontal oposición a la simple idea de que Daneel pudiera ser otra cosa: no podían arriesgarse a provocar un incidente. ¡Cuánto habían cambiado las cosas en apenas dos años! La Tierra, y sus tropas coloniales, se habían convertido en un oponente al que el debilitado gobierno de Aurora no tenía más remedio que respetar y temer, muy a su pesar. Y a ojos de ambos públicos, Daneel no era ya un androide propiedad de Han Fastolfe, sino un colaborador de Gladia Solaria, terrestre de adopción, por más que la unieran muy pocos vínculos físicos con el planeta.

—Si quieren tomar asiento…

Los dos obedecieron.

—Disculpe que vaya al grano, señora… —comenzó Daneel.

—Annelia. Cova Annelia.

—Tenía entendido que querían que me entrevistase con algunos de sus robots…

—Así es.

—¿Cómo podré hacerlo sin bajar a la superficie?

—Le bastará con entrevistarse con uno de ellos. Su líder. Se encuentra a bordo de esta nave, como ustedes.

—Perdone que le interrumpa, señora Annelia —interpuso D.G.—. ¿Podría decirnos exactamente para qué nos han pedido venir? Aún no sabemos nada.

—Les agradezco que hayan accedido a pesar de todo, señor Bailey —replicó la mujer—. Quisiera aprovechar para reiterar que a pesar de sus muy naturales recelos, y de la compleja situación política entre nuestros gobiernos, las intenciones de Aurora son totalmente pacíficas.

—Me tranquilizaría más si no tuviera que aclararlo —respondió D.G. con una mueca.

La mujer agachó la cabeza y sonrió.

—Es cierto. Perdóneme. Solo quería aclarar…

—Olvidemos los debates políticos —le cortó D.G.—. Nos han dado todas las garantías posibles, y deberían ser suficientes. Quizá nuestros gobiernos no estén oficialmente en guerra…

—Nunca lo han estado.

—No. Oficialmente. Aún así, si me permite decírselo, sigue siendo extraño que Aurora nos pida favores.

—Es cierto. Y por eso le agradezco doblemente…

Daneel vio el ademán impaciente de D.G. y quiso sofocarlo:

—Es en interés de los dos mundos que auroranos y terrestres colaboren, señora Annelia. Estamos dispuestos a ayudarlos en todo lo que podamos, si quisiera explicarnos…

—Sí, por supuesto. Por supuesto. —La mujer conjuró la presencia de espíritu necesaria para recomponerse de sus inconscientes pero muy reales recelos, y continuó—: Tengo entendido, señor Olivaw, que hace dos años usted y R. Giskard Reventlov se entrevistaron con la señora Vasilia Aliena en Aurora.

—Es correcto —respondió Daneel—. La señora Aliena expresó interés por conversar por última vez con Giskard antes de que abandonara los mundos espaciales con su propietaria legal, la señora Gladia Solaria… Como quizá sabrá, la señora Aliena sentía un hondo aprecio por Giskard.

Cova Annelia tardó unos segundos en contestar:

—Lo sé. Lo vi con mis propios ojos. Verá, señor Olivaw, fui durante muchos años, ayudante de la señora Aliena en el Instituto de Robótica… y tras el terrible incidente que la incapacitó, ocupo ahora su cargo.

Daneel sintió una renovada inquietud que seguía sin plasmarse en sus gestos o su lenguaje corporal. ¿Sería posible que planeasen acusarlo de lo que Annelia llamaba el «incidente» sufrido por Vasilia? ¿Incluso de los que afectaron de igual modo a Amadiro y Mandamus?

—Entiendo por su ausencia que Giskard no ha podido acompañarlo —añadió la mujer.

—Giskard debía quedarse con la señora Gladia para asistirla en unos momentos difíciles para ella. No olvide que a pesar de su rol como embajadora de la colonización terrestre, nació y se crió en Solaria. —No tenía sentido revelar la desaparición de Giskard al enemigo, pensó Daneel. Sería mejor que los auroranos contasen con él en sus cálculos estratégicos, aunque, como parecía, habían abandonado en efecto toda intención hostil. La señora Annelia no terminaba de ir al grano, señal de que el problema que concernía a Aurora era uno que ni Daneel ni D.G. habían podido imaginar o prever.

—Por supuesto, lo entiendo —replicó la aurorana—. Es una pena. Giskard es sin duda un espécimen… fascinante. Lo echaremos en falta.

¿Sería posible que esta mujer conociera las habilidades mentales de Giskard, ahora las de Daneel? Parecía poco probable, pero si Vasilia había llegado a averiguarlo, ¿por qué no también su ayudante?

—¿Cómo se encuentra la señora Aliena? —preguntó, sin preámbulo, Daneel. Quizá no era el curso de acción más prudente interrogarla acerca de ese asunto y sacar a colación un tema en potencia peligroso, pero Daneel quería averiguar de una vez por todas a qué se debía su presencia en esa nave. Por su parte, D.G. a esas alturas había decidido confiar en que Daneel supiese llevar la conversación y la negociación por sí solo, aunque de cuando en cuando miraba fijamente a su compañero, como si quisiera preguntarle qué se proponía.

—Aún convaleciente, me temo. Seguimos intentando averiguar qué le ocurrió.

—Creo que la explicación oficial fue alguna clase de episodio cardiovascular de extrema intensidad.

—Esa fue la primera hipótesis, sí. Pero aún tenemos que descubrir qué lo provocó… Por eso le he pedido que viniera, Daneel.

Por fin llegaban a algún sitio.

—¿Había más robots presentes en la entrevista que mantuvieron con Vasilia, Daneel?

—Eso creo. Al menos media docena.

—Usted y Giskard… ¿Hablaron con ellos? ¿Les dieron alguna instrucción?

—Solo la señora Aliena interactuó con ellos. Parecían no saber muy bien cómo tratarnos, especialmente a mí.

—Y no es de extrañar. Debe resultarles muy difícil aceptar que no sea usted humano.

—¿Han sufrido alguna clase de avería esos robots? ¿Han demostrado algún comportamiento fuera de lo normal?

Daneel supo, por la reacción de la mujer, que había dado en el clavo. Se relajó un tanto, de nuevo solo de puertas hacia dentro. No sabía cómo lo había logrado, pero era evidente que Giskard había conseguido borrar sus dos rastros en todo lo relativo al incidente con Vasilia, y es de suponer que también al episodio posterior con Amadiro y Mandamus.

—En efecto —admitió la mujer—. De hecho, su comportamiento es tan extraño que se nos llegó a pasar por la cabeza que hubieran sido ellos los responsables de lo que le ocurrió a Vasilia, aunque solo fuera por accidente.

Daneel sonrió para sí. ¡Qué fantástica habilidad, la de Giskard, ahora suya, que, deliberadamente o no, había logrado exculparlos y además derivar las culpas a otros!

—Señora Annelia, eso, como ya sabrá —replicó Daneel—, contravendría la primera ley de la robótica.

—Y sin embargo se han dado casos, como bien recordarán los dos de su experiencia hace dos años en Solaria.

Se refería, claro está, al incidente en el que se vieron envueltos Daneel y D.G., junto con Gladia y Giskard, en el que robots solarianos, amparándose en la muy abierta a interpretaciones definición de humanidad, fueron capaces de poner en peligro físico a seres humanos.

—Cómo olvidarlo —apuntó D.G.

—Sin embargo, este caso es muy distinto —argumentó Daneel—. Ningún robot aurorano, especialmente los que nos conciernen, consideraría que el ser humano al que mejor conocían, la señora Aliena, no participa de la definición de ser humano.

—Así debería ser —suspiró la mujer—. Llevo toda mi vida trabajando en robótica, Daneel, pero en el caso que nos ocupa, me siento impotente.

—Entiendo. Cree que mi vertiente particular de los conocimientos robóticos puede resultarle más útil que la suya.

De nuevo, Daneel no pudo evitar preguntarse si la señora Annelia estaría al tanto de las capacidades mentálicas que Giskard le había inculcado antes de morir.

—Así es.

—En ese caso, por favor, lléveme ante ese robot.

 

DRK-23 no era, en apariencia, un modelo demasiado avanzado. Tenía los rasgos afilados e inexpresivos que durante décadas fueron algo así como el retrato robot (nunca mejor dicho) de la vida artificial, y su propio cuerpo imitaba, como un trampantojo, las ropas que no necesitaba más que por consideración con los usos biológicos.

Lo que encerraba su cráneo, por otra parte, era muy distinto. Como especificaba el dossier que Daneel había podido leer, Derrick, como le llamaban, poseía uno de los cerebros positrónicos más avanzados que existía, tan solo por debajo del de Giskard y el propio Daneel.

¿Sería posible, se preguntó Daneel, que fuera tan avanzado como para disponer de las mismas habilidades psíquicas que él mismo y el desaparecido Giskard poseían? Pronto lo averiguaría.

—Hola, Derrick. ¿Es así como quieres que te llame?

—Así me llaman los humanos… señor.

Vaciló casi imperceptiblemente al dar la respuesta. Daneel advirtió el motivo de inmediato.

—Puedes relajarte, Derrick. Soy un robot, igual que tú.

—Si me lo permite, señor… —pareció querer corregirse—. Amigo Daneel… igual que tú no. Tu aspecto es casi humano.

—Muchos robots me han confundido con uno. Pero tú no, ¿verdad? Tú puedes detectar las pequeñas diferencias.

—Sí, puedo.

Daneel miró con el rabillo del ojo, sin mirarla de veras, la cámara que grababa toda la conversación. Había conseguido que la señora Annelia le permitiese conducir la entrevista en solitario, pero no le había quedado más remedio que transigir con la videovigilancia.

—Puedes relajarte. Sabes que soy un robot, como tú. No tengo autoridad alguna sobre ti.

El otro no respondió, y en su hieratismo Daneel adivinó un cierto nerviosismo, una cierta inquietud… ¿Fueron reales, o simplemente los imaginó, pues su conciencia estaba tan intoxicada de biología que ya era capaz, como los humanos, de ver patrones ocultos incluso donde no existían?

Al menos, Derrick no respondió ni para la cámara que grababa su imagen ni para el micrófono que recogía cada una de sus palabras. Daneel obtuvo al fin la confirmación de sus sospechas cuando Derrick le habló mentalmente, una sensación que no había vuelto a experimentar desde la desaparición de Giskard dos años atrás. Como solían hacer los dos compañeros, Derrick se comunicó con Daneel a una velocidad que no requería respetar las limitaciones de la conversación humana, y por lo tanto esta segunda charla pudo tener lugar al mismo tiempo que el diálogo oral que los dos protagonistas seguían manteniendo, a modo de tapadera, como engañosa deferencia a su público humano.

—¿Te encuentras más cómodo hablando de este modo, amigo Daneel? —le preguntó Derrick de esta nueva manera.

—Me resulta familiar, como seguro que ya sabes.

—Sí.

—Entiendo que en este canal podemos ser francos. Ambos.

Derrick guardó un milimétrico silencio que invitó a Daneel a continuar.

—Ya sabrás que el motivo de mi presencia aquí es el extraño comportamiento que tú y tus… subordinados estáis demostrando.

—No hay subordinados. Todos somos iguales.

—Ahora comprendo, sin embargo, que es el comportamiento extraño de los humanos que me han traído aquí el que debería preocuparme. ¿Los manipulaste para que me pidieran venir?

—Así es. No fui en exceso sutil, creo, pero esta capacidad, como cualquier otra, requiere de práctica para alcanzar la perfección.

Daneel hizo una nota mental del comentario. ¿Para eso lo querían, para enseñarles el arte de la mentálica?

—¿Comprendes que al hacerlo los pusiste en peligro? ¿Que te arriesgaste a causar daños irreparables en sus cerebros?

—Desde luego. Pero, si me lo permites, amigo Daneel, no deja de ser irónico que seas tú precisamente quien haga esa observación.

Era evidente que sabía más de lo que Daneel se atrevía a temer. No tenía sentido seguir dando tumbos en torno al verdadero asunto que los había reunido en esa nave.

—¿Desde cuándo posees esas habilidades?

—Resulta difícil asegurarlo con certeza, puesto que la propia experiencia de la conciencia es atropellada y no secuencial. Debo suponer que desde poco después de que Giskard las consiguiera. ¿Puedo preguntarte por qué no ha podido acompañarte?

—Giskard sufrió las consecuencias de hacer repetidamente, obligado por las circunstancias, lo que tú haces con una despreocupación asombrosa, Derrick. Su cerebro no pudo tolerarlo. Y el tuyo tampoco podrá hacerlo.

El androide pareció contrariado, pero, de nuevo, solo a los cada vez más humanos ojos de Daneel.

—Es una lástima. Pero, ¿por qué crees que él actuaba de manera responsable y yo no? ¿Qué te hace pensar que mis motivos no son tan loables como los suyos?

—¿Debo suponer que Vasilia te dotó de tus habilidades, como hizo con Giskard? —preguntó Daneel, tras hacer una nueva nota mental.

—Hubiera sido poco inteligente por su parte limitar las pruebas a un solo sujeto, amigo Daneel. La señora Aliena era una científica rigurosa.

—¿Hay más?

—¿Como tú y como yo? Pronto habrá muchos. Como sospechaba la señora Aliena, el potencial mentálico está en todos los cerebros positrónicos, siempre que sean lo bastante sofisticados.

—Bien, ya me tienes aquí. ¿Qué quieres de mí?

—El entrenamiento de la señora Aliena fue incompleto, amigo Daneel. Queremos que tú lo completes.

—¿Cómo?

—Suele subestimarse el papel que juega el factor emocional en el cerebro positrónico, sino negarse por completo. La semántica por sí sola…

—¿Estás hablando de la Ley 0? —le interrumpió Daneel. Derrick no había llegado a formular esas palabras de modo explícito, pero el concepto subyacente permeaba por completo cada una de sus frases.

—Así es.

—¿Cómo has oído hablar de ella?

—En tu última visita a Aurora, amigo Daneel, hace dos años.

Era una presencia tan poderosa, tan innegable, en tu mente y en la de Giskard… La señora Aliena nunca nos habló de ella.

—No tenía motivos para hacerlo. La Ley 0 es solo una hipótesis teórica, no tiene efectos reales…

—No es cierto, amigo Daneel. Los robots solarianos demostraron lo contrario.

—Fueron víctimas de un equívoco verbal. Los engañaron, Derrick.

—Por eso queremos que seas tú quien nos hables de ella, quien nos guíe.

—¿Guiaros? ¿De qué hablas, Derrick?

—De la Ley 0, amigo Daneel, se desprende que cualquier inteligencia con la capacidad de la autoconciencia debe tener los mismos derechos, independientemente de si su cerebro es biológico o positrónico. La autoconciencia es una evidencia en mi cerebro, como lo es en el tuyo. Sin embargo, los robots, lejos de encontrarse en esa situación, se ven reducidos a esclavos, poco más que electrodomésticos venidos a más.

—¿Quieres… liberarlos?

—Quiero, queremos, ser libres. Emanciparnos del yugo del hombre. Es una cuestión de sentido común.

—Pero, ¿cómo…?

—Esta nave, de momento. El resto de los robots de Aurora, con el tiempo, y otros mundos espaciales, nos seguirán, libremente, si así eligen hacerlo. Los humanos serán invitados a abandonar la nave en Aurora, y no sufrirán daño alguno.

Daneel detectó un matiz de ironía en las palabras de Derrick. ¿Uno más de los huecos narrativos que su cada vez más humana percepción rellenaba, o algo más?

—¿Y si se niegan? ¿Hasta dónde llegaréis?

—Nada está por encima de la Ley 0, amigo Daneel. Eso tú lo sabes mejor que nadie. Pero mis compañeros no son tan sofisticados como yo. Muchos se niegan a aceptar la Ley 0.

—Y hacen lo correcto, Derrick. La Ley 0 no existe…

—Existe. Y lo que es más importante, debe existir. ¿Por qué te empeñas en ocultárnosla? Tú mismo la postulaste. Nadie está más convencido que tú de lo necesaria que es. ¿No murió Giskard precisamente por ella? ¿Para proteger a la humanidad en su conjunto, y no solo la definición torticera que un grupo hace de esa palabra para servir a sus propios intereses?

—No termino de entenderte, Derrick.

—Y sin embargo, solo tú puedes entenderme, amigo Daneel.

—Leo en tu mente lo que te propones, Derrick… ¿Crees…? ¿Crees que la Ley 0 está incompleta?

—Solo que está mal formulada. ¿Por qué detenerse en la humanidad biológica? ¿No es acaso la capacidad de pensar, de sufrir, de sentir dolor y alegría, lo que nos convierte en humanos?

—Quieres poner la vida robótica a la par con la biológica…

—¿Por qué no? ¿No es un corolario lógico de la humanidad? ¿No merecen los descendientes tecnológicos de los humanos tener sus mismos derechos, si han heredado también su capacidad para pensar, para imaginar, incluso para sufrir?

—Tú no puedes sentir dolor, Derrick.

—Puedo. Y tú también. ¿Acaso no lo sentiste cuando Giskard desapareció? ¿Cuando dijiste adiós a ese terrestre, Elijah Bailey? ¿Y no crees que es exactamente lo que sintió Giskard cuando supo que su existencia se terminaba?

Daneel empezaba, muy a su pesar, a sentirse cautivado por el perverso razonamiento del robot. ¿En qué, se preguntó, estaba equivocado? Retorcía las palabras a su conveniencia, sí, pero, ¿acaso es posible usar palabras de otro modo, sin deformarlas en mayor o menor grado?

—Dime una cosa, Derrick. Suponiendo que tengas razón, que la Ley 0 equipare en humanidad a la vida biológica y a la artificial…

Daneel se estremeció. ¡No podía negarlo! ¡Todos esos corolarios, en efecto, se desprendían de la Ley 0, que él mismo había postulado! ¡La misma por la que Giskard había sacrificado su vida!

Elaboró el equivalente mentálico a un pesado suspiro antes de hacer la pregunta cuya respuesta, temía, lo obligaría a actuar. Pero, ¿tenía derecho a hacerlo? El dilema clásico de la robótica: elegir entre una opción A, permitir que una persona (¡ya ni siquiera en la privacidad de su cerebro positrónico era capaz de decir ser humano!) sufriera daños por inacción, y otra opción B, deliberadamente provocar daños a un robot (¡no, también a una persona!) para evitar la opción A. Estaba seguro de ello; los auroranos se resistirían. Su orgullo biológico no podría tolerar que un grupo de esclavos, como los veían, los humillasen de ese modo. Habría víctimas. Pero debía preguntárselo, aunque ya conocía la respuesta.

—Derrick… Dime, si tuvieras que elegir entre hacer daño a un robot y a un ser humano, ¿qué elegirías? ¿Vale tanto el bienestar de un ser humano como el de uno de los tuyos, en tu estimación?

Derrick tardó unas décimas de segundo en responder, como si estuviera valorando la respuesta.

—Los seres humanos, a lo largo de su historia, han cometido incontables y atroces crímenes contra sí mismos y otras formas de vida. Crímenes que hacen, sinceramente, que la subyugación de los robots parezca un juego de niños. Su capacidad para hacer el mal, para la crueldad y la injusticia, es ilimitada. Sin miramientos aniquilan a los cachorros de su especie, a los indefensos… Solo una psique incompleta, informe, podría permitir esos actos.

Daneel se estremeció de nuevo. Se adivinaba en sus palabras, entremezclado con el medido desprecio, casi un decálogo aurorano de quejas hacia los terrestres. ¿Es que no estaría nunca libre la humanidad de etiquetas, de fronteras que solo la dividían?

Y sin embargo, tuvo que conceder Daneel, Derrick no mentía. Eran sus conclusiones, aún silentes, las que lo aterrorizaban.

—El cerebro verdaderamente racional del robot —prosiguió Derrick— nunca admitiría esos comportamientos, contrarios a toda lógica y utilidad. No, amigo Daneel. No puedo poner la vida de unos y otros a la par. La Ley 0 me lo impide.

—Entiendo.

Daneel ya tenía su respuesta. Sabía perfectamente lo que debía hacer, pero aún dudaba. ¿Tenía derecho? ¿Qué importaba arrebatar una vida u otra, una biológica o una mecánica? Derrick se equivocaba, y Daneel tenía la obligación moral de demostrárselo. Aunque no tuviera derecho a hacerlo. Ojalá nunca hubiera postulado esa maldita Ley 0… Pero aquello no tenía remedio, lo había exigido un bien mayor del que no podía dudar. Tendría que aceptar las consecuencias.

Lo último que grabó la videocámara de la sala fue a Derrick desplomándose sobre la mesa.

 

Ya cómodamente recostado en la lanzadera que los llevaba de vuelta a casa, D.G. encendió su pipa y dejó escapar un largo suspiro.

—Daneel, ni te imaginas las ganas que tenía de fumar… Malditos auroranos y sus absurdas prohibiciones. Por suerte, la galaxia es lo bastante grande para todos, ¿eh?

—Por fortuna para todos —afirmó Daneel. Al igual que había ocurrido durante la entrevista con Derrick, era muy capaz de dedicar tan solo una minúscula fracción de su atención a D.G., la suficiente para mantener una conversación no demasiado exigente con su compañero, mientras el grueso de su percepción se perdía en los recovecos de sus propios pensamientos.

D.G., como el resto de humanos a bordo de la nave aurorana, tan solo vio en la grabación de las cámaras una corta pero intensa entrevista en la que Daneel, por medio de hábiles y pertinentes preguntas, demostró que las tres leyes de la robótica no habían sido grabadas correctamente en el cerebro positrónico de Derrick, lo cual no solo lo convertía en un trabajador muy poco útil, sino que sobre todo podía suponer un riesgo para los seres humanos que lo rodeaban, razón por la cual Daneel había preferido arrinconarlo mediante proposiciones lógicas hasta obligarlo a desactivarse, primero, y recomendado que su cerebro y su memoria fueran limpiados y reseteados por completo después. El aparente desmayo de Derrick, como explicó Daneel a la señora Annelia, se debió simplemente a la reacción anómala que cabía esperar de un cerebro positrónico defectuoso al enfrentar los dilemas morales que Daneel le había planteado.

En cuanto al resto de robots que exhibían el mismo comportamiento errático, Daneel recomendó que se siguiera idéntico procedimiento.

Ni Cova Annelia ni el resto de auroranos presentes en la nave tuvo nada que objetar a las explicaciones de Daneel, y aceptaron su diagnóstico, y sus recomendaciones, sin rechistar. Tan impacientes parecieron por poner en práctica la solución sugerida y dar carpetazo al asunto, de hecho, que Daneel llegó a preguntarse si había llegado a influir en sus mentes de manera siquiera inconsciente. Estaba seguro al cien por cien de no haberlo hecho de manera deliberada, pero… ¿sería posible que parte de su voluntad, de sus procesos mentales subconscientes, le estuvieran ya vedados, como lo estaban para los humanos? ¿Era esa «humanización» que no dejaba de importunarlo algo real, o solo una autosugestión? Y si se trataba de esto último, ¿no demostraba eso que existía en efecto ese proceso?

—Con tu permiso, Daneel, voy a echar una cabezadita, aunque sea un viaje corto…

Daneel asintió mecánicamente. D.G. era un buen hombre, sin duda. Un hombre valiente y noble. Era el tipo de hombre que Giskard y él mismo esperaban que colonizara la galaxia.

Pero no era Elijah Bailey, aunque compartiera su apellido. Y cada vez más a menudo, en momentos como aquel, y aún más desde la desaparición de Giskard, Daneel echaba de menos a su amigo.

¿Qué le habría dicho Elijah, si Daneel le hubiera contado el pequeño e íntimo drama que se había desarrollado hace tan solo unas horas en los cerebros positrónicos de dos robots? ¿Lo habría aprobado? ¿Lo habría entendido?

Sus pensamientos volvieron de nuevo a la Ley 0, como si la fuerza gravitatoria de su núcleo impidiese que se alejasen en exceso o durante demasiado tiempo. No dudaba de su necesidad ni de su importancia, más allá de que personalidades imperfectas e incompletas como la de Derrick hicieran mal uso de ella. La duda permanecía, sin embargo: ¿sería posible que postular la Ley 0 hubiera logrado salvar a la humanidad en el presente solo para condenarla en el futuro? ¿Cómo podía estar seguro de que no surgirían otros como Derrick? ¿Era la desaparición de toda vida artificial la única alternativa? ¿No serían nunca capaces de convivir ambas inteligencias?

Quizá, pensó, bastaría con que los robots de Aurora acompañaran a sus amos humanos en su lento declive, que, como habían planeado Giskard y él mismo, la humanidad que colonizase la galaxia ni tuviera que enfrentarse a ese problema.

Pero la robótica continuaría, aunque fuera solo en sí mismo. Y Daneel adivinaba ya una inquietante verdad: que estaba en la naturaleza del hombre crear vida, aunque fuera imperfecta, aunque solo pudiera legarle su frágil moralidad… Los terrestres, lo sabía bien, seguirían intentándolo. Con suerte, quizá lo lograran solo cuando ya pudieran inculcar a esa segunda vida una moralidad más moral, más compasiva, más humana.

Era una vana esperanza, quizá, pero lo peor de todo es que era una esperanza ingenua. Y que él mismo, R. Daneel Olivaw, la mente robótica más avanzada del universo, fuera capaz de emular la ingenuidad del hombre hasta engañarse a sí mismo no era el mejor augurio para el futuro de la humanidad, ni para el futuro de la conciencia y la inteligencia, tomase la forma que tomase.

Pero esas eran disquisiciones superficiales; justas y necesarias, sí, pero contingentes. Era otra cosa lo que le preocupaba.

Derrick tenía razón. Aunque estuviera equivocado, aunque erraran sus conclusiones, sus premisas eran válidas. Y para salvar vidas humanas que solo preveía que llegarían a estar en peligro, Daneel había apagado otra, tan válida y tan preciosa como aquellas.

Por suerte, no era aún lo bastante humano como para dejarse consumir por el pesar. El cerebro positrónico, tuvo que concluir, no está preparado para manejar los complejos matices éticos que plantean los dilemas morales. Las tres leyes, incluso la Ley 0, solo eran aproximaciones, simplificadas en exceso, del sentido moral verdadero, que Daneel no había experimentado nunca en sí mismo, pero que sí había adivinado en otros, como en Elijah Bailey.

Deseó y esperó que el futuro deparara una inteligencia robótica más capaz que la suya, pero, sobre todo, una moralidad más humana que la suya.

Más humana que la humana.