1. En el siglo II a.C., merced a su enorme superioridad militar, los romanos habían conseguido dominar el Mediterráneo; tal era la conciencia que de la situación tenía el autor del primer Libro de los Macabeos. Pero en las últimas décadas de dicha centuria, el Senado había comenzado a tomar conciencia de que un vasto y profundo movimiento de resistencia se estaba produciendo, el cual podía ser atribuido a la opresión que las empresas llamadas publica estaban ejerciendo sobre los sometidos y a la corrupción de sus propios miembros, que colocaban el enriquecimiento como meta de su carrera política. En Israel se tenía a los publicanos como los peores pecadores; algunos de ellos eran judíos, pero se les colocaba en el más bajo nivel moral. Con el paso de los años aparecían, además, signos de que el poder militar romano podía quebrantarse: resistencia empeñada de Numancia (133), derrota ante los cimbrios y teutones (101), revueltas de esclavos hasta culminar en la amenaza de Espartaco (73) y un mar que se poblaba de piratas que compartían los beneficios del gran comercio. En el rollo de la guerra, superviviente de Qumram, encontramos el anuncio de una próxima derrota de los kittim.
Hubo un hombre que creyó en esta posibilidad: Mithridates VI, Eupator, el rey del Ponto. El año 88 a.C. llamó a los sometidos del Próximo Oriente a una gran revuelta, recomendando dar muerte a todos los romanos. Entre las numerosas víctimas —se calcula que más de 80.000 perdieron la vida— se encontraban también los comerciantes judíos instalados en la isla de Delos. En esta oportunidad, los consejeros de Salomé Alejandra y, también de su hijo Aristóbulo II, se mantuvieron firmes al lado de Roma. Los intereses israelitas coincidían en esta oportunidad con los romanos. Cuestión de intereses pues los gobernantes de Jerusalem ya desde la época de Alejandro Jannai, no tenían inconveniente en entrar en negocios con los piratas que infestaban, desde las costas de Cilicia, el mar de Oriente. La actitud de las autoridades no afectaba a la opinión del pueblo: el odio a Roma y a cuanto ésta significaba, se iba extendiendo.
La guerra contra Mithridates tuvo largas secuelas: hasta el año 67 a.C. no pudo el Senado proclamar su victoria. Pero para restaurar el orden, castigar debidamente a los que apoyaran a los rebeldes y liquidar la piratería, se juzgó necesario entregar poderes excepcionales a un general Cn. Pompeyo, que era el hombre de confianza de los negotiatorii. Dos leyes, Gabinia y Manilia (66 a.C.) aprobadas en plebiscito, debían permitir a este magistrado excepcional, establecer un «nuevo orden» para Asia, trabajando con una comisión senatorial. Dentro de él se establecían tres escalones: provincias (Asia, Bitinia, Cilicia, Siria) directamente gobernadas por Roma, polis sometidas igualmente aunque con administración autónoma, y reinos asociados que entraban en un verdadero protectorado. La comisión senatorial dio por concluido su trabajo el año 64. Desde este momento todo el Mediterráneo oriental quedó sumiso en las manos de Roma.
Uno de estos reinos era Israel. No estamos en condiciones de fijar con precisión las facultades otorgadas a los procónsules establecidos en Damasco respecto a este reino pero sí sabemos que había órdenes que podían dictar, como el establecimiento de censos, que afectaban a todo el territorio. Hacía apenas tres años que falleciera Salomé Alejandra (67 a.C.) y que su hijo Hircano, que ya era Sumo Sacerdote, renovando la tradición de sus antecesores, había ceñido la corona. Pero su hermano Aristóbulo II, que disponía de tropas concentradas en aquellos castillos que se le otorgaran como garantía para su seguridad, reclamó para sí la realeza, tomó Jerusalem y encerró a su hermano en cautiverio obligándole a renunciar al trono. Los fariseos habían apoyado a Hircano mientras los saduceos se declaraban partidarios de su hermano.
La resistencia contra Aristóbulo se hizo muy dura, afectando incluso a las tendencias religiosas divergentes. Dos dinastías árabes, Antipas de Idumea, que había abrazado la religión judía al someterse a los Asmoneos, y Aretas III de Petra, decidieron que no convenía en modo alguno a sus intereses la consolidación de un fuerte poder militar como era el que desarrollaba Aristóbulo. Montaron una operación de rescate, liberaron a Hircano y le pusieron en seguridad en Petra, reconociéndole como rey. No pudieron, sin embargo, apoderarse de la ciudad amurallada de Jerusalem; el territorio se dividió compartiendo las amarguras acostumbradas en toda guerra civil.
2. En tales circunstancias no quedaba otra salida que el recurso a Roma. Había una lápida en el Capitolio que declaraba a Israel «Amigo y aliado del pueblo romano» lo que, en términos más simples, quería decir que se encontraba bajo su protección. «Cuantos son ayudados por ellos para reinar, reinan». Aristóbulo lo sabía muy bien. Habiendo oído que dos lugartenientes de Pompeyo, Aemilio Scaura y Aulo Gabinio, habían llegado a Damasco, preparando la próxima venida de su jefe (63 a.C.) metió mano en el gazofilacio y se proveyó del dinero necesario para convencerles de que era muy conveniente que le reconocieran como rey y se acercaran a Jerusalem para librarle del cerco de los árabes. Por vez primera los habitantes de la ciudad santa, encaramados en sus muros, iban a contemplar el paso de las legiones con sus águilas —signo de abominación idolátrica— que constituían una fuerza de paz. Ordenaron a Antipas y a Aretas que levantaran el cerco y regresaron a sus propias provincias.
Antipas (Antípatros) era un hábil político: árabe por la sangre, judío por una religión que sólo superficialmente practicaba, griego por el nombre que correspondía al de uno de los generales de Alejandro, se mostró capaz de dar un vuelco completo a la situación acudiendo a Pompeyo. Éste llegó efectivamente a Damasco al término de la primavera del 63 y tuvo entonces la primera información acerca del problema judío: un pueblo autorizado a seguir una religión diferente, pero al mismo tiempo un problema que afectaba a los intereses económicos de las empresas romanas y al nuevo orden destinado a pacificar y someter Oriente. Tres embajadas le estaban esperando: la de Aristóbulo II y los saduceos, que pedían una confirmación de las decisiones tomadas por Scaura y Gabinio; la de Antipas que se había hecho acompañar por algunos piadosos fariseos; y la de doscientos notables judíos a quienes apoyaban influyentes prohombres de la Diáspora y que pedían a Roma que suprimiese el gobierno de los Asmoneos, asumiendo ella misma el poder temporal y permitiendo al Sumo Sacerdote y al Sanhedrin administrar los asuntos de Israel.
La solución al problema se presentaba difícil, precisamente por ser Israel uno de los eslabones del sistema imperial. Pompeyo, al que no era posible sobornar como a sus lugartenientes, asumió entonces la postura de quien, siendo invitado a pronunciar un laudo arbitral, dispone de medios para hacerlo efectivo. Ordenó a Aristóbulo que permaneciera a su lado, convirtiéndolo de hecho en un rehén, mostró favor a Hircano y a los fariseos, y despidió con palabras amables a los notables judíos, anunciando que los asuntos se arreglarían cuando llegase a Jerusalem. Antes de que el procónsul emprendiera el viaje, con la sencilla majestad de un verdadero soberano, hizo que a Hircano se le tratara como a Sumo Sacerdote, insertándolo también en su séquito. Seguramente había decidido ya cuál iba a ser la fórmula, típicamente romana, que convenía emplear: dividir para imperar. Los notables judíos le habían dado una idea: separar el poder político del religioso que correspondían al Sacerdocio y al Sanhedrin. Ante él tenía los personajes idóneos para el juego: Hircano, el Asmoneo, de cuya legitimidad nadie dudaba, seguiría siendo Sumo Sacerdote, pero los árabes, que tan solícitos se mostraban hacia el favor de Roma, y tan útiles para el control y vigilancia de las fronteras y de las pistas de las caravanas, tendrían el poder militar y administrativo.
Los sacerdotes que controlaban el Templo y contaban con los soldados de Aristóbulo II, no se dejaron engañar: mientras la ciudad se aprestaba a la defensa y ellos proclamaban que ningún idólatra, con sus águilas, podía mancillar el suelo sagrado, ponían el mayor cuidado en que el sacrificio no se interrumpiera ni un solo día, pues en ello radicaba la esencia misma de Israel. Pompeyo, por su parte, se movía lentamente descubriendo su juego poco a poco. Desde Damasco pasó a Fenicia, siguiendo luego la costa. Mediante un rodeo alcanzó Idumea, llevando siempre a Antipas a su lado. Siguió luego a Perea para otorgar a Aretas el título inconfundible de «amigo y aliado del pueblo romano». Pasaron tres meses; los romanos estaban rodeando Jerusalem hacia donde arrastraron sus eficaces máquinas de asalto. Los defensores acabaron abandonando las murallas para refugiarse en el Templo confiando más en su carácter sagrado que en la fortaleza de sus muros de piedra.
Pompeyo entró en la ciudad escogiendo como residencia aquel mismo lugar en que, más adelante, se alzaría la Torre Antonia: sus soldados abrieron pronto una brecha en el muro, inmediato a esa estrecha puerta conocida como el Ojo de la Aguja. Por ella entraron las vanguardias romanas que iban mandadas por un hijo del antiguo dictador Sila, de nombre Fausto Cornelio. Algunos sacerdotes perecieron en la lucha aquel día que era precisamente el Kippur, esto es, la Expiación. Cuando la batalla cesó, con abundantes daños y víctimas, también Pompeyo decidió subir a la explanada del Templo. Como todos los idólatras estaba dominado por una gran curiosidad: ¿qué era lo que los judíos guardaban tan celosamente? Decidió alzar el Velo y penetrar en el Santo. No puede decirse que fuera tanto un sacrilegio como la insana curiosidad que en nuestros días acomete a los turistas. Según los cronistas romanos, quedó decepcionado: no había allí nada digno verdaderamente de atención. Inmediatamente dispuso que los sacerdotes procedieran a la limpieza y purificación del Templo a fin de que el sacrificio diario pudiera continuar.
La decisión fue convertir a Israel en uno de los seis principados vasallos —junto con Capadocia, Ponto, Osroene, Commagene y Nabatea— a los que se encomendaba la vigilancia y primera defensa de la frontera frente a los partos. A efectos administrativos el territorio se dividía en cuatro circunscripciones, Idumea, Judea, Galilea y Perea, dependiendo directamente de los procónsules de Siria cuya residencia debía fijarse en Antioquía. De ellos iban a depender también, sin tener que pasar por Jerusalem, las ciudades helenizadas de la costa y las que formaban la Decápolis al lado del lago de Genesareth; a ellas se encargaba la importante misión de sembrar abundantemente el helenismo. Hircano II, Sumo Sacerdote, recibió el título de etnarca que le permitía sentirse jefe de su pueblo y presidir el Sanhedrin. Los romanos consideraban este título como delegación de su propio poder. Hasta el año 39 a.C. no reaparecerá el calificativo de rey.
¿Fue Hircano el «sacerdote impío» de los misteriosos libros de Qumram? No faltan investigadores que defienden esta hipótesis. No era necesario acudir a otros extremos para que los sucesos que acompañaron a Pompeyo despertasen el odio a todo lo que era romano. El procónsul, que ya ejercía un poder personal, envió a Aristóbulo y a su familia a Roma sin duda con intención de hacer figurar en aquel desfile triunfal que indicaría el comienzo de una era imperial. Durante el viaje, uno de los hijos, Alejandro, consiguió huir con la intención de protagonizar una nueva revuelta, buscando apoyo en los partos. No parecía muy difícil: ardían en el suelo de Palestina los rescoldos de una rebelión mientras los qumranitas, como otros muchos, elevaban a Yahvé sus plegarias para que les librase de la opresión. Los rebeldes eran especialmente abundantes en Galilea. Con todo esto contaban los partos decididos a quebrantar la frontera.
3. Roma estaba viviendo las tensas horas que marcaban el final del régimen republicano. Dos opciones se estaban ofreciendo, las cuales no podían dejar indiferentes a los judíos: una era el Principado, que preconizaba Pompeyo, consistente en conservar la estructura institucional reconociendo sin embargo una magistratura excepcional encargada de los poderes militares y diplomáticos; la otra, defendida por Julio César, proponía un paso a la Monarquía reconociendo en ella el carácter divino del poder. A esto último contemplaban los judíos como sustancia de la abominación. Una Monarquía divinizada para todo el Mediterráneo, era una amenaza para el judaísmo; comenzaba a percibirse una corriente que le denunciaba como «oscura superstición», es decir, como un peligro para la ciencia, el progreso e incluso la «piedad» que caracterizaban al helenismo. Gaza, Askalon, Ptolemaida —no tardaría en sumarse a ellas Cesarea Maritima—todas en la costa, Scitópolis en Galilea, Sebaste en Samaría, Gerasa y Gadara en los altos riscos del lago de Genesareth eran ya simientes plantadas en tierra de Israel.
El arameo, lengua de uso corriente, se veía obligado a convivir con el griego, que ganaba en extensión; el hebreo era, definitivamente, una lengua de uso restringido a la religión y la liturgia. El orden instaurado por Pompeyo, que respetaba la libertad religiosa y administrativa poniendo fin a las divisiones y querellas entre los Asmoneos, presentó bastantes ventajas de orden práctico. Hircano II no estaba autorizado a ejercer el poder político como hicieran sus antecesores; tenía que limitarse a cuestiones internas. Se evitaban así las guerras. Por su parte las polis a las que Pompeyo reconocía su autonomía, estaban en condiciones de explotar las rutas mercantiles que desde la costa, subían hasta Damasco y la actual Aman, donde se producía el enlace con las largas, prósperas y misteriosas pistas de caravanas que alcanzaban los lejanos mercados asiáticos. Cafarnaum era uno de los puntos de enlace, con importantes oficinas aduaneras. Dos legiones romanas se hallaban instaladas de modo permanente en Siria.
A la sombra de Hircano II estaba creciendo el poder de Antipas, el idumeo, a quien Pompeyo encomendara la vigilancia militar del territorio. Contaba con unidades de camelleros, hábiles en el manejo de las armas, y capaces de recorrer largas distancias. Las frecuentes revueltas hacían necesario el recurso a la fuerza y propiciaban el crecimiento de aquellas unidades. La primera fue aquella que Alejandro, el hijo de Aristóbulo, protagonizó. Desde Antioquía enviaron a Antipas refuerzos; figuraba entre ellos un joven oficial, de ilustre familia romana, que se llamaba Marco Antonio. Primer contacto, para él, con una tierra que sería su aventura y su desventura. Como consecuencia de la victoria, los gobernadores de Siria, Mauro Filipo y Léntulo Marcelino, decidieron recortar las atribuciones de Hircano II aumentando en cambio las de Antipas. Ya era, en Palestina, el verdadero poder.
El año 59 a.C. Pompeyo, César y Licinio Crasso, que aportaba ingentes sumas de dinero, constituyeron el primer triunvirato para ejercer conjuntamente el poder. En el reparto de cometidos que a este acuerdo siguió, correspondió a Pompeyo el Oriente, pues era el territorio por él organizado. Envió a Aulo Gabinio nuevamente a Antioquía con título y poderes de procónsul, pero él no se atrevió a abandonar Roma, porque necesitaba mantener el contacto directo con el Senado. El año 57 se supo en Antioquía que Aristóbulo II había conseguido huir, reuniéndose con su hijo Alejandro y ambos estaban en relación con los partos. Alejandro se había casado con su prima, la hija de Hircano II, lo que le permitía unir en su persona toda la legitimidad de los Asmoneos. Padre e hijo tenían antiguas relaciones con Gabinio, al que no resultaba difícil sobornar: le engañaron diciendo que se trataba únicamente de recobrar el patrimonio sin alterar el orden impuesto por Roma, pero en cuanto hubieron entrado en posesión de la gran fortaleza de Maqueronte, comenzaron a fomentar la revuelta: el autor del rollo de la Guerra, en Qumram, que dice de los romanos que «ofrecen sacrificios a sus emblemas y adoran sus instrumentos de guerra», ya estaba anunciando que el «dominio de los kittim concluirá siendo derrotada la iniquidad sin que quede ni rastro y no habrá escapatoria».
Gabinio, ahora poder supremo en Oriente, comprendió que sólo Antipas y sus dos hijos permanecían indisolublemente unidos al poder romano, porque no había para ellos otra alternativa, aunque no fuesen personas muy recomendables. Los judíos, aunque en su mayor parte eludiesen los movimientos subversivos, no ocultaban el odio y desprecio que sentían hacia los romanos. Comenzaban a aparecer entre ellos partidarios de la violencia, proto-zelotes como recomiendan llamarlos Mazzarino y Elliger, conocidos por los romanos como sicarios ya que usaban un puñal (sica) como arma preferida. Los idumeos eran objeto del mismo odio que despertaban los romanos.
Gabinio recibió nuevas órdenes. Había que restaurar en Alejandría al faraón, Ptolomeo IX, el Auletes (Flautista) porque estaba dispuesto a dar a Pompeyo 10.000 talentos. Un gran ejército cruzó Palestina, hacia el Nilo. Marco Antonio había ascendido y era ahora el comandante de la caballería. Sin lucha, Ptolomeo XI fue restaurado y en la fiesta que ofreció a los que la ayudaban, Antonio tuvo la oportunidad de ver por primera vez a una muchachita desgarbada de catorce años que se llamaba Cleopatra. Esta expedición había permitido a Antipas demostrar la utilidad que sus servicios tenían para los romanos: sus camellos, su agua, su conocimiento de los rincones que permiten sobrevivir en el desierto, aseguraron el éxito de la operación.
Gabinio regresó a Antioquía para comprobar que había sido relevado: un nuevo reparto de funciones entre los triunviros encomendaba a Craso la guerra contra los partos. Antipas acudió inmediatamente para ponerse a sus órdenes y ofrecerle la misma suma, 10.000 talentos de oro, que Ptolomeo brindara. Naturalmente el idumeo no tenía esta suma, pero sí se hallaba en las cajas fuertes del Templo. El riesgo estaba perfectamente calculado, pues la destrucción de los partos beneficiaría extraordinariamente los negocios de Israel. Craso, que no era un militar —Espartaco le había vapuleado— ni tenía idea de lo que significaban los inmensos espacios del desierto, emprendió una ofensiva que le condujo a la derrota y muerte en Carrhae (53 a.C). Antipas ayudó eficazmente al gobernador de Siria, Casio Longino, en la tarea de asegurar la frontera, demostrando así que era digno de la confianza que en él tenían los romanos.
Disuelto el triunvirato por muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, y desaparición de Craso, las dos fórmulas, Monarquía y Principado se enfrentaban con las armas en la mano. Al comienzo de la primavera del año 49 llegó a Jerusalem la noticia de que César, habiendo cruzado el Rubicón, iniciaba la guerra civil. En Antioquía apareció uno de los senadores, Metelo Scipio, para reunir fuerzas en favor de la causa de Pompeyo y del Senado. Antipas llegó con promesas de fidelidad y ofertas de dinero en abundancia. Favor por favor, Metelo hizo asesinar a Alejandro, el hijo de Aristóbulo, barriendo así una de las dos ramas de los Asmoneos. No había duda: siendo los jefes del ejército, Antipas y sus hijos eran los verdaderos dueños de Palestina. Hircano II podía seguir presidiendo el sacrificio diario en el Templo y entrando, una vez al año, en el Santo; carecía ya de todo poder político.
Llega entonces la funesta noticia: Pompeyo ha sido derrotado y muerto en Farsalia (9 de agosto del 48). Antíoco hubo de preguntarse si no estaba en el bando equivocado e iba a sufrir las consecuencias. Inmediatamente elaboró un argumento: siempre había sido fiel y obediente a las autoridades romanas; el relevo de éstas no era de su incumbencia. Por fortuna para él ni Pompeyo en la fuga, ni César en la persecución pasan por Palestina; ambos llegan a Egipto por mar. Y aquí Pompeyo es asesinado y César se encuentra, inexplicablemente, bloqueado en el palacio de Alejandría (enero-marzo del 47). Esta es, precisamente, la hora de Antipas y de sus hijos: se multiplicaron reuniendo tropas, buscando dinero, señalando los pozos y fijando las etapas de las fuerzas que acudían en auxilio de César. A los judíos de Leontópolis se ordenó acudir también en su socorro.
De este modo cuando el asedio terminó era evidente que los idumeos se habían hecho acreedores al agradecimiento del gran Julio. En el verano del 47 éste pasa por Palestina, acampa a la vista de Jerusalem y no muestra el menor interés por la ciudad santa. Pero toma decisiones: Hircano II será confirmado en el Sumo Sacerdocio; Antipas y sus vástagos reciben el «ius civium» para que puedan disfrutar de los privilegios romanos, incluso el desempeño de magistraturas. De modo que Antipas es el primer «procurator Iudeae», antes de que otros romanos de pura estirpe ocupen el cargo. Un procurador era simple mandatario designado por quien ya era dueño del Imperio. La antigua soberanía de los Asmoneos era sustituida por una magistratura romana de segunda fila. Todos los privilegios, exenciones y libertades que el Senado concediera a la religión judía, a sus sacerdotes y a la ciudad de Jerusalem quedaban automáticamente confirmados.
Paradójico desenlace de la aventura de restauración política que iniciaran un siglo antes los violentos hijos de Matatías. Mientras César se preparaba para imponer en Roma la divinización del poder, Israel era integrado como un territorio más dentro de su Imperio, siendo gobernada directamente por un magistrado romano que, aunque de fe judía, era de sangre árabe. César no era un mediocre político sino un verdadero hombre de Estado que sabía penetrar en la profundidad de los problemas: trató de buscar una fórmula que evitase tensiones innecesarias y reconoció a los judíos, dondequiera que habitasen, ahora dispersos por todos los rincones del Mediterráneo, la condición singular de constituir un ethnós, es decir, una específica comunidad humana distinguida por su religión. Esta comunidad reconocía su cabeza en el Sumo Sacerdote Hircano II y quienes en el oficio le sucediesen; por eso volvía a emplear el título de etnarca.
4. Dicha autoridad no alcanzaba desde luego a los numerosos no judíos que habitaban ahora en Palestina y, en relación con la Diáspora, se limitaba a las cuestiones estrictamente religiosas. En la acrópolis de Jerusalem se hallaba asentado un nuevo y más auténtico poder, el del procurador Antipas que se extendía, en las cuestiones no religiosas, a todos los habitantes de Palestina, judíos y no judíos. Sus dos hijos, Fassael y Herodes, figuraban como estrategas en Judea y Galilea respectivamente. El régimen romano se definía a sí mismo: era imprescindible el «ius civilis» para ostentar las magistraturas.
Saduceos y fariseos mostraron un descontento que compartían con los demás sectores de la población judía: una leyenda negra, seguramente justificada, envuelve a los idumeos. Dominando conjuntamente el Sanhedrin, las dos sectas mayores buscaron el modo de acentuar las exigencias religiosas; es conveniente despojar a la palabra fariseo de las connotaciones negativas de que se le ha rodeado. Todo el judaísmo posterior se apoya en su doctrina. Los fari seos se mostraban unánimes en la obediencia a la Ley Oral, aunque divergentes según las enseñanzas de aquellos maestros a los que seguían. Cinco parejas (zugot) se habían sucedido desde la revuelta de los Macabeos: Joseph ben Joezer/Joseph ben Johannan; Joshua ben Periah/Nittai de Arbela; Judah ben Tabbai/Simeon ben Shetak; Semaiah/Avtalyon; y finalmente Hillel y Shammaï. Cada uno de ellos formaban potentes escuelas capaces de continuar su trabajo. Conviene señalar que Gamaliel, maestro de San Pablo y conservado con tintes favorables en la memoria cristiana, era nieto de Hillel.
Según Josefo, Hillel ha-Zaquen (el Viejo), nacido en Babilonia aproximadamente el año 110 a.C., fue durante cuarenta años una especie de maestro indiscutido. Sus divergencias con Shammaï se referían a la aplicación de la Ley, pues este último recomendaba atenerse a la letra de la misma mientras que Hillel «tendía a una interpretación liberal y progresiva de la halakhah» (Werblowski). Por ejemplo, en el caso de repudio de la mujer, los hillelistas pensaban más en la intencionalidad de la esposa al desagradar al marido mientras que para los shammaistas era suficiente con que dejara quemarse la comida para entregarle libelo de repudio. Sin embargo, la diferencia entre ambos maestros no debió ser demasiado radical ya que la máxima favorita de Shammaï era: «recibid con semblante alegre a todos los hombres». Preguntado en cierta ocasión Hillel por el mandamiento principal respondió que la regla de oro debía ser: «no hagas a otro lo que no quieras para ti». Su influencia fue sin duda grande, aunque nunca visible en los aspectos políticos. Piadoso, amable, pacífico, para su tarea no tuvo en cuenta los obstáculos que podían venir del lado de las autoridades romanas o de los herodianos. Todo parecía resumirse en este punto: nada es tan importante para el judío como el amor a la Torah.
Aún quedaban huellas del paso de César, sin que hubiera concluido el año 47 cuando estalló en Galilea una revuelta a cuyo frente se encontraba cierto Ezequías a quien Josefo califica únicamente de «bandido». Esto quiere decir que no se trataba de ningún fariseo. Herodes tuvo en esta oportunidad su primera actuación: aplastó la revuelta y ejecutó a Ezequías. Algunos fariseos plantearon entonces ante el gran Sanhedrin la cuestión, difícil e importante, de si un simple gobernador militar tenía poderes para condenar a muerte y ejecutar a un judío, sustrayéndolo a la autoridad del etnarca. El episodio iba a servir para una delimitación de las competencias. Desde Antioquía el procónsul, Sexto Pompeyo, hizo una seria advertencia a las autoridades de Jerusalem: no admitiría que se tomasen medidas contra un magistrado romano, Herodes, dotado del «ius vitae necisque». Éste compareció ante el Sanhedrin como magistrado, con el atuendo e insignias de su cargo y solamente un fariseo, Samas, se atrevió, según Josefo, a repetir la acusación en medio de aquella solemne Asamblea, absolutamente amedrentada. Quedaba perfectamente claro que el Sanhedrin carecía de competencia en los casos de delincuencia política, como eran las rebeliones.
Antipas y sus hijos demostraron poseer gran habilidad para sortear los escollos de las guerras civiles que sacudían al Imperio romano en aquellas horas de su nacimiento. No variaron su argumento esencial: eran fieles a Roma y a las autoridades que en cada momento la representasen sin entrar en discusiones en torno a la legitimidad de éstas. Así pues, cuando César fue asesinado (idus de marzo del 44), los idumeos manifestaron su obediencia al nuevo procónsul, Casio Longino, del bando senatorial. Vino a Jerusalem la orden, desde Antioquía, de reclutar soldados y reunir dinero y Antipas obedeció con presteza reduciendo incluso a esclavitud a los judíos que se negaban a pagar los nuevos tributos. Naturalmente esta conducta tenía que despertar nuevos odios en el interior. Es unánime, en nuestras fuentes, la aureola siniestra que rodea la memoria de los idumeos.
La inestabilidad, que de nuevo se contagiaba al Mediterráneo oriental, brindó una oportunidad a los violentos, que hallaron un jefe en el olvidado hijo de Aristóbulo II, Antígono, que negaba incluso la legitimidad de Hircano. Con ayuda de los partos se preparó un gran levantamiento que debía comenzar con el asesinato de Antipas. En efecto el año 43 el procurador fue muerto por cierto Malichos que se valió del conocido procedimiento de la copa envenenada.
5. De este modo entramos en los «días del rey Herodes». Las Memorias y la Crónica que el rey encargó a Nicolás de Damasco para defensa de su reinado se han perdido. Estamos por consiguiente reducidos a las noticias que nos da su implacable enemigo Flavio Josefo. Sin embargo, la imagen que dan los evangelistas y los historiadores romanos nos demuestra que el juicio negativo debió hallarse bastante justificado. El asesinato de Antipas sorprendió a sus hijos en un momento sumamente difícil; ninguna ayuda podían esperar de Roma, ni les convenía recurrir a ella en las circunstancias revueltas de la muerte de César. No hacía mucho tiempo aún que Fassael y su hermano declararan que todo se lo debían a él; unirse a Bruto o a Casio Longino les hubiera arrastrado en su caída. Una cosa era la obediencia pasiva; otra muy distinta el establecimiento de una alianza.
Antígono, comprometido con los partos, acababa de proclamarse rey, legítimo sucesor de Alejandro Jannai y de Salomé. Herodes acudió entonces a Hircano II y le convenció de que su permanencia en el Sumo Sacerdocio dependía de que el usurpador no triunfara, pues Antígono no iba a conformarse con el poder político. El Sumo Sacerdote carecía de hijos varones que pudieran sucederle: su linaje se condensaba en una muchachita, nieta suya y sobrina también de Antígono por parte de su madre, llamada Mariamme. Herodes consiguió que el abuelo se la entregara como esposa; de este modo la sangre de los Asmoneos y la de los Idumeos se fundían para crear un nuevo linaje. Josefo dice que, a pesar de todo, Herodes llegó a querer a su esposa. Noticias importantes estaban llegando a Palestina. Los enemigos de César habían sido derrotados en Filipos (otoño del 42 a.C.) y Casio Longino se contaba entre los muertos. Un nuevo triunvirato se había constituido y mientras Octavio, sobrino de César, se reservaba el Occidente y Lépido era relegado a África, Marco Antonio obtenía el gobierno de todo el Oriente. Herodes y Antonio se conocían, desde que cabalgaran juntos en el servicio de César.
Desde Israel se enviaron a Grecia procuradores para repetir la demanda que ya se hiciera a Pompeyo: que se les librara de los Idumeos, pues no querían tener otro rey que Roma, respetando la libertad del Templo. Pero a presencia del triunviro llegó también Herodes, que fue recibido con suma complacencia porque llevaba, en su equipaje, un buen cargamento de oro. Josefo parece haber tenido puntual información: los Idumeos afirmaron que por haber sido fieles a la Casa de César, habían tenido que sufrir «inicua» persecución por parte de Casio Longino que había llegado a saquear los tesoros de Israel y a condenar a esclavitud a muchos de sus súbditos. Marco Antonio aceptó la explicación y el dinero extendiendo en favor de Fassael y de su hermano nombramientos que les acreditaban conjuntamente como tertarcas, esto es, magistrados supremos en nombre de Roma para gobernar los cuatro territorios arriba mencionados.
Antonio deseaba heredar cuanto César tuviera, incluso la reina Cleopatra XIV, que ya no era la frágil muchachita de la Corte del Auletes. Ella no ocultaba el odio hacia los Idumeos, que ocupaban un territorio, Palestina, que era parte de Egipto. Los habitantes de la zona, incluyendo Israel, hacían menos distingos: los romanos, Herodes y Cleopatra merecían la misma aberración. Por otra parte el segundo triunvirato era tan frágil como el primero: desde el año 41 a.C. se anunciaban rumores de guerra entre Antonio y Octavio. Por su parte Quinto Labieno, experimentado general, lugarteniente de César en las Galias, pero alineado luego entre los defensores del Senado, había conseguido sobrevivir al desastre de Filipos, refugiándose en Partia; muchos otros fugitivos se le unieron. Convenció a Orontes, rey de los partos y a su hijo Pacoro de que los romanos no iban a detenerse: la mejor defensa era, sin duda, el ataque. El mismo año 41 las fronteras orientales saltaron ante el ataque de los partos que llegaron a apoderarse de Antioquía, con toda Siria, dando muerte al procónsul, Decidio Saxa. Antígono, que seguía titulándose rey de Israel, ofreció a Labieno mil talentos de oro y quinientas mujeres, preciosa mercancía, si le ayudaba a conquistar el trono.
De este modo partos y romanos disidentes entraron en Jerusalem, donde algunos sacerdotes saduceos aclamaron a Antígono, recordando la independencia que conquistara su padre. Hircano II y Fasael, que intentaron negociar con los partos, fueron entregados por éstos a sus enemigos. Josefo dice que Fassael se suicidó y que Antígono arrancó a mordiscos una oreja a su tío Hircano, para impedirle ostentar el Sumo Sacerdocio; después de lo cual dispuso su deportación a Babilonia donde la comunidad judía le recibió con honor. Herodes había concentrado sus tropas en la formidable atalaya de Masada disponiendo una defensa a ultranza, pero tuvo la precaución de no permanecer allí, buscando más seguridad en Petra, entre sus parientes. Masada se encuentra a corta distancia del cenobio de Qumram que experimentó por estos años un primer momento de interrupción. Un hermano menor de Herodes, José, consiguió impedir que la fortaleza sucumbiera. Antígono cambió su nombre por el de Matatías y asumió el Sumo Sacerdocio reanudando el sacrificio. Los partos, que no respetaban su autoridad, sometieron el país a terribles violencias.
Reconfortado por Aretas, Herodes pudo emprender viaje a Roma: la invasión de los partos era asunto que importaba mucho al Imperio. Llegó a Brindisi en el momento en que Octavio y Antonio habían logrado un nuevo acuerdo (6 octubre del 40) que significaba el reparto equitativo de todo el ecumene romano. El Idumeo reunía todas las condiciones que convenían a Roma: judío de religión pero no de etnia, lo que le impedía ser sacerdote, disponía de los instrumentos necesarios para asegurar su poder. Por encima de todo era hombre sin escrúpulos y de gran ambición. Cleopatra se hallaba en este momento eclipsada. En consecuencia Octavio y Antonio decidieron otorgarle el título de rey. Antes de abandonar Roma; Herodes subió a lo alto del Capitolio y ofreció a Zeus el sacrificio en la forma debida.
Mientras Antonio desplegaba la contraofensiva capaz de devolverle las bases de partida, barcos romanos conducían a Herodes hasta Ptolemaida, desde donde, por el camino de tierra, alcanzó Yafo. Casi inmediatamente, por Beerseba, se abría una comunicación entre Masada y el mar. Como una de las primeras noticias que recibió le comunicaba la muerte de su hermano José, decidió trasladarse personalmente a Masada. Los fariseos no disimulaban la repugnancia que les producía aquel árabe que no se recataba a la hora de ofrecer sacrificios idolátricos. Antígono seguía encastillado en Jerusalem, que confiaba en convertir en inexpugnable. Herodes viajó hasta el campamento de Marco Antonio en Samosata (38 a.C.) para pedir una acción resolutiva a la que el triunviro accedió. Antes de que comenzara el asalto a Jerusalem, el rey decidió celebrar una ceremonia pública para su matrimonio con Mariamme: de este modo podía presentarse como el legítimo sucesor de Hircano II. Ventidio Baso vino desde Egipto con sus legiones y en junio o julio del año 39, tras meses de duros combates, Jerusalem fue nuevamente tomada: mostraba en todas partes las huellas de su sufrimiento.
6. El decreto del Senado que otorgaba a un idumeo el título de rey de Israel y le invitaba, en condición de tal, a tomar parte en el sacrificio a los dioses de Roma, era una afrenta a toda la tradición judía. Golpeaba en la conciencia de los hebreos el estigma de la abominación, señalado en el Libro de Daniel. Herodes conocía todo esto y cuán frágil era su posición; en su descargo podía decir únicamente que no había solicitado el título, pero que una vez otorgado, podía extraer de él notorias ventajas para los judíos. Reunía en sí todas las condiciones que a Roma convenían para asegurar su dominio en el Oriente Próximo. Seguro de que sólo de Roma dependía su conservación del trono, estableció relaciones con las grandes familias romanas, introduciendo en ellas también a sus hijos. Para sostenerse en el poder recurrió a medios tan reprobables que incluso sus protectores le consideraron con desprecio. El abismo entre monarca y súbditos era tan profundo que puede decirse que la basilelía herodiana era el equivalente a un régimen de ocupación militar ejercido en nombre del Imperio.
En cierto modo el gobierno de Herodes significa una revolución. Funcionando como un intermediario del poder romano, éste le aseguró el dominio también sobre los judíos de la Diáspora. Aparcando al Sanhedrin en una esfera religiosa —fue privado de muchos de sus poderes— creó un Consejo privado en el que figuraban exclusivamente sus amigos y al que asignaba funciones políticas. Abundaban los griegos como el mencionado Nicolás de Damasco, al parecer uno de los mejores historiadores de su tiempo. El matrimonio con Mariamme era el segundo; multiplicó luego las uniones conyugales como un medio para incrementar su poder. Éste se hallaba garantizado por las guarniciones de las cuatro grandes fortalezas, Herodión, Fasaelis, Antipatris y Maqueronte, que le servían también de residencia.
La magnificencia del nuevo Templo, la atención a la Diáspora, las asambleas del pueblo para explicar los beneficios que se derivaban de la colaboración con Roma, eran dimensiones en busca de una mayor aceptación. El desarrollo del comercio, que beneficiaba a su tesoro, le permitió mostrarse más benevolente en relación con los impuestos. Trataba de atraerse especialmente a los grandes linajes de la Diáspora, como Betos o Fiabi, a las que entregó el Sumo Sacerdocio. Hizo venir maestros de Babilonia que le ayudasen a mantener las formas externas del culto y mostró benevolencia hacia los fariseos, especialmente la Casa de Hillel o Menajem, el esenio, que llegó a convertirse en un gran personaje de su tiempo. Como todos los tiranos, estableció una serie de precauciones, la primera: establecer un determinado círculo de intereses en torno a su persona y a su gobierno. Quienes formaban parte de la elite gobernante bajo los Asmoneos fueron sustituidos por otros que todo lo debían al Régimen y, en consecuencia, se hallaban obligados a defenderlos. Éstos eran los herodianos.
El odio de los rigoristas judíos, entre los que tenemos que incluir a los fariseos, se incrementaba porque consideraban a Herodes como agente de la nueva helenización. Lo era: además de atraer a su Corte intelectuales y artistas griegos, ponía nombres aduladores a las ciudades que fundaba, como Sebaste o Cesarea Maritima. Grande por sus obras, grande por sus crímenes, así fue Herodes. A Flavio Josefo sorprende la conducta que observó con su esposa Mariamme, a la que consintió una libertad política que en nadie toleraba, porque ella le aportaba una legitimidad. Pero, al final, la asesinó. Muchas noches se despertaba invocando su nombre. Fuera de Jerusalem se mostraba muy devoto del sincretismo que Roma impulsaba mientras que dentro de ella quería aparecer como devoto judío. Las reparaciones que ordenó hacer en el Templo, tan dañado por las sucesivas operaciones militares, alcanzaron tal dimensión que puede decirse que construyó un Templo nuevo. ¿Buscaba con ello compensar las críticas contra su persona y su obra o, simplemente, hacer alarde de magnificencia para justificar el calificativo de Grande que le complacía? Siguió una sistemática política de anexiones, hasta dotar a Israel de un espacio que era mayor que el que tuviera Alejandro Jannai. Los dominios nuevos contaban con escasa población judía.
El poder de Herodes se asentó sobre cuatro fundamentos esenciales. En primer término la crueldad fría, racional e inexorable, destinada a producir el miedo: un medio para alcanzar un fin. Los saduceos fueron los primeros en notar sus efectos y respondieron bien, sometiéndose; de este modo dejaron de ser molestados. Herodes aplicaría un sistema de eliminación preventiva de cuantos pudieran significar un peligro sin esperar a que éste pudiera llegar a convertirse en realidad. El segundo lugar lo ocupaba la acumulación de riquezas, incrementadas siempre tras la eliminación de sus adversarios políticos: la fama de insaciable codicia que Josefo le atribuye parece ser exacta. Sin embargo las riquezas no constituían un fin en sí mismas sino el medio imprescindible para alimentar el tercero de los grandes apoyos: la amistad de los poderosos de Roma. Sus lazos con la Casa de Marco Antonio, antes y después de la muerte del general, fueron sumamente fuertes permitiendo la educación en la Ciudad Eterna de algunos vástagos de su familia. El cuarto y último de los fundamentos se hallaba en las reclutas militares que le permitieron disponer de un ejército, aunque nunca sería considerado peligroso por los romanos.
7. Desde el año 36 a.C. Herodes reina, sin mayores obstáculos, en Jerusalem. Aborrecido, inspira el suficiente temor para que no se produzcan agitaciones peligrosas. El riesgo mayor viene ahora de Egipto. Antonio había puesto fin a su alianza con Octavio, devolviéndole con afrenta su esposa Octavia, para reunirse nuevamente con Cleopatra y acabar celebrando con ella nuevo matrimonio. A uno de los hijos de ambos, Ptolomeo Philadelphos se impuso el nombre que corresponde a un futuro faraón. Flavio Josefo entiende que la reina pretendía restaurar el poder de los Lagidas, sustituyendo a Roma en la hegemonía sobre el Mediterráneo oriental. Aunque Palestina no figuraba entre las donaciones que le otorgó Antonio es indudable que figuraba entre sus apetencias. Herodes colaboró en la campaña contra los partos y cuando Antonio fue derrotado, se encargó de asegurar la frontera y negociar alguna clase de acuerdo. Consiguió, entre otras cosas, que Hircano II fuera devuelto a Jerusalem: su defecto físico le impedía ser Sumo Sacerdote de modo que hubo de sustituirle Ananel, que había viajado en su compañía y tenía las condiciones requeridas.
La madre de Mariamme, viuda de Alejandro, vivía en la Corte con su hija; ambas mujeres decidieron unir sus esfuerzos para conseguir que otro hermano de Mariamme, que contaba 16 años, fuera Sumo Sacerdote, ya que se trataba de un Asmoneo. Recurrieron además a Cleopatra, para que ésta les ayudase. Hubo tensiones en los años 35 y 34 a.C. Herodes cedió; no sólo revocó el nombramiento de Ananel sino que anunció su intención de hallarse presente en las ceremonias de presentación y entronizamiento de Aristóbulo, que comenzó a presidir el sacrificio. Unas semanas más tarde la Corte hubo de comunicar al pueblo una triste noticia: el Pontífice se había ahogado accidentalmente en una de las piscinas que rodeaban el palacio de Jericó. La madre del muchacho escribió a Cleopatra y le dio cuenta de una noticia distinta: Aristóbulo había sido asesinado por Herodes.
La reina comentó esta noticia con Antonio, el cual ordenó a Herodes que compareciera ante él en el campamento que tenía establecido en Laodicea de Siria (actual Latakieh). Discurría aún el año 34 a.C. Antes de abandonar la seguridad de sus fortalezas, Herodes entregó a Salomé un pliego con instrucciones muy precisas. Si, como era de temer, la entrevista terminaba en desastre, Mariamme tendría que ser inmediatamente ejecutada. Era muy importante que no cayera viva en manos de los romanos. A sus criados y mayordomos ordenó que llenaran sacos y cofres de oro, joyas y otros objetos valiosos, de aquellos que encendían las pupilas de los bárbaros. Aunque Antonio cedió ante aquellas aportaciones que necesitaba para sostener su ejército, las negociaciones fueron muy difíciles y el rey de Israel se vio obligado a entregar a Cleopatra la costa de Egipto y el oasis de Jericó, que le producían pingües beneficios. Sin darse cuenta estaba recibiendo con esa amputación territorial una carta de seguro: cuando las tornas cambiaron en favor de Octavio pudo presentarse entre las víctimas de Cleopatra. Flavio Josefo nos transmite la noticia de que entonces podría decir que el único deseo que en él despertara la reina de Egipto era estrangularla.
Como una compensación a las pérdidas sufridas, Herodes fue autorizado a percibir tributos de los inquietos nabateos, lo que significaba una ruptura entre él y Aretas. Vino después Actium (2 de septiembre del 31 a.C.). Herodes ordenó que no se permitiera a Antonio el paso por sus dominios y viajó personalmente a Rodas para dar a Octavio la bienvenida recibiendo de él la confirmación de su corona. El 3 de agosto del año 30 el reino de Egipto dejó de existir; Cleopatra se había suicidado. Herodes podía cobrar sus servicios: había preparado Ptolemaida para que sirviese de base a Octavio, encargándose también de proporcionar 300 talentos para pago de las tropas y todos los abastecimientos necesarios para la marcha sobre Alejandría. Recobró los territorios que Cleopatra le arrebatara y, mediante asesinatos, se deshizo de Mariamme (29 a.C.), Alejandra (27) y de su cuñado Kostobar (25). Era importante destruir hasta la sombra de los Asmoneos.
Fiel vasallo de Roma, vigoroso instrumento de la política imperial, Herodes se hizo acreedor a las más altas calificaciones por su eficacia. Supo mantener el orden en una región altamente conflictiva y montar la guardia en una frontera que incrementaba sus actividades mercantiles. La «pax romana» de Augusto se hizo cómplice de su despotismo. Para los judíos se sumaba todavía un motivo más: las águilas romanas se proyectaban contra el cielo de Jerusalem, empeñada en seguir siendo la ciudad santa, que era ya sólo una parte de los dominios del rey. Pues el reino estaba compuesto por nueve provincias de índole y población muy diferentes: Judea, Samaría, Idumea, Galilea, Gaulanitide, Traconitide, Perea, Banias y Gadara. Los hebreos eran ya una minoría en el conjunto abigarrado de sus súbditos. En su palacio montaba guardia una unidad de galos, de lacios cabellos, contratados a la muerte de Cleopatra. Los hijos de Mariamme y Herodes ahora vivían en Roma, para servir de rehenes y ser educados al modo romano; eran huéspedes en casa de Asinio Polión, un influyente senador. El año 18 Herodes viajaría a Roma: una ocasión para establecer lazos muy estrechos con M. Vipsanio Agripa, que era el primero después del emperador, y al que, tres años más tarde dispensaría amplios honores en Jerusalem. Las relaciones entre esta rama de la familia imperial y los herodianos desempeñarían importante papel en la política.
8. Probablemente Herodes quería convertir aquel heterogéneo puñado de territorios que Roma le asignara, en un verdadero reino, oriental en el fondo y en la estructura despótica del poder, pero helenístico en su revestimiento. Ese helenismo que Augusto estaba convirtiendo en «buena noticia» para todos los pueblos, empleando los servicios de una generación de grandes escritores. De ella era el sincretismo, simbolizado en el Panteón, la forma religiosa. Pues la «pax romana» era consecuencia del impulso divino —«genius Augusti»— que sostenía al emperador, reconocido como verdadera hipóstasis de la divinidad; era justo, en consecuencia rendir culto al emperador de acuerdo con ritos que las leyes señalaban. Herodes nunca faltó a este deber. En otro tiempo había levantado, junto al Templo, la torre que se llamó Antonia en homenaje al triunviro. Sebaste de Samaría y Cesarea Maritima albergaron altares para el culto imperial.
Paralelamente hizo objeto de atenciones especiales a Jerusalem, hasta convertirla en una ciudad de oro y mármol: construyó un teatro, un anfiteatro y un hipódromo, disponiendo que se celebrasen juegos quinquenales. Su obra más importante fue, sin duda, el nuevo Templo, verdadero alarde técnico que se ejecutó sin necesidad de interrumpir el sacrificio diario. Durante estos años se estaban logrando en Palestina avances técnicos, como la noria de cangilones o el polipasto, que no se difundieron porque el espíritu conservador romano temía que provocara perturbadores cambios sociales. Las obras del Templo se iniciaron en el invierno del 20 al 19 a.C. y la inauguración tuvo lugar nueve años después. Sobreviven apenas algunas hiladas en sus ásperos sillares en el que ahora llamamos Muro Occidental, así como las amplias escaleras descubiertas por los arqueólogos de nuestros días.
El Templo estaba formado por tres atrios. El interior, reservado a los sacerdotes, contenía el Santo, adonde nadie, ni siquiera el rey, podía acceder. El segundo, llamado de los «israelitas» pues sólo éstos eran admitidos, contaba con zonas separadas para hombres y mujeres. El atrio «exterior», que podían visitar también los no judíos, era una especie de puente entre las religiones y culturas que en Jerusalem se hacían presentes: sus grandes pórticos, especialmente el de Salomón, que se desplegaba hacia el torrente del Cedrón, y el real, que cubría el lado sur, permitía celebrar reuniones, conversaciones y enseñanzas. En este tercer atrio, con gran escándalo de los fariseos, ordenó Herodes colocar un águila de oro: precisamente aquel instrumento de guerra que, según denunciaba el rollo de la biblioteca de Qumram, adoraban los idólatras romanos.
La ilegitimidad de origen constituyó siempre una pesada carga sobre los hombros de Herodes; debió tornarse insoportable tras el asesinato de Mariamme, objeto de sus pesadillas según Flavio Josefo. Esto puede explicar la gran influencia que ejerció su hermana Salomé. Cuando los dos hijos de la difunta reina regresaron de Roma, se acrecentaron los temores del rey: allí estaban los posibles rivales de la sangre de los Asmoneos. El mayor, Alejandro, se había casado con una princesa capadocia; el segundo, Aristóbalo, con una hija de su prima Salomé, llamada Berenice. Ambos eran el producto acabado de cuanto la educación romana podía entonces conseguir: hablaban correctamente latín y griego, poseían desde su nacimiento el «ius civilis», conocían muy bien los entresijos de la familia de Augusto, contaban con la protección de éste y en todas partes tenían amigos. En suma, se habían convertido en muy peligrosos.
Según Josefo fue precisamente Salomé, la influyente hermana, quien despertó las suspicacias de Herodes: aquel retorno de los jóvenes podía ser parte del proyecto de Roma para sustituirle. Con toda calma, el rey preparó un plan astuto y cruel dirigido a alejar el peligro. Primero trajo a la Corte a un hijo de su anterior matrimonio, llamado Antípatros, como su abuelo, demostrando así que no era necesaria la descendencia de Mariamme para asegurar la sucesión. El año 13 a.C. le envió a Roma con cartas especiales de recomendación para Agripa a fin de que fuese preparado como los otros sus hermanos; se introdujo en los círculos íntimos de la Casa imperial. Un año más tarde Herodes viajaría también a Roma para denunciar a sus hijos como conspiradores que debían ser eliminados. Esta vez Augusto se negó a dar la licencia de muerte: recomendó al Idumeo que se reconciliara con aquellos que llevaban su misma sangre.
Aparentando que cedía, Herodes decidió esperar: situaciones muy conflictivas en Petra y en la frontera de los partos hacían que sus servicios resultaran imprescindibles. Pero siguió enviando a Roma denuncia tras denuncia contra aquellos príncipes a los que presentaba como desleales a Roma. Finalmente Augusto cedió: los príncipes serían juzgados, fuera de Jerusalem y por un tribunal sin sospecha. Ninguna dificultad representaba esto para Herodes; sabía cómo corromper a los jueces, que celebraban sus sesiones en Beirut. Alejandro y Aristóbulo, declarados culpables, murieron estrangulados el año 7 a.C. Dice el historiador Macrobio que, al recibir la noticia, Octavio hizo un juego de palabras ingenioso y cruel utilizando dos palabras griegas de sonido muy próximo, us, que significa cerdo, y iuiós que traducimos por hijo: «en casa de Herodes es preferible ser cerdo y no hijo». El rey observaba la norma dietética que prohíbe a los judíos consumir la carne de este animal.
Los tres años finales en la vida de Herodes, durante los cuales se produjo, de acuerdo con la tradición cristiana, el nacimiento de Jesús de Nazareth, constituyeron para el anciano rey, una pesadilla siniestra. Ocultaba mediante maquillaje las huellas que el tiempo iba dejando en un cuerpo decrépito. Antípatros había regresado de Roma tan pronto como supo la muerte de sus propios hermanos y comenzó a preparar el asesinato de su propio padre para evitar convertirse en la próxima víctima; pudo encontrar apoyo en un hermano de Herodes, Ferora. Comenzó una dramática carrera contra el tiempo para saber quién sobreviviría: la vida de Herodes se agotaba, la de Antípatros era poco menos que un milagro de cada día. El rey no tardó en tener conocimiento de la conjura que contra él se estaba urdiendo.
Roma, bajo la firme mano del emperador, estaba procediendo a una especie de recuento de súbditos, mediante operaciones bastante complejas El año 6 a.C. vino la orden de que todos los habitantes libres del Imperio, cualquiera que fuera su ius, tendrían que prestar juramento de fidelidad al emperador: de este modo se podía hacer un recuento sin que pareciese que se perseguían fines fiscales. Herodes ordenó cumplir este mandato, pero seis mil fariseos se negaron a obedecer porque entendían que era contrario a la absoluta sumisión que cada judío debe únicamente a Dios. Resultaba dudosa la interpretación del juramento; podía tomarse como un acto de idolatría. La tradición cristiana recuerda en cambio que los padres de Jesús obedecieron, viajando incluso a Betlehem para no perder los derechos de la estirpe davídica. Josefo dice que se intensificaron en estos años los rumores de un próximo advenimiento del Mesías que iba a arrebatar el trono a Herodes, y que éste les prestó oídos. Antípatros y Ferora acudieron entonces al texto de Isaías —«que no diga el eunuco «yo soy un árbol seco» porque así dice Yahvé: a los eunucos que guardan mis sábados y se adhieren firmemente a mi pacto, Yo les daré en mi casa dentro de mis muros, poder y nombre mejor que hijos e hijas»— para decir que un eunuco del servicio del rey, Bagoas, era precisamente el que se mencionaba en aquella profecía. Herodes descargó de inmediato sus golpes: Begoas pereció asesinado, Ferora fue confinado en Petra, donde murió, y Antípatros se salvó por un hilo, huyendo a Roma para pedir asilo a sus amigos de la Casa de César.
Mientras buscaba otros hijos, Arquelao, Antipas, Filipo, para presentarlos como eventuales sucesores, Herodes comenzaba a acumular pruebas contra el fugitivo, a fin de repetir otra vez sus inicuas sentencias; tenía firme propósito de no dejar que Antípatros le sobreviviera. A pesar de todo, éste regresó, contando con las garantías del emperador y las instrucciones de éste al nuevo procónsul de Siria, Quintilio Varo (5 a.C.) que es precisamente el que, pocos años más tarde, moriría a manos de Arminio, en la selva de Teutoburgo. Los estragos producidos por la enfermedad contenían el anuncio de una muerte inmediata para el rey. Un día sufrió un desmayo y circuló el rumor de que había muerto. Dos piadosos fariseos, Judas y Matatías, fueron al pórtico del atrio de los gentiles y arrancaron el emblema sacrílego del águila. Al recobrarse, Herodes ordenó el suplicio de aquellos atrevidos y la destitución del Sumo Sacerdote, Matatías, que había consentido el desacato. Pero no podía engañarse: la muerte llamaba ya a su puerta. Cinco días antes de su fallecimiento, que tuvo lugar el 13 de marzo del año 4, dispuso el asesinato de Antípatros para que no pudiera recoger el beneficio. Se cumplían por entonces 750 años desde la fundación de Roma.