Un arameo errante fue mi padre y bajó a Egipto en corto número para peregrinar allí, y creció hasta hacerse gran muchedumbre de mucha y robusta gente. Afligiéronse los egipcios y nos persiguieron imponiéndonos rudísimas cargas, y clamamos a Yahvé, Dios de nuestros padres, que nos oyó y miró nuestra humillación, nuestro trabajo y nuestra angustia, y nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo tendido, en medio de gran pavor, prodigios y portentos y nos introdujo en este lugar, dándonos tierra que mana leche y miel.
DEUTERONOMIO 26, 5-9
Al investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham por la fe (Gal. 3, 7) están incluidos en la vocación del mismo patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de la esclavitud. Por lo cual la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en el que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles (Rom. 11-17-24). Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra Paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en Sí mismo (Eph.2, 14-16).
La Iglesia tiene siempre ante los ojos las palabras del apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas; y también los patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne (Rom. 9, 45) hijo de la Virgen María. Recuerda también que los apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.
Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalem no conoció el tiempo de su visita (Lc. 19,42); gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión (Rom. 11,28). No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los profetas y el mismo Apóstol, espera el día que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y le servirán como un solo hombre (Soph. 3,9; Is. 66,23, Ps. 65,4, Rom. 11,11-32).
Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue, sobre todo, por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.
Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (Io. 19,6), sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente procuren todos no enseñar cosa que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la palabra de Dios.
Además, la Iglesia que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.
Por lo demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda la gracia.
Declaración Nostra aetate, 28 octubre 1965