Para Pablo, todo había comenzado hacía un año. Un fin de semana en que Lucía y los niños se habían ido con los papás de ella a visitar un bosque de osos. Para esos viejos un oso era lo mismo que un dinosaurio, y estaban excitadísimos con el plan. A Pablo ni lo invitaron, Lucía dijo que no había lugar en el auto. El auto de sus suegros estaba estacionado en la vereda. Disponían de dos autos. Pablo decidió no señalar lo obvio.
No tenía ningún interés en ver osos.
Ni en pasar tiempo con sus suegros: unos señores adictos a las enchiladas y al Pepto Bismol, que expulsaban llamaradas en cada eructo y consideraban que cualquier ocasión era propicia para hablar de su gastritis. Gastritis era un lindo eufemismo para estómago supurado. El aliento de los viejos —ni hablar de los pedos— era capaz de fulminar a un batallón de anósmicos.
Cuando se despidió de los niños le pasó un tapabocas a cada uno por la ventanilla del auto, y ellos soltaron una carcajada. Porque en eso, y en todo lo que bordeaba la escatología, sus hijos tenían una conexión cósmica con él. Lucía se limitó a sacudir la cabeza y a lanzarle una mirada de reprobación por el espejo retrovisor. Los viejos celebraban las risas de los niños sin entender el chiste.
—¿Qué pasó? —decía la vieja.
Y Pablo, serio como un monje:
—Que ayer, por esta zona, se produjeron unos gases que hicieron estallar el último contador Geiger disponible en el Estado.
Rosa tosía como una convulsa. La vieja le palmeaba la espalda:
—¿Y es peligroso?
Y Lucía:
—Pablo, déjalo ahí.
Y Pablo:
—Puede llegar a producir pérdida inmediata de conciencia.
El viejo:
—¿Lucha, es seguro ir?
Los niños se reían tanto que parecían epilépticos.
—Yo diría que ustedes están inmunizados —dijo Pablo.
Lucía debió bajarse del auto a buscar agua para Rosa. Al final arrancó con un rugido que se apagó al doblar la esquina, y la cuadra quedó hundida en el silencio sórdido al que Pablo ya estaba acostumbrado.
A eso de las cinco recibió un mail de Gonzalo y Elisa —gonzaloyelisa@gmail.com— invitándolos a un asado. Vivían al lado, los veían con frecuencia, pero no eran tan cercanos. Coincidía con Gonzalo casi todos los días, cuando ambos sacaban la basura y la llevaban al contenedor que compartían a medio camino entre las casas. El otro contenedor, el de reciclaje, estaba un poco más lejos y hacían ese tramo juntos comentando alguna noticia relacionada, en general, con terrorismo. Hablaban de Isis, Boko Haram, Hezbolá y Farc, como si evaluaran el desempeño de equipos de fútbol. No recordaba cómo se había instalado ese tema entre ellos, pero les había rendido durante años. Para Pablo era funcional, porque evitaba tener que pasar por temas bochornosos como el hecho de que Gonzalo, algún tiempo atrás, hubiese clavado los dedos en los calzones de su hermana.
El mail decía que unos amigos argentinos estaban de paso y habían organizado una reunión para entretenerlos. Los esperaban a las ocho y ofrecían, como otras veces, la cama de su hijo Dany para que Tomás y Rosa se echaran a dormir cuando quisieran. Cuando eso ocurría, Dany —que estaba por cumplir catorce y no soportaba estar cerca de niños de apenas seis— se recluía en el altillo de la casa, donde tenían un proyector conectado a una laptop con cientos de videos y películas. Gonzalo decía que Dany quería ser director de cine. Dany, ante ese o cualquier otro comentario de Gonzalo, no decía nada. Lo miraba con una mueca de desprecio que, de sólo atestiguarla, te ardía en la piel como un latigazo. Si Dany fuera hijo suyo, habían comentado Pablo y Lucía alguna vez, esa mueca habría sido reprimida al primer amague. ¿Cómo? Tenían posiciones encontradas. Ambos arrancaban con una conversación afectuosa, pero en el camino las elecciones se bifurcaban. Lucía terminaba con el chico en el consultorio de un afamado psicoanalista neoyorkino. Pablo terminaba con el chico —inconsciente— en la UCI del Yale New Haven Hospital.
Contestó el mail: «Gracias, ¡gran plan!».
Y decidió no aclarar que estaba solo. Decidió que les daría la sorpresa porque, pensó, para sus vecinos sería un alivio verlo llegar sin la prole que, mal que bien, requería un esfuerzo de producción adicional. Se dio una ducha. Y al cabo de un rato se sorprendió a sí mismo contento, afeitándose frente al espejo. Había ido a bastantes asados en la casa de Gonzalo y Elisa, y nunca le pareció un acontecimiento muy alegre. Quizá porque Gonzalo era argentino y siempre comparaba los asados gringos con los de su país: se embarcaba en disquisiciones espesas sobre la vaca de feedlot y la de pastura, o el vino de Napa y el de Mendoza. Y teñía todo de una melancolía insoportable. Además, los niños se fastidiaban muy rápido y tocaba armarles el campamento en el cuarto de Dany —tan amable y bien dispuesto como una rata muerta— y convencerlos de compartir el único iPad que había en esa casa, lo que en general venía con llantos y arañazos. A Lucía le parecía de mal gusto llevarles sus aparatitos —«… van a pensar que los enchufamos a esa cosa para desentendernos», y era así, pensaba Pablo, tal cual—, pero no le parecía de mal gusto que secuestraran el ajeno. De todas formas, lo más probable era que la incomodidad de Pablo se debiera a que Gonzalo, desembarazado de las bolsas de basura y de su compañía, se dedicaba exclusivamente a hablar con Lucía y monopolizaban la conversación. Ambos compartían ese código nerdo, frívolo y cerrado de latinos pretenciosos, becarios de las Ivy Leagues. No tenían que haber ganado becas importantes, bastaba una estadía de seis meses en una de esas universidades para calzarse el escudo mustio. El caso es que a él le tocaba lidiar con la vacuidad de Elisa, sus quejas constantes sobre Estados Unidos —la ignorancia, la obesidad, el consumo, las armas—, con las que Pablo coincidiría (de hecho, debió haber sido él quien diera pie a la primera conversación) si no viniesen de una rubia tensa y limitada, con tan pocos argumentos como grasa en el culo.
—¿Viniste solo? —le abrió Elisa. Lo esquivó y sacó medio cuerpo por la puerta de la casa, buscando a los demás.
—Traje un vino —dijo Pablo, extendiéndole la botella.
—Sigue —dijo ella, y avanzó con pasos apurados—, están todos atrás.
A las ocho de la mañana llamó Lucía.
Los osos no habían querido salir.
Ella no sabía por qué: realmente, el comportamiento de los osos no era un tema que hubiese estudiado a fondo, dijo. Se la oía amarga.
—Okey —dijo Pablo. Él tenía dolor de cabeza y el pulso acelerado.
Lucía dijo que los niños se habían hecho amigos de otros niños que visitaban el parque y todos habían bajado a sus iPads una aplicación de walkie-talkies que los mantenía entretenidos. Los abuelos se habían refugiado en el comedor del hotel.
—Qué bien.
A Pablo le costó imaginar las conversaciones de sus hijos con otros niños. En la casa no solían hablar mucho de nada.
El bufé, decía ahora Lucía sin mucha convicción, parecía bastante sano. Por la tarde participarían en otra excursión, a ver si tenían más suerte.
—Seguro que sí —dijo Pablo.
Lucía se quedó callada.
Pablo estuvo a punto de contarle del asado.
—¿Y tú qué hiciste? —dijo ella.
Él sintió la boca pastosa.
—Nada —bostezó.
—Ya.
Lucía era, con gran diferencia, la persona más inteligente que él conocía. Antes de parir era la persona más inteligente y más bondadosa que él conocía, y ahí estaba su falla, pero él no la vio, o no quiso verla: nadie podía ser las dos cosas en grado superlativo. La experiencia abundaba en casos de villanos brillantes y santos bobos.
—Voy a bañarme —dijo ella.
Después de parir, Lucía expulsó toda esa falsa bondad con la placenta y le quedó una cabeza llena de saberes que, por fuera del Yale World Fellows Program, no interesaban a nadie.
—¿Puedo hablar con los niños? —dijo Pablo.
—No están ahora, les digo que te llamen.
—Okey.
Colgaron.
Se levantó de la cama. Vio que toda su ropa estaba desperdigada por la alfombra, incluso los calzoncillos. Caminó hacia el baño, abrió la ducha y se miró al espejo. Lo primero que descubrió fue una marca en el cuello. Era de un color violeta encendido, como un hematoma antiguo, sólo que no era antiguo. Tampoco era un hematoma. Lo segundo fue un mordisco en el pezón. Buscó el botiquín, mojó un algodón en agua oxigenada y se lo pasó por la herida. Después se duchó. Después se embadurnó en la crema humectante de Lucía y se envolvió el cuello con una bufanda.
Cuando iba bajando le pareció que olía a café. Tragó saliva. Si le hubiese contado a Lucía del asado, el resto de la noche ya estaría cubierto. Lo tercero que descubrió fue una nota en el mesón, debajo de un mug de Snoopy. El dibujo de una flecha señalaba la cafetera, luego decía: «Para la resaca, profe. KJ».