1. Ningún pueblo, salvo el de Israel, dispone de una conciencia histórica tan fuertemente arraigada y transmitida, por medio de ese conjunto de obras que llamamos, en plural, Biblia. Pues todas las demás culturas antiguas del Oriente Próximo han llegado a nosotros a través de tradiciones y relatos muy posteriores, lo que nos obliga a valernos de testimonios indirectos y de datos arqueológicos para penetrar en su pasado. Cierto que los avances en este campo a lo largo del siglo XX han sido extraordinarios. Pero el Judaísmo va mucho más lejos: se presenta a sí mismo como dotado de una doctrina coherente, aquella que invoca también como suya el Cristianismo, e indica, como comienzo de su propia Historia dos acontecimientos fundamentales, empleando este término en su sentido más estricto. Primero fue el llamamiento de Dios a Abraham, a quien cambió su nombre por el de Abraham, ya que iba a ser padre de numerosas generaciones. El segundo es la salida de Egipto a fin de que los diversos grupos gentilicios se fundiesen en una sola comunidad, ligada al mismo Dios, Yahvé, por una Alianza (berit). Los investigadores pueden discutir los detalles evenemenciales de este relato, pero sus observaciones, críticas y reconstrucciones no pueden afectar a esa conciencia, que es eje sustancial para ambas religiones.
Descendientes, pues, en un sentido amplio, de Abraham. Mesopotamia y Egipto aparecen como factores determinantes en el origen de lo que debemos llamar Israel, una nación sobre un territorio, del que fue despojada y al que ha regresado diecinueve siglos después de haberlo perdido. Es precisamente en la Tierra, fruto de la Alianza, donde se produce el nacimiento de la conciencia de Israel, esencialmente religiosa. Pues, según la Biblia, el derecho del Pueblo sobre la Tierra (Eretz) no procede de haber nacido en ella sino de la Voluntad de Dios; por eso los judíos, pese a la larga permanencia y arraigo en ellas, no han reivindicado nunca derechos sobre Misraim o Sefarad. La raíz y fundamento de todo está en el llamamiento a Abraham, a quien, siguiendo la huella de su padre Teraj, Dios mismo ordenara salir de Akkad.
No hay ninguna consecuencia, entre las muchas que pueden adscribirse a ese fenómeno de convulsión de los primeros Imperios del Próximo Oriente, en torno a la fecha convencional del –1200, que pueda compararse, en su importancia, al del establecimiento de Israel en la tierra de Canaan. Con este acto las tribus y grupos que invocaban el nombre de Abraham, Isaac y Jacob, pasaron a constituir una nación y comenzaron a acumular esa experiencia que constituye el inigualable patrimonio de la Biblia. Desde Israel, pues, y por medio de un trabajo paciente, sembrado de obstáculos, ha llegado a la Humanidad esa prodigiosa revelación que significa la creen cia en un Dios único, trascendente esencial, rico en misericordia y a quien el Universo debe su existencia. Sobre ella se ha edificado, hasta hoy, cuanto de cultura espiritual, ética y libertad humana ha podido lograrse. Los tropiezos del camino no deben apartarnos de la consideración general. Incluso si prescindimos de cualquier referencia a la fe que, en su núcleo sustancial, aparece en las tres religiones, es preciso destacar que los hombres tienen contraída con la Biblia una deuda que no pueden pagar.
Los historiadores afines al positivismo recomiendan prescindir, como si se tratara de leyendas, de cuanto antecede a la constitución de la alianza entre las tribus a orillas del Jordán. Pero la memoria, que forma la base de la conciencia judía, no puede hacerlo así so pena de destruir su misma razón de ser. Pues afirma que Abram salió, con su padre Teraj, de Ur de los caldeos, obedeciendo a una norma común a los nómadas que vivían en simbiosis con las primeras sociedades urbanas, y, en un movimiento lento, remontando el gran río, llegó a la tierra de Harrán. Nada hay, en este relato, que deje de ajustarse a la realidad de un tiempo, en el tránsito del III al II Milenio antes de nuestra Era. A modo de hipótesis podríamos establecer una relación entre este desplazamiento, la constitución por Ur-nammu del Imperio akkadio que llamamos III Dinastía de Ur, y las grandes migraciones que agrupamos convencionalmente como «movimientos de pueblos del año –2000». Abram es, desde luego, nombre akkadio; significa algo parecido a «hombre noble». La expresión bíblica, Ur Casdim, puede referirse tanto a la ciudad como al Imperio creado desde ella. Sucede, con esa III dinastía de Ur, algo que, sin duda, puede considerarse muy significativo. Sin querer extraer conclusión alguna parece oportuno recordar que los dos principales miembros de ella, Ur-nammu y Shulgi, hayan pretendido franquear el paso que debía conducirles desde una simple delegación de la divinidad a la declaración de que el poder, en sí mismo, es de naturaleza divina, algo que los judíos catalogarían como «abominación».
Ur III constituye una especie de paréntesis. Acaba sucumbiendo bajo la marea de las grandes migraciones. Las fuentes mesopotámicas, al referirse a los pueblos que las protagonizaron, emplean un nombre —amurru en akkadio, mar-tu en sumerio— que permite considerarlos, según sugieren M. Noth y R. de Vaux, como pre-arameos. Desde este punto de vista no hay contradicción entre este gran episodio y el viejo verso del Deuteronomio que hemos mencionado en portada, haciendo de Abraham «un arameo errante». Evoquemos, pues, el deambular de los nómadas con sus rebaños que, partiendo de la baja Mesopotamia y, sin apartarse de los pastos fecundos, llegaron a instalarse en Harran, a la que las fuentes egipcias presentaban como Naharim, tierra «entre dos ríos». De este modo podemos explicar el recuerdo lejano que vino a incorporarse después a la conciencia de los israelitas. No se trata aquí de recoger resultados de una investigación histórica o arqueológica sino de reflejar una conciencia milenaria e invariable sobre la que se ha construido una visión del hombre.
De acuerdo con la fe heredada, fue en Harrán donde «dijo Yahvé a Abram: sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre para la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que será una bendición, y bendeciré a los que te bendigan, y maldeciré a los que te maldigan y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» (Gn. 12, 1-3).
2. Esa tierra era ya Canaan. Formaba parte de una gran entidad geográfica que la Biblia sitúa desde el «gran río» (Éufrates) hasta el «río de Egipto» (Nilo) formando una especie de puente o pasillo imprescindible entre los tres grandes ámbitos culturales y políticos donde nacieran los primeros Imperios. Sufría influencias, dominios, invasiones, pero producía las siete cosas —trigo, cebada, uvas, higos, granadas, aceitunas y miel— que junto con los productos de la ganadería, significan prosperidad y desarrollo: era en sus partes bajas, la tierra que «mana leche y miel». Egipto aparece ante Israel como un modelo de unidad, fuerza, estabilidad dignas de imitación; Mesopotamia, con sus Imperios cambiantes, acadios, mitanios, hititas, asirios, cal deos, significará la inestabilidad mutable. Antes de que Israel la unifique, Canaan era un caleidoscopio lleno de variedades.
Pero ¿qué es Canaan? Los archivos de Ugarit nos permiten penetrar en un trasfondo religioso que, sin duda, ha ejercido influencia sobre Israel: un dios de lo alto, Ilu (Él), condición que también se asignará a Yahvé, y su consorte Aserá, presiden a sus tres hijos, Baal, que domina la vida, Mot, dios de la muerte y del mundo inferior, y Anat, diosa de la belleza y de las hazañas, todos los cuales se asocian al principio de la fertilidad; muchas de las fiestas religiosas hebreas serán establecidas como sustitutorias de las cananeas. No eran éstos los únicos dioses allí reconocidos. Por ejemplo se menciona a Kotar, dios de los oficios. Con las costumbres cananeas aparece congruente la idea de esa especie de contrato entre la divinidad y los hombres que, por ejemplo, exige que los sacrificios sean perfectos.
Cananeo, en principio, significa púrpura, de modo que la tierra ofrecida por Yahvé a los israelitas se hallaba directamente relacionada con la producción y comercio de esta materia tintórea. El cuantioso botín que, en sus campañas de expansión, mencionan las fuentes egipcias —esclavos, grano, aceite, madera de cedro, piedras preciosas, cobre— puede haber contribuido a crear la leyenda de la riqueza extraordinaria de la tierra. La primera llegada, en el contexto bíblico, y la estancia en Beerseba, nada tienen que ver con una conquista y ocupación del territorio. Son dos temas distintos.
Largos siglos tendríamos que situar entre el momento de la partida de Abraham y la salida de Egipto. Los autores de la tradición bíblica recurren al procedimiento de asignar extraordinaria longevidad a los patriarcas, buscando un equilibrio temporal entre dos etapas, la de la estancia en los oasis y pastos de la tierra intermedia, en donde aparece el nombre de Israel aplicado a Jacob, y la de la permanencia en Egipto. Tenemos que hablar, por consiguiente, de centenares de años y no de decenios. Pero, al mismo tiempo, la tradición bíblica necesita asignar ese primer tiempo a tres personajes singulares, Abraham, Isaac y Jacob, a quien se hace morir en Egipto. Existe, en dicha tradición bíblica otra tesis que los investigadores actuales se niegan a compartir pues, según aquella, Israel estaba constituido antes del éxodo, y era la consecuencia de un crecimiento natural de la población, «hasta hacerse una gran muchedumbre». Insistamos: en la conciencia histórica que el Judaísmo tiene de sí mismo, con independencia de los datos que la investigación proporciona, las doce tribus se originan en los hijos y nietos de Jacob/Israel y no son resultado de ninguna especie de anfictionía. Es importante no perder de vista esta tradición; para los fines de nuestro trabajo importa mucho no olvidar lo que el Pueblo de la Alianza pensaba de sí mismo. Se trata de una conciencia que el cristianismo ha recogido.
Ahondemos un poco más en esta conciencia. El epónimo a que se acude para explicar el origen de las tribus corresponde a una etapa final, inmediatamente anterior a la absorción de las tribus por Egipto: «No te llamarás ya en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres y has vencido» (Gn. 32,29). Tiene alguna relación con «haber visto a Dios cara a cara» y con su consecuencia de hallarse en presencia de Dios. Los hijos y los nietos de este patriarca proporcionarán luego los epónimos para cada una de las tribus. Henri Cazelles llama la atención sobre el término empleado en la Biblia, «simiente (zerá) de Abraham» y sobre el hecho de que ninguna tribu lleve su nombre, pero en la conciencia firme de las tres religiones, Abraham no es el padre de una tribu sino de todas, incluyendo a los descendientes de Ismael, y punto de partida para quienes adoran y sirven a Yahvé/Dios.
Desde un tiempo muy remoto, los israelitas han insistido en la necesidad de conservar la pureza de su fe mediante el rechazo de matrimonios extranjeros, porque estos provocaban un desvío desde la obediencia a Yahvé al culto de los ídolos. No entraremos en discusiones eruditas acerca de la realidad del relato evenemencial que nos hace la Biblia, sin que esto signifique restar ni un ápice al valor de las investigaciones recientes. Estas últimas coinciden con la tradición bíblica en señalar la conciencia religiosa.
3. No parece que puedan oponerse argumentos sólidos y fehacientes a esa línea que subyace en dicha tradición. Como consecuencia de los movimientos de pueblos de la primera mitad del segundo Milenio, nómadas procedentes del Creciente Fértil se instalaron en Egipto en donde serían luego en parte expulsados y en parte sometidos. Más tarde y como consecuencia del declive de ese Imperio que llamamos «nuevo», esos descendientes de arameos, instalados en la frontera, emprendieron una emigración a través del desierto del Sinaí, hasta situarse en las orillas del Jordán. Debemos recordar la explicación que, siglos más tarde, retrospectivamente se daba de este episodio capital. Al pequeño grupo de descendientes de Israel, insignificante si se le compara con los grandes Imperios coetáneos, Dios le había escogido para convertirlo en «parcela de su heredad» y depositario de su Revelación; sólo a Él, en consecuencia, podía rendir culto. El desvío de esta misión, la idolatría, acarreaba severos castigos, hasta culminar en la dispersión. Oprimido por los faraones de Egipto, su situación se había tornado insostenible. Entonces Dios suscitó, de ese mismo pueblo, un guía religioso, salido de las aguas, según revela su propio nombre, Moisés, el cual, entre prodigios y portentos, le sacó del país del Nilo para llevarlo a la tierra destinada y prometida por el mismo Yahvé (Eretz Yisrael) que «mana leche y miel». En el curso de este acontecimiento clave, Dios habría sellado con Israel una Alianza (berit) entregándole una Ley, norma de conducta, que debía ser estrictamente obedecida. Esta doctrina ha pasado íntegramente al cristianismo.
Una prodigiosa singularidad asiste a Israel ya que posee un relato preciso y detallado de sus orígenes históricos. Ahora bien, ese esquema que todos hemos aprendido, de la salida de Mesopotamia, la organización de los diversos clanes por la acción de los patriarcas, la emigración a Egipto y luego el éxodo de un Pueblo ya constituido, ¿es verdadero? Es preciso admitir que la tradición bíblica, en la forma en que ahora la poseemos, se conformó en época muy tardía. En general los exégetas protestantes alemanes, a partir de Wellhausen y su escuela, adoptaron una actitud radicalmente negativa: todo es pura invención tardía. Llegaron incluso a considerar a los patriarcas como simples personificaciones de antiguos mitos. Esta postura ha tenido enorme influencia sobre otros investigadores. En esta línea A. Alt y M. Noth llegaron a la conclusión, que es en la actualidad generalmente admitida, de que Israel se constituyó dentro de Canaan como una anfictionía, es decir, agrupación de clanes y tribus en torno al santuario de Siquem y el culto al dios Yahvé. Recientemente G. Mendelhall niega incluso que se haya producido ningún tipo de conquista, desde el exterior.
La dificultad de estas hipótesis radica en que sus autores no pueden aportar ningún argumento documental, de modo que todo es producto de un razonamiento subjetivo. A ellas opone la escuela de Albright que esa tradición bíblica, que responde a una fuerte conciencia histórica, no puede haber sido inventada en lo que constituye su línea esencial. Hay, en la Biblia, suficientes pruebas circunstanciales que obligan a admitir que el Pueblo pasó por un largo período de nomadismo antes de que pudiera constituirse como comunidad sedentaria. Hubo, además, unidad inicial desde la que se pasó a una fragmentación que llegó al máximo en la época de los Jueces, que se corresponde con acontecimientos históricos bien conocidos. No debemos incurrir tampoco en el otro extremo que indica la escuela de Yehezkel Kaufmann, el cual exige aceptar el relato bíblico en su sentido literal.
En el origen está, sin duda, la tribu. Los «bené Yisrael» se definen a sí mismos como miembros de doce tribus distintas referidas en común a un solo epónimo; nómadas —lo que no significa grandes desplazamientos sino muda en los pastos— su economía ganadera no les impedía adquirir algunas veces campos. El nómada vive siempre en una especie de simbiosis con poblaciones sedentarias. Cada tribu cuenta con un jefe natural, el padre, que realiza los sacrificios, da la bendición, conduce al combate y negocia los matrimonios. Abram es un nombre relativamente frecuente en el ámbito mesopotámico del II Milenio y puede traducirse como «dios ama», recordando indirectamente al dios de Ugarit, Il-abi («dios padre») por su relación con los hombres. Al cambiar de nombre se enriquece también el sentido, pues Abraham quiere decir «el padre es exaltado». De modo que todo encaja bien en esa doctrina esencial para el judaísmo y el cristianismo de que Dios es padre, creador de todas las cosas, y ama al hombre. Es verosímil pensar que la consolidación de las tribus antiguas hayan tenido lugar en la época de los amorreos (amurru) a quienes algunas veces los autores posteriores confunden con los arameos, error nada extraño si pensamos en la sucesión histórica que se produjo. De acuerdo con la tradición bíblica, el Dios de Israel comenzó siendo el personal de Abraham, pasando luego a sus descendientes y después a todo el pueblo tras la salida de Egipto.
No era necesaria la consanguineidad para que dos tribus se unieran: bastaba con clavar la espada en tierra y prestar el juramento para crear ese vínculo especial, ben ‘Ameb, que equivale a un parentesco estrecho. De este modo no es vinculante el linaje. Los israelitas no deben ser contemplados como una etnia. Ignoramos el papel que hayan podido desempeñar los antepasados de Israel en la invasión de los hicsos, que tuvieron que abandonar Egipto desde el –1580 y en las guerras a que dio lugar la expansión militar de la XVIII dinastía que alcanzó hasta el Éufrates. En una estela de Idrimi, rey de Mukish, sobre la curva del Orontes, datada entre –1550 y –1500, este monarca recuerda que, habiendo tenido que salir de su país, había tenido que morar durante siete años entre los hapiru antes de recobrar el trono. ¿Son los hapiru, mencionados también en otros lugares, hebreos?
En una prolija relación geográfica del faraón Amenhotep III (–1402/–1364) aparece una mención que resulta inquietante para los investigadores: «el país de Sus IHV (A)», refiriéndose al Sinaí o al Negueb, ya que ese término recuerda el tetragrammaton de Moisés. En este importante documento se mencionan Nauplia, Mesenia, Micenas y acaso Ilion, lo que enmarca cronológicamente esos orígenes de Israel con los dos grandes hechos que inauguran la historia de Europa, la civilización micénica y después su ruptura. Pocos años más tarde en el archivo de Tell Amarna, se encuentra una carta de Abdi Jepá, jefe militar de Urusalim (Jerusalem) pidiendo a Amenhotep IV (Ekhnaton) el envío de refuerzos. «Mira, lo que ocurre es obra de Milkili y obra de los hijos de Labaya que han dado el país del rey a los hapiru». En esa misma ciudad de Jerusalem, al lado de cananeos, son mencionados hititas, lo que parece confirmar el sentido de los textos bíblicos posteriores cuando se atribuye a la ciudad una madre hitita.
4. Todas estas noticias, fehacientes aunque difíciles de interpretar, corresponden al tiempo de los Patriarcas. Su memoria aparece envuelta en relatos legendarios tan complejos que resulta difícil separar lo que en ellos existe de verdadero. Albright, Glueck, Speiser, el P. De Vaux y el exegeta judío Ysivin recomiendan situarse en la primera mitad del II Milenio a.C., pero la mayor parte de los investigadores actuales siguen la opinión de Kaufmann, Gordon y Eissfeldt, que los datos documentales mencionados parecen confirmar aproximándose a la época de Ell Amarna. Todo es dudoso. No tenemos ninguna fecha en que apoyarnos antes del siglo XII. Se señalan anacronismos como hablar de camellos que no fueron domesticados hasta esa centuria, pero el hecho de que los patriarcas empleen el asno en sus desplazamientos, parecen confirmar el supuesto de que, tras la complejidad de las noticias existe un fondo indudable de verdad.
Los patriarcas son presentados, sobre todo, bajo dos aspectos que se incorporan definitivamente a la conciencia de los israelitas: son portadores de la alianza que Yahvé ha establecido con su pueblo, al que de esta manera ha convertido en instrumento religioso, y reflejan una real simbiosis que desempeñó papel muy importante en el Oriente Próximo entre las dos economías de los sedentarios establecidos en ciudades y de los ganaderos en su torno. Cuando se libera al relato bíblico de adherencias y anacronismos como esa de hacer de los amurru arameos, que son posteriores, aparece ante nuestros ojos como más real. Abundan los testimonios arqueológicos y literarios que vienen a confirmar el ambiente que en aquél se describe. Por ejemplo, los pueblos seminómadas del Próximo Oriente enterraban a sus muertos a lo largo del camino y, a veces, en los cementerios de las ciudades con que se relacionaban, creando en consecuencia monumentos o santuarios que estaban en uso durante varias generaciones, como nos recuerdan todavía los lugares santos que en la tierra de Israel se señalan.
Por el tiempo en que se supone que los patriarcas, con sus familias y sus ganados estaban recorriendo las montañas, los valles y el desierto del Negueb, que en efecto, como la historia de Sara nos recuerda, se hallaban en estrecha relación con Egipto, varias ciudades cananeas se estaban construyendo en esas llanuras. Mambré tendrá categoría de importante mercado hasta la época de San Jerónimo. Los documentos del archivo de Mari, que corresponden a los siglos XIX y XVIII antes de nuestra Era, mencionan como ciudades cananeas las de Harran y Najor, mencionadas en la Biblia como residencias de los patriarcas. Existió, sin duda, una especie de parentesco entre los semitas occidentales que gobernaban en Mari y los hebreos, según demuestra la coincidencia de ciertos nombres como Abram, Jacob, Lia, Labán o Ismael. El cuadro de vida que se describe en los primeros Libros de la Escritura responde muy bien a lo que los archivos que se van descubriendo e interpretando.
Los correspondientes a Nuzi, una villa cercana a la ciudad amorrea de Kirkuk, que formaba parte del Imperio de Mitani, revisten mucha importancia para el conocimiento de los remotos orígenes de Israel. Pues los documentos exhumados nos revelan que ciertas noticias bíblicas respondían a costumbres que estaban en vigor como, por ejemplo, cuando Abraham, carente de hijos, piensa reconocer a su servidor Eliezer como heredero, la venta de la primogenitura por parte de Esaú, aunque en este caso el precio fuera, simplemente, un simbólico plato de lentejas, o los de Sarai y Raquel que entregan la criada al marido para tener por medio de ella descendencia. No se trata, por tanto, de imaginación novelesca por parte del autor sagrado sino de acomodo a las costumbres del tiempo y de la sociedad.
5. La estancia en Egipto es una noticia que aparece únicamente en la Biblia, aunque los papiros revelan que eran frecuentes las inmigraciones desde Canaan por parte de poblaciones nómadas, así como la presencia de semitas sometidos en condición de esclavos o mano de obra, en condiciones de inferioridad. El nombre de apiru o habiru, susceptible de ser identificado con el de hebreo, no indica ninguna definición étnica; parece significar inferioridad y, en último término, extranjería. Hebreo, «ibri» en la Biblia, no fue, en consecuencia, nombre que los israelitas se dieron a sí mismos sino un calificativo ajeno.
La salida de Egipto, Éxodo, valorada con prodigios que tendían a demostrar que se cumplía la voluntad de Dios por encima de la de los hombres, era situada por los autores del Libro de los Reyes doce generaciones antes de la consagración del Primer Templo (970 a.C.). Pero se trata de una cifra puramente convencional, como doce son las tribus y doce las puertas de Jerusalem; por otro lado resulta difícil saber qué se entendía por una generación. Muy importante es la carta de un funcionario de Ramsés II en la que se hace referencia a «los apiru que transportan piedras a los grandes pilonos de Ramsés». De modo que el versículo de Éxodo, I, 11 —«pusieron sobre ellos capataces que los oprimiesen con onerosos trabajos»— parece coincidir con la realidad; no es absurdo suponer que la tradición hebrea apunta a Ramsés II (1290-1224) cuando se refiere al faraón que oprimió a los israelitas: Pitom y Rameses coinciden demasiado de cerca con Pe(r) Aton y con la nueva ciudad que el famoso soberano quiso erigir en su frontera oriental, Pe(r) Ramsésmiamun (Casa de Ramsés, amado de Amon).
La opresión y el exilio no tienen que coincidir necesariamente. A modo de hipótesis se formula como dato —y sobre él muchas imaginaciones han podido volar— que el éxodo haya tenido lugar durante el gobierno de Ramsés, si bien los exegetas tropiezan con el inconveniente de que la Biblia habla de la muerte del opresor y conocemos bien las circunstancias del fallecimiento de este famoso monarca. Por eso algunos investigadores prefieren referirla a Merenptah (1222-1214) de quien sabemos que hubo de combatir duramente la rebelión de las ciudades cananeas, queriendo conmemorar su victoria por medio de una estela que se ha conservado hasta hoy. A ella pertenecen estas palabras decisivas: «Israel está desolada; su simiente, no».
Estamos, pues, ante un momento crucial en la Historia del Mediterráneo. Si los cálculos de Sterling Dow son correctos, la guerra de Troya, que fue un esfuerzo agotador para las ciudades micénicas abrió paso a las invasiones de los que los egipcios llamaron «pueblos del mar» porque éste era el vehículo que utilizaban. Ramsés III (1198-1166), que es el último de los faraones de la dinastía XIX, en una estela conmemorativa, que datamos en torno al 1190 relata cómo obtuvo una victoria decisiva sobre estos agresores, tras la cual se instalaron en la costa, especialmente en Gaza, Askalón y Asdod, donde erigieron ciudades que, aun formando una confederación, eran autónomas: el nombre de los invasores, pulesatim, que los autores bíblicos convierten en filisteos, ha llegado hasta nosotros como una denominación de Palestina. Pero las invasiones del 1200, que sumergen Grecia bajo el empuje de los dorios, también dejaron libres a los arameos para golpear en la frontera establecida. Egipto hubo de abandonar el país de Canaan, replegándose para asegurar los pasos de Suez.
6. La expresión comúnmente utilizada para referirse al éxodo es «subir de Egipto». Se trata, pues, de un ascenso, una liberación para la que Dios se vale de tres héroes, Moisés, Aarón y María, a todos los cuales se hace morir fuera de Israel. No es posible negar la estancia en Egipto, ya que tenemos pruebas de la existencia de grupos semitas, llegados en el momento de la invasión de los hicsos y todavía mucho tiempo después. No sólo hemos de tener en cuenta que Moisés es nombre judío; la tradición nos informa de que Efraim ha nacido en Egipto y de madre egipcia. Probablemente se unen dos tradiciones en este gran acontecimiento y por ello se señalan dos rutas, una que utiliza el camino que siguieron después los filisteos, cercano a la costa, que puede corresponder a la expulsión de los hicsos, y otro que se acomoda al modelo de una huida de los trabajadores forzados que tuvieron que utilizar la ruta que rehuía la vigilancia de los puestos fortificados que, desde la época de Seti I, custodiaban rigurosamente la frontera.
De cualquier modo no hay razón alguna para rechazar la noticia de que se produjera esta segunda salida en el siglo XIII o XII a.C. Con ella entramos en la que constituye ya la Historia de Israel. No se trataba de un acontecimiento de suficiente entidad como para que lo recogieran otras fuentes. Lo mismo sucederá más tarde con la Diáspora. Pero en la conciencia israelita el Éxodo (yetziat mitzrayim) es «un símbolo de la libertad otorgada por Dios y un factor importante en la conformación de la conciencia religiosa de Israel» (Verwlobsky). Punto de partida para el nacimiento del Pueblo, se inscribe en tres decisivos acontecimientos: la terrible y brusca irrupción de Yahvé (por eso la Torah sitúa aquí la promulgación de leyes, normas y ritos); la entrega de la Tierra prometida; y la elección de ese mismo Pueblo con quien Dios establece su Alianza (berit).
La Biblia insiste en que, tras una larga demora en el desierto, los emigrados, que ya formaban doce tribus, dirigidos por Josué el efraimita procedieron a la conquista de la tierra de Canaan, en las dos orillas del Jordán, sometiendo o destruyendo las poblaciones allí establecidas, hasta chocar con la barrera que significaban las ciudades fortificadas de los filisteos. Hay, en estas noticias —el Libro de Josué se contradice, como también otros relatos posteriores— una especie de simplificación de acontecimientos que fueron mucho más complejos. Se incorporan al relato muchos detalles secundarios de carácter etiológico que no impiden sin embargo que admitamos la veracidad sustancial del hecho de la instalación de los grupos israelitas en la tierra. Los abundantes datos arqueológicos nos demuestran que la consolidación de Edom y Moab como reinos se produjo con posterioridad a la instalación hebrea en Canaan. La Jericó clásica, de mediados del segundo Milenio, no puede ser la que, según la Biblia, fue conquistada por Josué; pero no es tampoco absurdo suponer que, como en Troya, se haya producido en aquel lugar una superposición de ciudades. Las noticias de destrucción de ciudades en medio de las turbulencias que siguen a las invasiones del 1200 están arqueológicamente comprobadas.
El episodio histórico, que parte de una base real —los israelitas se hicieron dueños de un territorio que, hasta hoy, han considerado como legítima propiedad— ha sido interpretado de muy diversas maneras, según las escuelas que antes hemos mencionado. Así Yitzhak Kaufmann sostiene que el Libro de Josué fue redactado en fecha muy próxima a la de los sucesos de que se ocupa, constituyendo en consecuencia una crónica en general fidedigna. A. Alt y M. Noth, con veinticinco años de distancia en sus trabajos, coinciden en señalar, de acuerdo con datos arqueológicos, que la infiltración desempeñó un papel mucho más importante que la conquista y que el «erem» o destrucción de los moradores es una figura literaria. William F. Albright se inclina a pensar que hubo, sin duda, lucha enconada pero que esto no nos autoriza a admitir el relato bíblico ya que en él se incluyen referencias a acontecimientos posteriores. Algunos historiadores, aproximándose al punto de vista que ya formulara A. G. Mendenhall, se niegan a admitir que esta tradición, esencialmente religiosa, contenga ninguna noticia histórica y proponen rechazarla radicalmente. Formulan entonces la hipótesis de que las tribus se habrían formado espontáneamente en el territorio cananeo, dentro del siglo XIII a.C. constituyendo una anfictionía en torno al santuario del dios Yahvé en Siquem; posteriormente también Béthel y Siló habrían sido reconocidos como lugares santos. Ningún testimonio puede aportarse en favor de esta última propuesta a la que se adhieren los investigadores que se mueven dentro de la metodología del materialismo dialéctico ya que permite prescindir de cualquier coordenada religiosa.
No disponemos de fuentes alternativas que nos permitan cotejar la narración bíblica, de modo que cualquier decisión que se tome gira en torno a una especie de acto de fe. No es lícito, sin embargo, inventar una nueva narración para sustituir la que poseemos. Creer o no creer en la veracidad de ésta. En cualquier caso quedan los resultados: Israel aparece en los últimos siglos del II Milenio en ese espacio territorial del que se había retirado, al parecer definitivamente la administración egipcia. Queda en pie, siempre, la pregunta que ya se formulara J. Wellhausen a principios del siglo X: ¿por qué la trayectoria histórica de Israel es tan distinta, a veces diametralmente opuesta a la de los pueblos que formaban su entorno? Una muy frágil estructura política ha servido de base para la aportación probablemente más importante para el futuro de la Humanidad. Fijándonos en los cuatro grupos afines, todos semitas, que forman como la proyección del movimiento de los arameos sobre una zona que la ruptura de los Imperios dejara vacía, comprobamos que los edomitas, moabitas y amonitas no tardan en constituir reinos con sus acostumbrados ídolos locales. Israel, no. Llegará a ser reino en las postrimerías del siglo XI sin que sus titulares puedan pretender otra cosa que ser instrumentos en el servicio de Dios. Y Yahvé no puede ser representado por ningún ídolo.
7. Es bastante probable que los autores del relato bíblico, preocupados por transmitir una enseñanza religiosa, hayan simplificado el proceso de asentamiento, sin duda largo y en varias oleadas, como era normal. No tenemos motivos para dudar de la historidad de la persona de Moisés, que aparece descrito en términos profundamente humanos, incluyendo la tartamudez. Fue, indudablemente, un profeta, en el sentido en que se empleará esta palabra en Israel y en el cristianismo primitivo, esto es, aquel que proclama la palabra que Dios le confía. Ateniéndonos a términos exclusivamente humanos, su tarea, en esa hora crucial para el mundo que forma el tránsito de los siglos XIII al XII, consistió en dos cosas: transmitir a Israel y, por su mediación, a todos los hombres, la conciencia de una relación entre él y Dios, único, infinito, providente, misericordioso —en eso consiste precisamente la religión— y un regalo, la Torah, que es, al mismo tiempo, revelación acerca del orden que existe en la Naturaleza. Dios, a quien había visto «cara a cara» se le había definido como esencia pura, Yahvé, esto es, Yo soy el que soy. Todos los seres reciben de Él su existencia. En realidad no estamos absolutamente seguros de cómo debe pronunciarse el inefable nombre de Yhwh.
En la conciencia histórica israelita la Tierra sobre la que se construye Israel, no fue producto neto de una conquista; se trataba de una donación incluida por Dios en la Alianza cuyo signo externo aparece, en cada miembro del Pueblo, a través de la circuncisión de los varones. No es ocioso recordar que Jesús, sus apóstoles y primeros discípulos fueron, todos, «circuncisos», integrados en el Pueblo. No es extraño, pues, que todo cuanto había sucedido, desde la salida de Egipto hasta la instalación en Canaan, se albergara en la conciencia hebrea con los rasgos de lo milagroso: Dios había desencadenado las plagas para obligar a los egipcios a libertarlos; abrió las aguas del mar Rojo para que pudieran cruzar a pie enjuto, les alimentó con maná y codornices en el desierto, socorriéndolos durante cuarenta años. Todo esto comportaba una pesada carga en la obediencia a la que Israel en ocasiones se resistía: pues no estaban llamados los hebreos a ser un pueblo como los demás, sino un «vaso de elección» cuya tarea no consistía en conquistar, dominar o enriquecerse, sino en conservar la fe y servir al mismo Dios. Las victorias militares no son atribuidas al genio de gloriosos conquistadores sino a la Voluntad de Dios.
Ahora bien, la Biblia se hace eco de la existencia de un sordo espíritu de revuelta contra ese destino; se alude a él como «dura cerviz». ¿Por qué no ser como los demás pueblos, crear un reino, conquistar países, adorar a dioses provistos de imagen y por ello más familiares y cercanos? Moisés era el hombre clave. Cerrando el círcu lo que se iniciara en Harrán, había convertido al «arameo errante» en un pueblo potencialmente sacerdotal, asentado sobre una Tierra, dueño de ella. Este Pueblo era, precisamente, aquel que sin mérito alguno por su parte, Dios había escogido como «su heredad». Los cimientos para la futura acción del judaísmo, estaban ya establecidos.
8. Una tradición de siglos hace de Moisés el iniciador de la Escritura Sagrada, Biblia en la versión griega, Sepharim en la hebrea. Israel es el Pueblo del Libro. Mejor diríamos de los libros ya que el término griego que todos empleamos es plural. En los últimos tiempos, algunos hallazgos y, de manera especial, los manuscritos exhumados de las cuevas de Qumram, a orillas del mar Muerto, han permitido comprobar la fidelidad con que el judaísmo ha sido capaz de conservar un texto, depurándolo cuidadosamente de cualquier adherencia circunstancial y transmitiéndolo de generación en generación, de modo que la Mishná (repetición) no ofrezca dudas. Los teólogos cristianos medievales tenían, por consiguiente, razón cuando acudían a los maestros judíos cuando necesitaban depurar sus versiones latinas, ya que aquellos eran poseedores de la hebraica veritas. Conviene advertir que el cristianismo, al acudir a la versión alejandrina llamada de los Setenta, que San Jerónimo tradujo, reconocen como canónicos algunos libros a los que los judíos niegan tal condición.
Los judíos llaman ordinariamente Tanaká a los libros que los cristianos llamamos Antiguo Testamento para diferenciarlos de esos veintisiete que constituyen nuestro Nuevo Testamento. Tal nombre está formado por las iniciales de los tres cuerpos de escritos esencialmente diferenciados entre sí. Torah (Instrucción, Ley), que en griego pasa a ser Pentateuco, contiene los 613 preceptos por los que el Pueblo debe regirse así como la explicación de toda esa trayectoria que aquí hemos sintetizado, desde la Creación del mundo hasta el asentamiento en la Tierra. Los Neviim (Profetas), divididos en dos partes (Primeros Profetas, es decir, Josué, Jueces, Samuel, Reyes; Segundos Profetas, esto es Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce menores) contienen la dispensación paulatina de la Verdad a ese mismo Pueblo. Conviene insistir en que un profeta no es, en modo alguno, adivino del porvenir sino el que recuerda y advierte sobre las consecuencias que se derivan de la desobediencia a los mandatos de Dios. Los Ketuvim (Escritos) con un total de 11 libros, completan la variada memoria de Israel, cerrándose con el texto apocalíptico de Daniel. Tanto las Escuelas rabínicas como las enseñanzas cristianas aceptan que puede atribuirse a Moisés parte de la Torah. Entiéndase bien que no se trata de decir que él la escribiera sino que sus enseñanzas han sido recogidas y transmitidas fielmente.
Salvo algunos pasajes en arameo, la Biblia utiliza un hebreo clásico que, en la mayor parte de los casos, demuestra excelentes escritores que empleaban la prosa y el verso. La historiografía racionalista del siglo XIX, que se sentía apoyada por las nuevas corrientes de la llamada teología liberal, ha criticado con mucho empeño el valor que puede otorgarse a la Biblia en cuanto fuente histórica. Es cierto que, fuera de ella, carecemos de noticias acerca del antiguo Israel y su circunstancia, pero esto reduce la cuestión a esta simple disyuntiva: podemos admitir o rechazar lo que esa tradición singular nos ofrece. Se ha producido, recientemente, una tercera postura que es aquella en la que el exegeta o historiador se erige en juez y, tras decidir qué noticias deben ser admitidas y cuáles rechazadas, presenta un texto nuevo de su propia inventiva. No es una solución correcta. Lo que al historiador importa, sobre todo, es descubrir y valorar los elementos que han llegado a integrarse en el judaísmo. En otras palabras: es necesario comprender bien cuál es la conciencia que Israel ha tenido y tiene de su propia misión.
Hecho clave y punto de partida es la elección: Yahvé/Dios ha escogido una parcela reducida de la Humanidad para convertirla en depositaria y transmisora de un mensaje que contiene la declaración de una fe absoluta en ese mismo Ser Trascendente. Sobre ella se apoyan las tres religiones, Judaísmo, Cristianismo e Islam que, aunque enemigas, a veces muy radicales entre sí, comparten un núcleo esencial de Verdad revelada. El historiador no puede prescindir en manera alguna de esta conciencia. Incluso en momentos de muy radical enemistad subsisten los puentes por donde circulan las influencias recíprocas.
Una de las dimensiones de la Biblia se encuentra en la narración histórica: pretende de este modo moldear y conservar la conciencia del propio Pueblo, en su identidad. A este objeto, en una época relativamente tardía, se reunieron dos series paralelas de relatos cronísticos: una constituida por el Libro de Samuel y de los Reyes, a la que se añadieron, como precedentes, Josué y los Jueces; la otra formada por los Paralipómenos (Divrei ha-Yamim) o Crónicas propiamente dichas que se continúan por Esdras/Nehemías. La primera tiende a parecerse a los escritos proféticos, esto es, poniendo los acontecimientos al servicio de una enseñanza religiosa, mientras que la segunda da más peso al contenido histórico y trata de organizarse en torno a la Casa de David. Cuando se comparan con escritos coetáneos del Oriente Próximo, en el siglo VII a.C. y posteriores, se comprueba la enorme superioridad de los autores hebreos. De ambas series, la de Samuel y Reyes parece un producto más cercano a los sucesos de que se ocupa, posee mayor riqueza en los detalles y se interrumpe en el momento de la liberación del rey Joachim por Awil Marduk. La segunda es más reciente, con protagonismo sacerdotal y prolonga la narración de los sucesos hasta la época de Ciro. Prácticamente en todos los Libros que forman la Escritura pueden hallarse importantes noticias de considerable valor histórico para el reflejo de modos de vida y de pensamiento.
En 1914, un momento en que el idealismo hegeliano dominaba de modo general en las Universidades alemanas y en que se estaba difundiendo solapadamente una tendencia antijudía por algunos escenarios europeos, J. Wellhausen estableció una hipótesis que ha servido de fundamento para muchos debates entre los hebraístas. No hemos de entrar en esta cuestión aunque en un determinado aspecto afecta, y mucho, a nuestro trabajo. Pues el profesor alemán afirmó que el texto de la Biblia que ahora conocemos fue redactado en el momento de la llamada «reforma de Josías» el año –622. A la Torah o Pentateuco se incorporaron dos documentos sacerdotales, que no pueden considerarse anteriores al –850 —acaso el 750— y que se distinguen entre sí porque dan a Dios nombre distinto, Yahvé en un caso, Elohim en el otro. No veía inconveniente en admitir que se hubiesen incorporado a ese texto base algunos fragmentos deuteronómicos antiguos. Wellhausen acababa mostrándose categórico: todos los libros fueron redactados en fecha posterior a la indicada de modo que la tradición bíblica debe reputarse como reciente, en paralelismo estrecho con lo que ha venido a significar el helenismo.
Este aspecto de la cuestión reviste singular importancia a la hora de enfrentarse con el gran problema que significa la conformación de la conciencia judía. No estamos en condiciones de dilucidar la cuestión que muchas veces se plantea: ¿ese texto que el rey Josías hace leer el 622 fue simplemente encontrado, como el texto bíblico pretende, o se trata de fijar la redacción del mismo copiándolo o adaptándolo de nuevo? El descubrimiento y análisis de cuerpos legales y documentos de otros pueblos orientales nos revela que los preceptos e instituciones reflejados en las partes supuestamente más antiguas de la Biblia coinciden con los de sus coetáneos. De modo que si se hizo una puesta en limpio de escritos anteriores no tenemos por qué suponer que se tratara de una redacción ex novo.
De cualquier modo el objetivo que se perseguía por Wellhausen y sus continuadores, demostrar falta de originalidad en el pensamiento y la fe judíos, tampoco puede sostenerse. Pues los métodos de la Antropología cultural y de la Historia comparada de las religiones, demuestran que es imposible explicar el radical monoteísmo de Israel por influencias exteriores, ya que se trata de unas categorías que fuera de él no se daban. Tampoco parece ser el resultado de una simple evolución cultural interna: en los siglos anteriores a Josías la resistencia al mandato de Yahvé se había hecho más fuerte. El monoteísmo hebreo es más complejo y se encuentra a mucha distancia por encima de las más elevadas reflexiones que entonces pudieran producirse. Abraham Malamat, profesor de la Universidad hebrea de Jerusalem, lo explica con estas precisas palabras: «La religión monoteísta, fenómeno original israelí, no determinado por el mundo pagano circundante, se apoya en una concepción polarizada de Yahvé como divinidad nacional y, al mismo tiempo, cósmico-universal».
A los historiadores importa mucho no perderse en los pasillos de un debate sin fin. Saben que es imposible disponer de un esquema claro, concreto y fundado sobre argumentos demostrables, acerca de cómo fue compuesta la Biblia. Dejan esta tarea a los escrituristas más expertos, convencidos de que se van dando pasos que permiten aclarar muchos puntos. En este momento hay tres afirmaciones compartidas por la inmensa mayoría de los especialistas: a) la base inicial, de naturaleza jurídica y teológica, puede remontarse a muchos siglos antes de que se pusiera por escrito en la forma en que ha llegado hasta nosotros, incluyendo en tales orígenes el tiempo de Moisés; b) se aprecia en ella una continuidad que es consecuencia de la firmeza con que se ha sostenido la conciencia religiosa, arraigada en un pueblo; y, c) hay, seguramente, relaciones cultas que son posteriores a los episodios relatados y a las circunstancias en que se formularon las enseñanzas. Se trata de un fenómeno normal.