Cindy se apropió de los niños. Se los llevó a una feria de comida, al costado de una playa cercana. Rosa se moría por comer muelas de cangrejo con limón. «Fíjate que estén bien cocinadas», le insistió Lucía a Cindy, varias veces. Cindy hizo un movimiento de cabeza del cual fue difícil inferir una afirmación.
Ahora son las once. Lucía desayuna sola en el restaurante del hotel, el mesero le sirve una infusión de hierbas antioxidantes que compró en el supermercado orgánico de enfrente, lleno de peruanos y chilenos porque había un partido de fútbol —la final de algún campeonato regional— y lo pasaban en la televisión del Deli Bar. Todos —viejos, niños, perros— iban vestidos con la camiseta de su equipo y con un aire festivo y decadente que contaminaba el ambiente. Cambiar de aire, eso se había dicho al salir del apartamento: cruzar al supermercado, sentarse en el Deli Bar, donde normalmente se podía estar tranquilo y comer bien, mientras se escuchaba una secuencia de canciones de Nina Simone, Peggy Lee, Roberta Flack, y así. Iba a pedir un ristretto y la torta de blueberry. Pero el aire de ese lugar estaba intoxicado. Más que cambiarlo, pensó, habría que dializarlo. Así que compró el té y volvió al hotel.
Come frutas.
Afuera, detrás del vidrio, el sol raja la tierra. No sabe qué hacer. Llamaría a su amiga Victoria, que está instalada en Fort Lauderdale hace años. Se aburre ante la perspectiva de verse con Victoria: sus hijos —tres escuincles hiperactivos—, su marido —galerista especulador—, su perro salchicha enano —Chavelo—, su mansión de durlock y su constante catequesis sobre moda tropical —«La gama del gris nace y muere en tu clóset, Lucy»—.
—Hola.
Ha estado mirando el resplandor durante tanto tiempo que al principio, cuando traslada los ojos a quien le habla, no consigue una imagen definida.
—Hola —contesta.
David Rodríguez lleva puesto un enterizo negro de neopreno y un relámpago azul que le parte el pecho. Le pregunta si puede acompañarla a desayunar, que él todavía no desayunó, que además el lugar está full, no tiene dónde sentarse. Todo en inglés. Lucía mira alrededor, el restaurante está vacío. Se ríe, le señala una silla y él apoya las muletas a un costado de la mesa. Se sienta y jala otra silla: una para él y otra para la pierna enyesada, decorada con firmas y dibujitos y mensajes de pronta recuperación. ¿Qué edad tiene David Rodríguez?, se pregunta, mientras él se sirve en una taza un poco de la infusión antioxidante. Veinticinco sería un cálculo exagerado. Pero se mueve con la seguridad de un tipo que creció rápido. No podría decir si es una estrella de fútbol o un capricho de su hija, que conoce las formaciones de todos los equipos del mundo. Tiene una aplicación en su iPad que la mantiene al tanto de los campeonatos de todos lados, y gracias a eso conoce más banderas de países que letras del abecedario. David Rodríguez alza el brazo y llama a un mesero, le guiña el ojo y el mesero asiente sin acercarse a la mesa.
Son las cinco de la tarde. Lucía está echada en la cama de David Rodríguez —enorme, suave, blanca inmaculada— pronunciando su nombre del mismo modo en que lo hizo Rosa la primera vez: «Deivid», dice y se ríe. ¿De qué se ríe?, eso le pregunta él, en medio de más risas ebrias.
De su falta de límites. De su desquicie.
—De que podría ser tu madre —dice ella.
Ha decidido hablarle en español. Aunque —o porque— David Rodríguez entiende la mitad, con suerte. Y cada tanto suelta máximas inventadas —«… la sensación de libertad que produce la transgresión es directamente proporcional al vacío que te queda»—, ante las que él asiente con una sonrisa ladeada y los ojos perdidos en algún pensamiento pegado al techo.
No han hecho nada, no podrían. Primero, porque están borrachos; segundo, porque él está tullido y, aunque tener sexo no sería imposible, por el momento se vislumbra como un escenario extravagante. Al menos para ella. Hace unos minutos él amenazó con penetrarla con una de sus muletas, lo que a Lucía le pareció un chiste hilarante. «Me sentiría timada», contestó. «What?», dijo él.
—Nada —le dice ahora—, no lo entenderías en ningún idioma.
Sus muletas, le había explicado él antes —cuando aún estaban en la mesa del bar conversando a un volumen cada vez más vergonzoso—, eran de titanio: modernísimas y livianas. Alemanas. Las mejores estaban allá, igual que las prótesis. ¿Por qué? El chico debía saber tan pocas cosas que esa data residual le daba su único chance de presumir.
Lucía intenta levantarse de la cama, pero pierde estabilidad y cae al piso. Ahí se queda: una mejilla contra la alfombra beige con olor a nuevo, a pocos pasos de la pared de vidrio que los separa del vacío. Una avioneta pasa —por tercera o cuarta vez— con un cartel flamante de cerveza Corona. Se pone de pie y se acerca al vidrio. Mira hacia abajo y siente vértigo: las sombrillas del hotel, diminutos lunares anaranjados, parecen bailar sobre la arena. Los cuerpos al sol: caídos en batalla.
No almorzaron. Pasaron del té a los martinis, y de ahí al penthouse de Deivid en el piso 17.
Vuelve a reírse. Él está detrás suyo, su brazo la rodea por la cintura. Apoya la pelvis contra sus nalgas y la nariz contra su oreja: respira como un toro, transpira como un negro. La aprieta fuerte y la hace toser. «Suéltame», dice ella, y recuerda que es un futbolista con poquísimas neuronas funcionales, y piensa que tendría que haberle explicado a Rosa un par de cosas: admirar a un futbolista es despreciar la inteligencia. «Let me go», intenta de vuelta. David Rodríguez la agarra del pelo, le despeja la nuca y la besa; presiona su cuerpo pesado contra la espalda de Lucía y a ella le cuesta respirar. Baja la cabeza. Teme que el vidrio se rompa. Empuja hacia atrás y el tipo lo toma como una provocación: jadea, hace todos los guiños obvios de macho bruto, de porno de tercera. Algo la asusta: el ímpetu repentino. La conciencia de que ese muchachito mide dos metros y tiene la fuerza de King Kong. Podría, si quisiera, torcerle el cuello. Matarla a golpes. Todos los hombres —se dice, se recuerda y se repite como un mantra— se hermanan en su capacidad infinita de producir violencia. Y vomita.
Los niños regresan con una algarabía que la golpea en las sienes.
—Sh —hace Cindy y ellos hablan más bajo, aunque no lo suficiente.
«… dolor de cabeza, malestar general: quizá me pesqué un virus», le había dicho a Cindy por teléfono, y que mantuviera a los niños distraídos un poco más así ella tenía un rato para recuperarse. Se dio una ducha: untó los guantes exfoliantes de jabón y se restregó la piel. Metió la ropa que tenía puesta en una bolsa de basura y se echó en la cama con una bata de su mamá.
Tropiezan cosas. Siempre que se juntan con Cindy adoptan sus modos rápidamente. Se ponen toscos, largan grititos emocionados ante cualquier trivialidad. Rosa, sobre todo; Tomás trata de contenerse cuando Lucía está presente y eso la angustia. Su hijo, dotado de una belleza y una inteligencia extraordinarias, se esfuerza por buscar la aprobación de su madre deforme.
Tomás es el ejemplo que la escuela usa para presumir de su calidad educativa. Pero mienten, lo saben ellos y lo saben todos. Tomás podría estar en cualquier escuela. De hecho, Tomás debería estar en una escuela especial que encaminara sus dotes hacia «una genialidad más flagrante y direccionada». Pero ellos no quisieron eso; bastó que se miraran dos segundos para estar de acuerdo. Estaban en la reunión de maestras donde les mostraron los resultados de unos estudios que le habían hecho a su hijo a escondidas de ellos. Lucía se enojó: «¿Es legal hacer eso?». Pablo se quedó como paralizado. No les dijeron, explicó la directora en tono conciliador, porque nadie debía estar prevenido para no afectar el desempeño de Tomás en las pruebas. Lo importante del asunto, en todo caso, era que Tomás podía, si ellos querían, ser un genio. «¿Qué sabe usted lo que es importante para nosotros?», le dijo Pablo.
Siente que entran a la habitación, pero no abre los ojos. Siente el peso de un cuerpo que se deja caer sobre la cama y se arrima hacia ella. Siente el contacto de una piel transpirada y fría.
—¿Estás despierta? —le pregunta Tomás, despacio.
—Un poco —contesta—. ¿La pasaron bien?
—Hum —el tic.
Al rato, cuando Lucía está a punto de quedarse dormida, él le pregunta si ella la pasó bien.
—Sí, súper.