Lucía recibe un mail. Es de la editora de la revista donde acaba de salir su artículo. Lillian Bennet se llama la editora. En los últimos meses hablaron casi a diario. Es una revista con tendencia feminista que se lee mucho en el nicho de universidades. Alguien de la beca en Yale le había hablado a Lillian de la tesis de maestría de Lucía —The Role of Motherhood in the Social Construction of the Woman Model—, y ella la contactó para que escribiera algo relacionado con el tema. Después de varias conversaciones, Lucía le propuso trabajar el capítulo dedicado a la historia del afecto, y el resultado fue un artículo algo descarnado que le valió algunos enfrentamientos con Pablo. Ni siquiera llegaban a ser peleas, eran reproches solapados y burlones que él le lanzaba en momentos incómodos. Por la mañana, apurados, masticando croissants; o por la noche, mientras ella orinaba y él se pasaba el hilo dental: «¿Ya pensaste qué le dirás a Tomi el día que descubra qu”e tu amor por él no es innato, sino —dibujaba comillas en el aire—: “el producto de cambios sociales que impactaron en tu mentalidad”?».
Lillian le dice que el artículo ha recibido muy buenos comentarios.
«¿Ya le contaste a Lillian Bennet que me excluiste del embarazo como a un gato con toxoplasmosis?».
Además, Lillian le habla de una carta elogiosa de una profesora de la Universidad de Boston, cuyo nombre Lucía conoce perfectamente. Leyó sus libros. La admira y la desprecia por las mismas razones.
«¿Lillian Bennet sabe que estás casada con un macho débil que no tuvo los huevos de preñarte a la fuerza?».
—Cindy, ¿podrías bajar eso, por favor?
Lucía está sentada en la mesa del balcón: el mar y el cielo son un bálsamo azul verdoso. Incluso la temperatura está bastante controlada, pero no consigue concentrarse porque Cindy y Rosa llevan toda la mañana practicando la coreografía alborotada de una latin hot bitch. «¿Qué quiere decir eso?», preguntó Lucía cuando las escuchó soltar la categoría al aire, con el rigor de quien pronuncia un nombre científico. Cindy amplió: «Son esas latinas poperosas a las que les gusta el perreo». Incluso Tomás tiene una participación menor en el baile: debe entrar en un momento específico y alzar a Rosa, dar una vuelta entera y volver a depositarla en el piso. Acto seguido le pega una nalgada y sale de escena. Cindy está empeñada en someter a sus hijos a un frenesí de vulgaridad constante y ruidoso.
La sala del apartamento es un caos: los sillones están corridos contra la pared y la mesa de centro ha quedado atascada en el pasillo de la cocina. Hace un rato quiso entrar a servirse agua y le tocó treparse por encima de la barra para poder acceder a la nevera.
Los niños aúllan.
Lucía vuelve a la carta: «Coincido con tu idea de que el cuerpo de las mujeres funciona como una suerte de coartada cultural para los varones…».
Pero el escándalo desvirtúa el momento.
—¿Cindy?
El volumen de la música baja, pero sólo un poco.
—¡Cindy! —grita. Luego descubre que demasiado alto.
Se da vuelta: los tres están parados unos pasos más allá del marco de la puerta corrediza que separa la sala del balcón, y la miran como presas asustadas. Brillan de transpiración. Los niños están bronceados, despeinados y un poco sucios. Llevan camisas hawaianas que no sabe de dónde han salido. Su mamá, ahora recuerda: se las trajo de Brasil el año pasado y ahí quedaron. También trajo imanes para la nevera (dos negritas vestidas de carnaval que se activan con el sol y bailan), pero allí ya no caben más imanes y ha tocado redistribuirlos por todo el apartamento. Sus papás traen un imán de cada ciudad que visitan, lo que a ella le parece un acto de ostentación tremendamente vulgar. Su vocación por acumular es enfermiza: los armarios de esa casa están repletos de ropa que no se usa, artesanías, peluches, celulares rotos, carteras, abrigos —¡en Miami!—, perfumes nuevos, sombreros, más sombreros, chancletas, cofres rebosados de bisutería, cremas de manos, cremas antiestrías, bronceadores baratos, medicamentos vencidos, equipos de pesca y equipos de buceo guardados en sus bolsas sin abrir.
—¿Lucy? —es Cindy. Habla bajito, como si temiera sacarla de algún trance profundo y causarle un accidente cerebrovascular.
Lucía sacude la cabeza y les dice a los niños que sigan bailando, que mejor ella se va por ahí: a algún bar, o a la playa, para poder trabajar. Y que a la noche quiere ver la coreografía. Guiña un ojo antes de salir, pero no recibe nada a cambio. Cierra la puerta, le tiemblan las manos.
* * * *
La última vez que habló con Pablo sobre algo que no tuviera que ver con ellos, o con los niños, o con los problemas de mantenimiento que empezaba a tener la casa, fue esa vez que discutieron sobre la novela que él estaba escribiendo.
—Acá hay que ser claros —empezó Lucía. El manuscrito descansaba sobre la mesa con papelitos de colores sobresaliendo en algunas hojas—: no disfruto de las ficciones narrativas, no me gustan, no me producen más que un hueco en el estómago que no sé bien cómo llenar.
Pablo la miraba enojado. No había empezado a hablar del libro y ya la miraba enojado.
—No quiero predisponerte —insistió ella.
Él bufó. Fue un bufido infantil: «Pfff». Nunca había escuchado ese sonido salir de su boca y sospechó que marcaba el inicio de algo que estaba incubando en su contra. Algo letal. Podía verlo venir, pero no podía definirlo. Tampoco detenerlo.
—Sólo quiero ser clara en mi juicio —siguió ella—. No soy la típica lectora de novelas: mucho menos de novelas realistas latinoamericanas que se escudan en —dibujó comillas en el aire— «la sugerencia estética» para esquivar la intención política. Yo me pregunto: si la intención es política, ¿por qué no hacerla explícita?, ¿por qué fingir que te caíste en ella accidentalmente, como en una alcantarilla destapada?
En este punto, Lucía sabía que se estaba yendo al carajo, que las cosas que decía se relacionaban muy remotamente con lo que había leído. Simplemente quería decirlas y esa le pareció una buena oportunidad. Así de egoísta era, pensó para sí y se aclaró la garganta.
Pablo se había cruzado de brazos, miraba por la ventana como para distraer su enojo. Lucía hizo lo mismo: afuera todo era rojo. Las hojas de los árboles, la luz de la tarde, los zapatos de las niñas que estaban por cruzar. New Haven era un gran composé. Si te descuidabas, terminabas siendo un punto indistinto en el paisaje frondoso y civilizado que le gustaba tanto a los que iban de visita. Mezclarse en esa ciudad era desaparecer. A Lucía no le molestaba desaparecer. No ahí, en un lugar donde distinguirse era una aspiración hueca. Eran pocos, pero cada uno estaba en lo suyo, hacía lo que hacía; y en casi todos los casos era un hacer menor en cuanto a esfuerzo e inversión. Gracias a ese pequeño aporte funcionaba el conjunto. Un conjunto algo macilento, pero no importaba —«Lucy vive en un pueblo anciano», escuchó a una prima decirle a otra prima—. Ella necesitaba vivir en un lugar donde la mayoría de cosas estuvieran resueltas por otro: una cadena de otros que, de un modo casi accidental, la incluía. Pablo, en cambio, extrañaba el vértigo, la agonía de lo intransitable. Las calles rotas, la brisa virulenta, los peces muertos a la orilla del mar. La supervivencia tortuosa del individuo sobre la especie.
Al menos eso parecía decir en su novela.
Estaban en un café al que iban antes. Antes de ser padres, antes de ser ellos: gente que se piensa en plural. Quedaba cerca de la sede central de la Universidad de Yale. Lucía lo había citado ahí porque después debían pasar por la muestra de un artista amigo en una galería de la zona. La cara de Pablo le anticipaba que iría sola a la muestra.
Decidió seguir:
—A ver, no me parece que esté mal, pero…
—¿Pero qué?
Pero era la excusa que le servía a Pablo para plantearse asuntos irresueltos. ¿No era mejor ir a un psicólogo?
—Nada —dijo Lucía.
—¿Encontraste algo que te gustara? ¿O tu único consejo es que le prenda fuego?
Sólo los genios prenden fuego a su instrumento, pensó, pero no lo dijo.
—Quizá la leí mal.
—¿Qué?
Se recostó en su silla, trató de parecer relajada.
—Quizá estoy demasiado prejuiciada por tu rollo de haberte ido y querer volver a expiar no sé qué complejo de clase.
—Yo no quiero volver.
—… a lo mejor extrañas a esa noviecita de la universidad —eso intentaba ser un chiste para distender la charla, pero no lo fue. Pablo resopló y volvió a la ventana con los ojos cansados.
Karen Garrido, así se llamaba la novia de la universidad.
¿Qué tenía de especial? Nada. Pero Lucía no se olvidaba del modo en que Pablo se la había descrito cuando ella le preguntó por su prontuario romántico. Era una trigueñita de ojos verdes que se sentaba en el patio central del edificio de Humanidades. Fumaba con gracia y echaba la cabeza hacia atrás cuando se reía. Se reía de cualquier cosa. Pablo la espiaba desde un balcón, apoyado en los codos: la chica usaba unos vestidos claritos de tela hindú y las mismas sandalias mohosas todos los días. Y se hacía trenzas. En su cabeza, Pablo le ponía ropa de marca y le cambiaba esas sandalias de india por unas Reef.
Sería su novia durante toda la carrera, pero seguiría vistiéndose igual. Karen Garrido le haría conocer los moteles baratos y los celos enfermizos. Lo volvería loco con sus besos en la oreja en pleno pasillo de la universidad, y con ese modo de abrazarlo con las piernas como si fuera un luchador. Se cambiaría el color del pelo varias veces, y él preferiría siempre el castaño original, pero nunca se lo diría. La mamá de Pablo la odiaría desde el día uno: empezaría denigrándola con términos solemnes —«casquivana»—, después subiría el tono de su desprecio —«chocho loco»— y terminaría sacándola del apartamento, de los pelos, al grito de «perra sucia». Ya casi hacia el final, cuando Pablo estuviera por irse del país, ella lo llevaría a una playa lejana para despedirse. Comerían pescado, tomarían ron, se echarían en una hamaca, anudados, respirándose hasta el vicio. Él le pediría que se fuera con él. «Jamás de los jamases», sería su respuesta. ¿Por qué? Porque afuera era el limbo, y ella no quería vivir ahí. Después se reiría como siempre, de ese modo teatral que le seguía fascinando a Pablo, hasta la tarde en que se lo contó a Lucía y ella le dijo qué tipa estúpida, qué tipa farsante, qué le viste a esa tipa… Y se convertiría en un chiste, en un nombre que sólo existiría como excusa para reírse de un pasado patético, brumoso e inofensivo.
Pero ese día no tuvo el efecto de siempre. Pablo no se rio. Ella tampoco se rio. Algo se había roto.
Lucía quiso prender un cigarrillo. Perderse en divagaciones.
No fumaba.
Y si fumara, habría tenido que hacerlo en la acera: eso bastaba para disuadirla.
—Pensé que podías hacer una lectura más elevada —dijo Pablo.
—La verdad es que me parece cursi.
—Porque a ti todo lo que tenga que ver con la idea de patria te parece cursi.
—Obvio.
—¿Obvio?
—La sola mención de la palabra me pone los pelos de punta. ¿Qué es esa mierda? ¿Quién nace con la bandera tatuada en la nuca?
Quizá estaba subiendo la voz.
—Hay que aprender a orientarse —dijo después, más calmada.
—¿Orientarse? —dijo él. Su cara era una tormenta de niebla.
Lucía asintió:
—Orientarse, eso importa.
Pablo sacudió la cabeza:
—¿Orientarse dónde?
—En las calles del barrio, el camino al trabajo, los pasillos de la casa… en el cielo que te toca cada mañana. Eso es patria, ahí la tienes.
Los ojos de Pablo la apuntaban brillantes, rencorosos.
—¿Qué barrio? Me he mudado muchas veces.
—Yo también —dijo ella.
—¿Entonces?
Lucía se encogió de hombros:
—La patria es eso que se muda contigo.
El desconcierto de Pablo la conmovió. Bastaba apartar la azucarera del medio de la mesa para llegar a sus manos, retenerlas unos minutos y entregarle algo bueno en ese gesto. Fugaz y silencioso, pero bueno.
Él se cruzó de brazos y pareció hundirse en su estructura ósea, como una tortuga en su caparazón. Y volvió a la ventana.
* * * *
Despierta de su siesta en la playa con un malestar en el estómago. Tiene la laptop sobre las piernas, está descargada. Ya debe haber pasado la hora de almorzar. ¿Qué habrán comido los niños? Imagina que Cindy se ha ocupado y siente alivio y culpa al mismo tiempo.
Examina la playa: hay poca gente. Hace días que no ve a los rusos. Ni a David Rodríguez.
Hace días que no ve a nadie.
Tiene la fantasía de que el hotel se ha vaciado y sólo queda ella. Los niños y Cindy también se han ido. Intentaron despertarla, pero no pudieron. La sacudieron, le gritaron, la jalaron de los pelos, y ella siguió durmiendo. Al final Cindy los tomó de las manos y les dijo que se fueran, que era tarde: se acercaba una ola gigante que se los tragaría a todos.
Sube al apartamento y encuentra a Cindy hablando por teléfono; le hace señas a Lucía —mudas, pero exuberantes— para indicarle que los niños duermen la siesta. Los niños, piensa Lucía, nunca duermen la siesta. Abre la puerta del cuarto principal y los encuentra mirando una serie que, vista por encima, no parece apta para su edad. Se echa en la cama con ellos y les pregunta qué comieron. Fríjoles, dicen. Arroz. Puerco. Aguacate. Se alternan para contestar. Y de postre un helado de avellanas.
—Qué maravilla, qué balanceado —dice Lucía. El estómago le ruge.
—Llamó papi —dice Rosa, sin apartar los ojos del televisor—, dice que va a venir.
Lucía suspira y se levanta de la cama.
Afuera, Cindy sigue en el teléfono:
—¡Uf!, parecía que había caído un meteorito en cada esquina… —se ha servido un vaso de algo y está sentada en la barra, piernas cruzadas, uñas de manos y pies pintadas de lila. Le señala a Lucía un plato servido sobre el fogón apagado de la estufa.
Lucía lo agarra y lo mete en el microondas.