—Algo va mal. Tenemos problemas para conectar con las Moscas —la voz de Tomás entra por la puerta y despierta a Lucía. Alguien ha corrido las cortinas y el cuarto está oscuro, pero por debajo de la puerta entra un resplandor que encandila. Huele a café.
En el baño se lava la cara y los dientes. Se peina, se pone el vestido de baño y encima un trajecito de algodón gris que le regaló Pablo hace años. Le queda chico.
—Buen día —lanza un saludo genérico que nadie contesta. Cindy y Rosa hablan sobre algo incomprensible que incluye la palabra «bacán». Después se meten en el cuarto a elegir qué ropa se pondrá la niña hoy. La mesa está puesta para desayunar. Hay un solo plato.
—¿Ya comieron todos?
—Mamá —Tomás frunce el ceño.
—¿Sí? —Lucía se sienta en la mesa y unta una tostada con mantequilla.
—Nuestra galaxia se come otras galaxias, ¿sabías?
—Ah, ¿sí? —Lucía se sirve café, moja la tostada en la taza y la superficie se cubre de grasa—. Qué bueno.
Tomás se queda mudo. Luego dice:
—¿Sí?
Lucía asiente. Se ha tragado dos tostadas y va para la tercera. Se sirve más café. Quiere huevos.
—¿Cindy? —llama. Desde el cuarto se escucha un cuchicheo que la perturba—: ¿Cindy? —insiste. La ve venir con pasitos rápidos y serviles.
—Dime, Lucy.
Lucía la examina de pies a cabeza.
—¡Cindy! —grita Rosa.
—Ahí voy, negrita —contesta Cindy, sonrisa complacida, sin apartar sus ojos de la cara de Lucía.
¿Qué cree que está haciendo?
—Hágame unos huevos —dice Lucía.
—Claro —la obedece con un entusiasmo incomprensible.
Cuando bajan al lobby hay unos tipos de uniforme cargando un tubo de varios metros de largo. Es una alfombra nueva. Beige. Va para el 1717. Todo eso se lo dice el chico de la recepción, que ahora simula ser su amigo.
—Ya —contesta Lucía, y se pone los lentes de sol.
Antes de bajar a la playa pasan por el bar de la piscina a pedir unos jugos de naranja. Han encendido una especie de cascada ruidosa bajo la cual reposan dos viejos en zunga. Primero había uno solo, con medio cuerpo inclinado hacia adelante, de manera que el chorro de agua lo golpeaba en la espalda. Luego llegó el otro, y el primero se incorporó y le dio la mano. El apretón duró unos segundos, después vino la palmada en el hombro. El día anterior, antes de que se apareciera David Rodríguez en el restaurante del hotel, los había escuchado hablar de ventas, insumos, comisiones. Le recordaron a su papá, que incluso en vacaciones procuraba trabajar. Era un trabajo absurdo, inconducente, como casi todos los trabajos. Su papá hablaba de la empresa de tubos con la trascendencia que un místico hablaría de su secta. Pero era un fervor falso; cuando consiguió deshacerse de la empresa se lo vio aliviado y contento. Desde entonces, él y su madre se convirtieron en personas todavía más ordinarias de lo que ya eran. Viajaban de un modo compulsivo. Se dedicaron a juntar adornos y anécdotas que, o bien chocaban por obvias y vulgares —como el esfuerzo de su madre por explicar la arquitectura de tal o cual lado—, o bien por desagradables; las historias de sus papás —sobre sus viajes, sobre sus amigos, sobre el mundo— solían bordear lo sexual y lo escatológico casi de un modo indefectible. Iban a playas nudistas, hablaban de pitos parados y culos caídos y gases encerrados en un teleférico de Banff, Canadá o de parejas fogosas en hoteles tailandeses. Eran viejos lascivos. Antes, con Pablo, se reían de eso y había cierta complicidad. Pero en un momento él empezó a decirle que al menos sus padres se demostraban cariño. Un cariño sucio e impúdico ante los ojos del resto, pero que parecía suficiente para ellos. Y con ese comentario aniquiló el humor que les permitía sobrellevar los encuentros familiares.
—Ey —Rosa la jala por la manga—, hace mil que están los jugos.
Lucía los agarra y bajan a la playa. Elige una sombrilla en la primera línea frente al mar. Hay poca gente, a esta hora se concentran más en la piscina. Tomás se quita la camiseta y se mete al mar. Rosa se sienta en la arena, de espaldas a Lucía, y refunfuña.
—Basta, se la han pasado todo el tiempo con Cindy, ¿es tan injusto que los quiera un rato para mí?
Rosa no le contesta. Lucía verifica que Tomás esté cerca y luego saca un libro del bolso. Rosa se da vuelta:
—No quiero que leas.
Lucía cierra el libro:
—Okey. ¿Qué quieres que haga?
—Que te mueras.
—¿Y antes? Porque para eso falta mucho.
—Que te enfermes.
Lucía se levanta de la silla, se saca el vestido y agarra a Rosa por debajo de los brazos. Está floja como un muñeco, no se resiste. La desviste y la arrastra al mar.
Su amiga Victoria consigue ubicarla. La llama al celular, aunque no recuerda habérselo dado. Sospecha que su mamá tuvo que ver; la imagina contándole a Victoria sobre su crisis matrimonial, sobre las amantes de Pablo, sobre el Holiday heart syndrome. Victoria no suelta prenda, pero el tono —cálido, medido— la delata. Acepta verla. Victoria propone pasar por ella esa misma noche para ir a cenar. «¿Necesitas babysitter?», le pregunta. Lucía se lo piensa. Es sábado, esa mañana despachó a Cindy de un modo brusco. Tomás y Rosa miran televisión echados en su cama, todavía sin bañarse. Le dice a Victoria que en caso de necesitar a alguien le avisa.
Cindy llega sobrevestida. Dice que canceló una salida a bailar con unos amigos en un club que abrieron en Coral Gables. Lucía dice: «Perdón, Cindy, no sabía…». Y ella la corta en seco: «No, no, no: todo por las amigas». La expresión de solidaridad sólo se explica, otra vez, por la intervención de su mamá. Además, es obvio que Cindy, como el resto del género humano, disfruta de la desgracia ajena porque la coloca mágicamente en un lugar de superioridad moral: estoy aquí para ayudarte.
Los niños duermen. Lucía se inclina sobre la cama de Tomás y aspira el olor a champú que sale de su pelo. Mira a Rosa, le da un beso en el pie —uñas despintadas de rosado— para no despertarla. Todavía no ha llegado Victoria cuando termina de maquillarse. Busca la tarjeta de la puerta en la mesita de entrada y encuentra, también, el volante de la chica de la playa. Lo dobla y lo mete en la cartera.
Baja al bar.
No ha tomado alcohol en todo el día. Su plan era no hacerlo tampoco esa noche, pero entonces llamó Victoria. Pide un martini y un plato de aceitunas. Cuando llega Victoria apura el trago, que está por la mitad y se embute tres aceitunas juntas. Va al baño y se enjuaga la boca, se pinta los labios y sale. En la entrada del hotel hay una fila de camionetas por estacionar. Victoria espera en el estacionamiento de afuera, porque el de adentro está lleno.
—Llegaron unas Hummer llenas de raperos con cadenas y unos negros vestidos de Dior —se queja, cuando Lucía se sube y se pone el cinturón. Victoria no arranca. Ahora la mira con la cara ladeada y ojos de lástima. Está maquillada y peinada por un profesional, se ve que esa tarde pasó por un salón de belleza.
—¿Qué pasa? —dice Lucía.
Victoria se le viene encima con un abrazo.
—Amiga —dice y respira hondo.
Ella no sabe qué decir, así que no dice nada. Se deja estar en ese abrazo, como cumpliendo una penitencia.
—¿Holiday heart? —es la tercera vez que Victoria le pregunta lo mismo, pero cada vez le sale más agudo—. Nunca escuché semejante cosa.
—Ya sé —Lucía alza los hombros.
Victoria se ríe y Lucía busca reacciones en las otras mesas, pero casi no queda nadie en el patio. Antes había parejas melosas estratégicamente situadas bajo las lucecitas que colgaban de los árboles. Es un bistró griego, pidieron varios platos de degustación y un montón de martinis. El pulpo la hizo pensar en Rosa. Tenía diez meses cuando lo probó y desde entonces era su plato preferido. Podía comer tazones enteros de pulpo, apenas hervido, con un poco de sal. Salía más caro alimentar a esa niña que vestirla y educarla.
—Qué chingada, amiga —Victoria choca su vaso contra el de ella. Al poco rato se acerca un mesero con la cuenta y dice que el lugar cerrará en breve. Lucía mira el reloj, es medianoche.
—Vamos, te invito a ver el show de una amiga en South Beach.
Tardan en encontrar el lugar porque las aceras están atestadas de turistas borrachos que impiden ver la nomenclatura. Victoria se la ha pasado quejándose. Al parecer odia Miami. Descubrió súbitamente —o en los últimos dos años, según cuenta— que el lugar está poblado de «nacos, putas y viejos enfermos con sus enfermeras que les soban el camote». Cuando llegan, se ubican en la barra del lugar, mirando al escenario donde un tipo descamisado canta un tema de Roberto Carlos convertido en reguetón. «Una cerveza y nos vamos», le dice Victoria, impaciente, demostrándole que está haciendo un sacrificio enorme por ella.
Cuando sale el tipo, un gordo tatuado pone en el escenario un sillón inflable color lila. Después entran dos chicas, supone que una de ellas es la de la playa, aunque no la reconoce porque tienen puestas unas cabezas de animales. Una es un conejo, la otra una ardilla. Debajo de las cabezas llevan unos vestidos blancos ajustados y muy cortos. Cuando se sientan en el sofá, los vestidos se les suben y se alcanzan a ver unos calzones amarillos, en el caso del conejo, y rojos, en el caso de la ardilla. Las cabezas se miran y se acercan hasta tocarse la nariz, y enseguida arranca la pista de una balada que a Lucía le suena lejanamente familiar. El conejo saluda, agradece la presencia del público. La ardilla empieza a cantar. Le parece que es un tema de Gloria Trevi pero lo han deformado tanto que también podría ser de Kurt Cobain. Cada tanto se rozan las manos y se acomodan en el sofá, lo que expone más su ropa interior. Para unos ojos viejos y viciados como los de Victoria, que no para de quejarse —y como los suyos, seguramente—, toda la escena es una burda insinuación porno soft. Pero esa noche Lucía cree ver algo más puro que excede todos los elementos que conforman el show, y que excede —sobre todo— las intenciones artísticas de ese par de chicas cuyo mayor acierto es ignorarlo todo. Ignoran que las cabezas de peluche son una idea pobre y gastada. Y que el tono que eligieron las hace cantar como si arrullaran a un niño sordo. Y que el vestuario es de cuarta. Pero hay algo bello —y real— en el modo en que se tocan con las yemas de los dedos, como si en verdad no intentaran provocar erecciones. Piensa que es todo lo contrario al movimiento pélvico del futbolista que ayer la golpeaba por detrás.
—¿Cuál es tu amiga? —pregunta Victoria. Ha vuelto del baño con un cambio de peinado y se aferra a su cerveza, que tiene un gajo de limón flotando en la superficie.
—No sé.
Victoria suspira y se sienta a su lado, apoya la cabeza en su hombro como si fueran un par de adolescentes al final de una noche larga.
Lucía piensa en Tomás y en Rosa hundiéndose en el mar.
«A ver quién aguanta más», se decían esa tarde. Un segundo después desaparecían bajo el agua y ella sentía una zozobra que no tardaba en convertirse en terror. Odiaba esos juegos y todos los que sacaran a sus hijos de su campo visual. Imaginaba sus pequeños cerebros detenidos por la hipoxia y gritaba «salgan ya, basta, por favor», intentando retener las lágrimas. Cuando salían siempre había un lapso muy corto en el que creía haberlos perdido, y celebraba la primera frase coherente que brotaba de sus bocas, como se celebra a un parapléjico que se levanta y se echa a correr.
La cabeza de Victoria le pesa en la clavícula. Se siente tonta. Piensa en Pablo como en un pariente lejano. Trata de recordar cómo era antes, cuando lo conoció. No consigue ubicar el momento exacto; se le viene a la cabeza una noche en un bar de ruta donde habían parado a comer. Pablo se había ofrecido a acompañarla a visitar a una prima que había alquilado una casa en Westport. Se sentaron en una mesa al lado de una señora y su hijo. El chico se examinaba las manos muy de cerca, como si las tuviera plagadas de hormigas diminutas. Enfrente tenía un plato con restos de comida y unos cubiertos sucios. La madre fue a buscar a alguien que les limpiara la mesa, antes tomó al chico por los hombros y le dijo: «Stay still». Y, cuando estuvo a varios metros, el chico agarró el cuchillo y se rebanó los dedos como si cortara cebolla. Lo hizo repetidamente, sin emitir sonido. Cuando la madre llegó a la mesa, dando gritos, ya otros habían intervenido. Entre esos Pablo, que trataba de calmar al chico hecho un ovillo en el piso, abrazado a sus piernas con las manos ensangrentadas.
—¿Vamos? —le dice a Victoria y se cuelga la cartera.
Victoria asiente y sonríe. Si fuera una mascota, piensa Lucía, movería la cola.