Adentro, un caldo humeante sobre la mesa.
Afuera, la piscina inflable derretida sobre el césped.
—Qué maravilla ese mercado, hasta papa criolla encontré —su tía Lety vino a acompañarlo. Tiene su taza de caldo hirviente en la mano y le da sorbos próvidos sin hacer una mueca.
Ayer Pablo tuvo una recaída que atribuyó al pedacito de alambre en su arteria. Dolor en el pecho, falta de aire, sudoración excesiva. «Ataque de pánico», sentenció Lety por teléfono: «te digo que volvieron».
«¿Y adónde se habían ido?», habría dicho Lucía.
Ayer a la madrugada, el motor encendido de un auto en la vereda lo despertó: se asomó por la ventana y vio a Lucía embarcando a los niños en un taxi. El chofer guardó los bolsos en el baúl. Cuatro bolsos. Pablo no pudo volver a dormirse, se sentó en la cama y esperó a que amaneciera; y ahí, con los primeros rayos de sol, empezó el dolor. Entonces llamó a Lety. «No es un ataque de pánico», le dijo Pablo, estaba seguro. «¿Por qué?», insistió ella: «Si son de lo más comunes ahora». Porque habían pasado pocos días desde su operación —diez, once, no recordaba bien— y era más probable que tuviera que ver con el hecho de que casi había tenido un infarto. Unas cuatro horas después de la llamada, Lety se apareció en la puerta de su casa con un bolso que contenía algo de ropa y utensilios de cocina. Tablas para cortar, dos sartenes de acero, un set de cuchillos. Preparó un guiso con lo poco que encontró en la nevera y cenaron. No salieron a mirar los fuegos artificiales, porque se veían mejor en la televisión.
A la mañana siguiente, Lety se levantó temprano y se fue al mercado. Compró verduras, las cocinó en un caldo, lo coló y lo sirvió en dos tazas, una de las cuales reposa ahora frente a Pablo. Él no tiene hambre.
—… los productos en Port Chester no están a nivel —Lety ocupa el lugar de Tomás en la mesa del comedor.
—¿Cómo va el negocio? —pregunta Pablo. No porque le importe.
—¿Cómo va a ir? Como siempre.
—Ya, qué bueno —vuelve a la vista de afuera. La piscina tiene parches de barro seco en los costados.
Lety está negando con la cabeza. O espantando un bicho.
—Eso no es bueno.
Un par de días atrás Pablo sacó la piscina del garaje, la dejó en medio del jardín y le dijo a Rosa: «Mañana la inflamos». Rosa sugirió comprar una nueva, a lo que él contestó que no, que esa estaba perfecta: «veremos los cohetes del 4 de julio acá adentro, con el agua hasta el cuello y daiquiris sin alcohol». Rosa cambió el peso de una pierna a la otra. Y lo volvió a hacer. Cruzó los brazos y lo miró con la cabeza ladeada. «¿Qué pasa?», dijo Pablo. La luna estaba casi llena. Rosa le dio la espalda y entró a la casa.
Hace mucho que Pablo no ve a su tía Lety. Durante una época la veía todos los fines de semana: viajaba los viernes a Port Chester y volvía los lunes a New Haven donde, por entonces, hacía la maestría en Educación en la Universidad Estatal de Southern Connecticut. Lety le daba comida —rica, casera, caliente— y unos dólares para los extras; a cambio, Pablo la ayudaba en la lavandería: hacía los repartos del fin de semana. Los sábados a la noche se tomaba el tren de Port Chester a Nueva York, salía de la estación y daba un paseo que las primeras veces lo alucinaba —los edificios, las tiendas, los parques—. Con el tiempo le pareció más de lo mismo. Se aburría, le entraban ganas de dinamitarlo todo —los edificios, las tiendas, los parques—. Las últimas veces se iba directo a Times Square, se sentaba en un banco y absorbía toda esa saturación de luces y colores hasta que las pupilas le pedían descanso. Ahí volvía y se sentaba en un bar de la estación, mientras esperaba el tren de regreso a Port Chester.
—Se te va a enfriar —le dice Lety y señala su taza de caldo.
Pablo la agarra, se la lleva a los labios.
—Está riquísimo.
Lety asiente:
—Te va a hacer bien.
En realidad, Pablo había ido a ver a Lety hacía poco más de un año, durante esa última visita de sus suegros. Era un día feriado y Lucía había planeado llevarse a los niños y a los abuelos al museo de ciencias naturales. Programón. Rosa le rogó que la dejara quedarse con Pablo, pero Lucía ni lo consideró: «Ya compré las entradas». «¿No es gratis?», dijo Pablo, y ella lo partió en dos con la misma mirada que el cacique Moctezuma le propinaba a sus enemigos. Mientras ellos discutían, los abuelos estaban afuera, admirando los árboles con actitud de botánicos. Tomás estaba en la puerta, listo para irse: una abultada bufanda gris le rodeaba el cuello. Su disposición no se debía a que quisiera ir al museo, sino a su incapacidad para contradecir a su madre en nada. Pablo temía por el futuro de su hijo. Ambos eran niños extraños —bellos, avispados y extraños—, pero Rosa, a diferencia de Tomás, había incubado milagrosamente —en los ratos escasos que Lucía le aflojaba el cordón— una rebeldía fabulosa.
Lety levanta las tazas vacías y las lava. Saca un bol de hojas verdes de la nevera, otro de tomates y un frasco de vidrio con anchoas gordas que flotan en un líquido oscuro. Pone todo sobre el mesón. Agarra un cuchillo demasiado grande para la función que cumple: está cortando hojas de lechuga. Pablo imagina a Lety tomando el tren con su bolso repleto de machetes, circulando entre los asientos con la mayor naturalidad.
El día que fue a visitarla, Lety estaba en el bingo. Después ella le reclamaría por no avisarle, pero él había querido darle la sorpresa. Estando en Port Chester decidió hacer el mismo recorrido que años atrás y tomó el tren hasta Nueva York. Cuando escuchó el anuncio metálico de las estaciones del tren —Mamaroneck, Larchmont, New Rochelle…—, sintió algo de nostalgia, y no tardó en alcanzar ese estado de levedad mántrica al que rara vez llegaba sobrio, a fuerza de repetirlas desde el principio cada vez que el tren paraba en la siguiente —Mamaroneck, Larchmont, New Rochelle, Pelham…—. Cuando llegó a Grand Central estaba grogui. Caminó hasta Times Square y se sentó en un banco a mirar pantallas. Un grupo de adolescentes se tomaba fotos con un holograma de Idris Elba. Al poco rato volvió a la estación, se sentó en un bar, pidió un café. Se sintió perdido y se sintió viejo. Un viejo infeliz. Podía echarse a llorar ahí mismo y nadie se voltearía a mirarlo. Podía no llegar esa noche a su casa y Lucía no lo notaría, hasta que tuviera la necesidad de hacerle un reproche a alguien. Sus hijos tardarían más. O a lo mejor se acostumbrarían a su ausencia antes de reparar en ella; se trasladarían por la casa esquivando el espacio que ya no ocuparía su cuerpo, pero que aún tendría volumen. Era probable que su invisibilidad también les estorbara.
—¿Profesor? —era la cara de una jovencita en primer plano.
—Hola —contestó Pablo, aunque no conseguía ubicarla. Tampoco conseguía distinguir si tenía doce años o veintitrés. Sus alumnos tenían la facultad de vaciarlo de criterio. De hacerle perder el entusiasmo por absolutamente todo. Y de convertir su mundo en un abismo. Ya ni siquiera debía mediar algún intercambio, le pasaba sólo con entrar a la clase y verse frente a esa masa blanda de adolescentes que le costaba individualizar; todos los días tenía que adivinar de quiénes eran esas caras sepultadas bajo el acné.
—Soy Kelly —dijo ella, con una sonrisa tan ancha que reveló la totalidad de sus dientes y lo hizo pensar en un cocodrilo.
Pablo enseñaba en una de esas secundarias que pretendían favorecer a la comunidad hispana. Todos los chicos hablaban español. Inglés también. Pero mal. Ambos idiomas, terriblemente mal.
La invitó a sentarse, le preguntó qué andaba haciendo por ahí, de dónde venía, y mientras ella apoyaba en la mesa su mochila rosa fosforescente y hablaba de un festival de hip hop en Williamsburg, él la ubicó en el salón de clases. Kelly se sentaba adelante, se vestía y se comportaba como una perrita en celo: «Profe, may I…», y en esa pausa cabía un «suck your huge dick and swallow your sweet semen». Pero nunca terminaba la frase, se arrepentía a la mitad y sacudía su cabecita portorra oxigenada: «It’s nothing, profe, no es nada». Kelly no tenía acné, sólo varias generaciones de alienación barata amontonadas en el cerebro, como una pila apretada de pancakes.
Pablo suspiró:
—Kelly Jane.
Y ella soltó una risita aguda. Que no se llamaba así, le diría después, entre más risas. Pero a él no le importaría. De ahí en más le diría Kelly Jane. Porque así era más vulgar. Como ella —ojitos achinados, pómulos henchidos, bemba grande y colorada—, que era un monumento a la vulgaridad. Se sintió fascinado al descubrirla ahí, en la estación, lo que sólo podría explicarse tras la acumulación de fallidos condensados en esa tarde. El rato que siguió en compañía de Kelly Jane se sintió cómodo. No podía decir que ella le trasmitiera frescura y optimismo, en absoluto: era simple y llana comodidad. Como decir un asiento mullido. Como si sus ojos cansados, recién embebidos de estética trash, encontraran en la cara de esa chica una topografía en la que naturalmente consiguieran acoplarse.
—¿No comes? —Lety tiene ahora un camisón floreado.
Pablo se había dormido sobre la mesa del comedor, repleta de fuentes: ensalada de tomates rojísimos, anchoas brillantes, aceitunas negras, hojas verdes rotas, papas chorreadas, choricitos, chicharrón y yuca.
—Si como eso me estalla la arteria, tía.
El sol rebota en otro lugar del jardín y lo enceguece.
—Pero todo es de granja, ¿eh?
¿Qué hora sería? Pablo se sirve un poco de ensalada y escucha el timbre de la puerta. Lety rechista, se levanta de la mesa y va a abrir. Elisa. Es la voz de Elisa, pero no se entiende lo que dice. De Lety sólo oye un constante «ujum». La puerta se cierra. Ruega que Lety no haya dejado pasar a Elisa. No lo hizo, se aparece de vuelta en la cocina con una bandeja en la mano, tapada con papel de aluminio.
—Tu vecina dice que hizo bolas de fraile —Lety frunce la nariz como si algo oliera mal—. ¿Qué quiere decir eso?
—Déjalas por ahí.
Lety apoya la bandeja en el mesón, levanta un poco el papel y mira:
—Ah —suelta con displicencia—, son donuts.