«En mi casa fluctúo entre la hiperracionalidad cínica de los tristes y la idiotez aplastante de los felices. El disparador de ambas condiciones, estoy convencida, tiene que ver con los sonidos: los sonidos domésticos me activan un sensor que rara vez consigo apagar. Algunos me fascinan, como la alarma del horno que indica que el pollo está dorado, listo para servir. Entonces guardo el archivo, cierro la laptop y mi obediencia y yo nos mudamos a hacer los deberes a la cocina. Otros me abruman. Ese timbre que avisa que el refrigerador quedó abierto me obliga a dejar esta frase a medias para ir, primero, a cerrarlo y, segundo, a buscar a mi pequeño hijo varón —cuya rutina diaria incluye el acto mezquino de dejar el refrigerador mal cerrado— para gritarle. Hay sonidos como ese que sólo algunas personas somos capaces de escuchar. Son los sonidos de la ansiedad. Mi hijo padece una sordera selectiva, igual que su hermana, igual que su padre. No escuchan, por ejemplo, que el refrigerador quedó abierto, y por lo tanto no se les ocurre levantar sus traseros abullonados para ir a cerrarlo. Cuando se trata del pollo, en cambio, un resorte mágico los expulsa de sus asientos y los hace aterrizar en el comedor. Soy particularmente sensible a los sonidos de la ansiedad, que conforman un conjunto infinito y plantean distintos grados de violencia. Believe me: prefiero cuatro millones de refrigeradores mal cerrados que la voz de mi marido o, peor, que el silencio de mi marido. Nada más ruidoso y violento que su silencio. A veces me pregunto si lo hace a propósito —callar a un volumen ensordecedor—, esperando a verme reventar y escupir los tímpanos ensangrentados, o si, sencillamente, carece de los recursos neurológicos para…».
Así empezaban a ser los artículos de Lucía.
Pablo ya ni siquiera pedía explicaciones. Ese, en particular, había salido en un mes de agosto, justo cuando su hermana Sarakey fue a visitarlos. Había conseguido la visa gracias a su trabajo como profesora en un colegio británico que le gestionó buena parte de los papeles que necesitaba para tramitarla.
Leyeron la revista juntos en el jardín de la casa, mientras los niños chapoteaban en la piscina inflable con forma de cisne que acababan de comprar en Ikea. El artículo, ninguno de los dos entendió por qué, se titulaba «Protoplasma». Pablo estaba avergonzado. Sarakey lo leyó entero, en voz alta y, a medida que avanzaba, las pausas para tragar saliva se hacían más largas. Al final cerró la revista, como quien se rinde ante un problema matemático de imposible resolución, y suspiró. En la portada estaba Diego Luna disfrazado de Bogart.
—Es una malparida —dijo.
Pablo trató de justificarla:
—Es una columna, no es la realidad.
Sarakey hizo un paneo por el patio y les lanzó un beso a los niños que saltaban en el agua y gritaban: «¡Tía!», luego de lo cual hacían una pirueta de baile.
—Una malparida y una solapada —insistió Sarakey, sin dejar de sonreírles a los niños.
Pablo suspiró.
—¿Believe me? —dijo Sarakey—. ¿Tímpanos esangrentados? Fokin perra rebuscada.
—Ya está, déjalo así —dijo Pablo.
—¿Quién se cree que es? Escribe horroroso: ¿traseros abullonados?
Pablo sacó de la neverita dos latas de cerveza y le pasó una a Sarakey. Abrió la suya y tomó un sorbo. Estaba helada. Era la tercera y aún no habían almorzado.
—¡Uf! —dijo Sarakey—. ¿No te parece que tu mujer, además de una malparida, es una rebuscada de mierda?
Pablo alzó los hombros:
—Carezco de los recursos neurológicos para saberlo.
Cuando terminó la carrera, Sarakey se fue a hacer una suplencia a un colegio privado. Ella no quería ser profesora, quería investigar, ser útil, decía, y Pablo le contestaba que más útil iba a ser enseñándole Filosofía a un adolescente, aunque eso también costaba creérselo. En realidad, si su objetivo en la vida era servir para algo, Sarakey debía haber estudiado otra cosa, eso estaba claro, su propia madre se lo vivía diciendo. «¿Por qué no le dices lo mismo a Pablo?», le preguntaba ella, harta de que su mamá criticara los mamotretos que tenía que leerse —cuyas fotocopias le costaban casi lo mismo que las botitas de sus sueños: unas Reebok Freestyle Ultrabright originales—. Su madre torcía los ojos y se limitaba a decir que Pablo era otra cosa. Pablo era el menor —aunque Sarakey le llevaba apenas un año— y era el único varón. Además estudiaba Historia, no Filosofía, recalcaba: como si eso significara algo. Su hermana se enfurecía y, aunque Pablo no tenía nada que ver en la discusión, se enojaba también con él. Así que cuando Sarakey terminó la carrera y salió lo de la suplencia, su mamá respiró más aliviada, pero para ella fue la constatación de su fracaso. Para ese momento Pablo ya había empezado a aplicar a becas en Estados Unidos para especializarse y la convidó a que hiciera lo mismo.
«Vuela, cuervo», le dijo su hermana, y señaló la puerta de su cuarto con el mentón. Estaba escuchando un disco de Gal Costa a un volumen ensordecedor. Un par de lagrimones le mojaban los cachetes.
A veces Pablo recordaba esa escena y se lamentaba por no haberle insistido. Las pocas veces que había vuelto a su ciudad de vacaciones, siempre la encontró disconforme y resentida. De cara nunca cambiaba mucho; a los cuarenta y tres, cuando fue a visitar a Pablo a New Haven, aparentaba unos diez menos. «¿Que cómo está Sara Katherine?» —le decía su madre por teléfono—: «con el colágeno intacto». Pero se quejaba como una anciana achacosa. Siguió dando clases. Y tardó años en que la dejaran fija en el colegio donde trabajaba ahora. Pablo la imaginaba almorzando mal en la cafetería, fumando a escondidas en un patio húmedo y despreciando secretamente a sus colegas. Ni hablar de sus alumnos. Usaba un uniforme de bermuda verde y camiseta blanca, y una cola de caballo tirante: la había visto en una foto en internet. Un día antes del viaje, Sarakey llamó a Pablo por Skype. Hacía mucho que no hablaban o se escribían o tenían algún tipo de vínculo. ¿Por qué? Pablo no encontraba una justificación convincente. Pereza, suponía: mantener los afectos es cuestión de disciplina.
Su hermana le hizo un recorrido con la laptop por el apartamento en el que vivía: cutre y chiquitísimo, pero con vista al mar. No quedaba en la primera línea frente al mar, pero algo se veía. Antes del mar había unos cables de electricidad, el costado de un edificio en obra y una valla de publicidad de Belmont colocada en una curva de la avenida Santander. Le retaceaba un poco la vista, explicaba Sarakey, pero a ella no le parecía tan grave. A Pablo le vino una nostalgia falsa, el recuerdo engolosinado de algo que nunca vivió. Se vio en ese balconcito diminuto con su hermana, mirando el fondo del paisaje, escuchando esa salsa vieja que a ella le gustaba.
—¿Cuántos años tienen mis sobrinos? —le preguntó ella, instalada en un sillón estampado de arabescos terracota. Tenía una lata de cerveza Águila en la mano.
—Tres —contestó él.
—Ah, es el momento perfecto —y se empinó la cerveza.
—¿Perfecto para qué?
—Para que conozcan a su tía.
Después le mostró el tiquete.
—Los dos tienen el mismo problema —dijo Lucía, y que era extraño que nunca antes lo hubiesen conversado, siendo que ambos se dedicaban a la docencia. Dijo «docencia», pero en la cara se le vio que evocaba algo asqueroso. Pus.
Después hizo una serie de observaciones que, de tan obvias, rayaban en el ataque:
—Sarakey es tu hermana, ¿no?
Pablo no sabía si esperaba una respuesta.
—¿… por qué no le cuentas, entonces, lo frustrado que te sientes en tu trabajo?
Pablo respiraba hondo y se servía más ron. Esa noche todavía creía en el blindaje del silencio. Y todavía creía que su mujer era jodida y un poco mandona, pero al fin y al cabo era su mujer: la madre de sus hijos. Y lo quería. Y él a ella. «Quererse y cuidarse —le había dicho una de esas tardes a su hermana— no siempre van de la mano».
Era el final de una cena larga, de un día largo, de una semana que se le había hecho una eternidad. No por la visita de su hermana, que cada vez le caía mejor, sino por la fricción que había entre ella y Lucía. Ahora estaban en el jardín, sentados alrededor de esa mesa gastada. La bandeja con restos de arroz de titoté —el aporte de Sarakey al menú— se veía huérfana sobre el mantel escocés, porque Lucía había decidido levantar todas las fuentes, salvo esa. «Pensé que era un postre», dijo, cuando ya se había sentado de vuelta con su copa de vino. Sarakey se abstuvo de contestar.
Tendría que haberlo sospechado, pensó Pablo. Habría sido inexplicable que resultaran amigas. Todo eso que Lucía contenía rigurosamente en un envase sellado, a Sarakey se le desbordaba en cataratas. Bastaba comparar detalles. El modo de moverse, el modo de vestirse, el pelo. El de Lucía era liso —la raya perfecta a un costado—, guardado siempre detrás de las orejas. Ni una cana, porque se teñía. El pelo de Sarakey era liso, pero caótico. Iba para cualquier lado y ella no se lo impedía. Se había rendido: Pablo la recordaba enfrascada en una pelea eterna contra el frizz. No tenía ni una cana, era genético.
—Entonces, ¿tenés que dar exactamente la misma clase en castellano y en inglés?
Pablo había invitado a Gonzalo, que también era profesor de Filosofía, pero en una secundaria privada y elitista donde cobraba tres veces más que él. Le pareció que podría entenderse bien con su hermana, que ahora asentía a su pregunta y atajaba un bostezo con las dos manos, cubriendo boca y nariz como para que no se escapara nada.
—Qué ridículo —dijo Lucía.
—Más que ridículo es antiguo —dijo Sarakey.
—Los latinoamericanos y su obsesión bilingüe —dijo Lucía. Y después—: los latinoamericanos y su complejo identitario.
—Ese no es el problema —siguió Sarakey, y Pablo vio venir una ola de tensión—. El problema es que terminan adoptando esas formas híbridas tan dañinas, que hacen coexistir dos lenguas en una unidad sintáctica y semántica concreta y acabada.
—What the fuck? —murmuró Lucía y se rio despacito.
Sarakey seguía hablando como cuando estaba en la facultad. ¿Y quién podía culparla? En el Caribe, si querías distinguirte, tenías que aprender a hablar. Y eso significaba criar una retórica rimbombante y acartonada. Sarakey era la encarnación perfecta de la muchacha de clase media baja educada con esfuerzo, afín a todo aquello que sonara culto y contestatario. Por ejemplo, el cine club europeo al que asistía cada martes. Por ejemplo, el grupo de estudio de las negritudes. Por ejemplo, la célula feminista donde todo lo que se discutía era cómo acostarse con más tipos sin quedar preñada.
—… es algo que los latinoamericanos arribistas hacen todo el tiempo: meter palabras o expresiones en inglés en sus conversaciones o, peor, en sus textos. Libros enteros plagados de ese recurso manido, como si fuera una gran originalidad, como si sonara fino y elegante, como si no fuera tremenda corronchada de latino wannabe, como si ya no fuera suficiente tragedia tener que coexistir en el tiempo con los Calle 13.
—Interesante —dijo Gonzalo, mientras hacía montoncitos con la miga del pan en la mesa y miraba a Sarakey con algo que, si lo apuraban, Pablo habría descrito como lascivia pura y dura.
Elisa llevaba dos meses en Argentina porque su papá estaba enfermo. Se había llevado a Dany. Gonzalo estaba solo y, según le había dicho, se sentía huérfano. Pablo le preguntó a Lucía si le parecía buena idea invitarlo a cenar con Sarakey y ella le dijo: «A que terminan encamados». El rechistó: «Cerda, se trata de mi hermana». A lo que ella respondió con un puñetazo —torpe, pero doloroso— en el hombro: «Cerda tu madre».
—… por eso creo que, en realidad, no hay demasiada diferencia —ahora Gonzalo le hablaba a Sarakey, cada vez más cerca de la oreja, sobre el nivel de sus alumnos: «Menos que paupérrimo».
Lucía había perdido interés en todo, salvo en su celular: tecleaba algo y se sonreía. Debía estar burlándose de Sarakey con alguna de sus amigas.
Pablo se pasó al mezcal.
Venía tomando ron, juiciosamente, toda la semana. Sarakey lo secundaba, porque tomaba a la par de cualquier macho. «En alguna fase confusa de la emancipación femenina», dijo Lucía en una de las cenas de esos días, «quedó instalado que tomar a la par de los hombres era una conducta revolucionaria». A lo que su hermana respondió empinando su vasito: «Salud».
—A mí no me gana nadie —dijo Pablo, y Gonzalo se apartó súbitamente del lóbulo derecho de Sarakey—, tengo los alumnos más apáticos del universo. Mantengo la esperanza de que alguna vez, en algún curso, habrá un alumno, no digo inteligente, pero sí un poquito más receptivo que la media, y podrá captar algo de lo que intento trasmitirle —Pablo se tomó el resto de mezcal que quedaba en su copita: la bandera colombiana estampada en el vidrio—. Después no sé qué hará con eso.
—Yo tengo una alumna que hace preguntas —dijo Sarakey—, en general un poco idiotas, pero al menos anota mis respuestas. Pobre.
Gonzalo se rio. Sarakey siguió:
—Me voy a pasar la vida haciendo el mismo trabajo ingrato. Dentro de todas las posibilidades que vislumbro, al final no hay una sola que merezca la frase: «Valió la pena» —Sarakey hizo una pausa para empinarse un ron. Lo siguiente que dijo le salió con una voz raspada, como de cabaretera—: y aun así, en pocos años, esos chicos idiotas habrán llegado más lejos que yo.
La carcajada de Gonzalo escaló dos tonos. Había que pasar algo más que una tarde con Sarakey para captar su humor: ese no era un chiste, era autocompasión de la más genuina.
El llanto de Tomás, que escucharon a través del baby call, interrumpió la conversación. Lucía miró a Pablo como si él hubiese hecho algo para despertar a la criatura, y Pablo no tuvo más remedio que levantarse de la mesa, atravesar el jardín y entrar a la casa para ir a calmarlo. Era raro que llorara; en general, lo que escuchaban por el baby call eran enumeraciones de las palabras y expresiones que Tomás iba aprendiendo y que recitaba en sueños: pterodáctilo, guayaba, shitty place. Pablo subió las escaleras lo más rápido que pudo y, cuando llegó a la habitación, Tomás dormía como un ángel. El niño había conseguido, sin ayuda de nadie, dar con el chupo, encajárselo en la boca, abrazar a Shrek y volver a conciliar el sueño en cosa de segundos.
Pablo aprovechó para chequear a Rosa, que estaba perfecta. Se preguntó por qué las camas de sus hijos seguían teniendo baranda. Reparó en el tamaño de Tomás y pensó que el chupo estaba fuera de lugar. Rosa no usaba chupo, pero se orinaba en la cama todas las noches; su colchón estaba forrado en un plástico grueso.
Sus hijos —había dicho el médico cuando les presentó los recipientes con sus mezclas— eran casi perfectos. Habían aislado enfermedades posibles, habían mejorado la materia prima defectuosa.
Nunca entendió si eso era una broma.
Uno de los primeros días, mientras los miraba en sus cunitas, a Pablo le pareció notar que la parte negra de sus ojos ocupaba demasiado lugar. Cuando se lo dijo a Lucía, ella le devolvió una mueca agresiva: «¿Qué quieres decir?». «Nada», contestó Pablo, «sólo eso: que casi no hay blanco en sus ojos». «No entiendo», insistió ella, pero tampoco quiso esperar una explicación. Mejor. Él no tenía una explicación.
Rosa abrió la boca en un bostezo diminuto y emitió un sonido parecido a un ronroneo.
Hacía un poco de calor. Pablo se arrimó a la ventana que miraba al jardín y la abrió para que se ventilara el cuarto. Se asomó: Lucía ya no estaba en la mesa. Gonzalo y Sarakey se estaban besando. Él ascendía con su mano por el muslo derecho de ella, adentrándose en su falda.
—¿Los espías?
Pablo se dio vuelta y vio a Lucía en la puerta de la habitación. Después la vio levantar unos peluches del piso y ponerlos en el estante con el resto de muñecos.
—Hay cosas tanto más subversivas que acostarse con todo el mundo —dijo, victoriosa—: pero tu hermanita todavía no lo sabe.