1. Es sumamente difícil, para un no judío, llegar a percatarse con exactitud de lo que significan exactamente esas dos palabras hebreas, Yeretz Yisrael, esto es, la Tierra. Siendo una constante, religiosa e histórica, su significado se acentúa en aquellos momentos en que el Pueblo se ve sometido a especiales tensiones. Werblowsky y Wigoder lo expresan así: «En el curso del tiempo la tierra de Israel llegó a ser una entidad halakhica y por tanto teológica, sin referencia al territorio poseído de hecho u ocupado por judíos. La tierra era considerada como inalienable regalo de Dios a Su pueblo y parte de la Alianza divina». Por eso, en tiempos cercanos a nosotros, los proyectos de asentamiento en lugares distintos a Palestina tuvieron que ser abandonados. En último término la propiedad de esa tierra corresponde a Dios y a los judíos únicamente su posesión. Esa vinculación espiritual fue expresada durante siglos mediante una oración incluida en el seder de Pesah, la Pascua: «el año que viene en Jerusalem».
Las conquistas ejecutadas por los Asmoneos, seguidas de compulsiva judaización, tuvieron como resultado que, en los tiempos de Juan Hircano y Alejandro Jannai se abriera paso una conciencia de que toda Palestina, en el sentido más pleno de esta palabra, debía considerarse Eretz Yisrael. Resistieron a esta imposición algunas ciudades fuertemente helenizadas y, en cierto modo, los samaritanos: pero estas excepciones no afectaban a la regla. Palestina era Israel. Tampoco debe equivocarnos el hecho de que la población árabe instalada hoy en aquellos territorios se denomine a sí mismo palestina, pues su llegada fue muy posterior a la de los judíos, que nunca dejaron de habitar en dicho espacio, aunque el número se redujera en ciertas ocasiones.
En este espacio se hacía la distinción entre dos grandes regiones, cada una de las cuales aglutinaba comarcas menores: Galilea al norte, Judea al Sur. Y entre ambas, Samaría. La participación activa en el comercio mediterráneo explica la presencia de una población no judía, venida algunas veces de muy lejos. Judea prolongaba su importancia por medio de un camino transversal que hacia el norte conducía al Carmelo y hacia el sur, atravesando Idumea, llegaba a la península del Sinaí. Muchos de los judíos eran, por su etnia, árabes. La prosperidad de Jerusalem, y de toda Judea dependía de la facilidad con que pudieran mantenerse abiertas las comunicaciones entre el mar y los mercados árabes del interior, punto de partida para las grandes caravanas.
En cuanto a la economía, predominaban los rebaños ovinos, actividad fundamental, seguida de cerca por el comercio y relegando la agricultura a un tercer lugar. La gran reserva agrícola se hallaba en Galilea (Guelil significa círculo), cuya población, mezclada y de reciente acceso al judaísmo era considerada con desprecio. Se señalaban en ella dos partes, baja del mediodía formada por llanuras fértiles junto al lago, y alta septentrional, compuesta por elevaciones de poca altura aunque de vegetación intrincada. Josefo, que exagera probablemente en la estimación de sus moradores, consideraba a Galilea admirable por su riqueza agrícola. Había, sin embargo fuertes tensiones sociales ya que se daba aquí un fenómeno de concentración de la propiedad que permitía a muchos titulares de fincas vivir lejos de la tierra cobrando sus rentas por medio de duros administradores. Los habitantes de las ciudades estaban más fuertemente helenizados. Para los administradores romanos, Galilea iba a convertirse en un buen quebradero de cabeza, por las frecuentes rebeliones y el bandidaje.
Batanea (Banias), Gaulanitide y Traconítide se englobaban en la misma administración que Galilea dando unidad al lago, cuyo nombre, Genesareth obedece a la forma de cítara que tenía. Contribuían a asegurar su estructura económica: Magdala, Betsaida, Cafarnaum, Corazain son los nombres que se asocian a la primera predicación evangélica. Especialmente Cafarnaum que desempeñaba papel importante en el tráfico mercantil y que poseía ya una gran sinagoga, cuyos cimientos han sido descubiertos en época muy cercana a nosotros. La fundación de Tiberíades (26 d.C.) por Herodes Antipas pudo obedecer al propósito de controlar todas las ciudades del entorno. Los rabinos la declararon maldita porque se había edificado sobre el solar de un antiguo cementerio judío.
Los halakhot, recopilaciones de la Ley Oral, aceptaban diferencias en las costumbres a seguir entre las tres regiones, Judea, Galilea y Perea, aunque éstas no afectaban a la unidad sustancial del judaísmo: el Templo era único y las interpretaciones de maestros y escribas aceptadas sin discernimiento. Los habitantes de Jerusalem y su entorno blasonaban de una especie de superioridad en los linajes y miraban a los galileos como gente mezclada. A su vez los galileos empleaban en lenguaje corriente el término judíos como si ellos no lo fuesen. Es cierto que en Galilea abundaban los núcleos fuertemente helenizados e incluso idólatras. El judaísmo galileo, que era predominante absoluto, se hallaba más próximo de la sencilla mentalidad de los campesinos y se mostraba poco propicio a las elucubraciones de las sectas o escuelas filosóficas. Flavio Josefo, que la gobernó en los primeros años de la revuelta del 66 dice que Galilea era el paraíso de los bandidos.
2. Desde la época de los Asmoneos y, con más claridad, durante el reinado de Herodes, la célula esencial para la administración territorial era la ciudad con su entorno inmediato: es lo que, de acuerdo con los esquemas helenísticos, recibía el nombre de toparquía. Salvo en Jerusalem y en las polis no judías, el modelo se encuentra aplicado de manera muy imperfecta. Aunque tenemos insuficientes noticias acerca del funcionamiento de la administración tanto en la capital como en los otros núcleos del tipo de Cafarnaum, no parece erróneo suponer que se produjera una convivencia entre instituciones helénicas y puramente judías. Los repobladores de Jerusalem y su entorno, volviendo del exilio, no estaban en condiciones de reconstruir la vida como en el tiempo pasado; tuvieron que acomodarse a las disposiciones persas y luego a las griegas.
Como dato más significativo tenemos que señalar el fin del profetismo y la elevación de los sacerdotes (cohen) a la condición de dirigentes naturales del Pueblo. Los escritos de Qumram, en los siglos II y I a. C. evidencian el respeto que se les otorgaba. Habían renunciado estos dirigentes del Templo a ciertos maximalismos; la decepción que acompañó a la segunda y tercera generación de los Asmoneos influyó en que llegara a identificarse el judaísmo con el cumplimiento estricto de los deberes insertos en la Ley. Quienes así obraban merecían el nombre de justos que se reservaba a muy pocas personas. Los gobernantes que eran capaces de asegurar el cumplimiento de los deberes religiosos, podían confiar en que no tropezarían con serias revueltas: ni siquiera Herodes, tan envuelto en guerras y conflictos exteriores, tuvo grandes problemas. Si aceptamos las noticias tardías del Talmud en cada ciudad existía un consejo con poderes judiciales que recibía sistemáticamente el conocido nombre de synedrion que coincide con el sanhedrin hebreo; formado por veintitrés personas, sus funciones principales se referían a la conservación del orden y la percepción de impuestos.
Pero en Jerusalem, además de este Consejo, «pequeño Sanhedrin», que componían treinta y tres personas a causa del tamaño de la ciudad, había un Gran Sanhedrin de setenta y un miembros, presidido por el Sumo Sacerdote (cohen gadol) que se ocupaba de los asuntos que afectaban a todo el pueblo de Israel. Es a éste a quien se refieren los evangelistas al describir el proceso contra Jesús de Nazareth. Íntimamente ligado al Templo, parece que el Sanhedrin experimentó cambios importantes en su poder y funciones a lo largo del siglo I a.C. En la época de los Asmoneos compartía con el etnarca y Sumo Sacerdote muchas de las responsabilidades del gobierno y se le reconocía jurisdicción suficiente para entender en aquellas causas en que aparecían implicados reyes o sacerdotes, que exigían una interpretación de la ley, o respondían a denuncias contra falsos profetas. Josefo se refiere al Gran Sanhedrin como un Consejo de ancianos (gerousia) en el sentido helénico del término. De hecho así era en su tiempo; independiente del poder temporal, reflejaba los intereses y opiniones del cuerpo sacerdotal. Pero antes, cuando las dos potestades de etnarca y sacerdote estaban unidas, no era así. Durante la jefatura de Hircano II consta que tomaba parte en decisiones de gobierno.
Los fariseos, que fueran excluidos del Sanhedrin por Juan Hircano, fueron readmitidos, como indicamos, por Alejandra Salomé; la reina buscaba cuidadosamente un equilibrio entre la aristocracia sacerdotal, predominantemente saducea, y los doctores de la Ley y escribas, entre los que abundaban los fariseos, buscando de este modo un equilibrio entre ambas sectas y no un simple relevo. Hay datos que permiten comprobar cómo ese equilibrio llegó a hacerse permanente: los evangelistas, que reflejan la situación de mediados del siglo I, hacen referencias múltiples a sacerdotes, ancianos y escribas, como si fuesen tres rangos distintos dentro del Templo. Por otra parte Flavio Josefo, que escribe después del año 70 nos informa de que, en el seno del Sanhedrin, en la época de Herodes, había llegado a constituirse una especie de Consejo superior, formado por el Sumo Sacerdote, el Tesorero y aquellos diez miembros conocidos como «primeros», de modo que el pleno de la Asamblea sólo tenía que convocarse en ocasiones importantes.
Naturalmente se trata de una cuestión que ha preocupado mucho a historiadores judíos y cristianos: ¿hasta dónde llegaba el poder judicial del Sanhedrin en el momento de la sentencia contra Jesús? No se discute la autoridad moral que el Sanhedrin podía ejercer sobre todos los judíos, de Palestina o de la Diáspora. Lo que se encuentra en debate es la responsabilidad en el acontecimiento clave de la crucifixión de Jesús, ordenada por el procurador romano Poncio Pilato porque, según la tradición cristiana, el Sanhedrin no tenía poderes para condenar a muerte. La pregunta que un importante autor judío, Andrés Chouraqui, ha formulado recientemente es ésta: ¿hasta dónde estaba autorizados moralmente los miembros del Sanhedrin para hacer entrega de un judío a las autoridades de ocupación para que éstas le ejecutaran? Durante siglos la tradición judía ha sostenido, como Rabi Yehiel afirmara en el interrogatorio de Paris de 1240, que la sentencia contra Jesús había sido justa porque « no sólo hizo esto —se refería a rechazar la tradición— sino que defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe». Por consiguiente desde este punto de vista, el Sanhedrin, aquel año 29, no había hecho otra cosa que cumplir con su deber.
Pero menos de un siglo antes, en la época de Hircano II, parece que el Sanhedrin tenía potestad para juzgar todos aquellos casos que eran de índole religiosa y, en grado de apelación, sobre los litigios en todo el territorio. Parece que en casos como el adulterio sorprendido in fraganti o la blasfemia pública, la sentencia dictada, muerte por lapidación, daba lugar a una especie de vindicta popular. En cambio en aquellos delitos de índole exclusivamente criminal o política o nunca tuvo poder para dictar sentencia o le fue retirado antes de que se instalara el gobierno romano. «Bajo Herodes y sus sucesores (todos designados por los romanos) la autoridad del Gran Sanhedrin quedó confinada a los asuntos puramente religiosos» (Werblowski).
3. El Pueblo de Israel ha contado con un solo Templo, Casa de Dios, edificado como hemos visto por Salomón en el siglo X y destruido por Nebukadrezzar II el –587. Ciro autorizó su reconstrucción en el mismo lugar, monte Moriah. Fue profanado entre los años 167 y 165 por orden de Antíoco IV —el tiempo de la «abominación»— fue objeto de nueva consagración, rememorada mediante la fiesta de Hanukhah. Todavía tendría que sufrir una profanación por parte de Pompeyo, dando Herodes la oportunidad de proceder a una remodelación en que se empleó un equipo de mil albañiles, elevados al rango sacerdotal para evitar riesgos. Diariamente hasta el año 70 se ofrecería allí el sacrificio en nombre del Pueblo. El cohen gadol, que por influencia romana llamamos Sumo Pontífice, era el único que podía acceder al Santo. Todo fue destruido en la mencionada fecha. Desde entonces la explanada del Templo permanece desolada y en ella se han edificado un monumento, el santuario de la Roca, y una mezquita, ambos musulmanes.
Los Asmoneos, aunque acumularan los dos oficios de etnarca y cohen mantuvieron su separación de modo que los Herodianos que, por su origen, no podían ostentar el sacerdocio, tuvieron que admitir personas distintas, aprovechando, sin embargo, la oportunidad, para despojarle de su doble condición de vitalicio y hereditario. Parece seguro que quienes como Hanna (el Más de la tradición cristiana) desempeñaba el oficio, conservaba cierta condición superior el resto de su vida. Los miembros del linaje sacerdotal constituían una aristocracia cerrada que el apellido Cohen ha traído hasta nuestros días. Estaban obligados a observar una rigurosa pureza.
El linaje sacerdotal, descendiente de Aaron, en la tribu de Levi, conservaba cuidadosamente sus listas; aunque era condición indispensable ser aaronita, no todos recibían el sacerdocio. Se hacía cuidadosa selección y los escogidos tenían que pasar por largos períodos de entrenamiento y someterse a ceremonias consecratorias que se prolongaban durante siete días. A cambio recibían los veinticuatro privilegios sacerdotales que suponían, entre otras cosas, la participación en las limosnas y ofrendas del Templo. El sacrificio público diario era un gran acontecimiento, del que se hacía depender la vida misma del Pueblo, en cuanto que hacía manifiesta su Alianza con Yahvé; por eso debía cuidarse hasta en sus menores detalles. La preparación teológica y litúrgica de los sacerdotes, era tarea ininterrumpida.
En consecuencia, el Templo llegó a convertirse en una institución muy compleja, en la que el estudio desempeñaba papel importante. Los levitas, aunque no fuesen sacerdotes, tenían asignadas funciones sacras importantes como cantores, administradores o porteros. Para asegurar la permanente alabanza a Dios, misión que el Señor mismo encomendara a Israel, lote de su heredad, nación consagrada, pueblo sacerdotal, se había dividido a sacerdotes y levitas en 24 secciones —que era tanto como dividir al Pueblo en sí mismo— para que, mediante servicio continuado, no se interrumpiera la misión. Es difícil, para los hombres de nuestro tiempo, percatarse de lo que entonces significa formar parte del Pueblo de Dios.
Al Templo correspondía el sacrificio, pero el gran instrumento para difundir las enseñanzas en torno a la Ley y su cumplimiento, era ya la sinagoga (bet ha-nesset = casa de reunión). La palabra podía aplicarse tanto a la comunidad judía como al edificio o lugar donde dicha comunidad se reunía. Entre las muchas hipótesis formuladas en torno al origen de la institución la más plausible es la que la relaciona con el exilio en Babilonia. En Ezequiel, 11, 15-16, se la describe como mikdash me’at (pequeño santuario). Esto explica que las sinagogas pudiesen suplir el culto divino en las comunidades alejadas de Jerusalem. A finales del siglo I a.C. se practicaba ya en la sinagoga un verdadero culto, consistente, como hasta hoy, en alabanza, oración, lectura y comentarios, acciones todas que tienden a aproximar el hombre a Dios por medio de la Torah. El culto cristiano ha heredado ese culto sinagogal en la que llama liturgia de la palabra.
La sinagoga no es una especie de alternativa sustitutoria para el Templo perdido; podríamos decir que completaba entonces las funciones de éste. Aunque no es posible manejar datos concretos, es presumible que existiera una en el propio Templo. Las circunstancias tensas que se vivieron durante la época romana, y las guerras que condujeron a la destrucción de Jerusalem, propiciaron, de hecho, esa sustitución. Siendo un lugar para la enseñanza se admitía que los no judíos pudiesen acudir, manteniéndose en el umbral; una costumbre que aplicará después el cristianismo para sus catecúmenos. En la sinagoga se hacían la lectura y comentario sistemático de la Torah y también de los Profetas, cantándose los Salmos. No había personal adscrito pero sí un maestro o rabbí. La relación entre estos primeros maestros y el rabbinato contemporáneo es bastante remota.
En la comunidad judía de que la sinagoga era expresión existía como dejamos apuntado, un consejo de ancianos dotado de cierta autoridad que cuidaba del edificio y de las celebraciones, al cual presidía una persona notable, archisinagogo. Jefe espiritual de la comunidad, se encargaba de pasar la invitación a los lectores, cuidaba del servicio divino, podía pedir a un forastero que se dirigiese a los asistentes y representaba a los suyos en las relaciones con las autoridades laicas entonces establecidas.
4. Los judíos de la época del Segundo Templo afirmaban de sí mismos que ellos eran el Pueblo de la Torah. Dependiendo de la versión de los Setenta, los cristianos traducimos este término por Ley, cometiendo sin duda, un error de matización porque el significado es mucho más amplio, pues abarca conceptos como «enseñanza», «instrucción», «guía» y algunos otros relacionados con el entendimiento y la conducta. Se contienen en la Torah, además de normas precisas, una exposición de los principios morales, metas propuestas al hombre, explicaciones acerca de la naturaleza de la Creación. Por eso ha revestido una importancia tan grande para el desarrollo de la civilización. Se comprende que, además de la escrita, sea menester una Ley oral, tradición explicativa del Pentateuco, que con el tiempo, se fijaría también por escrito para evitar que se perdiera. La Torah lo significa todo en el judaísmo.
Pero la Torah no debe considerarse como una imposición: se trata de un regalo, el más espléndido que ha podido dar Yahvé a su pueblo. En las sinagogas se explicaba que la obediencia a la Ley se hace no con la tristeza del esclavo sino con la alegría del hijo, que tiene un tesoro. En la oración diaria del judío se incluye esta frase llena de sentido: «Que Él abra nuestro corazón a su Torah». Ella era el signo de aquella Alianza que algunos sectores como el que refleja el documento sadoquita o la Regla de Qumram, estaba siendo calificada ya de Antigua con la esperanza puesta en un próximo cumplimiento de la Promesa que debía renovarla, aunque no sustituirla. Las prescripciones, muy numerosas, estaban reclamando una obediencia pronta y, sobre todo, fiel. En esta exigencia radicaba, precisamente, el peligro de incurrir en excesos de mojigatería. Una tradición, sin duda legendaria, explica que el origen de la insurrección farisea contra Alejandro Jannai, que éste reprimió con gran dureza, había estado en que el etnarca-sacerdote había derramado el agua lustral en el suelo, en lugar de hacerlo en el altar, cometiendo de este modo un sacrilegio que dañaba a todo el pueblo.
Grave peligro de formalismo se cernía sobre la vida judía en la época del Segundo Templo; era más visible en los círculos cercanos a éste que en las sinagogas. Las ceremonias externas, gestos y palabras, la minucia excesiva de un ritual preocupado por no traspasar ninguna regla, por pequeña que fuese, podía situar en el mismo plano la profunda y rica vida interior que el judaísmo poseía y posee, y las meras prescripciones de un rito, oscureciendo aquélla. Los ritualistas —y esto sucede en las tres religiones monoteístas— incurren normalmente en el vicio de creerse justificados por el apego a las formas sin necesidad de operar una profunda conversión interior.
Preocupaciones serias en este sentido aparecen ya en los debates que, en aquella época, se estaban produciendo entre los grandes maestros designados unas veces como sopherim (escribas), otras como hakhanim (sabios) o, sencillamente como rabbis (maestros). A ellos incumbían tres tareas complementarias: estudiar la Torah, enseñarla a sus discípulos y dar respuesta en los casos morales prácticos que les eran consultados. En consecuencia las dotes personales de cada uno resultaban decisivas para la eficacia de su labor y el incremento de su fama. Una de las características del judaísmo era ya la variedad de corrientes y opiniones. No se consideraba deseable la unidad monolítica excepto en este punto: abrir el corazón para que en él pudiera anidar el gran regalo de Dios que es la Torah.
5. Los historiadores estamos acostumbrados a considerar que el judaísmo del Segundo Templo estuvo dividido en tres sectores fundamentales: saduceos, fariseos y esenios. M. Simón recomienda incluir entre las sectas «mayores» a los zelotes. De este modo se pierde de vista que, en realidad, se trataba de mino rías organizadas como verdaderos caminos o vías para «vivir más perfectamente» el judaísmo. Flavio Josefo, desde el interior de una de ellas, prefiere llamarlas filosofías y este término resulta probablemente más adecuado ya que las diferencias entre unas y otras no tocaban cuestiones de fe sino de doctrina, es decir, el modo de dar mejor cumplimiento a la Torah.
Hasta la época de Simón Macabeo, y desde finales del siglo III a.C., se señalaban dos actitudes contrapuestas: el predominio en la influencia parece haber correspondido a los que hemos llamado helenistas o helenófilos, porque defendían la plena incorporación de Israel al mundo griego, a su cultura y a sus estructuras socio-económicas. La resistencia, que encontraba sus principales apoyos entre las masas campesinas, estuvo dirigida por los hassidim. Es, sin duda, un error, identificar a los saduceos con los primeros y a los fariseos con los segundos, pues aunque puedan señalarse paralelismos y semejanzas, las diferencias eran muy notables y complejas. Ambos movimientos llegaron a término con la victoria de los Macabeos, aunque las actitudes y tendencias afloraron después. Restaurado el Templo y el sacrificio en su forma correcta e integrados finalmente todos los judíos en una etnarquía, parecían cesar los motivos de enfrentamiento. Desde Juan Hircano el proceso de helenización se había reanudado.
La mayor parte de la población palestina no se encuadraba en las sectas, que eran el equivalente de movimientos religiosos minoritarios de plena dedicación; quedaba englobada en esa calificación que hemos mencionado como ‘am ha-’aretz (gente de la tierra), y a la que el Talmud definirá, oponiéndola a los «justos» como formada por incumplidores de las normas de pureza, que no pagaban puntualmente el diezmo, ni recitaban la shemá doce veces al día, ni cuidaban de que sus hijos se formasen en el estudio de la Torah. Ignorantes y descuidados, no dejaban sin embargo, de considerarse judíos, mostrando amor y respeto hacía la religión. Son, en suma, los «pecadores» a que se refieren los textos evangélicos. Puede suponerse que proporcionaron el principal número de adeptos al cristianismo primitivo.
Los Tzedukin (saduceos) invocaban la memoria del primer Sacer dote, Sadoq, con quien se relacionaban también los Asmoneos. Fueron importante apoyo para esta dinastía, aunque su influencia experimentara un descenso tras la reforma de Salomé Alejandra (–76). Su principal característica estaba en el rechazo de la obligatoriedad de la Ley Oral. Flavio Josefo, ardiente fariseo, coincide con los evangelistas en su actitud desfavorable. Entre ambos caminos, saduceo y fariseo, los enfrentamientos fueron frecuentes y, a veces, violentos. A diferencia de los sadoquitas que descubrimos fuera de Palestina y de los cenobitas de Qumram, no explicaban cuál era su relación de dependencia con el Sumo Sacerdote, Sadoq. En las tradiciones talmúdicas se les presenta como verdaderos incrédulos y casi como materialistas epicúreos: negaban la resurrección de los muertos y la existencia de los ángeles. Según Josefo tampoco admitían la acción de la Divina Providencia sobre los hombres.
Se ha llegado a suponer que los saduceos, más que una secta religiosa, formaban un gran partido tradicionalista, al que pertenecían preferentemente los sacerdotes, pero que se sentía ligado, en todo momento, al poder constituido, buscando, mediante concesiones, la supervivencia de Israel. No podemos decir de ellos que menospreciasen la Torah; en una actitud que recuerda lo que será el protestantismo entre los cristianos, pretendían librarla de todas las adherencias e interpretaciones, por lo que rechazaban la tradicón contenida en la Ley Oral, sin percibirse, acaso, de que de este modo empobrecían el cumplimiento de la doctrina. De los antiguos helenistas heredaron una línea de conducta que podía parecer acomodaticia.
Los judíos piadosos criticaban a los saduceos por su tendencia a silenciar o prescindir de cuanto pudiera significar conflicto entre la religión judía y el helenismo. En cambio tendían a mostrarse más rigurosos que nadie en relación con el castigo de los delitos: por ejemplo declaraban que los amos eran responsables de las acciones que cometiesen sus criados. Algunas diferencias, señaladas con escándalo por los fariseos podían considerarse como verdaderas bagatelas: hacían fuerte hincapié en que la fiesta de las Semanas coincidiese con el primer día, esto es, nuestro domingo; en el Iom Kippur exigían que el Sumo Sacerdote entrara en el Santo con los carbones del incensario ya encendidos. Muy interesados en su propia fortuna admitían aportaciones individuales para sufragar los gastos del sacrificio mientras que los fariseos afirmaban que sólo era lícito acudir a la contribución general, llamada shekalim.
Para un historiador cristiano resulta muy difícil explicar con claridad qué representaba en su tiempo el movimiento de los fariseos; durante siglos esta palabra ha sido utilizada en el lenguaje corriente, como una equivalencia a la de hipócrita solapado; sin embargo, es evidente que el cristianismo se encuentra más cerca de esta vía que de las demás. Enemigos demasiado cordiales para que pudieran ser ignorados. El término perushim significa separados. Debe entenderse como apartamiento de aquellos otros judíos que cumplían mal, o dejaban de hacerlo en absoluto, los muy numerosos preceptos. Abundaban entre ellos los inclinados al nacionalismo: reprochaban a los cristianos que se hubieran apartado radicalmente en ocasión de producirse la gran revuelta, pero lo cierto es que muchos rabinos también lo hicieron y Josefo, pese a su patriotismo, se puso al servicio de Tito cambiando su apellido, bar Matatías, por el de Flavio. Algunas veces les gustaba calificarse de «piadosos» lo que ha sido origen de que se les considerara continuadores de los antiguos hassidim. Insistiendo en este aspecto invocaban la memoria de Simón el Justo; en la misma medida en que consideraban a los ‘am ha-’aretz genéricamente como pecadores, afirmaban de sí mismos que eran «justos».
No es posible considerar al fariseísmo simplemente como una secta en el sentido que damos hoy a esta palabra, es decir, organización disciplinada bajo las directrices y programa de un fundador; se adherían a él judíos que aspiraban a vivir de manera absoluta y plena su religión. Pero esta decisión fundamental resultaba compatible con una diversidad en las actitudes y en la conducta. Socialmente podrían describirse como un grupo de intelectuales de muy diversas procedencias, que contaban con amplio respaldo popular; eran famosos por la habilidad que demostraban en la interpretación de la ley y por la rigurosidad con que la obedecían. Su conducta bien podría sintetizarse en la máxima de cumplir los preceptos «hasta la última yod». Insistían especialmente en exigir la fe en Dios Único, Creador y Providente, en el amor a los mandamientos, la creencia en los ángeles y la resurrección de los muertos y en la regla de oro que completaba la shemá con el mandato de «amar al prójimo como a ti mismo». Rechazaban las novedades. Pagaban el diezmo de todos los frutos, incluso los dudosos, y trataban de conservarse en un estado permanente de pureza legal. Había diferencias entre los diversos haverim en cuanto al riguroso cumplimiento de la ley.
Al lado de la inmortalidad del alma, la resurreción de los muertos, la acción intermediaria de los ángeles y la existencia de una guía providencial de Dios sobre la Historia, el fariseísmo hacía hincapié en el libre albedrío. Con esto se abría paso la convicción de que, en las acciones morales, lo más importante es la intención con que se realizan, y la responsabilidad. De ahí que rechazasen la doctrina que inculpaba al amo de las maldades cometidas por su esclavo. El motivo principal de sus fricciones con los saduceos radicaba en que rechazaban que el Sumo Sacerdote tuviera el monopolio de la interpretación de la ley; tal función correspondía a los sabios que la estudiaban y conocían a fondo. De modo que la principal aportación del fariseísmo al pensamiento judío posterior consistió seguramente en este axioma: la Torah es un tesoro de tal naturaleza, regalo divino de tal precio que, si el hombre no estuviese cegado por el pecado y sus consecuencias, se adheriría a ella con todas sus fuerzas y no se preocuparía de otra cosa. En consecuencia, el conocimiento y observancia de sus preceptos constituye el mejor modo de abrirle el corazón.
Había un riesgo: la exactitud puesta en el cumplimiento de las normas —algo que podía arrastrar al formalismo— produce en el ser humano una alegría interior cuya raíz última procedía del hecho de descubrirse a sí mismo como distinto, separado, de los demás hombres. Esta actitud podía conducir al hermetismo esterilizador y a la soberbia personal. Conviene, sin embargo, insistir en los aspectos positivos de sus enseñanzas. Una de las claves se encuentra en el descubrimiento y respeto por la condición libre de la naturaleza humana: no debe confundirse con independencia en la conducta moral sino asignarse a la responsabilidad. La ejercían precisamente al elegir un cumplimiento pleno y riguroso de la Torah, especialmente en sus aspectos externos más visibles, sabbath, pureza legal, pago del diezmo, ya que de esta manera mostraban al Pueblo por dónde iba la pureza interior. Es pecado cualquier transgresión de la Ley, aun en aquellos casos en que a nadie pudiera culparse ya que faltaba la intención, pues objetivamente permanece el hecho de que se había roto la alianza que existe entre Dios, su Pueblo, y los hombres, alterando inexcusablemente el orden establecido en la Creación. La transgresión puede y debe ser reparada mediante una compensación del daño causado y también mediante un cambio en la conducta del sujeto. Por eso consideraban tan importante el arrepentimiento. Que muchos fariseos esperasen la pronta liberación de Israel y se adhiriesen a los movimientos de revuelta no justifica la acusación de sediciosos que contra ellos lanzaron a veces los saduceos; la actitud política era secundaria, dentro de las enseñanzas de su escuela: lo importante era la norma religiosa: halakhah.
6. El esenismo es un fenómeno muy mal conocido, difícil de identificar. A la vista de los hallazgos efectuados en las cuevas de Qumram y de la probable pertenencia de la comunidad cenobítica instalada en sus inmediaciones a esta corriente, los historiadores se han sentido inclinados a identificar a los esenios con lo que nos dicen estos manuscritos y de manera especial el Manual de disciplina. Pero ni está probado de manera irrebatible que los qumranitas fuesen esenios, ni tenemos motivo para suponer que constituyesen la forma única de manifestarse esta corriente. El esenismo parece haber sido algo muy distinto de una secta, organización o movimiento monovalente, pudiendo considerarse como una tendencia o modo de vida que adoptaban grupos que eran bastante diferentes entre sí. Dejó de existir, sin huellas, tras la destrucción del Segundo Templo.
El mismo nombre, esenios, parece derivar de la traducción al griego de un vocablo arameo que coincide con el significado piadoso de los hassidim. Esto obligaría a buscar también alguna relación de semejanza con el fariseísmo, aunque la reverencia por el sacerdocio distingue bien a los qumranitas. Teniendo en cuenta las divergencias y debates que se han producido en torno a Qumram —sobre esto volveremos— parece conveniente hacer un primer planteamiento desde las fuentes literarias. Disponemos de tres que proporcionan noticias muy escuetas: Flavio Josefo, que habitó durante tres años en una de sus comunidades, los describe como una especie de dulces objetores de conciencia; Filón de Alejandría nos da unos pocos detalles acerca de su vida en común; y Plinio el Viejo los describe como «gente muy singular, por encima de todas las demás».
Filón —incluyendo en esta referencia el libro Quod omnis probus liber que se le atribuye sin que pueda probarse la autoría— afirma que, en su tiempo, los esenios eran unos cuatro mil y que vivían repartidos por todas las aldeas de Israel, poseyendo una comunidad vecina al mar Muerto. Eusebio de Cesarea, plataforma para la concepción teológica de un Imperio cristiano, reproduce el texto de Filón destacando dos notas características: practicaban la comunidad de bienes en forma tal que, quienes de entre ellos se dedicaban al comercio, entregaban a la comunidad todas sus ganancias. Consideraban a la mujer tan radicalmente corrompida que se abstenían en absoluto de toda relación sexual o la limitaban al mínimo imprescindible para lograr la procreación. De hecho parece que se habían formado dos grupos distintos, el de aquellos que parcticaban un rigurosos celibato y el de aquellos otros que contraían matrimonio precisamente para asegurar descendencia. Josefo añade que su halakhah era aun más rigurosa que la de los fariseos especialmente en lo referido a las normas dietéticas, a la pureza ritual y a la observancia del sabbath. La teoría de Köhler, que recomendaba considerar como esenios aquellos Libros apócrifos que giran en torno al Libro de Enoch, ha recibido un refuerzo si aceptamos que el esenismo era la esencia del cenobio de Qumram. Sin embargo, es preciso no restringir los límites. Otros apócrifos como el Libro de los Jubilñeos, el llamado Testamento de los doce patriarcas o el Testamento de Job se inscriben dentro de un amplio ascetismo. En estos asuntos nos movemos en el terreno de la pura hipótesis.
En conclusión: podemos admitir que el esenismo era más una forma de vida religiosa que una doctrina específica; al acentuar las tendencias al rigorismo y la separación de los otros judíos, tendían al aislamiento. Muy ortodoxos en cuanto a su fe, poseían, según parece, enseñanzas secretas que se comunicaban a modo de iniciación, prohibiendo comunicarlas a los extraños. A aquellos que aspiraban a ingresar en sus comunidades se exigían pruebas que garantizasen contra posteriores debilidades y desvíos. Suya era, también, la peculiar espiritualidad del desierto, que tan importante llegó a ser en los inicios de la Iglesia. Seguramente precedieron en el tiempo a los fariseos ya que la más antigua mención de los esenios aparece asociada a un visionario llamado Judas que el año 105 a.C. predijo la muerte de Aristóbulo. Plinio los describe como verdaderos anacoretas, aunque esta condición parece referirse únicamente a un sector de ellos. No se puede definir el esenismo como una forma de vida monástica.
Pasemos ahora a los datos que acerca de la vida cenobítica nos proporcionan los documentos de Qumram, pues nos ayudan a comprender otros de los aspectos de la vida judía. Los que formaban aquella comunidad no pueden ser considerados como desviacionistas de ninguna especie: plenamente identificados con la fe mosaica, pretendían vivirla de un modo radical, cumpliendo plenamente las prescripciones de la Ley y buscando, además, mediante un absoluto desprendimiento de los bienes temporales y de los compromisos con el mundo, el encuentro interior con la Voluntad de Dios. En Qumram adquiría nuevas dimensiones el enfrentamiento entre judaísmo y helenismo: por eso los romanos (kittim), aparecen como vehículos para la perversión que producen la idolatría y el materialismo. No debe extrañarnos la tensión anímica que movió a los miembros de la comunidad a comprometerse en el alzamiento que trajo la catástrofe del año 70. Entonces desapareció legando, escondido, el tesoro de sus libros en ánforas ocultas durante siglos a los ojos de los hombres.
El signo externo era un vestido blanco sujeto por medio de un ceñidor; de este modo se manifestaba la pureza interior, la más importante. Para insistir en ella recurrían a frecuentes ceremonias lustrales con agua. Esclavitud y sexo eran considerados impuros en sí mismos, de modo que quienes se ocupaban de la procreación te nían conciencia de un estado de impureza que exigía muy rigurosas reparaciones. Sabemos que en el cenobio de Qumram vivían niños, pero éstos pueden haber venido de fuera, como sucedería más tarde con los oblatos de los monasterios cristianos. Estaba rigurosamente prohibido el juramento —es imposible para cualquier hombre alcanzar la perfección si no es capaz de mantener su palabra diciendo sí y no, como los moralmente rectos— y se recomendaba vivamente observar el silencio.
El Manual de Disciplina y la Regla de la comunidad, nos aclaran bien las noticias fragmentarias proporcionadas por Flavio Josefo. Los esenios no se mantenían al margen del sacerdocio, sino que reconocían en él una clave religiosa: todas las comidas en común, a las que únicamente eran admitidos los que habían superado las rigurosas pruebas, estaban presididas por un cohen. El desierto proporcionaba conocimiento muy importantes sobre plantas comestibles y medicinales desconocidas para los demás, las cuales hacían posible la supervivencia en aquel extremado rigor y ascetismo. Pero, sobre todo, propiciaba situaciones anímicas muy especiales: silencio y soledad ponían a los hombres en contacto con los ángeles y, de modo mediato, también les hacía sentirse en presencia de Dios. Entre los qumranitas la jornada se iniciaba antes del amanecer a fin de estar en condiciones de saludar en oración el nacimiento del nuevo día: como en los cenobios cristianos posteriores, un horario preciso establecía la alternancia entre trabajo y oración; pero ambas actividades cesaban después de la comida del mediodía pues la tarde tenía que emplearse en la lectura y comentario de la Escritura.
Josefo añade detalles curiosos que son sin duda fidedignos: aunque los esenios reconocían el Templo como único centro para la santidad y enviaban allí sus ofrendas, no participaban en el sacrificio diario, sin duda porque no aceptaban la legitimidad de los sacerdotes que entonces oficiaban. Como una consecuencia de este rechazo tampoco mantenían relaciones de obediencia con el Sanhedrin, rechazando las modificaciones introducidas en el calendario. Siguieron, en consecuencia celebrando la Pascua y el Kippur de acuerdo con los cálculos antiguos.
7. En inmediata relación con Judea se hallaba Alejandría. Aquí, como en Berenice, la comunidad judía había sido reconocida como politeuma, es decir, provista de las instituciones necesarias para su administración. Los israelitas no podían ser considerados como ciudadanos, politai, ya que esto les hubiera obligado a participar en los cultos idolátricos. Pero el estatus a ellos otorgado les convertía en algo muy distinto de extranjeros domiciliados. Una especie de isopoliteía, equiparación, unida al estatus de religión lícita permitió un crecimiento de tal naturaleza que puede decirse que la irradiación del saber judío con todas sus consecuencias, tuvo un sabor alejandrino más que ierosolimitano. El enfrentamiento entre judaísmo y helenismo se produjo allí bajo unas coordenadas diferentes: manteniendo con rigor la Torah, los alejandrinos trataban de demostrar que su pensamiento y su saber nada tenían que envidiar a los de los griegos. El esfuerzo significado por la Biblia de los Setenta así lo demuestra.
Los sabios judíos del ámbito alejandrino se negaron a reconocer que hubiera impedimentos religiosos a la hora de compartir los avances científicos del helenismo. Desde estos círculos de opinión se desarrollaría la curiosa leyenda de que los grandes filósofos griegos, como Platón, que alcanzaran a descubrir la existencia de Dios, primer Motor para el Universo, habían tenido conocimiento indirecto de la Escritura por lo que podían considerarse como discípulos, lejanos, de Moisés. La traducción al griego hace que nosotros empleemos Biblia, Pentateuco, Génesis, etc., en relación con la Sagrada Escritura. A veces los alejandrinos se referían a Yahvé como Theos Hypsistos, que puede literalmente traducirse por Dios Altísimo; sabemos que bajo esta advocación fue consagrada una sinagoga en Egipto a principios del siglo II a.C. Tales expresiones podían inducir a alguna confusión: de ahí que en la rigurosa Jerusalem se mirase con cierta prevención a los «helenistas» es decir, los judíos que hablaban griego y habían sido educados en esta línea. La proximidad entre Zeus Sabathios y Elohim Sabaoth causaba preocupación. Mediante tales formas externas griegas las autoridades alejandrinas pudieron llegar a creer que los judíos estaban próximos a ingresar en el sincretismo.
No era cierto. Si apartamos algunas formas exteriores, como el vestido, el idioma y la coincidencia de ciertas expresiones, fue muy poco lo que el judaísmo extrajo del helenismo alejandrino, aunque es preciso reconocer que éste le obligó a pensar y a replantearse los problemas. Había profundas diferencias de fondo en lo referido a la concepción del hombre y de la naturaleza. Señalemos especialmente cuatro que nos ayudarán a comprender muchos sucesos posteriores:
a) el concepto de libertad que para los judíos es un don natural otorgado por Dios al hombre a fin de que pueda adherirse a la Voluntad divina expresada en la Torah, mientras que para los griegos eran una especie de autonomía en el obrar, referida al hombre mismo;
b) la noción de sabiduría que para los griegos era tan sólo una conquista humana, mientras que los judíos la identificaban con el temor y la obediencia a Dios inmutable;
c) el orden moral, visible en una muchedumbre de aspectos relacionados con la dignidad humana y que se apreciaban, sobre todo, en el trato radicalmente distinto que se hacía en relación con el sexo y el matrimonio; y,
d) sobre todo la noción misma de Dios que era en la fe judía Trascendente absoluto mientras que el pensamiento griego tendía a presentarlo como un primer Motor.
De ahí se derivaron radicales diferencias en cuanto a la interpretación del devenir histórico, las cuales afectaban a la concepción del tiempo. Para los griegos el hombre está sujeto al destino que se cumple de modo inexorable. Al historiador corresponde descubrir las leyes por las que dicho destino de gobierno, no con propósito de evitarlo, sino simplemente de resistirse a él o para buscar conveniente acomodo: en este sentido se pretende decir que la Historia es «maestra de la vida». De modo semejante, y como una consecuencia de este principio se pensaba que los individuos no era adecuados protagonistas: las «polis» especialmente Roma, dueña del mundo, tenían sustancialidad suficiente. Eterna Roma que, guiada por el destino, estaba empezando a cumplir su misión: «tu regere imperio populos, romane, memento, haec tibi erunt artes». En este sentido quedaba muy escaso margen a la libertad. Polibio había descubierto que una ley de sucesión interna regía a las polis y también a los imperios, ley de desgaste y degradación, que se parece a la que rige la vida de los seres: infancia, adolescencia, madurez, decrepitud y muerte. Pues ¿quién puede librarse del destino? El suceder histórico se convierte en un ciclo de repetición.
Una de las principales aportaciones del judaísmo, que madura en la época del Segundo Templo, es precisamente aquella que interpreta el suceder histórico como una línea, que tiene un origen y una meta como todo lo que sale de las manos de Dios. Pues Dios es el verdadero motor de la Historia. Esta doctrina había comenzado a perfilarse en el siglo VII a.C. con el profeta Amós: existe un «plan de Dios» que se está cumpliendo por medio de los hombres y del que la lucha contra la idolatría es uno de sus aspectos principales. Dentro de ese plan se inscribe la misión confiada al Pueblo de Israel: guiar a la Humanidad hacia una plenitud de los tiempos en que todos los rostros se tornarán hacia Jerusalem, que es precisamente el Santo. De la fidelidad de Israel, de su esfuerzo libremente asumido, depende que se acorte el tiempo de la espera en tensión. Isaías y Jeremías ya habían anunciado que el sufrimiento formaba parte de esa misión.
A finales del siglo II a.C. el vaticinio de los profetas acerca de la segunda destrucción del Templo y su restauración parecía haberse cumplido: El Pueblo había vuelto a su tierra ‘«y no serán ya arrancados» de ella. Así lo recordaban las alegres danzas e himnos con que se celebraba la Hanukkah. Pecado, elección, caída, restauración, tales eran las etapas. El tercer Isaías, en quien culmina la visión universalista del monoteísmo, pasó a ser uno de los textos más comentados. Dos rollos de este profeta, uno muy completo, han sido descubiertos en Qumram. También el cristianismo relacionaba el comienzo de la predicación de Jesús con el rollo de Isaías.
Recientemente Martin Buber ha establecido una comparación entre Isaías y Platón considerándolos como las bases fundamentales en los conflictos anímicos de la Humanidad: para Platón, que hace de Dios la Suprema Razón del universo, la moral debe incluirse en la teoría del conocimiento, y es el medio de que el hombre se vale para someterse a las leyes de la Naturaleza; para Isaías la moral pertenece al ámbito de la conducta y se define como obediencia al plan establecido por Dios. En este segundo caso se realiza dentro del devenir histórico. «Se suele definir la religión de los hebreos como un monoteísmo ético», advierte León Dujovne, pero «cabe también definirla como un monoteísmo histórico».
Una especie de síntesis de esta interpretación de la Historia, hecha en el preciso momento en que va a producirse el levantamiento de los Macabeos, aparece en el Libro de Daniel con quien se cierra la Biblia hebrea: a él se incorpora la experiencia adquirida en el mundo helenístico. La acción del hombre, en su contexto histórico, no aparece sometida a las leyes de la Naturaleza, ya que su misión es precisamente dominarla. Aunque con sus actuaciones el hombre proceda en libertad, lo que de hecho se está cumpliendo en la Historia es el plan de Dios, celoso observador de la conducta moral de sus criaturas. Como una parte de este plan se presenta la elección del Pueblo, para hacerle depositario de la Verdad y capaz de comunicarla. Israel prevarica cuando, usando de su libertad, se aparta de la Voluntad de Dios haciéndose acreedor al castigo que consigo lleva siempre el pecado. Y lo ha hecho no una sino varias veces a lo largo de su trayectoria, por lo que merece ser calificado de «dura cerviz».
Dios se vale de los Cuatro Imperios como de instrumentos. Esa visión sirvió durante siglos, a judíos y a cristianos, para moldear la Historia total. Los Imperios se suceden y el devenir tiene un trazado de sucesión lineal y no de ciclo. El origen se encuentra en el pecado original y la meta en el «día del Señor». En medio reina, sin embargo, el producto de la libertad, ya que los hombres pueden responder al llamamiento que Dios les hace, o rechazarlo, acelerando, ralentizando o deteniendo ese movimiento que es verdadero progreso, alimentado siempre por la esperanza. La figura del Mesías próximo a llegar adquirió entonces un especial relieve.
8. Hay una diferencia entre el canon hebreo y el cristiano en relación con ese Libro de Daniel, pues los tres apéndices redactados únicamente en griego y que pasaron luego a la Vulgata latina —la historia de Susana, la de Bel y el dragón y el Canto de los tres jóvenes— no fueron aceptados en el primero. Esa especie de punto final no significó que los judíos interrumpieran la producción literaria de carácter nacional y religioso; al contrario, se trata de una época de gran fecundidad, incluyendo obras históricas que tuvieron mucha fama y se han perdido. Se puede establecer una diferencia entre los libros «deuterocanónicos» que no se diferencian mucho por su contenido de los admitidos en el canon, y «apócrifos» que no significa falsos, como a veces se cree sino oscuros o de difícil interpretación. Las obras descubiertas en Qumram y antes desconocidas pueden incluirse en la segunda categoría.
No es necesario que nos detengamos aquí en los variados aspectos que los debates entre filólogos, críticos e historiadores se han producido. Esta amplia literatura, que comparte en gran medida las visiones apocalípticas del Libro de Daniel, constituye una afirmación de la conciencia histórica de Israel. En un sentido muy estricto deberíamos considerar deuterocanónicos los Libros de los Macabeos, Esdras, Ecclesiastés, Sabiduría de Salomón, Tobías, Judith, las adiciones a Ester y Baruc. El más antiguo de todos es, al parecer, Kohelet, palabras del predicador hijo de David, rey de Israel, en Jerusalem, más conocido entre nosotros como Ecclesiastés, que data de la segunda mitad del siglo III a. C. Pesimista en la forma, no lo es en modo alguno en el fondo, ya que atribuye al hombre capacidad para sustraerse a los efectos del pecado: reclama la obligación de dar cuenta a Dios de todos los actos, porque su corazón nunca debe apartarse del Señor. Todo el mundo conoce la repetida frase de «vanidad de vanidades y todo es vanidad». Muy semejante a éste es La Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac, al que llamamos Eclesiástico y del que algunos fragmentos han sido identificados entre los manuscritos de las cuevas de Qumram; en él se insiste de manera especial en la libertad del hombre. La Sabiduría de Salomón es la obra de un judío alejandrino, preocupado por combatir el materialismo de los epicúreos, pero del que ignoramos incluso el nombre y el tiempo en que escribió. Insiste una vez más en que Dios, señor de la Historia, guía el proceso y, con su Providencia conduce a los malvados al castigo.
Los escritos que denominamos apócrifos y que son muy abundantes, tienen en común un carácter apocalíptico. Apocalypsis es una palabra griega que significa aproximadamente poner al descubierto aquello que se halla oculto. Concentran especialmente su atención sobre el próximo advenimiento del Mesías, el «día del Señor» y el juicio a que serían sometidos judíos y gentiles coincidiendo con la exaltación de Israel. Para obtener más crédito, los autores no revelaban su nombre sino que presentaban su trabajo como revelaciones directas de algunos de los grandes personajes de antigüedad remota, tomando su nombre. Existen pocas dudas acerca de la relación que debe establecer se entre esta literatura y las abundantes corrientes pietistas que se detectaban en Israel.
El más importante, desde el punto de vista cristiano es el Libro de Enoch del que existen referencias en el Nuevo Testamento. Descubierto en el siglo XVIII en una versión etíope, y en el XIX en otra eslavónica, se ha encontrado en Qumram más de una docena de referencias a esta obra que parece haber estado en relación estrecha con los cenobitas. Enoch es el primogénito de Caín, padre a su vez de Matusalem, y «anduvo constantemente en la presencia de Dios, y desapareció, pues se lo llevó Dios» (Gn. 5, 24). Compuesto de cinco partes, más un prólogo y un epílogo, el Libro aparece como una compilación de varias tradiciones y visiones ordenadas de una manera lógica, cuyo verdadero y profundo sentido se revela en tres parábolas: castigo de los pecadores y felicidad de los justos junto al Mesías; juicio universal que presidirá el Hijo del Hombre; y bienaventuranza de los elegidos.
Seis son los más conocidos textos de esta literatura apocalíptica. El Libro de los Jubileos es un comentario del Génesis y primeros capítulos del Éxodo, tratando de mostrar cómo Dios guía cuidadosamente la Historia. Los Testamentos de los Doce Patriarcas, cuyo original hebreo o arameo fue ya traducido al latín en el siglo XIII, proceden del siglo II a.C. y recurren a la ficción de suponer que cada patriarca hace un examen de sus pecados y virtudes para enseñar a sus hijos a vivir en la presencia de Dios. Los dieciocho Salmos de Salomón fueron compuestos entre los años 70 y 40 a.C. en un ambiente fariseo, haciendo referencia a la entrada de Pompeyo en Jerusalem y su desastrosa muerte en Egipto. De la Ascensión de Moisés, que procede de la primera mitad del siglo I a.C. se conserva únicamente la versión griega: presenta la revelación que Moisés habría hecho sobre el futuro de Israel, hasta llegar a Herodes. Poco hay que decir aquí de la Ascensión de Isaías y del Testamento de Job.
Esta literatura apocalíptica, que se presenta a sí misma como relevo para los antiguos Profetas, aludiendo constantemente a ellos, despliega una fuerte imaginación acerca de las postrimerías del hombre, siguiendo la línea de Ezequiel: tras la tremenda lucha entre Gog y Magog vendrán el fin de los tiempos y la victoria de los hijos de Dios. Por esta vía desarrollan y refuerzan la conciencia histórica lineal que ya mostraran Amós e Isaías. Envuelta en imágenes a menudo desoladoras, presenta sin embargo un mensaje lleno de esperanza: la Historia avanza hacia un tiempo de plenitud en que, tras el terrible sufrimiento, Israel ha de ser restaurado, Dios triunfará sobre los impíos, y los justos recibirán el premio de su santidad.
9. En mayo de 1947 un pastor beduino —tres, según otras versiones— llamado Muhammad al-Dib, que apacentaba su rebaño en las áridas tierras vecinas al mar Muerto, buscando una cabra que se le había perdido, descubrió en el acantilado de Ain-Fesja una cueva de muy difícil acceso y, en ella, abundantes restos de vasijas, depositadas, al parecer, con un propósito deliberado. De las ocho que permanecían intactas, sólo una contenía tres paquetes de pergaminos envueltos en una tela embreada para asegurar su conservación. De este modo casual tuvo lugar el descubrimiento arqueológico más importante de nuestro tiempo. El beduino que, como es fácil suponer, ignoraba el valor exacto de lo hallado, vendió todo este material a dos anticuarios de Betlehem, Jalil Iskandar Shalim y Faidi Salahi, el último de los cuales lo hizo llegar a manos del arzobispo sirio Mar Atanasio José Samuel. Sólo a comienzos de 1948 pudo E. L. Sukenik iniciar el estudio de los manuscritos. En este momento se produjo la proclamación del Estado de Israel iniciándose la guerra. Qumram permaneció en la zona dominada por las tropas jordanas. Mar Atanasio llevó los manuscritos a Estados Unidos donde fueron adquiridos por instituciones judías que los devolvieron a Jerusalem. En la actualidad la práctica totalidad de los manuscritos se encuentra en manos israelíes.
La primera tentación que acometió a los investigadores fue establecer alguna relación entre esos manuscritos, y los fragmentos a veces minúsculos posteriormente encontrados, y los orígenes del cristianismo. Pero tales hipótesis no han prosperado. Los qumranitas nada tenían que ver con saduceos, fariseos o cristianos. Excavaciones practicadas con posterioridad permitieron señalar la existencia de un cenobio próximo a las cuevas, al cual debieron pertenecer los libros depositados en ellas, para ponerlos a salvo de las eventualidades de la guerra contra Roma. Destacaban, en esa biblioteca, algunas obras. El Libro de Lamec o Genésis apócrifo que es una compilación del saber tradicional acerca de la época de los patriarcas. Dos rollos de Isaías, uno de ellos completo, de gran importancia para fijar el texto masorético, que nos revela además que no hay variaciones importantes respecto al ya conocido. Cincuenta himnos de gran belleza, para la oración y la meditación. Un rollo muy deteriorado De la guerra entre los hijos de la Luz y los hijos de las Tinieblas, que describe el final de las siete etapas de la lucha contra los kittim. Un rollo con 36 Salmos completos y fragmentos de otros 150. Algunos eran enteramente desconocidos. Tres reglas monásticas, la de la Comunidad, la de la Congregación y la de las Bendiciones que forman en conjunto el Manual de Disciplina; de éste se han identificado hasta catorce ejemplares lo que demuestra el uso que de él se hacía. El Comentario de Habacuc donde se trata de señalar la coincidencia entre los caldeos y los kittim en cuanto enemigos del pueblo de Dios. Finalmente fragmentos del Libro de Daniel que han venido a demostrar la existencia de versiones hebreas y arameas del mismo. Hay fragmentos de otras obras de menor importancia.
Tras la guerra llamada de los Seis Días el territorio de Qumram fue sometido a la autoridad del Ejército israelí. En 1995, ante la inminencia de su entrega a las autoridades autonómicas palestinas, las organizaciones científicas judías intensificaron la investigación permitiendo aumentar mucho el elenco. Los arqueólogos han podido detectar tres momentos en la ocupación del cenobio: el primero y más prolongado va desde el siglo II al año 31 a.C., fecha esta última en que las instalaciones se derrumbaron a causa de un terremoto; el segundo corresponde a los años 4 a. y 68 d.C., en que se produjo un abandono a causa de la gran rebelión; el tercero, muy breve, entre 132 y 135 coincide con el levantamiento de Bar Kochba. Los fragmentos menudos de papiro, que superan los 40.000, constituyen un rompecabezas prácticamente imposible de armar. Permiten, sin embargo, constatar la presencia de todos los libros de la Biblia hebrea y también de los Setenta. Disponemos, pues, de una muy abundante aportación de datos para el conocimiento del judaísmo en esta época.
La comunidad de Qumram conocía y utilizaba ampliamente el documento sadoquita y se consideraba como una parte de esa Nueva Alianza a que el mencionado texto se refería. Tal Alianza era «un retoño del plantío de Israel», obediente a los designios y proyectos del mismo Dios que «porque le buscaban con un corazón completo, les levantó un Maestro de Justicia para que los guiara». Ese misterioso Maestro de Justicia había muerto mucho tiempo antes a manos de un «sacerdote impío». Los miembros de la comunidad se consideraban, al mismo tiempo, parte del mundo presente, «resto de Israel» e Hijos de la Luz. Según sus textos, la salvación viene proporcionada por el amor de Dios y no por méritos propios. El Manual de Disciplina comienza definiendo las dos fuerzas, la de la Luz y la de las Tinieblas, el bien y el mal, que anidan en el corazón del hombre y se preparan para ese momento en que Yahvé «enviará un ángel poderoso y le arrojará de toda la tierra» hasta que aparezca el Mesías, el cual «será llamado Hijo de Dios y lo llamarán Hijo del Altísimo» y «su dominio será un dominio eterno».
10. Los Seleucidas, como después los magistrados romanos, y muchos que después les sucedieron, así como muy numerosos historiadores, mostraron una actitud de radical incomprensión y rechazo respecto a la conciencia que los judíos tenían de sí mismos, al no ser un pueblo «como los demás»; los problemas nacionales y los que se referían a su estructura social y política se relegaban a un segundo plano ante el hecho decisivo de que se trataba de una «parcela escogida de Dios» como «lote de su heredad». Como ya hemos indicado, y conviene insistir una vez más, en los variados comentarios que constituyen el Libro de Enoch, referidos en definitiva al Génesis, se estaba ofreciendo desde el judaísmo, y como consecuencia de la fe, un hermoso mensaje a los hombres: el proceso histórico conduce a la Humanidad a una meta de encuentro con Dios en que los justos recibirán el premio y los malvados el castigo; pues, al final, nunca puede prevalecer el mal sobre el bien.
Contemplada desde esta perspectiva, la existencia humana se trasciende de un modo absoluto. El monoteísmo yahveísta tendía ahora a la universalidad: más allá de los caminos de la sangre que es el vehículo normal para la transmisión de la fe, se sentía la urgente necesidad de proclamarla y comunicarla a otros, haciendo «prosélitos». Todo esto será heredado por el cristianismo. En la pluma de los comentaristas —y puede suponerse que también en la boca de los maestros— se hizo muy tensa la esperanza en estos dos planos: el de la restauración de Israel en su prístina pureza y el de la convergencia de todos los pueblos hacia la santa ciudad de Jerusalem. «A los extranjeros allegados a Yahvé... les llevaré a mi monte santo... porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos» (Is. 56, 6-7). Han pasado muchos siglos pero aún permanece viva en montones de peregrinos la alegría que produce el hecho de «pisar tus umbrales, Jerusalem». Lo que no es obstáculo para que muchas veces los hombres hayan convertido la ciudad en escenario para la guerra y la sangre.
El resultado principal de las tensiones religiosas del siglo I a.C., de las que las fuentes escritas ofrecen únicamente un panorama muy parcial, fue ese peculiar estado de conciencia cuya clave se hallaba en la expectativa ante la próxima llegada de un Mesías que debía barrer el pecado, renovar la Alianza y restaurar el verdadero Israel. Entraba en ella un amplio abanico de datos, desde el recuerdo de David, poderoso soberano temporal que fue humilde ante Dios, hasta las visiones de destrucción y renovación del mundo —«un cielo nuevo y una tierra nueva»— que son las que ordinariamente se recuerdan con el calificativo de apocalipsis. Algunas veces esas tensiones finales parecen influidas por las tendencias dualistas del mazdeísmo y de doctrinas helenísticas que llegaban por la vía alejandrina. Siguiendo una norma que es de uso común, los maestros judíos recurrían a palabras, expresiones, conceptos e imágenes literarias al uso a fin de hacer comprender sus doctrinas. Esto no significa que debamos establecer identidad.
De una manera especial las corrientes filosóficas alejandrinas, agresivas para el judaísmo, obligaron a doctores, maestros y escribas, a aguzar el ingenio a fin de explicar aquellas cuestiones implícitas en la fe por medio de expresiones que evitaran el error o el escándalo. De este modo la exposición doctrinal progresó mucho a lo largo del siglo I a.C. A los ojos de los rabinos la idolatría y demás creencias del helenismo, significaban un peligro del que era necesario preservar a sus fieles mediante la instrucción. La revuelta de los Macabeos, que había sido un brote luminoso de esperanza, se había tornado, tras el paso de dos generaciones, en una muy profunda decepción. En consecuencia, la esperanza mesiánica se vio revitalizada: había la certeza de que no podía tratarse de un esquema simplemente político. Se sigue a veces la tendencia a creer que dicha esperanza era tan sólo fruto de la decepción. Pero desde las más antiguas tradiciones recogidas en la Escritura se describe al Espíritu de Dios irrumpiendo en el mundo para purificarlo. No estamos nada seguros de que hubiera llegado a producirse una dicotomía entre aquellos judíos que contemplaban al Ungido como un salvador frente al pecado y aquellos otros que esperaban una restauración «davídica» de Israel. Probablemente las dos expectativas se hallaban estrechamente vinculadas y resultaba difícil separarlas.
Comentaristas y exegetas judíos, al emprender la defensa de su fe, tuvieron que recurrir a fórmulas helénicas, tendiendo puentes mentales a fin de hacerse entender por la nueva comunidad israelita que, salvo en el pequeño círculo de Jerusalem y su entorno, hablaba y pensaba en griego. No bastaba con explicaciones superficiales; era preciso penetrar en el núcleo esencial de los conceptos. Estaba, en primer término, la radical unidad de Dios: el yahveísmo no podía conformarse, como los neoplatónicos o aristotélicos, con presentar a Dios como Causa primera o Motor del Universo, ni mucho menos admitir que «los dioses son posteriores», como en el conocido oráculo de Delfos, porque es el Creador increado, la esencia misma. Yahvé es, los dioses no son. Se insistía en decir que el abandono del radical monoteísmo, pecado repetido más de una vez a lo largo de la Historia de Israel, era la causa de los castigos purificadores que Dios había dispuesto a fin de mover a su Pueblo al arrepentimiento y la conversión.
Cualquier antropomorfismo referido a Dios, incluyendo el uso de su nombre, se identificaba con idolatría. Yahvé es el Todopoderoso, el Altísimo, el Señor; la utilización del «tetragrammaton», las cuatro consonantes que contienen tal nombre, fue desterrada pues podía significar una captación parcial del ser de Dios por parte de los hombres.
Ese respeto quedaba incluido en la forma de virtud llamada temor de Dios. Cuando había necesidad de referirse a Él —una vez al año el Sumo Sacerdote pronunciaba el Nombre, en el Día de la Expiación (Kippur) que se celebra el 10 del mes de Tishri— eran empleados los circunloquios arriba mencionados de Elhim o Adonai.
Ante la necesidad de explicar que, en su acción creadora y providente, Dios se sirve de ciertas esencias que participan en la misma naturaleza divina, como su Espíritu, su Palabra, su Sabiduría o su Presencia, los maestros de la Diáspora tuvieron que recurrir a expresiones que fuesen familiares a los educados en el helenismo. El «Espíritu de Dios» (rouach Elohim) que al principio de los tiempos «se cernía sobre la superficie de las aguas» (Gn. 1, 2) fue traducido al griego como to agion Pneuma, como harán más tarde los cristianos. La Palabra (Logos) y la Sabiduría (Sophia) divinas aseguraban la presencia amorosa de Dios en medio de su Pueblo. La diferencia más radical entre judaísmo y helenismo —la más difícil por consiguiente de explicar— estaba en esa conciencia de que Dios, Señor de la Historia, conduce a su Pueblo, corrigiendo y castigando, hacia esa meta que se encuentra definida de antemano. Dios ama a su Pueblo, ciertamente, pero reclama al mismo tiempo su amor; era definido como padre de todo lo Creado, que contempla desde el cielo.
Fariseos y esenios acentuaron su fe en los ángeles (palabra griega equivalente a la hebrea malakh, esto es mensajeros de Dios), presentándolos como un ejército de seres espirituales e incorpóreos, que actúan como custodios de personas e instituciones, así como en los demonios (otra palabra griega que no tiene equivalente preciso en hebreo donde aparecen varios términos como shedim, mazzikim, ruhot y, especialmente, malakhei habbalah, que significa ángeles de destrucción) los cuales eran descritos como ángeles que desobedecieron al Señor siendo expulsados y condenados. Se insiste mucho en la influencia que ha podido ejercer el dualismo iranio, pero esta influencia se reduce a las expresiones externas, mediante las cuales se hacía un intento para hacerse comprender. Ningún cristiano piensa que Dios sea un venerable anciano con barba, pero así se le representa. Los demonios prestan su servicio dentro del plan de Dios aunque no se percaten. Satán, el primero de todos, es la serpiente que, seduciendo a Eva, arrebató al hombre la inmortalidad. La batalla entre ángeles y demonios ocupa un amplio espacio en el Libro de Enoch y en sus comentaristas: la tradición ha retenido los nombres de algunos jefes de las tropas demoníacas como Beliar, Sammaël, Azazel o Belzebub. Los ídolos a veces se identifican con los demonios.
El gran combate entre el bien y el mal, simbolizados a su vez por la Luz y las Tinieblas, no es tan sólo un enfrentamiento del que el hombre es objeto: se está librando en el interior de cada hombre a causa de su doble naturaleza, material y espiritual. Así lo explicaban los comentaristas de aquel siglo I a.C. Esa dualidad se disocia en el momento de la muerte. Fariseos y esenios enseñaban que algunas almas excepcionales habían sido conducidas por Dios más allá del mundo de los sentidos, adquiriendo de este modo una sabiduría muy excepcional. También enseñaban que existe una íntima relación entre el alma y la sangre a la que se rodeaba y todavía hoy en los círculos rabínicos, de muy especiales muestras de respeto. Josefo, reflejando las doctrinas de sus correligionarios fariseos, explica cómo estos enseñaban que el alma, después de la muerte, recibía premio o castigo, según fuesen sus acciones: los malvados permanecerían en el fuego inextinguible de la gehenna. Ya hemos visto como los saduceos rechazaban esta creencia lo mismo que la de los ángeles. No faltaban entre los judíos corrientes doctrinales que, de modo semejante a los pitagóricos, suponían que el alma vive presa en el cuerpo, hasta que es liberada por la muerte.
11. La cumbre del judaísmo alejandrino está representada por el filósofo Filón, cuyo nombre hebreo fue, con toda probabilidad, Yediyah, que significa «amado de Dios». Riguroso contemporáneo de Jesús, vivía entre los años 25 a. y 40 d.C. Tratando de conciliar las opiniones de judíos y gentiles, interpretaba la Escritura por medio de alegorías y daba de este modo la sensación de que los métodos filosóficos eran adecuados también para explicarla. La tradición rabínica posterior le rechazó, considerando excesivas sus concesiones al helenismo y, entre los investigadores de nuestros días, abundan los que piensan que no puede considerársele netamente judío. Chouraki, por ejemplo, ve en él un inmediato predecesor de San Pablo. Conviene no inclinarse hacia posiciones extremas.
Miembro de una familia muy rica e influyente, que se había acomodado bien al régimen romano, su sobrino se convertiría en uno de los generales más prestigiosos junto a Vespasiano. Él se esforzó, al máximo, para cumplir con exactitud sus deberes religiosos, de modo que sus coetáneos le señalaron como recto, fiel, piadoso. Sabemos que hizo, al menos, una peregrinación a Jerusalem para ofrecer el sacrificio prescrito y que estuvo en Roma, representando a la comunidad alejandrina en las difíciles circunstancias de los años 39 y 40. Conservamos el suficiente bagaje de sus obras para poder asegurar que su pensamiento se expone con exactitud. Entre dichas obras figuran un comentario alegórico de la Torah, dos opúscu los históricos, el tratado apologético Contra Apion y algunas otras destinadas a explicar la eternidad del Mundo, la Providencia divina y la racionalidad de los animales.
Habiendo estudiado muy a fondo la Torah, al tiempo que profundizaba en la ciencia alejandrina, Filón pretendió, ante todo, demostrar la racionalidad de la fe mosaica, llenando por otra parte, con auxilio de la ciencia helenística, los huecos que en determinados sectores, como Teodicea, Cosmología y Antropología, pueden descubrirse en la Escritura. Adelantándose a la segunda Escolástica, negaba que pudiera existir un conflicto entre fe y ciencia ya que una y otra tienen la misma meta que es el descubrimiento de la Verdad. La fe la recibe del mismo Dios, lo que le proporciona absoluta certeza, ya que Él no puede engañarse ni engañarnos. Pero la ciencia la descubre en las cosas creadas, y sus evidencias permiten comprender y aclarar muchos aspectos de la misma fe. El científico no ve la realidad de las cosas sino sus imágenes, como si estuvieran reflejadas sobre un espejo.
Pese a sus esfuerzos, las diferencias entre el pensamiento neoplatónico, aunque iluminado por la fe, que caracterizaba a Filón, y el de los maestros alejandrinos, se manifestaron muy pronto. Abraham —llegó a decir— puede considerarse como el primero de los filósofos pues supo comprender cómo Dios es Causa primera del Universo y, también, Providencia que lo conserva. Era evidente que no se trataba del frío Dios de los metafísicos, Motor inmóvil, sino del Génesis, personal, trascendente, cuya infinita bondad se transmite al Universo que Él mismo ha creado. Dios es, asimismo, paz y libertad, absoluta perfección que atrae a los hombres y les da felicidad. Según Filón, Platón había sido discípulo inconsciente de Moisés; e intentaba aplicar a la Escritura los métodos neoplatónicos.
Para hacerse entender de sus interlocutores neoplatónicos, cosa que deseaba mucho, tuvo que recurrir abundantemente a la simbología. Nuestro conocimiento, convenía con el autor de los Diálogos, debe dirigirse a la búsqueda de las ideas y no de los hechos que son contingentes. Los mandamientos mismos —he ahí una idea que desarrollará posteriormente Maimónides— no pueden considerarse de otra manera que como expresiones concretas de realidades morales objetivamente existentes. La plena realidad, que corresponde a las Ideas y los principios, no se encuentra en este mundo, ya que le trasciende. Los hechos contingentes se nos manifiestan por medio de símbolos y signos que necesitan ser interpretados; en esto consiste la ciencia. Por esta razón, la exégesis bíblica debe considerarse como una ciencia situada por encima de todas las demás puesto que permite descubrir las realidades profundas que se ocultan tras las alegorías de la Escritura.
De Dios, indefinible por su propia naturaleza, sólo podemos decir adecuadamente que es. Su esencia es la del Ser absoluto, sin cualidades ni propiedades que la limiten. Pero nada sabríamos de Él, salvo su presencia, si no hubiera querido revelarlo. La Torah, palabra divina y, como tal, ausente de error, nos enseña cómo Dios es el creador de todas las cosas y también el providente conservador. El verdadero conocimiento humano consiste en elevarse hacia Dios, despojándose de la materia, de los sentidos y de las pasiones, hasta alcanzar su contemplación. La cual no se alcanza sino saliendo de sí mismo para entrar en un «éxtasis».
El esfuerzo fundamental de Filón se enderezó a entender el modo cómo la trascendencia de Dios se comunica con el mundo, salvando así el principal obstáculo con que había tropezado el pensamiento helenístico. Su razonamiento, que se apoya en la Escritura, reviste singular importancia para los que se ocupan de los orígenes de la filosofía cristiana. Pura y absoluta Trascendencia, Dios se encuentra, según Filón, tan lejos de la materia que sólo puede relacionarse con ella por medio de seres intermedios: de este modo incorporaba la angeleología hebrea al esquema de los logoi neoplatónicos. No consideraba que el mal fuese tan sólo la ausencia de bien; admitía que los seres intermedios estaban dotados de autonomía suficiente, incluso para actuar contra la Voluntad de Dios, causando el mal. Las escuelas rabínicas no podían admitir esta doctrina, como tampoco aquella otra, producto de los pitagóricos, que convertía al alma en prisionera del cuerpo hasta que la muerte venía a rescatarla. En la cumbre de todos los logoi se situaba el Logos, intermediario universal, como ya admitían los estoicos. Es el Logos instrumento mediante el cual Dios actúa en el mundo y quien permite a los hombres contemplar algo de la naturaleza divina, imposible de alcanzar si estuviesen reducidos a sus solas fuerzas. Sólo por medio del Logos puede elevarse el pensamiento humano hasta el conocimiento de Dios. Conviene recordar que en su prólogo, el IV Evangelio, para explicar la encarnación del Verbo, acudió a las siguientes palabras de corte alejandrino: in arjé estí ‘o Logos. Era un modo de hacerse entender. Filón, aunque a veces dice del Logos que es Hijo de Dios, no admite que pertenezca a una de las dos naturalezas, divina o humana: se mueve en el espacio intermedio, donde viven y reinan los espíritus y están las Ideas, arquetipos de las cosas.
12. Todo el judaísmo tardío se encontraba ya penetrado de una fuerte esperanza en el próximo advenimiento del «día del Señor». Se insistía por otra parte mucho en que los versículos del Génesis 1, 26-27, «díjose entonces Dios, hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra... a imagen de Dios lo creó» incluían una promesa de inmortalidad. La vida religiosa, en la época del Segundo Templo se hallaba en constante tensión hacia esa expectativa de vida eterna que fariseos y esenios enfatizaban, aunque revelando diferencias en cuanto a su explicación. El gran obstáculo era el pecado, ya que por él entró la muerte en el mundo. Por eso no aparecía con suficiente claridad si la inmortalidad era exclusiva de los justos siendo destinados los pecadores a su destrucción. A pesar de la oposición de los saduceos se vigorizaba la creencia en que también los cuerpos estaban destinados a la resurrección; dicha creencia se vinculaba a las visiones apocalípticas acerca de un último juicio universal.
Algunos rasgos sobresalientes de la literatura apocalíptica deben tenerse en cuenta para comprender el estado de ánimo de ese período de poco más de un siglo que conduce a la destrucción completa de Israel haciendo de los judíos una nación en dispersión, sin suelo propio. Se creía firmemente que el orden establecido en el principio de los tiempos y quebrantado por el pecado, debía ser restaurado en un «reino de Dios» que sería al mismo tiempo un nuevo «reino de Israel» ya que así figuraba en las promesas. Era, también, general la creencia en que el advenimiento de ese Reino estaría precedido de fuertes tensiones y doloroso sufrimiento. Con el exterminio de los malvados debía coincidir un retorno de los judíos desde todos los rincones del mundo a la santa ciudad de Jerusalem, hacia la que serían también llamados todos los demás pueblos. Como en una palingenesia surgirían los cielos nuevos y la tierra nueva, guiados exclusivamente por la Voluntad de Dios.
En una etapa decisiva para su Historia, Israel había sido capaz de crear una Monarquía fundada en la estirpe de David. Este linaje, que sobreviviera a los azares de la división y de las guerras, aunque disperso y reducido en la época de los Asmoneos a muy modestas dimensiones, era considerado esencialmente mesiánico; de él tendría que salir el Salvador. El Mesías sería Ungido, no a la manera de los antiguos reyes, sino en la realeza nueva, que le daría Yahvé: «Yo he constituido mi rey sobre Sión, mi monte santo» (Salmo 2, 6). Concertará la alianza nueva entre Dios y los hombres y será, para éstos, vehículo de salvación y liberación. En el Libro de Enoch se le llama también Elegido e Hijo del Hombre. Sin embargo, los maestros tenían presente las palabras del deutero-Isaías acerca del paciente Varón de dolores, «despreciado y abandonado por los hombres... menospreciado... herido por Dios y abatido» (Is. 53, 34); el cual, sufriendo por los pecados de su pueblo, aplacaría la cólera de Dios logrando luego la restauración de Israel, luz para las otras naciones.
Pero hay una versión distinta, triunfalista, la del 17 de los Salmos de Salomón compuesto con toda probabilidad a mediados del siglo I a.C.: «Mira, Señor, y suscítales un rey hijo de David... de modo que se rompa el orgullo de los pecadores como jarros de alfarero... Entonces él reunirá al pueblo santo al que conducirá con justicia, juzgará pueblos y naciones... purificará Jerusalem por la santificación de suerte que las naciones vendrán de las extremidades de la tierra para contemplar su gloria en ella... Él no confiará en el caballo, el caballero y el arco; no acumulará en su casa oro ni plata para la guerra... El Señor es su rey, su esperanza está en el que es Todopoderoso; tendrá pues piedad de todas las naciones, ante Él en el temor... es poderoso en sus obras y fuerte por el temor de Dios... Felices los que vivan en aquellos días para contemplar la dicha de Israel en la reunión de las tribus... el Señor es nuestro rey por los siglos de los siglos».
Dos visiones y dos esperanzas se alzaban, pues, en disyuntiva.