1. El Libro de Daniel es el único, entre los apocalípticos, que ha sido incorporado al canon de la Biblia hebrea. Escrito en hebreo y en arameo corresponde, en su última parte, a ese tiempo de terrible dolor como fue el de la instalación de la idolatría en el Templo. Tal dolor, en toda la literatura apocalíptica, judía y cristiana, fue interpretado como el que experimenta la parturienta para dar nueva vida. Es posible que los primeros capítulos de la obra correspondan al siglo III a.C.; pero los últimos proceden de uno de los sabios judíos que vivió la terrible experiencia del gobierno de Menelao. Pese a todo, acaba en un himno de esperanza:. «En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran Príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las naciones. En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todos los que se encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la Eternidad. Y tú, Daniel, guarda en secreto estas palabras y sella el libro hasta el tiempo del Fin» (Dan. 12, 1-4).
La pregunta que en el momento de la destrucción del Primer Templo se formulara —¿es que Dios había abandonado a su pueblo?— volvía a plantearse en tiempos de Antíoco IV y de Menelao, como sucedería más tarde en otras dolorosas ocasiones. El autor del Libro de Daniel trataba de hallar respuesta: esa victoria de los malvados que parecen dominar, no puede entenderse sino recurriendo a una clave moral; se trataba de una purificación necesaria para preparar «el día de Dios», en que debía alcanzarse «la plenitud de los tiempos». En torno al año 169 se estaba construyendo, en los ambientes piadosos más próximos a Jerusalem, una clave interpretativa de la Historia. Sólo Dios sabe —y sólo Él puede saber— lo que se esconde tras sucesos en apariencia calamitosos y contradictorios: mené, mené, tekel u frasib, esto es, todo está contado, pesado, y dividido. Esto equivale a decir que todos los reinos e imperios tienen una vía contada, prevista en la mente de Dios; Él permite que se eleven y, a su debido tiempo, que sucumban. Esto sucedería con Antíoco IV y su poder.
Por primera vez se hablaba específicamente de una vida después de la muerte. Las cuatro bestias, león, oso, leopardo con alas y monstruo de diez cuernos, son interpretadas desde el saber talmúdico, como representaciones de Babilonia, Persia, Media y Grecia, con algunas otras alternativas. Los autores cristianos posteriores, que descubrieron que la amenaza del helenismo no concluía con Antíoco, identificaron a la cuarta bestia con Roma, retratada ahora como la nueva Babilonia, sentada junto a las grandes aguas. Lo importante era que esa esperanza escatológica aparecía ahora asociada a un destino universal. «Tratará de cambiar los tiempos y la ley y los santos serán entregados en sus manos por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo. Pero el tribunal se sentará y el dominio le será quitado, para ser destruido y aniquilado definitivamente. El reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos, serán dados al Pueblo de los santos del Altísimo. Reino eterno es su reino y todos los imperios le servirán y le obedecerán» (Dan. 7, 25-27).
Desde la época de Esdras/Nehemías, y con más precisión en el siglo IV a.C., el Templo representaba un papel esencial: en él y sólo en él, sin que se interrumpiera ningún día ni por ninguna circunstancia, el Pueblo ofrecía su sacrificio a Dios. Ahora, en una fecha precisa del año –167 el sacrificio había cesado y el Templo servía a los ídolos. ¿Era, acaso, la señal de que la Alianza había concluido? La conciencia religiosa judía comenzó a insistir entonces en dos conceptos íntimamente unidos a dicha Alianza: pureza, es decir cuidado para no contaminarse con la idolatría, y separación, como medio eficaz para garantizarla. De todas formas, aunque Jerusalem estuviese ahora dominada por Antíoco IV, ya no significaba la plenitud del judaísmo, representado preferentemente por la Diáspora; y aquí había ya otras dos cabezas, Babilonia y Alejandría, donde se estaba realizando una intensa tarea intelectual. Aunque lo hubiese pretendido, Menelao era incapaz de imponer obediencia a esa Diáspora. El Templo era importante pues sólo en él se daba culto. Pero aun privados de él los judíos seguían siendo judíos mientras se mantuviesen adheridos a la Torah.
Los funcionarios seleucidas encargados de implantar el helenismo, pensaban de la religión judía que era apenas un conjunto insuficiente e inarmónico, inmerso en el ateísmo, al negar la existencia de los dioses y rechazar las ricas doctrinas que Grecia había creado; en definitiva se trataba de una religión de bárbaros, es decir, ajenos a la civilización. Es cierto que se expresaba de un modo simple, en los términos que emplea la Shemá: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es único. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón estos mandamientos que yo hoy te doy» (Deut. 6, 4). Según los helenistas se contenía aquí una declaración de ateísmo.
En estos años clave, en que se produce el cambio hacia la resistencia desde fuera de Jerusalem, la misma simplicidad de la expresión, vendría a ser plataforma para la victoria. Dios no era presentado como la numinosidad del Universo sino como absoluta Trascendencia que reclama del hombre salir fuera de sí mismo. Yahvé aparecía a los ojos de los judíos como Justo y Terrible pero, al mismo tiempo, rico en misericordia. Aunque el temor de Dios constituye el principio de toda sabiduría, su amor no resulta menos evidente, y de él parte la obligación de amar al prójimo. Ese prójimo era evidentemente el judío, miembro de la «nación santa», pero ¿no deberían serlo también los demás hombres, creados a imagen y semejanza de Dios? Aquí estaba una materia de discusión para los maestros.
Cumplir los preceptos de la Torah, guardar la pureza; en eso consistía precisamente ser judíos. Para los rigoristas, el peligro más grave procedía del contacto con los no judíos, aquellos que, muy pronto, por influencia latina, habrán de ser llamados gentiles, es decir, no israelitas. La convivencia, sobre todo en la Diáspora, entre unos y otros daría mucha importancia a las cuestiones matrimoniales, pues la unión con idólatras era un atentado a la fe y el connubio entre parientes, en grados muy íntimos, tolerado por los helenos, era rechazado por el judaísmo. Es esto —matrimonio ilícito por una u otra circunstancia— lo que se conoce como fornicación. El sacerdocio del Templo, incluso después de Menelao, se inclinaba hacia una mayor apertura, dando a los «prosélitos» algo más que la puerta. Los piadosos trataban de extremar el rigor.
En la dispersión, y especialmente en Alejandría, las cosas presentaban otro aspecto: el judaísmo perdía su carácter étnico nacional. Faltaba el suelo en propiedad (Eretz Yisrael) y se acentuaban los caracteres religiosos, pureza, preceptos, obediencia y amor de Dios. Se estaba gestando un profundo cambio cuyos efectos durarían más de veinte siglos: aunque se reconociese en Judea una cuna común, tierra santa, lugar para la presencia de Dios, ser judío nada tenía que ver con habitar allí. El hecho definitivo estaba en la Torah, el mayor regalo que Dios había hecho; y la Ley podía ser llevada consigo. Las comunidades de la Diáspora, asimiladas en todos sus aspectos externos a las poblaciones que las acogían, tuvieron que preguntarse hasta dónde era preciso llegar en esta asimilación sin poner en peligro la propia identidad. Porque no estaban dispuestas a dejar de ser judías.
2. Antíoco IV había cometido un error de cálculo: creyó que los helenistas, al dominar Jerusalem, tenían todo el territorio a sus órdenes. En los campos, muy poblados, la voluntad de resistencia era muy fuerte y estalló prácticamente el mismo año en que se impusieron las normas de radical helenización. El objetivo pareció ser entonces limitado: restaurar el reino con su independencia. Cuando los rebeldes alcanzaron la meta e Israel volvió a existir como estado temporal, los judíos descubrieron que muy poca diferencia había entre sus soberanos y los otros príncipes que dominaban en el Oriente Próximo. La sublevación se produjo en una fecha tan próxima a la intervención romana en Egipto, y el Senado acudió tan pronto en socorro de los rebeldes, que algunos investigadores sospechan que hubo una cierta iniciativa por parte del Senado. Pidna, el retroceso de Antíoco IV en la frontera de Egipto, y la rebelión de Matatías aparecen concatenados para provocar un cambio radical: Roma iba a hacerse cargo de la unidad mediterránea.
La rebelión de los Macabeos se inició como un movimiento de independencia religiosa contra el proyecto sincrético del gobierno Seleucida empeñado en conseguir «que todos formasen un solo pueblo, dejando sus peculiares leyes» (I Mac. 1, 43). Tuvo, al principio un carácter eminentemente rural; pero el dominio que los helenófilos habían llegado a adquirir en Jerusalem era tan grande que la ciudad resistió más de veinte años, proporcionando a la guerra un carácter de contienda civil ideológica. La victoria final no llegó hasta que, por intervención romana, el auxilio seleucida fue impedido. Los primeros partidarios eran predominantemente piadosos y rigoristas, pero con el tiempo las cosas cambiaron, cuando fue necesario disponer de un ejército y organizar esquemas de gobierno.
Hubo un sacerdote piadoso, de nombre Matatías el Asmoneo, que cumplía todos los preceptos de Moisés; huyendo de Menelao y de la persecución, se retiró a la aldea de Modin (identificada con la actual el-Medieh), a unos treinta kilómetros de Jerusalem en el camino de Lydda. Sus hijos eran, por orden de edad, Johanan Gaddis, Simon Thassis, Judah Macabeo (el Martillo), Eleazar Auaran y Jonathan Affus. Un día apareció en la aldea uno de los oficiales del rey con una escolta armada: venía a reclamar el cumplimiento de las leyes que obligaban a ofrecer culto y sacrificios a los dioses. Algunos judíos obedecieron. Matatías provocó un motín, dio muerte al oficial y asesinó a los hebreos que cometieran la profanación. Luego huyó, con sus seguidores, a las montañas de Gophen, al norte de Ramlah, preparándose para una resistencia armada. Murió poco después, dentro del año 166/165. Como sacerdote había tratado de establecer un precedente al afirmar que no se quebrantaba el sabbath cuando se combatía en defensa de la Ley de Dios. De este modo impedía que los seleucidas, como había sucedido en otras ocasiones, se beneficiasen de las fiestas religiosas judías.
Tras la muerte de Matatías, sus hijos, que luego serían reconocidos como fundadores de una nueva dinastía de reyes, los Asmoneos, efectuaron una especie de reparto de funciones, sin guiarse estrictamente por el criterio de la primogenitura: Simón se encargó de los asuntos de gobierno y administración, mientras que Judah, a quien se presentaba como el nuevo David, pastor fuerte, hombre apuesto, judío piadoso, se hacía cargo del ejército. Guerrillero que operaba por medio de golpes de mano, en las aldeas que «liberaba» imponía la obediencia a la Torah, daba muerte a los apóstatas y se ocupaba de circuncidar a los niños. Su sobrenombre, Macabeo, fue pronto aplicado a los cinco hermanos y a sus seguidores. Los dos primeros generales seleucidas enviados para combatirle, Apolonio y Serón, con efectivos muy exiguos, sufrieron una derrota.
Los hasidim habían reconocido desde el primer momento a Matatías. El factor esencial para la victoria de los Asmoneos fue, sin duda, que la adhesión a la Torah había penetrado a fondo en las masas campesinas, que proporcionaron abundantes soldados. Por su preparación no podían compararse a los de los Seleucidas, pero éstos tuvieron que luchar en varios frentes sin disponer en Judea de las fuerzas necesarias para dominar la revuelta. Antíoco IV, que preparaba en aquellos momentos una gran expedición contra los partos, no creyó que el alzamiento revistiera tanta gravedad como para suspenderla: se encargó a Apolonio, gobernador de Samaría, que la sofocara. Pero Apolonio murió cuando trataba de forzar el bloqueo de Jerusalem, y una pequeña expedición a las órdenes de Serón fue fácilmente derrotada por Judas en Bet Jorón. Lisias, a quien quedaba encomendada la regencia en Celesiria, movilizó una fuerza militar suficiente, con dos generales capaces, Gorgias y Nicanor, pero fue atraída por los Macabeos hacia las montañas donde la superioridad numérica era ineficaz. Mientras las pesadas tropas griegas buscaban al enemigo sin encontrarlo, los judíos asaltaban el campamento de Emaús y lo destruían. De todas partes acudían voluntarios para sumarse a los rebeldes. Una cuarta expedición que tomó el camino de Idumea para tomar a Judas por la espalda, terminó igualmente en derrota.
3. Lisias hubo de reconocer que Judea se había dividido definitivamente en dos zonas: la que dominaban los pietistas, preferentemente rural, y la que dominaban los partidarios del rey, que contaban con las ciudades. Allegó nuevos refuerzos decidido a apagar el fuego antes de que pudiera extenderse. Estamos en el año 164 a.C. En plena campana llegó la noticia de que Antíoco IV había muerto durante la expedición a Partia. Lisias, que pretendía ejercer la regencia en nombre de Antíoco y, un niño, y tal vez usurpar el trono, estableció con Judas una tregua suspendiendo la aplicación del ominoso decreto en el territorio dominado por los Macabeos, y, con sus tropas, regresó a Antioquía. Judas podría aprovechar esta retirada para entrar en Jerusalem e instalarse en la explanada del Templo. La ciudad quedó dividida entre ambas obediencias.
En Antioquía se reunieron los representantes de las fuerzas políticas del momento: Lisias, Menelao y tres ilustres senadores romanos, Q. Memmio, T. Manlio y Cn. Octavio que es un antepasado del emperador Augusto. Pues Roma había decidido tomar partido en favor de aquellos rebeldes, que servían sus propósitos de debilitar la zona. De modo que, entre las decisiones que entonces se tomaron, figuró una partición de Palestina: la parcela menor del territorio, con el Templo, sería una reserva para el estricto cumplimiento de la Ley; Menelao, con ayuda de las guarniciones sirias, controlaría el resto. Probablemente Lisias pensaba que, con el tiempo, la fuerza del que se seguía llamando Sumo Sacerdote bastaría para imponer una nueva sumisión.
«Judas y sus hermanos dijeron: nuestros enemigos están vencidos, subamos, pues, a purificar el Lugar Santo y a celebrar su dedicación. Se reunió todo el ejército y subieron al monte Sión. Cuando vieron el santuario desolado, el altar profanado, las puertas quemadas, arbustos nacidos en los atrios como en un bosque o en un monte cualquiera y las salas destruidas, rasgaron sus vestidos, dieron muestras de gran dolor y pusieron ceniza sobre sus cabezas» (I Mac. 4, 36-39). El Templo, profanado por los sacrificios idolátricos tuvo que ser restaurado por completo. «El día 25 del noveno mes, llamado de Kisléu, del año 148, se levantaron al romper el día y ofrecieron sobre el nuevo altar de los holocaustos que habían construido un sacrificio conforme a la Ley. Precisamente fue inaugurado el altar, con cánticos, cítaras, liras y címbalos, en el mismo tiempo y el mismo día en que los gentiles lo habían profanado» (II Mac. 4, 52-54).
Así nació la fiesta de Hanukkah (dedicación) que dura ocho días porque, según la tradición talmúdica, el aceite hallado en el Templo, suficiente para un día, prolongó milagrosamente su duración por todos los ocho. Se trata de dar gracias a Dios en su Nombre. La principal celebración consiste en encender el gran candelabro de los ocho brazos (Menorah); ha prevalecido finalmente el criterio establecido por Hillel que consiste en encender una luz cada noche —en la actualidad siguiendo el orden de izquierda a derecha— mientras que Shammai prescribía encenderlas todas a un tiempo y apagarlas después una a una. Es la única fiesta que, siendo de origen militar, permite el recitado completo del Hallel (salmos 113-118) repitiendo varias veces «Alabad a Yahvé porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Los sefardíes recitan también el salmo 30. En el moderno Estado de Israel se acentúa el carácter patriótico —libertad e independencia— por encima del religioso —consagración del Templo— y se ha difundido la costumbre de entregar esos días regalos a los niños. En la conciencia judía posterior se dio mucha importancia al dato de que la primera hanukkah se hubiese celebrado a los tres años justos de la profanación.
El acuerdo que, mediante la intervención de Roma, había llegado a establecerse, daba satisfacción a los rebeldes pero, sobre todo, a los judíos de la Diáspora pues se trataba de la primera muestra de que Roma estuviese dispuesta a admitir la legitimidad de la religión hebrea. Por otra parte los Macabeos dejaban de ser considerados como insurgentes para adquirir la legitimidad beligerante. No parecieron dispuestos, en ningún momento, a conformarse con lo ya obtenido: levantaron una gran fortaleza, Bet-Sur, y rodearon de murallas al Templo para oponerle a la akrá que controlaban los helenistas. Crecía el número de sus partidarios gracias a la propaganda que en su favor hacían los hasidim. De modo que aunque en el acuerdo del 164 Menelao y Lisias retenían la mayor parte del territorio palestino, no tardaron en invertirse los términos. Grupos fuertemente armados hacían incursiones en Galilea, Galaad e Idumea; actuaban en calidad de misioneros obligando a convertirse al yahveísmo a las poblaciones que sometían, sin cuidarse de si se trataba de judíos o de árabes.
El gobernador de Coelesiria, Ptolomeo Macrón, no se atrevió a enviar nuevas expediciones contra Jerusalem. A pesar de que deseaba sinceramente la paz, Lisias no podía dejar sin respuesta las demandas que se le hacían desde Akrá: la acción expansiva macabea no tenía límites y los pietistas, que habían logrado su objetivo de libertad para la práctica de la religión, comenzaban a verse desbordados por aquellos que perseguían el objetivo estrictamente político, de restaurar un reino independiente. Con un fuerte ejército, el regente de Siria hubo de volver a Judea en ayuda de los «impíos de Israel», esto es, de los partidarios del helenismo; derrotó y dio muerte a Eleazar, hermano de Judas, apoderándose de Bet-Sur, y cercó estrechamente la colina del Templo. Los Macabeos se salvaron en esta ocasión porque la grave crisis interna del Estado seleucida impedía cualquier solución concreta. En Antioquía otro general, Filipo, se proclamó regente destituyendo a Lisias. Éste se vio obligado a negociar un armisticio con Judas.
Las condiciones ofrecidas al caudillo de los rebeldes estaban perfectamente calculadas. Se reconocía la legitimidad de la religión judía en todo el territorio y no sólo en el que ocupaban los rebeldes; a cambio debían destruirse las murallas del Templo, para que fuese de nuevo santuario y no fortaleza. Como los hasidim veían así cumplidas sus aspiraciones, disminuyó radicalmente su entusiasmo por una causa que se reducía al terreno político. Al mismo tiempo el regente dispuso la ejecución de Menelao, restituyendo el Sumo Sacerdocio a la estirpe de Aaron, llamando indirectamente la atención sobre el papel secundario que correspondía a los Macabeos. Pudo contar con la colaboración de un sacerdote, Eliaquim que, educado a la griega, usaba con preferencia el nombre de Alcimo. Una fórmula sutil: se devolvía al Sacerdocio su legitimidad, pero en favor de un partidario del helenismo.
Lisias no tendría la oportunidad de recoger el fruto de esta maniobra. El asesinato de Cn. Octavio, el senador romano que viajara como embajador a Antioquía, dio a Roma la oportunidad de intervenir promoviendo como rey a un rehén, Demetrio, hijo de Seleuco IV, al que consideraba dócil instrumento y estableciendo una alianza formal con Judas Macabeo. Demetrio que, tras una breve guerra civil, se impuso (–162), se hizo llamar Soter y confirmó a Alcimo que pudo instalarse en el Templo gracias al auxilio que le prestaron las tropas sirias mandadas por Báquidas y Nicanor.
4. «La fama de los romanos llegó a oídos de Judas. Decían que eran poderosos, se mostraban benévolos con todos los que se les unían, establecían amistad con cuantos acudían a ellos. Le contaron sus guerras y las proezas que habían realizado entre los galos, cómo les habían dominado y sometido a tributo; todo cuanto habían hecho en la región de España para hacerse con las minas de oro y de plata de allí, cómo se habían hecho dueños de todo el país gracias a su prudencia y perseverancia» (I Mac. 8, 1-4) y de este modo aprendió la gran lección: «Todos cuantos oyen su nombre les temen. Aquellos a quienes quieren ayudar a conseguir el trono, reinan: y deponen a los que ellos quieren» (I Mac. 8, 12-13). Fue así cómo, siempre según el relato del cronista, que puede estar cambiando las fechas, Judas decidió enviar dos embajadores a la lejana Roma, Eupolemo y Jasón; se trata de judíos que usaban nombre griego. La delimitación entre los dos sectores en que se había dividido Israel no parece demasiado clara.
Las fuentes favorables a Judas Macabeo sitúan en este momento el envío, desde Roma, del texto de la alianza, en láminas de bronce; un acontecimiento que tuvo lugar años más tarde. Lo que sí parece comprobado es que se advirtió a Demetrio que los judíos debían ser tratados como «amigos» del Senado y del pueblo de Roma. Alcimo había respondido a lo que de él se esperaba: aunque llegara a Jerusalem escoltado por las tropas de Báquidas, garantizó a los judíos que la ortodoxia iba a ser respetada en todos sus puntos por lo que no había motivos para continuar la guerra. Su mensaje no resultaba grato únicamente para los helenistas, que estaban convencidos de que la prosperidad en los negocios dependía de que se mantuviese la unidad política sino también para los judíos piadosos que, de este modo, alcanzaban el objetivo inicial del alzamiento. No parecía que existiesen razones para continuar la lucha.
En consecuencia, cuando Judas trató de continuar la guerra, aunque obtuvo una pequeña victoria sobre el elefantarca Nicanor (13 de marzo del 160), fue inmediatamente derrotado y muerto en Ba’al Hazor. Muchos de sus seguidores le abandonaron de modo que pudo pensarse, el año 160, que la rebelión estaba a punto de extinguirse. «Cobraron ánimo los apóstatas en todo el territorio de Israel» y «fue ésta una gran tribulación, cual no se vio desde el tiempo en que no había entre ellos profetas» (I Mac. 9, 23 y 28). Los partidarios del sincretismo y la asimilación no habían renunciado a sus propósitos aunque modificasen su estrategia, recurriendo a los halagos con preferencia a las amenazas. Al parecer fueron abundantes las apostasías: ¿no era, acaso, el helenismo, una apuesta por la modernidad?
Los supervivientes del ejército de Judas, dirigidos ahora por los dos hermanos restantes, Jonatán y Simón, se trasladaron al otro lado del Jordán; aunque su campamento fundamental se hallaba en la Ammonitide, retenían una cabeza de puente en Tekoa, orillas del mar Muerto, «cerca del agua de la cisterna de Asfar»; de este modo podían asegurar que aún controlaban una parte del suelo de Israel. Sin embargo, Alcimo pudo ejercer sin obstáculos el Sumo Pontificado hasta su muerte que sobrevino por enfermedad. Las acciones de Jonatán se parecen a las de un bandolero y es indudable que sin la intervención de Roma el régimen instaurado por los Macabeos no hubiera podido reconstruirse.
Demetrio I no fue el agente sumiso que el Senado imaginara al promoverlo. Comenzaron a llegar denuncias a Roma, desde sus vecinos, Pérgamo y Egipto, que temían un restablecimiento del poder sirio, y también de las grandes empresas mercantiles preocupadas por sus beneficios. Tras la muerte de Alcimo (–159) los helenistas de Jerusalem llamaron nuevamente a Báquidas para que garantizase la permanencia. Jonatán y Simón, que probablemente amagaran un intento para apoderarse de la ciudad, se hallaban ahora en la fortaleza de Bet-bassi, no lejos de Betlehem. Báquidas se limitó a restablecer el orden llegando con los Macabeos a un acuerdo que debía permitir la conservación del status quo. Ahora la proporcionalidad en los términos se había invertido: los helenófilos estaban reducidos a ser minoría. En virtud de ese acuerdo, Judea, que seguía perteneciendo al reino seleucida, abonando los correspondientes tributos, se dividían entre dos administraciones, la del Templo y la de Jonatán, apellidado Affus que tiene algo que ver con la prudencia y la astucia.
5. Tras largos años de paciente intriga, en que no faltaron los sobornos Atalo II de Pérgamo y Ptolomeo IV convencieron al Senado de que convenía derribar a Demetrio y sustituirle por cierto personaje, Bala, a quien hicieron pasar por hijo de Antíoco IV, dado su parecido con él. Tomando el glorioso nombre de Alejandro, este aventurero, pagado por Egipto, desembarcó en Ptolemaida, actual Akko, iniciando la guerra civil. Demetrio ofreció a Jonatán convertirle en su aliado, ampliando el territorio que gobernaba, incluso con una parte de Jerusalem, en torno al Templo. Jonatán aceptó, se instaló en la ciudad y luego viajó a Ptolemaida para comprobar qué ofrecía el pretendiente. Y éste se mostró dispuesto a reconocerle como Sumo Sacerdote. De este modo la ambición de un caudillo comenzaba a quebrar los principios que se esgrimieran quince años atrás.
De hecho ya en la fiesta de los Tabernáculos de octubre del año 152 a.C., el caudillo macabeo ofició como Sacerdote. Para muchos judíos se trataba de un mal paso: los Asmoneos, que no eran de la estirpe de David ni de la de Aarón, se habían apoderado de los dos oficios, sacerdotal y real, uniéndolos. No debemos confundir este dualismo en la persona del jefe con la doctrina difundida por la literatura deuterocanónica acerca del Mesías descendiente de reyes y sacerdotes. Un Sumo Sacerdote revestido de coraza y esgrimiendo la espada no parece poseer la pureza adecuada para ofrecer a Dios el sacrificio. El hassidismo, cumplida su misión, estaba siendo relevado por tendencias que insistían en la conservación de la pureza y en el cumplimiento estricto de la Ley como signos distintivos del judaísmo. Aun reconociendo su deuda con los Macabeos, los piadosos del yahveísmo no podían sentirse complacidos por ese nuevo rostro del nacionalismo militante que se servía del Templo como de un instrumento más.
Pongamos un poco de atención en las raíces de este fenómeno de decepción que conduce al fariseísmo, término que significa separación o apartamiento. Las grandes ventajas obtenidas —autogobierno, restauración del Templo y su sacrificio, alejamiento del sincretismo— hicieron que al principio no se parara mientes en algunos aspectos negativos. Pero ahora Jonatán y Simón Thassis, su hermano, aparecían como agentes de un rey y de sus aliados de Roma; el primero de ambos recibió de Alejandro Bala, además del Sacerdocio, títulos de alto funcionario, estratega y maridarca. Todo parecía ponerse al servicio del programa político Asmoneo, consistente en asegurarse un amplio dominio territorial desde el Mediterráneo a los oasis árabes; de este modo Jerusalem pasaba a convertirse en una gran plaza de comercio, situada en la ruta que desde Yafo y Askalon, en la costa, permitía alcanzar los aprovisionamientos de seda, perfumes y medicinas del interior. De este modo se aseguraba la prosperidad del que parecía destinado a ser, de nuevo, un reino.
La muerte de Demetrio I fue seguida de la proclamación de Alejandro Bala, casado con una hija de Ptolomeo VI, llamada Cleopatra Thea —los nombres son permanentes dentro de la dinastía— que aseguraba su «divinidad». Muy pronto los grandes oficiales de la Corte suscitaron un nuevo pretendiente, Demetrio II, continuador de su padre. Y la divina Cleopatra encontró que era más conveniente cambiar de lecho conyugal que perder la corona. Para los judíos una buena materia de escándalo. Y ahora Jonatán, con habilidad y energía, estaba mezclado en estas intrigas: aportó 300 talentos para la causa de Demetrio II, tomándolos del gazofilacio, contra promesa del pretendiente de que haría retirar las guarniciones del akra de Jerusalem y de Bet-Sur (–145), promesa que desde luego Demetrio no cumplió. Entonces el estratega y Sumo Sacerdote se colocó entre los que apoyaban a un nuevo pretendiente, Antíoco VI, cuya identidad resulta difícil de establecer.
De estas querellas, que anunciaban la desaparición de la Monarquía seleucida, pudieron beneficiarse Jonatán y su hermano. Completaron su dominio sobre toda Palestina. Tomada Bet-Sur a viva fuerza, sucumbió toda la costa, de Ptolemaida a Yafo, proporcionando al Estado judío una amplia y lucrativa fachada marítima. El año 143 la segunda de estas dos ciudades recibió una guarnición judía permanente. A espaldas del soberano seleucida, a quien teóricamente reconocía como su rey, Jonatán envió una nueva embajada a Roma, con Numenio y Antípatro, para asegurar al Senado que seguía siendo el amigo de confianza. Pero uno de los oficiales griegos que colaboraba con los judíos, Trifón, atrajo a Jonatán a una emboscada y le dio muerte, el mismo año.
Simón Thassis era el último superviviente de los hijos de Matatías. Se apartó de Antíoco VI y reanudó las relaciones con Demetrio II, pero exigiendo a cambio una importante condición: desaparecía el tributo que era señal de sumisión. De este modo los judíos saludaron el año 142 a.C. como el comienzo de su nueva independencia. Inmediatamente, Simón se apoderó de la ciudadela reunificando Jerusalem. Imitando la costumbre de los reinos helenísticos se comenzó a contar una nueva Era: de este modo el 142/141 fue «el año primero de Simón, Sumo Sacerdote y hegemón de los judíos». Se acuñaron monedas con la inscripción correspondiente. Flavio Josefo estableció, en este punto, una especie de división entre el tiempo de los Macabeos y el de los Asmoneos, que ahora comenzaba. La cuestión de la legitimidad se presentaba ahora con mayor agudeza que antes. Ante todo hubo que dejar claramente establecida la ilegitimidad de Menelao y de Alcimo. Luego se trató de convertir a Jonatán en uno de los héroes de los antiguos tiempos: los restos del padre y de los hermanos fueron depositados en Modin, reservando un hueco para Simón. «Este sepulcro que edificó en Modin perdura hasta el día de hoy».
Tras haber asegurado las fortalezas, conquistando Guézer, de la que fue nombrado comandante su hijo Juan Hircano, y establecido formales alianzas con Esparta y con Roma, Simón hizo convocar una gran asamblea del pueblo en una fecha que se corresponde con el 18 del mes de Ellul del 140 a.C., es decir, en septiembre:
«En consecuencia el rey Demetrio le concedió el Sumo Sacerdocio, le contó en el número de sus amigos y le colmó de honores, pues había sabido que los romanos llamaban a los judíos amigos, aliados y hermanos, que habían recibido con honor a los embajadores de Simón y que a los judíos y a los sacerdotes les había parecido bien que fuese Simon su hegumeno y sumo sacerdote para siempre hasta que apareciera un profeta digno de fe» (I Mac. 14, 3841). Dos aspectos deben hacerse notar en el texto que proporciona el autor del Libro de los Macabeos: se atribuye a Demetrio II la decisión de colocar a Simón como única y suprema autoridad sobre los judíos, habida cuenta de que uno y otros eran «amigos y aliados» de Roma; y se limita y condiciona la autoridad de los Asmoneos a esa esperanza mesiánica, cada vez más viva. No se trataba, por tanto, todavía, del reino de David restaurado. Simón se hizo llamar Sar’am’el, que significa «príncipe del pueblo de Dios».
De hecho la independencia de la nueva autoridad, que se presentaba como legítimamente fundada en aquel acuerdo de la asamblea que, escrito «en láminas de bronce» fue instalado «en el atrio del pueblo, en lugar visible», había sido admitida por Demetrio, pero no reconocida: Judea seguía formando parte de su reino y, cuando se restableciese la paz interior, sería llegado el momento de recordarlo. Aunque el autor de la Crónica llame a Simón Thassis rey, es evidente que jamás empleó este título. Aprovechó sus estrechas relaciones con Roma, sobre las que hemos de volver, para aumentar la autoridad del Sumo Sacerdocio haciéndola extensiva a los judíos de la Diáspora, súbditos de Egipto y de los romanos. No parece que haya duda sobre este punto: el Senado consideraba a Simón como una de las piezas fundamentales de su política en el Oriente Próximo; se aplicaban ya disposiciones senatoriales que permitían a los judíos, en dependencia del Sumo Sacerdote, practicar lícitamente su religión.
El reinado de Simón coincide con una etapa de debilidad irreversible en los dos reinos helenísticos, sus vecinos. Para los judíos era materia de escándalo el comportamiento de estos epígonos que invocaban la memoria de Alejandro. Ptolomeo VI, también «amigo y aliado» del pueblo de Roma, fomentó las querellas en Siria donde algunos banderizos pretendieron hacerle rey (145 a.C.). Su hermano, Ptolomeo VII, que gobernara Cirene, pudo sucederle, apellidándose Euergetes aunque sus súbditos preferían denominarle el Kakergetes, pues era un verdadero malhechor. Este contrajo matrimonio con la viuda y la hija, ambas llamadas Cleopatra, de su antecesor. Todavía vivía aquella otra Cleopatra Thea, moradora de tres lechos sucesivos, Alejandro Bala, Demetrio II y, tras la muerte de éste, su hermano Antíoco VII. Para los judíos aquel mundo helénico se hundía en la ciénaga de la fornicación más vergonzosa.
Antíoco VII es el último de los seleucidas que pretendió restablecer el poder de los tiempos pasados. Envió a Simón un embajador, Aenobio, para reclamar la obediencia debida y la entrega de las tres fortalezas, Yafo, Gézer y el akra de Jerusalem, que, según él, habían sido usurpadas. Sobrevino la guerra, en que dos hijos del príncipe, Judas y Juan Hircano, adquirieron gran fama emulando las hazañas de la primera generación. Un yerno de Simón, Ptolomeo, que gobernaba en Jericó, se puso de acuerdo con el Seleucida para organizar una conspiración: dar muerte al Sumo Sacerdote y a sus hijos y tomar luego su puesto. En febrero del 134 Simón y dos de sus vástagos, Simón y Judas, fueron asesinados. Pero Juan Hircano, que escapó a la asechanza, se instaló en Jerusalem asumiendo todos los poderes y fue obedecido.
Así concluyó la saga de los Macabeos. Los siete hijos de Matatías, héroes recordados, habían muerto violentamente, como ha bían vivido: las siete pirámides del sepulcro de Modin así lo recordaban. Entre los judíos fue como el cierre de una etapa y el comienzo de otra. Pues aunque Juan Hircano (134-104) no usara título de rey, sus funciones se aproximaban más y más a las de un basileus como eran los pequeños satélites del poder de Roma. Esta similitud se acentúa a lo largo del siglo I hasta desembocar nada menos que en Herodes. Muchos judíos tuvieron que preguntarse: ¿hasta qué punto las guerras y esfuerzos heroicos de aquellos treinta años habían servido a la causa de la restauración de Israel? Cierto que se había devuelto el Templo al servicio de Yahvé y los sacrificios se celebraban en la forma debida, pero en cuanto al ejercicio del poder estaba cada vez más lejos de los mandatos de Dios. Así, la conciencia judía experimentó una disyunción de la que tendremos que ocuparnos: los piadosos querían volver la vista a la Torah, vivir de acuerdo con ella, llevándola hasta sus últimas consecuencias; quedaban amplios sectores que se enorgullecían de la santa violencia del martillo de Dios y ansiaban repetirla.
6. Por el tiempo en que Juan Hircano comenzaba su larga y decisiva etapa de gobierno —los judíos ortodoxos rechazaron luego la canonicidad de los Libros de los Macabeos que admitió la Diáspora pasando así a la Biblia cristiana— Roma concluía también una etapa de su historia. Corinto (146), Cartago y Numancia (133), con el humo de sus incendios indican el tránsito hacia el imperialismo radical de un pueblo que, al recoger la herencia de Pérgamo, asumió para sí el ejercicio de la basileía. Los grandes empresarios capitalistas se declararon abiertamente en favor de este capitalismo. Los publicanos se convierten en protagonistas y símbolos de una política que, en todo el Cercano Oriente, es juzgada como favorable a los ricos y perjudicial para los pobres. En la lengua común, que recoge el Evangelio, el publicano es un ser despreciable: agente del poder extranjero, amasa una fortuna explotando a los sometidos.
Algunas veces los desheredados provocaban motines, saqueando los emporios comerciales. A menudo los judíos de la Diáspora eran víctimas de tales levantamientos. En todo caso las revueltas eran aplastadas registrándose un endurecimiento de los castigos: la crucifixión era señal infamante del castigo que se aplicaba a los no romanos. La provincia de Asia, herencia del antiguo reino de Pérgamo, fue rodeada de pequeños principados, satélites de Roma. Canteras y minas, trabajo de esclavos, diezmos de las mercancías, rentas de las propiedades que ahora pasaban al fisco y tributos de los sometidos, pasaban por mano de las publica, que también obtenían beneficios con el suministro a las legiones y las obras de infraestructura que se consideraban necesarias. Ahora Grecia y Macedonia eran provincias, y Egipto un protectorado. Siria entraba en el punto de mira.
Las previsiones más ambiciosas de la política senatorial po dían cumplirse sin excesivo costo. Cirenaica y Chipre fueron transmitidas por un simple acto jurídico. Y el año 129 a.C., durante una campaña contra los partos, murió Antíoco VII. Demetrio II recuperó el trono y a la mujer que se sentaba en él, nuestra bien conocida Cleopatra Thea. Roma pudo establecer ahora en Siria también una especie de protectorado: el Senado no quería ir más lejos. Las grandes empresas levantaban el nivel en que se movían los generales. Le había costado mucho trabajo frenar las ambiciones de Scipion Aemiliano y las tendencias revolucionarias de los Graco. Se decidió conservar el reino de Siria, por ahora, aunque sujetándole por medio de una constelación de pequeños y dóciles vasallos: Bitinia, Ponto, Capadocia... y Judea. De acuerdo con su condición de amigo y aliado de Roma, Juan Hircano, que custodiaba en Jerusalem las tablas de bronce «para que le fuesen memorial de paz y de alianza» estaba obligado ahora a colaborar con Roma en todas sus empresas.