Alguien la agarra del cuello. Los dedos son fríos y ásperos. Lucía se da vuelta: descubre a David Rodríguez —camiseta fucsia, cuello en v, ajustada en los pectorales—. Él retira las manos. Ella ve venir a Tomás y a Rosa con sus platos servidos. Los ve sentarse en silencio mientras miran a David Rodríguez que ya no lleva muletas, sólo una bota ortopédica que recubre el yeso.
—Hola —los saluda él.
—Hola —contesta Rosa y sonríe.
Tomás no dice nada. Pincha pedazos de queso feta con el tenedor, pero no se los come.
—Que tengas buen día —le dice Lucía.
Él inclina la cabeza y se saca un sombrero imaginario. Da unos pasos hacia atrás todavía mirándola. Después se da vuelta y se ubica en una mesa larga, en una esquina del salón. Lo esperan dos jovencitos con lentes de sol. Se acercan ahora unas muchachas con vestidos playeros diminutos y el bikini debajo: una se le cuelga del cuello y lo besa en la boca. Él le pone la mano en una nalga. Es una negra con lentes de contacto azules y pelo trenzado color castaño.
—¿Por qué te saludó? —dice Tomás.
Rosa mastica cubos de atún rojo y contesta con la boca llena:
—Porque el otro día nos tomamos una foto con él.
Lucía asiente.
—Come —le dice a Tomás—, así nos vamos a la playa.
—No quiero ir a la playa.
—¿Dónde está tu libro?
Tomás se encoge de hombros.
—¿Ya terminaste la historia?
—¿Qué historia? No hay ninguna historia.
* * * *
La primera vez que fueron al apartamento de Miami tuvieron que huir. Los papás de Lucía llegaron de sorpresa y debieron compartir ese espacio reducido como si fueran una gran familia. La comodidad del lugar se agotaba pronto: tenía dos cuartos amplios, cada uno con su baño. Al principio la sala, el comedor y la cocina eran un solo ambiente porque todavía no habían puesto la barra que los separaría. Había una segunda mesa en el balcón; a Lucía y a Pablo les gustaba desayunar ahí, aunque antes debían sacarle de encima unos treinta y dos pequeñísimos cactus y tres ceniceros inexplicables en una casa donde nadie fumaba.
Cuando llegaron los papás de Lucía, los desayunos pasaron al comedor de adentro con la presencia de todos, incluida Cindy, que con los dueños de casa se enfervorizaba aún más y había que empezar el día oyéndole la risa estrepitosa. Los bebés se descontrolaban y se embutían esa comida gorda y pesada que llevaban los abuelos —bagels con sour cream y huevos de pescado; jamones de Bar-S Foods embutidos en tortillas rancias; nachos bañados en queso fundido.
—¡Puaj! —Tomás había aprendido a expresar el asco por esos días.
Después de masticar las cosas, las escupía y las restregaba por el piso, las paredes, los sillones. Rosa lo imitaba. ¿Y los abuelos qué hacían? Aplaudir. ¿Y después? Darles más comida.
La mamá de Lucía se calzaba el bikini a primera hora de la mañana y se paseaba semidesnuda por el apartamento; los demás tenían que soportar la sobreexposición de su cuerpo viejo, sus pellejos sueltos y esas manchas ovaladas y oscuras bajo la piel delgada, como cucarachas atrapadas.
La tercera mañana Pablo tomó a Lucía por el brazo y la sacó del apartamento hacia el pasillo. Le propuso que se fueran. «¿Adónde?». No importaba. Tomarían sus bolsos y sus hijos, se subirían al auto y se alejarían. Pablo le hablaba de un modo que la hacía pensar que eran un par de jovencitos alocados en busca de una playa lejana para drogarse desnudos. No eran eso.
—¿Pero adónde? —insistió Lucía.
Pablo resopló.
Manejaron cerca de tres horas hacia el norte y llegaron a una playa agreste y modesta —sin hoteles, sin servicios, sin sombrillas. La primera línea frente al mar quedaba a unos quinientos metros de distancia y era una hilera de beach houses de colores pasteles y fachadas art déco. Tenían pequeños antejardines con sus barbacoas encendidas. Había salchichas humeantes y viejos y viejas que fumaban al sol.
Se bajaron del auto. Lucía alzo a Tomás y Pablo a Rosa. Caminaron hasta que se acabaron las casas y empezó un monte crecido, que impedía ver qué había detrás. Los niños se durmieron. «¿Adónde vamos?», le decía ella. Pablo no sabía, pero quería seguir. «¿Pero qué estás buscando?». «Algo». Lucía dejó de caminar, sacó una lona del bolso, la extendió en la arena y acostó a Tomás, después a Rosa. «Busca solo», le dijo, «me cansé». Pero él también se echó al piso y dijo que seguirían después. «¿Seguir qué? ¿Después cuándo?». Sin mirarla repitió que después, algún día, y abrió la neverita de las cervezas.
No muy lejos había una pareja de viejos sentados en sillas plegables. Ella llevaba un turbante de colores; él, una bermuda escocesa y un costado del torso hundido, como si le faltaran las costillas. Saludaron. Pablo les ofreció un par de cervezas que aceptaron gustosos. Lucía se bajó la mitad de la suya en un buche largo: esa noche tampoco podría amamantar a los niños. Tendría que esperar a la mañana, cuando su leche ya no estuviera intoxicada. Los viejos demoraron la cerveza hasta que empezó a oscurecer y aparecieron unos señores y señoras con ukeleles. Se conocieron por un grupo en internet de aficionados al ukelele y decidieron reunirse, dijeron. Y ahí estaban, con sus collares de neón formando un círculo alrededor del fuego, tocando baladas.
Cuando los niños se despertaron era casi de noche. Estaban transpirados, así que Lucía les sacó la ropa y los dejó en pañal. Caminaban dando tumbos, todavía no estaban muy firmes en el paso. Tomás se unió a la ronda de ukeleles y una señora le puso un collar. Rosa lo imitó, también tuvo su collar y caminó rodeándolos hasta que se mareó y fue a dar al piso. Lucía se paró a buscarla, temía que tragara mucha arena, pero estaba tan oscuro que cuando llegó a la ronda no vio más que los collares de los músicos flotando en el vacío como una guirnalda de luciérnagas. Sus hijos no estaban. Esta gente cantaba Sandy Beach en un tono demasiado alto y no escuchaba más que sus propios aullidos roncos, al borde de la asfixia.
Lucía insistió:
—¿Los niños?
Nadie contestaba. Caminó entre ellos, esquivando esa oscuridad voluminosa, temiendo tropezarse con algo, caerse y perder tiempo en levantarse del piso para volver a encaminarse. Se dio vuelta y buscó a Pablo, tampoco estaba. Buscó a los viejos y entonces los vio a todos. Pablo les daba charla: habían sacado una lámpara de campamento que los iluminaba muy poco, pero lo suficiente para verles las caras sonrientes y relajadas. Los niños corrían a un costado y el efecto de los collares sobre el negro de la noche iba dejando halos de luz. Se caían, se levantaban. Brillaban y se apagaban.
—Linda familia —le dijo la vieja de turbante cuando ella se les unió.
Lucía asintió. Las gotas de sudor frío le poblaban la frente y no podía secarse porque ahora tenía a un niño en cada brazo; cuatro piernas enganchadas en sus caderas, apresándola.
—Gracias por la cerveza —dijo el viejo. Después plegaron sus sillas, prendieron una linterna, sonrieron con sus dientes manchados, exhibidos sin pudor. Caminaron rumbo al puente de madera que cruzaba el monte y desembocaba, supuso, en la carretera. Lucía los miró hasta que se zambulleron en el puente. Imaginó sus pasos más allá de su visual. Se volvió hacia Pablo para decirle algo de los viejos: algo del olor a mugre que tenían, de la parsimonia con la que se tomaron la cerveza y se pusieron las chancletas y plegaron esas sillitas enclenques. ¿Tendrían casa? ¿Tendrían cena? Pablo se había vuelto a la lona: la cabeza apoyada en un bulto de toallas, los ojos perdidos en el cielo.
* * * *
Llevan media hora en la playa y ese tiempo alcanzó, escasamente, para ubicarse en una sombrilla, descargar las cosas y ponerles a los niños una capa gruesa de protector solar.
Se escuchan risas perdiéndose en el aire.
Lucía se da vuelta para ver de dónde vienen y descubre al grupo de amigos de David Rodríguez en una sombrilla cercana. Recién llegan: ahora hay otra pareja y un niño con afro y auriculares gigantescos. La novia de David Rodríguez se saca el vestido, lleva puesto un hilo dental. Tiene un culo de calendario.
—¿Por qué lo miras? —Tomás se le para enfrente.
Hacía segundos estaba con Rosa cavando un hueco en la orilla del mar.
—¿A quién?
—No me gustan los negros.
Lucía se levanta de la silla y lo toma de la mano.
—Vamos, quiero darme un chapuzón.
Tomás se zafa.
Lucía pasa por el lado de Rosa, que sigue cavando, y se adentra en el agua que está tibia y clara. Pisa algunas algas. Avanza un poco más y se sumerge. Cuando saca la cabeza el sol la encandila. Una avioneta atraviesa el cielo arrastrando una estola blanca cuyo texto no alcanza a leer.
Imagina que son aviones de guerra en una maniobra distractora.
Imagina que lanzan una bola de fuego que apaga el mar.
Y luego otra que incendia el mundo.
Todo estalla.
El aire huele bien. A sal. Cierra los ojos, se sumerge por unos segundos largos en los que alcanza a olvidarse de sus hijos. Piensa en algo placentero: uvas verdes sin semilla. Masticar sin miedo una tras otra. Vuelve a la superficie y mira la costa para ubicarlos. Rosa cava. Tomás está de pie, mirándola a ella.
—¡No me gustan los negros! —grita.
Varias cabezas se vuelven a mirarlo. Rosa se levanta, intenta taparle la boca a su hermano, pero él la esquiva y sigue mirando a Lucía, desafiante. Ella viene saliendo, trata de avanzar rápido. Pisa algas, pisa piedras, y en la orilla estira un brazo para agarrar a Tomás y sacudirlo por los hombros. No llega a hacerlo porque mete un pie en el hueco de Rosa y se cae. Tomás corre, ella se levanta y lo persigue. Cuando consigue agarrarlo, lo toma fuerte por los hombros y se agacha frente a él. Tomás respira enojado: los ojos acuosos, encendidos de furia, le recuerdan a los suyos.
—¡Qué! —una estampida de lágrimas.
Ella no sabe qué decirle.