—Ahí viene —Rosa le aprieta la mano y Lucía traga saliva.
La estrategia es distraer con niños. Nadie sospecha de los niños, los stalkers lo saben y los terroristas también.
David Rodríguez lleva puestas unas bermudas Adidas color dorado y una camiseta Adidas estampada de flores rojas, moradas, verdes. Las saluda con un movimiento de cabeza. Rosa le hace doler la mano: la está apretando muy fuerte.
—Hola —dice Lucía.
Lo han estado esperando en el pasillo, afuera de su apartamento, frente al ascensor. Piso diecisiete. El tipo de la recepción les pasó el dato, se sentía en deuda por lo de las algas. Tampoco le veía nada de malo, dijo, mientras escribía en un memo: 1717.
David Rodríguez ha pedido el ascensor, que está en el piso nueve, y espera mirando la pantalla del celular. Lucía lo espía con el rabillo del ojo: el tablero de la Bolsa de valores de Nueva York. Llega el ascensor, suben los tres.
—Disculpa —Lucía se aclara la garganta. David Rodríguez ni se inmuta. Rosa cruza y descruza las piernas—. ¿Te tomarías una foto con nosotras?
Lucía se incluye, no estaba en los planes incluirse en la foto. Él la mira como si no comprendiera el idioma. Probablemente no comprende el idioma. Tercera generación de dominicanos en Estados Unidos: ni gota de español. Le repite lo mismo, pero en inglés. Esta vez se excluye, dice «the girl». Es su hija, la llama «the girl». ¿Por qué hace eso? Que sí, contesta él, se sonríe, mira sus muletas y dice que mejor en el lobby, sentados.
—¡Cheese! —David Rodríguez posa profesionalmente. Su brazo rodea los hombros de Rosa, que fuerza una sonrisa nerviosa. Lucía toma tres, cuatro, diez fotos.
—Gracias —le dice y alza el pulgar.
Él se levanta del sofá, se acomoda las muletas, hace una pequeña reverencia en dirección a Rosa: la piel sonrojada, los ojos brillantes.
En el apartamento está Cindy.
—Benjamín es un virus que se instala en el procesador del computador del líder de un cartel narco… —Tomás, sentado en la mesa del comedor, simula leer su libro en voz alta.
Cindy se ríe, está detrás de la barra que separa la sala comedor de la cocina. Rosa tira en el piso la bolsa del supermercado y corre a saludarla, le salta encima.
—¡Jesucristo! —grita Cindy y la atrapa.
—Hola, mi amor —Lucía se inclina sobre Tomás, le besa la cabeza. Pone las bolsas sobre la mesa y tropieza con una hilera de muñecos de Playmobil que aterrizan en el piso. Ya nadie juega con ellos, no se explica qué hacen ahí, colocados en el borde de la mesa, de cara al vacío. Se sienta.
Tomás no para de hablar, está desbocado:
—… los ha vencido, los domina, controla las operaciones en su totalidad: es inexperto pero intiutivo.
Intiutivo.
—Hola, Lucy —dice Cindy. Rosa está trepada en su cadera, de patas abiertas, como un mono. Los brazos le rodean el cuello.
—Hola —dice Lucía.
Quiere preguntarle por qué vino. No se supone que funcione de ese modo: las personas decentes no entran y salen de las casas de otros cada vez que les place. Las sirvientas menos: esperan a ser llamadas, requeridas, contratadas.
Sus papás son de esa clase de personas que descubrieron el progresismo —en un sentido meramente estético— tarde en la vida; y como de todas formas se muestran reticentes a prescindir del servicio doméstico, generan ambientes familiares promiscuos donde la sirvienta pasa a ser un pariente, una tía hacendosa, alguien que se sienta en la mesa a almorzar con los patrones, pero después va y lava los platos. Y sirve el café. Y vuelve y lava las tazas. Su abuela bogotana no admitía eso, le parecía terrible la confusión de roles. Por razones distintas —aunque quizá no tanto—, Lucía piensa lo mismo. Tener que fingir todo el tiempo que Cindy no es lo que es la estresa y la agota. Así que la trata como siempre trató al servicio: con respeto y distancia.
Suena el teléfono. Es su mamá. Ya había llamado en la mañana, pero debían salir a acosar al jugador de fútbol. Su mamá pregunta cómo están, qué tal el clima, si ya vieron a Cindy.
—Todo okey —contesta Lucía a las tres preguntas.
—¿Qué necesitas, nena? —dispara—. ¿Quieres que vaya?
—No, por favor.
—Las madres están para reconfortar a sus hijos.
¿Quién piensa eso realmente? Lucía mira a sus propios hijos, engolosinados con una mujer extraña y gritona, capaz de reconfortarlos cien veces mejor que ella.
—¿Cómo están por allá? —desvía el tema.
Su mamá dice que todo tranquilo, todo igual. Y eso, a todas luces, es un oxímoron. Viven en México. Y México es la familia paterna, o sea: un cuadro de tíos burgueses pero nacos, de abuelos apocados pero autoritarios, de primos y primas reventados.
—Qué bien —dice Lucía.
Cuando le dijo a su mamá que se iría al apartamento con los niños, cometió la torpeza de contarle lo de Pablo. «Tiene una amante». Se corrigió enseguida: «Varias... En verdad, no sé con cuántas mujeres se acuesta». Se lo había dicho él mismo en la clínica, después de que ella lo encaró.
Después de que ella lo golpeó.
En la casa se desdijo: que no fueron tantas, y ninguna más de una vez. «¿Y eso es bueno?». «Una sola… dos, tres veces». «¿Quién?». «No importa». «¿La alumna?». «No le toqué un pelo». «¿Quién?». «No se trata de eso». «¿De qué se trata?».
Cindy desmolda una torta. Encima le pone tajadas de mango maduro y encima leche condensada y encima coco rallado.
—Mmm —dicen los niños.
—No pueden comer eso —dice Lucía, tapando con la mano la bocina del teléfono. Su mamá sigue ahí, atacándola con largos silencios—. ¿Cindy? —insiste Lucía, y Cindy guarda la torta en la nevera. Los niños se quejan y ella dice:
—Later.
Su mamá empieza a irritarse y a irritarla:
—Necesito respuestas —dispara, como si hablara con alguien que la estafó.
—Te llamo después —Lucía cuelga.
—¡Pum! —algo explota en la historia de Tomás, que ahora está trepado en la barra de la cocina, con todo y libro. Cindy lo escucha, codos apoyados en la madera, el mentón descansa en los cuencos de sus manos. Rosa abre la nevera y saca la torta.
Lucía se siente rodeada de extraños.
Se va al balcón. La vista abierta es un golpe frontal.
De adentro hacia afuera: el deck, las piedras, el monte, la arena y el agua. Franjas azules y verdes que se alternan y se funden hasta el horizonte. Respira la humedad tibia y salada, cierra los ojos y los vuelve a abrir. Todo sigue igual.
Hacia el final de la tarde se roba una manta. Es blanca, de algodón, huele al perfume de la lavandería del hotel: cítrico. Estaba hecha un bulto sobre una de las camas de la piscina, la abrazó y bajó a la playa. Se metió en el mar y se sumergió hasta que el cuerpo le pidió aire. Ahora está echada sobre la manta, secándose al sol, que está casi ido. Por suerte. Ya no tiene una de esas pieles lisas sobre las que la luz brillante rebota. Aunque casi le sienta peor la luz rosada del ocaso: bajo ese filtro, el cuerpo se transforma en un bofe. Cualquiera que haya visto poesía en un atardecer, piensa, era joven.
Hace un tiempo que se esfuerza por mantener algún control sobre su estado físico, pero es tarde. Debió haber empezado mucho antes. Es flaca, su cuerpo mantiene cierta armonía en las proporciones, pero la piel la delata en su opacidad. Y los pozos escasos —pero visibles— de grasa vieja anclados en sectores desahuciados. Es el mejor resultado que puede ofrecer de sí misma: corre todas las mañanas, va al dermatólogo con frecuencia, se hace drenaje linfático una vez por quincena, come semillas y se toma unas cápsulas de colágeno con el jugo de naranja. No alcanza. Tiene buenas intenciones, pero ningún rigor. Los viernes se boicotea: hace guisos, estofados, cosas gratinadas. Expone bandejas de comida calórica y grasienta de las que todos se sirven dos, tres platos y se relamen. Es el día que se siente más querida. Es el día que se siente su madre y su abuela. Es el día que se emborracha.
Lo mejor que hace por su familia es sembrarles en el estómago capas de colesterol. Cuando sirve el desayuno en la mañana —el bufé casero y humeante de huevos con tocino, pan blanco, leche, cereales que contienen ese veneno llamado jarabe de maíz—, siente vértigo. Elige un bol colorido, le agrega algunas frutas cortadas y lo ubica en un lugar céntrico de la mesa para que todos lo vean. Las porciones atraen, lo leyó en alguna parte. No es lo mismo un gajo apetitoso de mandarinas que la fruta escondida debajo de su cáscara. Alguien, en algún momento, le va a meter mano: eso se dice. Y apenas deja el bol sobre la mesa, justo en el sector que se traga la mejor luz de la mañana, se pregunta: ¿a quién estoy embaucando?
Dibuja sobre el fondo del cielo los pequeños corazones de sus hijos: sus arterias inmaduras en permanente amenaza por su fijación lípida.
Piensa que es su culpa. En un punto, sí, su culpa. El corazón de Pablo y todo lo demás.
Siempre se asumió como una persona irresponsable y egoísta. Y profundamente temerosa. En su cabeza siempre estuvo latente la idea del fracaso. Y de la muerte. Varias veces al día piensa que podría estar frente a la última imagen de su vida: en el espejo retrovisor del auto, en la pantalla del celular, en la cara inocua de algún cajero del supermercado. Y se mueve con ese peso insufrible sobre ella. Ahora algo va a explotar. Ese camión no va a parar en el semáforo. Ese hombre lleva un arma. Ese perro sin bozal huele mi miedo. Y así es como muere un poco todos los días. «Le llaman pensamiento negativo cíclico…» —se lo escuchó a un psicólogo en la radio—, «… ese constante fijarse en uno mismo». Y Lucía pensó: ¿acaso no es ese mi trabajo?
Hace un esfuerzo tan grande por no mostrarle a su familia lo que verdaderamente piensa, que se cansa. Físicamente, se cansa. Es el mismo cansancio que viene tras haber tensado por mucho tiempo los músculos de la cara. Queda eso y el crujir de las mandíbulas. Algunas noches mira a los niños mientras duermen y se pregunta si sabrán que todo podría acabarse de pronto, sin aviso, sin tiempo para prepararse o para preguntarse por qué. Negar la tranquiliza y la absuelve: no saben nada.
Alguien se ríe.
Levanta el torso; a su derecha, varios metros más allá, una chica reparte volantes. No pasa mucha gente por ahí a esa hora. La chica la mira y camina en su dirección, ella vuelve a recostarse, pero la chica está a pocos pasos.
—Hola —se inclina para hablarle. El pelo le cae por delante de un hombro y roza la frente de Lucía. La chica se lo enrolla y lo sostiene—: ¿cómo estás? —le dice.
¿Peruana? Los acentos latinoamericanos se le mezclan en una melaza. Lucía dice que bien, tratando de descansar.
—Qué bueno —contesta ella, y que la invita a su show: canta los sábados en un club de South Beach. Música pop, melódica, tropical, un poco de todo. El show lo hace con una amiga. Ese volante le da derecho a un trago.
—¿Qué trago?
La chica pasea la mirada por su cuerpo, en un paneo que la recorre desde las uñas de los pies —despintadas de rojo—, siguiendo por las piernas y los muslos —poblados de pequeñas venas rotas—, y el vientre y el cuello —pecas nuevas, todos los días—. Se detiene en los ojos. Ve su propio reflejo en el iris oscuro de la chica.
—El que quieras —contesta y se sonríe.
Lucía quiere cubrirse, pero no trajo toalla.